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Meditación de Adviento (1):

Creación con sentido,


viaje con destino

Siempre le provoca al hombre, cuando se plantea el origen de la historia,


llevar su interrogación más allá y preguntarse por el origen del universo. En la
Biblia, cuando el pueblo de Israel quiere narrar el origen de su historia, se pregunta
antes el origen del hombre y, antes aún, expone la creación de todo el universo. La
misma inquietud por llegar al comienzo mismo de “todo”, la vemos en muchísimos
de los relatos iniciales de las diversas culturas. ¿Qué sentido tiene lo que llamamos
vida, muerte, historia, hombre, átomo, planta?... El misterio del hombre hunde sus
raíces en el misterio de Dios. Con justa razón dice San Ireneo: “Si al hombre le
faltara completamente Dios, el hombre cesaría de existir”.

El mundo invisible es real. “La visión”, escribió el escritor irlandés Jonathan


Swift, “es el arte de ver las cosas invisibles”. De forma más contundente se expresa
el francés Antoine de Saint-Exupéry: “Sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es
invisible a los ojos”. Lo que pasa es que, como dice un proverbio, “si se cae un árbol
hace mucho ruido, si crece una selva no se escucha nada”. Y entre la espesura del
bosque de la vida, el conocimiento que tenemos de Dios –para decirlo con Karol
Wojtyla– “se caracteriza por el aspecto fragmentario y por el límite de nuestro
entendimiento”. Siempre hay una realidad que trasciende nuestra percepción, y sólo
se nos participa como un indicio. La realidad tiene su propia interioridad aparte de
las apariencias, y siempre podremos concluir que no está en nosotros tocar fondo:
hay una realidad que no puede ser pensada.

A la Creación, en el plan de Dios, le sucede un hecho que conmueve los


cimientos de la historia: la misteriosa decisión de Dios de abajarse a ser Hombre,
eligiendo el camino de la debilidad. “El Cristo verdadero”, dirá San Agustín, “igual
y coeterno con el Padre, que vino a la tierra y se hizo verdaderamente hombre”,
concebido en el seno de la Virgen María “sin semen, por obra del Espíritu Santo”
(Concilio de Letrán, año 649).

La Encarnación no es una parábola, es un hecho histórico. Y es asombroso,


por calificarlo de una manera aproximada, el hecho de un Dios que, al humillarse a
padecer el calendario, nos enrostra nuestra trascendencia. Lo dice el Catecismo
tridentino, “que toda la sublime grandeza concedida a los hombres en la
Encarnación deriva de este solo hecho: haberse querido hacer hombre el que es
verdadero y perfecto Dios. Ya podemos repetir con orgullo –cosa que no pueden
hacer los ángeles– que el Hijo de Dios es hueso de nuestros huesos y carne de
nuestra carne”.

San Ireneo en su obra Contra las herejías (circa 180) escribe esta famosa
declaración del humanismo cristiano: “La gloria de Dios es el hombre vivo, pero la
vida del hombre es ver a Dios”. Ver a Dios significa tener abiertos los ojos del
corazón a la existencia de Dios, y los oídos del corazón a su palabra. Dios puso un
ojo en los corazones de los hombres para mostrarnos la grandeza de sus obras (Si 17,
8), pero en el camino la codicia de los ojos contrajo el espacio del corazón. Dios nos
dio el corazón en custodia para que nos encontremos con Él, pero al corazón en el
camino se le va metiendo una maleza de confusión, de mundo, que no deja que nos
apercibamos de la presencia de Dios. El mundo visible fue creado para gerencia del
hombre, pero para recuperar la interioridad del corazón es también necesario que
nos apercibamos de lo “invisible”.

Aunque el modus operandi de Dios sacude nuestra ignorancia inherente, la


vida del hombre y la mujer es un don de amor orientado hacia un destino. Nosotros
sólo podemos tener sentido pleno en Dios. Cuando Moisés le preguntó su nombre a
Dios, Éste contestó: “Yo soy el que soy”. En verdad Él es de quien todo lo demás
depende. Considerar lo contrario es un espejismo. No obstante, esa “perspectiva
ciega” se ha forzado un lugar, y, desatinados, desplazamos a Dios del centro del
universo. La creatura se suelta de la mano de su Padre y se declara autosuficiente. El
hombre de polvo espeta su libertad y dice: “Quiero ser como los dioses”. La falacia
de bastarse a sí mismo. Y la vasija rebelde se indispone para admirar lo obvio: la
obra del alfarero en la naturaleza.

El hombre, pagado de sí mismo, pone mano en la existencia como quien se la


quita a Dios de las manos. En realidad este orgullo no es reciente: ha tentado al
hombre desde su creación. En el Génesis, dice Dios a Adán: “De cualquier árbol del
jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás,
porque el día que comieres de él, morirás sin remedio”. Pero la serpiente dice a Eva:
“De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que
comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y
del mal”. Adán y Eva pecaron porque se escogieron a sí mismos como dioses. San
Agustín describió la naturaleza de este pecado en la siguiente fórmula: Amor sui
usque ad contemptum Dei, amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios. Craso
error, porque la libertad del hombre, en su última esencia, significa obediencia a
Dios.

