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guía de estudio

Parte I: EL HOMBRE «IMAGEN DE DIOS» ES «CAPAZ DE DIOS»:


LA BÚSQUEDA RELIGIOSA DEL SER HUMANO (movimiento ascendente )

0. Introducción a la 1ª sección de la Primera parte del CEC: cf. CEC 26.


Prólogo: estructura «quiásmica» [del gr. χιασμός, disposición cruzada, como la de la letra
χ: figura de dicción que consiste en presentar en órdenes inversos los miembros de dos
secuencias; p.e.: «cuando quiero llorar no lloro, y a veces lloro sin querer»] de la primera
sección de la Primera parte del CEC (cf. CEC 50; 142-143):
 a: la fe es la respuesta del hombre,
 b: a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante,
c: al hombre que busca el sentido último de su vida.
c’: por ello consideramos primeramente esta búsqueda del hombre (cap. I),
 b’: a continuación la revelación divina, por la cual Dios sale al encuentro del hombre (cap. II),
 a’: y finalmente la respuesta de la fe (cap. III).

1. El misterio del hombre y su necesidad de salvación y revelación: cf. GS nn. 1-22.

a) La pregunta en el mundo actual por el sentido último de la existencia humana:


•¿Adán, dónde estás? (cf. Gén 3,9).
•Ser hombre como misterio y pregunta permanentes: cf. GS nn. 10 y 17-18.
«La verdad es que los desequilibrios que actualmente sufre el mundo contemporáneo se
hallan íntimamente unidos a aquel otro desequilibrio más fundamental, que radica en el
corazón del hombre. Ya son muchas las oposiciones que luchan en el interior del hombre.
Mientras de una parte, como criatura, se siente múltiplemente limitado, por otra parte se
da cuenta que sus aspiraciones no tienen límite y que está llamado a una vida más elevada.
Atraído por muchas solicitaciones, se ve obligado a escoger unas y renunciar a otras.
Además que, débil y pecador, algunas veces hace lo que no quiere, mientras deja sin hacer
lo que desearía. Siente, pues, en sí mismo una división, de la que provienen tantas y tan
grandes discordias en la sociedad. Verdad es que muchos, que viven en un materialismo
práctico, están muy alejados de percibir claramente este dramático estado, como tampoco
tienen ocasión de pensar en él quienes se encuentran oprimidos por la miseria. Piensan
muchos que en una variada interpretación de esa realidad es donde han de encontrar la
tranquilidad. Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de
la humanidad, mientras abrigan el convencimiento de que el futuro reinado del hombre
sobre la tierra llenará por completo todas las aspiraciones de su corazón. Y no faltan
tampoco quienes, desesperando de hallar un pleno sentido a la vida, alaban la audacia de
los que, por creer que la existencia humana carece de todo sentido propio, se esfuerzan
por darle una plena explicación derivada tan sólo de su propio ingenio. Mas la realidad es
que, ante la actual evolución del mundo, cada día son más numerosos los que se plantean
cuestiones sumamente fundamentales o las sienten cada día más agudizadas: ¿Qué es el
hombre? ¿Cómo explicar el dolor, el mal, la muerte, que, a pesar de progreso tan grande,
continúan todavía subsistiendo? ¿De qué sirven las victorias logradas a tan caro precio?
¿Qué puede el hombre aportar a la sociedad, o qué puede él esperar de ésta? ¿Qué hay
después de esta vida terrenal? Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos,
da siempre al hombre, por medio de su Espíritu, la luz y fuerza necesaria para responder
a su vocación suprema; y que no ha sido dado, bajo el cielo, otro Nombre a la humanidad,
en el que pueda salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia
humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma, además, la Iglesia que bajo todas las
cosas mudables hay muchas cosas permanentes que tienen su último fundamento en
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Cristo, que es el mismo ayer, hoy y para siempre. Iluminado, pues, por Cristo, Imagen del
Dios invisible, Primogénito entre todas las criaturas, el Concilio se propone dirigirse a
todos para aclararles el misterio del hombre, a la vez que cooperar para que se halle
solución a las principales cuestiones de nuestro tiempo» (GS nº 10).

b) El deseo humano fundamental: «existir-feliz-siempre»: cf. CEC 1718-1719; 2548-


2550; Comp 359-362; 533

c) La permanente contradicción del opaco misterio del «mal» como:


•Sufrimiento que ‘padece’ la persona toda (físico y espiritual; propio y ajeno).
•Pecado que la persona misma ‘engendra’ por el mal uso de su libertad.
•Muerte: ante la disolución progresiva de su cuerpo y el temor por la desaparición
definitiva ‘el enigma de la condición humana alcanza su punto culminante’.

d) La necesidad de «ser salvado»:


•«La grandeza del hombre es grande porque se sabe miserable…» (Pascal, ‘Pensamientos’
n. 114).
•Las «preguntas soteriológicas»: ¿de qué necesito ser salvado? ¿por qué? ¿quién me puede
salvar? ¿cómo lo hace? ¿para qué me salva?

e) Las ‘imágenes’ bíblicas fundamentales de la salvación y sus dos connotaciones


principales:
•Salud (cf. enfermedad) y libertad (cf. esclavitud).
•La salvación como liberación del mal (connotación negativa) y la salvación como
concesión del bien decisivo, total y definitivo en una plenitud de vida (connotación
positiva) que colme su deseo de ‘existir-feliz-siempre’.

f) Las diversas ‘divisiones’ que afectan al hombre y su anhelo de ‘liberación’ y


‘reconciliación’:
•División con la naturaleza: trabajo, enfermedad y muerte.
•División de los hombres entre sí: sexualidad, matrimonio y familia; estructuras socio-
económicas (socialismo y capitalismo); estructuras socio-políticas (poder y bien común).
•División del hombre consigo mismo (cf. Rom 7,15.18-19.24).
•Distancia del hombre con el Absoluto (de la filosofía) o lo ‘divino’ (de las religiones):
‘nostalgia hacia el diversamente Otro’ que le es inaccesible.
•Conclusión: Esta rápida fenomenología del dolor y del mal expresa el hecho de la finitud
y contingencia del ser humano (según la fe cristiana ligado a la creación herida por el
pecado) y el abuso de la libertad humana (en lenguaje cristiano es el pecado y sus múltiples
consecuencias) y su anhelo más profundo de ‘reconciliación’.

2. Las distintas respuestas provisionales:

a) Ciencias:
i) Desarrollo científico y tecnológico: las ciencias humanas (p.e.: neurobiología,
psicología y sociología) aportan un maravilloso conocimiento acerca del hombre pero no
agotan la pregunta por el sentido último de su existencia, porque hay sectores de la
realidad humana que escapan a sus objetos formales y sus métodos.
ii) Ambivalencia del progreso científico y tecnológico: desarrollos indiscutibles y medios
muy discutibles. «El progreso de la racionalidad y el retroceso del sentido […] inteligencia
de los medios y difuminación o disolución de los fines [que culminan en la]
insignificancia» (Paul Ricoeur).

b) Ideologías:
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Son la búsqueda de una interpretación filosófica de toda la realidad desde un principio


único en una «visión unitaria» que no responde ni a la multiplicidad de fenómenos de la
realidad ni mucho menos al abismo del misterio del hombre, el mundo y la historia.
i) Materialismo: todo deriva de la materia.
ii) Espiritualismo: el espíritu todo lo penetra y en todas las cosas se halla simbolizado.
iii) Sincretismo: elementos científicos (astronomía, psicología), filosóficos, y de
tradiciones religiosas (especialmente orientales y muchas veces cristianas)
entremezclados sin un adecuado discernimiento en un sistema coherente (cf. multifacético
movimiento New age).
iv) Las ideologías político-económicas: no sólo en juego nuestra vida personal sino la vida
social. Los estereotipos del liberalismo y socialismo que no logran resolver la tensión
entre el individuo (la parte) y la sociedad (el todo) en una respuesta verdaderamente
superadora. «¡Ser más y no sólo tener más!».
v) El vacío de orientación cultural y la post-modernidad: cultura de lo fragmentario,
subjetivo e imaginario. La fantasía de una ‘adolescencia eterna’ con sus notas de
juventud, belleza y descompromiso.
vi) Conclusión: dos modelos rivales de existencia humana: ‘dramática’ vs. ‘light’.

c) Religiones:

i) Descripción del fenómeno religioso: el encuentro del hombre con el Misterio


(=«diversamente Otro») tremendo (adorable) y fascinante (orable) a través de la
mediación de lo sagrado.

ii) Definición de la religión: «el conjunto de actos humanos (=culto interior y exterior)
por los que el hombre se relaciona con un término al cual de algún modo atribuye
divinidad, al que adora con veneración y al que ora por su salvación» (E. Dhanis).

iii) Morfología de lo sagrado: espacio, tiempo, mundo y vida humana como hierofanías
(=manifestación de lo divino en lo sagrado).

iv) Tipología de lo divino (=lo último soteriológico): seres supremos y potencias


intermedias; politeísmo y henoteísmo; dualismo; monismo panteísta; silencio budista;
monoteísmo profético estricto (no monolatría o monoteísmo ‘práctico’).

v) Valoración católica de las religiones no cristianas: cf. CEC 28; 839-848; cf. 1257-
1261.
-S. Pablo VI: Exh. Ap. ‘Evangelii nuntiandi’ nº 80: «No sería inútil que cada cristiano y
cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento:
los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si
nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por
negligencia, por miedo, por vergüenza -lo que San Pablo llamaba avergonzarse del
Evangelio-, o por ideas falsas omitimos anunciarlo?».
-Catequesis de Juan Pablo II:
•nº 17. «Fe cristiana y religiones no cristianas» (5-VI-1985):
1. La fe cristiana se encuentra en el mundo con varias religiones que se inspiran en otros
maestros y en otras tradiciones, al margen del filón de la revelación. Ellas constituyen un
hecho que hay que tener en cuenta. Como dice el Concilio, los hombres esperan de las
diversas religiones ‘la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que
hoy como ayer conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre? Cuál es el sentido
y fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y que es el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del
dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el
juicio, y cuál es la retribución después de la muerte? ¿Cual es, finalmente, aquel último e
inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos
dirigimos?’ (Nostra aetate nº 1). De este hecho parte el Concilio en la Declaración Nostra
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aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Es muy
significativo que el Concilio se haya pronunciado sobre este tema. Si creer de modo
cristiano quiere decir responder a la auto-revelación de Dios, cuya plenitud está en
Jesucristo, sin embargo, esta fe no evita, especialmente en el mundo contemporáneo, una
relación consciente con las religiones no cristianas, en cuanto que en cada una de ellas se
expresa de algún modo ‘aquello que es común a los hombres y conduce a la mutua
solidaridad’ (nº 1). La Iglesia no desecha esta relación, más aún, la desea y la busca. Sobre
el fondo de una amplia comunión en los valores positivos de espiritualidad y moralidad,
se delinea ante todo la relación de la ‘fe’ con la ‘religión’ en general, que es un sector
especial de la existencia terrena del hombre. El hombre busca en la religión la respuesta a
los interrogantes arriba enumerados y establece de modo diverso su relación con el
‘misterio que envuelve nuestra existencia’. Ahora bien, las diversas religiones no
cristianas son, ante todo, la expresión de esta búsqueda por parte del hombre, mientras
que la fe cristiana que tiene su base en la Revelación por parte de Dios. Y en esto consiste
-a pesar de algunas afinidades en otras religiones- su diferencia esencial en relación con
ellas.
2. La Declaración Nostra aetate, sin embargo, trata de subrayar las afinidades. Leemos:
‘Ya desde la antigüedad y hasta nuestras días se encuentran en los diversos pueblos una
cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que se haya presente en la marcha de las
cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también el conocimiento de
la suma Divinidad e incluso del Padre. Sensibilidad y conocimiento que penetran toda la
vida humana, y un íntimo sentido religioso’ (nº 2). A este propósito podemos recordar que
desde los primeros siglos del cristianismo se ha querido ver la presencia inefable del Verbo
en las mentes humanas y en las realizaciones de cultura y civilización: ‘Efectivamente,
todos los escritores, mediante la innata semilla del Logos, injertada en ellos, pudieron
entrever oscuramente la realidad’, ha puesto de relieve San Justino (II,13,3), el cual, con
otros Padres, no ha dudado en ver en la filosofía una especie de ‘revelación menor’. Pero
en esto hay que entenderse. Ese ‘sentido religioso’, es decir, el conocimiento religioso de
Dios por parte de los pueblos, se reduce al conocimiento de que es capaz el hombre con
las fuerzas de su naturaleza, como hemos visto en su lugar; al mismo tiempo, se distingue
de las especulaciones puramente racionales de los filósofos y pensadores sobre el tema de
la existencia de Dios. Ese conocimiento religioso implica a todo el hombre y llega a ser
en él un impulso de vida. Se distingue, sobre todo, de la fe cristiana, ya sea como
conocimiento fundado en la Revelación, ya como respuesta consciente al don de Dios que
está presente y actúa en Jesucristo. Esta distinción necesaria no excluye, repito, una
afinidad y una concordancia de valores positivos, lo mismo que no impide reconocer, con
el Concilio, que las diversas religiones no cristianas (entre las cuales en el Documento
conciliar se recuerdan especialmente el hinduismo y el budismo, de los que se traza un
breve perfil) ‘se esfuerzan por responder de varias maneras a la inquietud del corazón
humano, proponiendo caminos, es decir, doctrinas, normas de vida y ritos sagrados’ (nº
2).
3. ‘La Iglesia católica -continúa el Documento- considera con sincero respeto los modos
de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepan en muchos puntos de
lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que
ilumina a todos los hombres’ (nº 2). Mi predecesor Pablo VI, de venerada memoria, puso
de relieve de modo sugestivo esta posición de la Iglesia en la Exhortación Apostólica
Evangelii nuntiandi. He aquí sus palabras que sintonizan con textos de los antiguos
Padres: ‘Ellas (las religiones no cristianas) llevan en sí mismas el eco de milenios a la
búsqueda de Dios, búsqueda incompleta pero hecha frecuentemente con sinceridad y
rectitud de corazón. Poseen un impresionante patrimonio de textos profundamente
religiosos. Han enseñado a generaciones de personas a orar. Todas están llenas de
innumerables semillas del Verbo y constituyen una auténtica preparación evangélica’ (nº
53). Por esto, también la Iglesia exhorta a los cristianos y a los católicos a fin de que
‘mediante el diálogo y la colaboración con los adeptos de otras religiones, dando
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testimonio de la fe y vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes


