Está en la página 1de 19

Septuaginta

 Nombre latino que significa «Setenta» (lo mismo que «los LXX») con el
que se designa a la traducción griega de la Biblia hebrea llevada a cabo en
Alejandría a partir del siglo III a.C. El nombre se deriva de la tradición judía
sobre la que sería la primera traducción de la Biblia a otra lengua: según la
Carta de Aristeas, a petición del Rey de Egipto, el sumo sacerdote Eleazar
habría mandado a Alejandría setenta y dos ancianos de todas las tribus de
Israel para realizar esa versión que debía guardarse en la famosa biblioteca
de la ciudad. Hay muchas opiniones distintas sobre si la iniciativa partió
efectivamente de las autoridades no judías, o de los propios judíos, que
necesitaban una versión griega de la Escritura para sus correligionarios de
la diáspora, donde el hebreo apenas se entendía, o bien para instruir sobre
el judaísmo a posibles prosélitos.

La traducción no se realizó de una sola vez y, aunque el Pentateuco y algunos


otros libros se concluyeron en Alejandría, es posible que otras versiones se
terminaran hacia el siglo II a.C. en la propia Palestina. En general, es una
traducción cuidadosa, exacta y literal, aunque en algunos casos emplea una
técnica de traducción algo más libre. A veces se ha podido demostrar que
sus divergencias respecto al texto hebreo establecido son el resultado de
traducir un texto hebreo antiguo algo diferente del que hoy conocemos.

La primera impresión del texto de la Septuaginta tuvo lugar en Alcalá de


Henares, dentro del marco de la Biblia Políglota Complutense (1514-17)
impulsada por el Cardenal Cisneros, si bien se difundió antes la edición de
Venecia llamada «Aldina» de 1518. En la actualidad, un equipo internacional
de estudiosos publica desde Göttingen (Alemania) ediciones críticas de gran
calidad de cada uno de los libros de esta versión.

Los primeros cristianos de origen no judío utilizaron la versión griega de la


Septuaginta como su propio texto bíblico. En la tradición judía posterior se
encuentran dos posturas respecto a esta traducción: para unos se trata de
un hecho muy positivo que debía contribuir a que el judaísmo alcanzara el
lugar de prestigio que le correspondía en el mundo helenístico, mientras que
para otros es un día de luto, en el que se ha traducido, y por tanto, adaptado
y modificado la palabra divina, dando a los enemigos de Israel (los cristianos
de los primeros siglos de nuestra era) un instrumento para combatir al
propio Israel. Al mismo tiempo que los cristianos hacían suya esta traducción
y leían en ella la Biblia, hacia el siglo II de nuestra era, los judíos de habla
griega dejaron de utilizar la Septuaginta, sustituyéndola por nuevas
versiones más conformes con el espíritu de la interpretación rabínica de la
Escritura, elaboradas en la propia Palestina.

Temas relacionados
Biblia.
Biblia Políglota Complutense.
Bibliografía
FERNÁNDEZ MARCOS, N. Introducción a las versiones griegas de la Biblia.
(Madrid: CSIC, 1979).
TREBOLLE, J. La Biblia judía y la Biblia cristiana. (Madrid: Trotta, 1993).
A. Sáenz Badillos

Enciclopedia Universal DVD ©Micronet S.A. 1995-2006

Deuterocanónico, ca

 {adj.} Se dice de los libros de la Biblia de cuya categoría canónica se dudó


al principio en algunos sectores, hasta que el magisterio de la Iglesia los
incluyó en el canon de las Sagradas Escrituras.

Enciclopedia Universal DVD ©Micronet S.A. 1995-2006

Deuterocanónicos, Libros

 Libros que la Iglesia Católica, desde el Concilio de Trento (1546),


reconoce como inspirados y parte de la Biblia, añadiéndolos a los veinticuatro
libros incluidos en la Biblia Hebrea. Ni los judíos ni otras confesiones
cristianas conceden a esos libros la misma categoría de «inspirados». En
terminología protestante se les da el nombre de «Apócrifos». Ninguno de
ellos se ha transmitido en lengua hebrea, sino únicamente en griego y, en
general, se han conservado dentro de la versión de la Septuaginta. El
nombre de «deuterocanónico» tiene relación con el uso que de estos libros
se hacía en la diáspora judeo-helenística y, en concreto, en Alejandría.
Durante mucho tiempo se mantuvo que junto al «canon palestinense»
(hebreo) de la Biblia existió el llamado «canon de Alejandría», más extenso,
que incluía estos libros, si bien hoy en día son muchos los expertos que no
creen que existiera ese «segundo canon». En todo caso, la lista de libros
admitidos en el «canon» cristiano quedó fijada en el siglo IV.

Se consideran deuterocanónicos los siguientes libros: Sabiduría, Eclesiástico,


Tobit, Judit, Baruc, Carta de Jeremías, I y II Macabeos, además de los
suplementos al libro de Ester y las adiciones griegas a Daniel.

Temas relacionados
Literatura Hebrea.
Biblia.
Septuaginta.
Bibliografía
BROWN, R., FITZMYER, J., MURPHY, R. (dir.). Comentario bíblico «San
Jerónimo». 5 vol. (Madrid: Cristiandad, 1971-2).
CANTERA, F., IGLESIAS, M. (eds.). Sagrada Biblia. Versión crítica sobre los
textos hebreo, arameo y griego. (Madrid: BAC, 1979).
TREBOLLE, J. La Biblia judía y la Biblia cristiana. Introducción a la historia
de la Biblia. (Madrid: Trotta, 1993).
A. Sáenz Badillos

Enciclopedia Universal DVD ©Micronet S.A. 1995-2006

Tradición
{f.} | tradition

 (Del lat. traditio); sust. f.

1. Transmisión de conocimientos, creencias o costumbres realizada de


generación en generación y que constituye el sustrato psicológico y cultural
básico de una comunidad: mi profesor de etnología era un gran conocedor
de las tradiciones de muchas tribus africanas.
2. Noticia o hecho del pasado que se transmite de este modo.
3. Costumbre establecida en un determinado lugar o ámbito: en el colegio
de mis hijos es tradición hacer una reunión con los padres al final de cada
evaluación.
4. Conjunto de doctrinas o costumbres conservadas en un pueblo gracias a
la transmisión de padres a hijos: en muchos pueblos es tradición hacer
fiestas en las que se recrean las peleas entre moros y cristianos.
5. [Derecho] Entrega a una persona de una cosa.
6. [Filología] Conjunto de textos de una determinada obra, que pueden
haberse conservado o no, y que se han transmitido a lo largo del tiempo: la
tradición impresa de La Celestina es muy compleja y numerosos
investigadores se han dedicado a ella.