¿Por qué ese espíritu de embotamiento, esa esterilidad para comprender la


existencia de Dios? Siendo que la singularidad de cada quien se encuentra en Dios,
pues es su Gracia lo que permite que podamos ser, lo que sucedió fue un verdadero
oscurantismo racionalista.

Reflexiona el teólogo Romano Guardini que en la Edad Media toda


realización humana tenía el objetivo de contribuir a la obra universal divina. Durante
todo el medioevo, el centro de las reflexiones era ocupado por la religión. Entre Dios
y el mundo advenía la Creación; y entre Dios y el hombre advenía la Revelación.

Pero desde el siglo XV la pregunta que ocupó el centro de las reflexiones fue
cómo hacer funcionar un cuerpo social. Y a partir de Maquiavelo, el concepto de
Sociedad pasó a ocupar el lugar original de la Fe; la Eternidad se redefinió como
Futuro; los referentes de la Religión se desplazaron hacia la Política. La obra
humana perdió la concepción de servicio determinada por la obediencia al Creador.

Fue el “pienso, luego existo”, de Descartes (1596-1650), el aserto que


reivindicó para la razón humana una autonomía respecto de la razón divina, y así
abrió paso de la cultura teocéntrica medieval a una cultura antropocéntrica. En eso
contrasta el pensamiento cartesiano con la Edad Media que le antecede. Quienes lo
han estudiado han establecido que aún no se trataba de ninguna negación de Dios,
sino de recabar para la razón humana una autonomía de funcionamiento que la
convertía en responsable de su propio quehacer. Que Dios fuera Creador era lógico
que se reflejara en el hombre. (No obstante: el hombre es creatura, Dios es increado;
el hombre colabora en la obra de Dios, pero no es el Creador; el hombre no es Dios,
pero lo humano es siempre de Dios).

Entonces: si en la Alta Edad Media la realidad absoluta de Dios hizo que se


desvalorizara lo temporal, después ocurrió lo inverso: el hombre ejercitó su
existencia en lo temporal (la experiencia sensible). Entre el “Yo fui pensado por
Dios” y el “Yo pienso” de Descartes, hay una distancia no infranqueable pero al
menos tremenda. El desarrollo de este proceso mental partió de una historia
considerada como preludio de la eternidad (lo importante es lo que vendría en las
postrimerías); pero después que se enfatizó en lo inmanente, se eludió lo
complementariamente vital y eterno. De buscar la verdad de Dios para el hombre, se
pasó a buscar la verdad del hombre para el hombre. Apuntaba Charles Péguy: “hoy
–por desgracia– se está difundiendo una verdadera amnesia de la eternidad”.

A mediados del siglo XVIII, como una culminación del racionalismo


cartesiano, el movimiento de la Ilustración pretendió librar al hombre de toda tutoría
y aceptar como verdadero sólo lo comprensible; en consecuencia, se rechazaron las
verdades ininteligibles. En este marco aparece el Contrato social (1762) de Jean-
Jacques Rousseau, para quien la religión es un elemento determinante del Estado, y
el Estado y la religión deben formar una unidad, una “religión civil” (equivalente a
convertir a los sacerdotes en funcionarios). Las ideas de Rousseau se entronizarían
durante la Revolución Francesa, que exigió la identidad entre Estado y religión, y
persiguió como enemiga a la Iglesia Católica.

Así llegamos al siglo XIX de los tres grandes “maestros de la sospecha”


(como los denominó Paul Ricoeur): Karl Marx, Sigmund Freud y Friedrich
Nietzsche. Cada uno de estos tres maestros de la sospecha realiza su obra desde una
perspectiva luminosamente reduccionista. El sentido cristiano de la vida es la
antítesis de las interpretaciones “de sospecha”, pues al excluirse a Dios creyendo
que así se afirmaba la primacía del hombre (por la vía de la revolución del
proletariado, de la impronta del inconsciente o de la anulación del débil), se privaba
al hombre de su dimensión constitutiva de persona creada a imagen y semejanza de
Dios.

Es, pues, crucial en el continuado devenir de este proceso, que el hombre, aun
como abanderado de su autonomía y responsable de sus actos, recobre la
consciencia de que su plena identidad depende de una verdad trascendente. El Papa
Juan Pablo II, en su bula Incarnationis mysterium escrita en el año jubilar del
bimilenario de Jesucristo, describe la propia existencia del hombre como un camino.
“Del nacimiento a la muerte, la condición de cada uno es la de homo viator. (...) La
historia de la Iglesia es el diario viviente de una peregrinación que nunca acaba”.
Desde la Creación hasta nuestros días, la vida es un camino distendido con un
principio (desde la concepción) y un tránsito (hasta la muerte). El objetivo de
caminar en la fe es que nos encontremos con Dios Padre por medio de su Hijo
Jesucristo. Por eso en la vida Él es el Camino. Por eso en el camino Él es la Vida.