espirituales y morales, así como los valores socio-culturales, que en ellos existen’ (nº 2).
4. Se podría decir, pues, que creer de modo cristiano significa aceptar, profesar y
anunciar a Cristo que es ‘el camino, la verdad y la vida’ (Jn 14,6), tanto más
plenamente cuanto más se ponen de relieve los valores de las otras religiones, los
signos, los reflejos y como los presagios de Él.
5. Entre las religiones no cristianas merece una atención particular la religión de los
seguidores de Mahoma, a causa de su carácter monoteísta y su vínculo con la fe de
Abrahán, a quien San Pablo definió el ‘padre de nuestra fe [cristiana]’ (cf. Rom 4,16). Los
musulmanes ‘Adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y
todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos
designios procuran someterse con toda el alma, como se sometió a Dios Abrahán, a quien
la fe islámica mira con complacencia’. Pero aún hay más: los seguidores de Mahoma
honran también a Jesús: ‘Aunque no reconocen a Jesús como Dios, lo veneran como
Profeta; honran a María, su Madre virginal, y a veces también la invocan devotamente.
Esperan, además, el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres
resucitados. Por ello, aprecian la vida moral y honran a Dios, sobre todo, con la oración,
las limosnas y el ayuno’ (nº 3).
6. Una relación especial -entre las religiones no cristianas- es la que mantiene la Iglesia
con los que profesan la fe en la Antigua Alianza, los herederos de los Patriarcas y Profetas
de Israel. Efectivamente, el Concilio recuerda ‘el vínculo con que el pueblo del Nuevo
Testamento está unido con la estirpe de Abrahán’ (nº 4). Este vínculo, al que ya aludimos
en la catequesis dedicada al Antiguo Testamento, y que nos acerca a los judíos, se pone
una vez más de relieve en la Declaración Nostra aetate, al referirse a esos comunes inicios
de la fe, que se encuentran en los Patriarcas, Moisés y los Profetas. La Iglesia ‘reconoce
que todos los cristianos, hijos de Abrahán según la fe, están incluidos en la vocación del
mismo Patriarca. La Iglesia no puede olvidar que ha recibido la revelación del Antiguo
Testamento, por medio de aquel pueblo con el que Dios, por su inefable misericordia, se
dignó establecer la Antigua Alianza’ (nº 4). De este mismo Pueblo proviene ‘Cristo según
la carne’ (Rom 9,5), Hijo de la Virgen María, así como también son hijos de él sus
Apóstoles. Toda esta herencia espiritual, común a los cristianos y a los judíos, constituye
como un fundamento orgánico para una relación recíproca, aun cuando gran parte de los
hijos de Israel ‘no aceptaron el Evangelio’. Sin embargo, la Iglesia (juntamente con los
Profetas y el Apóstol Pablo) ‘espera el día que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos
invocarán al Señor con una sola voz y le servirán como un sólo hombre (Sof 3,9)’ (nº 4).
7. Como saben, después del Concilio Vaticano II, se ha constituido un Secretariado
encargado de las relaciones con las religiones no cristianas. Pablo VI vio en estas
relaciones uno de los caminos del «diálogo de la salvación», que la Iglesia debe llevae
adelante con todos los hombre en el mundo de hoy (cf. Ecclesiam suam nº 56). Todos
nosotros estamos llamados a orar y actuar para que la red de estas relaciones se haga más
fuerte y se amplíe, suscitando en medida cada vez más amplia la voluntad de conocimiento
mutuo, de colaboración y de búsqueda de la plenitud d ela verdad en la caridad y en la
paz. A esto nos impulsa precisamente nuestra fe.
-CDF, Inst. ‘Dominus Iesus’, cap. VI:
20. De todo lo que ha sido antes recordado [que Jesucristo es la plenitud y la definitiva
revelación de Dios: cap. I; que sólo Él es el Verbo encarnado: cap. II; que es el único y
universal salvador para todos los hombres por su Encarnación, Muerte y Resurrección:
cap. III; que a Él está indisolublemente unida la Iglesia Católica una y única que posee en
plenitud los medios de gracia y verdad para la salvación: cap. IV y que ella es signo e
instrumento del Reino de Dios: cap. V], derivan también algunos puntos necesarios para
el curso que debe seguir la reflexión teológica en la profundización de la relación de la
Iglesia y de las religiones con la salvación. Ante todo, debe ser firmemente creído que la
«Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el
camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él, inculcando
con palabras concretas la necesidad del bautismo (cf. Mt 16,16; Jn 3,5), confirmó a un
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tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por
una puerta». Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios (cf.
I Tim 2,4); por lo tanto, «es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la
posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la
Iglesia en orden a esta misma salvación». La Iglesia es «sacramento universal de
salvación» porque, siempre unida de modo misterioso y subordinada a Jesucristo el
Salvador, su Cabeza, en el diseño de Dios, tiene una relación indispensable con la
salvación de cada hombre. Para aquellos que no son formal y visiblemente miembros de
la Iglesia, «la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una
misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los
ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de
Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo». Ella está
relacionada con la Iglesia, la cual «procede de la misión del Hijo y la misión del Espíritu
Santo», según el diseño de Dios Padre.
21. Acerca del modo en el cual la gracia salvífica de Dios, que es donada siempre por
medio de Cristo en el Espíritu y tiene una misteriosa relación con la Iglesia, llega a los
individuos no cristianos, el Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona «por
caminos que Él sabe». La Teología está tratando de profundizar este argumento, ya que
es sin duda útil para el crecimiento de la compresión de los designios salvíficos de Dios y
de los caminos de su realización. Sin embargo, de todo lo que hasta ahora ha sido
recordado sobre la mediación de Jesucristo y sobre las «relaciones singulares y únicas»
que la Iglesia tiene con el Reino de Dios entre los hombres -que substancialmente es el
Reino de Cristo, salvador universal-, queda claro que sería contrario a la fe católica
considerar la Iglesia como un camino de salvación al lado de aquellos constituidos por las
otras religiones. Éstas serían complementarias a la Iglesia, o incluso substancialmente
equivalentes a ella, aunque en convergencia con ella en pos del Reino escatológico de
Dios. Ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de
religiosidad, que proceden de Dios, y que forman parte de «todo lo que el Espíritu obra
en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones». De
hecho algunas oraciones y ritos pueden asumir un papel de preparación evangélica, en
cuanto son ocasiones o pedagogías en las cuales los corazones de los hombres son
estimulados a abrirse a la acción de Dios. A ellas, sin embargo no se les puede atribuir un
origen divino ni una eficacia salvífica ex opere operato, que es propia de los sacramentos
cristianos. Por otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no cristianos, en cuanto
dependen de supersticiones o de otros errores (cf. I Cor 10,20-21), constituyen más bien
un obstáculo para la salvación.
22. Con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido la Iglesia para la salvación
de todos los hombres (cf. Hch 17,30-31). Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que
la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo
excluye esa mentalidad indiferentista «marcada por un relativismo religioso que termina
por pensar que ‘una religión es tan buena como otra’». Si bien es cierto que los no
cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que objetivamente se hallan
en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que, en la Iglesia,
tienen la plenitud de los medios salvíficos. Sin embargo es necesario recordar a «los hijos
de la Iglesia que su excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una
gracia especial de Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las
obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad». Se entiende, por lo tanto,
que, siguiendo el mandamiento de Señor (cf. Mt 28,19-20) y como exigencia del amor a
todos los hombres, la Iglesia «anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a
Cristo, que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6), en quien los hombres
encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las
cosas». La misión ad gentes, también en el diálogo interreligioso, «conserva íntegra, hoy
como siempre, su fuerza y su necesidad». «En efecto, ‘Dios quiere que todos los hombres
se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad’ (I Tm 2,4). Dios quiere la salvación
de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los
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que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación;


pero la Iglesia, a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la
buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe
ser misionera». Por ello el diálogo, no obstante forme parte de la misión evangelizadora,
constituye sólo una de las acciones de la Iglesia en su misión ad gentes. La paridad, que
es presupuesto del diálogo, se refiere a la igualdad de la dignidad personal de las partes,
no a los contenidos doctrinales, ni mucho menos a Jesucristo -que es el mismo Dios hecho
hombre- comparado con los fundadores de las otras religiones. De hecho, la Iglesia,
guiada por la caridad y el respeto de la libertad, debe empeñarse primariamente en
anunciar a todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el Señor, y a
proclamar la necesidad de la conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del
bautismo y los otros sacramentos, para participar plenamente de la comunión con Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por otra parte, la certeza de la voluntad salvífica universal
de Dios no disminuye sino aumenta el deber y la urgencia del anuncio de la salvación y
la conversión al Señor Jesucristo.

•nº 18. «El problema de la no creencia y del ateísmo» (12-VI-1985):


1. Creer de modo cristiano significa ‘aceptar la invitación al coloquio con Dios’,
abandonándose al propio Creador. Esta fe consciente nos predispone también a ese
‘diálogo de la salvación’ que la Iglesia quiere establecer con todos los hombres del mundo
de hoy (cf. Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam), incluso con los no creyentes. ‘Muchos son
los que hoy día se desentienden del todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan
de forma explícita’ (Gaudium et Spes nº 19), constituida por la fe. Por esto, en la
Constitución pastoral Gaudium et Spes el Concilio tomó posición también sobre el tema
de la no creencia y del ateísmo. Nos dice además cuán consciente y madura debería ser
nuestra fe, de la que con frecuencia tenemos que dar testimonio a los incrédulos y los
ateos. Precisamente en la poca actual la fe debe ser educada ‘para poder percibir con
lucidez las dificultades y poderlas vencer’ (nº 21). Esta es la condición esencial del diálogo
de la salvación.
2. La Constitución conciliar hace una análisis breve, pero exhaustivo, del ateísmo.
Observa, ante todo, que con este término ‘se designan realidades muy diversas. Unos
niegan a Dios expresamente (ateísmo); los hay que someten la cuestión teológica a un
análisis metodológico tal, que reputa como inútil el propio planteamiento de la cuestión
(positivismo, cientificismo). Muchos, rebasando indebidamente los límites de las ciencias
positivas, pretenden explicarlo todo sobre la base puramente científica o, por el contrario,
rechazan sin excepción toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan tanto al hombre, que
dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más. La afirmación del hombre que
la negación de Dios. Hay quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene
que ver con el Dios del Evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia
de Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna. El ateísmo nace a veces
como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo o como adjudicación
indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados
prácticamente como sucedáneos de Dios. La civilización actual, no en sí misma, pero sí
por su sobrecarga de apego a la tierra (secularismo), puede dificultar en grado notable el
acceso del hombre a Dios’ (nº 19).
3. El texto conciliar, como se ve, indica la variedad y la multiplicidad de lo que se oculta
bajo el término ‘ateísmo’. Sin duda, muy frecuentemente se trata de una actitud
pragmática que es la resultante de la negligencia o de la falta de ‘inquietud religiosa’. Sin
embargo, en muchos casos, esta actitud tiene sus raíces en todo el modo de pensar el
mundo, especialmente del pensar científico. Efectivamente, se acepta como única fuente
de certeza cognoscitiva sólo la experiencia sensible, entonces queda excluido el acceso a
toda realidad suprasensible, transcendente. Tal actitud cognoscitiva se encuentra también
en la base de esa concepción particular que en nuestra poca ha tomado el nombre de
‘teología de la muerte de Dios’. Así, pues, los motivos del ateísmo y más frecuentemente
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aún del agnosticismo de hoy son también de naturaleza teórico-cognoscitiva, no sólo


pragmática.
4. El segundo grupo de motivos que pone de relieve el Concilio está unido a esa exagerada
exaltación del hombre, que lleva a no pocos a olvidar una verdad tan obvia, como la de
que el hombre es un ser contingente y limitado en la existencia. La realidad de la vida y
de la historia se encarga de hacernos constatar de modo siempre nuevo que, si hay motivos
para reconocer la gran dignidad y el primado del hombre en el mundo visible, sin embargo,
no hay fundamento para ver en él al absoluto, rechazando a Dios. Leemos en la Gaudium
et Spes que en el ateísmo moderno ‘el afán de la autonomía humana lleva a negar toda
dependencia del hombre respecto de Dios. Los que profesan este ateísmo afirman que la
esencia de la libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el único artífice y
creador de su propia historia. Lo cual no puede conciliarse, según ellos, con el
reconocimiento del Señor, autor y fin de todo, o por lo menos tal afirmación de Dios es
completamente superflua. El sentido de poder que el progreso técnico actual da al hombre
puede favorecer esta doctrina’ (nº 2). Efectivamente, hoy el ateísmo sistemático pone la
‘liberación del hombre principalmente en su liberación económica y social’. Combate la
religión de modo programático, afirmando que ésta obstaculiza la liberación, ‘porque, al
orientar el espíritu humano hacia una vida futura ilusoria, apartará al hombre del esfuerzo
por levantar la ciudad temporal’. Cuando los defensores de este ateísmo llegan al gobierno
de un Estado -añade el texto conciliar- ‘atacan violentamente a la religión, difundiendo el
ateísmo, sobre todo, en el campo educativo, con el uso de todos los medios de presión que
tiene a su alcance el poder público’ (nº 20). Este problema exige que se explique de modo
claro y firme el principio de la libertad religiosa, confirmado por el Concilio en una
Declaración a este propósito, la Dignitatis humanae.
5. Si queremos decir ahora cuál es la actitud fundamental de la Iglesia frente al ateísmo,
está claro que ella lo rechaza ‘con toda firmeza’ (nº 21), porque está en contraste con la
esencia misma de la fe cristiana, la cual incluye la convicción de que la existencia de Dios
puede ser alcanzada por la razón. Sin embargo, la Iglesia, ‘aunque rechaza en forma
absoluta el ateísmo, reconoce sinceramente que todos los hombres, creyentes y no
creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común.
Esto no puede hacerse sin un prudente y sincero diálogo’ (nº 21). Hay que añadir que la
Iglesia es particularmente sensible a la actitud de esos hombres que no logran conciliar la
existencia de Dios con la múltiple experiencia del mal y del sufrimiento. Al mismo
tiempo, la Iglesia es consciente de que lo que ella anuncia -es decir, el Evangelio y la fe
cristiana- ‘está en armonía con los deseos más profundos del corazón humano, cuando
reivindica la dignidad de la vocación del hombre, devolviendo la esperanza a quienes
desesperan ya de sus destinos más altos’ (nº 21). ‘Enseña además la Iglesia que la
esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más
bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio. Cuando, por el contrario,
faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre
lesiones gravísimas, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan
sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación’ (nº 21). Por otra parte,
aun rechazando el ateísmo, la Iglesia 'quiere conocer las causas de la negación de Dios
que se esconden en la mente del hombre ateo. Consciente de la gravedad de los problemas
planteados por el ateísmo y movida por el amor que siente a todos los hombres, la Iglesia
juzga que los motivos del ateísmo deben ser objeto de serio y más profundo examen’ (nº
21). En particular, se preocupa de progresar ‘con continua renovación y purificación
propias bajo la guía del Espíritu Santo’ (cf. nº 21), para remover de su vida todo lo que
justamente pueda chocar al que no cree.
6. Con este planteamiento la Iglesia viene en nuestra ayuda una vez más para responder
al interrogante: ¿Qué es la fe? ¿Qué significa creer?, precisamente sobre el fondo de la
incredulidad y del ateísmo, el cual a veces adopta formas de lucha programada contra la
religión, y especialmente contra el cristianismo. Precisamente teniendo en cuenta esta
hostilidad, la fe debe crecer de manera especial consciente, penetrante y madura,
caracterizada por un profundo sentido de responsabilidad y de amor hacia todos los
16

hombres. La conciencia de las dificultades, de las objeciones y de las persecuciones deben


despertar una disponibilidad aún más plena para dar testimonio ‘de nuestra esperanza’ (I
Pe 3,15).
•nº 20. «La fe estimula a trabajar con empeño por la unión de los cristianos» (26-VI-
1985):
1. La auto-revelación de Dios, que ha alcanzado su plenitud en Jesucristo, es la fuente de
la fe cristiana: es decir, de ese «Credo» al que la Iglesia da expresión en los Símbolos de
Fe. Sin embargo, en el ámbito de esta fe cristiana se han verificado a través de los siglos
varias fracturas y escisiones. ‘Todos se confiesan discípulos del Señor, pero (las
Comuniones cristianas) sienten de modo distinto y siguen caminos diferentes, como si
Cristo mismo estuviera dividido (cf. I Cor 1,13)’. Porque una sola es la Iglesia fundada
por Cristo Señor; muchas son, sin embargo, las Comuniones cristianas que a sí mismas
se presentan ante los hombres como la verdadera herencia de Jesucristo’ (Unitatis
redintegratio nº 1 ), en divergencia con las otras y principalmente con la Iglesia católica,
apostólica, romana.
2. A decir verdad, ya desde los tiempos apostólicos se lamentan divisiones entre los
discípulos de Cristo, y San Pablo reprende severamente a los responsables como
merecedores de condena (cf. I Cor 11,18-19; Gál 1,6-9; cf. I Jn 2,18-19; cf. Unitatis
redintegratio nº 3). Las divisiones no faltaron tampoco en los tiempos post-apostólicos.
Una atención especial merecen las que ‘ocurrieron en Oriente, por la contestación de las
fórmulas dogmáticas de los Concilios de Efeso y Calcedonia’ (Unitatis redintegratio nº
13), referentes a la relación entre la naturaleza divina y la naturaleza humana de Jesucristo.
3. Sin embargo, se deben nombrar aquí sobre todo las dos divisiones mayores, la primera
de las cuales interesó al cristianismo sobre todo en Oriente, la segunda en Occidente. La
ruptura en Oriente, el llamado cisma oriental, vinculado a la fecha del 1054, ocurrió ‘por
la ruptura de la comunión eclesiástica entre los Patriarcados orientales y la Sede Romana’
(Unitatis redintegratio nº 13). Como consecuencia de esta ruptura existen en el ámbito
del cristianismo la Iglesia católica (romano-católica) y la Iglesia o Iglesias ortodoxas, cuyo
centro histórico se halla en Constantinopla. ‘En Occidente acaecieron las otras
(divisiones), después de más de cuatro siglos, a causa de los sucesos comúnmente
conocidos con el nombre de Reforma. A partir de entonces muchas Comuniones, ya
nacionales, ya confesionales, quedaron separadas de la Sede Romana. Entre aquellas en
las que las tradiciones y estructuras católicas continúan subsistiendo en parte, ocupa lugar
especial la Comunión anglicana. Sin embargo, estas diversas separaciones difieren mucho
entre sí, no sólo por razones de origen, lugar y época, sino, sobre todo, por la naturaleza
y gravedad de los problemas que se refieren a la fe y a la estructura eclesiástica’ (ibid.).
4. No se trata pues sólo de divisiones referentes a la disciplina. Es el contenido mismo del
«Credo» cristiano el que resulta herido. Un teólogo protestante moderno, K. Barth, ha
expresado esta situación de división con la frase siguiente: ‘Todos creemos en un solo
Cristo, pero no todos de la misma manera’. El Concilio Vaticano II se pronuncia así: ‘Esta
división contradice abiertamente a la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y
daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres’ (Unitatis
redintegratio nº 1). Los cristianos de hoy deben recordar y meditar con una sensibilidad
especial las palabras de la oración que Cristo Señor dirigió al Padre la noche en la que iba
a ser traicionado: ‘Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para
que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado’ (Jn 17,21).
5. El vivo eco de estas palabras hace que, especialmente en la situación histórica actual,
estemos invadidos, al recitar el «Credo» cristiano, por un ardiente deseo de la unión de
los cristianos hasta la plena unidad en la fe. Leemos en el documento conciliar: ‘El Señor
de los siglos, que sabia y pacientemente continúa el propósito de su gracia sobre nosotros
pecadores, ha empezado recientemente a infundir con mayor abundancia en los cristianos
desunidos entre sí el arrepentimiento y el deseo de la unión. Muchos hombres en todas
partes han sido movidos por esta gracia, y también entre nuestros hermanos separados ha
surgido un movimiento cada día más amplio, por la gracia del Espíritu Santo, para
restablecer la unidad de todos los cristianos. Participan en este movimiento de la unidad,
17

llamado ecumenismo, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús Señor y Salvador;
y no sólo cada uno individualmente, sino también congregados en asambleas, en las que
oyeron el Evangelio y a las que cada uno llama Iglesia suya y de Dios. Sin embargo, casi
todos, aunque de manera distinta, aspiran a una Iglesia de Dios única y visible, que sea
verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin de que el mundo se convierta
al Evangelio y de esta manera se salve para gloria de Dios’ (Unitatis redintegratio nº 1).
6. Esta larga cita está tomada del decreto sobre el ecumenismo (Unitatis redintegratio),
en el que el Concilio Vaticano II ha precisado el modo según el cual el deseo de la unión
de los cristianos debe penetrar la fe de la Iglesia, el modo según el cual debe reflejarse en
la actitud concreta de fe de todo cristiano-católico e influir en su actuar, es decir, en la
respuesta que debe dar a las palabras de la oración sacerdotal de Cristo. Pablo Vl vio en
el compromiso ecuménico el primero y más cercano recinto de ese ‘diálogo de la
salvación’, que la Iglesia debe llevar adelante con todos los hermanos en la fe, ¡separados
pero siempre hermanos! Muchos acontecimientos de los últimos tiempos, después de la
iniciativa de Juan XXIII, la obra del Concilio, y sucesivamente los esfuerzos
postconciliares, nos ayudan a comprender y experimentar que, a pesar de todo, ‘es más lo
que nos une que lo que nos divide’. Es precisamente ésta la disposición de espíritu con la
que, profesando el «Credo» nos ‘abandonamos a Dios’ (cf. Dei Verbum nº 5), esperando
sobre todo de Él la gracia del don de la plena unión en esta fe de todos los testigos de
Cristo. Por nuestra parte pondremos todo el empeño de la oración y de la acción por la
unidad, buscando los caminos de la verdad en la caridad.

