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San Ireneo en su obra Contra las herejías (circa 180) escribe esta famosa
declaración del humanismo cristiano: “La gloria de Dios es el hombre vivo, pero la
vida del hombre es ver a Dios”. Ver a Dios significa tener abiertos los ojos del
corazón a la existencia de Dios, y los oídos del corazón a su palabra. Dios puso un
ojo en los corazones de los hombres para mostrarnos la grandeza de sus obras (Si 17,
8), pero en el camino la codicia de los ojos contrajo el espacio del corazón. Dios nos
dio el corazón en custodia para que nos encontremos con Él, pero al corazón en el
camino se le va metiendo una maleza de confusión, de mundo, que no deja que nos
apercibamos de la presencia de Dios. El mundo visible fue creado para gerencia del
hombre, pero para recuperar la interioridad del corazón es también necesario que
nos apercibamos de lo “invisible”.
Pero desde el siglo XV la pregunta que ocupó el centro de las reflexiones fue
cómo hacer funcionar un cuerpo social. Y a partir de Maquiavelo, el concepto de
Sociedad pasó a ocupar el lugar original de la Fe; la Eternidad se redefinió como
Futuro; los referentes de la Religión se desplazaron hacia la Política. La obra
humana perdió la concepción de servicio determinada por la obediencia al Creador.
Es, pues, crucial en el continuado devenir de este proceso, que el hombre, aun
como abanderado de su autonomía y responsable de sus actos, recobre la
consciencia de que su plena identidad depende de una verdad trascendente. El Papa
Juan Pablo II, en su bula Incarnationis mysterium escrita en el año jubilar del
bimilenario de Jesucristo, describe la propia existencia del hombre como un camino.
“Del nacimiento a la muerte, la condición de cada uno es la de homo viator. (...) La
historia de la Iglesia es el diario viviente de una peregrinación que nunca acaba”.
Desde la Creación hasta nuestros días, la vida es un camino distendido con un
principio (desde la concepción) y un tránsito (hasta la muerte). El objetivo de
caminar en la fe es que nos encontremos con Dios Padre por medio de su Hijo
Jesucristo. Por eso en la vida Él es el Camino. Por eso en el camino Él es la Vida.
La Iglesia, enseñó Juan Pablo II, “debe ser consciente de todo lo que parece
ser contrario al esfuerzo para que ‘la vida humana sea cada vez más humana’ (GS,
38), para que todo lo que compone esta vida responda a la verdadera dignidad del
hombre” (Redemptor hominis, 14). Y en su mensaje de Navidad de 1978, expuso:
“No casualmente Jesús vino al mundo en el período del censo, cuando un emperador
romano quería saber cuántos súbditos contaba su país. El hombre, objeto de cálculo,
considerado bajo la categoría de la cantidad; uno entre millares de millones. Y al
mismo tiempo, uno, único, irrepetible. Si celebramos con tanta solemnidad el
nacimiento de Jesús, lo hacemos para dar testimonio de que todo hombre es alguien,
único, irrepetible”. Es gracias a ese misterio de un Dios nacido en un pesebre,
censado por el emperador de Roma, que nuestra vida y esperanza tienen
consistencia. La Encarnación, pues, nos hace cobrar consciencia de nuestra dignidad
como hombres y, consecuentemente, de nuestra obligación de no ser indiferentes a
la suerte de otro miembro de la familia humana.
Porque esto es lo que define al cristianismo: (1) que Dios se hizo hombre, que
murió para redimirnos del pecado, y que resucitó y sigue viviendo entre nosotros; y
(2) que nosotros, la Iglesia, estamos llamados a anunciar el realismo de estos
misterios.
Sin embargo, el odio del mundo va dirigido contra la Encarnación y contra la
Evangelización. Y la arremetida del mundo plantea una cuestión viva que no
consiente a ningún cristiano la neutralidad; se es o no se es, sin escapatoria.
Meditación de Adviento (2):
INTRODUCCIÓN
SIGLO I
SIGLO II
Según los Hechos de los Apóstoles (Hch 11, 26), Antioquía fue el primer
lugar “donde los discípulos fueron llamados cristianos”. El obispo de allí era
Ignacio, Padre de la Iglesia. En una carta a la gente de la comunidad de Trales,
Ignacio de Antioquía refuta la cristología del docetismo y refuerza la humanidad e
historicidad de Jesús expresando que nació “verdaderamente”, que sufrió
“verdaderamente” y que resucitó “verdaderamente”; y si la muerte de Jesucristo
había sido solo aparente, carecía de sentido morir verdaderamente por Él. “Estad
firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza
de David según la carne, Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios, nacido
verdaderamente de una virgen”.
SIGLO III
SIGLO IV
SIGLO V
En el siglo VII –puesto que la Iglesia del siglo V había anclado la fórmula de
la hipóstasis o persona del Verbo, que posee las dos naturalezas, divina y humana–,
la pregunta fue: ¿había una o dos voluntades en Cristo? Los monotelistas (mono:
una; thelein: voluntad), pensaron que la personalidad de Cristo se manifestaba en
una sola voluntad. Frente a ellos el Concilio de Letrán en el 649 expresó que en
Cristo hay dos voluntades, como una consecuencia ineludible de las dos naturalezas;
dos voluntades, la humana y la divina, que actúan sin imperfección alguna.
