Está en la página 1de 1

Jugar es desobedecer

marzo 17, 2016 | Daniela Pelegrinelli

Algunas ideas para discutir la relación entre literatura, juego y escuela.1

A propósito del armado de unas charlas y talleres, en los últimos días he vuelto
a pensar en la relación que tiene el juego con otras disciplinas o campos, por
ejemplo el arte o la literatura. Lo primero que se me viene a la mente cuando me
interno en estos temas es un libro, que seguro conocen, La frontera indómita,
de Graciela Montes, que ha sido para mí un libro-maestro. Qué otra cosa hacer
que simplemente abrir el libro en cualquier parte, por ejemplo en el capítulo
llamado “Juegos para la lectura”, y leer. Qué más se puede agregar a lo que está
dicho allí y cómo ser capaz de decirlo de mejor modo. Y sobre todo: por qué
intentar decirlo de nuevo.

En ese libro están desplegadas muchas ideas que han inspirado mi tarea diaria
como directora del Museo del Juguete de San Isidro2 y el trabajo con mis
alumnos y alumnas que serán maestros o recreólogos. En consonancia con
ellas, concibo al juego como una práctica emparentada a ciertas expresiones
del arte, como un espacio de desabroche, de desclasamiento, un territorio que
no es de aquí ni es de allá; en definitiva, una frontera –indómita- dice Montes,
donde se vuelve posible lo que en otros sitios no es posible, donde la audacia se
resignifica y lo que se hace, todo lo que se hace, es gratuito, es no utilitario. El
juego vendría a ser esa partícula de tiempo y de espacio que nos da la chance,
como si fuésemos anarquitectos improvisados pero asertivos, de abrir boquetes
en la realidad y redefinir la perspectiva desde donde mirar de nuevo todo.
Estamos en el mundo, pero de otra forma. En ese texto está también
impecablemente expresado el problema del reduccionismo al que los
psicólogos han condenado al juego forzándolo a ser mera estrategia de
crecimiento, una suerte de instructivo de funcionamiento mental, un plan
minucioso para lograr un desarrollo predecible.

Lo segundo que me viene a la mente -instalada de lleno en el corazón del tema-


es un texto que yo misma escribí hace tiempo, cuando me pidieron una reflexión
sobre los materiales de juego en el nivel inicial. Lo que me preocupaba ya por
entonces era la enorme brecha existente entre la riqueza visual del mundo y la
estética generalmente empobrecida, estereotipada y a veces incluso absurda
de los materiales de juego, sobre todo de los llamados juguetes didácticos.
Escribía:

“1977 fue el año en que sentí la Dictadura en el cuerpo aunque sólo lo supe más
tarde, al volverme adulta. El colegio al que yo iba fue intervenido, las maestras
más queridas exoneradas, los libros más estimulantes prohibidos y la biblioteca
cerrada. El mundo se contrajo a su mínima expresión: pobreza de palabras,
pobreza de imágenes, pobreza de ilusiones. Pequeños pequeñísimos, mis
compañeros y yo asistimos indefensos a esa desaparición.

Pero mientras el mundo que veníamos teniendo nos era escamoteado, apareció
un amigo. Se trataba de un álbum de figuritas, se llamaba Vida y Color y no era
como los demás: sus figuras eran grandes, coloridas y exóticas. Ningún Manual
del Alumno Bonaerense era capaz de estimular el ojo y la imaginación como
podían hacerlo esos rectángulos mágicos y policromos, que mostraban la
explosión del átomo, las mariposas, el hombre emú, Nefertiti, la mujer italiana,
las frutas y los pájaros, el color de la luna o del lirio. Y a lo largo de aquel año
aciago esas figuritas fueron tema de conversación, agigantaron nuestras
pupilas, llenaron los bolsillos de nuestros guardapolvos y nos trajeron el mundo
de vuelta. En los recreos, en medio de la clase, sobre las baldosas del patio
exponíamos los numerosos lotes y el universo entero con su intensidad, su
maravilla y su promesa intacta se desplegaba ante nosotros.”

Esa experiencia que relato ocurría en la escuela pero no dependía de la


escuela. Ese álbum, digo, nos traía el mundo de vuelta, pero eso ocurría ya
dentro de un mundo, por cierto un mundo inmundo, un antimundo, atravesado
por los horrores inimaginables, conocidos, adivinados o sospechados de la
Dictadura, pero era también el mundo de la escuela. ¿Cómo es la relación entre
esos mundos? Las preguntas sobre el juego y el arte se encuentran entonces
con la cuestión de la relación de éstos con la vida, y con esa ambigüedad con
que el juego es definido en la sociedad y en la escuela. Juego y literatura son
vistos con frecuencia como territorios que están fuera de la vida corriente, son
como otro país, donde es posible subvertir el orden, cambiar las reglas. Y
evidentemente hay algo de eso en el juego, pero que es alimentado a la vez por
el mundo mismo. No jugamos por fuera de la vida sino que en el juego parecen
surgir nuevas combinatorias de los elementos conocidos, es un espacio de
exploración, y para expandir las fronteras de esa exploración nos damos
permisos que en nuestro rol en la vida corriente no tenemos.

