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¿HUBO AL PRINCIPIO DEL MUNDO UN PARAÍSO

TERRENAL?1

Preguntas que molestan


¿Es cierto que los primeros hombres gozaban de privilegios asombrosos en el
Paraíso: no sufrían, ni se fatigaban, ni morían, y tenían una inteligencia superior? Pero si
eran tan perfectos, ¿cómo no se dieron cuenta de que pecando perdían todo lo que Dios les
había dado? ¿Cómo fue que cayeron en la primera oportunidad que tuvieron?
¿Es posible que Dios se enojara tanto en el Paraíso, y mandara a los primeros
hombres los tremendos castigos que leemos en el libro del Génesis (3,14-19), sólo por
haber comido una fruta? ¿Y qué pensar de una serpiente que habla?
Si Eva no hubiese comido aquella fruta, ¿el parto de la mujer sería ahora sin dolor?
¿Y las serpientes volarían en lugar de arrastrarse? ¿Y andaríamos todos desnudos sin
avergonzarnos? ¿Seríamos inmortales, y no habría desiertos sobre la tierra?
Si, como cuenta la Biblia, el Paraíso Terrenal continuó existiendo después de la
expulsión de Adán y Eva, ¿es posible hallarlo hoy, como sostienen algunas revistas
científicas? ¿Podemos encontrar a los querubines que vigilan su entrada, con espadas de
fuego para que nadie pase?

Por una situación peligrosa


Muchas de estas preguntas nos han preocupado alguna vez, al leer en el Génesis el
relato de Adán y Eva. Hay personas que se avergüenzan de tener tales dudas. Otras temen
ser irrespetuosas con la Biblia si se hacen ciertas preguntas. Y están quienes piensan que
sólo se trata de un cuento al que no hay que prestarle mayor atención.
Sin embargo el relato del Paraíso (Gn 2 y 3) tiene una gran importancia dentro de la
Biblia, puesto que trae la respuesta a uno de los interrogantes más angustiosos que el
hombre se hace: de dónde viene el mal en el mundo. Pero sólo interpretándolo
correctamente, podremos descubrir en él la inmensa riqueza de mensaje que encierra.
¿A qué se refiere la Biblia, cuando cuenta lo que sucedió en el Paraíso Terrenal?
Hoy en día todos los estudiosos enseñan que la Biblia no pretende describir aquí unos
sucesos reales, ni unos hechos históricos que ocurrieron al comienzo de la humanidad.
El autor de esta página fue un catequista judío, a quien los estudiosos llaman “el
yahvista”, y que alrededor del año 950 a.C. tomó conciencia de unos hechos gravísimos que
sucedían en la sociedad de su tiempo2. Había descubierto que las cosas funcionaban mal, y
que se había arribado ya a una situación muy peligrosa. Se estaba viviendo un estado tan
1
P. Ariel Álvarez Valdés, ¿Qué sabemos de la Biblia? Antiguo Testamento, páginas 38-46.
2
Aunque hoy son muchos los autores que sostienen que el “yahvista” escribió a fines del siglo VII a.C.
desastroso y desolador, que si no se hacía algo pronto, él, su familia y todo el resto de la
sociedad terminarían mal.
Frente a esto, el yahvista, iluminado por Dios, decide escribir el relato de Génesis 2-
3, no para dar detalles sobre los orígenes del hombre, sino con el fin de alertar a los lectores
de su época sobre tales problemas y aportar alguna solución.

Amor y embarazo
¿Qué es lo que había descubierto el autor y que tanto le preocupaba? Había
constatado que ciertas realidades de la vida, que deberían ser motivo de alegría para todos,
eran más bien causa de sufrimiento y de dolor. Tal vez muchos ni se daban cuenta, o las
consideraban como algo natural e inevitable. Él, sin embargo, ya no las soportaba, y se
revelaba ante esta situación.
Empezó a hacer una lista de estos males que iba descubriendo. En primer lugar tenía
una esposa, igual que sus vecinos y amigos. Y vio que algo tan bueno y hermoso como el
matrimonio, en la práctica era un instrumento de dominación. La mujer se sentía atraída por
el marido, pero él la consideraba un ser inferior, la privaba de ciertos derechos, la trataba
como a un objeto. ¿Por qué esa ambigüedad del amor? Y escribió: “Hacia su marido va la
apetencia de ella, pero él la domina” (Gn 3,16).
En segundo lugar, había visto cómo los embarazos de su mujer la esclavizaban y
aumentaban sus sufrimientos. Más aún, había presenciado el parto de sus numerosos hijos,
y en cada uno había visto gemir y padecer a su mujer inexplicablemente. ¿Por qué la
llegada de una nueva vida, motivo de alegría para el hogar, se hacía en medio de tantos
dolores? Y escribió: “Tantas son sus fatigas cuantos son sus embarazos. Con dolor debe
parir los hijos” (Gn 3,16).

