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Mar de

historias
El demasiado silencio

Cristina Pacheco

E
n todos estos años he querido olvidarlo. Imposible. En cada
parte de mi cuerpo hay enraizado un minuto de aquella
tarde, un instante que, por mínimo que sea, abarca mi vida
entera. A veces pienso que vivo para recordarlo todo, hasta
esos pequeñísimos detalles que en otras circunstancias no habría
tomado en cuenta, en especial la cinta, a medias desprendida de la
zapatilla, rizada como una serpentina.

No sé precisarlo, pero creo que pendo de esa cinta, que la tengo


anudada en mi cuello y que bastaría un jalón, si se quiere un leve
jaloncito, para terminar. En tal caso, ¿quién recordará lo que había
detrás del demasiado silencio?

Somos tan frágiles y sin embargo resistimos a experiencias que


nunca imaginamos iban a suceder en nuestras vidas, que estaban
reservadas para otros de los que no sabemos nada y hacia quienes
no sentimos curiosidad, ni simpatía, ni piedad ni nada: la nada que
se hunde y se mezcla en el vacío en donde, tal vez, siga meciéndose
una cinta sedosa, brillante, ondulada, inocente.

¿Queda lugar en el mundo para la inocencia en donde un niño se


quita la vida? No. Sólo restan la amargura, el dolor, un desierto
donde está escrita una gran pregunta que se borra al mínimo soplo
de viento –una tregua– pero después regresa y exige una
contestación. ¿Puede haber una respuesta aceptable en donde no
queda ni sombra de inocencia?

II

Fue tal mi sorpresa, mi resistencia a aceptar lo que claramente


había sucedido, que enloquecí. En un instante dejé de ser la que era
para convertirme en alguien lejos de toda realidad. Pensé que lo que
veía era una aparición, un ángel que bajaba del cielo. Llorando, le di
gracias a Dios de que al fin, después de años terriblemente ingratos,
hubiera puesto su mirada misericordiosa en nosotras.

Me quedé mirando lo que quise ver como un emisario del cielo y


era Rocío con su vestidito de tul y sus zapatillas de punta color de
rosa, brillantes, con la cinta del lado derecho a medio atar. La movía
suavemente el aire que entraba por el vidrio roto de la ventana.
Nunca lo cambié.

Mi ilusión duró poco. La luz que se encendió de pronto en la casa


de junto iluminó de golpe la realidad: vi el lazo atado al cuello de la
niña, mi niña, mi Rocío de 9 años, mi bailarina de los pies de seda,
mi orgullo, la maga que alimentaba mis sueños con sus sueños.
Jadeaba, pero no tenía fuerzas para llorar. La sensación era tan
asfixiante como si mis lágrimas se hubieran congelado dentro de mi
garganta.

Con las pocas fuerzas que me quedaban, me acerqué al cuerpo


de Rocío, alargué la mano y no alcancé a tocar sus pies; sólo rozó
mis dedos la cinta de la zapatilla de puntas, rosada, brillante como
la seda. Esos pequeños, imborrables detalles, duelen tanto…

En todos estos años he querido olvidarlo. Imposible. En cada


parte de mi cuerpo hay enraizado un minuto de aquella tarde, un
instante que, por mínimo que sea, abarca mi vida entera. A veces
pienso que vivo para recordarlo todo, hasta esos pequeñísimos
detalles que en otras circunstancias no habría tomado en cuenta, en
especial la cinta, a medias desprendida de la zapatilla, rizada como
una serpentina.

No sé precisarlo, pero creo que pendo de esa cinta, que la tengo


anudada en mi cuello y que bastaría un jalón, si se quiere un leve
jaloncito, para terminar. En tal caso, ¿quién recordará lo que había
detrás del demasiado silencio?

Somos tan frágiles y sin embargo resistimos a experiencias que


nunca imaginamos iban a suceder en nuestras vidas, que estaban
reservadas para otros de los que no sabemos nada y hacia quienes
no sentimos curiosidad, ni simpatía, ni piedad ni nada: la nada que
se hunde y se mezcla en el vacío en donde, tal vez, siga meciéndose
una cinta sedosa, brillante, ondulada, inocente.

¿Queda lugar en el mundo para la inocencia en donde un niño se


quita la vida? No. Sólo restan la amargura, el dolor, un desierto
donde está escrita una gran pregunta que se borra al mínimo soplo
de viento –una tregua– pero después regresa y exige una
contestación. ¿Puede haber una respuesta aceptable en donde no
queda ni sombra de inocencia?

