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El Estado absolutista

Perry Anderson
La frase “El Estado soy yo”, atribuida al monarca francés Luis XIV (el Rey
Sol), se ha utilizado como paradigma del absolutismo, un régimen político
instalado en Europa durante varios siglos e íntimamente asociado al Antiguo
Régimen. El monarca galo, con su esplendorosa Corte en Versalles, la
meticulosa proyección de su imagen y la forma de gestionar su reino, se ha
convertido en el modelo de gobernador absoluto. Ahora bien, como suele
ocurrir con los conceptos histórico-políticos, la definición del Estado
absolutista no siempre es fácil, pues no en todas las naciones ha presentado
unos rasgos homogéneos y una continuidad histórica similar. No son
equiparables, por ejemplo, la monarquía absoluta inglesa, que concluye con
la Revolución de 1648, y la francesa, derribada en 1789; y ambas difieren, a
su vez, de la rusa, que logró pervivir hasta principios del siglo XX. Cada una
presenta unas características peculiares, si bien poseen una raíz común.

Entre los numerosos estudios sobre este fenómeno histórico, nos ocupamos
hoy de la obra del prestigioso historiador británico Perry Anderson, El
Estado absolutista*, publicada en 1979 y que, ya al poco de ver la luz, fue
considerada un clásico de la historiografía. La editorial Siglo XXI la reedita
ahora, traducida por Santos Juliá. Anderson es, quizás, el historiador
marxista más reputado de Reino Unido y su trabajo refleja sus postulados
ideológicos. Así lo afirma el propio autor en el prólogo: “ Este libro, concebido
como un estudio marxista del absolutismo, se sitúa deliberadamente entre
dos planos diferentes del discurso marxista que, con frecuencia,
permanecen a considerable distancia uno del otro”.
Fiel a estos principios, la investigación del historiador británico se centra en
el análisis de las estructuras políticas del Estado absolutista y de las
transformaciones producidas en las clases sociales de aquel período. La
historia política, por tanto, ocupa un lugar marginal y apenas es tratada.
Como el propio Perry Anderson se afana en señalar, sus tesis difieren de los
tradicionales postulados de la historiografía marxista. Por un lado, confiere
al absolutismo mucha más antigüedad de la que se le ha venido atribuyendo,
pues sitúa su origen en el Renacimiento; por otro, otorga el mismo trato a los
reinos de la Europa oriental que a los de la occidental, intentando ver más
allá de sus diferencias y tratando de encontrar pautas comunes y tipologías
regionales. Además, se distancia de los cánones tradicionales al adoptar un
esquema cronológico heterogéneo, en función del país que esté examinando
(“La historia del absolutismo tiene muchos y yuxtapuestos comienzos, y
finales escalonados y dispares”) y, frente a quienes abogan por un “historia
desde abajo”, Anderson defiende una “historia desde arriba” que analice la
“intrincada maquinaria de la dominación de clase”.
Para el historiador británico, el absolutismo fue “ un aparato reorganizado y
potenciado de la dominación feudal”. Gran parte de su obra está dedicada a
corroborar y sostener esa afirmación. Anderson niega al absolutismo, al
contrario de lo que otros han defendido, cualquier papel de arbitraje entre la
burguesía y la aristocracia. Lo convierte en un instrumento en manos de la
aristocracia (“fue el nuevo caparazón político de una nobleza amenazada ”)
cuyo objetivo era mantener al campesinado en su posición tradicional, ajeno
a los avances que se estaban produciendo. La llegada de un poder
centralizado, por tanto, no restó autoridad a los nobles, antes les permitió
consolidar las “unidades de propiedad feudal”. ¿En qué momento se produjo
esta transformación política? En torno al siglo XV, cuando surge un
simultáneo renacer del poder y de la unidad política, auspiciados,
principalmente, por el redescubrimiento de la Antigüedad y del Derecho
Romano. Como se explica en la obra, “e l principal efecto de la modernización
jurídica fue, pues, el reforzamiento del dominio de la clase feudad
tradicional”.
Perry Anderson se afana en revisar distintas instituciones para sustentar sus
premisas. Analiza, por ejemplo, los ejércitos absolutistas y concluye que
eran máquinas construidas para el campo de batalla, en manos de los
señores y con una finalidad diametralmente opuesta a la de los ejércitos
capitalistas. También se ocupa de la tributación, para afirmar que se
mantuvieron las pautas de coerción político-legal y explotación económica
de la producción feudal. Conclusiones similares alcanza tras estudiar el
mercantilismo propio del Estado absolutista, la diplomacia, la burocracia o el
comercio; incluso la desaparición de la servidumbre en gran parte de Europa
no implicó una mejora en las condiciones del campesinado (“ el auge de la
propiedad privada desde abajo, se vio equilibrado por el aumento de la
autoridad pública desde arriba”).
El historiador británico lucha contra las ideas preconcebidas de pérdida de
poder de la nobleza y de aparición de un sistema político que sustrajera el
control de la sociedad a la aristocracia. Así de contundente se muestra: “ Era
un Estado [el absolutista] basado en la supremacía social de la
aristocracia y limitado por los imperativos de la propiedad de la tierra. La
nobleza podía depositar el poder en la monarquía y permitir el
enriquecimiento de la burguesía, pero las masas estaban todavía a su
merced. En el Estado absolutista nunca tuvo lugar un desplazamiento
‘político’ de la clase noble”. En otras palabras, la dominación propia del
Estado absolutista fue la ejercida por la nobleza feudal en un momento de
transición al capitalismo, cuyo fin vendría ocasionado por la eclosión de las
revoluciones burguesas y el nacimiento del Estado capitalista.
Tras exponer sus bases teóricas, Anderson se adentra en la casuística de
cada reino. De este modo, explora el surgimiento del Estado absolutista en
España y sus efectos en el resto del continente (“ El alcance y el impacto del
absolutismo español entre las monarquías occidentales de esta época fue,
en sentido estricto, ‘desmesurado’”); en Francia, donde el absolutismo tardó
en llegar pero, una vez implantado, alcanzó su máximo desarrollo; en
Inglaterra, donde apenas sobrevivió unas décadas; en Italia (aunque en este
caso trata de dar respuesta a la pregunta de por qué no se dio un
absolutismo nacional en aquella península) y en Suecia, donde el tránsito del
Estado feudal medieval al moderno fue casi instantáneo. El historiador
marxista analiza, siguiendo un orden cronológico distinto para cada
territorio, la transición desde el Medievo a la consolidación del absolutismo y
su posterior ocaso.
Perry Anderson intenta lograr que equiparemos los reinos orientales
europeos (generalmente denostados por la historiografía) con los
occidentales. A este propósito dedica la segunda parte del libro, en la que
explora las características generales del “absolutismo oriental”, que define
como “una maquina represiva de una clase feudal que acababa de liquidar
las tradicionales libertades comunales de los pobres. Fue un instrumento
para la consolidación de la servidumbre […] La reacción feudal en el Este
significaba que era preciso implantar desde arriba, y por la fuerza, un mundo
nuevo”. Estudia igualmente su relación con las potencias occidentales (“ El
absolutismo oriental estuvo determinado, fundamentalmente, por tanto, por
las condiciones impuestas por el sistema político internacional en cuyo seno
estaban integradas objetivamente las noblezas de toda la región ”) así como
la importancia del campo y de la mano de obra campesina. Se detiene, en fin,
en el papel fundamental que jugó la guerra en la llegada del absolutismo y en
la evolución de las relaciones entre la clase feudal y el Estado. Al igual que
sucede en la primera parte, también en la segunda se pasa revista a reinos
concretos, como Prusia, Polonia, Austria, Rusia y el Imperio Otomano.
La obra concluye con un apéndice en el que Perry Anderson examina la
aparición del absolutismo en Japón y en el continente asiático, intentando
arrojar algo de luz sobre los sistemas productivos de aquella región y a sus
peculiares transformaciones políticas.

