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Máster Online en Filosofía Jurídica y

Política Contemporánea

Estado de Derecho

[José Luis Rey Pérez]


Máster Online en Filosofía Jurídica y Política Contemporánea 2

ESTADO DE DERECHO.

1. INTRODUCCIÓN. ORÍGENES DEL ESTADO


DE DERECHO
Como se ha visto en otros temas, el Derecho es un conjunto de normas que sirve para
organizar la vida social a través del uso de la fuerza y de un sistema institucionalizado
de sanciones que permiten saber qué, cuándo, en qué medida y por quién va a ser
aplicada la fuerza o, dicho con otras palabras, las sanciones. No obstante, esta
definición se adecúa a un definición contemporánea del Derecho y existen debates
acerca de cuándo podemos decir que estamos ante un Derecho con estas
características si nos fijamos en los derechos de sociedades primitivas donde alguno de
estos rasgos no estaba presente en su sistema jurídico.

Como luego se verá, el Estado de Derecho es un concepto relativamente moderno que


surge con la Ilustración y con las revoluciones burguesas que discutían el poder absoluto
del soberano propio de las monarquías absolutas. La reivindicación del poder por parte
de una clase que ya había alcanzado el control de gran parte de la economía, puede
considerarse como el punto de partida del Estado de Derecho tal y como lo conocemos
hoy en día. De lo que se trataba, al fin, no era otra cosa sino acabar con el poder absoluto
y cambiarlo hacia un poder democrático donde las decisiones sobre la política no
dependieran de un solo sujeto y donde la participación de la ciudadanía (solo de los
hombres con un determinado nivel de renta) fuera la que decidiera quién detentaba ese
poder.

Los antecedentes históricos se encuentran en el Rechstraat alemán, el rule of law


anglosajón y en la separación de poderes de la Revolución Francesa.

En sus orígenes, el Estado de Derecho entendía que la ley, como expresión manifiesta
de la voluntad popular, era lo que debía gobernar las comunidades políticas. Del
conjunto de leyes, la suprema es la Constitución, pero a diferencia del Estado
constitucional de Derecho, en el Estado legislativo de Derecho la modificación de la
norma suprema del ordenamiento, la Constitución, era relativamente sencilla. Así, por
ejemplo, en el caso Español durante el siglo XIX se sucedieron distintos textos
constitucionales: la de 1812, la de 1834, la de 1837, la de 1845, la de 1869 y la de 1876.
Como se estudiará en otro tema del Máster, el Estado constitucional de Derecho tiene,
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entre sus características fundamentales, que la Constitución es una norma de difícil


reforma, donde hay determinados contenidos que están dentro de lo que Garzón Valdés
denomina el coto vedado a las decisiones democráticas. En cambio, el Estado legislativo
de Derecho no tiene ese rasgo, la Constitución es una ley más que se puede modificar
fácilmente.

2. LA DIFERENCIA ENTRE UN ESTADO CON


DERECHO Y UN ESTADO DE DERECHO.

Es famosa la frase que Elías Díaz escribió en un libro publicado durante la época de la
dictadura franquista en el año 1966 (Estado de Derecho y sociedad democrática): “No
todo Estado es Estado de Derecho aunque es cierto que todo Estado crea y utiliza un
Derecho, que todo Estado funciona como un sistema normativo jurídico”. Es básica la
diferencia entre un Estado con Derecho y un Estado de Derecho. Todo Estado
contemporáneo, que tiene un elevado grado de complejidad institucional, precisa del
Derecho para organizar la vida social. Detrás de ese conjunto de normas jurídicas está
el poder que la dicta, que en unos casos puede ser más o menos democrático, y en
otros autoritario o dictatorial. Kelsen decía que por eso, porque el Derecho es la
herramienta que tiene el poder para organizar la vida social, todo Estado era un Estado
de Derecho: “La esencia del Estado radica en que convierte el poder en Derecho, porque
un acto considerado como acto del Estado, un hecho cualquiera que pase por estatal,
no puede imputarse al Estado sino sobre la base de un orden normativo que es el mismo
Derecho. Por esa razón, desde el punto de vista del positivismo jurídico, todo Estado es
Estado de Derecho en el sentido que todos los actos estatales son actos jurídicos,
porque y en tanto realizan un orden que ha sido calificado como jurídico”. Sin embargo,
aquí Kelsen está confundiendo un Estado con Derecho, que actualmente son todos, con
un Estado de Derecho. Como se verá en el siguiente apartado no podemos hablar de
Estado de Derecho cuando el conjunto de normas jurídicas es arbitrario o cuando el
poder se sitúa por encima del ordenamiento jurídico o cuando este está solo en unas
manos.

Precisamente la Ilustración y muchos de sus autores plantearon esto. Las revoluciones


burguesas pretendían someter al Derecho el poder y limitarlo. Esa es la diferencia, al
final, entre un Estado absolutista, dictatorial, y un Estado de Derecho.
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Con todo, no todos los autores están de acuerdo en las características que deben
acompañar un Estado de Derecho. Por ejemplo, ¿un Estado de Derecho
necesariamente debe ser democrático? ¿Debe reconocer derechos? Y, en ese caso,
¿qué derechos deben ser reconocidos? El Estado de Derecho es, como señala Javier
Ansuátegui, un concepto esencialmente controvertido, porque posee una carga
valorativa o evaluativa, tiene una estructura interna compleja, ya que se configura a
partir de determinados elementos que es lo que configura el propio concepto, estos
elementos no están ordenados jerárquicamente, tienen un carácter abierto, y además el
uso que se hace de ese concepto normalmente es discutido. Al final la definición de
Estado de Derecho no es algo que dependa de una realidad natural, sino que definimos
algo que no tiene una necesaria correspondencia con una realidad natural y donde las
valoraciones o visiones distintas que se tengan sobre el propio concepto influyen en la
propia definición. No podemos, por tanto, decir que cuando hacemos definiciones en el
marco de las ciencias sociales y, en concreto, en el marco del Derecho o de la filosofía
del Derecho, podamos apelar a esencias de la cosa definida porque esa esencia no
existe. Todo lo más, podemos aspirar a definiciones que logren el mayor consenso
posible entre la comunidad académica y los operadores jurídicos.