El trabajo y los animales


También había descubierto como cada mañana, al salir a trabajar para proveer su
sustento y el de su familia, el trabajo era causa de grandes sufrimientos. Muchas veces
llegaba a su casa al caer la tarde, cansado y dolorido, sin haber obtenido mayores frutos de
la tierra árida, pobre y estéril de Palestina. ¿Por qué tanto sudor y fatiga? Y continuó con su
lista: “Con fatiga hay que sacar del suelo el alimento todos los días de la vida. Se come el
pan con el sudor de la frente” (Gn 3,17.19).
¿Y la tierra? Parecía maldita. Debía producir alimentos para el hombre, y en cambio
sólo daba abrojos y espinas. Por más que el hombre la labraba, ella se resistía. ¡Cuánto le
costaba sacar de allí un poco de comida para sus hijos! Y anotó: “El suelo está maldito...
Espinas y abrojos produce, y hay que comer la hierba del campo” (Gn 3,17-18).
Hasta los animales le resultaban hostiles. Cuántas veces él mismo, al salir de cacería
o paseando por el campo, se había visto atacado imprevistamente por una serpiente, o un
león. Quizás algún conocido suyo había muerto embestido por una fiera. ¿A estos seres
inferiores no los había puesto Dios al servicio del hombre? Parecían, en cambio tener una
enemistad a muerte con él. No podía confiarse de ellos. Eran una amenaza para la vida
humana. Entonces siguió escribiendo: “Hay enemistad entre la serpiente y el hombre, entre
su raza y la de él” (Gn 3,15).

Un Dios que daba miedo


Y su misma vida le resultaba ambigua. Todo su ser gritaba: ¡quiero vivir!, pero la muerte lo
acechaba, inevitablemente, en cada esquina. Nadie podía escapar de ella. Tal vez había
visto morir ya a sus padres, a algún íntimo amigo, a un hijo. ¿Por qué el final de la
existencia era tan trágico y doloroso? ¿Por qué había un germen de muerte encerrado en
cada vida, proyectando un velo de luto sobre todas las alegrías? Y anotó: “El hombre
vuelve al polvo del que ha sido formado. Porque es polvo y al polvo vuelve” (Gn 3,19).
Finalmente, su propio Dios y amigo era ambiguo. Pensar en Él, estar con Él, hablar
con Él, debería ser motivo de gozo y alegría. Sin embargo muchas veces Dios le daba
miedo. Su presencia lo asustaba. Temía sus castigos, y por eso en ocasiones se escondía y
huía de Él. ¿Por qué tenerle miedo a Dios?, se preguntaba, mientras escribía en su relato:
“Oigo sus pasos en el jardín y tengo miedo. Por eso me escondo” (Gn 3,10).
Y de esta manera, el autor del relato concluyó la lista de males que encontraba en la
experiencia cotidiana de su vida. Una vida familiar, hecha de amor y fatiga, de casamiento
y de dolores de parto, de tierra seca que debe ser sembrada y sudor en los ojos, de animales
que amenazan, de vida y de muerte, de presencia de Dios y de religiosidad basada en el
miedo.

