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El bosque del terror y el Gran Circo de los Hermanos Zoombies

La caravana del circo pasó puntual. Qué te puedo decir, como no sea que lo de llamarla caravana
era casi pura fórmula. El Gran Circo de los Hermanos Zoombies tenía cuatro carretas tiradas por
alpacas viejas, donde viajaban algunos animales pequeños entre hambrientos y aburridos. Sin
embargo, un elefante zombi montado por un macaco de mirada peligrosa abría el desfile, y
guardaban lo mejor para el final.

En la última carreta, los mismísimos Hermanos Zoombies saludaban, ataviados con sus brillantes
levitas blanco y azul, salpicadas artísticamente con sangre falsa. De vez en cuando, levantaban un
cerebro de goma y hacían como que lo desgajaban con furia y hambre; los ojos desorbitados, de
manera que los niños se asustaban y los ancianos recordaban con amargura y viejo terror los
tiempos del virus.

Los Hermanos Zoombies eran una rareza de aquellos tiempos, acabados ya, afortunadamente. Yo
era bastante joven en aquel entonces y formé parte de la mayoría para la cual el virus solo fue una
temporada nebulosa de hambre de carne cruda y que, con la vacuna desarrollada por los rumanos,
superó el trance sin cambios genéticos que lamentar.

Los Hermanos, por el contrario, formaron parte del minoritario grupo sin suerte, a los que la
vacuna provocó la mutación que hizo su condición permanente, condenados a medicarse.
También eran parte del desafortunado grupo que tuvo que vivir con el estigma zombi, alimentado
por cientos de películas y leyendas urbanas. Los llamaban zombis, por supuesto, pero también
comecerebros, rascatripas, zamuros, carroñeros, y un largo etcétera. Lo cierto es que a la mala
suerte de los zombis se sumaba la perspectiva de vida corta y el desempleo. No llegaban a ser
tampoco un problema político. Cada vez eran menos y tendían a hacer vida aparte, fuera de los
centros poblados.

En general, los funcionarios aliviaban la consciencia ciudadana con la conmemoración, una vez al
año, de la Gran Erradicación. Entonces salía en los medios la foto con un zombi menos
desharrapado que habitualmente recibiendo un cheque y un kit de ayuda médica. Al pie de la foto
se leía algo como "Héroe de la Gran Erradicación. Sin las personas kurogenéticas, la humanidad no
habría podido vencer al virus", o cosa parecida. Luego podían olvidarse de ellos por otro año, en el
cual, con suerte, aumentaría la tasa de suicidios kurogenéticos y el problema sería
considerablemente menor.
En este contexto, los Hermanos Zoombies era una excepción extraordinaria. A pesar de su
evidente pobreza, no despertaban lástima, y casi nunca la repugnancia o el odio habituales, sino
que sabían venderse como la imagen de seres peligrosos y a la vez divertidos, bailando, cual
equilibristas, en el filo de la biología.

El truco consistía, creía yo haberlo entendido, en hacer pasar por falso lo que era real y convertir el
síndrome y sus síntomas en un espectáculo de brillantina. La ferocidad y el padecimiento en una
pantomima.

Y eran geniales.

Eran la sensación entre los niños y más de un adulto participaba con verdadero entusiasmo en el
show.

Eran una isla de emoción en nuestras vidas mediocres, de barrio mediocre en las lindes de un
bosque con un pasado negro que ya ni siquiera daba miedo.

Los Hermanos Zoombies pintaban pústulas nuevas, verdosas y supurantes, sobre las cicatrices
viejas, y algo similar hacíamos nosotros cuando contábamos historias aterradoras sobre el bosque,
que era solo la carcasa escasamente viva de las historias de verdadero horror de hace muchos
años. Como un rascatripas, el bosque había sido iluminado demasiadas veces por las lentes de los
científicos y había sido sometido a demasiados procedimientos de limpieza y erradicación oficiales
y no oficiales.