Elías Díaz en el libro antes referido señalaba que cuatro son los rasgos o elementos que
caracterizan un Estado de Derecho y que lo diferencian de un Estado de Derecho. En
primer lugar, el imperio de la ley; en segundo lugar, la separación de poderes; en tercer
lugar, la legalidad de la Administración y, por último, el reconocimiento de derechos y
libertades fundamentales. Precisamente, mientras que los tres primeros elementos no
generan controversia entre la doctrina, el último, el reconocimiento de derechos y
libertades fundamentales, sí lo hace. La razón es que, aunque quizá la visión resulte
hoy trasnochada pues podemos decir que los derechos no tienen una jerarquización y
que todos forman un todo que tienen el respeto a la dignidad de la persona como
trasfondo, todavía hay autores que establecen jerarquías entre los derechos y entienden
que los derechos civiles y políticos son los verdaderos derechos, mientras que los
sociales, económicos y culturales, serían todo lo más principios programáticos que no
se adecúan a la estructura de un derecho subjetivo y que, en consecuencia, no se puede
decir que sean auténticos derechos. De ahí que en función de los derechos reconocidos
se aluda a tres modelos de Estado de Derecho: el liberal, el democrático y el social.
Pero veamos esto con más detenimiento.
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3. DIVERSOS CONCEPTOS DE ESTADO DE


DERECHO Y SUS ELEMENTOS.
3.1. Concepto restringido.
El concepto restringido de Estado de Derecho es el mínimo común denominador para
poder decir que estamos en presencia de un Estado de Derecho o, dicho con otras
palabras, sin estos elementos difícilmente podemos calificar a un determinado Estado
como Estado de Derecho.

El primero de estos elemento es el imperio de la ley. Este significa, en primer lugar, que
el Estado se gobierna mediante normas jurídicas y éstas tienen un carácter general.
Esto, evidentemente, no excluye la existencia de normas que poseen una eficacia inter
partes, como pueden ser determinados tipos de contratos, o normas que solo se aplican
en un determinado territorio y no en toda la geografía de un Estado (por ejemplo, en los
Estados federales cada federación puede tener normas que divergen de una federación
a otra, o en los Estados autonómicos, cada comunidad autónoma puede tener normas
que discrepan en algunos aspectos), o incluso que haya normas que solo se aplican a
determinados colectivos en función de la situación de necesidad o de discriminación que
haya sufrido ese colectivo, como es el caso de medidas de discriminación inversa. En
segundo lugar, el imperio de la ley, significa que hay gobierno bajo las leyes, es decir,
que el poder también está sometido al imperio de la ley y que debe seguir las normas
jurídicas no solo para ejercer sus funciones de gobierno, sino también que debe
responder en el caso de que incumpla estas normas. Y aquí, cuando se habla del poder,
se refiere al poder en toda su extensión: todos los gobiernos, las cámaras legislativas,
los jueces y funcionarios se ven obligados por el Derecho. Ese imperio de la ley es la
conquista que en su origen tuvo el Estado de Derecho frente al absolutismo, donde el
poder estaba por encima de la ley. Y eso es lo que diferencia también una dictadura de
una democracia, además de otras cosas. El imperio de la ley, así, cumple una función
igualadora de todos los operadores jurídicos y dota de seguridad jurídica al Estado
donde está vigente ese ordenamiento jurídico. Porque la existencia de normas que son
públicas y que se conocen de antemano, permiten saber en qué entorno se está
operando y de acuerdo con qué normas se debe hacer y, en el caso de saltarse esas
normas, a qué tipo de sanción uno se enfrentará. Este primer rasgo tiene una relevancia
fundamental, pues, como señala Eusebio Fernández “la configuración básica e
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inamovible del propio Estado de Derecho es el imperio de la ley y el sometimiento del


Estado y sus poderes en todas sus actuaciones a la más estricta legalidad”.

El segundo de los elementos es la separación de poderes. Es cierto que ya Montesquieu


habló de modo tajante de la separación entre los tres poderes: el legislativo, que era el
encargado de elaborar las leyes, el ejecutivo que era el responsable de desarrollarlas y
aplicarlas en políticas públicas y el judicial que era el encargado de aplicarlas. Hoy, sin
embargo, la separación de poderes no parece ser tan estricta y tajante como en su
momento lo planteó Montesquieu. Los gobiernos tienen iniciativa legislativa y en muchos
países es el poder ejecutivo y legislativo el encargado de nombrar a los miembros del
poder judicial, como ocurre en los sistemas de control de la constitucionalidad
concentrada con los tribunales constitucionales. Ello merece un análisis detallado para
ver si sigue estando vigente esta separación y si la podemos seguir predicando como
una característica de los estados de Derecho contemporáneos.

a) Poder legislativo y democracia. Limitación de la participación popular en


la elaboración de las leyes.

