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Apolo E.

Duclos Sentié, El conejo

Apolo nació con labio leporino. Una hendidura irregular le partía el labio superior y daba a

su cara el aspecto de una pequeña papa arrugada. Por lo demás, era perfecto, enérgico, muy

negro y extraordinariamente bien proporcionado. Los ojos amarillos, herencia de Florentine

Sentié, mi tátara, fosforescían en ese rostro extraño, hipnótico para todos los que se

congregaban alrededor de la cama donde Florentine yacía agotada de su primer parto.

La abuela Sentié conoció en aquel momento una felicidad cálida, nueva, junto a la

sensación de que las cosas comenzaban a ser como debían ser y que su vida empezaba a

asentarse en esa tierra que aún sentía ajena (la abuela decía “en este culo de mundo”. Setié,

pronunciaba mi padre, recordaba con los ojos demorados, callaba un instante, y se reía, sus

dientes alegres, blanquísimos. “La vieja Setié era jodida”, decía. Mucho después comprendí

los silencios redondos de mi padre: deshilaba visiones del paraíso).

Por su parte, el marido de Florentine, Dicló, apenas le dedicó atención al aspecto del niño,

pues había estado bebiendo con algunos hombres del pueblo desde que Florentine había

entrado en trabajo de parto. Para el momento en que le presentaron a la criatura diminuta

que era su hijo, Dicló sólo pudo decir en un patois que intentó ser español, que le cabía en

una sola mano. La verdad es que Dicló no se llegó a enterar de que su hijo había nacido con

una malformación, sino unas semanas después, y porque Florentine se lo mencionó a

propósito de los problemas que tenía para darle de mamar. Baste decir que Dicló así como

se enteró de ello, manifestó risueñamente que era el niño más feo que había visto en su vida

y se dedicó a machacarle a Florentine que había parido un conejo. De manera que Dicló se

convirtió en el responsable directo de que Apolo fuera apodado por todos El Conejo, un

hábito contra el cual las caras torcidas, las rabietas y los reclamos de Setié, no pudieron.

Apolo murió pronto, casi un año después de la devastación del huracán que los dejó a todos
en la miseria, que se llevó los cacaotales, mató a los cochinos, desenterró las cosechas de

ocumo y exterminó a los peces, murió ese año calamitoso, aciago; murió en la soledad más

sola que pueden padecer los niños, porque, Setié nunca lo supo, pero fue llamada por su

hijo, quien se hallaba en el desesperado trance de morir. Fue llamada hasta que la voz

infantil se atascó en una tos de sangre; se disolvió en una dificultad de aire, en un no ser

desamparado de amor hasta que la muerte, dulce en su momento, anuló todo dolor y todo

deseo de persistir.

José Calazán

Cuando Apolo murió, tenía siete años y ya se había ganado por sí solo una fama terrible en

el pueblo. Tenía habilidades especiales para el pillaje y la cacería, y por ambas actividades,

que ejercía con pasión, Florentine tenía que lidiar con los reclamos de los vecinos, las

molestias de devolver lo robado y la impotencia de comprender que Apolo era un incordio

que no se enderezaba ni con consejos, ni con castigos, ni con las palizas que de vez en

cuando le propinaba Dicló. Lo cierto era que a la par de la irritación que causaba, su

facilidad para soltar palabras soeces tropezadas por la nasalidad del labio leporino movía a

todos a una risa inmediata, llana, que pronto arrastraba al perdón. A todos, menos al viejo

José Calazán, el brujo, que vivía con su hermano, brujo también, en un rancho que

instalaron Cerro Seco.

El viejo José Calazán bajaba al pueblo solo cuando era requerido para atender una lesión,

curar una enfermedad o una picadura de culebra. Sacar venenos era su arte. Un arte que

todos entendían venido de órbitas oscuras, tratos aborrecibles con demonios y espíritus

selváticos. Había quienes creían que ningún veneno podía afectar al viejo Calazán.

