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ORTODOXIA Y HETERODOXIA

PRIMERA PARTE

Autor: Protopresbítero Víctor Potapov

Traducción al español: siervo de Dios Matías Falagán

Índice

Prefacio de la traducción al chino……………………………………………………………………………………….2

¿Qué es la Ortodoxia?...................................................................................................................2

La teología occidental………………………………………………………………………………………………………….3

La Iglesia occidental y la cultura de Roma………………………………………………………………………….8

El Gran Cisma de 1054………………………………………………………………………………………………………..10

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Prefacio de la traducción al chino

Preparado con la bendición del protopresbítero Víctor Potapov el 26 de Diciembre de


2009.

El libro “Ortodoxia y heterodoxia” fue escrito entre 1996 y 1998 por el padre Víctor Potapov,
rector de la Catedral ortodoxa rusa de San Juan Bautista de Washington D. C. (Estados
Unidos de América). El padre Víctor es el cuarto rector de la parroquia, que fue fundada
por el Santo Jerarca Juan de Shanghái y San Francisco en Septiembre de 1949. Desde su
fundación la Catedral ortodoxa rusa de San Juan Bautista sirve de lámpara
resplandeciente de la luz verdadera de la Fe Ortodoxa tanto para los emigrados rusos y de
Europa del Este que huían de la persecución comunista en sus países de origen como para
un número cada vez mayor de conversos de todas las nacionalidades a la Santa Ortodoxia.
La historia, la iconografía y la arquitectura de la Catedral ortodoxa rusa de San Juan
Bautista, así como una gran cantidad de enseñanzas sobre la Fe Ortodoxa, se encuentran
disponibles tanto en inglés como en ruso en el sitio web de la catedral www.stjohndc.org.

“Ortodoxia y heterodoxia” explica claramente la Santa Fe Ortodoxa, las desviaciones de


ella que han sido introducidas en el Cristianismo por otras confesiones y los
impedimentos que dichas desviaciones colocan en el camino de los que verdaderamente
buscan la salvación. Combatir el profundo relativismo espiritual de nuestro tiempo que ha
permeado incluso todo el Cristianismo, “Ortodoxia y heterodoxia” demuestra que la
adhesión a la Santa Fe Ortodoxa tal como se ha preservado en la Iglesia Ortodoxa es
necesaria para todos los pueblos y todas las naciones que desean salvarse. Que el Señor
Jesucristo conceda grandes bendiciones y perseverancia en esta Santa Fe Ortodoxa a
quien ha escrito esta obra, a los que han trabajado con amor sincero para ponerlo a
disposición de los lectores chinos y a todos los que lo leen.

¿Qué es la Ortodoxia?

Primero que todo, la Ortodoxia es la fe recta en Dios; es esa fuerza poderosa que hace que
cada cristiano ortodoxo verdaderamente creyente sea inquebrantable en la vía recta y
piadosa [en el sentido devocional – Trad.] de su vida. Ser ortodoxo significa saber
correctamente con la mente, creer correctamente con el corazón y confesar correctamente
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con los labios todo lo que Dios mismo nos ha revelado sobre sí mismo, sobre el mundo y el
hombre, y sobre las tareas y propósitos de nuestra vida en la enseñanza sobre el logro de
nuestra unión espiritual con Él y nuestra salvación eterna. Sin tal fe recta, según la palabra
del Apóstol Pablo, es imposible agradar a Dios (Heb 11:6).

La Ortodoxia no es sólo una fe recta y una confesión recta de las verdades y dogmas
fundamentales de la Iglesia de Cristo, sino también una vida recta y virtuosa, fundada en
una ley inconmovible: el cumplimiento de los mandamientos de Dios, la impregnación del
corazón con la humildad, la mansedumbre y el amor por el prójimo, la prestación de ayuda
a los necesitados y desafortunados, y el servicio a la iglesia. El Apóstol Santiago [el
Hermano del Señor – Trad.] enseña: “La fe sin obras es muerta” (Santiago 2:26). El propio
Señor Jesucristo, el futuro Juez del mundo entero, promete “retribuir a cada uno según sus
acciones” (Mat 16:27). El apóstol Pablo testifica que “cada uno recibirá su merced según la
propia labor” (1Cor 3:8). Aquí está el punto de vista ortodoxo. La fe recta debe expresarse
en obras, y las obras deben servir como manifestación de la fe. Uno debe estar
íntimamente unido al otro indisolublemente, como alma y cuerpo. Sólo esto, entonces, la
vía ortodoxa, la vía correcta que nos conduce a Dios.