En su origen, la separación de poderes era un elemento muy importante, no solo para


impedir que volviera el poder absoluto, sino también porque estaba muy vinculado al
imperio de la ley, al entender que la ley debía ser democrática, el fruto de lo que la
voluntad popular quisiera. Y de los tres poderes, era el legislativo el que manifestaba
esa voluntad popular en las diferentes asambleas donde los intereses de diversos
ciudadanos estaban representados. La idea de una democracia directa siempre ha sido
de alguna manera un ideal, pero la realidad de los Estados con millones de ciudadanos
la hace difícilmente realizable. El propio Rousseau, que era quien defendía la
democracia directa, señalaba que era una forma de gobierno solo posible para un
pueblo de dioses y no de seres humanos normales y corrientes. Y, en nuestro mundo,
quizá quitando la excepción de Suiza, el resto de democracias que existen son de corte
representativo, dentro de las cuales la que ha conocido un mayor desarrollo y una mayor
fortaleza esa la democracia representativa liberal en la que se enmarcan la mayor parte
de los países europeos y también muchos latinoamericanos.

De acuerdo con la teoría de la separación de poderes, es al poder legislativo al que le


corresponde elaborar y aprobar las leyes, normas de contenido general que son las que
van a gobernar el Estado. Aquí se hace evidente una cosa que más tarde analizaremos
con algo más de detalle: si estamos hablando de un poder legislativo democrático eso
significa que necesariamente el Estado de Derecho va implicar el reconocimiento de los
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derechos y, en este caso que estamos comentando, de derechos de participación


política, como son el derecho de sufragio activo y pasivo, el derecho a fundar partidos
políticos, el derecho de asociación y de reunión, etc. Derechos estos que van unidos al
reconocimiento de determinadas libertades, como la libertad de reunión, de
pensamiento o de expresión sin las cuales el ejercicio de la democracia es ciertamente
imposible.

Ahora bien, y como se estudiará en otro tema de este Máster, la realidad de los Estados
constitucionales de Derecho ha supuesto una evolución respecto a la de los Estados
legislativos de Derecho. En los primeros la ley era expresión de la voluntad popular y
aquí el concepto de ley debe entenderse de forma amplia porque incorpora a la ley
superior del ordenamiento jurídico, la norma suprema que no es sino la Constitución. De
ahí, como se dijera antes, que era relativamente sencilla la modificación de los textos
constitucionales porque al final las constituciones no era sino un texto legislativo más
encargado de organizar el poder, los procedimientos de aprobación de las diversas
normas y determinar cuáles son las fuentes válidas del Derecho en ese concreto
ordenamiento jurídico. En cambio, el Estado constitucional viene a diferenciar dos
momentos democráticos: por un lado, el momento constituyente que requiere de un
mayor consenso o, si se quiere, de unas mayorías cualificadas para su aprobación y en
muchos casos también que la ciudadanía directamente apruebe el texto constitucional
en un referéndum. Por el otro, los momentos ordinarios de la política que son las normas
que los parlamentos y asambleas aprueban por los representantes políticos cada día.
En el primer caso, en la realidad de los Estados constitucionales de Derecho, hay una
serie de contenidos que quedan sustraídos de las manos de las mayorías políticas.
Conforman lo que Garzón Valdés denominó el coto vedado a la decisión mayoritaria. En
ese coto vedado en función de la historia y circunstancias de cada país se pueden
incorporar diversos contenidos, pero siempre estará uno: los derechos fundamentales.
El coto vedado puede exigir una mayoría cualificada para la reforma constitucional,
como ocurre en el caso español, donde las materias relativas a los derechos y libertades
fundamentales, el Título II relativo a la Corona, la reforma total del texto constitucional y
el Título Preliminar exigen que haya una mayoría de 3/5 en el Congreso y Senado, la
disolución de las Cámaras y la convocatoria de elecciones generales, que el nuevo
Congreso y Senado surgido de esas elecciones ratifiquen la reforma por igual mayoría
y finalmente un referéndum. Pero en otros países los derechos son directamente no
modificables, como ocurre con los primeros veinte artículos de la Constitución alemana.
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Esto, desde el punto de vista de la democracia, puede ser visto como algo no
democrático.

Y es que la limitación de la participación popular en las leyes es algo que preocupa


desde la teoría del Estado del Derecho porque puede llevar a Estados no democráticos
o mínimamente democráticos y en ese caso se plantearía hasta qué punto un modelo
así de Estado podría calificarse como Estado de Derecho. Esa limitación de la
participación popular en la elaboración de las leyes puede verse en dos aspectos
concretos; primero, en lo referido a la estructura de los Estados constitucionales, pero
segundo, en que la democracia liberal representativa limita también mucho la
participación directa de la ciudadanía y acaba por reducir la democracia a depositar un
voto en una urna cada cuatro o cinco años. La crisis de la democracia liberal en la que
estamos inmersos se debe mucho a esta limitación de la participación ciudadana;
aunque sean los representantes políticos elegidos en elecciones los que elaboran y
discuten las normas que se aprueban en los distintos parlamentos, aunque en el
procedimiento legislativo se dé audiencia a partes interesadas en el contenido de las
normas, así como a especialistas y representantes de la sociedad civil, hay un
alejamiento cada vez mayor del representante político y del ciudadano. Esto ha dado
lugar al auge de populismos en muchos sitios del mundo de las democracias
occidentales y a un desencantamiento cada vez mayor con la democracia y con el poder
legislativo: la ciudadanía tiene la sensación de que sus representantes no están
defendiendo el interés general, sino sus propios intereses o los de ciertos grupos de
poder que influyen en la elaboración de las normas como pueden ser los grupos de
presión también conocidos por su expresión inglesa como lobbies. En muchas
ocasiones la participación de los lobbies además no es transparente lo que acentúa la
opacidad con la que actúa el poder legislativo.

