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LA BERBENITA, Belgrano y Saavedra, donde se reunían los más famosos

guitarristas y payadores de aquella época, como Alais, Garcia Tolsa, Pablo


Simeone, Caprino, Emir Absandastek (un turco que interpretaba admirablemente
las cosas criollas), Gabino Gardizábal (el payador que indujo a Quijano a tocar la
guitarra), Gabino Ezeiza, Pablo Vázquez, Nemesio Trejo (gran periodista, escritor y
payador) y muchos otros

CÍRCULO DE OBREROS, de Flores

VESUBIO

Heladería, pero de lujo. Corrientes entre Libertad y Cerrito, muy próxima al cine
teatro Broadway. Todavía existe, aunque convertida en un típico híbrido de
comidas rápidas, si bien conserva algunas de sus copas heladas.

Nació al despuntar los 30 y con la arrogancia de esa época: ambientación italiana


de factura costosa, espejos biselados, sillas tonet y un vitraux que reproducía el
célebre volcán napolitano. La hicieron famosa sus sundaes, copas melba y bananas
split, pero también Carlos Gardel, que iba casi todas las tardes.

En el 33, una inspección municipal la cerró por atribuirle la intoxicación de una


clienta, que no se pudo probar. El mismo día de la reapertura, Gardel era el primer
parroquiano del Vesubio. Su helado más raro se denominaba Friar Inca (nunca se
supo por qué) y consistía en tres bochas de chocolate, crema rusa y crema
americana, todo bañado con jarabe de chocolate y dulce de leche. Lo disfrutó la
actriz Leonor Rinaldi.
ROYAL KELLER

Corrientes casi Esmeralda, fue un local de los “cogotudos”, o sea los


conservadores. Espacioso y muy bien puesto, este café y restorán atrajo un público
diferente porque además de las reuniones políticas albergó una peña literaria y
teatral. Esta tenía su santuario en el sótano, donde una vez por semana el escritor
Alberto Hidalgo presentaba su Revista Oral al parecer con mucho éxito.

Aunque no estaba teñida de ideología, las figuras que participaban era bien grupo
Florida: Oliverio Girondo (pocos saben que además de poeta era muy rico), Jorge
Luis Borges, Macedonio Fernández y Ricardo Güiraldes. Un dato curioso que tomé
–como varios más- de la investigadora y pintora Ana María Moncalvo, quien
también recuerda que en su drama “Los muertos” Florencio Sánchez incorpora
una escena que rememora ese sótano.

LA COSECHERA

Avenida de Mayo 625. Tuvo dos locales más sobre la misma avenida, uno al 800 y
el otro al 1200. No iban en general demasiados actores, pero sí autores y críticos
(no a la misma hora). Por sus características –café de calidad y buenos productos
lácteos- era el sitio ideal para el “completo”, café con leche, pan y manteca, que
tantos almuerzos y cenas reemplazó en el estómago de artistas, escritores y
periodistas. Edmundo Guibourg, Agustín Remón –un español de pésimo carácter-,
Andrés Romeo, Julio Viale Paz, Carlos Gallo, Martín Lemos eran algunos de los que
comentaban los estrenos teatrales para diarios capitalinos.
El ejercicio del humor filoso y zumbón, cuando no abiertamente malévolo, era
gimnasia cotidiana en La Cosechera. De allí surgieron muchos dardos lanzados
desde las columnas de chismes teatrales. También una rara ocurrencia de Remón:
“Quiero viajar al país vasco antes de morirme, pero los pasajes en la línea de
vapores Mala Real Británica son muy caros…” “¿Por qué no te vas en un barco
italiano que tienen una segunda clase barata?” “Es que la Mala Real es la
compañía en que se naufraga mejor…”

LA TERRAZA

Luego Premier, como todavía se llama, ahora convertida en pizzería y cafetería


pero siempre en la esquina de Corrientes y Paraná. Fue una casa de comidas de
muchísima presencia teatral en las décadas del 20 y el 30. En verano podía
ocuparse el piso superior al aire libre, de allí su nombre.

Iban casi todos pero había mesas bravas y temibles. Una era la de Pablo Suero, un
brillante periodista de teatro que tenía el alcohol malo y cuando se emborrachaba
vivía el clásico proceso Doctor Jeckill y Mr. Hyde. Lo malo es que entonces quería
pelear con cualquiera y como era muy rechoncho y de brazos cortitos, asumía unas
palizas memorables. En general lo eludían en esos casos y el dueño de La Terraza,
Raffeto, le había prohibido la entrada.

Se comían platos comunes, aunque de calidad y bien preparados. Un habitué fue


el actor Osvaldo Miranda. Cuenta que una noche de espantoso frío llegó –
congelado- el cantante de tangos Carlitos Roldán vistiendo un traje palmbeach, el
típico atuendo de verano, pero llevaba guantes. Con malicia, alguien le preguntó:
“Carlitos, ¿hace frío?” “¿Si hace frío? ¡Pobre el que esta noche no tenga guantes!”.