La Ortodoxia no es sólo una fe recta y una vida según la fe, sino también el servicio
correcto a Dios. Nuestro Señor Jesucristo expresó la esencia de la correcta adoración a
Dios en estas breves pero profundas palabras: “Dios es Espíritu, y a los que se inclinan
ante Él les condice inclinarse en espíritu y verdad” (Juan 4:24). Sólo el servicio divino
inspirado de la Santa Iglesia Ortodoxa, que está permeado por la oración, ha realizado y
continúa realizando esta sagrada adoración a Dios en verdad. Además, la Ortodoxia es la
estricta proporcionalidad y co-rrectitud en las manifestaciones de todos los poderes del
alma y el cuerpo. En la Ortodoxia se asigna un lugar determinado a todo: al intelecto, a los
deseos y necesidades del corazón, a las manifestaciones de la libre voluntad del hombre, a
la labor y la oración, a la abstinencia y la vigilancia, en una palabra, a todo lo que consiste
la vida del hombre.

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La teología occidental

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La vez pasada, en forma resumida, intentamos responder a la pregunta: ¿qué es la
Ortodoxia? Ahora nos corresponde comenzar nuestra investigación sobre las diferencias
doctrinales entre el Oriente cristiano y el Occidente.

Primero que todo nos resulta esencial entender las principales peculiaridades culturales y
psicológicas en las que se desarrolló la teología de Occidente. Esto nos ayudará a evaluar
mejor el alcance de los errores de las confesiones católica romana y protestante en
comparación con la enseñanza apostólica y patrística de la Iglesia Ortodoxa.

Invocaremos la ayuda del reconocido escritor de la Iglesia Griega, el doctor Alejandro


Kalómiros, y recurriremos a su notable obra “El río de fuego”.

Al comienzo de su artículo, Kalómiros plantea estas preguntas: “¿Cuál fue el instrumento


de la calumnia a Dios por parte del diablo? ¿Qué medios empleó para convencer a la
humanidad, para pervertir el pensamiento humano?” El autor responde: “Empleó la
‘teología’. Primero introdujo una ligera alteración en la teología, la cual, una vez que fue
aceptada, logró incrementarse cada vez más hasta el punto de que el Cristianismo se
volvió completamente irreconocible. Es lo que llamamos ‘teología occidental’”.

Más adelante en el artículo “El río de fuego” el doctor Kalómiros escribe que la “principal
característica de la teología occidental es que considera a Dios como la causa real de todos
los males”. El autor señala que “todos los católicos romanos y la mayoría de los
protestantes consideran la muerte como un castigo de Dios”. Según esta enseñanza, “Dios
consideró a todos los hombres culpables del pecado de Adán y los castigó con la muerte, es
decir, separándolos de Sí mismo, privándolos de Su energía vivificadora, matándolos
primero espiritualmente y luego corporalmente, por alguna suerte de inanición
espiritual”.

El doctor Kalómiros escribe posteriormente que “algunos protestantes consideran la


muerte no como un castigo sino como algo natural. Pero, ¿no es Dios el creador de todas
las cosas naturales? Así que, en ambos casos, Dios –para ellos– es la verdadera causa de la
muerte. (...)”

“El ‘Dios’ de Occidente es un Dios ofendido y airado, lleno de furia por la desobediencia de
los hombres, que desea en Su pasión destructiva atormentar a toda la humanidad hasta la

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eternidad por sus pecados, a menos que reciba una satisfacción infinita por Su orgullo
ofendido.

‘¿Cuál es el dogma occidental de la salvación? ¿No mató Dios a Dios para satisfacer Su
orgullo, que los occidentales eufemísticamente llaman justicia?”

La teología occidental enseña que “la salvación... ¡es salvarse de las manos de Dios!”