Esto tiene que ver también con el modelo de democracia al que hagamos referencia.
Porque, sin duda, es la democracia liberal representativa la que presenta estas fallas y
carencias, pero no así otro modelo que es el de la democracia republicana donde lo que
se quiere es una participación más directa de los ciudadanos en los asuntos públicos y
por ello aboga por un modelo de ciudadano virtuoso que es aquel que participa en las
discusiones políticas y reivindica que la democracia liberal representativa está
precisamente en crisis por sus carencias democráticas que podrían verse superadas
por la democracia propia del republicanismo que aboga por una libertad que no es solo
la meramente formal, como ocurre en el liberalismo, sino una libertad como no
dominación, donde el ciudadano no está sometido a interferencia arbitraria de otros en
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el ejercicio de su libertad y por ello cuenta con instrumentos para participar en la política.
En el fondo, desde el republicanismo lo que se demanda es una democracia que, sin
llegar a ser directa, sí sea mucho más participativa que la liberal. Ejemplos de medidas
que pueden aumentar la presencia de la ciudadanía en los procesos legislativos son
debates y discusiones públicos, deliberaciones, iniciativas legislativas populares,
presupuestos participativos, etc.

b) Poder ejecutivo.

En el esquema de la separación de poderes de Montesquieu, el poder ejecutivo tenía


atribuida la competencia reglamentaria para el desarrollo y concreción de las leyes y el
gobierno de la comunidad política a partir de las normas que había elaborado el
legislativo. Hoy, sin embargo, vemos como el poder ejecutivo en muchos países (si no
en todos) tiene iniciativa legislativa y ciertamente son sus proposiciones de ley las que
finalmente acaban convirtiéndose en textos legislativos. Si a eso añadimos la capacidad
de utilizar otro tipo de normas como los reales decretos ley o los decretos legislativos,
vemos que la utópica imagen que nos planteaba Charles Louis de Secondat no se
asemeja mucho con la realidad de los gobiernos hoy en día y esto es así tanto en los
sistemas de monarquías parlamentarias como en las Repúblicas. En las primeras, es
cierto que el Jefe del Estado, el monarca es más bien una figura representativa que
tiene muy limitadas sus funciones sirviendo más como símbolo de la unidad del Estado
y de su estabilidad; en las segundas aunque el presidente de la República tiene
atribuidas funciones importantes también viene a tener capacidad de dictar normas y de
influir en las cámaras legislativas.

c) Poder judicial. ¿Hacia un Estado judicial?

El tercero de los poderes en el esquema clásico es el judicial, encargado de vigilar los


incumplimientos de las normas y de aplicar la sanción correspondiente cuando esto
ocurre. De ahí que uno de los elementos fundamentales sea la independencia del poder
judicial, que en los sistemas de derecho continentales (distinto es el caso de los
sistemas de common law) deben actuar bajo el imperio de la ley y tienen el deber de
resolver todos los casos atendiendo a las leyes. En el caso de que existan lagunas
jurídicas, esto es, casos para los cuales las normas no han previsto solución alguna, los
jueces deben también resolver pero con los mecanismos que le otorga el propio Estado
de Derecho, por ejemplo, recurriendo a los principios generales del Derecho, esto es, a
lo que se denominan principios implícitos que se extraen del conjunto normativo y que
permiten en muchas ocasiones hacer una aplicación analógica de normas ya existentes.
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Como es de sobra conocido, sobre este particular hubo un debate entre Dworkin y Hart,
que es el reflejo del debate entre iusnaturalistas y positivistas. Mientras que Ronald
Dworkin ante lo que él denominaba un caso difícil entendía que los jueces no creaban
Derecho porque éste no estaba formado exclusivamente por reglas sino también por
principios morales o derechos morales (lo que en Los derechos en serio denomina
derechos en contra del gobierno o derechos como triunfos frente a la mayoría), por lo
que los jueces lo que debían hacer era encontrar la solución que el Derecho ya tenía,
Herbert L. A. Hart consideraba que cuando el sistema jurídico no tenía prevista solución
para un caso, los jueces podían solucionarlo creando Derecho, creando normas para
ese caso al tener esa competencia atribuida por la regla de reconocimiento de ese
ordenamiento jurídico.

Hoy los jueces en los sistemas continentales de Derecho no crean normas sino que
buscan la solución ante un caso difícil en lo que el ordenamiento les ofrece, bien
mediante el uso de la analogía y los principios generales del Derecho, bien mediante el
margen de interpretación con el que cuentan para la aplicación de las normas. Es cierto
que el positivismo formalista entendió en su momento que “el juez era la boca muda por
la que hablaba la ley”, pero hoy esto no es así. El hecho de que muchas normas vengan
formuladas en lenguaje natural, lenguaje que en muchos casos resulta vago, ambiguo
y que tiene una textura abierta, hace que la interpretación haya ido cobrando un papel
cada vez más relevante. Y en particular, la interpretación del texto supremo del
ordenamiento que en los Estados constitucionales de Derecho, con un control de
constitucionalidad concentrado, realizan los tribunales constitucionales. Eso ha hecho
que se considere que una vez más la distribución de poderes clásica ya no esté del todo
vigente, porque son los tribunales los que determinan el significado y alcance del texto
constitucional y, sobre todo, el contenido esencial de los derechos que vienen
formulados en la Constitución. Con lo que, quizá de manera indirecta, el poder judicial
vendría a contribuir con el legislativo y no se limita a la simple aplicación de las leyes; la
tarea interpretativa se ha vuelto tan relevante que con su interpretación los tribunales
conforman un poco el sentido y alcance de las normas elaboradas por el poder
legislativo, lo que desde posiciones democráticas ha sido calificado como el gobierno
del poder judicial que sería visto como un ataque o una merma de la democracia
entendida como gobierno del pueblo, una merma de la soberanía nacional que en
estados democráticos debe residir en el pueblo.