El gran descubrimiento
Y el yahvista al llegar a este punto se preguntó: ¿por qué sufrimos todos estos
males? ¿De dónde han salido? Está convencido de que de Dios no pueden venir. Su fe le
enseña que Él es bueno y justo, que quiere el bien de los hombres, y que nunca habría
puesto como parte de la creación estas desgracias.
Quizás oyó muchas veces a amigos y vecinos decir: “¡Paciencia, hay que soportar.
La vida es así. Es la voluntad de Dios!”. Pero él se revelaba ante el hecho de buscar en Dios
y en su religión un justificativo de una falsa paciencia, que pacte con esta situación de
dolor. En esto él discrepa incluso con las otras religiones, que atribuían todos los males a la
acción directa de Dios. Para el yahvista no. Lo que estaban sufriendo todos no podía tener
la aprobación de Dios.
Y entonces, aunque con una mentalidad aún primitiva, llegó a un gran
descubrimiento: la situación en la que el pueblo de Israel y toda la humanidad se
encuentran, es en realidad una situación pasajera de “castigo”, es decir, una consecuencia
de nuestros pecados. Y por lo tanto somos los únicos responsables de lo que nos pasa.
Esta tesis, revolucionaria, tenía una doble ventaja. Por un lado significaba una
visión optimista y esperanzadora de la vida. En efecto, al no ser nada de esto querido
directamente por Dios sino “situación de castigo”, no se trataba de algo definitivo sino
provisorio y pasajero, de lo que se podía salir en cualquier momento. Y por otro, llevaba a
reflexionar sobre la parte de responsabilidad de cada uno en los males que aquejaban a la
sociedad.

Nace el Paraíso
Esta lista de males le sirvió, pues, al escritor sagrado para elaborar un elenco de lo
que serían los “castigos de Dios” a los primeros hombres (Gn 3, 14-19). Ella reflejaría la
situación en la que toda la humanidad vive actualmente.
Pero aún le faltaba resolver otro problema. Si el mundo, tal como estaba, no era
querido por Dios, entonces él no podía seguir consintiendo un mundo así. No era el plan
originario de Dios. ¿Y cuál era la voluntad de Dios para el mundo? Quería saberlo
exactamente, pues de lo contrario, no sabría cómo actuar.
Y ahí estaba el problema: el autor no lo sabía. Ignoraba cómo debía ser un mundo
funcionando según la voluntad de Dios. El sólo conocía este mundo equivocado, y ningún
otro.
Entonces, ¿qué hizo, para responder a semejante interrogante? Inspirado por Dios, tomó la
lista de males que había compuesto (Gn 3,14-19) e imaginó una situación inversa, de
bienestar, en la que no se daba ninguno de ellos. Ese sería el mundo ideal, querido por
Dios, y que nos estábamos perdiendo por culpa de nuestros pecados. El resultado de esta
elaboración imaginaria fue: el Paraíso.
En efecto, el Paraíso del Génesis no es sino la descripción de un estado de vida
exactamente opuesto a lo que el autor conocía y experimentaba todos los días en su vida.

El mundo como Dios manda


Si ahora analizamos, parte por parte, ese Paraíso descrito en Génesis 2,4-25,
veremos que corresponde exactamente a lo contrario del mundo que apareció luego del
pecado original, y que está contado en Génesis 3,4-24.
En primer lugar, en el Paraíso la mujer ya no es dominada por el marido, sino que es
su compañera, su ayuda adecuada (2,18), en igualdad con el varón. El mismo hombre lo
reconoce, y por eso exclama: “Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne”
(2,23). Y es el hombre el que aquí se siente atraído por ella, y forma con la mujer una sola
carne (2,24), sin que haya dominio de uno sobre el otro.
No existe la muerte. El hombre podía continuar viviendo para siempre porque Dios,
respondiendo al profundo deseo del hombre, había hecho brotar, en medio del jardín, el
árbol de la Vida (2,9). Y le bastaba con extender su mano y comer de su fruto, para vivir
para siempre (3,22). La muerte, allí, ya no entristecía la vida.
Tampoco en el Paraíso hay dolores de parto, pues ni siquiera existe el parto. Como
el hombre ya no muere, tampoco tiene necesidad de engendrar hijos para prolongar la vida
más allá de la muerte. No es que el autor piense que existiría una sola pareja. En Adán y
Eva estaban simbolizados y representados, en realidad, todos los hombres y las mujeres que
nuestro autor conocía, y a los que no quería ver morir.