3. La respuesta cristiana al misterio del mal y la salvación: liberación del mal


(connotación negativa) y consecución del bien total (connotación positiva) y la
revelación del Misterio de Dios y su designio de salvación para el hombre:
•La salvación cristiana como concesión del bien decisivo, radical, total y definitivo en una
plenitud de vida (connotación positiva) que colme su deseo de ‘existir-feliz-siempre’.
•La incapacidad del hombre para realizar su propia salvación basado únicamente en la
libertad y el esfuerzo.
•El anhelo de una ‘Novedad siempre nueva’.
•La ‘Buena Nueva’ del Reino de Dios revelado y realizado en Jesucristo. La realidad
actual (=gracia) y futura (=gloria) de la salvación cristiana. «La gracia es la gloria en el
exilio, la gloria es la gracia en su casa» (Sto. Card. J. H. Newman).
•Designio de salvación del Padre por Cristo en el Espíritu que en este mundo nos libera
del pecado por el perdón (cf. Col 2,13-14 y pass), que le da al inevitable sufrimiento un
sentido de asociación a la Cruz redentora de Jesús (cf. Col 2,24 y pass) y al enigma de la
muerte le ofrece la esperanza de la resurrección en el último día (cf. Jn 5,29 y pass). «La
gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es ver a Dios» (San Ireneo de
Lyon).
•CEC 309: Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene
cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante
como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta simple. El
conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la bondad de la
creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre
con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la
congregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida
bienaventurada que las criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también
libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No hay un rasgo del
mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal.
•CEC 385: Dios es infinitamente Bueno y todas sus obras son buenas. Sin embargo, nadie
escapa a la experiencia del sufrimiento, de los males en la naturaleza -que aparecen como
ligados a los límites propios de las criaturas-, y sobre todo a la cuestión del mal moral.
¿De dónde viene el mal? ‘Quaerebam unde malum et non erat exitus’ (‘Buscaba el origen
del mal y no encontraba solución’) dice S. Agustín (Conf. 7,7.11), y su propia búsqueda
18

dolorosa sólo encontrará salida en su conversión al Dios vivo. Porque ‘el misterio de la
iniquidad’ (II Tes 2,7) sólo se esclarece a la luz del ‘Misterio de la piedad’ (cf. I Tm
3,16). La revelación del amor divino en Cristo ha manifestado a la vez la extensión del
mal y la sobreabundancia de la gracia (cf. Rm 5,20). Debemos, por tanto, examinar la
cuestión del origen del mal fijando la mirada de nuestra fe en el que es su único Vencedor
(cf. Lc 11,21-22; Jn 16,11; I Jn 3,8).
•CEC 412: Pero ¿por qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? S. León Magno
responde: ‘La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó
la envidia del demonio’ (Serm. 73,4). Y Sto. Tomás de Aquino: «Nada se opone a que la
naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto después del pecado. Dios,
en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí
las palabras de S. Pablo: ‘Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia’ (Rm
5,20). Y el canto del Exultet: ‘¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande
Redentor!’» (S. th. 3,1,3,ad 3).

Lectura sugerida: Raniero Cantalamessa “HOY LES HA NACIDO UN


SALVADOR” La experiencia de la salvación de Cristo hoy
1. ¿Qué salvador para el hombre?
En una de las últimas Navidades, asistía a la Misa de medianoche presidida por el Papa
en San Pedro. Llegó el momento del canto de la Calenda: «Muchos siglos desde la
creación del mundo... Trece siglos tras la marcha desde Egipto... En el año 752 de la
fundación de Roma... En el año 42 del imperio de César Augusto, Jesucristo, Dios eterno
e Hijo del eterno Padre, habiendo sido concebido por obra del Espíritu Santo, pasados
nueve meses, nació en Belén de Judea de la Virgen María, hecho hombre». Llegados a
estas últimas palabras experimenté lo que se llama «la unción de la fe»: una repentina
claridad interior por la cual te dices a ti mismo: «¡Es verdad! ¡Es todo verdad! No son sólo
palabras. Dios ha venido verdaderamente a nuestra tierra». Una conmoción inesperada me
atravesó por completo, mientras sólo podía decir: «¡Gracias, Santísima Trinidad, y gracias
también a ti, Santa Madre de Dios!». Esta íntima certeza desearía compartir con vosotros,
venerables padres y hermanos, en esta última meditación que tiene por tema la experiencia
de la salvación de Cristo hoy. Apareciéndose a los pastores la noche de Navidad, el ángel
les dijo: «Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy,
en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,10-12). El título de
Salvador no le fue atribuido a Jesús durante su vida. No había necesidad de ello, estando
su contenido expresado ya, para un judío, por el título de Mesías. Pero en cuanto la fe
cristiana se asoma al mundo pagano, el título adquiere una importancia decisiva, en parte
precisamente para oponerse a la costumbre de llamar así al emperador o a ciertas
divinidades así denominadas salvadoras, como Esculapio. Algo ya en el Nuevo
Testamento, en vida de los apóstoles. Mateo se preocupa de subrayar que el nombre
«Jesús» significa, precisamente, «Dios salva» (Mt 1,21). Pablo ya llama a Jesús
«salvador» (Flp 3,20); Pedro, en los Hechos de los Apóstoles, precisará que Él es el único
salvador, fuera del cual «en ningún otro hay salvación» (Hch 4,12), y Juan pondrá en boca
de los samaritanos la solemne profesión de fe: «Nosotros mismos hemos oído y sabemos
que éste es verdaderamente el Salvador del mundo» (Jn 4,42). El contenido de esta
salvación consiste sobre todo en la remisión de los pecados, pero no solamente. Para Pablo
aquella abraza la redención final también de nuestro cuerpo (Flp 3,20). La salvación
obrada por Cristo tiene un aspecto negativo que consiste en la liberación del pecado y de
las fuerzas del mal, y un aspecto positivo que consiste en el don de la vida nueva, de la
libertad de los hijos de Dios, del Espíritu Santo y en la esperanza de la vida eterna. La
salvación en Cristo no fue, sin embargo, para las primeras generaciones cristianas, sólo
una verdad creída por revelación; fue sobre todo una realidad experimentada en la vida y
gozosamente proclamada en el culto. Gracias a la Palabra de Dios y a la vida sacramental,
los creyentes se sienten vivir en el misterio de salvación obrado en Cristo: salvación que
se configura, poco a poco, como liberación, como iluminación, como rescate, como
divinización, etcétera. Es un dato primordial y pacífico que casi nunca los autores sienten
19

necesidad de demostrar. En esta doble dimensión -de verdad revelada y de experiencia


vivida- la idea de la salvación desarrolló un papel decisivo en conducir a la Iglesia a la
plena verdad sobre Jesucristo. La soteriología fue el arado que trazó el surco a la
cristología; fue como la hélice que arrastra el avión e impulsa la nave. A las grandes
definiciones dogmáticas de los concilios se llegó haciendo uso de la experiencia de
salvación que los creyentes tenían de Cristo. Su contacto, decían, nos diviniza; por lo
tanto, debe ser él mismo Dios. «Nosotros no seríamos liberados del pecado y de la
maldición, escribe Atanasio, si no fuera por naturaleza carne humana la que el Verbo
asumió; ni el hombre sería divinizado si el Verbo que se hizo carne no fuera de la misma
naturaleza del Padre» [1]. La relación entre cristología y soteriología está mediada, en la
época patrística, por la antropología, por lo cual se debe decir que a una diferente
comprensión del hombre le corresponde siempre una presentación distinta de la salvación
de Cristo. El proceso se desarrolla a través de tres grandes preguntas. Primera: ¿qué es el
hombre y dónde reside su mal? Segunda pregunta: ¿qué tipo de salvación es necesaria
para un hombre así? Tercera pregunta: ¿cómo debe estar hecho el Salvador para poder
realizar tal salvación? En base a la respuesta diferente dada a estas preguntas vemos
delinearse una compresión diversa de la persona de Cristo y de su salvación. En la escuela
alejandrina, por ejemplo, donde predomina una visión platónica, el mal del hombre, la
parte más necesitada de salvación, es su carne, y he aquí entonces que todo el énfasis caerá
sobre la encarnación como el momento en que, asumiendo la carne, el Verbo de Dios la
libera de la corrupción y la diviniza. En esta línea uno de ellos, Apolinar de Laodicea, irá
tan allá como para afirmar que el Verbo no asumió un alma humana, porque el alma no
tiene necesidad de ser salvada siendo por sí misma una chispa del Logos eterno. En Cristo
el alma racional es sustituida por el Logos en persona; no hay necesidad de que haya una
chispa de Logos donde está el Logos entero. En la escuela antioquena, donde predomina
más bien el pensamiento de Aristóteles, o en cualquier caso una visión menos platónica,
el mal del hombre será visto, al contrario, precisamente en su alma y en particular en su
voluntad rebelde. Y he aquí entonces que se insistirá en la plena humanidad de Cristo y
en su misterio pascual. Es en ello donde, con su obediencia hasta la muerte, Cristo salva
al hombre. Haciendo la síntesis de estas dos instancias la Iglesia, en Calcedonia, llegará a
una idea completa de Cristo y de su salvación. La fe cristiana no se limita sin embargo a
responder a las expectativas de salvación del ambiente en el que opera, sino que crea y
dilata toda expectativa. Así vemos que al dogma platónico y gnóstico de la salvación «por
la carne», la Iglesia opone con firmeza el dogma de la salvación «de la carne», predicando
la resurrección de los muertos; a una vida más allá de la tumba infinitamente más débil
que la vida presente y devorada por la nostalgia de ella, privada como está de un objetivo
y de un centro de atracción, la fe cristiana opone la idea de una vida futura infinitamente
más plena y duradera en la visión de Dios.
2. ¿Existe aún necesidad de un salvador?
Decía en la primera meditación que, respecto a la fe en Cristo, en muchos aspectos nos
encontramos hoy próximos a la situación de los orígenes y podemos aprender de entonces
cómo re-evangelizar un mundo que vuelve a ser en gran parte pagano. Debemos también
hoy plantearnos aquellas tres preguntas: ¿qué idea se tiene hoy del hombre y de su mal?
¿Qué tipo de salvación es necesaria para un hombre así? ¿Cómo anunciar a Cristo de
forma que responda a tales expectativas de salvación? Simplificando al máximo, como se
está obligado a hacer en una meditación, podemos identificar, fuera de la fe cristiana, dos
grandes posturas ante la salvación: la de las religiones y la de la ciencia. Para las así
llamadas nuevas religiones, cuyo fondo común se encuentra en el movimiento «New
Age», la salvación no viene desde fuera, sino que está potencialmente en el hombre
mismo; consiste en entrar en sintonía, o en vibración, con la energía y la vida de todo el
cosmos. No hay necesidad por lo tanto de un salvador, sino, a lo más, de maestros que
enseñen el camino de la autorrealización. No me detengo en esta postura porque fue
confutada de una vez por todas por la afirmación de Pablo que hemos comentado la vez
pasada: «Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados
gratuitamente por la fe en Cristo». Reflexionemos en cambio en el desafío que llega a la
20

fe en general y a la cristiana en particular desde la ciencia no creyente. La versión


actualmente más en boga del ateísmo es la denominada científica que el biólogo francés
Jacques Monod hizo popular con su libro «El azar y la necesidad». «La antigua alianza
está infringida –son las conclusiones del autor; el hombre finalmente sabe que está solo
en la inmensidad del Universo del que ha surgido por casualidad. Su deber, como su
destino, no está escrito en ningún lugar. Nuestro número ha salido de la ruleta». En esta
visión el problema de la salvación ni siquiera se plantea; aquél es un residuo de esa
mentalidad «animista», como la llama el autor, que pretende ver objetivos y metas en un
universo que avanza en cambio en la oscuridad, dirigido sólo por la casualidad y por la
necesidad. La única salvación es la ofrecida por la ciencia y consiste en el conocimiento
de cómo son las cosas, sin ilusiones auto-consoladoras. «Las sociedades modernas -
escribe- están construidas sobre la ciencia. A ella deben su riqueza, su poder y la certeza
de que riquezas y poderes aún mayores serán un día accesibles al hombre, si él lo quiere
(...). Provistas de todo poder, dotadas de todas las riquezas que la ciencia les ofrece,
nuestras sociedades intentan aún vivir y enseñar sistemas de valores, ya minados en la
base por esta misma ciencia» [2]. Mi intención no es discutir estas teorías, sino sólo dar
una idea del contexto cultural en el que estamos llamados actualmente a anunciar la
salvación de Cristo. Una observación, sin embargo, debemos hacer. Admitamos que
«nuestro número ha salido de una ruleta», que la vida es el resultado de una combinación
casual de elementos inanimados. Pero para extraer los números de la ruleta, se necesita
que alguien los haya puesto ahí. ¿Quién ha proporcionado por casualidad los ingredientes
con los que trabajar? Es una observación antigua y banal, pero a la cual ningún científico
hasta ahora ha sabido dar una respuesta, excepto aquella expeditiva que la cuestión para
él no se plantea. Una cosa es cierta e incontrovertible: la existencia del universo y del
hombre no se explica por sí sola. Podemos renunciar a buscar una explicación ulterior más
que la que es capaz de dar la ciencia, pero no decir que se ha explicado todo sin la hipótesis
de Dios. La casualidad explica, como mucho, el cómo, no el qué del universo. Explica que
sea así como es, no el hecho mismo de que existe. La ciencia no creyente no elimina el
misterio, sólo le cambia el nombre: en vez de Dios lo llama casualidad. El desmentido
más significativo a las tesis de Monod considero que ha venido precisamente de aquella
ciencia a la cual la humanidad, según él, debería confiar ya su propio destino. Son los
propios científicos de hecho los que reconocen hoy que la ciencia no es capaz de responder
sola a todos los interrogantes y necesidades del hombre, y a buscar el diálogo con la
filosofía y la religión, los «sistemas de valores» que Monod considera antagonistas
irreducibles de la ciencia. Lo vemos, por lo demás, con nuestros propios ojos: a los
extraordinarios éxitos de la ciencia y de la técnica no le sigue necesariamente una
convivencia humana más libre y pacífica en nuestro planeta. El libro de Monod demuestra,
en mi opinión, que cuando un científico quiere sacar conclusiones filosóficas de sus
análisis científicos (sean éstos de biología o astrofísica) los resultados no son mejores que
cuando los filósofos pretendían sacar conclusiones científicas de sus análisis filosóficos.
3. Cristo nos salva del espacio
¿Cómo podemos anunciar de forma significativa la salvación de Cristo en este nuevo
contexto cultural? Espacio y tiempo, las dos coordenadas dentro de las cuales se desarrolla
la vida del hombre en la tierra, han sufrido una dilatación y una aceleración tan brusca que
hasta el creyente tiene vértigo. Los «siete cielos» del hombre antiguo, cada uno un poco
por encima del otro, se han convertido, mientras tanto, en 100 mil millones de galaxias,
cada una de ellas compuesta de 100 mil millones de estrellas, distantes una de otra en
miles de millones de años luz; los cuatro mil años desde la creación del mundo de la Biblia
se han transformado en 14 mil millones de años... Considero que la fe en Cristo no sólo
resiste a este choque, sino que ofrece a quien cree en Él la posibilidad de sentirse en su
propia casa en las dilatadas dimensiones del universo, libre y gozoso «como un niño en
brazos de su madre». La fe en Cristo nos salva ante todo de la inmensidad del espacio.
Vivimos en un universo cuya magnitud ya no alcanzamos ni a imaginar ni a cuantificar,
y cuya expansión continúa sin pausa, hasta perderse en el infinito. Un universo, nos dice
la ciencia, soberanamente ignorante e indiferente a lo que se desarrolla en la tierra. Pero
21

