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Política Contemporánea
Estado de Derecho
ESTADO DE DERECHO.
En sus orígenes, el Estado de Derecho entendía que la ley, como expresión manifiesta
de la voluntad popular, era lo que debía gobernar las comunidades políticas. Del
conjunto de leyes, la suprema es la Constitución, pero a diferencia del Estado
constitucional de Derecho, en el Estado legislativo de Derecho la modificación de la
norma suprema del ordenamiento, la Constitución, era relativamente sencilla. Así, por
ejemplo, en el caso Español durante el siglo XIX se sucedieron distintos textos
constitucionales: la de 1812, la de 1834, la de 1837, la de 1845, la de 1869 y la de 1876.
Como se estudiará en otro tema del Máster, el Estado constitucional de Derecho tiene,
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Es famosa la frase que Elías Díaz escribió en un libro publicado durante la época de la
dictadura franquista en el año 1966 (Estado de Derecho y sociedad democrática): “No
todo Estado es Estado de Derecho aunque es cierto que todo Estado crea y utiliza un
Derecho, que todo Estado funciona como un sistema normativo jurídico”. Es básica la
diferencia entre un Estado con Derecho y un Estado de Derecho. Todo Estado
contemporáneo, que tiene un elevado grado de complejidad institucional, precisa del
Derecho para organizar la vida social. Detrás de ese conjunto de normas jurídicas está
el poder que la dicta, que en unos casos puede ser más o menos democrático, y en
otros autoritario o dictatorial. Kelsen decía que por eso, porque el Derecho es la
herramienta que tiene el poder para organizar la vida social, todo Estado era un Estado
de Derecho: “La esencia del Estado radica en que convierte el poder en Derecho, porque
un acto considerado como acto del Estado, un hecho cualquiera que pase por estatal,
no puede imputarse al Estado sino sobre la base de un orden normativo que es el mismo
Derecho. Por esa razón, desde el punto de vista del positivismo jurídico, todo Estado es
Estado de Derecho en el sentido que todos los actos estatales son actos jurídicos,
porque y en tanto realizan un orden que ha sido calificado como jurídico”. Sin embargo,
aquí Kelsen está confundiendo un Estado con Derecho, que actualmente son todos, con
un Estado de Derecho. Como se verá en el siguiente apartado no podemos hablar de
Estado de Derecho cuando el conjunto de normas jurídicas es arbitrario o cuando el
poder se sitúa por encima del ordenamiento jurídico o cuando este está solo en unas
manos.
Con todo, no todos los autores están de acuerdo en las características que deben
acompañar un Estado de Derecho. Por ejemplo, ¿un Estado de Derecho
necesariamente debe ser democrático? ¿Debe reconocer derechos? Y, en ese caso,
¿qué derechos deben ser reconocidos? El Estado de Derecho es, como señala Javier
Ansuátegui, un concepto esencialmente controvertido, porque posee una carga
valorativa o evaluativa, tiene una estructura interna compleja, ya que se configura a
partir de determinados elementos que es lo que configura el propio concepto, estos
elementos no están ordenados jerárquicamente, tienen un carácter abierto, y además el
uso que se hace de ese concepto normalmente es discutido. Al final la definición de
Estado de Derecho no es algo que dependa de una realidad natural, sino que definimos
algo que no tiene una necesaria correspondencia con una realidad natural y donde las
valoraciones o visiones distintas que se tengan sobre el propio concepto influyen en la
propia definición. No podemos, por tanto, decir que cuando hacemos definiciones en el
marco de las ciencias sociales y, en concreto, en el marco del Derecho o de la filosofía
del Derecho, podamos apelar a esencias de la cosa definida porque esa esencia no
existe. Todo lo más, podemos aspirar a definiciones que logren el mayor consenso
posible entre la comunidad académica y los operadores jurídicos.