EL ATENEO

Enfrente y en diagonal al Seminario, un reducto teatral que compartía sus clientes


con los demás de esa temática, estaba El Ateneo, Carlos Pellegrini y Perón. Fue
uno de los pocos que había copado la gente de cine, en general más dispersa en lo
que hace al típico café de Corrientes y más bien aglutinada en la zona de Lavalle y
Ayacucho donde siempre estuvieron las distribuidoras cinematográficas.

Pero El Ateneo constituía una excepción y allí nació nada menos que Artistas
Argentinos Asociados, la empresa independiente del cine argentino que tiene
mitología propia. En torno a esas mesas se juntaban Enrique Muiño, Elías Alippi,
Francisco Petrone, Ángel Magaña, Lucas Demare y Enrique Faustín, sus creadores.
Allí conocieron al empresario Miguel Machinandiarena, dueño de los estudios San
Miguel, que sería vital para sus comienzos.

Los bohemios de El Ateneo lograron rodar “La guerra gaucha”, “Todo un hombre”,
“Su mejor alumno”, “El muerto falta a la cita”, “Pampa bárbara” y “Donde mueren
las palabras”, entre otras. Con menos fortuna, otros actores y directores planearon
en el mismo salón hazañas similares, impulsados tal vez por el pensamiento
mágico de que AAA fue un sello generado por el duende de El Ateneo y no por la
inspiración, la fatiga y el riesgo económico de quienes lo forjaron. Y se comprende.
¿Para qué nacieron los cafés si no es para edificar castillos en el aire? Se erigieron
de a miles en los sitios que este capítulo intentó resucitar.
LOS INMORTALES

Sin duda el más célebre. También el que partió primero. En 1917 ya no estaba.
Pero mientras abrió sus puertas en Corrientes 922 reunió en su amplio salón a
toda la intelectualidad argentina. Según varios de los escritores que bucearon en
su historia, esta captación de gente de letras fue parte de la estrategia de su
gerente, un tal León Desbernats, que vendía ropa en Gath & Chaves y sabía
bastante de relaciones públicas. Como lo hicieron tantos en distintas épocas –uno
de ellos, el famoso Pepe Fechoría en su restorán de la curva de Córdoba- sectorizar
al parroquiano buscando un perfil, puede ser rendidor.

Durante algo más de diez años, Los Inmortales (bautizado así por Florencio
Sánchez, el gran dramaturgo uruguayo) tuvo la presencia de los más notorios:
Alfredo Palacios, Evaristo Carriego, Roberto J. Payró, Horacio Quiroga, Enrique
García Velloso, Eduardo Martínez Cuitiño –que le dedicó un libro a ese café-,
Enrique Muiño, Elías Alippi, toda la familia Podestá (fundadora del teatro
argentino), Guillermo Battaglia el viejo, no el que consagró el cine, Francisco
Ducasse (un galán de gran impacto sobre las mujeres que hacía de esas mesas un
papel cazamoscas), Enrique de Rosas (futuro primer actor de la Comedia Nacional
Argentina) y muchos más. Hasta la deslumbrante soubrette española La Bella
Otero recibía en ese salón encendidas propuestas eróticas a veces colocadas
dentro de un estuche donde enceguecían los diamantes.

LA BRASILEÑA

Maipú 238, entre Sarmiento y Cangallo –hoy Perón-. Aquí el polo imantado era la
mesa del fogoso escritor anarquista Alberto Ghiraldo, una especie de mosquetero
de afilados bigotes y melena leonina, que también estrenaba obras teatrales
además de sus artículos inspirados por Bakunin, el faro de aquellos libertarios.
Entre los clientes de este café militaban también los que no pensando como
anarquistas simulaban serlo, porque otorgaba una aureola romántica. Y asimismo,
cruzaban a la vereda de los impares quienes por el contrario, no querían hacer
pública su condición. Una figura de gran renombre de La Brasileña fue Rubén
Darío. Otra, el prestigioso intelectual Ricardo Rojas, quien acaso tomó de esa
atmósfera ghiraldiana el temple batallador puesto al servicio del Partido Radical.

EL TELÉGRAFO

Café teatral por antonomasia. Heredó la clientela del Apolo, homónimo del teatro
donde brillaron tantas figuras populares, desde los hermanos Ratti hasta las
comedias en verso del autor Germán Ziclis. Como todo reducto ubicado junto a un
teatro, el cerrado Apolo dejó mucha gente farandulera buscando donde anclar.