“Esta concepción jurídica de Dios, esta interpretación completamente distorsionada de la


justicia de Dios, no fue más que la proyección de las pasiones humanas sobre la teología.
Era una vuelta al proceso pagano de humanizar a Dios y deificar al hombre. Los hombres
se irritan y aíran cuando no los toman con seriedad y consideran esto una humillación que
sólo la venganza puede quitar, ya sea a través del crimen o del duelo. Esta era la
concepción mundana y apasionada de la justicia.”

“Los cristianos occidentales pensaban sobre la justicia de Dios también de la misma


manera: Dios, el Ser infinito, fue infinitamente insultado por la desobediencia de Adán. Él
decidió que la culpa de la desobediencia de Adán descendiera por igual a todos Sus hijos y
que todos debían ser sentenciados a muerte por el pecado de Adán, que ellos no
cometieron. La justicia de Dios para los occidentales operaba como una vendetta. No sólo
el hombre que te insultó, sino también toda su familia debe morir. Y lo que era trágico
para los hombres, hasta el punto de la desesperanza, era que ningún hombre, ni siquiera la
humanidad entera, podía apaciguar la insultada dignidad de Dios, aun si todos los
hombres de la historia fueran sacrificados. Así que, para salvar tanto la dignidad de Dios
como a la humanidad, no había otra solución que la encarnación de Su Hijo, para que un
hombre de dignidad divina pudiera ser sacrificado para salvar el honor de Dios.”

El doctor Kalómiros considera que ese concepto pagano de la justicia de Dios hace de Dios
la fuente de todos nuestros infortunios. Pero tal justicia no es en absoluto justicia,
considera el autor, ya que castiga a hombres que son completamente inocentes del pecado
de sus antepasados. “(…) lo que los occidentales llaman justicia debería más bien llamarse
resentimiento y venganza de la peor clase. Incluso el amor y el sacrificio de Cristo pierden
su significado y lógica en esta noción esquizoide de un Dios que mata a Dios para
satisfacer la llamada justicia de Dios.”

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Más adelante Kalómiros se torna a la comprensión de la justicia de Dios tal como está
establecida en las Sagradas Escrituras y su interpretación por parte de los Santos Padres
de la Iglesia. En el idioma griego, en el que nos ha sido legada la Biblia, a la justicia se la
llama dikaiosúnē. Dikaiosúnē es una traducción de la palabra hebrea tzedaká. Esta
significa “la energía divina que efectúa la salvación del hombre”. Corresponde “a otra
palabra hebrea, jesed, que significa ‘misericordia’, ‘compasión’, ‘amor’, y a la palabra
emeth, que significa ‘fidelidad’, ‘verdad’.” Este es un concepto completamente diferente a
lo que solemos llamar justicia. Kalómiros escribe que en Occidente la palabra dikaiosúnē
se entendía de la forma en que los hombres de la civilización griega humanista y pagana
de la antigüedad la entendían: “la justicia humana, la que tiene lugar en los tribunales”.

Kalómiros escribe que “Dios no es justo, con el significado humano de esta palabra. Su
justicia significa Su bondad y amor, que se dan de manera injusta, es decir, Dios da
siempre sin recibir nada a cambio, y Él da a personas como nosotros que no somos dignos
de recibir. (...)”

“Dios es bueno, amoroso y bondadoso con aquellos que lo desprecian, lo desobedecen y lo


ignoran. Nunca devuelve mal por mal, nunca se venga. Sus castigos son medios amorosos
de corrección, siempre que algo pueda ser corregido y sanado en esta vida. (...) El mal
eterno no tiene nada que ver con Dios, sino que por el contrario proviene de la voluntad de
sus creaturas libres y lógicas, y esta voluntad Él la respeta.”

“La muerte no nos fue infligida por Dios. Caímos en ella por nuestra rebelión. Dios es Vida
y la Vida es Dios. Nos rebelamos contra Dios, cerramos nuestras puertas a Su gracia
vivificadora. ‘Por cuanto se apartó de la vida –escribió San Basilio–, tanto más se acercó a
la muerte. Porque Dios es Vida, la privación de la vida es muerte’. ‘Dios no creó la muerte –
continúa San Basilio– sino que nosotros mismos la trajimos a nosotros’. (...) Como postula
San Ireneo: ‘La separación de Dios es muerte, la separación de la luz es obscuridad (...) y
no es la luz la que les trae el castigo de la ceguera’.”