Elías Díaz en el libro antes referido señalaba que cuatro son los rasgos o elementos que
caracterizan un Estado de Derecho y que lo diferencian de un Estado de Derecho. En
primer lugar, el imperio de la ley; en segundo lugar, la separación de poderes; en tercer
lugar, la legalidad de la Administración y, por último, el reconocimiento de derechos y
libertades fundamentales. Precisamente, mientras que los tres primeros elementos no
generan controversia entre la doctrina, el último, el reconocimiento de derechos y
libertades fundamentales, sí lo hace. La razón es que, aunque quizá la visión resulte
hoy trasnochada pues podemos decir que los derechos no tienen una jerarquización y
que todos forman un todo que tienen el respeto a la dignidad de la persona como
trasfondo, todavía hay autores que establecen jerarquías entre los derechos y entienden
que los derechos civiles y políticos son los verdaderos derechos, mientras que los
sociales, económicos y culturales, serían todo lo más principios programáticos que no
se adecúan a la estructura de un derecho subjetivo y que, en consecuencia, no se puede
decir que sean auténticos derechos. De ahí que en función de los derechos reconocidos
se aluda a tres modelos de Estado de Derecho: el liberal, el democrático y el social.
Pero veamos esto con más detenimiento.
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El primero de estos elemento es el imperio de la ley. Este significa, en primer lugar, que
el Estado se gobierna mediante normas jurídicas y éstas tienen un carácter general.
Esto, evidentemente, no excluye la existencia de normas que poseen una eficacia inter
partes, como pueden ser determinados tipos de contratos, o normas que solo se aplican
en un determinado territorio y no en toda la geografía de un Estado (por ejemplo, en los
Estados federales cada federación puede tener normas que divergen de una federación
a otra, o en los Estados autonómicos, cada comunidad autónoma puede tener normas
que discrepan en algunos aspectos), o incluso que haya normas que solo se aplican a
determinados colectivos en función de la situación de necesidad o de discriminación que
haya sufrido ese colectivo, como es el caso de medidas de discriminación inversa. En
segundo lugar, el imperio de la ley, significa que hay gobierno bajo las leyes, es decir,
que el poder también está sometido al imperio de la ley y que debe seguir las normas
jurídicas no solo para ejercer sus funciones de gobierno, sino también que debe
responder en el caso de que incumpla estas normas. Y aquí, cuando se habla del poder,
se refiere al poder en toda su extensión: todos los gobiernos, las cámaras legislativas,
los jueces y funcionarios se ven obligados por el Derecho. Ese imperio de la ley es la
conquista que en su origen tuvo el Estado de Derecho frente al absolutismo, donde el
poder estaba por encima de la ley. Y eso es lo que diferencia también una dictadura de
una democracia, además de otras cosas. El imperio de la ley, así, cumple una función
igualadora de todos los operadores jurídicos y dota de seguridad jurídica al Estado
donde está vigente ese ordenamiento jurídico. Porque la existencia de normas que son
públicas y que se conocen de antemano, permiten saber en qué entorno se está
operando y de acuerdo con qué normas se debe hacer y, en el caso de saltarse esas
normas, a qué tipo de sanción uno se enfrentará. Este primer rasgo tiene una relevancia
fundamental, pues, como señala Eusebio Fernández “la configuración básica e
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Ahora bien, y como se estudiará en otro tema de este Máster, la realidad de los Estados
constitucionales de Derecho ha supuesto una evolución respecto a la de los Estados
legislativos de Derecho. En los primeros la ley era expresión de la voluntad popular y
aquí el concepto de ley debe entenderse de forma amplia porque incorpora a la ley
superior del ordenamiento jurídico, la norma suprema que no es sino la Constitución. De
ahí, como se dijera antes, que era relativamente sencilla la modificación de los textos
constitucionales porque al final las constituciones no era sino un texto legislativo más
encargado de organizar el poder, los procedimientos de aprobación de las diversas
normas y determinar cuáles son las fuentes válidas del Derecho en ese concreto
ordenamiento jurídico. En cambio, el Estado constitucional viene a diferenciar dos
momentos democráticos: por un lado, el momento constituyente que requiere de un
mayor consenso o, si se quiere, de unas mayorías cualificadas para su aprobación y en
muchos casos también que la ciudadanía directamente apruebe el texto constitucional
en un referéndum. Por el otro, los momentos ordinarios de la política que son las normas
que los parlamentos y asambleas aprueban por los representantes políticos cada día.