Entonces…¿cómo se construye ese borde entre ese “otro mundo” y la vida. Qué
tan otro mundo es el juego, qué tan definida es la frontera, qué tan indómita,
qué tan permeable, franqueable o soluble. ¿Esa frontera permite que los
elementos de juego y mundo circulen en ambas direcciones?

Me pregunto si la escuela, que fue creada con una matriz de disciplinamiento


que no ha sido posible desmantelar del todo (aunque quizás sí atemperar)
puede o quiere o sabe construir espacios de desobediencia en su interior, de
subversión del orden del mundo. Porque jugar es desobedecer, es desobedecer
lo primordial: el modo en que está armado el mundo. Si no se desobedece no se
puede propiamente jugar. La desobediencia puede tomar la forma de la
estrategia, la astucia, el uso del resquicio para ganar un juego, incluso de la
trampa. La desobediencia es lo que da libertad, lo que permite usar un palo
como si fuese un caballo o escribir una novela que se llama Ulysses. La
desobediencia es la necesaria irreverencia, iconoclasia, que hace falta para
cambiar el mundo. Porque cómo transformar el mundo sin desobedecer. Jugar
es desobedecer en tanto es –o logra ser- el espacio donde vislumbrar que el
mundo puede ser de otro modo, o que el jugador puede ser de otro modo en
ese mundo.

Pero siempre hay un diálogo entre juego y realidad externa al juego. A veces es
un diálogo de iguales, pero otras es un diálogo entre diferentes, incluso entre
opuestos. Cuanto más opuestos más interesante el juego, porque quiere decir
que la combinatoria de los elementos del juego es más libre. Una cosa es que
una nena juegue con una cocinita rosa a cocinar y alimentar a sus hijos y otra
que esa misma niña juegue a ser superhéroe o a ser varón o simplemente elija
andar en bicicleta por el barrio y no se ajuste a las expectativas de jugar con
muñecas.

Lo tercero que se me viene a la mente es lo que quizás explica mi interés radical


por la desobediencia, mi corazón punk. Recordé aquellos extraordinarios días en
que la palabra “viento” dejó de ser la consuetudinaria e insulsa palabra viento
para ser otra cosa, para convertirse en algo así como la puerta que lleva al otro
lado del espejo. En quinto grado, en esa misma escuela que luego sería
arrasada por el silencio que se decía salud, una maestra nos hacía practicar la
lectura y la escritura con un libro mágico: Las casas del viento 3. En ese libro, o a
partir de ese libro, descubrí que en el universo del lenguaje todo era factible. Se
podían inventar palabras, se podía lograr que el viento hiciera cosas que jamás
ha hecho ni hará, alterar el lenguaje hasta desguazarlo, estirar la gramática
como si fuese chicle, se podían decir cosas como “las velas que se beben la
clareza” o “viento amigo mío, dime tu domicilio en la tierra de aguas grandes y
horizontes rojos”, se podía escribir la historia del colibritío y la torcacitía. Eso,
para mí, era claramente jugar. Jugar con ese material primordial que son las
palabras. Jugar no sin humor un juego impío. Era desobedecer, porque las
actividades de ese libro estaban muy, muy, lejos de proponernos la consabida
“composición tema: la vaca”. Y esa desobediencia cabía en la escuela.

¿Cuánta desobediencia cabe en la escuela? ¿qué posibilidad hay de poner el


mundo patas para arriba? Cómo hacer eso dentro de una institución creada
para moldear y transmitir una herencia, valores, creencias, ideología.

¿Es que la escuela sólo soporta el juego domesticado de la psicología, el juego


para ser más inteligente, para crecer como se debe, para moverse
correctamente en concordancia con la edad, para aprender, para enseñar, para
tranquilizar, pero sobre todo ese juego donde no cabe el acto de desobedecer?
¿Es posible dar o recibir permiso para desobedecer sin anular el acto mismo y
sus efectos?

¿Acaso estas preguntas no son también válidas para pensar la relación entre
escuela y literatura?

Notas

[1] Este artículo es una reescritura de una charla que di en Filbita 2015.

[2] Fui directora del MJSI desde su apertura hasta diciembre de 2015. Antes fui
curadora y junto con las autoridades del área de cultura, co-creadora e ideóloga
del mismo.

[3] Esa maestra se llama María Rosa Lobartini, vive en Pringles, el pueblo donde
nací y fui a la escuela. El libro es de Ernesto Camilli, quien estuvo prohibido
durante la Dictadura por otro de sus libros: “El sol albañil”.

Anuncios

También podría gustarte