“‘La muerte –dice San Máximo el Confesor– es principalmente la separación de Dios, a la


cual le sigue necesariamente la muerte del cuerpo. La vida es principalmente El que ha
dicho: ‘Yo soy la Vida’”.

“¿Y por qué sobrevino la muerte sobre toda la humanidad? ¿Por qué aquellos que no
pecaron con Adán murieron como Adán?” El autor responde con las palabras de San

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Anastasio el Sinaíta: 'Nos convertimos en herederos de la maldición sobre Adán. No
fuimos castigados como si hubiéramos desobedecido ese mandamiento divino junto con
Adán, sino que como Adán se hizo mortal transmitió el pecado a su posteridad. Nos
hicimos mortales porque nacimos de un mortal.’”

El autor escribe más adelante que el Beato Agustín, Anselmo de Canterbury, Tomás de
Aquino y los demás fundadores de la teología occidental son culpables de esta calumnia
contra Dios. Por supuesto que no afirmaron “expresa y claramente que Dios es un ser
malvado y apasionado. Más bien consideran que Dios está como encadenado por una
fuerza superior, por una Necesidad tenebrosa e implacable, como la que gobernaba a los
dioses paganos. Esta necesidad lo obliga a devolver mal por mal y no le permite perdonar y
olvidar el mal hecho contra Su voluntad, a menos que se le ofrezca una satisfacción
infinita.”

Posteriormente en el artículo “El río de fuego” el autor escribe sobre la influencia del
paganismo griego en el cristianismo occidental:

“La mentalidad pagana estaba en el fundamento de todas las herejías. Era muy fuerte en
Oriente, porque Oriente era la encrucijada de todas las corrientes filosóficas y religiosas.
Pero tal como leemos en el Nuevo Testamento ‘donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia’. Así que cuando florecían las herejías, florecía también la Ortodoxia, y aunque fue
perseguida por los poderosos de este mundo, siempre sobrevivió victoriosa. En Occidente,
por el contrario, la mentalidad pagana griega entró discretamente, sin tomar el aspecto de
herejía. Entró a través de la multitud de textos latinos dictados por Agustín, obispo de
Hipona. (...) En Occidente poco a poco se fue desvaneciendo el conocimiento de la lengua
griega y los textos de Agustín fueron los únicos libros disponibles que databan de la
antigüedad en una lengua allí entendida. Así fue que Occidente recibió como cristiana una
enseñanza que era pagana en muchos de sus aspectos. Los desarrollos césaropapistas en
Roma no permitieron ninguna reacción saludable a esta situación, y así fue cómo
Occidente se ahogó en el pensamiento humanista y pagano, que prevalece hasta el día de
hoy.”

“Así que tenemos a Oriente por un lado que, hablando y escribiendo en griego, siguió
siendo esencialmente el Nuevo Israel con el pensamiento israelita y la sagrada tradición, y
a Occidente por el otro lado que habiendo olvidado el idioma griego y habiéndose

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separado de Oriente heredó el pensamiento griego pagano y su mentalidad y formó
consigo una doctrina cristiana adulterada”.

“En realidad, la oposición entre la Ortodoxia y el cristianismo occidental no es más que la


perpetuación de la oposición entre Israel y la Hélade.”

“Nunca debemos olvidar que los Padres de la Iglesia se consideraban a sí mismos como los
verdaderos hijos espirituales de Abraham, que la Iglesia se consideraba a sí misma como el
Nuevo Israel y que los pueblos ortodoxos, ya fueran griegos, rusos, búlgaros, serbios,
rumanos, etc., eran conscientes de ser como Nataniel, verdaderos israelitas, el Pueblo de
Dios. Y mientras esta era la conciencia real del cristianismo oriental, Occidente se
convirtió cada vez más en un hijo de la Grecia y Roma paganas y humanistas.”

***

La Iglesia occidental y la cultura de Roma

La Iglesia Romana se formó y desarrolló sobre los cimientos de la cultura latina, que salió
de la religión pagana romana. La religión pagana de Roma se basaba en el culto a las almas
de los muertos y el miedo ante su poder sobrenatural era el principal motivo de adoración.
Este miedo religioso impartió un tinte serio e incluso sombrío a la religión romana y
condujo a la inculcación del formalismo en el culto pagano romano.