En el primer caso, en la realidad de los Estados constitucionales de Derecho, hay una
serie de contenidos que quedan sustraídos de las manos de las mayorías políticas.
Conforman lo que Garzón Valdés denominó el coto vedado a la decisión mayoritaria. En
ese coto vedado en función de la historia y circunstancias de cada país se pueden
incorporar diversos contenidos, pero siempre estará uno: los derechos fundamentales.
El coto vedado puede exigir una mayoría cualificada para la reforma constitucional,
como ocurre en el caso español, donde las materias relativas a los derechos y libertades
fundamentales, el Título II relativo a la Corona, la reforma total del texto constitucional y
el Título Preliminar exigen que haya una mayoría de 3/5 en el Congreso y Senado, la
disolución de las Cámaras y la convocatoria de elecciones generales, que el nuevo
Congreso y Senado surgido de esas elecciones ratifiquen la reforma por igual mayoría
y finalmente un referéndum. Pero en otros países los derechos son directamente no
modificables, como ocurre con los primeros veinte artículos de la Constitución alemana.
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Esto, desde el punto de vista de la democracia, puede ser visto como algo no
democrático.
Esto tiene que ver también con el modelo de democracia al que hagamos referencia.
Porque, sin duda, es la democracia liberal representativa la que presenta estas fallas y
carencias, pero no así otro modelo que es el de la democracia republicana donde lo que
se quiere es una participación más directa de los ciudadanos en los asuntos públicos y
por ello aboga por un modelo de ciudadano virtuoso que es aquel que participa en las
discusiones políticas y reivindica que la democracia liberal representativa está
precisamente en crisis por sus carencias democráticas que podrían verse superadas
por la democracia propia del republicanismo que aboga por una libertad que no es solo
la meramente formal, como ocurre en el liberalismo, sino una libertad como no
dominación, donde el ciudadano no está sometido a interferencia arbitraria de otros en
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el ejercicio de su libertad y por ello cuenta con instrumentos para participar en la política.
En el fondo, desde el republicanismo lo que se demanda es una democracia que, sin
llegar a ser directa, sí sea mucho más participativa que la liberal. Ejemplos de medidas
que pueden aumentar la presencia de la ciudadanía en los procesos legislativos son
debates y discusiones públicos, deliberaciones, iniciativas legislativas populares,
presupuestos participativos, etc.
b) Poder ejecutivo.
Como es de sobra conocido, sobre este particular hubo un debate entre Dworkin y Hart,
que es el reflejo del debate entre iusnaturalistas y positivistas. Mientras que Ronald
Dworkin ante lo que él denominaba un caso difícil entendía que los jueces no creaban
Derecho porque éste no estaba formado exclusivamente por reglas sino también por
principios morales o derechos morales (lo que en Los derechos en serio denomina
derechos en contra del gobierno o derechos como triunfos frente a la mayoría), por lo
que los jueces lo que debían hacer era encontrar la solución que el Derecho ya tenía,
Herbert L. A. Hart consideraba que cuando el sistema jurídico no tenía prevista solución
para un caso, los jueces podían solucionarlo creando Derecho, creando normas para
ese caso al tener esa competencia atribuida por la regla de reconocimiento de ese
ordenamiento jurídico.