Hacia 1375 el teólogo Juan Wiclef, para congraciarse con el rey Ricardo II de
Inglaterra, recriminó que la monarquía como feudataria tuviera que pagar tributo a la
Santa Sede; criticó acremente a los Papas Gregorio XI y Urbano VI; y repudió la
doctrina de la transubstanciación. El Concilio de Constanza de 1414 lo declaró
culpable de herejía.
SIGLO XVI
El Concilio de Trento, promulgado por San Pío V en 1556, dijo así: “se
encarnó en las entrañas de la Virgen, fue concebido no por obra de varón, como los
demás hombres, sino –superado todo orden natural– por virtud del Espíritu Santo. Y
de esta manera, una misma Persona, sin dejar de ser Dios que era desde toda la
eternidad, empezó a ser hombre, cosa que antes no era. […] Apenas el alma se unió
al cuerpo, se unió también a uno y otra la divinidad con el cuerpo y con el alma”.
SIGLOS XVII-XVIII
En este siglo también surgen los rosacruces, cuyo símbolo es una rosa y una
cruz: la cruz representa la sabiduría del Salvador, el conocimiento perfecto o gnosis;
mientras que la rosa es el símbolo de la purificación ascética. Es una sociedad
secreta (como los masones a partir del siglo XVIII, también neognósticos,
vinculados a la Iglesia Anglicana). Escribió San Juan Bosco: “El demonio se
esconde en las sociedades secretas”.
SIGLO XIX
La Iglesia del siglo XIX, como la Iglesia de otros siglos, es una Iglesia que
combate contra el mundo y recibe los ataques del mundo. El siglo XIX estuvo
signado, entre otras cosas, por: el espíritu igualitario de la revolución francesa, que
influyó en Occidente desde 1789 y en el que una jerarquía católica se salía del
molde; y el naturalismo que despreciaba toda verdad sobrenatural, y empujaba la fe
a los parámetros del orden natural: Jesús “se sintió” Hijo de Dios, pero nada más.
Ello se combinó a fines del XIX y principios del XX, y dio forma a la
doctrina del modernismo teológico, según la cual la única vía de acceso a la verdad
es la experiencia individual; por tanto, la función del cristianismo debía ser sintetizar
las verdades religiosas. La revelación, la fe y los dogmas eran considerados de un
valor relativo, pues se descartaba una verdad absoluta. Para la doctrina del
modernismo teológico, lo que llamamos verdad cambia al tenor de las
circunstancias, y los dogmas deben adaptarse a las necesidades de la época.
SIGLO XX
El nombre Irene viene del griego que significa paz; irenismo, por tanto,
equivale a pacifismo. Pero el irenismo, que es una de las tendencias del modernismo
teológico, es una herejía, un movimiento que mediante la razón busca la conciliación
y la paz; y, obviamente, en un contexto de odio y violencia, es música para los
oídos. Pero el Papa Pío XII, en su encíclica Humani Generis (1950), advirtió que era
un peligro real. Hay en el irenismo un espíritu de consenso, de diálogo y de espíritu
ecuménico, pero que le resta prelación a las verdades fundamentales de la fe. Por
respeto a Dios –y al prójimo– la verdad no se puede subordinar al peso del
relativismo, ni en el marco del error se puede animar la tolerancia.
Señala el Documento de Puebla (545): “Se debe hacer notar aquí el riesgo de
ideologización a que se expone la reflexión teológica cuando se realiza partiendo de
una praxis que recurre al análisis marxista. Sus consecuencias son la total
politización de la existencia cristiana, la disolución del lenguaje de la fe en el de las
ciencias sociales y el vaciamiento de la dimensión trascendental de la salvación
eterna”. A pesar de esta exhortación, la “teología de la liberación” se hizo patente
particularmente en Nicaragua en los años 1980.
SIGLO XXI
Sin duda al diablo le falta imaginación y, por eso, siglo tras siglo, recicla las
herejías.
–La de quienes dejan el sentido moral según cada cual. Igualan a todas las
religiones sin hacer distinción de ninguna de ellas, así da lo mismo las monoteístas
que las politeístas, la católica que cualquiera de ellas. Tampoco hace distinción entre
lo divino y lo demoníaco. En el pasado, la herejía maniquea tendía a exaltar la
naturaleza del diablo, a hacerlo potente como Dios. Hoy existe el mal en abstracto,
el demonio en su concreción casi dejó de existir. Un error tan grave como el otro.
Como también son una aberración otros disfraces del demonio, como el
mundanismo, el esoterismo y la manipulación política de la religión.
–La de quienes buscan a Dios en una entidad abstracta o una cosa como una
energía, con un sentido neo-gnóstico; o caen en el ateísmo práctico de descartar al
prójimo, porque lo ven como una estadística o una rémora, en vez de comprender
que cada uno es un don de Dios para los demás.
COROLARIO