Por otra parte, el hecho de que los poderes ejecutivo y legislativo influyan en las
elecciones de los jueces de aquellos órganos judiciales más importantes, como son los
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tribunales constitucionales o los tribunales supremos pone también en tela de juicio la


independencia del poder judicial. Aunque se quiera con ello acentuar el hecho de que
todo poder proviene del pueblo, en la práctica supone una merma en la separación de
poderes.

En definitiva, tenemos que el segundo elemento que determina la existencia de los


Estados de Derecho, esto es, la separación de poderes, está hoy un poco difuminado.
Quizá tiene más sentido hablar hoy de separación de funciones, más que de separación
de poderes tal y como se entendía a la manera clásica. Las tres funciones, la
deliberativa, la gubernativa y la de control, sí se encuentran distribuidas entre los
diferentes poderes que articulan los Estados de Derecho contemporáneos, actuando así
de limitaciones recíprocas en el ejercicio del poder para evitar la existencia de un poder
absoluto que lo determine todo y que termine con el concepto de Estado de Derecho tal
y como lo conocemos desde la Ilustración.

3.2. Concepto amplio: reconocimiento y garantía


de los de los derechos fundamentales.
El cuarto elemento constitutivo de los Estados de Derecho es el reconocimiento y
garantía de los derechos humanos. Y aunque, como se ha indicado antes, existe un
cierto consenso en torno a esta idea, a que no es posible hablar de Estado de Derecho
en ausencia del reconocimiento de derechos, en la doctrina hace unas décadas hubo
un amplio debate en relación a cuáles eran los derechos que era necesario reconocer
para hablar de un Estado de Derecho. Se enfrentaron así dos concepciones, la de un
concepto restringido de Estado de Derecho que defendía, entre otros, Eusebio
Fernández, y un concepto amplio que defendía, también entre otros, Elías Díaz. En el
fondo, la discusión versaba sobre qué derechos eran necesarios para hablar de un
verdadero Estado de Derecho. Mientras el primero defendía que bastaba con la
presencia de los derechos civiles y políticos, el segundo abogaba por incluir también los
derechos sociales. Y además, en función de los derechos de que se tratase tendríamos
así también diversos tipos de Estado de Derecho: si son exclusivamente derechos de
libertad, estaríamos frente a un Estado liberal de Derecho; si además se incluyen los
derechos políticos, estaríamos ante un Estado democrático de Derecho, y si, por último,
añadimos a la lista los derechos sociales, estaríamos ante un Estado social de Derecho.
El que la presencia de los derechos sea un elemento esencial del propio concepto de
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Estado de Derecho estaba de alguna forma ya presente en el artículo 16 de la


Declaración francesa de derechos del hombre y del ciudadano de 1789 cuando se
indicaba que “toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada
ni la separación de poderes establecida, no tiene Constitución”. La cuestión radica en
torno a qué derechos son los imprescindibles para hablar de Estado de Derecho.
Eusebio Fernández entiende que son solo los derechos civiles y políticos, los derechos
de libertad y participación política y, en cierto sentido, no le falta sentido al defender esto
porque finalmente hay algunos Estado que en sus textos constitucionales solo
reconocen estos derechos y sin embargo, son Estados de Derecho: pensemos el caso
de Estados Unidos donde los derechos sociales no aparecen en las Enmiendas a la
Constitución y donde no hay desarrollado un Estado social o de bienestar como el que
se construyó en Europa tras la II Guerra Mundial. Frente a esta visión, Elías Díaz
propone un concepto maximalista de Estado de Derecho, donde los sociales es
necesario que también estén reconocidos para tener, al menos, un Estado de Derecho
completo o pleno, al proponer un listado de derechos “cuya protección se considera más
necesaria dentro de un Estado de Derecho”, incluyendo derechos civiles, políticos y
sociales.

Aquí se pueden hacer una serie de matizaciones para entender que este debate tiene
algo de irreal o, si se quiere, de nominal, porque en el fondo ambos autores no dejarían
de estar de acuerdo en la existencia de diversos modelos de Estado de Derecho: unos
más restringidos y otros más extensos. En relación con esto, en primer lugar, está la
cuestión del concepto de derechos que se maneje. Dejando a un lado la discusión entre
iusnaturalismo y positivismo, como antes se ha hecho referencia, ha habido en la historia
de los derechos y en la doctrina que la ha acompañado una visión, quizá de corte más
iusprivatista, que entiende que los verdaderos y auténticos derechos son los civiles y
políticos. Los argumentos que han sostenido esta visión se pueden resumir en los
siguientes: mientras que los civiles y políticos implicarían deberes de abstención, los
sociales conllevarían deberes de prestación; unido a esto parece que los primeros
tendrían un carácter más o menos gratuito o menos costoso para el Estado que los
derechos sociales que serían mucho más caros para las arcas públicas que se verían
obligadas a hacer importantes desembolsos para mantener, por ejemplo, una red
educativa o sanitaria pública; también se ha señalado que mientras los derechos civiles
y políticos adoptan la forma de reglas, los sociales adoptarían la forma de principios, de
mandatos de optimización de realización progresiva; mientras los primeros serían
derechos individuales, los segundos sin ser derechos colectivos sí serían derechos de
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grupos, derechos del trabajador, de una determinada clase social, etc; por último, a la
hora de garantizar los derechos, en el caso de los sociales el poder judicial tendría un
excesivo protagonismo precisamente porque al ser su formulación muy ambigua y en
ocasiones en forma de principios, su alcance tendría que ser concretado por los jueces
y tribunales. Todos estos argumentos son discutibles de una forma u otra, pero todos
comparten la idea de que existe una jerarquía en los derechos de tal forma que los
auténticos o verdaderos derechos serían los derechos civiles y políticos, mientras que
los sociales serían derechos de segunda categoría.