El Telégrafo ocupaba la esquina sudeste de Corrientes y Uruguay. Muy pronto


otras dos salas cercanas, Cómico y Smart, le dieron por su parte generosa
concurrencia. La primera, capitaneada por Lola Membrives, la otra por Blanca
Podestá (luego ambos teatros llevaron esos nombres).

Los de este café eran habitués muy fieles y raramente iban a otro. Porque eran
amigos de mi tío Alejandro más tarde conocí a varios ilustres de esa casa: el autor
Luis Rodríguez Acasuso (de rostro adusto y muy formal, aseguraba saber de todo:
medicina, arquitectura, astronomía) era el dramaturgo preferido de Blanca
Podestá. Alberto Novión (notable forjador de grotescos). Alberto Vacarezza (genial
sainetero) con su voz estentórea me prometió un verso para lucirme en el colegio
y cumplió.
También hacía tertulias en El Telégrafo Florencio Parravicini, el bufo que llevaba
sus transgresiones hasta límites a veces escandalosos: allí se despidió un poco
ambiguamente una fría noche de 1941 y antes de la salida del sol se voló la cabeza
de un tiro.

REAL

Más tirando a confitería que a café, era un salón paquete (mucho mármol, bronces
y espejos, el pocillo costaba diez centavos más) y uno de los pocos que prolongó su
funcionamiento hasta principios de los sesenta.

Ocupaba la esquina sudeste de Corrientes y Talcahuano y siempre fue para todos


“La Real”. Es cierto que convocó tangueros de gran cartel –de Julio De Caro a
Aníbal Troilo- pero capturó al mismo tiempo unos cuantos teatreros: Antonio
Botta y Marcos Bronemberg (revisteros del Maipo), todos los Serrador: Esteban,
Juan, Teresa y Pepita, Milagros de la Vega y su marido Carlos Perelli (amaba los
trajes de colores chillones y a cuadros; mirándolo, el adusto Orestes Caviglia desde
su mesa sobre Talcahuano musitó: «¡Qué bien le vendría un lutito!...»), Enrique
Serrano a veces con su compañera de rubro, Irma Córdoba, tomaba un copetín allí.

EL TROPEZÓN

Restorán. Uno de los más famosos de Buenos Aires, con gran concurrencia de
gente importante, entre la cual se mezclaban los teatristas. Tuvo tres locaciones:
Callao y Bartolomé Mitre, Callao y Cangallo y por último Callao 248 donde cerró
sus puertas para siempre.
Gran salón comedor y excelente cocina lo caracterizaban. No tanto de actores
como de autores, allí comían Armando Discépolo, Julio Sánchez Gardel, Pedro E.
Pico, Carlos Mauricio Pacheco, Antonio y Arturo De Bassi, Roberto Tálice, Carlos
Schaeffer Gallo (según dicen, el galán de los autores) y en su última etapa, Abel
Santa Cruz. Uno de los actores más fieles fue Luis Arata y disfrutaba sus pucheros
Alberto Closas, cuya mesa compartí muchas noches.

En El Tropezón el autor y empresario español Pablo Bueno –era un engranaje clave


de la gran maquinaria comercial de Darío Víttori- hizo gala de su ingenio. Como
debía someterse a un régimen bastante severo quiso explicárselo a un mozo nuevo
y de pocas pulgas: «Bueno, sí, ya entendí, ¿qué más quiere?» le contestó el
camarero con cara de vinagre. Pablo Bueno le preguntó:

-¿Cómo te llamas?

-Alegre...

-¡Tú tienes de Alegre lo que yo de Bueno!

El Tropezón fue también escenario de la angustia del actor español Pedro López
Lagar cuando –víctima ya de un cáncer de laringe- intentaba sin éxito relatar los
contenidos de una obra que deseaba (y no podía) estrenar.

Otra voz, la de Edmundo Rivero: «Pucherito de gallina con viejo vino carlón», no lo
dejó caer en el olvido
Antiguos códigos de la noche porteña: Taka Taka y Rodríguez Peña

Por Francisco García Jiménez con aportes de Raúl Castelli

abía corrido un lustro del albor del siglo sin que se produjera el fin del mundo
que anunciaron los agoreros. Figueroa Alcorta presidía un país de vacas gordas que
hacían abortar algunas conspiraciones flacas. El tango porteño, a espaldas de la
vida circunspecta, dejaba de ser asunto exclusivo de los pies y buscaba auditorios
para el solo gusto de los oídos.

«Venía de los Corrales Viejos (luego barrio de Parque de los Patricios) y de ser
bailado allí por hombres y mujeres que tenían por mitades el arrabal y el campo.
Ellos eran por arriba, compadres de chambergo alto y pañuelo al cuello anudado
en galleta; por abajo gauchos de facón a la cintura, bombacha y bota. La pueblera
y la china se mezclaban en la pinta de sus compañeras de “cortes”, entre el
peinado de bucles y la almidonada pollera arrastradiza.