no es esto lo que incide más en la conciencia de la gente corriente. Es el hecho de que en


la misma tierra, con el acontecimiento de la comunicación de masa, el espacio se ha
dilatado de golpe en torno al hombre, haciéndole sentir aún más pequeño e insignificante,
como un actor desorientado en una inmensa escena. Cine, televisión, Internet, nos ponen
ante los ojos en cada momento lo que podríamos ser y no somos, lo que otros hacen y
nosotros no hacemos. Nace de ahí una sensación de resignada frustración y aceptación
pasiva de la propia suerte, o bien, al contrario, una necesidad obsesiva de salir del
anonimato e imponerse a la atención de los demás. En el primer caso se vive del reflejo
de la vida ajena y, como persona, uno se transforma en admirador y fan de alguien; en el
segundo se reduce la vida a carrera. La fe en Cristo nos libera de la necesidad de abrirnos
paso, de evadir a cualquier coste nuestro límite para ser alguien; nos libera también de la
envidia de los grandes, nos reconcilia con nosotros mismos y con nuestro lugar en la vida,
nos da la posibilidad de ser felices y de estar plenamente realizados allí donde nos
encontremos. «¡Y el Verbo se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros!» (Jn 1,14).
Dios, el infinito, vino y viene continuamente hacia ti, allí donde estés. La venida de Cristo
en la encarnación, mantenida viva en los siglos por la Eucaristía, hace de cada lugar el
primer lugar. Con Cristo en el corazón uno se siente en el centro del mundo, incluso en el
pueblo más perdido de la tierra. Esto explica por qué tantos creyentes, hombres y mujeres,
pueden vivir ignorados por todos, desempeñar los oficios más humildes del mundo o hasta
encerrarse en clausura y sentirse, en esta situación, las personas más felices y realizadas
de la tierra. Una de estas claustrales, la beata María de Jesús Crucificado, conocida con el
nombre de Pequeña Árabe por su origen palestino y su estatura menuda, al regresar a su
sitio después de haber recibido la comunión, se le oía exclamar para sí, en voz baja:
«Ahora tengo todo, ahora tengo todo». Hoy adquiere para nosotros un significado nuevo
el hecho de que Cristo no haya venido en esplendor, poder y majestad, sino pequeño,
pobre; que haya elegido por madre a «una humilde doncella», que no haya vivido en una
metrópolis de la época, Roma, Alejandría o incluso Jerusalén, sino en una aldea perdida
de Galilea, ejerciendo el humilde oficio de carpintero. En aquel momento el verdadero
centro del mundo no estaba ni en Roma ni en Jerusalén, sino en Belén, «la más pequeña
aldea de Judea», y después de ella en Nazaret, el pueblo del que se decía que «no podía
salir nada bueno». Lo que decimos de la sociedad en general vale con mayor razón para
nosotros, personas de Iglesia. La certeza de que Cristo está con nosotros dondequiera que
estemos nos libera de la necesidad obsesiva de subir, hacer carrera, ocupar los puestos
más elevados. Nadie puede decir que esté del todo exento de experimentar en sí tales
sentimientos y deseos naturales (¡menos que menos los predicadores!), pero el
pensamiento de Cristo nos ayuda al menos a reconocerlos y a luchar contra ellos para que
jamás se conviertan en el motivo dominante de nuestra actuación. El fruto maravilloso de
ello es la paz.
4. Cristo nos salva del tiempo
El segundo ámbito en el que se hace experiencia de la salvación de Cristo es el del tiempo.
Desde este punto de vista nuestra situación no ha cambiado mucho de la de los hombres
del tiempo de los apóstoles. El problema es siempre el mismo y se llama la muerte. La
salvación de Cristo es comparada por Pedro a la de Noé del diluvio que «engulló a todos»
(1 P 3,20 s.) y es por ello que está representado entre los mosaicos de esta capilla, como
momento de la historia de la salvación. Pero existe un diluvio siempre en acto en el
mundo: el del tiempo que, como el agua, todo sumerge y barre a todos, una generación
tras otra. Un poeta español del siglo XIX, Gustavo Adolfo Bécquer, expresó de modo
admirable la percepción que el hombre tiene de sí mismo frente a la muerte. «Gigante ola
que el viento / riza y empuja en el mar. / Y rueda y pasa, y no sabe / qué playa buscando
va. Luz que en cercos temblorosos / brilla, próxima a expirar, / ignorándose cuál de ellos
/ el último brillará. Eso soy yo, que al acaso / cruzo el mundo, sin pensar / de dónde
vengo, ni a dónde / mis pasos me llevarán» [3]. Existen actualmente psicólogos de fama
que ven en el rechazo de la muerte el verdadero resorte de todo el actuar humano, de aquí
también el instinto sexual, situado por Freud en la base de todo, no sería más que una de
las manifestaciones [4]. El hombre bíblico se consolaba con la certeza de sobrevivir en la
22

prole; el hombre pagano con la de sobrevivir en la fama: «Non omnis moriar, no moriré
del todo, decía Horacio. Exegi monumentum aere perennius», he levantado (con mi
poesía) un monumento más duradero que el bronce. Hoy se acude más bien a la
supervivencia de la especie. «La supervivencia de cada individuo -escribe Monod- no
tiene importancia alguna para la afirmación de una determinada especie; ésta está confiada
a la capacidad de dar origen a una descendencia abundante a su vez capaz de sobrevivir y
reproducirse» [5]. Una variante de la visión marxista, basada, en esta ocasión, en la
biología en vez de hacerlo en el materialismo dialéctico, pero en uno y otro caso la
esperanza de sobrevivir en la especie se ha revelado insuficiente para aplacar la angustia
del hombre frente a la propia muerte. El filósofo Miguel de Unamuno (que también era
un pensador «laico»), a un amigo que le reprochaba, como si fuera orgullo y presunción,
su búsqueda de eternidad, respondía en estos términos: «Yo no digo que merezcamos un
más allá ni que la lógica nos lo muestre; digo que lo necesito, merézcalo o no. Y nada
más. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella me
es igual todo. Y sin ella ni hay alegría de vivir... Es muy cómodo esto de decir: “¡Hay que
vivir!”, “¡Hay que contentarse con la vida!” ¿Y los que no nos contentamos con ella?»
[6]. No es quien desea la eternidad, decía el mismo pensador, el que muestra no amar la
vida, sino quien no la desea, desde el momento en que se resigna tan fácilmente al
pensamiento de que esa deba acabar. ¿Qué tiene que decir la fe cristiana sobre todo ello?
Algo sencillo y grandioso: que la muerte existe, que es el mayor de nuestros problemas,
¡pero que Cristo ha vencido a la muerte! La muerte humana ya no es la misma de antes,
un hecho decisivo ha intervenido. Ella ha perdido su aguijón, como una serpiente cuyo
veneno ya sólo es capaz de adormecer a la víctima por alguna hora, pero no matarla. La
muerte ya no es un muro ante el cual todo se rompe; es un paso, esto es, una Pascua. Es
un «pasar a lo que no pasa», diría Agustín [7]. Jesús de hecho -y aquí está el gran anuncio
cristiano- no murió sólo para sí, no nos dejó sólo un ejemplo de muerte heroica, como
Sócrates. Hizo algo bien distinto: «Uno murió por todos» (II Co 5,14), exclama San Pablo,
y también: «Él experimentó la muerte por el bien de todos» (Hb 2,9). «El que cree en mí,
aunque muera, vivirá» (Jn 11,25). Afirmaciones extraordinarias que no nos hacen gritar
de alegría sólo porque no las tomamos lo suficientemente en serio y lo bastante a la letra
como deberíamos. El cristianismo no se abre camino en las conciencias con el miedo a la
muerte; se abre camino con la muerte de Cristo. Jesús vino a liberar a los hombres del
temor a la muerte, no a acrecentarlo. El Hijo de Dios asumió carne y sangre como
nosotros, «para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y
libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hb
2,14 s). La prueba de que todo esto no es «ilusión auto-consoladora», además de la
resurrección de Cristo, es el hecho de que el creyente experimenta ya ahora, en el
momento en que cree, algo de esta victoria sobre la muerte. El verano pasado prediqué en
una parroquia anglicana de Londres. La iglesia estaba llena de chicos y chicas. Hablaba
de la resurrección de Cristo y en cierto momento, después de que había expuesto todos los
argumentos para apoyarla, tuve la inspiración de dirigir a los presentes una pregunta:
«¿Cuántos de vosotros consideran poder decir como el ciego de nacimiento: “yo estaba
ciego, pero ahora veo”, “yo estaba muerto, pero ahora vivo”?». Un bosque de manos se
alzó aún antes de que acabara la pregunta. Algunos procedían de años de droga, de cárcel,
de vida desesperada e intentos de suicidio; otros, al contrario, de carreras prometedoras
en el campo de los negocios y del espectáculo. A los íntimos que manifestaban inquietud
por su futuro y sus condiciones de salud, alzando la cabeza en su silla de ruedas, un día,
hacia el final de su vida, Juan Pablo II repitió por sorpresa, con voz profunda, la frase de
Horacio: Non omnis moriar, no moriré del todo. Pero en su boca aquella tenía ya otro
significado.
5. Cristo «mi Salvador»
No basta sin embargo que yo reconozca a Cristo como «salvador del mundo»; es necesario
que le reconozca como «mi Salvador». Es un momento que ya no se olvida aquel en el
que se hace este descubrimiento y se recibe esta iluminación. Se comprende entonces qué
intentaba decir el Apóstol con las palabras: «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los
23

pecadores; y el primero de ellos soy yo» (I Tm 1,15). La experiencia de salvación que se


tiene con Cristo está maravillosamente ejemplificada en el episodio de Pedro, que se
hunde en el lago. Nosotros pasamos a diario por la experiencia de hundirnos: en el pecado,
en la tibieza, en el desaliento, en la incredulidad, en la duda, en la rutina... La fe misma es
un caminar al borde de un barranco, con la sensación constante de que a cada momento
podríamos perder el equilibrio y precipitarnos al vacío. En estas condiciones es un
inmenso consuelo descubrir que cada vez está la mano de Cristo dispuesta a levantarte, si
sólo la buscas y la aferras. Se puede llegar hasta a una cierta alegría íntima al encontrase
débiles y pecadores, como la que la liturgia canta la noche de Pascua en el «Exultet»: «O
felix culpa quae talem ac tantum meruit habere Redemptorem»! Felices también nosotros
de poseer tal Salvador. Termino aquí, venerables padres y hermanos, mis reflexiones de
Adviento sobre la fe en Cristo en el mundo de hoy. Escribiendo contra los herejes
docetistas de su tiempo, quienes negaban la encarnación del Verbo y su verdadera
humanidad, Tertuliano profirió el grito: «No quitéis al mundo su única esperanza», parce
unicae spei totius orbis [8] Es el grito pesaroso que debemos repetir a los hombres de hoy,
tentados de prescindir de Cristo. Es Él, todavía hoy, la única esperanza del mundo. Cuando
el apóstol Pedro nos exhorta a «dar razón de la esperanza que está en nosotros», nos
exhorta a hablar a los hombres de Cristo porque es Él la razón de nuestra esperanza.
Debemos recrear las condiciones para una recuperación de la fe en Cristo. Reproducir el
impulso de fe del que nació el símbolo de Nicea. El cuerpo de la Iglesia produjo en aquella
ocasión un esfuerzo supremo, elevándose, en la fe, por encima de todos los sistemas
humanos y de todas las resistencias de la razón. Después quedó el fruto de este esfuerzo,
el símbolo de fe. La marea se levantó una vez a un nivel máximo y de ello quedó la señal
en la roca. Pero es necesario que se repita el levantamiento, no basta la señal. No basta
repetir el credo de Nicea; hay que renovar el impulso de fe que se tuvo entonces en la
divinidad de Cristo y del que no ha habido otro igual en los siglos. En espera de
proclamarlo públicamente, doblando la rodilla, la noche de Navidad, me permito invitar a
todos a recitar ahora, en latín, el artículo de fe sobre Jesús. Es el más bello regalo que
podemos hacer a Cristo que viene, el que siempre buscaba en vida. También hoy Él
pregunta a sus más íntimos colaboradores: «¿Vosotros quién creéis que soy yo?». Y
nosotros, alzándonos en pié, respondemos: Credo in unum Dominum Jesum Christum,
Filium Dei unigenitum. Et ex Patre natum ante omnia saecula. Deum de Deo, lumen de
lumine, Deum verum de Deo vero. Genitum, non factum, consubstantialem Patri: per
quem omnia facta sunt. Qui propter nos homines, et propter nostram salutem descendit
de coelis. Et incarnatus est de spiritu sancto ex Maria Virgine: et homo factus est. [Creo
en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los
siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no
creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros,
los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se
encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre. N de la t.] ¡Feliz Navidad a todos!
[1] S. Atanasio, Apología contra Arianos, I,70.
[2] J. Monod, Il caso e la necessità [El azar y la necesidad] , Est Mondadori, Milán, 1970,
págs. 136-7.
[3] Gustavo A. Bécquer, Obras completas, p. 426.
[4] Cf. E. Becker, Il rifiuto della morte [El rechazo de la muerte] , Ed. Paoline, Roma
1982.
[5] J. Monod, Il caso e la necessità, Milán, 1970.
[6] M. de Unamuno, Cartas a J. Ilundain; en Rev. Univ. Buenos Aires, 9, pp. 135. 150.
[7] S. Agustín, Tratados sobre Juan, 55, 1.
[8] Tertuliano, De carne Christi 5, 3 (CC 2, p. 881).

4. El acceso natural al misterio de Dios:

a) El hombre como ser-religioso, ‘capaz de Dios’: CEC 27-30.