Esta visión jerarquizada de los derechos está hoy más o menos superada. Naciones
Unidas reconoce que los derechos son un todo indivisible sin jerarquías ya que todos
persiguen la realización de la dignidad de todas las personas como valor transversal.
Además muchos de los argumentos antes citados no son ciertos; también los derechos
civiles y políticos suponen un coste para el Estado que se puede ver fácilmente en los
costes que suponen mantener las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, los
tribunales, las prisiones, etc. Por ello, no solo implican deberes negativos, sino también
deberes de hacer a los poderes públicos. Algo parecido ocurre con los derechos
políticos, la organización, por ejemplo, de unas elecciones democráticas tienen un coste
elevado e imponen deberes positivos no solo al Estado sino también a los particulares
cuando les toca ser miembros de mesas electorales o cuando el voto es obligatorio
como ocurre en algunos países. Tampoco la distinción entre reglas y principios es muy
ajustada aquí: libertades como la de expresión funcionan como principios a realizar para
los poderes públicos. Y algunos derechos pueden funcionar como reglas en
determinados contextos, por ejemplo, el derecho a la atención sanitaria si no se ofrece
en ciertas circunstancias funciona como un mandato de resultado y no como un mandato
de optimización. A esto habría que añadir que el proceso de reconocimiento de derechos
no es un proceso cerrado, sino un proceso abierto. De hecho, la lucha por los derechos
desde la Ilustración ha ido suponiendo la incorporación de derechos que en un primer
momento no se reconocieron a determinados grupos de personas: las mujeres, las
personas de determinadas razas o etnias, los niños y niñas, las personas con
discapacidad, etc. Y esto siempre es así porque ahora, por ejemplo, se discute ampliar
la esfera de los derechos a los animales en tanto que seres vivos que poseen la
capacidad de sentir dolor, sufrir y tienen voluntad.

Si esto es así, el Estado de Derecho es también un proceso, un proceso abierto. Una


realidad institucional que no es fija ni determinada, sino que es susceptible de
perfeccionamientos. Y estos van a venir de la mano de lo que se vaya ampliando en
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cada contexto el catálogo de derechos que se reconozcan. El propio Elías Díaz lo


reconocía: el cuadro de derechos “no es un cuadro cerrado y completo de todos esos
derechos de la persona humana, de todas las instancias éticas exigibles en la situación
histórica actual; (se limita) a la enunciación en esquema de aquellos cuya protección se
considera más necesaria dentro de un Estado de Derecho”.

En definitiva pueden existir distintos Estados de Derecho y se puede decir desde la


perspectiva de los derechos que algunos son más perfectos o más desarrollados que
otros. El Estado liberal y democrático de Derecho es también un caso de Estado de
Derecho, como lo es el Estado social. Y probablemente este último es más perfecto
porque supone un reconocimiento mayor de derechos y, por tanto, atender no solo al
principio de libertad sino también al principio de igualdad que es un elemento central
cuando se construye una teoría de la justicia. Atender a la satisfacción de las
necesidades básicas sin las cuales no es posible que haya un respeto total a la dignidad
de la persona. O dicho de otra manera, entender que los derechos parten de la
vulnerabilidad del ser humano, una vulnerabilidad que exige dar respuestas por parte
del Estado, respuestas que se dan con la garantía y eficacia de los derechos. Francisco
Javier Ansuátegui llega a la conclusión de que la polémica entre los conceptos
restringidos y amplios de Estado de Derecho no deja de ser una cuestión de
aproximaciones en diversos ángulos o perspectivas: “creo que la definición que propone
Eusebio Fernández es léxica. Recoge lo que ha sido tradicionalmente la concepción
clásica del Estado de Derecho, entendido como estructura jurídico-política caracterizada
básicamente por el sometimiento al Derecho, siendo un modelo en el que dicho rasgo
prevalecería sobre el otro componente básico, el referido a la garantía de los derechos,
que en este caso se reduce a la concepción liberal de los mismos. Por el contrario, la
definición de Elías Díaz podría ser caracterizada como explicativa, en la que, si bien
coincide con la anterior en la aceptación de elementos comunes, introduce dimensiones
prospectivas (las referidas a los derechos sociales) cuya materialización -meta a
alcanzar- implicaría la cristalización de un modelo más perfecto, y por tanto en su
opinión preferible, de Estado de Derecho”.

Es cierto que hoy en día debemos aspirar a Estado de Derecho que no se limiten a
recoger los derechos de libertad y derechos políticos porque la interconexión de todos
los derechos hace imposible la realización y disfrute de los primeros sin el
reconocimiento y garantía de los derechos sociales. Pero una cosa es que haya modelos
más desarrollados de Estado de Derecho y otra distinta es negar que los Estados
liberales y democráticos no constituyan Estados de Derecho. En conclusión, el mínimo
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que podemos hablar para estar ante un Estado de Derecho son los elementos
enumerados, imperio de la ley, separación de poderes y reconocimiento de derechos,
por lo menos de los derechos civiles y políticos. Éste sería el mínimo común
denominador de todos los Estados de Derecho. A partir de ahí el reconocimiento de
otros derechos como los sociales no haría sino mejorar el Estado y avanzar hacia
modelos de Estado de Derecho mejores y más desarrollados.

4. PROBLEMAS Y DESAFÍOS ACTUALES DEL


ESTADO DE DERECHO.
En este apartado enumeraremos brevemente algunos desafíos que hoy presenta el
Estado de Derecho. Estas cuestiones requerirían horas de discusión y además no se
enumeran todos los problemas y desafíos que existen, pero ponen las bases para
discutir determinados aspectos a los que nos enfrentamos en el siglo XXI, un siglo que,
con las dos décadas que llevamos de él, parece lleno de incertidumbres e inseguridades
a las que es preciso hacer frente no solo desde la política sino también desde el
Derecho.

4.1. ¿Es posible un Estado de Derecho global?