Sin embargo, un filósofo profundamente pesimista del siglo XX como E. M.


Cioran, afirma que “la Encarnación es la más peligrosa lisonja de que hayamos sido
objeto: nos ha dispensado un estatuto desmesurado, fuera de proporción con lo que
somos”. Pero una inteligencia que promulga una existencia sin Dios –como en el
caso de Cioran– puede caer en el error de avistar una Creación patética. En cambio,
para el creyente la Creación carece de patetismo, puesto que la Encarnación, antes
que reflejar una humillación de Dios o un aspaviento para el ser humano, significa la
dignificación del hombre.

La Iglesia, enseñó Juan Pablo II, “debe ser consciente de todo lo que parece
ser contrario al esfuerzo para que ‘la vida humana sea cada vez más humana’ (GS,
38), para que todo lo que compone esta vida responda a la verdadera dignidad del
hombre” (Redemptor hominis, 14). Y en su mensaje de Navidad de 1978, expuso:
“No casualmente Jesús vino al mundo en el período del censo, cuando un emperador
romano quería saber cuántos súbditos contaba su país. El hombre, objeto de cálculo,
considerado bajo la categoría de la cantidad; uno entre millares de millones. Y al
mismo tiempo, uno, único, irrepetible. Si celebramos con tanta solemnidad el
nacimiento de Jesús, lo hacemos para dar testimonio de que todo hombre es alguien,
único, irrepetible”. Es gracias a ese misterio de un Dios nacido en un pesebre,
censado por el emperador de Roma, que nuestra vida y esperanza tienen
consistencia. La Encarnación, pues, nos hace cobrar consciencia de nuestra dignidad
como hombres y, consecuentemente, de nuestra obligación de no ser indiferentes a
la suerte de otro miembro de la familia humana.

Porque fácilmente perdemos la capacidad de ponernos en los zapatos del otro.


Charles Plumb era piloto de un bombardero en la guerra de Vietnam. Después de
muchas misiones de combate, su avión fue derribado por un misil. Plumb se lanzó
en paracaídas, fue capturado y pasó seis años en una prisión vietnamita. A su regreso
a los Estados Unidos daba conferencias contando su odisea y lo que aprendió en su
tiempo en prisión. Un día estaba en un restaurante y un hombre lo saludó: “Hola...,
¿usted es Charles Plumb, era piloto en Vietnam y lo derribaron, verdad...?”. “¿Y
usted cómo sabe eso?”, le preguntó Plumb. “Porque yo plegaba su paracaídas.
¿Parece que le funcionó bien, no?”. Plumb sintió zozobra y gratitud. “¡Claro, si no,
hoy no estaría aquí!”. Plumb no pudo dormir esa noche abrumado con esta
impresión: “Cuántas veces lo habré visto en el portaaviones, y no le dije ni los
buenos días, porque yo era un arrogante piloto y él un humilde marinero”. Pensó
también en las horas que ese marinero pasó en las bodegas del barco enrollando los
hilos de cada paracaídas, teniendo en sus manos la vida de alguien a quien no
conocía. A partir de entonces Plumb comenzaba sus conferencias preguntándole a su
audiencia: “¿Quién plegó hoy tu paracaídas?”. Porque la vida propia está plagada de
puntos ciegos, y siempre tenemos que porfiar por bajarnos del orgullo que nos
pierde. Sin embargo, en los puntos ciegos de la vida, siempre hay un alma buena que
nos asiste, siempre un ángel de la guarda a nuestro lado, siempre un Dios-con-
nosotros aunque no lo veamos.

“Lo propio del amor es abajarse”, escribió Teresa de Lisieux. Abajarnos,


aunque duela, por amor. Abajarnos como Dios, a ser hombre por puro amor a
nosotros.

Juan Pablo II sentenció en 1993 que los exégetas católicos tienen la


obligación “de permanecer en plena armonía con el misterio de la Encarnación,
misterio de unión de lo divino y lo humano en una existencia histórica
absolutamente determinada”. Y agrega: “La Iglesia de Cristo se toma muy en serio
el realismo de la Encarnación”.

Porque esto es lo que define al cristianismo: (1) que Dios se hizo hombre, que
murió para redimirnos del pecado, y que resucitó y sigue viviendo entre nosotros; y
(2) que nosotros, la Iglesia, estamos llamados a anunciar el realismo de estos
misterios.
Sin embargo, el odio del mundo va dirigido contra la Encarnación y contra la
Evangelización. Y la arremetida del mundo plantea una cuestión viva que no
consiente a ningún cristiano la neutralidad; se es o no se es, sin escapatoria.
Meditación de Adviento (2):

“Y el Verbo se hizo carne,


Y habitó entre nosotros”

INTRODUCCIÓN

He titulado así esta meditación, porque el prólogo al cuarto Evangelio es un


gran himno en honor de la Encarnación del Verbo. “Del Verbo, se entiende,
engendrado del Padre antes de todos los siglos, según la divinidad; y nacido de
María en el tiempo, según la humanidad” (Pío XII, Sempiternus Rex). Pues en
nuestra fe, nos los recuerda Pío XII, “en Dios hay una naturaleza y tres personas, y
en Cristo en cambio hay una persona y dos naturalezas”. Lo que dijo San Pedro: “Tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Hombre y Dios a la vez. Hombre-Dios. Y esa
realidad cristológica hace de María: Mater Domini: Madre de Dios y Madre de todos
los hombres; Reina del Cielo y de la Tierra.