Modismos
Tradición oral. Creación literaria en prosa o verso que se ha transmitido
oralmente a lo largo del tiempo.

Sinónimos
(1 y 2) Conservación, costumbre, herencia; (3) antigua usanza, hábito,
práctica, uso; (4) acervo.

Antónimos
(1 y 2) Actualidad. modernidad; (3) innovación.

 (4) [Religión]

El término "tradición" procede del latín tradere ('entregar', 'transmitir') y


designa de manera general un conjunto de informaciones referentes a una
doctrina, especialmente religiosa o ética, que ha sido transmitido de
generación en generación, a través de la palabra, de las costumbres y del
ejemplo. Todo ese conjunto es aceptado generación tras generación y
constituye una herencia del pasado histórico o mítico, cuya integridad se
sienten obligados a mantener, interpretar y, a su vez, transmitir fielmente.

La tradición en el ámbito de la religión

La tradición adquiere especial importancia en el campo religioso por dos


motivos: primero, por la naturaleza misma del dato religioso, que tiende a
expresiones y comportamientos en grupo, mediante celebraciones y ritos;
y, segundo, porque en la conciencia religiosa existe el convencimiento y la
voluntad de transmitir esas doctrinas y comportamientos con la esperanza
de alcanzar una purificación y una salvación en éste o en otro mundo. Esto
es así especialmente para las religiones reveladas, que tienen el particular
interés de conservar lo más fielmente posible todo lo dado a conocer por la
divinidad, interpretarlo y transmitirlo en su integridad. Ahora bien, como la
tradición es una tarea humana, no puede dejar de resentirse por los diversos
condicionamientos que imponen la historia y el desarrollo de las culturas. De
ahí la tensión continua existente entre el objeto de la tradición y las formas
de interpretar y de transmitir dicha tradición. En este contexto se entiende
la función eminente que la tradición ha desempeñado en la constitución y la
conservación tanto de la conciencia religiosa como de las estructuras socio-
históricas relativas a la religión.

Si bien es cierto que una tradición puede ser consignada en la escritura, para
continuar así su camino por la historia, también es verdad que la forma
esencial de la primera tradición no está basada en documentos, sino en el
lenguaje vivo y en un comportamiento preocupado constantemente en
recobrar y conservar fielmente los contenidos heredados que de otra forma
se habrían perdido. El mismo principio de la sola Scriptura de Lutero, al
mismo tiempo que rechazaba todo aquello que la tradición había añadido al
mensaje evangélico primitivo, constituía una vuelta a la Escritura, que no
era a su vez otra cosa que la consignación escrita de aquella tradición, que
él quería hacer efectiva en su iglesia.

El principio cristiano de la tradición

En la teología católica el concepto de tradición está íntimamente unido al de


revelación. Ésta encuentra su culminación con Cristo y los apóstoles, en los
cuales se lleva a cabo en forma oral; luego su testimonio es consignado por
escrito en los libros del Nuevo Testamento. San Pablo pone de relieve este
carácter de testigo y transmisor del apóstol, y él mismo se declara
transmisor de la tradición recibida de los discípulos directos de Jesús, al
referir los acontecimientos de la última cena y de la resurrección (1Co 11,23-
25; 15,1-7). Como había hecho Jesús con las tradiciones judías, también
Pablo se muestra crítico con la tradición, procurando salvaguardar el
verdadero mensaje de Jesucristo (Gal 2,5-6).

A medida que los acontecimientos y las palabras de Jesús y los apóstoles se


alejan en el tiempo, surge la autoridad de los testigos directos de los
apóstoles, como garantía de continuidad y de fidelidad al kerigma. Esta
preocupación está presente en Lucas (Lc 1,1-4), y en las cartas pastorales,
de forma que en Ireneo (ca. 130-ca. 200) y Tertuliano (ca. 160-ca. 220) se
concreta ya el argumento de la tradición, la cual tendrá como criterios de
autenticidad: el consenso de los padres, y la regula fidei o regula veritatis
(Ireneo y Agustín). Vicente de Lerins (ca. 380- ca. 450) menciona como
criterios de la verdadera doctrina común: universitas ('universalidad'),
antiquitas ('antigüedad') y consensio ('consenso'), según la clásica fórmula:
"quod ubique, quod semper, quod ab omnibus".

De esta forma se llegó a constituir un cuerpo de doctrina y de praxis bastante


amplio que abarca dos partes: la tradición apostólica (lo que los apóstoles
transmitieron) y la tradición eclesiástica (entendiendo iglesia en su acepción
de pueblo de Dios: pastores y fieles). La tradición apostólica es reconocida
unánimemente por todas las confesiones cristianas. En cuanto a la tradición
eclesiástica, todas las confesiones aceptan los cánones de los cuatro
primeros concilios ecuménicos y los escritos de los primeros Padres de la
Iglesia, considerados testimonios especiales por la ortodoxia de su doctrina,
la santidad de su vida, y por su antigüedad (hasta san Isidoro de Sevilla en
Occidente, y hasta san Juan Damasceno en Oriente.

Con el correr del tiempo, la autoridad de la tradición comenzó a medirse no


tanto en función de los criterios de origen apostólico, universalidad y
uniformidad, cuanto en función de la autoridad de la que emanaban, es decir,
por un criterio jurídico, provocando una identificación progresiva entre
tradición y magisterio eclesiástico (principalmente papal). En el siglo XVI, se
había llegado a una contraposición exagerada entre Tradición y Escritura que
dio lugar a la adopción del otro extremo de la sola Scriptura, defendido por
la reforma protestante, en oposición a la rígida defensa de la tradición
promovida por la Iglesia Católica.

El Concilio de Trento se vio obligado a formular una noción más crítica de


tradición, afirmando en primer lugar que la verdad salvífica y orientativa de
la vida cristiana es el evangelio. Pero esa verdad se encuentra en los "libros
escritos y en las tradiciones no escritas". Además, Trento emitió unos
criterios para determinar cuáles son las tradiciones vinculantes: solamente
se consideran como inspiradas y se aceptan y veneran por la Iglesia con el
mismo afecto que las escrituras, aquellas tradiciones que se refieren a la fe
y la moral, y que se remontan a los apóstoles.