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b) El conocimiento natural de Dios según la enseñanza de la Iglesia: CEC 31; 286 y 299.

i) Testimonio bíblico: Interpretación católica de:


•Sab 13,1-9: posibilidad; el verdadero Dios puede ser conocido con un conocimiento
mediato y racional, analógico, independientemente de toda revelación positiva.
•Rom 1,19-20: hecho; los hombres [=paganos] disponen de una revelación de Dios en el
cosmos y poseen una facultad natural para reconocer dicha revelación: la luz natural de la
razón.
•Hech 17,24-28: paradoja de inmanencia y trascendencia; «no se encuentra lejos de
nosotros; pues en Él vivimos, nos movemos y existimos», inmanencia y trascendencia
paradojal de Dios.

ii) Magisterio de la Iglesia:


•CEC 36-38 (= Cc. Vaticano I y II; Pío XII, enc. ‘Humani generis’).
•Catequesis de S. Juan Pablo II: n° 8. «El hombre puede llegar con la razón al
conocimiento de Dios» (20-III-1985):
1. Concentrémonos todavía un poco sobre el sujeto de la fe: sobre el hombre que dice
‘creo’ respondiendo de este modo a Dios que ‘en su bondad y sabiduría’ ha querido
‘revelarse al hombre’. Antes de pronunciar su ‘creo’, el hombre posee ya algún concepto
de Dios que obtiene con el esfuerzo de la propia inteligencia. Al tratar de la Revelación
divina, la Constitución Dei Verbum recuerda este hecho con las siguientes palabras: ‘El
Santo Sínodo profesa que el hombre puede conocer ciertamente a Dios con la razón natural
por medio de las cosas creadas’ (DV 6). El Vaticano II se remite aquí a la doctrina expuesta
con amplitud por el Concilio anterior, el Vaticano I. Es la misma de toda la Tradición
doctrinal de la Iglesia que hunde sus raíces en la Sagrada Escritura, en el Antiguo y Nuevo
Testamento.
2. Un texto clásico sobre el tema de la posibilidad de conocer a Dios -en primer lugar su
existencia- a partir de las cosas creadas, lo encontramos en la Carta de San Pablo a los
Romanos: «Porque todo cuanto de se puede conocer acerca de Dios está patente ante ellos:
Dios mismo se lo dio a conocer, ya que sus atributos invisibles -su poder eterno y su
divinidad- se hacen visibles a los ojos de la inteligencia, desde la creación del mundo, por
medio de sus obras. Por lo tanto, aquellos no tienen ninguna excusa: en efecto, habiendo
conocido a Dios, no lo glorificaron ni le dieron gracias como corresponde. Por el contrario,
se extraviaron en vanos razonamientos y su mente insensata quedó en la oscuridad» (Rom
1,19). El pecado les impide dar la gloria debida a Dios, a quien todo hombre puede
conocer. Puede conocer su existencia y también hasta un cierto grado su esencia,
perfecciones y atributos. En cierto sentido Dios invisible ‘se hace visible en sus obras’.
En el Antiguo Testamento, el libro de la Sabiduría proclama la misma doctrina del Apóstol
sobre la posibilidad de llegar al conocimiento de la existencia de Dios a partir de las cosas
creadas. La encontramos en un pasaje algo más extenso que conviene leer entero: «Sí,
vanos por naturaleza son todos los hombres que han ignorado a Dios, los que, a partir de
las cosas visibles, no fueron capaces de conocer a ‘Aquel que es’, y al considerar sus
obras, no reconocieron al Artífice. En cambio, tomaron por dioses rectores del universo
al fuego, al viento, al aire sutil, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a los astros
luminosos del cielo. Ahora bien, si fascinados por la hermosura de estas cosas, ellos las
consideraron como dioses, piensen cuánto más excelente es el Señor de todas ellas, ya que
el mismo Autor de la belleza es el que las creó. Y si quedaron impresionados por su poder
y energía, comprendan, a partir de ellas, cuánto más poderoso es el que las formó. Porque,
a partir de la grandeza y hermosura de las cosas, se llega, por analogía, a contemplar a su
Autor, Sin embargo, estos hombres no merecen una grave reprensión, porque tal vez se
extravían buscando a Dios y queriendo encontrarlo; como viven ocupándose de sus obras,
las investigan y se dejan seducir por lo que ven: ¡tan bello es el espectáculo del mundo!
Pero ni aún así son excusables: si han sido capaces de adquirir tanta ciencia para escrutar
el curso del mundo entero, ¿cómo no encontraron más rápidamente al Señor de todo? (Sab
25

13,1-9). El Pensamiento principal de este pasaje lo encontramos también en la Carta de


San Pablo a los Romanos (1,18-21): Se puede conocer a Dios por sus criaturas; para el
entendimiento humano el mundo visible constituye la base de la afirmación de la
existencia del Creador invisible. El pasaje del libro de la Sabiduría es más amplio. En él
polemiza el autor inspirado con el paganismo de su tiempo que atribuía a las criaturas una
gloria divina. A la vez nos ofrece elementos de reflexión y juicio que pueden ser válidos
en toda época, también en la nuestra. Habla del enorme esfuerzo realizado para conocer
el universo visible. Habla asimismo de los hombres que ‘buscan a Dios y quieren hallarle’.
Se pregunta por qué el saber humano que consigue ‘investigar el universo’ no llega a
conocer a su Señor. El autor del libro de la Sabiduría, al igual que San Pablo más adelante,
ve en ello una cierta culpa. Pero convendrá volver de nuevo a este tema por separado. Por
ahora preguntémonos también nosotros esto: ¿Cómo es posible que el inmenso progreso
en el conocimiento del universo (del macrocosmos y del microcosmos), de sus leyes y
avatares, de sus estructuras y energías, no lleve a todos a reconocer al primer Principio sin
el que el mundo no tiene explicación? Hemos de examinar las dificultades en que
tropiezan no pocos hombres de hoy. Hagamos notar con gozo que, sin embargo, son
muchos también hoy los científicos verdaderos que en su mismo saber científico
encuentran un estímulo para la fe o, al menos, para inclinar la frente ante el misterio.
3. Siguiendo la Tradición que, como hemos dicho, tiene sus raíces en la Sagrada Escritura
del Antiguo y Nuevo Testamento, en el siglo XIX, durante el Concilio Vaticano I, la
Iglesia recordó y confirmó esta doctrina sobre la posibilidad de que está dotado el
entendimiento del hombre para conocer a Dios a partir de las criaturas. En nuestro siglo,
el Concilio Vaticano II ha recordado de nuevo esta doctrina en el contexto de la
Constitución sobre la Revelación divina (Dei Verbum). Ello reviste suma importancia. La
Revelación divina constituye de hecho la base de la fe: del ‘creo’ del hombre. Al mismo
tiempo, los pasajes de la Sagrada Escritura en que está consignada esta Revelación, nos
enseñan que el hombre es capaz de conocer a Dios con su sola razón, es capaz de una
cierta ‘ciencia’ sobre Dios, si bien de modo indirecto y no inmediato. Por tanto, al lado
del ‘yo creo’ se encuentra un cierto ‘yo sé ’. Este ‘yo sé’ hace relación a la existencia de
Dios e incluso a su esencia hasta un cierto grado. Este conocimiento intelectual de Dios
se trata de modo sistemático en una ciencia llamada ‘teología natural’, que tiene carácter
filosófico y surge en el terreno de la metafísica, o sea, de la filosofía del ser. Se concentra
sobre el conocimiento de Dios en cuanto Causa primera y también en cuanto Fin último
del universo.
4. Estos problemas y toda la amplia discusión filosófica vinculada a ellos, no pueden
tratarse a fondo en el marco de una breve instrucción sobre las verdades de la fe. Ni
siquiera queremos ocuparnos con detenimiento de las ‘vías’ que conducen a la mente
humana en la búsqueda de Dios (las cinco ‘vías’ de Santo Tomás de Aquino). Para nuestra
catequesis de ahora es suficiente tener presente el hecho de que las fuentes del cristianismo
hablan de la posibilidad de conocer racionalmente a Dios. Por ello y según la Iglesia todo
nuestro pensar acerca de Dios sobre la base de la fe tiene también carácter ‘racional’ e
‘intelectivo’. E incluso el ateísmo queda en el círculo de una cierta referencia al concepto
de Dios. Pues si de hecho se niega la existencia de Dios, debe saber ciertamente de Quien
niega la existencia. Claro está que el conocimiento mediante la fe es diferente del
conocimiento puramente racional. Sin embargo, Dios no podía haberse revelado al
hombre si éste no fuera capaz por naturaleza de conocer algo verdadero a su respecto. Por
consiguiente, junto y más allá de un ‘yo sé’, propio de la inteligencia del hombre, se sitúa
un ‘yo creo’, propio del cristiano: en efecto, con la fe el creyente tiene acceso, si bien sea
en la oscuridad, al misterio de la vida íntima de Dios.
Benedicto XVI: «El Año de la fe. El deseo de Dios» (Catequesis 7-XI-2012):
El camino de reflexión que estamos realizando juntos en este Año de la fe nos conduce a
meditar hoy en un aspecto fascinante de la experiencia humana y cristiana: el hombre
lleva en sí un misterioso deseo de Dios. De modo muy significativo, el Catecismo de la
Iglesia católica se abre precisamente con la siguiente consideración: «El deseo de Dios
está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para
26

Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia Sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la
verdad y la dicha que no cesa de buscar» (n. 27). Tal afirmación, que también actualmente
se puede compartir totalmente en muchos ambientes culturales, casi obvia, podría en
cambio parecer una provocación en el ámbito de la cultura occidental secularizada.
Muchos contemporáneos nuestros podrían objetar que no advierten en absoluto un deseo
tal de Dios. Para amplios sectores de la sociedad Él ya no es el esperado, el deseado, sino
más bien una realidad que deja indiferente, ante la cual no se debe siquiera hacer el
esfuerzo de pronunciarse. En realidad lo que hemos definido como «deseo de Dios» no ha
desaparecido del todo y se asoma también hoy, de muchas maneras, al corazón del
hombre. El deseo humano tiende siempre a determinados bienes concretos, a menudo de
ningún modo espirituales, y sin embargo se encuentra ante el interrogante sobre qué es de
verdad «el» bien, y por lo tanto ante algo que es distinto de sí mismo, que el hombre no
puede construir, pero que está llamado a reconocer. ¿Qué puede saciar verdaderamente el
deseo del hombre? En mi primera encíclica Deus caritas est he procurado analizar cómo
se lleva a cabo ese dinamismo en la experiencia del amor humano, experiencia que en
nuestra época se percibe más fácilmente como momento de éxtasis, de salir de uno mismo;
como lugar donde el hombre advierte que le traspasa un deseo que le supera. A través del
amor, el hombre y la mujer experimentan de manera nueva, el uno gracias al otro, la
grandeza y la belleza de la vida y de lo real. Si lo que experimento no es una simple
ilusión, si de verdad quiero el bien del otro como camino también hacia mi bien, entonces
debo estar dispuesto a des-centrarme, a ponerme a su servicio, hasta renunciar a mí mismo.
La respuesta a la cuestión sobre el sentido de la experiencia del amor pasa por lo tanto a
través de la purificación y la sanación de lo que quiero, requerida por el bien mismo que
se quiere para el otro. Se debe ejercitar, entrenar, también corregir, para que ese bien
verdaderamente se pueda querer. El éxtasis inicial se traduce así en peregrinación, «como
camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la
entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún,
hacia el descubrimiento de Dios» (Deus caritas est 6). A través de ese camino podrá
profundizarse progresivamente, para el hombre, el conocimiento de ese amor que había
experimentado inicialmente. Y se irá perfilando cada vez más también el misterio que este
representa: ni siquiera la persona amada, de hecho, es capaz de saciar el deseo que alberga
en el corazón humano; es más, cuanto más auténtico es el amor por el otro, más deja que
se entreabra el interrogante sobre su origen y su destino, sobre la posibilidad que tiene de
durar para siempre. Así que la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo
que remite más allá de uno mismo; es experiencia de un bien que lleva a salir de sí y
a encontrase ante el misterio que envuelve toda la existencia. Se podrían hacer
consideraciones análogas también a propósito de otras experiencias humanas, como la
amistad, la experiencia de lo bello, el amor por el conocimiento: cada bien que
experimenta el hombre tiende al misterio que envuelve al hombre mismo; cada deseo que
se asoma al corazón humano se hace eco de un deseo fundamental que jamás se sacia
plenamente. Indudablemente desde tal deseo profundo, que esconde también algo de
enigmático, no se puede llegar directamente a la fe. ¡El hombre, en definitiva, conoce
bien lo que no le sacia, pero no puede imaginar o definir qué le haría experimentar esa
felicidad cuya nostalgia lleva en el corazón! No se puede conocer a Dios sólo a partir del
deseo del hombre. Desde este punto de vista el misterio permanece: el hombre es
buscador del Absoluto, un buscador de pasos pequeños e inciertos. Y en cambio ya la
experiencia del deseo, del «corazón inquieto» -como lo llamaba san Agustín-, es muy
significativa. Esta atestigua que el hombre es, en lo profundo, un ser religioso (cf.
Catecismo de la Iglesia católica 28), un «mendigo de Dios». Podemos decir con las
palabras de Pascal: «El hombre supera infinitamente al hombre» (Pensamientos, ed.
Chevalier 438; ed. Brunschvicg 434). Los ojos reconocen los objetos cuando la luz los
ilumina. De aquí el deseo de conocer la luz misma, que hace brillar las cosas del mundo
y con ellas enciende el sentido de la belleza. Debemos por ello sostener que es posible
también en nuestra época, aparentemente tan refractaria a la dimensión trascendente, abrir
un camino hacia el auténtico sentido religioso de la vida, que muestra cómo el don de la
27

fe no es absurdo, no es irracional. Sería de gran utilidad, a tal fin, promover una especie
de pedagogía del deseo, tanto para el camino de quien aún no cree como para quien ya
ha recibido el don de la fe. Una pedagogía que comprende al menos dos aspectos.
-En primer lugar aprender o re-aprender el gusto de las alegrías auténticas de la vida.
No todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan un rastro
positivo, son capaces de pacificar el alma, nos hacen más activos y generosos. Otras, en
cambio, tras la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que habían suscitado y
entonces dejan a su paso amargura, insatisfacción o una sensación de vacío. Educar desde
la tierna edad a saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbitos de la existencia -la
familia, la amistad, la solidaridad con quien sufre, la renuncia al propio yo para servir al
otro, el amor por el conocimiento, por el arte, por las bellezas de la naturaleza-, significa
ejercitar el gusto interior y producir anticuerpos eficaces contra la banalización y el
aplanamiento hoy difundidos. Igualmente los adultos necesitan redescubrir estas alegrías,
desear realidades auténticas, purificándose de la mediocridad en la que pueden verse
envueltos. Entonces será más fácil soltar o rechazar cuanto, aun aparentemente atractivo,
se revela en cambio insípido, fuente de acostumbramiento y no de libertad. Y ello dejará
que surja ese deseo de Dios del que estamos hablando.
-Un segundo aspecto, que lleva el mismo paso del precedente, es no conformarse nunca
con lo que se ha alcanzado. Precisamente las alegrías más verdaderas son capaces de
liberar en nosotros la sana inquietud que lleva a ser más exigentes -querer un bien más
alto, más profundo- y a percibir cada vez con mayor claridad que nada finito puede colmar
nuestro corazón. Aprenderemos así a tender, desarmados, hacia ese bien que no podemos
construir o procurarnos con nuestras fuerzas, a no dejarnos desalentar por la fatiga o los
obstáculos que vienen de nuestro pecado. Al respecto no debemos olvidar que el
dinamismo del deseo está siempre abierto a la redención. También cuando este se adentra
por caminos desviados, cuando sigue paraísos artificiales y parece perder la capacidad de
anhelar el verdadero bien. Incluso en el abismo del pecado no se apaga en el hombre esa
chispa que le permite reconocer el verdadero bien, saborear y emprender así la remontada,
a la que Dios, con el don de su gracia, jamás priva de su ayuda. Por lo demás, todos
necesitamos recorrer un camino de purificación y de sanación del deseo. Somos
peregrinos hacia la patria celestial, hacia el bien pleno, eterno, que nada nos podrá ya
arrancar. No se trata de sofocar el deseo que existe en el corazón del hombre, sino de
liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura. Cuando en el deseo se abre la
ventana hacia Dios, esto ya es señal de la presencia de la fe en el alma, fe que es una gracia
de Dios. San Agustín también afirmaba: «Con la espera, Dios amplía nuestro deseo; con
el deseo amplía el alma, y dilatándola la hace más capaz» (Comentario a la Primera carta
de Juan, 4, 6: PL 35, 2009). En esta peregrinación sintámonos hermanos de todos los
hombres, compañeros de viaje también de quienes no creen, de quién está a la búsqueda,
de quien se deja interrogar con sinceridad por el dinamismo del propio deseo de verdad y
de bien. Oremos, en este Año de la fe, para que Dios muestre su rostro a cuantos le buscan
con sincero corazón. Gracias.
Benedicto XVI: «El Año de la fe. Los caminos que conducen al conocimiento de Dios»
(Catequesis 14-XI-2012):
El miércoles pasado hemos reflexionado sobre el deseo de Dios que el ser humano lleva
en lo profundo de sí mismo. Hoy quisiera continuar profundizando en este aspecto
meditando brevemente con ustedes sobre algunos caminos para llegar al conocimiento de
Dios. Quisiera recordar, sin embargo, que la iniciativa de Dios precede siempre a toda
iniciativa del hombre y, también en el camino hacia Él, es Él quien nos ilumina
primero, nos orienta y nos guía, respetando siempre nuestra libertad. Y es siempre
Él quien nos hace entrar en su intimidad, revelándose y donándonos la gracia para poder
acoger esta revelación en la fe. Jamás olvidemos la experiencia de san Agustín: no somos
nosotros quienes poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que ¡es la Verdad
quien nos busca y nos posee! Hay caminos que pueden abrir el corazón del hombre al
conocimiento de Dios, hay signos que conducen hacia Dios. Ciertamente, a menudo
corremos el riesgo de ser deslumbrados por los resplandores de la mundanidad, que nos
28

