Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Apolo nació con labio leporino. Una hendidura irregular le partía el labio superior y daba a
su cara el aspecto de una pequeña papa arrugada. Por lo demás, era perfecto, enérgico, muy
Sentié, mi tátara, fosforescían en ese rostro extraño, hipnótico para todos los que se
La abuela Sentié conoció en aquel momento una felicidad cálida, nueva, junto a la
sensación de que las cosas comenzaban a ser como debían ser y que su vida empezaba a
asentarse en esa tierra que aún sentía ajena (la abuela decía “en este culo de mundo”. Setié,
pronunciaba mi padre, recordaba con los ojos demorados, callaba un instante, y se reía, sus
dientes alegres, blanquísimos. “La vieja Setié era jodida”, decía. Mucho después comprendí
Por su parte, el marido de Florentine, Dicló, apenas le dedicó atención al aspecto del niño,
pues había estado bebiendo con algunos hombres del pueblo desde que Florentine había
que era su hijo, Dicló sólo pudo decir en un patois que intentó ser español, que le cabía en
una sola mano. La verdad es que Dicló no se llegó a enterar de que su hijo había nacido con
propósito de los problemas que tenía para darle de mamar. Baste decir que Dicló así como
se enteró de ello, manifestó risueñamente que era el niño más feo que había visto en su vida
y se dedicó a machacarle a Florentine que había parido un conejo. De manera que Dicló se
convirtió en el responsable directo de que Apolo fuera apodado por todos El Conejo, un
hábito contra el cual las caras torcidas, las rabietas y los reclamos de Setié, no pudieron.
Apolo murió pronto, casi un año después de la devastación del huracán que los dejó a todos
en la miseria, que se llevó los cacaotales, mató a los cochinos, desenterró las cosechas de
ocumo y exterminó a los peces, murió ese año calamitoso, aciago; murió en la soledad más
sola que pueden padecer los niños, porque, Setié nunca lo supo, pero fue llamada por su
hijo, quien se hallaba en el desesperado trance de morir. Fue llamada hasta que la voz
infantil se atascó en una tos de sangre; se disolvió en una dificultad de aire, en un no ser
desamparado de amor hasta que la muerte, dulce en su momento, anuló todo dolor y todo
deseo de persistir.
José Calazán
Cuando Apolo murió, tenía siete años y ya se había ganado por sí solo una fama terrible en
el pueblo. Tenía habilidades especiales para el pillaje y la cacería, y por ambas actividades,
que ejercía con pasión, Florentine tenía que lidiar con los reclamos de los vecinos, las
que no se enderezaba ni con consejos, ni con castigos, ni con las palizas que de vez en
cuando le propinaba Dicló. Lo cierto era que a la par de la irritación que causaba, su
facilidad para soltar palabras soeces tropezadas por la nasalidad del labio leporino movía a
todos a una risa inmediata, llana, que pronto arrastraba al perdón. A todos, menos al viejo
José Calazán, el brujo, que vivía con su hermano, brujo también, en un rancho que
El viejo José Calazán bajaba al pueblo solo cuando era requerido para atender una lesión,
curar una enfermedad o una picadura de culebra. Sacar venenos era su arte. Un arte que
todos entendían venido de órbitas oscuras, tratos aborrecibles con demonios y espíritus
selváticos. Había quienes creían que ningún veneno podía afectar al viejo Calazán.
También había quienes creían que no podía morir. Todos en el pueblo guardaban un respeto
temeroso por el brujo y evitaban mirarlo a los ojos, y de entre todos, Apolo era el que más
le temía. Bastaba que el viejo entrara en la misma habitación para que el niño se deshiciera
bien provenía de las dolorosas evocaciones de las muchas curas que el anciano había
practicado él. Además de los tratamientos en su cara desde que era un bebé, hubo de ser
atendido por diferentes emergencias: un hombro dislocado por una caída de una mata de
de muchas, muchas rajaduras de cabeza. Dicló solía decir que el cráneo de Apolo estaba
Pues resulta que un día, cuenta mi padre, el viejo Calazán fue directo a casa de Setié y, en
una conversación larga y secreta que Florentine se llevó a la tumba, la convenció para que
mandara a Apolo a aprender las curas con yerbas. Fuera porque la conducta de Apolo se iba
hipnotizó, al otro día Apolo subió berreando y a la fuerza al rancho de los Calazán, del cual
volvió feliz, en la tarde, cargando una jaula con un zamuro tuerto. Una criatura de los
barrancos, salvaje, que miraba a todos torvamente con su único ojo asesino.