Llevamos décadas escuchando hablar de la globalización. La globalización es otro
concepto controvertido porque no todos los que se refieren a ella lo hacen con el mismo
significado. Ulfrid Beck hace años diferenció entre la globalización, que sería
simplemente la descripción de lo que viene ocurriendo en la economía desde los años
90, y el globalismo que sería la ideología que en gran parte inspira esa realidad y que
está unida a concepciones neoliberales tanto del Estado como de la economía. Sin
duda, desde los años 90 las empresas empezaron a actuar a nivel global en muchas
ocasiones no solo realizando exportaciones, que esto ocurría desde hace centenares
de años, sino deslocalizando los centros de producción para llevárselos a zonas o
países donde los costes de producción eran mucho más bajos, bien porque las materias
primas salían más baratas, bien y principalmente, porque el coste de la mano de obra
era mucho más reducido.
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Esto trajo también a los países donde el Estado de Derecho era un Estado no
restringido, sino más amplio, el recorte de muchos de los derechos sociales que se
conocieron en particular en Europa en las tres décadas posteriores a la II Guerra
Mundial, que fueron décadas de crecimiento económico sostenido. Quizá el golpe final
de este proceso fue la crisis financiera de 2008 en donde aunque se prometió que
supondría una refundación del capitalismo, lo que sirvió fue para traer la precariedad a
aquellos países donde todavía no existía dando lugar a la aparición de fenómenos como
la pobreza laboral, el precariado y el recorte de derechos sociales.

Una de las cosas que la globalización ha puesto sobre la mesa es la insuficiencia e


incapacidad del Estado para regular la economía. Esto es, el ideal del Estado de
Derecho centrado en que en los tradicionales Estados nación el imperio de la ley era la
de la ley democrática, y que esa ley era capaz de determinar las condiciones
económicas y la política económica de ese Estado, hoy se ve cuestionada por la realidad
de una economía que opera a un nivel, el global, mientras que el Derecho sigue
operando a un nivel que es el estatal. Digamos que se da un contraste entre la realidad
de la economía con el incremento de las desigualdades desde los años 90 y la narrativa
del Derecho que sigue apostando por la igualdad de todas las personas y la igualdad de
todos en derechos. Parecería necesario para adaptarse a la realidad del siglo XXI la
construcción de un Estado de Derecho global. ¿Pero sería posible?

Todavía no tenemos estructuras supraestatales que puedan considerarse un especie


de supraestado de Derecho. La Unión Europea, que quizá es la estructura más
desarrollada jurídicamente, sigue siendo una convención internacional de Estados
donde lo que prima a la hora de tomar decisiones no es tanto el interés general de la
ciudadanía europea, como el interés de cada uno de los Estados. Si eso se vio con la
crisis financiera de 2008, también se ha vuelto a manifestar con la pandemia del SARS-
Cov2, donde ha habido muchas tensiones acerca de cómo ayudar a los países que más
se han visto afectados en términos económicos y sanitarios por este nuevo virus y esta
nueva enfermedad. Si uno de los requisitos para hablar de Estado de Derecho es el
imperio de la ley democrática, la Unión Europea sigue presentando muchos déficits
democráticos porque las competencias del Parlamento Europeo son limitadas y no tiene
una función claramente legislativa. No hay en el seno de la Unión algo análogo a lo que
existe en los países miembros, aunque es cierto que se opere en un marco de legalidad,
en ocasiones esa legalidad no es directamente democrática y muchas veces resulta
confusa; tampoco la Comisión que sería el equivalente al poder ejecutivo opera con
autonomía de los ejecutivos de los distintos países y además es el principal legislador
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en el marco de la Unión. Por último, el Tribunal de Justicia de la UE tiene competencias


limitadas y la Corte Europea de Derechos Humanos no es una institución exactamente
ligada a la Unión Europea. Desgraciadamente la UE sigue siendo más un conglomerado
de Estados que tienen intereses económicos comunes (aunque no siempre) y puede
haber competencia entre los propios Estados, como es el caso de Luxemburgo que
funciona en la práctica como un paraíso fiscal dentro de la propia Unión. Si a esto
añadimos las tensiones existentes en algunos países del este, como Hungría o Polonia,
con regímenes que no respetan los derechos humanos, podemos dudar de que se
pueda hablar de un Estado de Derecho a nivel europeo.

Pero aunque ese Estado de Derecho europeo existiera, sería necesario algo más. Si los
derechos humanos y la democracia son una aspiración global, si el modelo del Estado
de Derecho es el modelo jurídico-político que hemos construido que más éxito parece
que tiene, precisaríamos de un Estado de Derecho global que pusiera al mismo nivel el
Derecho que la economía y que permitiera un control de la economía desde esa
organización supraestatal. Esto no existe y caben dudas muy razonables de que
realmente exista algún día. Las organizaciones internacionales hoy día existentes, como
la ONU, la OMC o la OMS parecen que responden a la influencia que algunos países
tienen en ellas. Si aspiramos a un mundo donde los derechos humanos sean realmente
universales y estén globalmente reconocidos y garantizados necesitaríamos de la
superación del marco del Estado nación y la creación de un supraestado global que
cumpliera con los requisitos del Estado de Derecho, al menos en su concepción
restringida. Pero eso es algo que todavía queda muy lejos de la realidad de nuestros
días.

4.2. ¿Está el imperio de la ley en crisis?


¿Legalidad contra Estado de Derecho?
Como se ha indicado anteriormente, el imperio de la ley en un Estado de Derecho es el
imperio de la ley democrática. Pero la democracia no solo debe interpretarse como la
simple regla de la mayoría, sino que la democracia implica el reconocimiento de
derechos y, además, conlleva el respeto de las minorías o de los colectivos más
vulnerables.
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Sin embargo, lo que observamos en muchos países y sobre todo en aquellos más
empobrecidos es que el imperio de la ley se encuentra también en crisis por diversos
motivos y razones.