II

Fue tal mi sorpresa, mi resistencia a aceptar lo que claramente


había sucedido, que enloquecí. En un instante dejé de ser la que era
para convertirme en alguien lejos de toda realidad. Pensé que lo que
veía era una aparición, un ángel que bajaba del cielo. Llorando, le di
gracias a Dios de que al fin, después de años terriblemente ingratos,
hubiera puesto su mirada misericordiosa en nosotras.

Me quedé mirando lo que quise ver como un emisario del cielo y


era Rocío con su vestidito de tul y sus zapatillas de punta color de
rosa, brillantes, con la cinta del lado derecho a medio atar. La movía
suavemente el aire que entraba por el vidrio roto de la ventana.
Nunca lo cambié.

Mi ilusión duró poco. La luz que se encendió de pronto en la casa


de junto iluminó de golpe la realidad: vi el lazo atado al cuello de la
niña, mi niña, mi Rocío de 9 años, mi bailarina de los pies de seda,
mi orgullo, la maga que alimentaba mis sueños con sus sueños.
Jadeaba, pero no tenía fuerzas para llorar. La sensación era tan
asfixiante como si mis lágrimas se hubieran congelado dentro de mi
garganta.

Con las pocas fuerzas que me quedaban, me acerqué al cuerpo


de Rocío, alargué la mano y no alcancé a tocar sus pies; sólo rozó
mis dedos la cinta de la zapatilla de puntas, rosada, brillante como
la seda. Esos pequeños, imborrables detalles, duelen tanto…

De pie frente a la niña murmuré su nombre, luego lo dije más


alto, como lo hacía cuando la llamaba para irnos a le escuela.
Llorando, irritada, vencida por la indiferencia de mi hija, le grité
con todas mis fuerzas, le pedí por favor, ¡por favor!, que no me
hiciera eso. Mi nena sabía que si algo me resultaba intolerable eran
sus hoscos y cada vez más frecuentes silencios. Durante esos
arranques, por momentos levantaba la cara y me veía con una
expresión rencorosa, tal vez por haberle asegurado que su padre
asistirá al festival para conocerla y verla bailar. Después inventé
otras mentiras semejantes, pero sólo para darle una ilusión, un
motivo para vivir a mi Rocío de 9 años, mi Rocío y sus sueños de
convertirse en bailarina, mi Rocío y su silencio definitivo.

III

Pude seguir llamándola a esas horas pardas pero no hubo reacción.


Rocío se mantuvo indiferente, como una desconocida para quien
nada significan tus reclamos. Me subí al banco que tengo en el baño
y logré alcanzar el vestido de Rocío, lo jalé con tal fuerza que el lazo
del que pendía se rompió y mi niña cayó en el charco de agua
formado junto al lavabo. Bajé de un salto, enloquecí otra vez,
recuerdo que dije: “Puedes enfermarte. Piensa que tienes que estar
bien para cuando llegue tu papá.”

La tomé de los brazos para levantarla. Entonces vi su cara ya


recubierta de otra piel, sentí su frialdad, la rigidez que son propias
de la muerte y al fin palpé mi indefensión ante lo que había tenido
que aceptar como única realidad, posible e imposible a la vez: mi
hija de 9 años, mi Rocío, se había suicidado.

IV

Jamás pensé que lo hiciera ni abordamos el tema. ¿Para qué hablar


de algo tan siniestro con una niñita que sueña en conocer a su
padre y, con el tiempo, convertirse en una gran bailarina que
despertara su orgullo y su admiración? Tampoco nunca advertí
señales de que ella pretendiera quitarse la vida, ni de que estuviera
a disgusto con nuestra relación de mujeres solas que se tienen, se
acompañan, se confían una a la otra y no guardan secretos, por mi
parte sólo uno: la esperanza de que Antheo cumpliera su promesa
de conocer a su hija. Y Rocío, ¿qué secreto guardaba? No lo sé.
Cerrado, hermético, se quedó unido al lazo colgando de una viga del
techo, balanceándose en la cinta de la zapatilla que rozó mis dedos y
llevo atada a mi cuello. Bastaría con un tirón para terminarlo todo y
olvidar lo que a veces se oculta tras el demasiado silencio.

No puedo describir lo que ocurrió después. Vivía oculta para no


soportar las miradas compungidas de mis vecinas que en su silencio
me hablaban de Rocío, me exigían una respuesta que jamás tendré y
es como otro vacío, multiplica la ausencia de una niña pequeña que
ya nunca estará en ninguna parte, por más que siga buscándola y a
veces reconozco en otras niñas que nunca son ella, mi Rocío, mi
bailarina de los pies de seda, la hermosa criatura que a los nueve
años emprendió el viaje sin llevarse nada y sin dejarme más
herencia que su vestidito de tul, sus zapatillas color de rosa y el
demasiado silencio que llena el mundo desde que ella se fue.
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