Relación entre Escritura y Tradición

Después del Concilio de Trento, poco a poco se fue imponiendo en ambientes


teológicos católicos la "teoría de las dos fuentes", al interpretarse la doctrina
del Concilio de Trento en el sentido de que la verdad del evangelio se
encontraba parte en la Escritura y parte en la tradición, y ello a pesar de que
el concilio había sustituido la expresión "partim... partim", por la más abierta
"et... et". La teoría de las dos fuentes, por lo tanto, significaba un retroceso
con relación a la doctrina tridentina. Lo que en el concilio se quiso resaltar
fue la "insuficiencia modal" o hermenéutica de la Biblia: es decir, que la
Escritura necesitaba ser interpretada, pero que esa interpretación no podía
hacerse al margen del consenso unánime de los Padres, y del sentir y del
magisterio de la Iglesia.
La cuestión se zanjó, en parte, en el Concilio Vaticano II, con el rechazo de
la teoría de la "doble fuente de revelación" (Escritura y Tradición), poniendo
en marcha una investigación teológica centrada en la función interpretativa
de la Tradición. El concilio parte de la aserción de que el evangelio es la
"fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta" (DV 7), para
explicar a continuación que la Sagrada Escritura y la Tradición brotan de la
misma fuente y constituyen una unidad orgánica (DV 8): la Escritura "es la
palabra de Dios en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo", y la
tradición transmite, conserva y explica la palabra de Dios (DV 9). Así puede
afirmar que "la Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la
palabra de Dios, confiado a la iglesia" (DV 10). El concilio no quiso decidir
sobre la cuestión de la suficiencia material de la Escritura. Más bien definió
las relaciones entre Escritura y Tradición en términos de modalidad, en
cuanto que por la tradición "las Escrituras son entendidas a fondo y se tornan
constantemente eficaces" (DV 8).

Esta nueva comprensión conciliar de las relaciones entre revelación y


Escritura fue posible gracias a la profundización en los conceptos de
revelación y de Iglesia, profundización que permite los siguientes
paralelismos:

-La comprensión de la revelación no ya como la mera comunicación de un


cúmulo de verdades particulares, sino como la comunicación personal y
vivificante de Dios, permite concebir la tradición no tanto como una simple
colección de verdades, sino como la "presencia viva" de la palabra de Dios,
que sigue conversando con los hombres.

-Por otro lado, así como la revelación tiene lugar "mediante obras y
palabras", la tradición se lleva a cabo mediante "la doctrina, la vida y el
culto" (DV 8).

-Finalmente, así como la iglesia entera es entendida como pueblo de Dios


unido a sus pastores, de la misma forma la comprensión de la palabra de
Dios crece no sólo por la predicación de los pastores, sino también por
"contemplación y estudio de los creyentes" (DV 8).

De esta forma, el Vaticano II recupera una comprensión total y unitaria de


la tradición, en la que juega una papel importante la dimensión teológica e
histórica.

Normas y criterios de la Tradición

En la visión unitaria de la tradición se distinguen las normas y los criterios


de la misma. Las normas se entienden como principios de la fe y de su
tradición referidas al contenido. Se distinguen tres:
1) Norma suprema de la fe cristiana y de su tradición, que es únicamente la
palabra de Dios, la cual da testimonio de sí misma en la Sagrada Escritura,
en la doctrina, en la liturgia, en la vida de la Iglesia y en los corazones de
los creyentes.
2) Norma primaria, que es la palabra de Dios en la Sagrada Escritura,
designada como "regla suprema de fe".
3) Norma subordinada secundaria, que es la tradición interpretativa y
explicativa de la Iglesia.

Para determinar si una tradición concreta debe ser asumida como parte
vinculante de la fe de la Iglesia existen los siguientes criterios:
1) el consenso diacrónico (antigüedad)
2) el consenso sincrónico (universalidad)
3) la claridad formal, es decir, que esa verdad sea declarada por el
magisterio como revelada o como necesaria para salvaguardar y explicar la
revelación

Finalmente, para descubrir el verdadero sentido de una tradición se siguen


los criterios hermenéuticos de la investigación histórica, la transcendencia
salvífica, la jerarquía de las verdades (UR 11), y los signos de los tiempos
(GS 4,11) que permiten una interpretación de determinada tradición en el
contexto histórico.

Monumentos de la tradición

Reciben este nombre todos aquellos testimonios que sirven para expresar la
tradición a través de la historia:
1) los Padres de la Iglesia
2) los teólogos
3) el consenso universal de los fieles
4) la liturgia
5) el derecho canónico

Enciclopedia Universal DVD ©Micronet S.A. 1995-2006

Enoc

 Aunque son varios los personajes con el nombre de Enoc (o Henoc) que
aparecen en la Biblia, el más conocido no es el hijo de Caín (Gé 4,17), sino
el hijo de Yéred, descendiente de Set (Gé 5, 18). Además de ser padre de
Matusalén y de tener otros muchos hijos e hijas, el relato bíblico subraya en
su caso el hecho de que "caminó en compañía de Dios" (Gé 5, 22 y 24, que
también podría entenderse "de los seres celestes (los ángeles)") y que vivió
la cifra simbólica de 365 años; en lugar de relatar su muerte, como en el
caso de otros personajes, inserta la misteriosa frase "dejó de existir, pues
Dios lo tomó consigo" (Gé 5, 24), interpretada generalmente como una
especie de asunción al cielo en vida.

Esa familiaridad especial con Dios y el ser "arrebatado" por la divinidad


estando todavía vivo es un rasgo conocido en las literaturas teológicas del
entorno de Israel. Se han visto paralelos, en particular, con figuras
equivalentes de mitos mesopotámicos, como Enmeduranki, uno de los reyes
anteriores al diluvio, o su consejero Utuabzu, de quien también se dice que
ascendió al cielo.

Enoc se convirtió así en una figura particularmente apreciada por la literatura


apocalíptica y pseudoepigráfica escrita tras la conclusión de la Biblia hebrea,
a la que se atribuían trato con los ángeles durante su vida, viajes celestes y
revelaciones de todo género. La Epístola a los hebreos interpreta que se
debió a su fe el que fuera "trasladado para no ver la muerte" (Heb 11, 5).
En torno a este personaje se formó todo un ciclo de literatura piadosa,
fundamentalmente de carácter apocalíptico, de la que se han encontrado
muestras en Qumran y en otros muchos ambientes religiosos. Fue traducida
a diversas lenguas, como el arameo, el griego, el etiópico y las lenguas
eslavas, y alcanzó también difusión en ciertos círculos cristianos: son los
llamados Libros de Enoc.