hacen menos capaces de recorrer tales caminos o de leer tales signos. Dios, sin embargo,
no se cansa de buscarnos, es fiel al hombre que ha creado y redimido, permanece cercano
a nuestra vida, porque nos ama. Esta es una certeza que nos debe acompañar cada día,
incluso si ciertas mentalidades difundidas hacen más difícil a la Iglesia y al cristiano
comunicar la alegría del Evangelio a toda criatura y conducir a todos al encuentro con
Jesús, único Salvador del mundo. Esta, sin embargo, es nuestra misión, es la misión de la
Iglesia y todo creyente debe vivirla con gozo, sintiéndola como propia, a través de una
existencia verdaderamente animada por la fe, marcada por la caridad, por el servicio a
Dios y a los demás, y capaz de irradiar esperanza. Esta misión resplandece sobre todo en
la santidad a la cual todos estamos llamados. Hoy -lo sabemos- no faltan dificultades y
pruebas por la fe, a menudo poco comprendida, contestada, rechazada. San Pedro decía a
sus cristianos: «Estén dispuestos siempre para dar explicación a todo el que les pida una
razón de su esperanza, pero con delicadeza y con respeto» (I Pe 3,15-16). En el pasado,
en Occidente, en una sociedad considerada cristiana, la fe era el ambiente en el que se
movía; la referencia y la adhesión a Dios eran, para la mayoría de la gente, parte de la vida
cotidiana. Más bien era quien no creía quien tenía que justificar la propia incredulidad. En
nuestro mundo la situación ha cambiado, y cada vez más el creyente debe ser capaz de dar
razón de su fe. El Santo Juan Pablo II, en la encíclica Fides et ratio, subrayaba cómo la fe
se pone a prueba incluso en la época contemporánea, permeada por formas sutiles y
capciosas de ateísmo teórico y práctico (cf. nn. 46-47). Desde la Ilustración en adelante,
la crítica a la religión se ha intensificado; la historia ha estado marcada también por la
presencia de sistemas ateos en los que Dios era considerado una mera proyección del
ánimo humano, un espejismo y el producto de una sociedad ya adulterada por tantas
alienaciones. El siglo pasado además ha conocido un fuerte proceso de secularismo,
caracterizado por la autonomía absoluta del hombre, tenido como medida y artífice de la
realidad, pero empobrecido por ser criatura «a imagen y semejanza de Dios». En nuestro
tiempo se ha verificado un fenómeno particularmente peligroso para la fe: existe una
forma de ateísmo que definimos, precisamente, «práctico», en el cual no se niegan las
verdades de la fe o los ritos religiosos, sino que simplemente se consideran irrelevantes
para la existencia cotidiana, desgajados de la vida, inútiles. Con frecuencia, entonces, se
cree en Dios de un modo superficial, y se vive «como si Dios no existiera» (etsi Deus non
daretur). Al final, sin embargo, este modo de vivir resulta aún más destructivo, porque
lleva a la indiferencia hacia la fe y hacia la cuestión de Dios. En realidad, el hombre
separado de Dios se reduce a una sola dimensión, la dimensión horizontal, y precisamente
este reduccionismo es una de las causas fundamentales de los totalitarismos que en el siglo
pasado han tenido consecuencias trágicas, así como de la crisis de valores que vemos en
la realidad actual. Ofuscando la referencia a Dios, se ha oscurecido también el horizonte
ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua de la libertad que en
lugar de ser liberadora acaba vinculando al hombre a ídolos. Las tentaciones que Jesús
afrontó en el desierto antes de su misión pública representan bien a esos «ídolos» que
seducen al hombre cuando no va más allá de sí mismo. Si Dios pierde la centralidad, el
hombre pierde su sitio justo, ya no encuentra su ubicación en la creación, en las relaciones
con los demás. No ha conocido ocaso lo que la sabiduría antigua evoca con el mito de
Prometeo: el hombre piensa que puede llegar a ser él mismo «dios», dueño de la vida y
de la muerte. Frente a este contexto, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, no cesa nunca de
afirmar la verdad sobre el hombre y su destino. El concilio Vaticano II afirma
sintéticamente: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del
hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su
nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre
por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y
se entrega a su Creador» (Gaudium et spes 19). ¿Qué respuestas está llamada entonces a
dar la fe, con «delicadeza y respeto», al ateísmo, al escepticismo, a la indiferencia hacia
la dimensión vertical, a fin de que el hombre de nuestro tiempo pueda seguir
interrogándose sobre la existencia de Dios y recorriendo los caminos que conducen a Él?
Quisiera aludir a algunos caminos que se derivan tanto de la reflexión natural como de la
29

fuerza misma de la fe. Los resumiría muy sintéticamente en tres palabras: el mundo, el
hombre, la fe.
-La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida buscó largamente la Verdad y fue
aferrado por la Verdad, tiene una bellísima y célebre página en la que afirma: «Interroga
a la belleza de la tierra, del mar, del aire amplio y difuso. Interroga a la belleza del cielo...,
interroga todas estas realidades. Todos te responderán: ¡Míranos: somos bellos! Su belleza
es como un himno de alabanza. Estas criaturas tan bellas, si bien son mutables, ¿quién la
ha creado, sino la Belleza Inmutable?» (Sermón 241,2: PL 38,1134). Pienso que debemos
recuperar y hacer recuperar al hombre de hoy la capacidad de contemplar la creación,
su belleza, su estructura. El mundo no es un magma informe, sino que cuanto más lo
conocemos, más descubrimos en él sus maravillosos mecanismos, más vemos un designio,
vemos que hay una inteligencia creadora. Albert Einstein dijo que en las leyes de la
naturaleza «se revela una razón tan superior que toda la racionalidad del pensamiento y
de los ordenamientos humanos es, en comparación, un reflejo absolutamente
insignificante» (Il Mondo come lo vedo io, Roma 2005). Un primer camino, por lo tanto,
que conduce al descubrimiento de Dios es contemplar la creación con ojos atentos.
-La segunda palabra: el hombre. San Agustín, luego, tiene una célebre frase en la que
dice: Dios es más íntimo a mí mismo de cuanto lo sea yo para mí mismo (cf. Confesiones
III, 6, 11). A partir de ello formula la invitación: «No quieras salir fuera de ti; entra dentro
de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad» (La verdadera religión 39,72).
Este es otro aspecto que nosotros corremos el riesgo de perder en el mundo ruidoso y
disperso en el que vivimos: la capacidad de detenernos y mirar en profundidad en nosotros
mismos y leer esa sed de infinito que llevamos dentro, que nos impulsa a ir más allá y
remite a Alguien que la pueda colmar. El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «Con
su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la
voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga
sobre la existencia de Dios» (n. 33).
-La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de nuestro tiempo, no debemos olvidar
que un camino que conduce al conocimiento y al encuentro con Dios es el camino de la
fe. Quien cree está unido a Dios, está abierto a su gracia, a la fuerza de la caridad. Así, su
existencia se convierte en testimonio no de sí mismo, sino del Resucitado, y su fe no tiene
temor de mostrarse en la vida cotidiana, está abierta al diálogo que expresa profunda
amistad para el camino de todo hombre, y sabe dar lugar a luces de esperanza ante la
necesidad de rescate, de felicidad, de futuro. La fe, en efecto, es encuentro con Dios que
habla y actúa en la historia, y que convierte nuestra vida cotidiana, transformando en
nosotros mentalidad, juicios de valor, opciones y acciones concretas. No es espejismo,
fuga de la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo, sino implicación de toda la vida y
anuncio del Evangelio, Buena Noticia capaz de liberar a todo el hombre. Un cristiano, una
comunidad que sean activos y fieles al proyecto de Dios que nos ha amado primero,
constituyen un camino privilegiado para cuantos viven en la indiferencia o en la duda
sobre su existencia y su acción. Esto, sin embargo, pide a cada uno hacer cada vez más
transparente el propio testimonio de fe, purificando la propia vida para que sea conforme
a Cristo. Hoy muchos tienen una concepción limitada de la fe cristiana, porque la
identifican con un mero sistema de creencias y de valores, y no tanto con la verdad de un
Dios que se ha revelado en la historia, deseoso de comunicarse con el hombre de tú a tú
en una relación de amor con Él. En realidad, como fundamento de toda doctrina o valor
está el acontecimiento del encuentro entre el hombre y Dios en Cristo Jesús. El
Cristianismo, antes que una moral o una ética, es acontecimiento del amor, es acoger a la
persona de Jesús. Por ello, el cristiano y las comunidades cristianas deben ante todo mirar
y hacer mirar a Cristo, verdadero Camino que conduce a Dios.
Benedicto XVI: «El Año de la fe. La razonabilidad de la fe en Dios» (Catequesis 21-XI-
2012):
Avanzamos en este Año de la fe llevando en nuestro corazón la esperanza de redescubrir
cuánta alegría hay en creer y de volver a encontrar el entusiasmo de comunicar a todos las
verdades de la fe. Estas verdades no son un simple mensaje sobre Dios, una información
30

particular sobre Él. Expresan el acontecimiento del encuentro de Dios con los hombres,
encuentro salvífico y liberador que realiza las aspiraciones más profundas del hombre, sus
anhelos de paz, de fraternidad, de amor. La fe lleva a descubrir que el encuentro con Dios
valora, perfecciona y eleva cuánto hay de verdadero, de bueno y de bello en el hombre.
Es así que, mientras Dios se revela y se deja conocer, el hombre llega a saber quién es
Dios, y conociéndole se descubre a sí mismo, su proprio origen, su destino, la grandeza y
la dignidad de la vida humana. La fe permite un saber auténtico sobre Dios que involucra
toda la persona humana: es un «saber», esto es, un conocer que da sabor a la vida, un gusto
nuevo de existir, un modo alegre de estar en el mundo. La fe se expresa en el don de sí
por los demás, en la fraternidad que hace solidarios, capaces de amar, venciendo la soledad
que entristece. Este conocimiento de Dios a través de la fe no es por ello sólo intelectual,
sino vital. Es el conocimiento de Dios-Amor, gracias a su mismo amor. El amor de Dios
además hace ver, abre los ojos, permite conocer toda la realidad, más allá de las estrechas
perspectivas del individualismo y del subjetivismo que desorientan las conciencias. El
conocimiento de Dios es por ello experiencia de fe e implica, al mismo tiempo, un camino
intelectual y moral: alcanzados en lo profundo por la presencia del Espíritu de Jesús en
nosotros, superamos los horizontes de nuestros egoísmos y nos abrimos a los verdaderos
valores de la existencia. En la catequesis de hoy quisiera detenerme en la razonabilidad
de la fe en Dios. La tradición católica, desde el inicio, ha rechazado el llamado fideísmo,
que es la voluntad de creer contra la razón. Credo quia absurdum (creo porque es absurdo)
no es fórmula que interprete la fe católica. Dios, en efecto, no es absurdo, sino que es
misterio. El misterio, a su vez, no es irracional, sino sobreabundancia de sentido, de
significado, de verdad. Si, contemplando el misterio, la razón ve oscuridad, no es porque
en el misterio no haya luz, sino más bien porque hay demasiada. Es como cuando los ojos
del hombre se dirigen directamente al sol para mirarlo: sólo ven tinieblas; pero ¿quién
diría que el sol no es luminoso, es más, la fuente de la luz? La fe permite contemplar el
«sol», a Dios, porque es acogida de su revelación en la historia y, por decirlo así, recibe
verdaderamente toda la luminosidad del misterio de Dios, reconociendo el gran milagro:
Dios se ha acercado al hombre, se ha ofrecido a su conocimiento, condescendiendo con el
límite creatural de su razón (cf. Dei Verbum, 13). Al mismo tiempo, Dios, con su gracia,
ilumina la razón, le abre horizontes nuevos, inconmensurables e infinitos. Por esto la fe
constituye un estímulo a buscar siempre, a nunca detenerse y a no aquietarse jamás en el
descubrimiento inexhausto de la verdad y de la realidad. Es falso el prejuicio de ciertos
pensadores modernos según los cuales la razón humana estaría como bloqueada por los
dogmas de la fe. Es verdad exactamente lo contrario, como han demostrado los grandes
maestros de la tradición católica. San Agustín, antes de su conversión, busca con gran
inquietud la verdad a través de todas las filosofías disponibles, hallándolas todas
insatisfactorias. Su fatigosa búsqueda racional es para él una pedagogía significativa para
el encuentro con la Verdad de Cristo. Cuando dice: «comprende para creer y cree para
comprender» (Discurso 43, 9: PL 38, 258), es como si relatara su propia experiencia de
vida. Intelecto y fe, ante la divina Revelación, no son extraños o antagonistas, sino que
ambos son condición para comprender su sentido, para recibir su mensaje auténtico,
acercándose al umbral del misterio. San Agustín, junto a muchos otros autores cristianos,
es testigo de una fe que se ejercita con la razón, que piensa e invita a pensar. En esta línea,
san Anselmo dirá en su Proslogion que la fe católica es fides quærens intellectum, donde
buscar la inteligencia es acto interior al creer. Será sobre todo santo Tomás de Aquino -
fuerte en esta tradición- quien se confronte con la razón de los filósofos, mostrando cuánta
nueva y fecunda vitalidad racional deriva hacia el pensamiento humano desde la unión
con los principios y de las verdades de la fe cristiana. La fe católica es, por lo tanto,
razonable y nutre confianza también en la razón humana. El concilio Vaticano I, en la
constitución dogmática Dei Filius, afirmó que la razón es capaz de conocer con certeza la
existencia de Dios a través de la vía de la creación, mientras que sólo a la fe pertenece la
posibilidad de conocer «fácilmente, con absoluta certeza y sin error» (DS 3005) las
verdades referidas a Dios, a la luz de la gracia. El conocimiento de la fe, además, no está
contra la recta razón. El beato Juan Pablo II, en efecto, en la encíclica Fides et ratio
31

sintetiza: «La razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a
los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y
consciente» (n. 43). En el irresistible deseo de verdad, sólo una relación armónica entre fe
y razón es el camino justo que conduce a Dios y al pleno cumplimiento de sí. Esta doctrina
es fácilmente reconocible en todo el Nuevo Testamento. San Pablo, escribiendo a los
cristianos de Corintio, sostiene, como hemos oído: «los judíos exigen signos, los griegos
buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los
judíos, necedad para los gentiles» (I Cor 1,22-23). Y es que Dios salvó el mundo no con
un acto de poder, sino mediante la humillación de su Hijo unigénito: según los parámetros
humanos, la insólita modalidad actuada por Dios choca con las exigencias de la sabiduría
griega. Con todo, la Cruz de Cristo tiene su razón, que san Pablo llama ho lògos tou
staurou, «la palabra de la cruz» (I Cor 1,18). Aquí el término lògos indica tanto la palabra
como la razón y, si alude a la palabra, es porque expresa verbalmente lo que la razón
elabora. Así que Pablo ve en la Cruz no un acontecimiento irracional, sino un hecho
salvífico que posee una razonabilidad propia reconocible a la luz de la fe. Al mismo
tiempo, él tiene mucha confianza en la razón humana; hasta el punto de sorprenderse por
el hecho de que muchos, aun viendo las obras realizadas por Dios, se obstinen en no creer
en Él. Dice en la Carta a los Romanos: «Lo invisible de Dios, su eterno poder y su
divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo y a través
de sus obras» (1,20). Así, también san Pedro exhorta a los cristianos de la diáspora a
glorificar «a Cristo el Señor en sus corazones, dispuestos siempre para dar explicación a
todo el que les pida una razón de su esperanza» (I Pe 3,15). En un clima de persecución y
de fuerte exigencia de testimoniar la fe, a los creyentes se les pide que justifiquen con
motivaciones fundadas su adhesión a la palabra del Evangelio, que den razón de nuestra
esperanza. Sobre estas premisas acerca del nexo fecundo entre comprender y creer
se funda también la relación virtuosa entre ciencia y fe. La investigación científica
lleva al conocimiento de verdades siempre nuevas sobre el hombre y sobre el cosmos,
como vemos. El verdadero bien de la humanidad, accesible en la fe, abre el horizonte en
el que se debe mover su camino de descubrimiento. Por lo tanto hay que alentar, por
ejemplo, las investigaciones puestas al servicio de la vida y orientada a vencer las
enfermedades. Son importantes también las indagaciones dirigidas a descubrir los secretos
de nuestro planeta y del universo, sabiendo que el hombre está en el vértice de la creación,
no para explotarla insensatamente, sino para custodiarla y hacerla habitable. De tal forma
la fe, vivida realmente, no entra en conflicto con la ciencia; más bien coopera con ella
ofreciendo criterios de base para que promueva el bien de todos, pidiéndole que renuncie
sólo a los intentos que -oponiéndose al proyecto originario de Dios- pueden producir
efectos que se vuelvan contra el hombre mismo. También por esto es razonable creer: si
la ciencia es una preciosa aliada de la fe para la comprensión del plan de Dios en el
universo, la fe permite al progreso científico que se lleve a cabo siempre por el bien y la
verdad del hombre, permaneciendo fiel a dicho plan. He aquí por qué es decisivo para el
hombre abrirse a la fe y conocer a Dios y su proyecto de salvación en Jesucristo. En el
Evangelio se inaugura un nuevo humanismo, una auténtica «gramática» del hombre y de
toda la realidad. Afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La verdad de Dios es su
sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del mundo. Dios, único
Creador del cielo y de la tierra (cf. Sal 115,15), es el único que puede dar el conocimiento
verdadero de todas las cosas creadas en su relación con Él» (n. 216). Confiemos, pues, en
que nuestro empeño en la evangelización ayude a devolver nueva centralidad al Evangelio
en la vida de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Y oremos para que todos
vuelvan a encontrar en Cristo el sentido de la existencia y el fundamento de la verdadera
libertad: sin Dios el hombre se extravía. Los testimonios de cuantos nos han precedido y
dedicaron su vida al Evangelio lo confirman para siempre. Es razonable creer; está en
juego nuestra existencia. Vale la pena gastarse por Cristo; sólo Él satisface los deseos de
verdad y de bien enraizados en el alma de cada hombre: ahora, en el tiempo que pasa y el
día sin fin de la Eternidad bienaventurada.
32

iii) Doble ‘vía’ de acceso al conocimiento natural de Dios: CEC 32-35.

iv) El lenguaje acerca de Dios: CEC 39-43; cf. III.2.d.

v) Conclusión: La antropología católica realista y optimista: cf. CEC 299-300 y 405; cf.
II.1.d.

