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El valle sin sombra

Cuando se acabaron las metáforas y solo quedó el miedo, su sentido de realidad la obligó a admitir
que estaba jodida, quebrada, íngrima y atrapada. Afuera los nubarrones escupían lluvia ácida y
espolones de fuego se clavaban en el horizonte brumoso. Le dolía la cabeza. La pierna era otro
problema, parecía haberse vuelto sorda al resto de su cuerpo. A esas altura hubiera agradecido
que se la arrancaran antes que tener que seguir arrastrándola. Qué cansado era todo.

Así que esto era el final, pensó. Recordó a Mika, su mirada vacía cuando el grupo (y ella en otro
tiempo más afortunado) lo había dejado atrás con la ración ritual de alimentos que lo sustentarían
en su viaje a la frontera de la sombra: un cuenco de semillas, un trozo de pescado seco, agua. Se
suponía que luego de cruzar el límite, Baelis en persona lo llevaría al Valle Verde, donde la caza era
abundante y la tierra paría los dulces frutos. Fuerte otra vez, sin enfermedad ni miedo. El
problema era que Mika siempre había desconfiado de todo. No en voz alta, claro. Los chamanes lo
habrían desterrado, pero ella sabía que ese descreimiento era la desolación de sus ojos la última
vez que lo vio. Y, mira por dónde, tenía razón.

“¿Cómo sabré que he llegado al Valle, Maestro?”

“En el Valle no tienes sombra. Sólo la luz es tu compañera eterna, y el gozo, la abundancia, la
saciedad”

Y a ella le había parecido bien. Claro, hubiera preferido conservar una o dos imperfecciones de la
vida. Siempre se preguntaba, por ejemplo, cómo podía ser un premio la abundancia si siempre
estabas saciado… Pero, en general, nunca había dudado de que las cosas serían como los
chamanes decían (¿y por qué no iban a serlo?). Luego, ella no había tenido tanto tiempo como
Mika para dedicarse a dudar. Mika cuidaba ganado, una tarea que hubiera podido hacer cualquier
tonto. Sentarse a la sombra a vigilar el horizonte y criar pensamientos, dudas, palabras… Mika
tenía demasiadas palabras en el pecho. Había habido una especie de alivio colectivo, recordaba,
cuando llegó su tiempo… Era un hombre extraño. Nunca encontró quien quisiera compartir su
petate y parir su descendencia. Y había sido guapo y fuerte en su juventud… Ella, en cambio,
siempre fue una mujer casi como cualquiera, siempre con las manos ocupadas con un niño, con
una manta que remendar; pero mayormente tallando una aguja del hueso duro de una cabra o
puliendo una espina… Había sido notable en su oficio y había enseñado la talla a su hija y a sus
nietas, pero en un momento ya sus ojos no dieron más y supo que había llegado su tiempo. No lo
declaró, sin embargo.

Al abrir los ojos al amanecer, se prometía que ese día declararía el fin de su tiempo ante el
chamán. Entonces veía a su última nieta tras la neblina que ahora eran sus ojos y decía que Baelis
sería piadoso, que no era gran falla un día más, un brevísimo día más de toda la eternidad de
Baelis… Y veía la descendencia orgullosa: su hija, talladora de agujas ya con los cabellos grises, y
madre de niña más gentil de su generación; sus tres hijos varones, fuertes, con muchos hijos e
hijas hermosas, sus nietas, que aprendían el oficio de tallar; también su prominente nieto menor,
elegido por los chamanes. Todo lo había hecho ella, de alguna manera, pues su amado Pora había
partido temprano al Valle con la panza destrozada por un jabalí. Tal vez Baelis hubiera
compensado su sufrimiento. Un día más para contemplar su obra era apenas nada para la
Eternidad.

“¿Quién es superior de todo cuanto existe, Maestro?”

“Superior a todas las criaturas que existen, superior a la caza, a la guerra, al yacer, al nacimiento, a
la muerte; superior a los ríos, al mar, a los montes, es el tiempo, y Baelis es el padre del tiempo. Él
lo da, y Él lo quita. El tiempo es el tesoro de Baelis”.

¿Cómo podía, pues, su flaco nieto cara de rata, pecar contra Baelis? Finalmente entregó su secreto
a los chamanes. El chico estúpido hubiera podido hablar antes con ella y cuidar un poco su
dignidad; después de todo ella había cuidado su parto, lo había cargado, había cuidado sus fiebres;
era un bebé débil y ella lo había fortalecido con friegas y baños. Pero no, privó su necesidad de
ganar el favor de los Maestros, y la delató.

Y aquí se hallaba entonces ella, Madre Masía, una belleza en sus días mozos, gran talladora de
agujas y anzuelos, había llegado a su tiempo y no lo había declarado a los chamanes… ¿Qué excusa
tenía para haber robado del tesoro de Baelis? ¿Cómo podía defenderse?