Hoy los jueces en los sistemas continentales de Derecho no crean normas sino que
buscan la solución ante un caso difícil en lo que el ordenamiento les ofrece, bien
mediante el uso de la analogía y los principios generales del Derecho, bien mediante el
margen de interpretación con el que cuentan para la aplicación de las normas. Es cierto
que el positivismo formalista entendió en su momento que “el juez era la boca muda por
la que hablaba la ley”, pero hoy esto no es así. El hecho de que muchas normas vengan
formuladas en lenguaje natural, lenguaje que en muchos casos resulta vago, ambiguo
y que tiene una textura abierta, hace que la interpretación haya ido cobrando un papel
cada vez más relevante. Y en particular, la interpretación del texto supremo del
ordenamiento que en los Estados constitucionales de Derecho, con un control de
constitucionalidad concentrado, realizan los tribunales constitucionales. Eso ha hecho
que se considere que una vez más la distribución de poderes clásica ya no esté del todo
vigente, porque son los tribunales los que determinan el significado y alcance del texto
constitucional y, sobre todo, el contenido esencial de los derechos que vienen
formulados en la Constitución. Con lo que, quizá de manera indirecta, el poder judicial
vendría a contribuir con el legislativo y no se limita a la simple aplicación de las leyes; la
tarea interpretativa se ha vuelto tan relevante que con su interpretación los tribunales
conforman un poco el sentido y alcance de las normas elaboradas por el poder
legislativo, lo que desde posiciones democráticas ha sido calificado como el gobierno
del poder judicial que sería visto como un ataque o una merma de la democracia
entendida como gobierno del pueblo, una merma de la soberanía nacional que en
estados democráticos debe residir en el pueblo.
Por otra parte, el hecho de que los poderes ejecutivo y legislativo influyan en las
elecciones de los jueces de aquellos órganos judiciales más importantes, como son los
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Aquí se pueden hacer una serie de matizaciones para entender que este debate tiene
algo de irreal o, si se quiere, de nominal, porque en el fondo ambos autores no dejarían
de estar de acuerdo en la existencia de diversos modelos de Estado de Derecho: unos
más restringidos y otros más extensos. En relación con esto, en primer lugar, está la
cuestión del concepto de derechos que se maneje. Dejando a un lado la discusión entre
iusnaturalismo y positivismo, como antes se ha hecho referencia, ha habido en la historia
de los derechos y en la doctrina que la ha acompañado una visión, quizá de corte más
iusprivatista, que entiende que los verdaderos y auténticos derechos son los civiles y
políticos. Los argumentos que han sostenido esta visión se pueden resumir en los
siguientes: mientras que los civiles y políticos implicarían deberes de abstención, los
sociales conllevarían deberes de prestación; unido a esto parece que los primeros
tendrían un carácter más o menos gratuito o menos costoso para el Estado que los
derechos sociales que serían mucho más caros para las arcas públicas que se verían
obligadas a hacer importantes desembolsos para mantener, por ejemplo, una red
educativa o sanitaria pública; también se ha señalado que mientras los derechos civiles
y políticos adoptan la forma de reglas, los sociales adoptarían la forma de principios, de
mandatos de optimización de realización progresiva; mientras los primeros serían
derechos individuales, los segundos sin ser derechos colectivos sí serían derechos de
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grupos, derechos del trabajador, de una determinada clase social, etc; por último, a la
hora de garantizar los derechos, en el caso de los sociales el poder judicial tendría un
excesivo protagonismo precisamente porque al ser su formulación muy ambigua y en
ocasiones en forma de principios, su alcance tendría que ser concretado por los jueces
y tribunales. Todos estos argumentos son discutibles de una forma u otra, pero todos
comparten la idea de que existe una jerarquía en los derechos de tal forma que los
auténticos o verdaderos derechos serían los derechos civiles y políticos, mientras que
los sociales serían derechos de segunda categoría.
Esta visión jerarquizada de los derechos está hoy más o menos superada. Naciones
Unidas reconoce que los derechos son un todo indivisible sin jerarquías ya que todos
persiguen la realización de la dignidad de todas las personas como valor transversal.