En primer lugar, porque en ocasiones aunque sean Estados formalmente democráticos


no hay una real participación de la ciudadanía en los comicios. En todos los países, pero
quizá en los más empobrecidos es sabido que la gente con menor número de recursos
es la que participa menos políticamente. Aunque formalmente se reconozcan los
derechos de participación política, precisamente la ausencia de una estructura estatal
que garantice y haga efectivos los derechos sociales (un Estado de Derecho amplio o
robusto) expulsa en la práctica de la participación política a amplias capas de la
población que son precisamente las que más necesidades presentan. Eso hace que las
leyes que se aprueban aunque sean formalmente democráticas se hagan para el
beneficio de una minoría que es la que tiene el control de la economía y de los medios
de producción y financieros. Hablar de imperio de la ley solo tiene sentido si la ley es
verdaderamente democrática, porque si no ya no estamos en un Estado de Derecho
sino en un Estado que a través del Derecho sirve para regular los intereses no de la
mayoría sino de la minoría que detenta el poder.

Esto provoca que en algunos países la ley vaya dirigida contra las capas de la población
que más necesidades tienen, que más empobrecidas están y que por tanto no participan
del poder por mucho que el texto de la norma diga otra cosa, bien a través del recorte
directo de derechos o, lo que es mucho más sibilino, el otorgamiento de privilegios o
poderes a los grupos sociales, políticos y económicos que controlan la situación.
O´Donell lo explica así en relación a algunos países de América Latina: “En América
Latina hay una larga tradición de ignorar la ley o, al reconocerla, de torcerla a favor del
poderoso y para la represión y contención del débil […] primero, la obediencia voluntaria
a la ley es algo que solo practican los idiotas y, segundo, que estar sometido a la ley no
significa ser portador de derechos exigibles sino más bien una clara señal de debilidad
social”.

En segundo lugar, la ausencia de una verdadera separación de poderes puede contribuir


también a un debilitamiento del Estado de Derecho. Si una ley no democrática se utiliza
para hundir o limitar los derechos de determinados grupos que son los más vulnerables,
el imperio de la ley se está volviendo contra las bases y fundamento del Estado de
Derecho. Pero si además, no existe una adecuada separación de poderes, donde el
poder judicial en vez de ser un poder contramayoritario funciona como un instrumento
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más del poder que dicta las normas, el ideal del Estado de Derecho queda arruinado.
Por ello, es importante la independencia del poder judicial, aunque esto abra otro debate
no fácil de resolver: ¿cómo deben elegirse los miembros del poder judicial? ¿Por vías
democráticas? ¿Por cuestiones de mérito o capacidad? Conocemos ambos modos en
diversos países y no todos parecen satisfacer el criterio de la independencia judicial.
Elegir democráticamente a los jueces, ya que son el tercer poder, resulta coherente con
la idea de la democracia, pero puede servir para que el poder judicial simplemente
refuerce lo que ya ha dicho el legislador o el ejecutivo no sirviendo como ese contrapoder
necesario para el funcionamiento de la democracia y del Estado de Derecho. La elección
por cuestión de mérito o capacidad puede presentar un sesgo de clase, ya que solo
aquellos que provengan de determinados extractos sociales o tengan una cultura de
base lograrían esos puestos. Evidentemente eso no significa que necesariamente tenga
que ser así. De nuevo, todo va a depender de la forma que se tenga de garantizar un
derecho social básico que establece una igualdad predistributiva y a priori, que es el
derecho a la educación, el único que puede igualar hasta cierto punto las oportunidades
de todos.

En tercer lugar, el fenómeno de la corrupción que está presente en muchos Estados de


Derecho también ataca los fundamentos de este. La corrupción en mayor o menor
medida está presente en muchas democracias y genera una crisis de confianza en la
ciudadanía en su gobierno y en el propio ordenamiento jurídico. Cuando se observan
casos de corrupción que en ocasiones la justicia tarda demasiado en perseguir y que,
aun haciéndolo, no se traducen en una responsabilidad del representante político o del
miembro del gabinete de turno, tanto jurídica como política, genera una desafección en
la ciudadanía que deja de creer en ese ideal que es el Estado de Derecho.

5. CONCLUSIÓN
Un concepto tan repetido en la doctrina jurídica como es el de Estado de Derecho,
cuando se examina en profundidad, no deja de presentar problemas o discusiones
filosófico jurídicas de las que en este tema se ha hecho un breve repaso. Sin duda,
podemos concluir que la mejor forma de Estado es la de un Estado de Derecho porque
solo en ellos la seguridad jurídica, el control del poder y el imperio de la ley, esto es el
gobierno mediante la ley y bajo las leyes están asegurados. Otra cosa es que como todo
concepto jurídico presente problemas y requiera análisis. La no existencia de un único
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modelo de Estado de Derecho también hace a aquel modelo más restringido susceptible
de la presencia de mayores desigualdades. Ciertamente, si partimos de la visión
contemporánea de los derechos humanos que los ve como un todo no fragmentable ni
divisible, el único modelo de Estado de Derecho que cabría es el modelo amplio que
incluye entre los derechos a los derechos sociales, económicos y culturales y también
a todos los otros derechos que se han venido reconociendo en el proceso de
especificación de los derechos y que incluso podría llegar a alcanzar a los derechos de
los animales. Pero, en paralelo, vemos que la capacidad de los Estados es cada vez
más limitada en el contexto de la globalización y deberíamos aspirar (aunque suene hoy
a utopía) a un Estado de Derecho global que garantizase los derechos y la democracia
en todo el mundo.

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