El misterio de la Encarnación es el misterio del Hijo de Dios hecho hombre.


De hecho, como advirtió admirablemente San Ireneo, la Encarnación está exigida
por la Redención, y entre estas dos verdades existe un vínculo tan estrecho que no se
puede atacar a la una sin que la otra se vea comprometida. Además, como explica
San Agustín, en la Encarnación hay un origen trinitario: “El Padre invisible,
conjuntamente con el Hijo junto a Él invisible, envió al mismo Hijo haciéndolo
visible” (De Trinitate II, 5, 9).

Acerquémonos humildemente a este misterio inaudito (ante todo misterio


cualquier indicio es siempre solamente una aproximación). La llamada unidad
hipostática: un hecho histórico que tuvo un lugar concreto y un comienzo temporal:
el tiempo de la Virgen María. Un acontecimiento nuevo e irreversible. Historiemos
un poco la firmeza sabia y las luchas de la Iglesia Católica frente a algunas herejías
cristológicas de diversas épocas. Pues los enemigos de la Iglesia, a lo largo de toda
su historia, han querido trabucarla y eclipsarla, cuando no llanamente desaparecerla.

SIGLO I

El propio San Juan, en su primera epístola, revela un cisma en la comunidad


del evangelista, y algunos se han marchado. “¿Quién es el mentiroso sino el que
niega que Jesús es el Cristo? Ese es el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo” (1
Jn 2, 22). La Biblia de Jerusalén anota: “No es fácil designar con certeza a los
herejes aquí aludidos (Cerinto probablemente, cuyo error se encontrará diluido en la
gnosis)”. El referido Cerinto, contemporáneo de San Juan, distinguió entre el Jesús
humano y el Cristo, negando la naturaleza divina de Jesús y su nacimiento
sobrenatural.

San Juan, en el prólogo de su Evangelio, escribe con claridad meridiana que


Jesucristo fue concebido “no de la sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de
hombre, sino que nació de Dios”; contraponiéndose a los enemigos de la fe cristiana
en aquella época, como los gnósticos, que negaban la Encarnación: el hecho de
Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre.

Por influjo de otras religiones, en la época apostólica el gnosticismo había


entrado en contacto con el cristianismo. El gnosticismo es la doctrina de la salvación
por medio del conocimiento, un movimiento de la mente en busca de una verdad
suprema. Por eso a los gnósticos se les hacía más fácil sacrificar la humanidad de
Jesús que su divinidad. La materia, sostenían, es mala y no podía ser parte en la
Redención. El salvador gnóstico sólo tiene la apariencia de un hombre, es un
maestro que trajo la verdad que es la que salva, no hay pecado que expiar, no existe
el poder de la gracia.

Nuestro primer escritor anti-gnóstico, una generación después de los padres


apostólicos, fue San Justino, quien murió mártir circa el 165 d.C. San Justino nos
revela, en contradicción con los gnósticos, a un Dios incognoscible, y nos describe a
Cristo como a un verdadero ser humano además de ser realmente el Logos, que
vivió como hombre siendo Hijo de Dios, y que, después de la Resurrección, por ser
corpóreo (aunque estuviera espiritualmente unido al Padre), comió y bebió con los
apóstoles.

SIGLO II

En los comienzos del siglo II, surge el monoarquismo o patripasianismo, que


negaba la Trinidad y propugnaba por un solo Dios: el Dios unipersonal como Padre,
en la Redención como Hijo, y en la obra de la santificación como Espíritu Santo. Y
al comprometer el misterio de la Trinidad, también se apartan del de la Encarnación.
Pero la Iglesia, frente a los errores, ha hallado siempre las fórmulas decisivas para
traducir la verdad. Tertuliano, Padre de la Iglesia, puntualizó: Jesús no es un Dios
transformado en carne, sino un Dios revestido de la carne.

Un cisma más serio significó para la joven comunidad cristiana de entonces el


docetismo, que negaban que Cristo hubiera sido hombre. Los docetas, por
consiguiente, se abstenían de la Eucaristía, porque rechazaban que la Eucaristía
fuera la carne de Cristo; y consideraban que la Pasión había sido aparente, porque
Dios no podía sufrir.

Según los Hechos de los Apóstoles (Hch 11, 26), Antioquía fue el primer
lugar “donde los discípulos fueron llamados cristianos”. El obispo de allí era
Ignacio, Padre de la Iglesia. En una carta a la gente de la comunidad de Trales,
Ignacio de Antioquía refuta la cristología del docetismo y refuerza la humanidad e
historicidad de Jesús expresando que nació “verdaderamente”, que sufrió
“verdaderamente” y que resucitó “verdaderamente”; y si la muerte de Jesucristo
había sido solo aparente, carecía de sentido morir verdaderamente por Él. “Estad
firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza
de David según la carne, Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios, nacido
verdaderamente de una virgen”.