Las peculiaridades del sistema estatal romano ejercieron una influencia aún mayor en la
Iglesia romana. El Estado tenía una significancia enorme y abrumadora en la psique y en
la vida de los romanos: la principal virtud era el patriotismo. Los romanos fueron capaces
de subordinar todas las fuerzas del hombre a la disciplina del Estado y orientarlas hacia un
fin, la exaltación del Estado. En la grandeza y prosperidad del estado romano el ciudadano
romano vio la garantía del bienestar y la prosperidad de los ciudadanos romanos y de los
pueblos del mundo entero. De ahí la convicción de que los romanos debían ser los amos y
señores del mundo. Todos los pueblos debían someterse e ingresar a la conformación del
Estado romano, para poder hacer uso de los bienes de la “Pax Romana” y de la gobernanza
romana. Los requisitos para construir un estado y una organización mundial, una unión
de numerosos pueblos, llevaron al desarrollo del pensamiento jurídico en los romanos. La
fusión de la religión romana y el sistema estatal romano alcanzó su grado más alto cuando
el emperador Augusto y sus sucesores fueron deificados: se les rindieron honores divinos
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durante su vida, se construyeron templos en su honor y después de su muerte fueron
connumerados entre la asamblea de los dioses.

El espíritu del pueblo romano, que se formó sobre la base de las peculiaridades de su
religión y de su sistema estatal, definió el carácter de la dirección de la vida de la Iglesia en
Occidente después de la aceptación del cristianismo. Allí les interesaban poco las
cuestiones dogmáticas sobre la Santa Trinidad y la Persona de Jesucristo que agitaban a
Oriente. El pueblo cristiano occidental, en conformidad con el molde de su mente, se
ocupaba del lado práctico y externo de la vida de la Iglesia: el ritual y legislativo. Dirigió su
atención a la disciplina y el gobierno de la Iglesia, a las relaciones entre la Iglesia y el
Estado. Los representantes de la Iglesia occidental no eran encumbrados teólogos, sino
buenos políticos y administradores. En particular las tradiciones nacionales ligadas al
poderío de la antigua Roma permanecieron inevitablemente con los romanos incluso
después de la aceptación del Cristianismo. Bajo la influencia de estas tradiciones los
romanos llegaron a pensar que la poderosa Roma debía tener la misma significancia en los
asuntos de la Iglesia que la que tenía en los asuntos del estado

Especialmente poderosa y vital en el pueblo romano fue la idea del absolutismo


monárquico de los emperadores romanos, que llegó hasta su deificación en el sentido
literal de esta palabra. Esta idea de la supremacía ilimitada de una persona sobre todo el
mundo se convirtió en una idea de la Iglesia de Occidente. Fue transferida del emperador
al papa romano. Incluso el título de “Póntifex Máximus” [Pontífice Máximo] que portaban
los emperadores romanos fue tomado por los papas. De ahí que, con el tiempo, un afán de
autoexaltación se apoderó de los papas romanos.

No obstante, en lo que respecta a los primeros ocho siglos de existencia de la Iglesia


universal, se puede hablar de todos estos fenómenos en la Iglesia romana sólo como
tendencias, como humores, como molde psicológico, como manifestaciones esporádicas.
En general, por entonces, las diferencias de intereses, esfuerzos y moldes psicológicos
entre las Iglesias de Oriente y Occidente durante los primeros ocho siglos fueron para la
Iglesia en su conjunto beneficiosas más que perjudiciales, ya que promovieron la plenitud
de la elucidación y la encarnación en vida de los principios del Cristianismo, dejando a la
Iglesia una sola. En la práctica, en conformidad con sus propias peculiaridades nacionales,
los cristianos de Oriente, como ya se ha dicho, descubrieron de lleno el lado dogmático de
la doctrina dogmática del Cristianismo. Y los cristianos occidentales, en conformidad con

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sus propias peculiaridades, desarrollaron otro aspecto de la organización eclesiástica del
Cristianismo. A las Iglesias de Oriente y de Occidente sólo se les exigió que permanecieran
en mutua comunión eclesiástica entre ellas y que no abandonaran el seno de la única
Iglesia Universal.