Además muchos de los argumentos antes citados no son ciertos; también los derechos
civiles y políticos suponen un coste para el Estado que se puede ver fácilmente en los
costes que suponen mantener las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, los
tribunales, las prisiones, etc. Por ello, no solo implican deberes negativos, sino también
deberes de hacer a los poderes públicos. Algo parecido ocurre con los derechos
políticos, la organización, por ejemplo, de unas elecciones democráticas tienen un coste
elevado e imponen deberes positivos no solo al Estado sino también a los particulares
cuando les toca ser miembros de mesas electorales o cuando el voto es obligatorio
como ocurre en algunos países. Tampoco la distinción entre reglas y principios es muy
ajustada aquí: libertades como la de expresión funcionan como principios a realizar para
los poderes públicos. Y algunos derechos pueden funcionar como reglas en
determinados contextos, por ejemplo, el derecho a la atención sanitaria si no se ofrece
en ciertas circunstancias funciona como un mandato de resultado y no como un mandato
de optimización. A esto habría que añadir que el proceso de reconocimiento de derechos
no es un proceso cerrado, sino un proceso abierto. De hecho, la lucha por los derechos
desde la Ilustración ha ido suponiendo la incorporación de derechos que en un primer
momento no se reconocieron a determinados grupos de personas: las mujeres, las
personas de determinadas razas o etnias, los niños y niñas, las personas con
discapacidad, etc. Y esto siempre es así porque ahora, por ejemplo, se discute ampliar
la esfera de los derechos a los animales en tanto que seres vivos que poseen la
capacidad de sentir dolor, sufrir y tienen voluntad.
Es cierto que hoy en día debemos aspirar a Estado de Derecho que no se limiten a
recoger los derechos de libertad y derechos políticos porque la interconexión de todos
los derechos hace imposible la realización y disfrute de los primeros sin el
reconocimiento y garantía de los derechos sociales. Pero una cosa es que haya modelos
más desarrollados de Estado de Derecho y otra distinta es negar que los Estados
liberales y democráticos no constituyan Estados de Derecho. En conclusión, el mínimo
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que podemos hablar para estar ante un Estado de Derecho son los elementos
enumerados, imperio de la ley, separación de poderes y reconocimiento de derechos,
por lo menos de los derechos civiles y políticos. Éste sería el mínimo común
denominador de todos los Estados de Derecho. A partir de ahí el reconocimiento de
otros derechos como los sociales no haría sino mejorar el Estado y avanzar hacia
modelos de Estado de Derecho mejores y más desarrollados.
Esto trajo también a los países donde el Estado de Derecho era un Estado no
restringido, sino más amplio, el recorte de muchos de los derechos sociales que se
conocieron en particular en Europa en las tres décadas posteriores a la II Guerra
Mundial, que fueron décadas de crecimiento económico sostenido. Quizá el golpe final
de este proceso fue la crisis financiera de 2008 en donde aunque se prometió que
supondría una refundación del capitalismo, lo que sirvió fue para traer la precariedad a
aquellos países donde todavía no existía dando lugar a la aparición de fenómenos como
la pobreza laboral, el precariado y el recorte de derechos sociales.
Pero aunque ese Estado de Derecho europeo existiera, sería necesario algo más. Si los
derechos humanos y la democracia son una aspiración global, si el modelo del Estado
de Derecho es el modelo jurídico-político que hemos construido que más éxito parece
que tiene, precisaríamos de un Estado de Derecho global que pusiera al mismo nivel el
Derecho que la economía y que permitiera un control de la economía desde esa
organización supraestatal. Esto no existe y caben dudas muy razonables de que
realmente exista algún día. Las organizaciones internacionales hoy día existentes, como
la ONU, la OMC o la OMS parecen que responden a la influencia que algunos países
tienen en ellas. Si aspiramos a un mundo donde los derechos humanos sean realmente
universales y estén globalmente reconocidos y garantizados necesitaríamos de la
superación del marco del Estado nación y la creación de un supraestado global que
cumpliera con los requisitos del Estado de Derecho, al menos en su concepción
restringida. Pero eso es algo que todavía queda muy lejos de la realidad de nuestros
días.