También había quienes creían que no podía morir. Todos en el pueblo guardaban un respeto

temeroso por el brujo y evitaban mirarlo a los ojos, y de entre todos, Apolo era el que más
le temía. Bastaba que el viejo entrara en la misma habitación para que el niño se deshiciera

en meados y se le paralizara la lengua. Pero su temor no tenía un fondo metafísico, más

bien provenía de las dolorosas evocaciones de las muchas curas que el anciano había

practicado él. Además de los tratamientos en su cara desde que era un bebé, hubo de ser

atendido por diferentes emergencias: un hombro dislocado por una caída de una mata de

mangos, la remoción de un diente partido, la extracción una canica de la nariz, y la sutura

de muchas, muchas rajaduras de cabeza. Dicló solía decir que el cráneo de Apolo estaba

hecho de retales de cuero cabelludo.

Pues resulta que un día, cuenta mi padre, el viejo Calazán fue directo a casa de Setié y, en

una conversación larga y secreta que Florentine se llevó a la tumba, la convenció para que

mandara a Apolo a aprender las curas con yerbas. Fuera porque la conducta de Apolo se iba

convirtiendo en un problema serio, fuera porque, como decían en el pueblo, el brujo la

hipnotizó, al otro día Apolo subió berreando y a la fuerza al rancho de los Calazán, del cual

volvió feliz, en la tarde, cargando una jaula con un zamuro tuerto. Una criatura de los

barrancos, salvaje, que miraba a todos torvamente con su único ojo asesino.

¡Vea, Setié, vea!

Apolo ya no paró de hablar de los pozos de culebras que tenían los Calazán en el rancho, ni

de las iguanas secas que tenían en las paredes, ni de los huesos translúcidos que colgaban

en racimos del techo de palma, y ciertamente, poderosa debía ser la magia de los Calazán,

pues El Conejo moderó su rapiña y por dos meses Setié se vio casi liberada de las

tribulaciones que el hijo traía sobre su casa. Dos meses hasta que Apolo, El Conejo, a quien

su propia madre había arropado en su catre la noche anterior, desapareció.

Todos los vecinos, todos; Florentine y Dicló, aquellos a los que Apolo había sometido a

tormento y a los que no, hasta los hermanos Calazán batieron los montes, vadearon el río,
alumbraron las letrinas, registraron fogones y cisternas. Nada el primer día. Para el

segundo, ya nadie podía siquiera fingir optimismo proclamando una pronta aparición, una

broma pesada de ese carajito que era como el Diablo. La tristeza dio paso a las preguntas, a

teorías cada vez más lúgubres.

Fue el viejo José Calazán quien bajó del cerro con el cuerpo flacuchento y medio comido

por las hormigas. Fue José Calazán quien le quitó a Setié el cuchillo que sostenía con mano

floja, quien apaciguó las amenazas de muerte qué Florentine le lanzaba al viejo mil veces

maldito, hermano del demonio; con una voz enronquecida de tanto llorar y ya sin fuerzas

por el dolor. Fue el viejo Calazán quien cerró blandamente los ojos de Apolo, le limpió las

pajas de la cara con su propio pañuelo. Fue el viejo Calazán quién habló con la gente que

llenaba el rancho de Florentine, quien explicó que había encontrado al niño en el pozo de

las serpientes. En ese pozo profundo de cuyo peligro muchas veces había advertido a

Apolo. Fue el viejo Calazán quien notó a Dicló en el rincón, paralizado en el borde de la

demencia, con las pupilas huídas del centro de los ojos secos, sordo, ciego para todo lo que

no fuera sufrimiento. Fue el viejo Calazán quién trajo de vuelta a Florentine de la

embriaguez homicida, quién la exhortó: “Vea, Setié, vea”. Y Florentine vio. Y lo que vio,

dice mi padre, fue esto: nada. Vio a un viejo avergonzado, dolorido. Vio a un viejo

arrugado, con los dientes amarillos y las manos temblorosas. Vio a un viejo con las piernas

flacas vacilantes. Vio un rostro enjuto, apretado. Vio una piel picada de viruelas. Vio unos

ojitos negrísimos. Vio una historia larga de hambre, enfermedad y soledad. Vio una

voluntad. Luego dejó de ver.