Desafortunadamente, la Iglesia occidental rompió esta comunión, y en esta fisura está


contenida la causa de su ingreso en el camino del error.

Respecto a cómo ocurrió esto, lo relataremos la próxima vez.

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El Gran Cisma de 1054

La ruptura de la Iglesia Romana con la Iglesia Universal ocurrió de la siguiente manera.

En el año 752 el papa Zacarías ungió a Pipino el Breve, el mayordomo principal de los reyes
francos, para ser rey, y con esto dio, por así decirlo, la bendición de la Iglesia al
derrocamiento llevado a cabo por Pipino en el reino franco que sacó al rey franco legítimo
del poder. Por ello Pipino en el año 755 arrebató a la tribu germánica de los lombardos las
tierras conquistadas por ellos en Italia y entregó en manos del papa las llaves de veintidós
ciudades y del Exarcado de Rávena, que antes había pertenecido al Imperio Bizantino. Así
fue cómo el Papa pasó de ser un súbdito del emperador romano oriental
(constantinopolitano) a un soberano secular independiente, que no dependía de ningún
otro soberano, con un territorio independiente y con la posesión de la autoridad estatal
suprema sobre ese territorio.

Esto desmoralizó rápidamente al papado. La contradicción interna entre el ideal ascético y


la autoridad secular apareció como un peligroso enemigo de la pureza moral de los papas.
Implicó un cambio radical no sólo en el estatus, sino también en el comportamiento, en las
intenciones, en las aspiraciones y en los modus operandi de los papas romanos. La
presunción, el orgullo, el ansia de poder y la aspiración a subordinar todas las iglesias
locales bajo su autoridad, que antes se manifestaban en el comportamiento de los papas
romanos sólo como tendencias, como fenómenos esporádicos, ya para ese momento se
apoderaban por completo de los papas.

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En un principio los papas se dieron a la tarea de fortalecer su autoridad en aquellas
iglesias occidentales, las Iglesias africana, española y gala, que no formaban parte de la
Iglesia romana. A pesar de cierta resistencia por parte de la Iglesia africana, los papas
tuvieron éxito con relativa facilidad en asegurar la subordinación de estas iglesias a sí
mismos: grande era la autoridad de Roma en estas antiguas provincias.

En cuanto a las iglesias de Gran Bretaña, Alemania y de los demás países de Europa
occidental que habían sido fundadas recientemente por misioneros del obispo romano,
los papas lograron subordinarlas a su autoridad tanto más fácilmente cuanto que la idea
de la supremacía del papa en la Iglesia se les inculcó simultáneamente con la predicación
del Cristianismo.

Mientras se subordinaban a sí mismos a las iglesias occidentales, los papas


simultáneamente tomaban medidas para substanciar su autoridad, si no
dogmáticamente, entonces al menos jurídicamente. Para ello se compiló en Occidente a
principios del siglo IX una colección de actas jurídicas eclesiásticas a nombre de Isidoro,
un ministro sagrado español de autoridad. Como tanto el nombre del compilador como el
contenido de la colección, como se estableció más adelante, eran espurios, recibió el
nombre de “Decretales Pseudoisidorianas”. La colección consta de tres partes. En la
primera parte se hallan cincuenta cánones apostólicos y sesenta decretales de los papas
romanos. De estas sesenta decretales, dos son parcialmente falsificadas, mientras que
cincuenta y ocho son totalmente espurias. En la segunda parte, entre otro material
espurio, se encuentra la donación espuria de la ciudad de Roma por parte del emperador
Constantino el Grande al papa romano Silvestre.

La colección se publicó por primera vez recién a finales del siglo XVI, y posteriormente
unos eruditos probaron sin dificultad la falsedad de los documentos que contenía. En la
actualidad, ni siquiera los eruditos católicos reconocen su autenticidad. Pero en ese
momento la colección sirvió como base autoritativa para el desarrollo de las relaciones
eclesiásticas en Occidente, en la medida en la que fue aceptada en fe, y en el transcurso de
toda la Edad Media gozó de la autoridad de la autenticidad. Los papas comenzaron a citar
categóricamente las decretales de la colección como prueba de sus derechos a la
supremacía en toda la Iglesia.