«Salteado entre callejones de un lado y el otro de Puente Alsina, ese tango


encontró su auditorio en los cafetines de la ribera del Riachuelo —que los dueños
con ampulosidad ingenua, llamaban cafés-concert—, donde se reunía gente de
todas las razas, respaldadas por barcos de todas las banderas. Allí el tango de
Buenos Aires se hizo universal.

«Los nombres de los cafetines entraban en el cifrado familiar de los parroquianos.


Muchos de ellos perdieron lo inscripto en el letrero de la puerta de entrada y
fueron designados simplemente por el origen o alguna característica de sus
propietarios. Así, Vicente Greco tocaba “en lo de la Turca”, Agustín Bardi en “el
café del Griego”, Ángel Villoldo en “lo del Marsellés” y Gardel-Razzano, “en el café
del Pelado”.

«Roberto Firpo le contaba, años atrás a un periodista, que fue el primer músico
que por 1910 llevó el tango a la Avenida de Mayo, haciendo dúo con el bandoneón
de Bachicha Deambroggio: “Era una confitería ubicada frente a lo que es hoy el
Pasaje Barolo. Tenía un público de familias, de modalidad más española que
argentina, como la propia avenida. Primero fui a tocar solos de piano romanzas,
sonatas, valses. Un día convencí al patrón que me dejara tocar tangos en dúo. Se
corrió la voz enseguida y llamaban a los mozos con palmadas estruendosas. Pedían
a los gritos los tangos de su preferencia, con alusiones confianzudas. El público de
familias se hizo humo y el patrón nos dijo que nos fuéramos con la música a otra
parte”. “-¿Cómo se llamaba la confitería?”, le preguntó el periodista a Firpo. “Taka
Taka”, respondió.

«Cuando consulté algunos escritos, no pude hallarla, nadie la nombraba. Pero la


dirección que había dado Firpo coincidía, en cambio, con una confitería llamada “El
Centenario”. Cuando lo consulté a Firpo, ya anciano, para que me sacara de dudas,
exclamó: “¡Claro, hombre, ahora me acuerdo del verdadero nombre! Pero resulta
que había un mozo japonés que apenas se le podía entender y sus palabras
sonaban como “taka taka” y así comenzaron a llamarlo al japonés y al lugar, los
muchachos gustadores del tango. Entonces, cuando a uno le preguntaban donde
iba o donde había estado, respondían: en el Taka Taka, aquella ocurrencia
sustituyó el nombre verdadero”.

«La proximidad de la calle Corrientes, con sus teatros y sus cenáculos de artistas e
intelectuales, proporcionaba al salón de baile concurrentes de mayor jerarquía y
pública notoriedad. “Te espero en Rodríguez Peña” fue una frase campechana de
la noche porteña. Y si la categoría se la dio al lugar, en principio, el reputado
bandoneón de Vicente Greco, su feliz inspiración de compositor hizo el resto con
su melódico y famoso tango que lleva como título el nombre de la calle.»

Aquí finaliza la nota de García Jiménez, publicada en el diario La Prensa en 1972.

En la “Antología del tango rioplatense”, dirigida por Raúl Castelli —editada en


enero de 1983—, se expresa que eran tres los salones ubicados a metros de la
esquina nombrada.

El Salón La Argentina, denominado igual a la asociación mutualista a la que


perteneció y que fuera creada a fines del siglo XIX.

El Salón San Martín, ubicado en la vereda de en frente en el número 344, y al que


los concurrentes denominaban “Rodríguez Peña”, que más adelante fuera
ocupado por la Sociedad Francesa de Socorros Mutuos y luego por el llamado
“Teatro del Arte” y, a pocos metros aún existe la Casa Suiza, donde solían
presentarse, también, conjuntos tangueros. Todas estas posibilidades para
escuchar nuestra música llevaban a los interesados a citarse en la calle Rodríguez
Peña para luego decidir a donde concurrir.

«En el San Martín, los bailes eran organizados por Enrique “El Oriental”, “El
lecherito Aín” o “El Pardo Santillán”, secundados por “El pesado Cardillo", hombre
de acción. Los lunes se realizaban concursos de baile y de vestuario. Las mejores
bailarinas eran “La Chata” y “La Parda Loreto" (veterana profesional que ya era
famosa en los prostíbulos de la zona del Temple, antiguo nombre de la calle
Viamonte, por 1880). Los sábados y domingos estos bailes reunían a los mejores
bailarines de la época.