Sin embargo, lo que observamos en muchos países y sobre todo en aquellos más
empobrecidos es que el imperio de la ley se encuentra también en crisis por diversos
motivos y razones.
Esto provoca que en algunos países la ley vaya dirigida contra las capas de la población
que más necesidades tienen, que más empobrecidas están y que por tanto no participan
del poder por mucho que el texto de la norma diga otra cosa, bien a través del recorte
directo de derechos o, lo que es mucho más sibilino, el otorgamiento de privilegios o
poderes a los grupos sociales, políticos y económicos que controlan la situación.
O´Donell lo explica así en relación a algunos países de América Latina: “En América
Latina hay una larga tradición de ignorar la ley o, al reconocerla, de torcerla a favor del
poderoso y para la represión y contención del débil […] primero, la obediencia voluntaria
a la ley es algo que solo practican los idiotas y, segundo, que estar sometido a la ley no
significa ser portador de derechos exigibles sino más bien una clara señal de debilidad
social”.
más del poder que dicta las normas, el ideal del Estado de Derecho queda arruinado.
Por ello, es importante la independencia del poder judicial, aunque esto abra otro debate
no fácil de resolver: ¿cómo deben elegirse los miembros del poder judicial? ¿Por vías
democráticas? ¿Por cuestiones de mérito o capacidad? Conocemos ambos modos en
diversos países y no todos parecen satisfacer el criterio de la independencia judicial.
Elegir democráticamente a los jueces, ya que son el tercer poder, resulta coherente con
la idea de la democracia, pero puede servir para que el poder judicial simplemente
refuerce lo que ya ha dicho el legislador o el ejecutivo no sirviendo como ese contrapoder
necesario para el funcionamiento de la democracia y del Estado de Derecho. La elección
por cuestión de mérito o capacidad puede presentar un sesgo de clase, ya que solo
aquellos que provengan de determinados extractos sociales o tengan una cultura de
base lograrían esos puestos. Evidentemente eso no significa que necesariamente tenga
que ser así. De nuevo, todo va a depender de la forma que se tenga de garantizar un
derecho social básico que establece una igualdad predistributiva y a priori, que es el
derecho a la educación, el único que puede igualar hasta cierto punto las oportunidades
de todos.
5. CONCLUSIÓN
Un concepto tan repetido en la doctrina jurídica como es el de Estado de Derecho,
cuando se examina en profundidad, no deja de presentar problemas o discusiones
filosófico jurídicas de las que en este tema se ha hecho un breve repaso. Sin duda,
podemos concluir que la mejor forma de Estado es la de un Estado de Derecho porque
solo en ellos la seguridad jurídica, el control del poder y el imperio de la ley, esto es el
gobierno mediante la ley y bajo las leyes están asegurados. Otra cosa es que como todo
concepto jurídico presente problemas y requiera análisis. La no existencia de un único
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modelo de Estado de Derecho también hace a aquel modelo más restringido susceptible
de la presencia de mayores desigualdades. Ciertamente, si partimos de la visión
contemporánea de los derechos humanos que los ve como un todo no fragmentable ni
divisible, el único modelo de Estado de Derecho que cabría es el modelo amplio que
incluye entre los derechos a los derechos sociales, económicos y culturales y también
a todos los otros derechos que se han venido reconociendo en el proceso de
especificación de los derechos y que incluso podría llegar a alcanzar a los derechos de
los animales. Pero, en paralelo, vemos que la capacidad de los Estados es cada vez
más limitada en el contexto de la globalización y deberíamos aspirar (aunque suene hoy
a utopía) a un Estado de Derecho global que garantizase los derechos y la democracia
en todo el mundo.