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# Estamos aquí

Estamos aquí. Sé que somos gente. O por lo menos, sé que fuimos gente (nosotros; no sé qué es la
niña).

También sé, y lo he discutido con los demás, que tenemos (o tuvimos) relaciones en común. No
puede haber otra explicación para que nos hayan puesto juntos en esta habitación de una única
ventana y ninguna puerta.

Sus paredes son blancas, frías, y no hay muebles. Tampoco los necesitamos. No dormimos. No
sentimos necesidad de tumbarnos o sentarnos, así como tampoco sentimos necesidad de comer,
beber, correr o gritar. Permanecemos de pie rotando turnos silenciosos para ver por la ventana.
Detrás de sus cristales opacos, pequeños rombos de dos palmos engastados en metal, cae la
lluvia. Semejan diamantes lacrimosos, detrás de los cuales una niebla pertinaz envuelve el paisaje
difuso.

Gastamos las horas construyendo esbozos imaginarios a partir de las formas que entrevemos.
Llegamos a la conclusión de que en algún punto lejano hay un lago. El brillo sobre el agua se ha
dejado ver en ocasiones.

La habitación o el universo, pensamos.

Entre nosotros la llamamos de distintas formas: cárcel, jaula, nave, purgatorio, sala de expiación…
Por contraposición, lo que logramos ver por la ventana es el mundo, el afuera… y sé que en
nuestro interior pensamos que el afuera es la vida, pero nunca hemos visto a ningún pájaro surcar
ese cielo. Ningún grillo rompe el suave y monótono repiqueteo de la lluvia.

El estatismo de los días no me produce angustia, pero he llegado a notar su lobreguez cuando la
niña me observa. Es pequeña, apenas llega a la ventana, pero igual hace su callado turno. Su
mirada, sin embargo, es vieja. Sus pupilas están tocadas por un halo opaco. No creo que otros lo
hayan percibido, supongo que mi mirada es más aguda y mi mente es algo más curiosa. Tengo
fantasías. Dudo mucho que los demás las tengan. Son fantasías de recuerdos, armadas con vagas
sombras que reconstruyo a partir de ecos y de las presencias desvaídas que me rodean.

Y, como dije, la niña me observa con sus ojos viejos. No parpadea. Ninguno de nosotros lo hace,
ero en ella lo noto… y leves estremecimientos han comenzado a sacudirme.
Un día (en realidad no hay días aquí) sentí un leve pulso en mi pecho y quebré un cristal con el
puño envuelto en mi camisa. Saqué la cabeza por el hueco, mientras restos de cristales rasgaban
mi piel entumecida hasta la insensibilidad. Me quedé ciego. Con terror retraje mi cabeza, haciendo
fuerza con las manos, pero una especie de vacío amenazaba con arrancármela del cuello. De algún
modo logré liberarme. Llevado por el impulso, reboté en la pared opuesta. Mis ojos desorbitados
recuperaron la visión. Mis compañeros parecían más desconcertados que alarmados.

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Nadie hace preguntas.

Nadie intenta asomarse por el hueco del cristal quebrado.

La niña sigue observándome.

Yo sé que es vano esperar siquiera un atisbo de curiosidad de los otros. Sabemos que esta es una
realidad extraña, aunque no sepamos en qué se diferencia de un antes (sabemos que hubo un
antes) que es para cada uno de nosotros vago, informe. Cercado por unos límites que nadie puede
señalar con certeza.

He perdido, además, mi conexión con los otros. Ellos evitan mirarme y se apartan ligeramente,
lentos, como si temieran alguna especie de contagio. Nadie lo expresa, pero me excluyen de las
esporádicas conversaciones sobre la configuración del universo más allá de la ventana.
Digo que he visto oscuridad. Mis palabras son ignoradas y sus lenguas pastosas vuelven a discurrir
sobre la posibilidad de un lago, más allá, plagado de brillos entrevistos. Puede ser que
desconozcan el concepto de oscuridad, así como yo desconocía el concepto de miedo antes de la
experiencia de afuera. Antes del miedo y los temblores. Antes de sus ojos.

La niña me observa. Intuyo algo nuevo. Algo que no puedo precisar. ¿Burla tal vez?

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Lo siguiente es mi mano que arrastra del cabello su pequeña cabeza con ojos de vieja. Lo siguiente
es mi mano que destroza el cristal con su pequeña cabeza con ojos de vieja.

Consigo embutir su cuerpo pequeñito por el agujero que desgarra mis brazos y su carne.

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El universo es una llanura ciega plagada de murmullos. Las voces de los otros discurren con teorías
lentas y estrafalarias. Hablan de una ventana, de un cristal lacrimoso detrás del cual cae la lluvia y
una niebla pertinaz deja aparecer en ocasiones el brillo de un lago.

El universo es el tacto frío de duras losas, paredes, ausencia… Murmullos que se alejan y vuelven,
como el viento, antes (sé que hay un antes). Las voces de los otros discurren con teorías
parsimoniosas y grotescas. Hablan de una niña de ojos viejos que se asoma por la ventana y se
burla de nosotros.

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