«Actuaba la orquesta de Vicente Greco, que dedicó su tango Rodríguez Peña a los
muchachos del “Salón”, y otro, titulado “María Angélica” para la bailarina de ese
nombre. Lo acompañaban a “Garrote”, su hermano Domingo Greco (guitarra)
Francisco Canaro y “Palito” Abatte (violines) y “El Tano” Vicente Pecci (flauta). Al
mismo tiempo, con el agregado del bandoneonista Lorenzo Labissier (según
algunos investigadores), se presentan de lunes a viernes en el café “El Estribo”.
Para otros, Labissier, integró el conjunto en ambos lugares. Greco lo consideraba
un alumno suyo y a él le dedicó su tango “Lorenzo”.

El nombre
de "Los
Inmortales"
Por Antonio Requeni

n la angosta calle Corrientes de principios de


siglo, entre el 920 y el 924 de la actual
numeración, abría sus puertas el café "Los
Inmortales". El local, no muy grande, estaba
pintado de verde y en la fachada lucía una amplia
vidriera. Funcionaba durante el día y la noche y
servía unos suculentos desayunos por 15 centavos
que frecuentemente hacía las veces de almuerzo o
cena a los "inmortales"; poetas, dramaturgos,
críticos, novelistas, músicos, pintores, periodistas y
cómicos, consagrados y neófitos, que «tomaron
posesión definitiva del salón por simple prescripción
del asiento ocupado, pagaran o no su consumición,
oblada a veces con música de palabras en dinero de
la fantasía». Según evocó Vicente Martínez Cuitiño
en su libro "El Café de los Inmortales".
Roberto F. Giusti, Bernardo
González Arrili y Edmundo
Guibourg, que fueron parroquianos
del café y nos narraron hace años
sus recuerdos, coincidieron en
señalar que las peñas más
importantes de "Los Inmortales"
estaban integradas por gente de
teatro. Guibourg, que concurrió por
primera vez a fines de 1910, poco
después de la muerte de Florencio
Sánchez, nos confesó que lo hizo
por devoción al gran autor
rioplatense -figura capital de esas
tertulias-, atraído por el testimonio
Café Los
que de él podían darle quienes
Inmortales
habían sido sus amigos y el
hermano del autor de "En familia", Alberto Sánchez,
también autor de teatro que seguía yendo a aquel
café situado entre las calles Suipacha y de las Artes
(hoy Avenida Carlos Pellegrini).

Giusti, frecuentador del café antes que Guibourg,


nos confirmó la noticia de la presencia, todas las
noches, de Florencio Sánchez -quien redactó en las
mesas de "Los Inmortales", al dorso de formularios
de telegramas sustraídos en el correo, los actos de
muchas de sus obras, así como las de Antonio
Monteavaro, Evaristo Carriego (había escrito una
obra teatral y buscaba empresario), el cuentista
uruguayo Javier de Viana, el crítico catalán Juan
Mas i Pi; Edmundo Calcagno, anarquista que abjuró
de su militancia para desempeñar el consulado en
Barcelona y luego la secretaría de prensa durante el
gobierno del general Justo; más anarquistas como
el uruguayo Ángel Falco y el argentino José
González Castillo; el periodista Juan José de Soiza
Reilly y otros.

Después de asegurar que no era una peña la que se


formaba en "Los Inmortales" sino "un archipiélago
de peñas", sostuvo que la leyenda ha exagerado sus
empresas literarias.

Guibourg nos pormenorizó la actividad y los


nombres representativos de cada una de esas
peñas; una estaba formada por artistas plásticos y
la acaudillaba el escultor Pedro Zonza Briano.
Asistían entre otros López Naguil, Malharro, Arango,
Maza, Lagos, Franco, Garbarini, Fioravanti, el Mono
Taborda, Riganelli y un mediocre pintor español
llamado López Turner, a quien el encargado del café
protegía y auxiliaba con un plato de sopa cuando el
artista daba muestras de desfallecimiento. Fueron
tantas esas oportunidades que terminaron llamando
a López Turner "el pintor de la buseca".

En otra mesa se reunían los políticos (radicales y


socialistas) Perkins, Absalón Rojas, Felipe Torcuato
Black, Elpidio González (a veces iba en alpargatas),
Alfredo Palacios, el uruguayo Emilio Frugoni y el
tucumano Mario Bravo.

En otra mesa los anarquistas Alberto Ghiraldo, José


de Maturana, Julio Barcos, Emilio Carulla y los antes
nombrados por Giusti. Algunos de estos anarquistas
eran además poetas o autores teatrales, por lo que
se los veía alternar en las mesas de sus
compañeros de gremio. Guibourg recordó, entre
esos contertulios ambivalentes, a Rodolfo González
Pacheco.

«Era un niño bien que se esforzaba por parecer un


compadre -nos dijo-. Después de vivir en un
ambiente de familia acomodada, se hizo anarquista.
Siempre había usado sombreros Stetson y los siguió
comprando después de su "conversión", pero
entonces, antes de ponérselos, los refregaba contra
una mesa hasta hacerlos un estropajo».