La propuesta atrapaba
La tierra ya no está maldita. Es fértil y produce toda clase de árboles frutales,
exquisitos y llamativos (2,9). Ya no hay sequía, pues el riego está garantizado por un
inmenso río que baña el jardín, y que se divide en cuatro grandes brazos (2,10). ¡Nunca un
israelita había imaginado tanta agua junta!
El trabajo ya no es más motivo de fatigas y frustración. En el Paraíso la tarea es liviana:
cultivar el jardín y cuidarlo (2,15). Teniendo en cuenta la abundancia de agua que había a
mano, resulta un trabajo placentero.
Ya no hay enemistad entre el hombre y los animales. Al contrario, éstos existen para
acompañar al hombre, y son aquello que el hombre quiere que sean. Por eso se dice que él
“puso nombres a todos los animales creados por Dios”.
Por último en el Paraíso, Dios ya no infunde miedo. Es amigo de los hombres, “se
pasea por el jardín a la hora de la tarde” (3,8), y convive con ellos en la mayor intimidad,
sin que su presencia sea motivo de espanto ni los haga esconderse.

El Paraíso, esperanza futura


El Paraíso terrenal de la Biblia no es, pues, más que una construcción imaginaria del
autor sagrado que, inspirado por Dios, y con su lenguaje popular y campestre, pero de gran
profundidad, ofreció a los hombres de su época, para decirles: “es así como le gustaría a
Dios que fuese el mundo. Él no quiere la dominación del marido. No quiere los dolores de
parto. No quiere la muerte, ni la sequía, ni el trabajo opresor que esclaviza, ni la amenaza
de los animales, ni la religión del miedo. Él quiso el Paraíso. Esto es lo que nos estamos
perdiendo”.

Pero Dios no cambió de idea, ni cambiará. Para el autor, el Paraíso no es algo que
pertenece al pasado, sino al futuro. No es una situación perdida que hay que recordar con
nostalgia, sino un proyecto al que hay que mirar con esperanza. Es como el modelo
terminado, la maqueta del mundo, que debe construir el hombre con su esfuerzo y su
sacrificio. Está colocado precisamente al comienzo de la Biblia, no porque haya sucedido al
principio, sino porque antes de proponer nada la Biblia, el hombre debe conocer hacia
dónde se encamina.

Hacia un nuevo Paraíso


El Paraíso de la Biblia, con sus árboles frutales, aguas abundantes, trabajos livianos
y sin dolores de parto, resultaba atrapante para los lectores rurales de entonces, que debían
fatigarse para obtener todo esto. Era un eficaz llamado a tomar conciencia sobre lo que el
hombre estaba haciendo con el mundo.
Hoy ese Paraíso ya no llama la atención. Debemos actualizarlo. Para ello, primero
hay que elaborar la lista de los males que aquejan a nuestra familia, a nuestra sociedad y al
mundo: gente viviendo en condiciones infrahumanas, barrios enteros sin agua, obreros con
sueldos miserables, falta de empleos dignos, alimentos contaminados, enfermedades que
podrían fácilmente erradicarse, divisiones y peleas familiares, depresión generalizada,
muertes injustas...
Luego, tomar conciencia de que se trata de una “situación de castigo” de la cual
somos los únicos responsables. Por lo tanto, eliminar el fatalismo, la pasividad y la
resignación, y erradicar nuestro famoso: “¡Paciencia, hay que soportar. La vida es así. Es la
voluntad de Dios!”.
Y finalmente, mirando del revés todos estos males, reconstruir nuestro propio
Paraíso, ver cómo deberíamos estar, descubrir lo que nos estamos perdiendo por culpa de
nuestros pecados actuales.
El Paraíso es una profecía futura, pero proyectada al pasado. No es un cuento
inocente, ni un hecho real que ya pasó, sino el genial recurso que encontró el escritor
sagrado para sacudir la conciencia de sus contemporáneos. Y todavía hoy es un proyecto
que se yergue, desafiante, a la fe y al coraje de los hombres, que deben concretarlo.

Para reflexionar
1) Así como el yahvista descubrió una lista de males que aquejaban a su sociedad,
¿cuál sería la lista de males que podemos descubrir hoy nosotros en la nuestra?
2) El yahvista no quiso atribuirlas directamente a Dios. Nosotros, ¿a quién solemos
atribuir los males que padecemos?
3) El yahvista elaboró un Paraíso, la sociedad ideal que deberían estar viviendo.
¿Cómo sería el Paraíso que deberíamos estar viviendo todos nosotros en nuestra
sociedad actual?
Para continuar la lectura
C. Mesters, Paraíso terrestre, ¿nostalgia o esperanza?, Bonum, Buenos Aires 1972.

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