Es probable que algunos lectores hayan dejado de leer la reseña en el


segundo párrafo, cuando hemos comentado que se trata un trabajo
eminentemente marxista. Incurrirían, si lo hacen, en un error. La obra de
Perry Anderson deja clara su ideología y metodología desde las primeras
páginas, pero no por ello está destinada exclusivamente a quienes
compartan sus planteamientos. Se trata de un trabajo científico como
cualquier otro (incluso de mayor calidad que la habitual, dada la brillantez
del autor) en el que, desde una óptica diferente, se exploran las raíces del
absolutismo. Podremos compartir o no las premisas y las conclusiones que
se vierten en el libro, pero nadie negará el esfuerzo empleado por el
historiador británico por construir un sólido armazón teórico sobre el que
exponer sus tesis. Siempre viene bien otear nuevos horizontes, práctica
aconsejable que nos sirve como ejercicio crítico y nos ofrece nuevas
herramientas metodológicas con las que observar la realidad.

Perry Anderson (1938), ensayista e historiador, es profesor emérito de


Historia en la Universidad de California (UCLA). Editor y piedra angular
durante muchos años de la revista New Left Review, es autor de un volumen
ingente de estudios y trabajos de referencia internacional. Entre sus obras
más significativas figuran Consideraciones sobre el marxismo
occidental, Los fines de la historia, Spectrum. De la derecha a la izquierda
en el mundo de las ideas, Transiciones de la Antigüedad al
feudalismo, Teoría, política e historia y Tras las huellas del materialismo
histórico.

*Publicado por la editorial Siglo XXI, febrero 2016.

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