Había también una peña de profesores, viejos


carcamanes que alternaban "Los Inmortales" con "El
Guarany" y de la que a veces participaba el autor
dramático Francisco Fernández, así como una peña
de gente del foro, en la que se destacaba un
ahogado de apellido Solari, autor con el seudónimo
de Doctor Lyers, del libro titulado "La mala vida en
Buenos Aires".

Pero la peña más numerosa y bullanguera fue la de


los hombres de teatro, en la que oficiaba de
conciliador José González Castillo. Además de los
hermanos Sánchez, concurrían Vicente Martínez
Cuitiño, Enrique García Velloso, Carlos M. Pacheco,
Federico Mertens, José de Maturana, Enrique
Villarreal, Claudio Martínez Paiva, Francisco
Ducasse, Alberto Novión, Pascual Carcavallo, Ivo
Pelay, Alfredo Lliri, Ángel Méndez, César Iglesias
Paz, Antonio De Bassi, el binomio Goycoechea y
Cordone, Alberto Vacarezza, Luis Bayón Herrera,
Julio Sánchez, Gardel y José Antonio Saldías.

Algunas noches se les unían, arrimando uno a más


mesas, poetas y prosistas: Evaristo Carriego,
siempre de negro, como Ghiraldo; Alvaro Melián
Lafinur, al que llamaban "el prócer"; Enrique
Banclis, Juan Pedro Calou, Roberto F. Giusti, Alfredo
Bianchi; Juan Pablo Echagüe, Hugo de Achával,
Natalio Botana, Alberto Gerchunoff, Charles de
Soussens, Roberto J. Payró, Luis Doello Jurado,
Edmundo Montagne, Andrés Chabrillón, Bernardo
González Arrili, Domingo Robatto, Héctor Pedro
Blomberg, el payador Federico Carlando, el
lunfardista Juan Francisco Palerino y el vizconde
Emilio de Lascano Tegui (falso vizconde). Con ese
grupo se sentó más de una vez una mujer, la
primera que hizo entre nosotros vida de café y la
primera también que se animó a fumar en público:
Angela Tesada, actriz uruguaya que Martínez
Cuitiño definió como «lindo demonio sedante» y a la
que se atribuía una relación sentimental con José
Ingenieros.

Otro curioso personaje que llegaba de vez en


cuando a esa peña, alborotándola con chispeante
alegría y salidas ingeniosas, era un tucumano que
había vivido su juventud en París, de nombre
Alberto Zavalía, autor de música de cámara.
Guibourg lo recordó como "el jefe de la bohemia
más zaparrastrosa".

Un dato interesante: Carlos Mauricio Pacheco


escribió en 1909 una obra satírica titulada "Los
melenudos", cuyo último acto transcurre en "Los
Inmortales". En el sitio donde estuvo el célebre
local, ocupado hoy por la sastrería "Cervantes", se
colocó en 1951 una placa recordativa que años
después desapareció. En su lugar hay otra placa
dedicada al músico Pedro Laurenz, que vivió
muchos años en el edificio lindero.

El Título:

En realidad, el café "Los Inmortales" nunca ostentó


ese nombre en parte alguna del edificio. Pero lo que
todavía no se ha dilucidado es quién lo bautizó con
ese título. Enrique García Velloso ha dicho que fue
Rubén Darío. Martínez Cuitiño, en su famoso libro,
asegura que fue Florencio Sánchez, lo que parecería
confirmado por los recuerdos de León Desbernats,
el francés que regenteaba entonces el local, según
se lo confió al periodista Edmundo Kraken -
seudónimo de Gerónimo Jutronich- en el curso de
un reportaje publicado por la revista "Vea y Lea", el
18 de febrero de 1960 (Desbemats contaba
entonces 83 años).

Por su parte, Alberto Gerchunoff ha dejado unos


apuntes sobre el café en los que informa ser él y no
Sánchez el responsable de la afortunada ocurrencia.
El pintor Kantor, yerno del autor de "Los gauchos
judíos", publicó parcialmente esos apuntes en los
que se lee: «Los jóvenes de la revista y otros
escritores se reunían en un café de la calle
Corrientes, junto al teatro Nacional, llamado Santos
Dumont, cuyo dueño era un francés rubio y flaco.
Yo bauticé el café con el nombre "Los Inmortales" y
a su dueño con el nombre de Monsieur Guimaraes.
El buen hombre aceptó su nuevo apellido con tanta
conformidad como aceptó el nuevo rótulo para su
café, y en 1914, cuando se fue a la guerra, solía
escribirme desde las trincheras firmando Mr.
Guimaraes. En "Los Inmortales" nos reuníamos a
diario Payró, Becher, Ortiz Grognet, los pintores
Malharro y Arango, Mario Bravo, Alfredo López,
Grandmontagne, Ricardo Rojas y Lugones».