Entrado el segundo siglo, el docetismo, convertido en un docetismo gnóstico,


profesaba que Cristo nunca tomó nada del hombre material, porque este nada tiene
que pueda salvarse. El gnosticismo los llevaba a rechazar toda corporeidad. Contra
ellos, San Ireneo, discípulo de Policarpo, a su vez discípulo del Apóstol Juan,
profesó la realidad de la carne de Jesús, sin la cual es imposible la vida histórica de
Cristo, y su muerte y resurrección reales.

Hacia el año 180, el adopcionismo de Teodoto se niega, en cambio, a aceptar


la divinidad de Jesús. Para ellos, Jesús fue adoptado en su bautismo en el Jordán,
cuando Cristo baja en forma de paloma y le comunica poderes para desempeñar su
misión. Teodoto fue excomulgado por el Papa Víctor hacia el año 190.

SIGLO III

En el tercer siglo la doctrina maniquea es gnóstica y dualista. Su fundador, el


sabio persa Manes, creía que había una lucha permanente entre el bien y el mal, la
luz y las tinieblas, y consideraba que el espíritu del hombre es de Dios pero el
cuerpo del hombre es del demonio. San Agustín, antes de su conversión, había
formado parte de esta secta, y será él quien mejor refute esta herejía. La Ciudad de
Dios no es, según San Agustín, de aquellos cuya esencia es pura, es decir, libre de
pecado; no divide nunca las dos ciudades entre puros e impuros, ya que la Ciudad de
Dios está formada por pecadores, y es la presunción de pureza, la impureza contra la
que lucha San Agustín.

SIGLO IV

En el 312, Donato, obispo de Cartago, en el norte de África, dispuso que los


pecadores no podían ser miembros de la Iglesia. La comunidad donatista se
consideraba impoluta. Agustín de Hipona los calificó de apóstatas, pues si fuéramos
sin pecado, ¿para qué la Encarnación, para qué la Pasión, para qué la Redención?

El presbítero Arrio de Antioquía, rechazó el dogma de la Trinidad, y sostuvo


que el Hijo de Dios no existió siempre, sino que fue creado por Dios Padre. Para él,
al Padre conviene propiamente el nombre de Dios, pero Jesús es un dios menor. El
politeísmo volvía a tomar cuerpo en el arrianismo.

En el Concilio de Antioquía, contra el arrianismo, se reafirmó que Jesucristo


es Hijo de Dios por naturaleza y no por adopción. Y el Concilio de Nicea, en el 325,
se formuló que el Hijo de Dios es “Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios
verdadero, engendrado y no creado, consustancial al Padre”, o como también se dice
ahora “de la misma naturaleza que el Padre”; y condenó a los arrianos que afirmaban
que Cristo era “de sustancia semejante al Padre”, y con esa sutil aseveración
corroían la Encarnación como fundamento de la fe cristiana.

El obispo de Constantinopla, Macedonio, no negó la consubstancialidad del


Padre y del Hijo, pero sí negó la divinidad del Espíritu Santo. En el 381, el Concilio
de Constantinopla condenó esta herejía conocida como macedonianismo y se
reafirmó la consustancialidad trinitaria.

Apolinar de Laodicea, uno de los sabios de su época y antiarriano


convencido, enfatizó la naturaleza divina de Cristo en detrimento de la humana. Él
afirmaba, en lo que se llamó “apolinarismo”, que en Cristo el Verbo había sustituido
al alma o al espíritu, afectando la dualidad de la naturaleza en la unidad de la
persona. En el 374, el Papa San Dámaso refutaría: el Hijo único del Padre es el que
nació de la Virgen María asumiendo la humanidad completa.

En el Concilio de Constantinopla del 381 se fijó la ortodoxia de la Iglesia


afirmando: la divinidad del Hijo (contra los arrianos); la divinidad del Espíritu Santo
(contra el macedonianismo); y que el Hijo eterno asumió un alma racional humana
(contra el apolinarismo).

SIGLO V

Posteriormente, Nestorio, arzobispo de Constantinopla, postuló que en


Jesucristo existen dos personas totalmente separadas, y que María sólo había dado a
luz a la parte humana de Jesús, pero que no era la Madre de Dios (la Teotokos). El
Concilio de Éfeso del 431 refutaría al nestorianismo. Y el Papa San León Magno se
pronunciaría así: “el Hijo del Hombre bajó del cielo cuando el Hijo de Dios tomó
carne de la Virgen, de la que nació”.