Apolo ya no paró de hablar de los pozos de culebras que tenían los Calazán en el rancho, ni
de las iguanas secas que tenían en las paredes, ni de los huesos translúcidos que colgaban
en racimos del techo de palma, y ciertamente, poderosa debía ser la magia de los Calazán,
pues El Conejo moderó su rapiña y por dos meses Setié se vio casi liberada de las
tribulaciones que el hijo traía sobre su casa. Dos meses hasta que Apolo, El Conejo, a quien
Todos los vecinos, todos; Florentine y Dicló, aquellos a los que Apolo había sometido a
tormento y a los que no, hasta los hermanos Calazán batieron los montes, vadearon el río,
alumbraron las letrinas, registraron fogones y cisternas. Nada el primer día. Para el
segundo, ya nadie podía siquiera fingir optimismo proclamando una pronta aparición, una
broma pesada de ese carajito que era como el Diablo. La tristeza dio paso a las preguntas, a
Fue el viejo José Calazán quien bajó del cerro con el cuerpo flacuchento y medio comido
por las hormigas. Fue José Calazán quien le quitó a Setié el cuchillo que sostenía con mano
floja, quien apaciguó las amenazas de muerte qué Florentine le lanzaba al viejo mil veces
maldito, hermano del demonio; con una voz enronquecida de tanto llorar y ya sin fuerzas
por el dolor. Fue el viejo Calazán quien cerró blandamente los ojos de Apolo, le limpió las
pajas de la cara con su propio pañuelo. Fue el viejo Calazán quién habló con la gente que
llenaba el rancho de Florentine, quien explicó que había encontrado al niño en el pozo de
las serpientes. En ese pozo profundo de cuyo peligro muchas veces había advertido a
Apolo. Fue el viejo Calazán quien notó a Dicló en el rincón, paralizado en el borde de la
demencia, con las pupilas huídas del centro de los ojos secos, sordo, ciego para todo lo que
embriaguez homicida, quién la exhortó: “Vea, Setié, vea”. Y Florentine vio. Y lo que vio,
dice mi padre, fue esto: nada. Vio a un viejo avergonzado, dolorido. Vio a un viejo
arrugado, con los dientes amarillos y las manos temblorosas. Vio a un viejo con las piernas
flacas vacilantes. Vio un rostro enjuto, apretado. Vio una piel picada de viruelas. Vio unos
ojitos negrísimos. Vio una historia larga de hambre, enfermedad y soledad. Vio una
Lloró. Lloró hasta que no le quedaron lágrimas. Y cuando ya no pudo llorar le cantó a su
Desde ese día, siempre que se tropezó con el viejo José Calazán le pidió la bendición como
Somos
piedra de tranca,
ceniza.
Estaba aquella casa de bahareque, enseñando el costillar torcido. En un hueco, una cajita
pequeña, oxidada, con costras de esmalte que prometía tesoros, zafiros abandonados por
una vieja avariciosa en alguna guerra patria, el anillo de esmeraldas de la novia venerada.
Pero no.
Dormía allí una muñeca de cartón, apolillada, corroída. Un bicho le había comido la cara:
Somos la bala
era una niña peligrosa, de piel de nácar y ojos de mar. En la ventana sellada, dos mujeres
espectros gritando: soy yo, soy ella, tú me querías o yo te parí o fui tu puta, fui tu esclava o
Somos la estaca,
Somos el reflejo de una hoja en el agua, pintada por una niña peligrosa que cuenta su
historia piadosa de amor detrás de un espejo de colores, vigilada por un perro azul de ojos
Somos la vara.
Había un castillo. En el castillo había una torre de arena. Cavábamos un pozo. Con cada
palada, perdíamos terreno entre el abismo y los muros. Apenas teníamos donde apoyar los
Me despeñé en el abismo.
Caí en la fuente profunda. Peces negros nadaban en una coreografía de tacto blandísimo,
Querían mis ojos para ver el mundo de afuera, todos los colores, eso me dijeron.
Pero yo no podía darle mis ojos, entonces me quedaría ciega, les dije. Ya estás casi ciega,
me dijeron.
los portales del tiempo, somos partículas espantadas del horror que la ruina se lleva en un
Canto afilado,
Llamarada.
Somos los ojos detrás de la cortina de agua, mirando a través de los ojos perdidos de un