Cabe destacar otra disensión entre los recuerdos de


Gerchunoff y los de Martínez Cuitiño; este último
afirma que Lugones jamás pisó "Los Inmortales", lo
que confirmó González Arrili, cuando nos aseguró,
además, que tampoco Ricardo Rojas puso nunca los
pies en ese local. Pero aún queda en suspenso otra
incógnita: el verdadero nombre del establecimiento.
Hemos visto que Gerchunoff, al igual que otros
protagonistas y testigos, lo recuerda como Santos
Dumont.

Sin embargo, don León Desbernats relató al


periodista de "Vea y Lea", en el reportaje aludido,
que el café se llamaba "Brasil". La confusión se
debe, seguramente, a que en la vidriera se exhibía
un retrato del aviador brasileño Santos Dumont,
cuyo nombre había sido adoptado, además como
marca del café que allí se vendía.

Resultará ilustrativo recordar otros fragmentos de


aquella entrevista realizada por el periodista
Jutronich en la quinta que en 1960, poseía don León
en San Miguel, a la que había denominado "El
Recuerdo":

«Don León llegó a la Argentina en 1892, cuando


aún no había cumplido 15 años. Trabajó de
colchonero -como su padre- y fue empleado de
Gath y Chaves, donde vendía corbatas. En 1905
trabajaba en la tienda cuando le ofrecieron, por 90
pesos mensuales, la gerencia del "Café Brasil",
propiedad entonces de Calixto Milano. Don León
impuso como condición hacer algunas reformas;
éstas se hicieron en ocho días y costaron 900
pesos.
Modificó la fisonomía del café y mejoró el servicio.
Aparte de la venta de café en el mostrador, no se
servía en las mesas otra cosa que café con leche.
Nada de bebidas alcohólicas o sin alcohol, aunque
más tarde, don León conservó alguna botella de
grapa o caña destinada a unos pocos preferidos,
entre los que se contaba Charles de Soussens.

«Un día -narró el francés- entraron unos


estudiantes con mucho apetito y sin un centavo.
Confesaron al mozo que los atendió que no tenían
dinero y pidieron crédito para tomar un "completo"
cada uno de ellos (café con leche y pan con
manteca). El mozo transfirió el problema a don
León y éste se acercó, sonriente como siempre, a la
mesa de los hambrientos muchachos. «Pueden
servirse y volver. Paguen cuando tengan. Y no
dejen de hacer propaganda a la casa». Los
estudiantes volvieron muchas veces. Algunos
pagaron sus deudas y otros quedaron para siempre
deudores. Pero todos hicieron propaganda. El café
Brasil dejó de mostrar apariencias de desierto y,
poco a poco, a la vista de las mesas ocupadas, los
empleados de la zona comenzaron a confirmar las
excelencias del "completo". A los dos meses, los
"llenos" se repetían a diario y el ruinoso negocio
que don León había tomado en sus manos
marchaba viento en popa.
"Posteriormente aparecieron, hambrientos y tímidos
los primeros "Inmortales", que pudieron haber sido
Florencio Sánchez o Evaristo Carriego, Héctor Pedro
Blomberg o Mario Bravo, Carlos Mauricio Pacheco o
Juan Pedro Calou. Don León no lo recuerda
exactamente porque entonces no los conocía, ni
sospechaba que asistía a la formación de un nuevo
y pequeño grupo olímpico. Pero es posible que los
primeros hayan sido Florencio Sánchez o Carriego,
por quienes el gerente mostró siempre predilección
y a los que invitaba con frecuencia a comer
reparadores pucheros en un restaurate vecino,
abierto por un catalán con dinero ganado con la
grande de la lotería y perdido por las artes
tramposas de un mal socio.

«La gloria del café creció y vio desfilar después por


su salón a las figuras internacionales que visitaron
Buenos Aires en el año del Centenario y hasta 1916.
Allí tomaron café Jacinto Benavente, Enrico Caruso,
Tita Ruffo, Jean Jaurés y Ramón del Valle Inclán.
Don León dejó "Los Inmortales" el 30 de mayo de
1915 y partió para Francia a pelear en la guerra
iniciada un año antes. En 1919 fue desmovilizado y
volvió a la Argentina. Se empleó de nuevo en Gath
y Chaves como vendedor de perfumería y luego de
juguetería, hasta que renunció. En 1920 trabajó en
la casa de café "A los Mandarines", a la que
contribuyó a dar considerable impulso comercial. En
1938 viajó de nuevo a Francia y regresó después de
la guerra, en 1946».