Los árboles eran cada vez más raquíticos y los animales eran cada vez más escasos. Ya no había
pájaros y las ardillas que antaño le habían dado fama se habían extinguido por el virus, con un
poco de ayuda nuestra. Sin embargo, la leyenda aún funcionaba lo suficiente como para que los
Hermanos Zoombies idearan el truco publicitario de instalar la carpa en el centro del bosque,
sobre el claro quemado y talado que la limpieza de ardillas infectadas había dejado durante el año
más crudo de la peste. Hasta hicieron una imitación de la casa del guardabosques, cuya familia
fue la primera infectada y la cual fue responsable de las desapariciones del pueblo. A algunos
ancianos aquello les pareció el colmo y quisieron que la municipalidad cerrara el espectáculo, pero
la cosa no prosperó.

Nadie quería acordarse ya de ardillas negras que se comían a sus crías y, luego, su propia cola o
sus propias patas. Ni querían recordar a los niños (no fueron sino dos, es verdad) tirados en el
bosque con la cabeza abierta y las tripas roídas. Querían la otra historia, la que podían digerir
mejor con el deseo de olvido, la que era como un maquillaje sobre la realidad, que podía ser tal
vez más horroroso, o más grotesco, pero falso. Algo que podías relegar cuando bajaba el telón y
te ibas a casa.

Esa noche llevaría por tercera vez a mi sobrino al circo y por tercera vez yo también podría dormir
tranquilo después de correr el telón. Y, aunque ya me sabía el espectáculo de memoria, la
perspectiva seguía pareciéndome emocionante. Además, hoy era la gala de cierre.

Desde que entrabas al camino del bosque, los enanos zombis salían de entre las sombras para
punzarte con palitos, pasarte de pronto una pluma por la nariz o lanzarte papelillos a la cara. Los
gritos de los niños se dejaban oír y preparaban los ánimos para una noche de miedo. Pero apenas
entrabas a la carpa principal, ya el espectáculo de los patosos payasos zombis te introducía en una
fiesta burlona, que era desalojada con bastante éxito por el elefante montado por el macaco, que
esta vez iba armado con una vara coronada por una bota para repartir buenos puntapiés. Entraba
entonces el zombi tragafuegos, y el zombi trapecista, bastante bueno, por cierto. Y el espectáculo
de los perritos zombis amaestrados que era delicia de niños y adultos (a pesar de que se sabía de
sobra que el virus no atacaba ni a perros ni a gatos). En este punto, los aplausos y las risas eran
realmente entusiastas.

Entonces el aire se detenía.

De lo más alto, descendía la bella presencia. Suave, ligera, tan resplandeciente que era casi una
huella. La muchacha de inmaculada piel cobriza se deslizaba por los cordones de plata que se
dejaban caer desde el techo, y, ahora un pie, ahora un muslo firme o un brazo de suave curva se
dejaba envolver, acariciarse. Sus caderas eran sujetadas por la cuerda argentina y caía,
violentamente, casi hasta tocar el piso. Entonces, escalaba de vuelta a las alturas, precedida por el
eco de la exhalación del público. Su pelvis se deslizaba, insinuante y sus ojos, a la vez
concentrados y ausentes miraban de tal modo que yo sabía, como muchos entre el público, el
motivo secreto que lo había llevado al circo esa noche.

Nadie lograba ver cómo ocurría. De repente, estaban allí los Hermanos Zombis haciendo gemelos
movimientos mesméricos, atrayendo a la etérea muchacha. Y ella, deslizándose entre cordones de
plata, la mirada perdida, emprendía por el sendero del aire, el camino hacia su perdición.
Con paso gracioso, sus diminutos pues caminaban hasta la jaula de oro que los Hermanos
Zoombies habían hecho aparecer de la nada. Encerraban a la muchacha leve y la enviaban de
vuelta a las alturas, entre el clamor apenado de la multitud.

El espectáculo de los Hermanos Zoombies había comenzado.

Había música y magia y risas. Había insólitas apariciones y desapariciones de perros y hasta del
elefante. Leían la mente y asustaban al público, y, finalmente, un pequeño grupo de niños actores
caminaba hipnotizado hasta el centro de la pista y sus cerebros eran devorados. Había quien
vomitaba, mientras veía a los Hermanos comer lo que claramente era un cerebro de vaca, muy
probablemente la cena real de los Hermanos. Los niños se retorcían y gritaban como posesos, y,
en este punto insostenible, comenzaba el desfile final y la lluvia de caramelos que aterrizaban
inesperadamente sobre las cabezas, provocando dolor y risas.