Sin embargo, el problema siguió existiendo y tendría una nueva activación


cuando un abad de nombre Eutiquio, queriendo combatir la herejía de Nestorio que
afirmaba dos personas en Cristo, cayó en el error opuesto. Sostuvo Eutiquio que si
bien antes de la unión las naturalezas de Cristo eran dos, la humana y la divina,
después de la unión no había más que una naturaleza, habiendo absorbido el Verbo
al hombre; o sea que, después de la Encarnación, la humanidad de Cristo es en
esencia distinta a la nuestra y que en Jesús sólo está presente la naturaleza divina,
pero no la humana (lo que dio lugar al monofisismo, de monos: uno; physis:
naturaleza). El Papa San León Magno refutó los errores de Eutiquio: en lo que
concierne a Cristo, la Iglesia Católica no cree “ni en su humanidad sin la divinidad,
ni en la divinidad sin su humanidad”; “uno y el mismo es verdaderamente el Hijo de
Dios y verdaderamente el Hijo del Hombre”.

En el 451, el Concilio de Calcedonia condenó las doctrinas de Nestorio y de


Eutiquio: “Enseñamos con pleno acuerdo a confesar un solo y mismo Hijo y Señor
nuestro Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad,
Dios verdadero y hombre verdadero, compuesto de alma y cuerpo, consubstancial
con el Padre según la divinidad, consubstancial con nosotros según la humanidad”.
MEDIOEVO (476-1492)

El pelagianismo toma su nombre de Pelagio, un monje asceta y un moralista


rígido, quien se distancia de la doctrina católica sobre el pecado original y la
imposibilidad de una vida sin pecado, y, por tanto, la Encarnación carece de sentido
como el modo escogido por Dios para darnos un Salvador. Pelagio postula que el
pecado de Adán no trascendió a la humanidad, no todos somos pecadores y si el
hombre se lo propone por su propio esfuerzo puede ser bueno, pues se puede
observar la ley sin la ayuda de Dios. La salvación se gana a base del denuedo
personal; no es Cristo el factor de salvación, sino la ley. Pero como esgrimió San
Agustín, la ley de Dios no se puede cumplir sin la ayuda de la gracia de Dios. Si la
ley bastara, Dios sería prescindible. El error de Pelagio se remonta a su raíz
cristológica moralista: la vida cristiana no se reduce a una propuesta ética ni a un
código legal. Lo dice San Pablo: “si la justicia se obtiene por la ley, entonces de
balde murió Cristo” (Gal 2, 21). En la religión de Pelagio tampoco hay lugar para la
humildad, ni para el sentimiento de fragilidad humana. En el año 529, el Concilio de
Orange, en Francia, condenó la doctrina pelagiana y profesó que nadie se salva sino
por la misericordia de Dios, que el hombre no puede hacer nada bueno sin Dios. La
declaración de Orange contiene dieciséis citas de San Agustín sobre la necesidad de
la gracia.

En el siglo VII –puesto que la Iglesia del siglo V había anclado la fórmula de
la hipóstasis o persona del Verbo, que posee las dos naturalezas, divina y humana–,
la pregunta fue: ¿había una o dos voluntades en Cristo? Los monotelistas (mono:
una; thelein: voluntad), pensaron que la personalidad de Cristo se manifestaba en
una sola voluntad. Frente a ellos el Concilio de Letrán en el 649 expresó que en
Cristo hay dos voluntades, como una consecuencia ineludible de las dos naturalezas;
dos voluntades, la humana y la divina, que actúan sin imperfección alguna.
Hacia 1375 el teólogo Juan Wiclef, para congraciarse con el rey Ricardo II de
Inglaterra, recriminó que la monarquía como feudataria tuviera que pagar tributo a la
Santa Sede; criticó acremente a los Papas Gregorio XI y Urbano VI; y repudió la
doctrina de la transubstanciación. El Concilio de Constanza de 1414 lo declaró
culpable de herejía.

SIGLO XVI

En oposición a todo lo dicho por San Agustín, los Concilios y la tradición de


la Iglesia, la herejía del alemán Martín Lutero, padre del protestantismo, consistió en
que para él Cristo no tiene una unidad personal, sino que es un “compuesto” de
humanidad y divinidad, un compositum de dos naturalezas. Aunque usa las
definiciones tradicionales católicas referidas a Cristo, también escribe: “Él está
hecho (factus) a imagen de Dios, hipostáticamente, pero añadido (additus)”, lo cual
compromete el misterio de la revelación de la Trinidad en la persona de Cristo.
Además, decir que Cristo fue hecho, contradice nuestra profesión de fe que dice
“engendrado, no creado”.

El Concilio de Trento, promulgado por San Pío V en 1556, dijo así: “se
encarnó en las entrañas de la Virgen, fue concebido no por obra de varón, como los
demás hombres, sino –superado todo orden natural– por virtud del Espíritu Santo. Y
de esta manera, una misma Persona, sin dejar de ser Dios que era desde toda la
eternidad, empezó a ser hombre, cosa que antes no era. […] Apenas el alma se unió
al cuerpo, se unió también a uno y otra la divinidad con el cuerpo y con el alma”.

