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ORGULLO INFANTIL

Pasaba los veranos con mi abuela en Punta Indio, no había para mí placer
más grande que ir a la playa, al río como oía decir a los lugareños, pero la
casa estaba distante casi 2 leguas sobre un camino serpenteante entre talas y
espinillos. Abuelita, que así era como no podía nombrarla de otra manera,
estaba ya en la etapa en la que se arrastran los pies para caminar y tenía
mucho miedo de que yo fuera solo al río, de manera que me pasaba el día
expectante de algún visitante, que en aquella casa nunca faltaban, para
hacerme invitar a una visita a ese río que me maravillaba con sus colores
cambiantes, desde el plateado hasta el marrón rojizo cuando el sol brillaba
en toda su intensidad. Generalmente mis dotes de persuasión, que había ido
cultivando y mejorando día a día no fallaban y tampoco fallaron ese día
cuando finalmente don Santiago dijo la frase esperada ansiosamente “ponete
la malla que nos vamos al río”. Corrí a la habitación y siguiendo mis pasos
entro mi abuelita, que me dijo “no vas a ninguna parte”. Fue muy raro
escuchar una prohibición de quién nunca se oponía a satisfacer todos mis
deseos, pero fue muy terminante y argumentó su negativa: Don Santiago era
proclive a beber un vaso de vino de más y esa tarde había bebido varios
vasos de más y mi abuelita consideraba que no había seguridad en subir a su
auto. Mi mente infantil, obnubilada además con mi profundo deseo, no
entendía de razones y me puse a llorar tanto que no podía parar. La
determinación de mi abuela fue tal que entendí que era en vano que buscara
que cambiase idea. Ella encontró con facilidad una excusa para que yo no
fuese que no logro recordar, pero sí tengo vívido el recuerdo de buscar cómo
justificar mi llanto, ya que mi orgullo infantil me impedía mostrarme débil al
menos en mis sentimientos. Fue entonces cuando decidí tomar una varilla
de acero mal cortada que había sobrado de un pesado cortinado y estaba
arrumbada en un rincón del dormitorio y producirme un tajo en la pierna lo
suficientemente profundo como para que sangrara. Mi abuelita me puso
alcohol y un vendaje y yo pude afirmar aún con ojos llorosos “para no poder
meterme en el río prefiero no ir”

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