Enciclopedia Universal DVD ©Micronet S.A. 1995-2006

Enoc, Libros de
 (Libro de Henok) Libros

 Conjunto de escritos apócrifos (Apócrifos I,3) escritos originariamente en


hebreo o arameo, probablemente en el siglo II a. C., aunque sólo se conoce
en las traducciones griega (fragmentaria), etiópica, y en un fragmento
hebreo encontrado en las cuevas de Qumrán. Tienen como figura central a
Enoc o Henoc, que, según el texto bíblico, es hijo de Yéred, descendiente de
Set (Gn 5, 18). La descripción que de él hace el relato del Génesis, señalando
que "caminó en compañía de Dios" (Gn 5, 22 y 24) y que "dejó de existir,
pues Dios lo tomó consigo" (Gn 5, 24), le convirtieron en centro de toda una
serie de escritos que afirmaban contener las revelaciones celestes que él
había recibido. Entre los escritos más importantes del que ha sido
denominado Ciclo de Enoc destacan tres libros:

Libro primero de Enoc

Se conoce también como Enoc etiópico, puesto que esta obra de carácter
apocalíptico (que goza de especial autoridad en la Iglesia de Etiopía) se
conserva completa únicamente en lengua etiópica, si bien es traducción del
griego que depende a su vez de un original hebreo o arameo. Han aparecido
fragmentos arameos significativos en Qumran, y se conocen también
algunas partes en griego y latín. En su estado actual, el Libro primero de
Enoc está formado por secciones o libros muy distintos, de origen y épocas
diferentes, fundamentalmente de los tres últimos siglos antes de la era
cristiana y del primero de nuestra era.

El "caminar en compañía de Dios" lo interpreta el libro como un viaje de Enoc


por los cielos. En el primer libro, de los "vigilantes" (cap. 1-36), desarrolla
entre otras cosas el tema del juicio y el del "matrimonio de los seres divinos
(ángeles) con las hijas de los hombres" (Gé 6, 1 ss); en este lugar se dice
que dan origen a una raza de gigantes malignos que dejan asolada la tierra
y hacen que sobrevenga el diluvio; los seres divinos (llamados "vigilantes")
revelan a los humanos secretos celestes prohibidos. Enoc deberá anunciar
el juicio final. La sección llamada "Libro de las parábolas" (cap. 37-71)
incluye visiones sobre el "Hijo del hombre", interpretado como figura
mesiánica, y sustituyó probablemente a un "Libro de los gigantes", que
ocupaba originariamente este lugar. Sigue otra de tema astronómico, con
una descripción de los cuerpos celestes (cap. 72-82); en el "Libro de los
sueños" se anuncian el diluvio y la historia de los hombres hasta el juicio
final (cap. 83-90). Finalmente, el "Libro de las semanas" recoge consejos
que Enoc da a los justos y amenazas a los pecadores (cap. 92-105), seguido
del nacimiento milagroso de Noé y el diluvio (cap. 106-7) y de un resumen
final (cap. 108).

El libro fue conocido y apreciado en círculos cristianos, como lo prueba la


cita que se hace del mismo en la Epístola de Judas, v. 15, y su transmisión
dentro de manuscritos del texto bíblico.

Libro segundo de Enoc

También llamado Libro de los secretos de Enoc o Enoc eslavo, es también un


escrito apocalíptico y se conserva en tres recensiones eslavas distintas de
diversas dimensiones, traducciones hechas probablemente a partir del
griego, que es a su vez traducción de un original hebreo o arameo. Pudo ser
escrito por un judío egipcio en el último siglo a.C. o en el primero de nuestra
era, aunque hay secciones probablemente de origen cristiano. Enoc relata
en primera persona el viaje celeste en el que dos figuras angélicas le
enseñan los secretos del universo y le llevan hasta la presencia misma de
Dios. Escucha la versión de la creación y se le instruye sobre el diluvio; se
le envía luego a la tierra para que pueda prevenir a sus hijos. Se recoge a
continuación su testamento moral (cap. 39-66). En la segunda parte se
describen los hechos que siguen a la muerte de Enoc. Se subraya la unicidad
de Dios, y se dan instrucciones detalladas sobre la conducta que hay que
observar con respecto a otros hombres y a los animales.

Libro tercero de Enoc

Igualmente conocido por Libro hebreo de Enoc, está escrito en hebreo y se


distingue claramente de los dos anteriores, ya que pertenece a un género y
contexto literario completamente diverso, el de la mística rabínica antigua,
la "literatura de los palacios celestes" (hekalot); pudo ser escrito en Palestina
o Babilonia hacia los siglos VI o VII de nuestra era. Describe la ascensión al
cielo de uno de los más famosos rabinos, Ismael, quien se encuentra con
Enoc convertido en el Arcángel Metatrón; éste le explica los misterios de los
cielos y de los ángeles, los detalles de la liturgia celestial, el almacén de las
almas y la futura redención de Israel.

Temas relacionados
Literatura apocalíptica.
Manuscritos del Mar Muerto.
Biblia.
Cristianismo.
Evangelios apócrifos.
Nuevo Testamento.
Religión.

Bibliografía

DÍEZ MACHO, A., ed., Apócrifos del Antiguo Testamento. (Madrid:


Cristiandad, 1982-84), (tomos I y IV).

Enciclopedia Universal DVD ©Micronet S.A. 1995-2006

Purgatorio, -ria
{adj.} | purgatory, purgatorial, purifying.
{m.} | Purgatory, the condition or supposed place of spiritual cleansing
(especially of those who die in the grace of God but have to expiate venial
sins, etc.). 2 [Figurado] a place or state of temporary suffering or expiation

 (Del lat. tardío purgator, -oris, derivado del lat. clásico purgare 'limpiar,
depurar, liberar'); adj. de dos terminaciones.