Ante los rostros amados y conocidos que se habían congregado alrededor de su petate quiso
explicar la maravilla de los últimos acontecimientos que había vivido, que había visto a través de la
bruma de sus días: el ruido de las marmitas, el chillido de las gaviotas lejanas, el llanto de un bebé
rompiendo el silencio de la noche, el murmullo de las confidencias de sus nietas, el trueno de la
voz de su hijo mayor al llegar de la cacería por los montes… Hubiera querido explicarlo a ese grupo
apretujado y ansioso, a esa masa de sudor y excitación por ver rota la miasma espesa de sus días, a
esa multitud increíblemente estúpida en la que estaban sus vecinos, sus amigos, y su familia… En
su lugar, dijo que estaba “ciega, pero no muerta, y tal vez podía ver más que muchos”.

Y así estuvo a un pelo de ganarse la maldición de los chamanes.

Intercedió su nieto, de rodillas. Ignoraba si con ese gesto intentaba rascar la parte de su espíritu
que le recomía por haberle negado una oportunidad a la dignidad de su abuela...

Bien, Madre Masía, se dijo, estás aquí y aún tienes tu sombra pegada a ti. Sigues con hambre.
Sigues medio ciega. Sigues renca. Definitivamente, no estás en el Valle. Tal vez este es el castigo de
Baelis para los ladrones: seguir robando días tormentosos y enormemente aburridos.

Afuera, la tormenta borraba la línea del horizonte.

Madre Masía cambió de postura para aliviar una nalga entumecida. Recostó la cabeza en el polvo
fino de la cueva en la que se había refugiado y cedió al cansancio y al hambre. Soñó.
Soñó un pájaro que iba lejos, lejos. Soñó un buey que hundía la pezuña en un charco de barro.
Soñó un pez que nadaba hondo, hondo, para desovar en una cuenca oscura, y fría. Soñó sus
propios pies hace mucho, mucho, cuando eran pequeños y firmes. Soñó su primera talla. Soñó una
pregunta, pero la olvidó al despertar.

Abrió los ojos a un día despejado. La luz la cegó y lanzó un manotazo molesto al viejo que la
sacudía, pero inmediatamente dejó de prestarle atención pues tenía ante su nariz un cuenco de
carne asada. La saliva le llenó la boca y expandió hasta el límite sus fosas nasales. Ese debía ser el
olor del Valle. Sin embargo, aún sentía la pierna muerta. El viejo le indicó por señas que comiera.
La carne estaba dura y deliciosa, como debía ser. Sus encías se resintieron, aunque nunca le había
huido a un buen pedazo de carne por eso. Pero jabalí, no. Nunca más jabalí para ella.

Decidió, casi con miedo por encima del deleite de los tropezones de grasa crujiente, que no
trataría de preocuparse demasiado por saber con exactitud con quién estaba, pues no era mucho
lo que podía cuestionar la voluntad de Baelis. Aquella parecía buena compañía para estar por el
momento. El pequeño grupo de ancianos la miraban de lejos pero parecían haber acordado no
molestarla mientras comía.

Entonces entró un niño a la cueva. Y luego otro y otro. Así entraron muchos, acompañados por un
grupo de gente joven, y la risa y las voces se redoblaron en ecos animados. Los niños la señalaban
sin pudor. Los demás les daban suaves manotazos para bajar sus brazos. El anciano que le había
ofrecido el cuenco habló bajito con un grupo de hombres. No entendía lo que decían, pero sabía
que hablaban de ella.

Entonces el grupo se puso en movimiento y comenzaron a prepararse para la partida.

Madre Masía sintió que el corazón se le hundía en las costillas y puso a un lado el cuenco.

Dos hombres jóvenes se acercaron. Le hablaron, pero ella no entendía. Le señalaron


insistentemente un artilugio de palos. Uno de ellos hizo un gesto de impaciencia y, sin más, la
cargó y la deposito sobre los palos. Ambos jóvenes la cargaron y siguieron resoplando al grupo
fuera de la cueva.

Había dejado de llover por completo. Había barro y sol y, más allá, donde la lluvia antes había
interpuesto su manto, un grupo de árboles jóvenes señalaba la entrada a un Valle de verde
fragante.

Cerró los ojos y escuchó la risa de un niño, un viejo se quejó de una espina en el pie. Un pájaro que
iba lejos, lejos, dio un grito afilado. Su oído estaba aclarándose.

Seguía estando bastante ciega, pero igual miro hacia abajo, con el corazón en la boca, para
comprobar si la seguía su sombra.
Hace dos meses prometí esta tercera parte. Entonces me quede incomunicada (otra de las
desgracias cotidianas de mi país). Bien, ahora puedo cumplir. Si te animas a leer el resto, [aquí]
( https://steemit.com/cuento/@adncabrera/el-valle-sin-sombra-un-cuento-2-de-3) encontrarás en
link a la primera parte y podrás leer la segunda. Se les aprecia, de verdad, a pesar de las ausencias.

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