Anécdotas:

Martínez Cuitiño, que incluyó en su libro sobre "Los


Inmortales", según Giusti, «hasta a los que pasaban
por la vereda de enfrente», ha narrado muchas
anécdotas ocurridas en el legendario café, entre
ellas una de trascendencia para la gente de teatro:
en 1910 surgió en la peña teatral de "Los
Inmortales", la iniciativa de formar una sociedad de
autores, materializada poco después en casa de
García Velloso, «para defender el ideal artístico y
los intereses del autor». Aquella primera agrupación
fue el germen de la actual ARGENTORES. También
nació en "Los Inmortales" la idea de crear un
instituto nacional para cursar estudios de arte
dramático, vale decir lo que es hoy el Conservatorio
Nacional de Música y Arte Escénico.

En "Confidencias de un hombre de teatro", Federico


Mertens informa que en "Los Inmortales" se fundó
la revista "Vida Moderna", de Arturo Giménez
Pastor, y allí también se gestó "Papel y Tinta" que
dirigieron Benjamín Villalobos y Edmundo Calcagno.

«A un café por cabeza -memoró el autor de "Las


d'enfrente"- repartidos en diversas mesas,
permanecíamos hasta los albores del día
leyéndonos, en consulta, cuando escribíamos y
preparábamos. Escena por escena, verso por verso,
capítulo por capítulo, iban surgiendo la comedia, el
poema, la novela. O bien comentábamos el
movimiento bibliográfico y teatral o los artículos de
fondo de 'la tribuna de doctrina' escritos por Joaquín
de Vedia. Espantábamos con nuestra bulla a los
parroquianos pacíficos y a cuanto hortera de "A la
Ciudad de Londres ", gran tienda ubicada en la
esquina de Carlos Pellegrini y Corrientes, iba allí a
dilucidar modas y a charlar sobre muselinas y
madapolanes. Y, por fin, quedábamos dueños
exclusivos del baluarte, fundiendo al pobre dueño
de Los Inmortales, sacrificándolo en su tolerancia
de mecenas».

El poeta Mario Binetti nos contó una anécdota que


le fue referida por Rafael Alberto Arrieta. Una noche
coincidieron en una mesa de "Los Inmortales" dos
jóvenes poetas que se repartían en ese momento el
favor de dos grupos opuestos de lectores. Uno era
Evaristo Carriego y el otro Enrique Banchs. Ambos
habían sido revelados por la revista "Nosotros"
hacia 1907 y venían perfilándose, cada uno dentro
de su estilo y personalidad, como los más valiosos
líricos de su generación. Invitados a leer cada uno
de ellos un poema, el fino y mesurado Banchs leyó
los octosílabos de su bello "Romance de la
prefiadita", que recogió después en "El cascabel del
halcón".

Mañanita era de Mayo...


Le doliera el corazón:
como niña recatada
esta cuita bien guardó.

Evaristo Carriego -a estar por la versión de Arrieta,


evocada por Binetti-, interrumpió la lectura con un
exabrupto y después de impugnar el "tufillo
hispánico" del romance, se puso a recitar una de
sus composiciones de corte realista y expresiones
arrabaleras. Enrique Banchs se retiró de la mesa y
nunca más volvió a "Los Inmortales".

Y una última anécdota relacionada con el mítico


café. Se hallaba un día Gerchunoff sentado a una de
sus mesas cuando se le acercaron varios jovencitos
no muy leales a su sexo. Después de manifestar al
autor de "La asamblea de la bohardilla" cuánta era
la admiración que por él sentían, le confesaron que
ellos también poseían inclinaciones literarias y que
antes de lanzarse a escribir libros habían decidido
reproducir sus versos y prosas en una revista que
se proponían fundar. Tenían el material y el dinero
para dar a la imprenta. Habían resuelto los
problemas de diagramación, tipografía, etcétera,
pero no encontraban un título adecuado para la
publicación. Gerchunoff tenía fama de "nombrador"
(él fue quien bautizó la revista Nosotros, de Giusti y
Bianchi, tomando el nombre del título de una novela
inconclusa de Payró, y se atribuyó, asimismo, como
lo hemos visto, la paternidad del nombre de "Los
Inmortales"). Aceptó pues el compromiso ante los
ambiguos muchachos -cuyas palabras habían sido
expresadas con ademanes entre afectados y
melífluos- y después de unos segundos de silencio
exclamó: «¡Ya está!». Los jóvenes, ansiosos,
expectantes, se hallaban pendientes del nombre
que pronunciaría el maestro. «Creo que el título
debe ser "Los Anales"...»

Antonio Requeni es escritor y periodista. Variados


estilos completan su obra litetaria; obtuvo los
primeros premios Municipal de Poesía y Municipal de
ensayo "Ricardo Rojas", por "Línea de Sombra" y
"Cronicón de las peñas de Buenos Aires",
respectivamente. En literatura infantil obtuvo el
tercer premio Nacional por su libro "El Pirata
Malapata".

Publicado en Desmemoria, Re-vista de Historia, nº 5, Buenos


Aires, octubre-diciembre de 1994.

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