1. Dícese de lo que purga o purifica: el agua tibia en ayunas es un remedio


purgatorio casero. (Ú. t. c. sust.).
2. (sust. m.) En la religión católica, lugar o estado en el que las almas hacen
penitencia por sus pecados antes de subir al cielo para gozar de la gloria
eterna (se suele escribir en mayúscula): rezo por su alma, que estará en el
Purgatorio.
3. (sust. m.) [Por extensión figurativa] Lugar o situación de gran
sufrimiento: vivía en un apartamento compartido que era un auténtico
purgatorio de almas viajeras; el examen fue un verdadero purgatorio para
la mayoría de los estudiantes.

Sinónimos
Purgante, purgativo, purificador, penitencia, expiación, sufrimiento, dolor,
trabajo, penalidad.

Antónimos
Contaminante, cielo, paraíso, alegría, dicha.

 (2)[Religión] Purgatorio.

Con este nombre se designa desde la Edad Media las penas de purgación
(pœnis purgatoriis), de limpieza, que el hombre que ha muerto en la caridad
(en gracia de Dios) debe asumir si no ha satisfecho plenamente el débito de
sus culpas. Se explica porque el perdón de los pecados no lleva consigo
necesariamente la total remisión del castigo merecido. Redimida la culpa del
pecado que aleja de Dios, que roba la gracia de la caridad, por la recepción
del sacramento de la penitencia, permanece todavía una deuda, la de la
satisfacción; si la muerte llega antes de haber satisfecho los pecados
plenamente, dignamente, el alma deberá ser purificada. Eso es el purgatorio,
que la Iglesia profesa como verdad dogmática. La exige como tal el concilio
de Basilea-Ferrara-Florencia-Roma (1431-1445), en la sesión VI (Florencia,
6 de julio de 1439), y luego pasa por otros concilios hasta el Vaticano II en
su constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia (capítulo VII, nos.
49 y 51, donde alude a aquéllos que "ya difuntos, se purifican", a los que
"aún están purificándose después de la muerte", y recuerda los decretos de
los concilios florentino y tridentino sobre el particular).

En lo que no hay duda para la fe católica —y esto es algo que comparten la


Iglesia ortodoxa y varias iglesias protestantes— es en que el purgatorio
representa un estado de sufrimiento purificador de "penas purgatorias".
Acerca de en qué consista más concretamente ese sufrimiento no hay
opinión unánime, ni tampoco postura definitiva alguna de la Iglesia católica.
El acudir a la teoría del fuego no tiene más sentido que el efecto purificador
que se predica de él. Tampoco hay una determinación precisa sobre la
vinculación de ese estado a un lugar determinado.

JMS

Enciclopedia Universal DVD ©Micronet S.A. 1995-2006

Infierno
hell

 (Del lat. infernum); sust. m.

1. [Religión] En algunas religiones, lugar reservado para las almas caídas en


pecado mortal donde sufrir la condena divina: el alma de Judas Iscariote aún
penará en el infierno.
2. [Religión] Suplicio y padecimiento físico del condenado: Dante, en su
obra, sometió a temibles infiernos a los réprobos moradores de los
abismos.
3. (Ú. t. en pl.) Para los paganos, lugar adonde se dirigían las almas después
de la muerte: Fácil es la bajada a los infiernos (Virgilio).
4. Limbo donde, según Abraham, las almas justas aguardaban por la
redención: no habrá salvación posible en el infierno para los corruptos y
viciosos habitantes de Sodoma y Gomorra.
5. Refectorio de algunas órdenes religiosas en que está permitido comer
carne: el racionero dijo a los monjes que ya podían pasar al infierno.
6. Cavidad subterránea para albergar la maquinaria que rota la muela de
una tahona: hay que abrir el infierno para poder reparar el molino.
7. Pilón donde se aparta el agua que interviene en la escaldadura de la pasta
de las aceitunas para extraer el aceite: ¡cómo apesta el infierno de los
molinos aceiteros!
8. En el juego infantil del infernáculo, uno de los espacios acotados en el
suelo: Ana ha vuelto a fallar en el infierno.
9. [En Cuba] Cierto juego de cartas: ayer gané una partida de infierno a
mi compadre.
10. [Uso figurado y familiar] Aquel lugar que, por bullicio, desavenencias o
cualquier otra incomodidad, resulta desapacible: con tantos atascos, esta
ciudad se ha convertido en un infierno.

Sinónimos
Averno, orco, hades, tártaro, báratro, abismo, profundo, tortura,
sufrimiento, alboroto, discordia.

Modismos
El quinto infierno o los quintos infiernos. (Locución adverbial de lugar)
[Uso figurado] Lugar alejado o remoto.
Mandar a alguien al infierno. [Uso figurado y familiar] Expresión con que
se desaira a alguien que causa molestia o fastidio.

 (1) [Religión] Infierno.

Palabra con la que se designa, en la mayoría de las grandes religiones, el


estado o aspecto -más que el lugar- del más allá, en que los malvados
padecen el castigo de sus culpas. Etimológicamente, la palabra viene del
latín infernus, "lo que está debajo". En muchas religiones, en efecto,
considerando plano al mundo, colocaban el lugar de los muertos debajo de
la tierra, en contraposición a la vida sobre la misma.

En el cristianismo, el infierno significa el estado de autoexclusión definitiva


de la comunión con Dios y con los bienaventurados. Es el reverso, lo
contrario del cielo: frente a la vida eterna, muerte eterna; frente al gozo
eterno, sufrimiento eterno. Sin embargo, el paralelismo no es simétrico: las
páginas bíblicas nos enseñan que la historia del hombre sobre la tierra está
abocada como único fin, a la salvación, a la vida eterna. Pero el hombre,
creado libre a imagen y semejanza de Dios, tiene la capacidad de decir no,
y escoger el camino de la muerte en lugar de la vida, la soledad en lugar del
amor.

Doctrina bíblica.

En el Antiguo Testamento el tema del infierno se va insinuando a partir del


concepto de sheol, un lugar de tinieblas en el que se reúnen los impíos (Ez
28,8; 31,14; Jb 10,21-22; 38,17; Sal 30,10 ; 88,7.13), una fosa de la que
no se puede salir (cf. Jb 7,9-10), un lugar en el que no es posible dar gloria
a Dios (Cf. Is 38,18; Sal 6,6). La descripción que hace Isaías de los
pecadores como cadáveres yacentes perpetuamente atormentados por
gusanos y fuego (Is 66,24: "Y en saliendo, verán los cadáveres de aquellos
que se rebelaron contra mí; su gusano no morirá, su fuego no se apagará,
y serán el asco de todo el mundo") constituye la premisa de las imágenes
de la gehenna, de que habla el Nuevo Testamento. Daniel también habla de
un "horror eterno" (Dn 12,2 "Muchos de los que descansan en el polvo de la
tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para vergüenza y
horror eternos"), y el libro de la Sabiduría contiene un largo pasaje sobre el
destino de los impíos (4,19-20; 5,21-23; 3,10).