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El Papa Nicolás I (858-876) fue el primero en citar las “Decretales Pseudoisidorianas”, ya
que formuló por primera vez de manera contundente y decisiva la idea de la omnipotencia
papal en la Iglesia. Pero Oriente, naturalmente, no reconoció esta omnipotencia. El Papa
Nicolás I trató de subordinar Oriente bajo sí de un plumazo. Pero no tuvo éxito en esto.
Como consecuencia de este fracaso surgió el cisma de la Iglesia: por primera vez en el siglo
IX y definitivamente en el siglo XI (1054).

La historia externa de la apostasía de la Iglesia Romana es esta. Debido a la minoridad del


emperador Miguel III, el Imperio Bizantino (Romano Oriental) estaba gobernado desde el
año 842 por su madre, Teodora, y el tío del emperador, Bardas. El patriarca de
Constantinopla era Ignacio (desde el año 847). Por instigación de Bardas el emperador
confinó a su madre en un convento; pero el patriarca, que antes de esto había reprochado
a Bardas por cohabitar con su nuera, se opuso. Bardas consiguió la deposición de Ignacio
(en el año 852) y la asunción de Fotio, un hombre ilustrado y digno del trono patriarcal.
Comenzó la enemistad entre los partidarios de Ignacio y Fotio. Por consejo de Bardas el
emperador Miguel decidió convocar un gran concilio, al que también invitó al papa
Nicolás I. Este último decidió aprovechar la ocasión y presentarse como juez de la Iglesia
de Oriente. Envió a dos de sus legados al consejo con una carta para el emperador.

En ella escribió que el emperador había actuado incorrectamente, contrariamente a los


cánones de la Iglesia, al haber designado a un patriarca y haber depuesto a otro sin el
conocimiento del papa. El Concilio Constantinopolitano (en el año 861) reconoció a
Ignacio depuesto y a Fotio en calidad de patriarca legítimamente establecido. El papa
Nicolás I bien podría haber reconocido a Fotio como patriarca, si no hubiera visto en él un
firme oponente a sus pretensiones de supremacía de la Iglesia. Le escribió una carta al
emperador que declaraba a Fotio privado del rango patriarcal a Ignacio restaurado. En el
año 862 el papa convocó un concilio en Roma que declaró depuesto a Fotio. En
Constantinopla esta promulgación no fue reconocida y comenzó la ruptura entre las
iglesias.

La cuestión de la gobernancia de la Iglesia búlgara intensificó las relaciones hostiles entre


las iglesias. En respuesta a las acciones arbitrarias del papa y su clero e Bulgaria, Fotio
reunió un concilio local en el que condenó todos los errores romanos. En el año 867 se
reunió en Constantinopla un nuevo concilio, con representantes de los patriarcas

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orientales, que volvió a condenar los errores romanos y las pretensiones del papa Nicolás I
en Oriente.

En ese momento el emperador Miguel fue asesinado por las intrigas de su corregente,
Basilio el Macedonio, quien ocupaba el trono imperial y buscaba el apoyo del papa. En
Constantinopla, en el año 869, en presencia de los legados papales, tuvo lugar un concilio
que depuso a Fotio y reconoció la supremacía del papa y la subordinación de la Iglesia
oriental a él. Pero en el año 879 Ignacio murió y el emperador Basilio, que en ese momento
ya no necesitaba al papa, restauró a Fotio. En el mismo año 879 se reunió un concilio en
Constantinopla con legados del papa Juan VIII. El concilio no aceptó ninguna de las
condiciones del papa y el papa no reconoció las promulgaciones del concilio.