Es lo que dice nuestro Catecismo actual: “(1306) –El acontecimiento único y


totalmente singular de la encarnación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo
sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa
de lo divino y lo humano. Él se hizo realmente hombre permaneciendo realmente
Dios”.
Enrique VIII de Inglaterra había atacado a Lutero por hereje, pero en 1534 se
volvió contra el Papa y obligó al parlamento a aprobar un Acta de Supremacía para
remplazar al Papa y ponerse él a la cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Con la medida
corrió profusamente la sangre de católicos en el cadalso; se suprimieron monasterios
y conventos; se confiscaron los bienes a la Iglesia Católica, que en gran parte
pasaron al tesoro de la corona, pero también a privados que se convirtieron en fieles
partidarios del cisma, porque se daban cuenta de que, si por casualidad el rey
restablecía buenas relaciones con el Papa, tendrían que restituir los bienes. El dinero
como factor de pleitesía. En la base del cisma anglicano está la doctrina anti-
eclesiástica de Wiclef.

SIGLOS XVII-XVIII

En el siglo XVII surgió la doctrina “kenótica”, que afirmaba que el Logos


durante su vida terrenal de Jesús, se había despojado de algunos atributos divinos
como la Omnipotencia, Omnisciencia y Omnipresencia, o por lo menos se había
impuesto limitaciones en la comunicación de esas perfecciones a la naturaleza
humana de Cristo. Pero el Papa León Magno sentó cátedra: “En la entera y perfecta
naturaleza del verdadero hombre, nació el verdadero Dios, entero en sus
propiedades, entero en las nuestras”.

En el XVII y subsiguientes, el jansenismo (nombre tomado del obispo


Cornelio Jansenio) afirmó que si Dios concede la gracia, el hombre no peca; la
gracia es sólo para los que Dios quiere salvar; y los que quiere salvar o condenar
están predestinados; no hay libre albedrío. Jesús, por consiguiente, no murió por
todos los hombres. Para el jansenismo la comunión era una recompensa a la virtud, y
no un alimento para el pecador.

En este siglo también surgen los rosacruces, cuyo símbolo es una rosa y una
cruz: la cruz representa la sabiduría del Salvador, el conocimiento perfecto o gnosis;
mientras que la rosa es el símbolo de la purificación ascética. Es una sociedad
secreta (como los masones a partir del siglo XVIII, también neognósticos,
vinculados a la Iglesia Anglicana). Escribió San Juan Bosco: “El demonio se
esconde en las sociedades secretas”.

SIGLO XIX

La Iglesia del siglo XIX, como la Iglesia de otros siglos, es una Iglesia que
combate contra el mundo y recibe los ataques del mundo. El siglo XIX estuvo
signado, entre otras cosas, por: el espíritu igualitario de la revolución francesa, que
influyó en Occidente desde 1789 y en el que una jerarquía católica se salía del
molde; y el naturalismo que despreciaba toda verdad sobrenatural, y empujaba la fe
a los parámetros del orden natural: Jesús “se sintió” Hijo de Dios, pero nada más.

Ello se combinó a fines del XIX y principios del XX, y dio forma a la
doctrina del modernismo teológico, según la cual la única vía de acceso a la verdad
es la experiencia individual; por tanto, la función del cristianismo debía ser sintetizar
las verdades religiosas. La revelación, la fe y los dogmas eran considerados de un
valor relativo, pues se descartaba una verdad absoluta. Para la doctrina del
modernismo teológico, lo que llamamos verdad cambia al tenor de las
circunstancias, y los dogmas deben adaptarse a las necesidades de la época.

SIGLO XX

El nombre Irene viene del griego que significa paz; irenismo, por tanto,
equivale a pacifismo. Pero el irenismo, que es una de las tendencias del modernismo
teológico, es una herejía, un movimiento que mediante la razón busca la conciliación
y la paz; y, obviamente, en un contexto de odio y violencia, es música para los
oídos. Pero el Papa Pío XII, en su encíclica Humani Generis (1950), advirtió que era
un peligro real. Hay en el irenismo un espíritu de consenso, de diálogo y de espíritu
ecuménico, pero que le resta prelación a las verdades fundamentales de la fe. Por
respeto a Dios –y al prójimo– la verdad no se puede subordinar al peso del
relativismo, ni en el marco del error se puede animar la tolerancia.

Otra desviación herética del siglo XX ocurrió con la aparición de los


“teólogos de la liberación”. Una de las principales diferencias entre la teología
tradicional y la “teología de la liberación” consiste en que la primera es teocéntrica,
mientras que la segunda, sustentada en el marxismo, es antropocéntrica.

Señala el Documento de Puebla (545): “Se debe hacer notar aquí el riesgo de
ideologización a que se expone la reflexión teológica cuando se realiza partiendo de
una praxis que recurre al análisis marxista. Sus consecuencias son la total
politización de la existencia cristiana, la disolución del lenguaje de la fe en el de las
ciencias sociales y el vaciamiento de la dimensión trascendental de la salvación
eterna”. A pesar de esta exhortación, la “teología de la liberación” se hizo patente
particularmente en Nicaragua en los años 1980.