El infierno como negación de la vida con Dios.

El Nuevo Testamento no tiene una palabra para designar el infierno, en


cuanto destino reservado a los pecadores. En él se describe su realidad en
doble sentido: en forma negativa y también en términos positivos. En el
primer sentido se habla de la negación de la vida eterna, de la salvación, del
cielo. Los justos participan del banquete, los pecadores "son echados fuera"
de la mesa (Lc 13,28-29; Mt 22,13); las vírgenes prudentes entran con el
novio, mientras que las necias quedan fuera, no son conocidas por él (Mt 25,
10.12). Pablo habla de "no heredar el reino" (1Co 6,9-10; Ga 5,21) y Juan
de "no ver la vida" (Jn 3,36). El infierno es, pues, la eventual frustración del
gran proyecto de la salvación. "Más que un lugar, el infierno indica la
situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja
de Dios" (Juan Pablo II, julio de 1999). Así como el misterio de la salvación
eterna se resume en la palabra "vida", el misterio de la perdición, de la no
salvación, se resume en la palabra "muerte" o "muerte eterna" (Lc 13,3; Jn
5,24; 6,50; 8,51; Rm 5,12; 6,21, 7,5.11.13.24; 1Co 15,2122; Ef 2,1-5; 1Tm
5,6, etc. En el Apocalipsis se habla de una "segunda muerte" Ap 20,13 ss).

Descripción en términos positivos.

Cristo evoca la realidad del infierno recurriendo a imágenes propias del


judaísmo contemporáneo, como la del horno ardiente "donde será el llanto
y el rechinar de dientes" (Mt 13,42), "estanque de fuego y azufre" (Ap
19,20), la "gehenna de fuego que no se apaga" (Mc 9,43.48), "el gusano
que roe y no muere" (Mc 9,48). "Estas imágenes -dice el Papa Juan Pablo
II- deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y
vaciedad de una vida sin Dios" (Audiencia General del 28 de julio de 1999).
La imagen del fuego centró durante mucho tiempo la atención de teólogos y
exegetas, incluso se abusó de ella en las enseñanzas catequéticas,
tomándola en sentido físico y al pie de la letra. Hoy día todos convienen en
afirmar que no se puede tomar ese fuego en su sentido real, como si fuera
una de las penas en que consiste el infierno. Más bien parece que, al menos
en los Sinópticos, el fuego está significando el propio estado de perdición, y
no un elemento del mismo, como se puede ver en Mt 25,34-41, donde a la
expresión "reino de Dios" -que significa simplemente la bienaventuranza- se
contrapone a la de "fuego eterno" -para expresar la perdición-.
Tradicionalmente se han considerado en el infierno dos tipos de penas: una
negativa, como privación de Dios -pena de daño-, y otra de tipo positivo -
pena de sentido-, los tormentos físicos, resumidos en el fuego eterno. Hoy
se rechaza esa distinción y se prefiere entender la doctrina del Nuevo
Testamento sobre el infierno bajo dos aspectos: uno el de la exclusión de la
vida con Dios y, otro, el aspecto doloroso que tal exclusión entraña. Ambos
aspectos hablan, de forma global, acerca de la muerte eterna. No obstante,
cabe preguntarse por qué esa preferencia por la imagen del fuego en el
Nuevo Testamento. Más que por la connotación de un sufrimiento
sumamente penetrante y agudo, quizás haya que entender la persistencia
de ese símbolo en el hecho de que al fuego eran entregadas las cosas que
ya no servían, las cosas inútiles, sin valor: El árbol que no da fruto "será
echado al fuego" (Mt 3,10; 7,19); y al fuego se echará la paja una vez
separada del trigo (Lc 3,17). Lo mismo se hará con la cizaña (Mt 13,30.40-
42). De esta manera se estaría expresando el vacío, la falta de valor y de
sentido de una vida privada de la comunión con Dios.

Por lo demás, en el Nuevo testamento la lógica del discurso impone que


también al estado de muerte se le debe aplicar la cualidad de "eterno", por
sinonimia con la eternidad de la vida en el cielo. Esa eternidad está
certificada por el Apocalipsis, cuando habla de un tormento que dura "por
los siglos de los siglos" (Ap 14,11: "Y la humareda de su tormento se eleva
por los siglos de los siglos; no hay reposo, ni de día ni de noche, para los
que adoran a la Bestia y a su imagen, ni para el que acepta la marca de su
nombre").

El infierno en la doctrina de la Iglesia.