Desde mediados del siglo IX hasta mediados del siglo XI las relaciones entre las iglesias
fueron indeterminadas y faltaron contactos entre ellas, excepto en raros casos de
correspondencia de los emperadores con los papas. A mediados del siglo XI se reanudaron
las relaciones, pero sólo para terminar en una ruptura definitiva. León IX era el papa en
aquel tiempo y Miguel Cerulario era el patriarca de Constantinopla. El papa pensó en
subordinar bajo sí a ciertas iglesias del sur de Italia que estaban subordinadas al patriarca
de Constantinopla, mientras que este último cerró los monasterios e iglesias latinos
ubicados en Constantinopla. Para la regularización de las relaciones mutuas, el papa envió
a sus legados a Constantinopla, quienes se comportaron con rudeza y altanería hacia el
patriarca. El obispo Arsenio, en “La crónica de los acontecimientos de la Iglesia”, describe
así la acción de los legados papales:

“Y así, los legados papales, 'habiéndose aburrido de la oposición del patriarca', como dijeron, decidieron una
acción de lo más insolente. El 15 de Julio entraron en la Iglesia de Aguía Sofía y, mientras el clero se
preparaba para el servicio a la hora tercia del día sábado, depositaron sobre el altar mayor una bula de
excomunión a la vista del clero y del pueblo presente, y saliendo de allí se sacudieron hasta el polvo de los
pies como testimonio contra ellos, según las palabras del Evangelio (Lc 9: 5), exclamando: ‘Que Dios vea y
juzgue’.”

Así retrata el mismo cardenal Humberto el hecho. En la bula de excomunión se decía


incidentalmente: “En cuanto a los pilares del Imperio y los ciudadanos sabios y
honorables, la ciudad (es decir, Constantinopla) es la más cristiana y ortodoxa. Pero en
cuanto a Miguel, que es ilícitamente llamado patriarca, y los campeones de su estupidez,
innumerables cizañas de herejías están diseminadas en ella. Sean anatema, sean anatema

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maranathá (1Cor 16: 22). Amén.” Después de esto, y en presencia del emperador y sus
magnates, pronunciaron oralmente: “quienquiera que obstinadamente comience a
oponerse a la fe del santo trono romano y apostólico y a su ofrenda sacrificial, sea
anatema, sea anatema maranathá (es decir, que sea excomulgado y perezca a la venida del
Señor) y que no sea considerado un cristiano católico, sino un hereje prozimita (es decir,
los que no aceptan los panes sin levadura y prefieren el pan con levadura). Que así sea, que
así sea, que así sea.” La insolencia de los legados papales suscitó contra ellos a toda la
población de la capital; sólo gracias al emperador, que estimaba su puesto en calidad de
emisarios, pudieron partir libremente.

En respuesta el Concilio constantinopolitano entregó a los legados papales al anatema. A


partir de ese momento el Papa dejó de ser conmemorado en los divinos servicios de todas
las Iglesias orientales.

Así, las causas del cisma de la Iglesia en los siglos IX y XI fueron una sola y la misma: las
pretensiones ilegales de los papas de subordinar bajo su autoridad a todas las iglesias
locales, con las simultáneas, como veremos más adelante, desviaciones de los papas
romanos de la Ortodoxia en materia dogmática, canónica y ritual. En esto se halla la
esencia de los acontecimientos reales, mientras que aquellos acontecimientos reales que
sirvieron de razón concreta para la ruptura ocurrieron por simple casualidad. No se
trataba de hechos individuales, sino del conjunto entero de las ideas y aspiraciones de los
papas romanos de la época. El espíritu de avidez de poder engendró la idea de una grande
y peligrosa falsedad: la soberanía ilimitada de los papas sobre toda la Iglesia universal.

Esta subordinación del papado a un principio pecaminoso se produjo recién a partir del
siglo IX. Pero cuando los papas romanos durante el siglo IX formularon por primera vez
sus pretensiones, no las presentaron como innovaciones, sino que, por el contrario,
naturalmente se esforzaron por demostrar que su autoridad era un derecho, en todas
partes y siempre reconocido en la Iglesia universal.

Así fue cómo a partir del siglo IX las Iglesias oriental y occidental han ido por caminos
diferentes. Los apelativos que ellos mismos se apropiaron para sí hablan de los fines que
perseguían: la Iglesia oriental comenzó a llamarse Ortodoxa, resaltando con ello que su
objetivo principal es preservar indemne la Fe cristiana. La Iglesia occidental comenzó a

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llamarse Católica (universal), resaltando con ello que su objetivo principal es la unificación
de todo el mundo cristiano bajo la autoridad del papa romano.

FINAL DE LA PRIMERA PARTE

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