El Padre Miguel Poradowski ha explicado el proceso para llegar al


“cristianismo marxista” de la siguiente manera: primero se acepta el concepto de
hacer el Reino de Dios en la tierra a través de la sociedad socialista; quien acepta eso
ya está preparado para acoger el “cristianismo horizontal” (que es un cristianismo
que se olvida de Dios para ocuparse exclusivamente del prójimo), el cual, a su vez,
lo va a llevar hasta el cristianismo concebido como “una fe sin religión”; siguiendo
este tratamiento o “lavado de cerebro”, poco a poco se irá acercando al “cristianismo
desmitologizado” (que reduce los dogmas cristianos a la categoría de mitos) y, por
intermedio de éste, al “cristianismo ateo”, en el que Cristo pasa a ser un precursor de
Marx y Lenin. Así, por estos grados y etapas, sin mayores dificultades se llega hasta
el “cristianismo marxista”.

Los “teólogos de la liberación” pregonaron también –como un necesario


corolario de la “cristología marxista”– la “mariología marxista” del fraile brasileño
Leonardo Boff, para la que no existe ninguno de los dogmas tradicionales marianos
de la fe cristiana. En su “mariología” se despoja a la Virgen María de todos sus
títulos tradicionales: Theotokos (Madre de Dios), Inmaculada Concepción
(concebida sin pecado original), Virgen Santísima (antes y después del parto), la
Asunta (en cuerpo y alma llevada al Cielo), etc., y es presentada como modelo de
mujer revolucionaria.

SIGLO XXI

Sin duda al diablo le falta imaginación y, por eso, siglo tras siglo, recicla las
herejías.

–La de quienes no se creen pecadores. Al respecto, recordemos que San


Benito pone como máxima de la vida cristiana las palabras del publicano
evangélico: “Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador”. “Si decimos que no
tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1, 8). Nuestra
Virgen de Cuapa nos pide que la invoquemos así: “Santísima Virgen María, Vos sos
mi Madre, la Madre de todos nosotros, pecadores”. Nuestra Señora nos da aquí una
oración contra los maniqueísmos de todos los tiempos.

–La de quienes no confían en la divina misericordia. “Tengan confianza en el


perdón de Dios. ¡No caigan en el pelagianismo!”, advierte el Papa Francisco
haciendo eco de la terrible denuncia que San Pablo hace del pecado, pero que
termina con un grito de victoria: “Todos pecaron y están privados de la presencia de
Dios; y ahora son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de
Cristo Jesús” (Rm 3, 24).

–La de quienes buscan sincretizar opiniones contrarias que erosionan la


integridad de la fe. El cristianismo no es un método para conciliar posiciones
opuestas, ni una comisión de arbitraje. Por ejemplo: el entonces Cardenal Ratzinger,
refiriéndose a algunos intentos de diálogo con el comunismo, nos dejó una
enseñanza memorable: “aprendí que es imposible discutir con el terror… y que una
discusión se convierte en colaboración con el terror… aprendí dónde hay que
interrumpir la discusión para que no se transforme en embuste, y dónde ha de
comenzar la resistencia para salvaguardar la libertad”.

–La de quienes dejan el sentido moral según cada cual. Igualan a todas las
religiones sin hacer distinción de ninguna de ellas, así da lo mismo las monoteístas
que las politeístas, la católica que cualquiera de ellas. Tampoco hace distinción entre
lo divino y lo demoníaco. En el pasado, la herejía maniquea tendía a exaltar la
naturaleza del diablo, a hacerlo potente como Dios. Hoy existe el mal en abstracto,
el demonio en su concreción casi dejó de existir. Un error tan grave como el otro.
Como también son una aberración otros disfraces del demonio, como el
mundanismo, el esoterismo y la manipulación política de la religión.

–La de quienes buscan a Dios en una entidad abstracta o una cosa como una
energía, con un sentido neo-gnóstico; o caen en el ateísmo práctico de descartar al
prójimo, porque lo ven como una estadística o una rémora, en vez de comprender
que cada uno es un don de Dios para los demás.

–La de quienes, inmersos en el neopaganismo, convierten la Navidad en una


fiesta con símbolos ajenos al misterio de la Encarnación, en una atmósfera
descristianizada, cabalmente inocua, de índole más bien comercial.

COROLARIO

¿Cómo distinguir, entre tantas, la teología cristológica verdadera? La


verdadera cristología no se encasilla en el plano argumentativo de la filosofía ni de
la ideología, ni siquiera en el plano de la metafísica; sino que nos sitúa en el plano
del amor de Dios. La respuesta fundamental a la cuestión se encuentra en la primera
epístola de San Juan: “Podéis conocer el espíritu de Dios por esto: todo espíritu que
confiese que Jesucristo ha venido de la carne es de Dios; pero todo espíritu que
desune a Jesús, no es de Dios” (1 Jn 4, 2). Y nuestro trabajo como miembros de la
Iglesia de Cristo es: anunciar la Encarnación, la Pasión y Redención, y la
Resurrección. Con la certeza de que hoy día, como desde los orígenes de nuestra fe,
esta pura y sencilla misión cristiana es intolerable para muchos.

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