En los primeros años del cristianismo, las catequesis se limitaban a seguir


de cerca los textos del Nuevo Testamento. Más adelante, los apologetas se
esforzaron por justificar racionalmente los tormentos del infierno. San
Justino y Atenágoras, por ejemplo, ven en la doctrina del infierno cristiano
una magnífica contribución para lograr la convivencia social y el
cumplimiento de las leyes morales, ya que él significa que existe una justicia
eterna que no dejará sin castigo a los malhechores. Orígenes rompe con la
enseñanza generalizada de la Iglesia en doble sentido: concibiendo las penas
del infierno como medicinales, no las considera eternas, sino temporales.
Por otro lado, enseña que, cuando se habla del fuego del infierno, no hay
que entenderlo como fuego físico, sino como el tormento producido al
condenado por sus propios pecados: "Todo pecador enciende para sí mismo
la llama del propio fuego. No es inmerso en un fuego encendido por otros, y
existente antes de él, sino que el alimento y materia de este fuego son
nuestros pecados" (Peri Archón, 1,6,1). O sea, que el fuego infernal del que
habla la Escritura no es más que el símbolo del tormento interior del
condenado. Pero sería San Juan Crisóstomo quien explícitamente pondría el
acento en el verdadero motivo de sufrimiento de los condenados: "la pérdida
de aquella gloria suprema" (In Matth, Hom., 23,7.8) que es vivir con Dios.
También para San Agustín la muerte sempiterna tendrá lugar cuando el alma
"no tenga a Dios" (De Civ. Dei, 21,3,1). Dios no condena a nadie: "Dios
quiere que todos los hombres se salven" (1 Tim 2,4). "Si alguien oye mis
palabras y no las guarda, yo no lo condenaré... El que me rechaza y no recibe
mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la palabra que yo he hablado, ésa le
juzgará el último día" (Jn 12, 47-48). "El que no cree ya está juzgado" (Jn
3,18). Puesto que el pecado es la ruptura de la comunión, del amor con Dios
y con el prójimo, el infierno, como fruto consumado del pecado, es la falta
de amor, la total soledad, la incomunicación absoluta. "Quien rechaza el
amor, rehúsa ser amado". He ahí la soledad absoluta del condenado. Como
decía Bernanos, el infierno no puede ser juzgado con las categorías de este
mundo, porque no es de este mundo. Pero lo que sí se puede decir es que
el infierno "es dejar de amar. Dejar de amar allí donde ya no existe la
historia, donde el tiempo y el movimiento se han detenido para siempre"
(Journal d'un curé de campagne). Pero para que alguien sufra por la ausencia
de Dios, es necesario que valore su presencia. Y es que, aunque lo rechace,
ha conocido la fascinación de Dios sobre él como un fin natural, como destino
normal de todo ser humano. Es el sentirse infinitamente atraído por Dios, y
al mismo tiempo sentir un aborrecimiento correlativo a esa atracción. Esa
contradicción lo desgarra en lo más íntimo de su ser. Es escuchar en lo más
profundo del alma que se ve fascinada por la atracción de Dios ese terrible
"No os conozco". Un sentirse rechazado por su propio rechazo anterior. Un
ansia eterna y una decepción inacabable: eso es el infierno.

Dentro de los documentos de la Iglesia, la doctrina del infierno aparece más


bien en época tardía y se recensiona por primera vez en el símbolo
"Quicumque" (segunda mitad del siglo V primera del siglo VI). La
perpetuidad de las penas del infierno fue definida en una proposición de fe
por el concilio Lateranense IV, contra la herejía de los albigenses, quienes
revivieron la doctrina de Orígenes para enseñar que no se da castigo eterno;
el único estado penal es el de la encarnación, repitiéndose ésta cuantas
veces sea necesaria hasta que el alma pecadora se vea libre de sus culpas.
El concilio Vaticano II ha tocado el tema del infierno en la constitución Lumen
Gentium, transcribiendo algunos textos del Nuevo Testamento: "Es
necesario que velemos constantemente para que no se nos mande al fuego
eterno (cf. Mt 25,41), o a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y
rechinar de dientes (Mt 22,13 y 25,30)... (LG 48).

Reflexión teológica.

El hecho de que el tema del infierno no esté presente en los primeros


símbolos de la Iglesia, mientras que la vida eterna es uno de los artículos
más importantes de los mismos, demuestra que el Evangelio es una
propuesta universal de salvación, mas no una propuesta de condenación. En
la escatología cristiana no se pueden poner en el mismo plano, como si se
diera un paralelismo simétrico entre ellas, a la salvación y a la condenación
eterna. Esto se encuentra corroborado por el actuar mismo de la Iglesia, la
cual ha sido constante en declarar la salvación de algunos de sus fieles (eso
significan las canonizaciones), mientras que nunca se ha atrevido a emitir
un juicio de condena definitiva contra nadie. Una primera conclusión
teológica es, pues, que el infierno no procede de la voluntad de Dios, sino
que la causa de su existencia hay que buscarla en el hombre mismo, que es
capaz de rechazar la salvación que Dios ofrece a todos los hombres.

Otra consideración que se sigue de estas reflexiones es que cuanto la


escatología afirma sobre el infierno, vale únicamente a nivel de las personas
en particular, pues a escala comunitaria la Iglesia solamente puede predicar
la propuesta de salvación universal, para todos, con la posibilidad de que
alguien rechace el ofrecimiento. En la predicación evangélica no se puede
eludir este aspecto dialéctico: mientras que se proclama la salvación con
certeza absoluta, se habla de la condenación como de una posibilidad real.

Objeciones contra la existencia del infierno.

Una de las objeciones más frecuentes esgrimidas en contra de la existencia


del infierno es la imposibilidad de hacer dicha existencia compatible con la
infinita bondad de Dios.
Tal objeción se salva al considerar que, precisamente porque Dios es el amor
puro, respeta nuestra libertad hasta las últimas consecuencias. Nos ofrece
su amor, pero no nos lo impone. La cuestión, por lo tanto, se resuelve en
ésta: ¿es el hombre lo suficientemente libre para rechazar de forma
definitiva y radical a Dios? Porque, quien no cree en Dios, no puede
rechazarlo, porque no lo conoce. Y quien lo conoce, ¿cómo se atrevería a
hacerlo? Tal vez resulte difícil imaginar que pueda hacerse esto de forma
explícita y directa, pero el Nuevo Testamento apunta otra forma de negar a
Dios, que es la negación del hombre, imagen de Dios. En el capítulo 25 de
San Mateo, los condenados se sienten sorprendidos cuando escuchan la
sentencia condenatoria por no haber socorrido al Señor, y preguntan:
"Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento... y no te socorrimos?" Y
escuchan la respuesta: "En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer
con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo. E
irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna" (Mt 25,46).
Decía santo Tomás que, el día del juicio, los justos y los pecadores irán cada
uno a su lugar por un acto de su voluntad semejante a la fuerza de gravedad
de los cuerpos (Sum. Teol. Supl. 69,2). Lo que sí es cierto es que nadie será
condenado sin un acto consciente y voluntario.

Antes de morir, el hombre tiene que tomar una opción radical, y definitiva.
Esa opción no estará desligada del resto de opciones tomadas en su vida,
pero tampoco será un mero colofón de ella. En ese momento se verá
obligado a emplear a fondo su capacidad de elegir, y esa opción puede llegar
a ser trágica, porque -dada la libertad del hombre- éste puede alzarse contra
Dios de forma total e irreversible.