Esa noche de cierre hubo, además, sorteo.

Tres afortunados podrían visitar los vagones de las estrellas del circo. ¿Y qué crees?

Conocí a la bella presencia en su jaula de oro. Mi sobrino y yo pudimos estrechar, con algo de
asco, la mano de los Hermanos Zoombies. También conocimos en su vagón un par de las ardillas
negras que creíamos extinguidas.

No recuerdo las horas posteriores.

Creo que el pueblo que sigue está bastante más al este de mi bosque natal. Yo no tengo ningún
talento especial, así que me ocupo de los animales, incluido el macaco, que es un incordio. Mi
sobrino se entrena como artista de pista y es parte de la corte de niños del espectáculo
comecerebro de los Hermanos.

A veces pienso en huir, pero por alguna razón, inmediatamente lo olvido.


The Forest of Terror and the Great Circus of the Zoombie Brothers

The circus caravan passed by on time. What can I tell you, other than to call it a caravan was a
formula. They had a couple of wagons pulled by old alpacas, where some small animals traveled
among the hungry and bored. However, an elephant mounted by a dangerous-looking macaque
opened the parade, and they saved the best for last.

On the last wagon the very same Zoombie Brothers waved with their bright little blue and white
levies, artistically sprinkled with fake blood. Every so often they would pick up a rubber brain and
pretend to tear it apart in anger and hunger; their eyes would be bulging and growling, so that the
children would be frightened and the starving old men who lived on the edge of the forest would
remember with bitterness and some old terror the days of the virus.

The Zoombie Brothers were a rarity from the time of the virus, now extinct, fortunately. I was
quite young at the time and was part of the majority for whom the virus was just a nebulous
season of raw meat hunger and who, with the vaccine developed by the Romanians, overcame the
trance without any genetic changes to regret.

The Brothers, on the contrary, were part of the group without luck, to whom the vaccine caused
the mutation that made their condition permanent. They were also part of the unfortunate group
that had to deal with the social tare fed by hundreds of films and urban legends. They were called
zoombies, of course, but also brain eaters, scrapers, vultures, scavengers, and a long etcetera. The
truth is that the bad luck of zoombies was compounded by the prospect of short life and
unemployment. They did not become a problem that weighed on governments, because the truth
is that they were fewer and fewer and tended to cluster together and live separately, outside the
population centres. In general, officials alleviate the citizens' conscience by commemorating, once
a year, the Great Eradication. Then the picture would come out with a less tattered zombie than
usually receiving a check and a medical aid kit. The caption always read something like "Hero of
the Great Eradication. Without the kurogenetic people, humanity would not have been able to
defeat the virus", or something similar. Then they could be forgotten for another year, in which, if
good winds blew and the rate of Kurogenetic suicides increased, the problem would be
considerably less.

In this context, the Zoombie Brothers were an extraordinary exception. In spite of their obvious
poverty, they did not arouse the usual pity, and almost never the disgust or hatred, but they knew
how to sell themselves as the image of dangerous and at the same time amusing beings, as if they
were trapeze artists of biology.

The trick was, I thought I understood, to make a false impression of what was real and to turn the
syndrome and its symptoms, with the hunger and the devouring desires, into a spectacle of glitter.
The ferocity and the suffering in a pantomime. And they were great. It was the third time I'd
brought my nephew this week.

They were the sensation among the children and more

The Zoombie Brothers painted postulates about the scars of the sores and something similar we
did when we told terrifying stories about the forest, a place that no one was really afraid of
anymore, because the stories of true horror that had been lived there were many years old and
the forest, like a scar, was more like a sick body that was letting itself go. The trees were becoming
more and more rickety and the animals were becoming more and more scarce. There were no
longer any birds and the squirrels that had once made it famous had been extinguished by the
virus, with a little help from us. However, the legend still worked well enough for the Zoombie
Brothers to devise the publicity stunt of setting up the tent in the middle of the forest, on the
burnt and felled patch that the clearing of infected squirrels had left during the harshest year of
the plague. They even did an imitation of the burned house of the forest ranger, whose family was
the first infected and whose family was responsible for the first disappearances. Some of the
elders thought this was the last straw and wanted the Mayor's Office to close the show, but things
did not work out.

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