*Apéndice 1: Tres oraciones al Señor Jesús por los caminos cosmológico, antropológico
y metafísico-teologal para conocer a Dios y a su designio de salvación (cf. A. Léonard,
Pensamiento contemporáneo y fe en Jesucristo Un discernimiento intelectual cristiano pp.
140, 241 y 323:
•«Yo creo en ti, Señor Jesús, porque Tú das un sentido al mundo y a la historia. Sin ti, la
gran aventura del universo iría a la deriva sin origen conocido y sin objetivo fijo. Te doy
gracias porque eres la estrella hacia la que, aún sin saberlo, caminan los pueblos».
•«Yo creo en ti, Señor Jesús, porque Tú das sentido a mi vida, porque colmas mi esperanza
y me atraes hacia un ideal que responde a mi deseo y que lo prolonga hasta lo infinito. Sin
ti, nuestra libertad no sabría donde encontrar su descanso ni dar nuevo impulso a su
movimiento. Te doy gracias porque eres el centro personal hacia el que, a menudo sin
saberlo, aspira el corazón profundo del hombre».
•Te doy gracias, Señor Jesús, porque das un sentido al mundo y a mi vida, pero, ante todo,
yo creo en ti porque me has amado y te has entregado al mundo y porque tu Amor
crucificado es, en sí mismo y por sí mismo, sumamente digno de fe».

*Apéndice 2: La mirada catequística sobre el campo del mundo, la Iglesia y su siembra


evangelizadora según el Directorio General para la Catequesis 1997: cf. DGC nn. 14-33.
i) La parábola del sembrador que se renueva en la historia (cf. Mc 4,3-8). Interpretación
y carácter provisorio inherente a la contingencia histórica.
ii) La mirada de la realidad del mundo desde la fe y la misericordia como ‘lectura
teológica’ en la que subyacen siempre estos tres elementos:
•la acción creadora de Dios, que comunica a todo su bondad;
•la fuerza que proviene del pecado, que limita y entorpece al hombre;
•el dinamismo que brota de la Pascua de Cristo, como germen de renovación, que confiere
al creyente la esperanza de una «consumación» definitiva.
iii) El campo del mundo:
•Miseria: cf. compromiso por la justicia y amor preferencial por los pobres.
•Dignidad de la persona humana y derechos humanos: contraste entre sensibilidad
generalizada y hechos lesivos.
•Cultura y culturas: racionalidad científico-experimental y sabiduría comprensiva de la
profundidad del ser humano; cultura ‘globalizada’ y cultura autóctona fiel a la herencia
de las tradiciones; inculturación.
•Situación religioso-moral: indiferencia religiosa; ateísmo sobre todo bajo la forma de
secularismo; ambigüedad del ‘retorno a lo sagrado’, la proliferación de sectas, nuevos
movimientos religiosos y fundamentalismo de todo tipo; oscurecimiento de la verdad
ontológica de la persona humana y el consecuente relativismo ético.
iv) La Iglesia en el campo del mundo:
•La fe de los cristianos:
+ Nueva experiencia viva de Dios como Padre misericordioso; redescubrimiento hondo
de Jesucristo en su divinidad y humanidad; sentimiento de corresponsabilidad en la misión
de la Iglesia; conciencia de las exigencias sociales de la fe.
− ¿En que medida nos afecta el secularismo y el relativismo ético? No practicantes;
religiosidad popular con poca formación en los fundamentos de la fe; fe cultivada en la
infancia pero no madurada posteriormente; ocultamiento de la identidad católica (por una
forma mal entendida de diálogo interreligioso o reticencia a dar testimonio). ¡Nueva auto-
evangelización!
•La vida (o calidad) interna de la comunidad eclesial:
33

+ Por la recepción de las enseñanzas del Concilio Vaticano II: la Liturgia es comprendida
más profundamente como fuente y culmen de la vida eclesial y personal (cf. SC);
conciencia más viva de todo el Pueblo de Dios acerca del sacerdocio común originado en
el Bautismo y su llamada universal a la santidad que se realiza en el servicio de la caridad
(cf. LG); la Palabra de Dios es leída, gustada y meditada más intensamente (cf. DV);
misión evangelizadora que implica promoción humana, diálogo con las culturas y las
religiones, búsqueda de la unidad entre los cristianos (cf. GS).
− También ‘defectos y dificultades en la recepción del Concilio’: desafección hacia la
Iglesia; interpretaciones fragmentarias del Concilio que han lesionado la comunión
eclesial. Ahondar una auténtica eclesiología de comunión que genere una sólida
espiritualidad eclesial.
•Situación de la catequesis:
+ Gran número de sacerdotes, religiosos y laicos que se consagran a ella con entusiasmo
y constancia; carácter misionero (conversión y formación integral); recuperación de la
catequesis de adultos; pensamiento y orientaciones pastorales en la catequesis ha ganado
densidad y profundidad.
− El concepto conciliar de Tradición tiene menor influjo como elemento realmente
inspirador y la referencia casi exclusiva a la Sagrada Escritura como fuente de la
Revelación; la finalidad de la catequesis que es la comunión con Jesucristo, presenta
desequilibrada su misterio divino-humano; respecto de los contenidos: lagunas doctrinales
serias (Dios y el hombre, pecado y gracia, escatología, etc.), deficiente formación moral
de la conciencia, inadecuada presentación de la historia de la Iglesia, escasa relevancia de
la doctrina social, proliferación de catecismos y textos de iniciativa particular con
tendencias selectiva y acentuaciones arbitrarias que dañan la unidad de la fe; vinculación
débil y fragmentaria con la liturgia; en relación a la pedagogía de la fe: exageración de
valor del método y las técnicas, dualismo ‘contenido-método’ con reduccionismos en uno
u otro sentido, necesario discernimiento teológico de la dimensión pedagógica en su
conjunto; dificultad para la inculturación e inadecuada educación para la misión ad gentes.
v) La siembra del Evangelio:
•Cómo leer los signos de los tiempos: la Iglesia, con la ayuda de las ciencias humanas,
trata de descubrir la voz del Espíritu en la situación actual, su sentido en el historia de
salvación, que le sirve como diagnósticos para la misión.
•Algunos retos para la catequesis, desafíos y opciones: propuesta como servicio a la
interior evangelización de la Iglesia y acentuado carácter misionero; destinatarios de debe
siempre pero, sobre todo, desde los adultos; debe modelar la personalidad creyente al ser
escuela de pedagogía cristiana; promover la experiencia de la vida trinitaria en Cristo;
considerar como tarea prioritaria, la preparación y formación de catequistas
dotados de una profunda fe.

Lectura sugerida: Raniero Cantalamessa, o.f.m.cap. “DISPUESTOS A DAR


RAZÓN DE LA ESPERANZA QUE HAY EN NOSOTROS” (I Pedro 3,15): La
respuesta cristiana al racionalismo:
1. La razón usurpadora
El tercer obstáculo, que hace a mucha parte de la cultura moderna “refractaria” al
Evangelio, es el racionalismo. De éste pretendemos ocuparnos en esta última meditación
de Adviento. El cardenal, y ahora beato, John Henry Newman nos dejó un memorable
discurso, pronunciado el 11 de diciembre de 1831, en la Universidad de Oxford, titulado
The Usurpation of Raison, la usurpación, o la prevaricación, de la razón. En este título
está ya la definición de lo que entendemos por racionalismo [1]. En una nota de
comentario a este discurso, escrita en el prefacio a su tercera edición en 1871, el autor
explica qué entiende con esta expresión. Por usurpación de la razón – dice – se entiende
“ese cierto difundido abuso de esta facultad que se verifica cada vez que uno se ocupa de
religión sin un adecuado conocimiento íntimo, o sin el debido respeto por los primeros
principios propios a ella. Esta pretendida 'razón' es llamada por la Escritura 'la sabiduría
34

del mundo'; es el razonar sobre religión de quien tiene la mentalidad secularista, y se basa
sobre máximas mundanas, que le son intrínsecamente extrañas” [2]. En otro de sus
Sermones universitarios, titulado “Fe y razón frente a frente”, Newman ilustra por qué la
razón no puede ser el último juez en cuestiones de religión y fe, con la analogía de la
conciencia. “Nadie, escribe, diría que la conciencia se opone a la razón, o que sus dictados
no puedan ser planteados de forma argumentativa; con todo, ¿quién, de ello, querrá
argumentar que la conciencia no sea un principio original, sino que para actuar necesita
esperar los resultados de un proceso lógico-racional? La razón analiza los fundamentos y
los motivos de la acción sin ser ella misma uno de esos motivos. Por tanto, así como la
conciencia es un elemento sencillo de nuestra naturaleza, y sin embargo sus operaciones
necesitan ser justificadas por la razón, de la misma forma la fe puede ser cognoscible y
sus actos pueden ser justificados por la razón, sin por ello depender realmente de ésta
[…].Cuando se dice que el Evangelio exige una fe racional, se quiere decir solo que la fe
concuerda con la recta razón en abstracto, pero no que sea en realidad su resultado” [3].
Una segunda analogía es la del arte. “El crítico de arte –escribe – valora lo que él mismo
no sabe crear; de la misma forma la razón puede dar su aprobación al acto de fe, sin ser
por ello la fuente de la que esa fe emana” [4]. El análisis de Newman tiene rasgos nuevos
y originales; saca a la luz la tendencia, por así decirlo, imperialista, de la razón de someter
todo aspecto de la realidad a sus propios principios. Pero se puede considerar el
racionalismo también desde otro punto de vista, estrechamente unido con el anterior. Por
quedarnos en la metáfora política empleada por Newman, podríamos definirlo como la
postura del aislacionismo, de cerrazón en sí misma de la razón. Este no consiste tanto en
invadir el campo de los demás, sino en no reconocer la existencia de otro campo fuera del
proprio. En otras palabras, en el rechazo de que pueda existir verdad alguna fuera de la
que pasa a través de la razón humana. Bajo este aspecto, el racionalismo no nació con la
Ilustración, aunque ésta haya imprimido en él una aceleración cuyos efectos se observan
aún. Es una tendencia con la que la fe ha tenido que echar cuentas desde siempre. No solo
la fe cristiana, sino también la judía y la islámica, al menos en la Edad Media, conocieron
este desafío. Contra esta pretensión de absolutismo de la razón, se ha elevado en todas las
épocas no sólo la voz de hombres de fe, sino también la de hombres militantes en el campo
de la razón, filósofos y científicos. “El acto supremo de la razón, escribió Pascal, está en
reconocer que existe una infinidad de cosas que la sobrepasan" [5]. En el instante mismo
en que la razón reconoce su límite, lo franquea y lo supera. Este reconocimiento se
produce por obra de la razón, y por ello es un acto exquisitamente racional. Es,
literalmente, una “docta ignorancia” [6]. Un ignorar "con conocimiento de causa",
sabiendo que no se sabe. Se debe afirmar por tanto que pone un límite a la razón y la
humilla aquel que no le reconoce esta capacidad de trascenderse. "Hasta ahora – escribió
Kierkegaard – se ha dicho siempre esto: 'Decir que esto o aquello no se puede entender,
no satisface a la ciencia que quiere entender'. Ese es el error. Se debe decir precisamente
lo contrario: mientras que la ciencia no quiera reconocer que hay algo que no puede
entender, o – de forma más precisa – algo de lo que ella claramente 'comprende que no
puede entender', todo estará desordenado. Por ello es un deber del conocimiento humano
comprender que existen y cuáles son las cosas que no puede entender” [7].
2. Fe y sentido de lo Sagrado
Es de esperar que este tipo de controversia recíproca entre fe y razón continúe también en
el futuro. Es inevitable que cada época vuelva a hacer el camino por su propia cuenta, pero
ni los racionalistas convertirán con sus argumentos a los creyentes, ni los creyentes a los
racionalistas. Es necesario encontrar un camino para romper este círculo y liberar a la fe
de este atasco. En todo este debate sobre razón y fe, es la razón la que impone su elección
y obliga a la fe, por así decirlo, a jugar fuera de casa y a la defensiva. De ello era muy
consciente el cardenal Newman, que en otro de sus discursos universitarios pone en
guardia contra el riesgo de una mundanización de la fe en su deseo de correr detrás de la
razón. Dice que comprende, aunque no puede aceptarlas del todo, las razones de aquellos
que están tentados de desvincular completamente la fe de la investigación racional, a causa
“ de los antagonismos y las divisiones fomentadas por la argumentación y el debate, la
35

confianza orgullosa que a menudo acompaña al estudio de las pruebas apologéticas, la


frialdad, el formalismo, el espíritu secularista y carnal, mientras que la Escritura habla de
la religión como de una vida divina, arraigada en los afectos y que se manifiesta en gracias
espirituales” [8]. En todas las intervenciones de Newman sobre la relación entre razón y
fe, entonces no menos debatida que hoy, se observa una advertencia: no se puede combatir
el racionalismo con otro racionalismo, aunque sea en sentido contrario. Es necesario por
tanto encontrar otro camino que no pretenda sustituir el de la defensa racional de la fe,
pero al menos que la acompañe, también porque los destinatarios del anuncio cristiano no
son sólo los intelectuales, capaces de empeñarse en este tipo de controversia, sino también
la masa de las personas corrientes indiferentes a él y más sensible a otros argumentos.
Pascal proponía el camino del corazón: “El corazón tiene razones que la razón no
entiende” [9]; los románticos (por ejemplo, Schleiermacher) proponían el del sentimiento.
Nos queda, creo, un camino que descubrir: el de la experiencia y del testimonio. No
pretendo hablar aquí de la experiencia personal, subjetiva, de la fe, sino de una experiencia
universal y objetiva que podemos por eso hace valer también ante personas aún extrañas
a la fe. Esta no nos lleva hacia la fe plena y que salva:la fe en Jesucristo muerto y
resucitado, pero nos puede ayudar a crear el presupuesto para ella, que es la apertura al
misterio, la percepción de algo que está por encima del mundo y de la razón. La
contribución más notable que la moderna fenomenología de la religión ha dado a la fe,
sobre todo en la forma que ésta reviste en la obra clásica de Rudolph Otto “Lo
sagrado”[10], es la de haber mostrado que la afirmación tradicional de que hay algo que
no se explica con la razón, no es un postulado teórico o de fe, sino un dato primordial de
la experiencia.
Existe un sentimiento que acompaña a la humanidad desde sus principios y que está
presente en todas las religiones y las culturas: el autor lo llama el sentimiento de lo
numinoso. Este es un dato primario, irreducible a cualquier otro sentimiento o experiencia
humana; embarga al hombre con un estremecimiento cuando, por cualquier circunstancia
externa o interna a él, se encuentra ante la revelación del misterio “tremendo y fascinante”
de lo sobrenatural. Otto designa el objeto de esta experiencia con el adjetivo “irracional”
(el subtítulo de la obra es “Lo irracional en la idea de lo divino y su relación con lo
racional”); pero toda la obra demuestra que el sentido que él da al término “irracional” no
es el de “contrario a la razón”, sino el de “fuera de la razón”, de no traducible en términos
racionales. Lo numinoso se manifiesta en grados diversos de pureza: del estadio menos
refinado, que es la reacción inquietante suscitada por las historias de espíritus y de
espectros, al estadio más puro que es la manifestación de la santidad de Dios – el Qadosh
bíblico -, como en la célebre escena de la invocación de Isaías (Is 6, 1 ss). Si es así, la
reevangelización del mundo secularizado pasa también a través de una recuperación del
sentido de lo sagrado. El terreno cultural del racionalismo – su causa y al mismo tiempo
su efecto – es la pérdida del sentido de lo sagrado, es necesario por ello que la Iglesia
ayude a los hombres a remontar la pendiente y redescubrir la presencia y la belleza de lo
sagrado en el mundo. Charles Péguy dijo que “la tremenda penuria de lo Sagrado es la
marca profunda del mundo moderno”. Eso se advierte en todo aspecto de la vida, pero en
particular en el arte, en la literatura y en el lenguaje de todos los días. Para muchos autores,
ser definidos “irreverentes” ya no es una ofensa, sino un cumplido. La Biblia es acusada
a veces de haber “desacralizado” el mundo por haber expulsado a las ninfas y divinidades
de los montes, de los mares y de los bosques, y haber hecho de ellos simples criaturas al
servicio del hombre. Esto es verdad, pero es precisamente despojándolas de esta falsa
pretensión d ser ellos mismos divinidades, como la Escritura los ha restituido a su
naturaleza genuina de “signo” de lo divino. Es la idolatría de las criaturas lo que la Biblia
combate, no su sacralidad. Así “secularizada”, la Creación tiene aún el poder de provocar
la experiencia de lo numinoso y de lo divino. De una experiencia de este tipo lleva el
signo, en mi opinión, la célebre declaración de Kant, el representante más ilustre del
racionalismo filosófico: Dos cosas llenan mi alma de admiración y veneración siempre
nueva y creciente, cuanto más a menudo y por más tiempo la reflexión se ocupa de ellas:
el cielo estrellado sobre mí, y la ley moral en mí. […]. La primera comienza desde el lugar
36