En este sentido, el mal podría ser elegido como un bien cuando tal elección
se interpretase como un acto de suprema autoafirmación. Por eso cabe
pensar que ese acto se puede llevar a cabo en la afirmación de uno mismo
frente a Dios, contra Dios, eligiendo como enemigo a Dios, pues el hombre,
en su soberbia, podría creer que declarándose enemigo de Dios alcanza la
misma categoría que Él. De esta forma puede suceder que la soberbia del
hombre le haga renegar directamente de la ayuda de Dios. Esto es lo que
significa aquella frase que Lanza del Vasto pone en labios de Judas en el
momento de suicidarse: "Venciste, Señor, pero no tanto como para que yo
te llame en mi ayuda".

Por otra parte, si se niega al hombre la posibilidad de elegir el infierno, ¿qué


mérito tiene decir que puede elegir el cielo? Dios se toma en serio su
propuesta: frente a una salvación total, cabe la posibilidad de un rechazo, y
éste implica la perdición total. El gran misterio de la libertad reside en que
Dios ha querido correr el riesgo de que la amistad que ofrece al hombre
pueda ser desdeñada y rechazada. Ahí está el misterio de nuestra libertad.
Es así como el hombre es el único ser capaz de crearse un infierno, y
creárselo a su medida.

También hay quien ha defendido que el infierno es sólo una invención de las
clases dominantes para defender sus intereses. No se puede negar que la
amenaza del infierno ha sido utilizada a veces, consciente o
inconscientemente, para fomentar la sumisión de las masas o para reprimir
las protestas sociales. ¿Pero quién podría afirmar que éstas eran las
intenciones de Cristo cuando anunciaba el riesgo de la condena eterna, él,
que era considerado por sus contemporáneos como un peligroso
desestabilizador social?

En realidad, en el fondo de la cuestión está el problema de si se cree o no


se cree en el Dios de amor anunciado por Jesucristo, un Dios que ofrece al
hombre su vida y su felicidad, pero que le deja en libertad de responder a
su llamada. Visto desde este ángulo -afirma José María Cabodevilla-, el
infierno vendría a significar la máxima exaltación de la dignidad humana. La
posibilidad de decir no a Dios es precisamente lo que da valor al sí. Marcel
Jouhandeau lo expresó en términos muy claros: "Donde quiera que yo esté,
está mi voluntad libre, y donde quiera se encuentre mi libre voluntad, allí
existirá en potencia la absoluta y terrible realidad del infierno. Si el hombre
no comprende el infierno, tampoco entenderá su propia realidad". La verdad
es que, en el interior de cada uno de nosotros queda el incomprensible
misterio de nuestra libertad en relación con el amor de Dios, misterio que
nadie, fuera de Dios, es capaz de descifrar.

Ante la resistencia natural que todos sentimos a imaginarnos la eternidad de


la condenación para los hombres, no podemos olvidar que nuestra valoración
de Dios, tanto sobre su amor infinito, como sobre su justicia, no deja de ser
una valoración humana. Queda ahí, pues, un inmenso margen para el
misterio sobre un tema que, sin duda, nos concierne a todos directamente.

Enciclopedia Universal DVD ©Micronet S.A. 1995-2006

Apócrifo, -fa
{adj.} | apocryphal

 (Del lat. apocryphus, y éste del gr. , oculto); adj. de dos
terminaciones.

1. Fabuloso, imaginario: se ignora quién pudo ser el autor que, bajo el


psudónimo de Alonso Fernández de Avellanada, publicó un Quijote
apócrifo tras la aparición de la primera parte del original cervantino.
2. [Por especialización] Se dice de cualquier libro atribuido a un autor
sagrado pero no incluido en el canon de la Biblia: me han prestado una
interesante edición de los evangelios apócrifos.

Sinónimos
(1) Espurio, falsificado, falso, fingido, ilegítimo, ilusorio, irreal, simulado,
supuesto.

Antónimos
(1) Auténtico, cierto, genuino, legítimo, original, verdadero.
Enciclopedia Universal DVD ©Micronet S.A. 1995-2006

Vulgata

 Traducción latina de la Biblia llevada a cabo en su mayor parte por San


Jerónimo a fines del siglo IV que, desde el medievo, recibe el nombre de
Vulgata, «divulgada» u «oficial». Con anterioridad a esa fecha se habían
hecho ya varias versiones latinas de los libros sagrados, entre las que
destaca la Vetus Latina, que tomó como base el texto de la versión griega
de la Septuaginta. Con objeto de unificar los textos latinos, en el año 382
el papa Dámaso encargó una revisión de los Evangelios a Jerónimo, que
conocía bien el latín y el griego y se preocupó de aprender el hebreo con
rabinos judíos. Posteriormente se ampliaría esa revisión a la totalidad de
los libros bíblicos. En ciertos casos, le ayudaba alguno de sus discípulos. La
mayoría de los libros del Antiguo Testamento los tradujo del original
hebreo, si bien para los Salmos y algunos libros deuterocanónicos siguió el
texto griego, en ocasiones limitándose a revisar la Vetus Latina. Hacia el
año 405 quedó terminado el trabajo.

La gran cantidad de manuscritos de la Vulgata que se conocen, con muy


numerosas variantes, hacen particularmente difícil reconocer el texto
originario de la traducción de Jerónimo. En 1590 Sixto V hizo que se
preparara en Roma una edición de confianza, reemplazada en 1592 por
una nueva encargada por Clemente VIII. En 1979 Pablo VI hizo editar la
Nova Vulgata conforme a los conocimientos textuales y exegéticos de
nuestros días.

La Vulgata gozó de particular prestigio y autoridad en la Iglesia Católica,


que le reconoció un valor muy especial en el Concilio de Trento (1546).
Sirvió también para que se hicieran fuertes en ese texto latino los teólogos
que ignoraban las lenguas originales, hebreo y griego. Los humanistas del
Renacimiento, descontentos del grado de fidelidad con el que la Vulgata
reproducía la veritas hebraica, la criticaron seriamente y trataron repetidas
veces de sustituir su texto por otras versiones más exactas, aunque
chocaron en general con las autoridades eclesiásticas que se resistieron a
ello.

Temas relacionados
Biblia.
Septuaginta.

Bibliografía
CANTERA, F., IGLESIAS, M. (eds.). Sagrada Biblia. Versión crítica sobre los
textos hebreo, arameo y griego. (Madrid: BAC, 1979).
TREBOLLE, J. La Biblia judía y la Biblia cristiana. Introducción a la historia
de la Biblia. (Madrid: Trotta, 1993).
A. Sáenz Badillos
Enciclopedia Universal DVD ©Micronet S.A. 1995-2006

También podría gustarte