Lloró. Lloró hasta que no le quedaron lágrimas. Y cuando ya no pudo llorar le cantó a su

niño y siguió cantando durante el lavatorio, durante el entierro. Le prometía pajaritos,

chocolates y coquitos, una carreta, un perrito.


Se emborrachó.

Dejó que Dicló se ahogara dentro de sí mismo.

Desde ese día, siempre que se tropezó con el viejo José Calazán le pidió la bendición como

si fuera su padre o un santo.

Somos

Para Antolina Martell, la niña de ojos de mar que bendice el viaje.

Somos presente, evocación, paso y olvido,

piedra de tranca,

ceniza.

Somos esa memoria destejida de un cuerpo que se empeña en permanecer.

También somos la enfermedad.

Y una cosa descoyuntada

Que se queja, animal.

Siendo niña encontré un tesoro.

Estaba aquella casa de bahareque, enseñando el costillar torcido. En un hueco, una cajita

pequeña, oxidada, con costras de esmalte que prometía tesoros, zafiros abandonados por

una vieja avariciosa en alguna guerra patria, el anillo de esmeraldas de la novia venerada.

Una promesa de oro. O el dedo de un muerto.

Pero no.

Dormía allí una muñeca de cartón, apolillada, corroída. Un bicho le había comido la cara:

ojos, orejas, habían desaparecido.

Un hueco era la boca.


Un grito mudo estampado en la materia deleznable que fluye hacia la muerte.

Esta es la historia de la muñeca emparedada

que gritaba y gritaba

porque no sabía que era muda.

Somos presente, evocación, paso y olvido,

Somos sangre contenida

Somos la bala

Somos el ojo de un perro azul.

Vi un cuadro. Ella había pintado todas las cosas del mundo.

Estaba el monstruo-pez que vio en Alemania, el a-ni-mal de la piedra en la boca, cuando

era una niña peligrosa, de piel de nácar y ojos de mar. En la ventana sellada, dos mujeres

espectros gritando: soy yo, soy ella, tú me querías o yo te parí o fui tu puta, fui tu esclava o

madre. ¿No gritamos madre, siempre, al final?

Estaba, en el límite de la ciudad carcomida de memoria sucia y olvido, la lluvia. Una

cortina de cielo líquido volcada. (Se reserva el derecho de admisión).

Ella había pintado todos los cielos del mundo:

Un espejo para ángeles,

Una fuente para los peces de colores,

Y pelícanos para el viaje.

Pelícanos para llevarnos con bien en el viaje.


Somos motas de polvo,

Somos la estaca,

Somos el reflejo de una hoja en el agua, pintada por una niña peligrosa que cuenta su

historia piadosa de amor detrás de un espejo de colores, vigilada por un perro azul de ojos

perdidos entre los límites de todos los cielos.

Somos la vara.

Somos un dolor de culo.

Somos espiga y llama.

Tuve un sueño. Tuve un sueño terrible.

Había un castillo. En el castillo había una torre de arena. Cavábamos un pozo. Con cada

palada, perdíamos terreno entre el abismo y los muros. Apenas teníamos donde apoyar los

pies, pero no podíamos parar.

Me despeñé en el abismo.

Había un conejo de dientes amarillos y puntiagudos que se reía de mí porque lo confundí

con un conejo. Me golpeo con su sombrero.

Caí en la fuente profunda. Peces negros nadaban en una coreografía de tacto blandísimo,

mordían mis pies, mis orejas, querían mis ojos.

Querían mis ojos para ver el mundo de afuera, todos los colores, eso me dijeron.

Pero yo no podía darle mis ojos, entonces me quedaría ciega, les dije. Ya estás casi ciega,

me dijeron.

Pero yo no les creía nada de nada, así que me morí.


Somos almas derramándose por las grietas del sueño, somos los viajeros que atravesamos

los portales del tiempo, somos partículas espantadas del horror que la ruina se lleva en un

país de fogonazos, muertos y furias.

Somos presente, evocación, camino y extravío,

Canto afilado,

Pavesa que vuela, y desaparece.

Llamarada.

Somos los ojos detrás de la cortina de agua, mirando a través de los ojos perdidos de un

perro azul mar.

Nos volcamos, casi ciegos,

incendiándonos hacia el grito mudo.

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