que yo ocupo en el mundo sensible externo, y extiende la conexión en la que me encuentro


a una grandeza interminable, con mundos y mundos, y sistemas y sistemas; y aún después
a los tiempos ilimitados de su movimiento periódico, de su principio y de su duración”
[11]. Un científico vivo, Francis Collins, nombrado hace poco académico pontificio, en
su libro “El lenguaje de Dios”, describe así el momento de su vuelta a la fe: “En una
hermosa mañana de otoño, mientras por primera vez, paseando por las montañas, me
dirigía al oeste del Mississippi, la majestad y belleza de la creación vencieron mi
resistencia. Comprendí que la búsqueda había llegado a su fin. La mañana siguiente, al
salir el sol, me arrodillé sobre la hierba húmeda y me rendí a Jesucristo” [12]. Los mismos
descubrimientos maravillosos de la ciencia y de la técnica, en lugar de llevar al
desencanto, pueden convertirse en ocasiones de estupor y de experiencia de lo divino. El
momento final del descubrimiento del genoma humano es descrito por el mismo Francis
Collins, que dirigió el equipo directivo que llevó a este descubrimiento, “una experiencia
de exaltación científica y al mismo tiempo de adoración religiosa”. Entre las maravillas
de la creación, nada hay más maravilloso que el hombre y, en el hombre, que su
inteligencia creada por Dios. La ciencia desespera ya de tocar un límite máximo en la
exploración de lo infinitamente grande que es el universo y en la exploración de lo
infinitamente pequeño que son las partículas subatómicas. Algunos hacen de estas
“desproporciones” un argumento a favor de la inexistencia de un Creador y de la
insignificancia del hombre. Para el creyente, éstas son el signo por excelencia, no solo de
la existencia sino también de los atributos de Dios: la vastedad del universo, es signo de
su infinita grandeza y trascendencia, la pequeñez del átomo, lo es de su inmanencia y de
la humildad de su encarnación que le llevó a hacerse niño en el seno de una madre y
minúsculo pedazo de pan en las manos del sacerdote. Tampoco en la vida humana
cotidiana faltan ocasiones en las que es posible hacer experiencia de “otra” dimensión: el
enamoramiento, el nacimiento del primer hijo, una gran alegría. Es necesario ayudar a las
personas a abrir los ojos y a volver a encontrar la capacidad de sorprenderse. “Quien se
asombra, reinará”, dice un dicho atribuido a Jesús fuera de los Evangelios [13]. En la
novela Los hermanos Karamazov, Dostoevskij refiere las palabras que el starez Zosimo,
aún oficial del ejército, dirige a los presentes en el momento en que, deslumbrado por la
gracia, renuncia a batirse en duelo con su adversario: “Señores, girad la mirada alrededor
a los dones de Dios: este cielo límpido, este aire puro, esta hierba tierna, estos pajaritos:
la naturaleza es tan bella e inocente, mientras que nosotros, solo nosotros, estamos lejos
de Dios, y somos estúpidos y no comprendemos que la vida es un paraíso, pues bastaría
que quisiéramos comprenderlo, y en seguida éste se instauraría en toda su belleza, y
nosotros nos abrazaríamos y romperíamos a llorar” [14]. ¡Este es el sentido genuino de la
sacralidad del mundo y de la vida!
3. Necesidad de testigos
Cuando la experiencia de lo sagrado y de lo que nos llega de repente e inesperada desde
fuera de nosotros, es acogida y cultivada, se convierte en experiencia subjetiva vivida. Se
tienen así los “testigos” de Dios que son los santos y, de modo totalmente particular, una
categoría de estos, los místicos. Los místicos, dice una célebre definición de Dionisio
Areopagita, son aquellos que han “padecido a Dios” [15], es decir, que han experimentado
y vivido lo divino. Son, para el resto de la humanidad, como los exploradores que entraron
primero, a escondidas, en la Tierra Prometida y después volvieron atrás para referir lo que
habían visto – “una tierra que mana leche y miel” - exhortando a todo el pueblo a atravesar
el Jordán (cf. Núm 14,6-9). Por medio de ellos nos llegan a nosotros, en esta vida, los
primeros fulgores de la vida eterna. Cuando leemos sus escritos, ¡qué alejadas parecen, e
incluso qué ingenuas, las más sutiles argumentaciones de los ateos y de los racionalistas!
Nace, hacia estos últimos, un sentido de estupor y también de pena, como ante uno que
habla de cosas que manifiestamente no conoce. Como quien creyera descubrir continuos
errores de gramática en un interlocutor, y no se diese cuenta de que simplemente está
hablando otra lengua que él no conoce. Pero no hay ninguna gana de ponerse a rebatirles,
tanto las propias palabras dichas en defensa de Dios parecen, en ese momento, vacías y
fuera de lugar. Los místicos son, por excelencia, los que han descubierto que Dios
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“existe”; es más, que sólo él existe verdaderamente y que es infinitamente más real que
aquello que con frecuencia llamamos realidad. Fue precisamente en uno de estos
encuentros como una discípula del filósofo Husserl, judía y atea convencida, una noche
descubrió al Dios vivo. Hablo de Edith Stein, ahora santa Teresa Benedicta de la Cruz.
Era huésped de unos amigos cristianos y una noche que estos tuvieron que ausentarse, no
sabiendo qué hacer, cogió un libro de su biblioteca y se puso a leerlo. Era la autobiografía
de santa Teresa de Ávila. Siguió leyendo toda la noche. Llegada al final, exclamó
sencillamente: “¡Ésta es la verdad!". Por la mañana fue a la ciudad a comprar un catecismo
católico y un misal, y tras haberlos estudiado, se dirigió a una iglesia cercana y pidió al
sacerdote ser bautizada. Yo también tuve una pequeña experiencia del poder que tienen
los místicos de hacer tocar con la mano lo sobrenatural. Era el año en el que se discutía
mucho sobre un libro de un teólogo titulado: “¿Existe Dios?” (Existiert Gott?) pero, al
llegar al final de la lectura, eran muy pocos los que estaban dispuestos a cambiar la
interrogación del título por una exclamación. Yendo a un congreso, me llevé conmigo el
libro de los escritos de la beata Angela de Foligno que no conocía aún. Me quedé
literalmente deslumbrado; lo llevada conmigo a las conferencias, lo abría en cada pausa,
y a final lo cerré diciéndome: “¿Si Dios existe? ¡No solo existe, sino que es
verdaderamente fuego devorador!” Por desgracia, una cierta moda literaria ha conseguido
neutralizar también la “prueba” viviente de la existencia de Dios que son los místicos. Lo
ha hecho con un método singularísimo: no reduciendo su número, sino aumentándolo, no
restringiendo el fenómeno, sino dilatándolo desmesuradamente. Me refiero a aquellos que
en una colección de místicos, en antologías de sus escritos, o en una historia de la mística,
ponen juntos, como pertenecientes al mismo tipo de fenómenos, a san Juan de la Cruz y a
Nostradamus, a santos y a excéntricos, mística cristiana y cábala medieval, hermetismo,
teosofismo, formas de panteísmo e incluso la alquimia. Los místicos verdaderos son otra
cosa y la Iglesia tiene razón en ser tan rigurosa en su juicio sobre ellos. El teólogo Karl
Rahner, retomando, parece, una frase de Raimundo Pannikar, afirmó: “El cristiano de
mañana, o será un místico o no será”. Quería decir que, en el futuro, será el testimonio de
personas que tienen una profunda experiencia de Dios el que mantenga viva nuestra fe,
más que la demostración de su plausibilidad racional. Pablo VI decía, en el fondo, lo
mismo cuando afirmaba en la Evangelii nuntiandi (nr.41): “El hombre contemporáneo
escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los
que enseñan, es porque dan testimonio”. Cuando el apóstol Pedro recomendaba a los
cristianos estar preparados para “dar razón de su esperanza” (1 Pe 3,15), es cierto, por el
contexto, que él tampoco pretendía hablar de razones especulativas o dialécticas, sino de
las razones prácticas, es decir, de su experiencia de Cristo, unida al testimonio apostólico
que la garantizaba. En un comentario a este texto, el cardenal Newman, habla de “razones
implícitas”, que son, para el creyente, más íntimamente persuasivas que no las razones
explícitas y argumentativas [16].
4. Un estremecimiento de fe en Navidad
Llegamos así a la conclusión práctica que más nos interesa en una meditación como esta.
No sólo los no creyentes y los racionalistas necesitan irrupciones imprevistas de lo
sobrenatural en la vida para llegar a la fe; las necesitamos también nosotros los creyentes
para reavivar nuestra fe. El peligro mayor que corren las personas religiosas es el de
reducir la fe a una secuencia de ritos y de fórmulas, repetidas incluso con escrúpulo, pero
de forma mecánica y sin participación íntima de todo el ser. “Este pueblo se acerca a mí
con la boca – se lamenta Dios en Isaías -, y me honra con los labios, pero su corazón está
lejos de mí, y el temor que me tiene no es más que un precepto humano, aprendido por
rutina” (Is 29,13). La Navidad puede ser una ocasión privilegiada para tener este
estremecimiento de fe. Esta es la suprema “teofanía” de Dios, la más alta “manifestación
de lo Sagrado”. Por desgracia el fenómeno del secularismo está despojando a esta fiesta
de su carácter de “misterio tremendo” – es decir, que induce al santo temor y a la adoración
–, para reducirlo al único aspecto de “misterio fascinante”. Fascinante, lo que es peor, en
sentido sólo natural, no sobrenatural: una fiesta de los valores familiares, del invierno, del
árbol, de los renos y de Papá Noel. Existe en algunos países la intención de cambiar
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también el nombre de Navidad por el de “fiesta de la luz”. En pocos casos la secularización


es tan visible como en Navidad. Para mí, el carácter “numinoso” de la Navidad está ligado
a un recuerdo. Asistía un año a la Misa de Medianoche presidida por Juan Pablo II en San
Pedro. Llegó el momento del canto de las Calendas, es decir, la solemne proclamación del
nacimiento del Salvador, presente en el antiguo Martirologio y reintroducida en la liturgia
navideña después del Vaticano II:
“Muchos siglos después de la creación del mundo...
Trece siglos después de la salida de Egipto...
En la 195ª Olimpiada,
en el año 752 de la fundación de Roma...
En el cuadragésimo segundo año del imperio de César Augusto,
Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, siendo concebido por obra del Espíritu
Santo, transcurridos nueve meses, nace en Belén de Judá de la Virgen María, hecho
hombre”.
Llegados a estas últimas palabras sentí la que se llama “la unción de la fe”: una imprevista
claridad interior, por la que recuerdo que decía dentro de mí: “¡Es verdad! ¡Es verdad todo
esto que se canta! No son solo palabras. Lo eterno entra en el tiempo. El último
acontecimiento de la serie ha roto la serie; ha creado un “antes” y un “después”
irreversibles; el cómputo del tiempo que antes tenía lugar en relación a diversos
acontecimientos (olimpiada tal, reino de tal), ahora sucede en relación a un único
acontecimiento”. Una conmoción de repente me atravesó toda la persona, mientras
solamente podía decir: “¡Gracias, Santísima Trinidad, y gracias también a ti, Santa Madre
de Dios!”. Ayuda mucho a hacer de la Navidad la ocasión para un sobresalto de fe
encontrar espacios de silencio. La liturgia envuelve el nacimiento de Jesús en el silencio:
Dum medium silentium tenerent omnia, mientras todo alrededor estaba en silencio. Stille
Nacht, noche de silencio, se llama a la Navidad en el más difundido y querido de los
villancicos. En Navidad deberíamos escuchar como dirigida personalmente a nosotros la
invitación del Salmo: “Rendíos y reconoced que yo soy Dios” (Sal 46,11). La Madre de
Dios es el modelo insuperable de este silencio navideño: “María – está escrito –
conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19). El silencio de María en
Navidad es más que un simple callarse; es maravilla, es adoración; es un “silencio
religioso”, un ser superada por la realidad. La interpretación más verdadera del silencio
de María es la que está en los iconos bizantinos, donde la Madre de Dios nos parece
inmóvil, con la mirada fija, los ojos desorbitados, como quien ha visto cosas que no se
pueden describir con palabras. María, la primera, elevó a Dios lo que san Gregorio
Nacianceno llama un “himno de silencio” [17]. Celebra verdaderamente la Navidad quien
es capaz de hacer hoy, a distancia de siglos, lo que habría hecho, si hubiese estado presente
ese día. Quien hace lo que nos enseñó a hacer María: ¡arrodillarse, adorar y callar!
[1] J.H. Newman, Oxford University Sermons, Londres 1900, pp.54-74; trad. Ital. de L.
Chitarin, Bolonia, Ediciones Studio Domenicano, 2004, pp. 465-481.
[2] Ib.p. XV (trad. ital. Cit. p.726).
[3] Ib., p. 183 (trad. ital. Cit. p.575).
[4] Ibidem.
[5] B.Pascal, Pensieri 267 Br.
[6] San Agustín , Epist. 130,28 (PL 33, 505).
[7] S. Kierkegaard, Diario VIII A 11.
[8] Newman, op. cit., p. 262 (trad. ital. cit., p. 640 s).
[9] B. Pascal, Pensieri, n.146 (ed. Br. N. 277).
[10] R. Otto, Das Heilige. Über das Irrationale in der Idee des Göttlichen und seine
Verhältnis zum Rationalem, 1917. ( Trad. ital. de E. Bonaiuti, Il Sacro, Milán, Feltrinelli
1966).
[11] I. Kant, Critica della ragion pratica, Laterza, Bari, 1974, p. 197.
[12] F. Collins, The Language of God. A Scientist Presents Evidence for Belief, Free Press
2006, pp. 219 e 255.
[13] En Clemente Alejandrino, Stromati, 2, 9).
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[14] F. Dostoevskij, Los Hermanos Karamazov, parte II, VI,


[15] Dionisio Areopagita, Nomi divini II,9 (PG 3, 648) ("pati divina").
[16] Cf. Newman, “Implicit and Explicit Reason”, en University Sermons, XIII, cit., pp.
251-277
[17] S. Gregorio Nacianceno, Carmi, XXIX (PG 37, 507).

Vademecum
Comp del CEC: I parte: «La Profesión de la Fe»: 1ª sección: «Creo-Creemos»:
Cap. I: EL HOMBRE ES «CAPAZ» DE DIOS
1. ¿Cuál es el designio de Dios para el hombre?
Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en Sí mismo, en un designio de pura bondad ha
creado libremente al hombre para hacerlo partícipe de su vida bienaventurada. En la plenitud de
los tiempos, Dios Padre envió a su Hijo como Redentor y Salvador de los hombres caídos en el
pecado, convocándolos en su Iglesia, y haciéndolos hijos suyos de adopción por obra del Espíritu
Santo y herederos de su eterna bienaventuranza.
Cap. I: El hombre es «capaz» de Dios:
«Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza (...). Nos has hecho para ti y nuestro corazón
está inquieto mientras no descansa en ti» (S. Agustín).
2. ¿Por qué late en el hombre el deseo de Dios?
Dios mismo, al crear al hombre a su propia imagen, inscribió en el corazón de éste el deseo de
verlo. Aunque el hombre a menudo ignore tal deseo, Dios no cesa de atraerlo hacia Sí, para que
viva y encuentre en Él aquella plenitud de verdad y felicidad a la que aspira sin descanso. En
consecuencia, el hombre, por naturaleza y vocación, es un ser esencialmente religioso, capaz de
entrar en comunión con Dios. Esta íntima y vital relación con Dios otorga al hombre su dignidad
fundamental.
3. ¿Cómo se puede conocer a Dios con la sola luz de la razón?
A partir de la Creación, esto es, del mundo y de la persona humana, el hombre, con la sola razón,
puede con certeza conocer a Dios como origen y fin del universo y como sumo bien, verdad y
belleza infinita.
4. ¿Basta la sola luz de la razón para conocer el misterio de Dios?
Para conocer a Dios con la sola luz de la razón, el hombre encuentra muchas dificultades. Además
no puede entrar por sí mismo en la intimidad del misterio divino. Por ello, Dios ha querido
iluminarlo con su Revelación, no sólo acerca de las verdades que superan la comprensión
humana, sino también sobre verdades religiosas y morales, que, aun siendo de por sí accesibles
a la razón, de esta manera pueden ser conocidas por todos sin dificultad, con firme certeza y sin
mezcla de error.
5. ¿Cómo se puede hablar de Dios?
Se puede hablar de Dios a todos y con todos, partiendo de las perfecciones del hombre y las
demás criaturas, las cuales son un reflejo, si bien limitado, de la infinita perfección de Dios. Sin
embargo, es necesario purificar continuamente nuestro lenguaje de todo lo que tiene de
imaginativo e imperfecto, sabiendo bien que nunca podrá expresar plenamente el infinito
misterio de Dios.

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