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guía de estudio
Cristo, que es el mismo ayer, hoy y para siempre. Iluminado, pues, por Cristo, Imagen del
Dios invisible, Primogénito entre todas las criaturas, el Concilio se propone dirigirse a
todos para aclararles el misterio del hombre, a la vez que cooperar para que se halle
solución a las principales cuestiones de nuestro tiempo» (GS nº 10).
a) Ciencias:
i) Desarrollo científico y tecnológico: las ciencias humanas (p.e.: neurobiología,
psicología y sociología) aportan un maravilloso conocimiento acerca del hombre pero no
agotan la pregunta por el sentido último de su existencia, porque hay sectores de la
realidad humana que escapan a sus objetos formales y sus métodos.
ii) Ambivalencia del progreso científico y tecnológico: desarrollos indiscutibles y medios
muy discutibles. «El progreso de la racionalidad y el retroceso del sentido […] inteligencia
de los medios y difuminación o disolución de los fines [que culminan en la]
insignificancia» (Paul Ricoeur).
b) Ideologías:
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c) Religiones:
ii) Definición de la religión: «el conjunto de actos humanos (=culto interior y exterior)
por los que el hombre se relaciona con un término al cual de algún modo atribuye
divinidad, al que adora con veneración y al que ora por su salvación» (E. Dhanis).
iii) Morfología de lo sagrado: espacio, tiempo, mundo y vida humana como hierofanías
(=manifestación de lo divino en lo sagrado).
v) Valoración católica de las religiones no cristianas: cf. CEC 28; 839-848; cf. 1257-
1261.
-S. Pablo VI: Exh. Ap. ‘Evangelii nuntiandi’ nº 80: «No sería inútil que cada cristiano y
cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento:
los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si
nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por
negligencia, por miedo, por vergüenza -lo que San Pablo llamaba avergonzarse del
Evangelio-, o por ideas falsas omitimos anunciarlo?».
-Catequesis de Juan Pablo II:
•nº 17. «Fe cristiana y religiones no cristianas» (5-VI-1985):
1. La fe cristiana se encuentra en el mundo con varias religiones que se inspiran en otros
maestros y en otras tradiciones, al margen del filón de la revelación. Ellas constituyen un
hecho que hay que tener en cuenta. Como dice el Concilio, los hombres esperan de las
diversas religiones ‘la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que
hoy como ayer conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre? Cuál es el sentido
y fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y que es el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del
dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el
juicio, y cuál es la retribución después de la muerte? ¿Cual es, finalmente, aquel último e
inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos
dirigimos?’ (Nostra aetate nº 1). De este hecho parte el Concilio en la Declaración Nostra
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aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Es muy
significativo que el Concilio se haya pronunciado sobre este tema. Si creer de modo
cristiano quiere decir responder a la auto-revelación de Dios, cuya plenitud está en
Jesucristo, sin embargo, esta fe no evita, especialmente en el mundo contemporáneo, una
relación consciente con las religiones no cristianas, en cuanto que en cada una de ellas se
expresa de algún modo ‘aquello que es común a los hombres y conduce a la mutua
solidaridad’ (nº 1). La Iglesia no desecha esta relación, más aún, la desea y la busca. Sobre
el fondo de una amplia comunión en los valores positivos de espiritualidad y moralidad,
se delinea ante todo la relación de la ‘fe’ con la ‘religión’ en general, que es un sector
especial de la existencia terrena del hombre. El hombre busca en la religión la respuesta a
los interrogantes arriba enumerados y establece de modo diverso su relación con el
‘misterio que envuelve nuestra existencia’. Ahora bien, las diversas religiones no
cristianas son, ante todo, la expresión de esta búsqueda por parte del hombre, mientras
que la fe cristiana que tiene su base en la Revelación por parte de Dios. Y en esto consiste
-a pesar de algunas afinidades en otras religiones- su diferencia esencial en relación con
ellas.
2. La Declaración Nostra aetate, sin embargo, trata de subrayar las afinidades. Leemos:
‘Ya desde la antigüedad y hasta nuestras días se encuentran en los diversos pueblos una
cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que se haya presente en la marcha de las
cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también el conocimiento de
la suma Divinidad e incluso del Padre. Sensibilidad y conocimiento que penetran toda la
vida humana, y un íntimo sentido religioso’ (nº 2). A este propósito podemos recordar que
desde los primeros siglos del cristianismo se ha querido ver la presencia inefable del Verbo
en las mentes humanas y en las realizaciones de cultura y civilización: ‘Efectivamente,
todos los escritores, mediante la innata semilla del Logos, injertada en ellos, pudieron
entrever oscuramente la realidad’, ha puesto de relieve San Justino (II,13,3), el cual, con
otros Padres, no ha dudado en ver en la filosofía una especie de ‘revelación menor’. Pero
en esto hay que entenderse. Ese ‘sentido religioso’, es decir, el conocimiento religioso de
Dios por parte de los pueblos, se reduce al conocimiento de que es capaz el hombre con
las fuerzas de su naturaleza, como hemos visto en su lugar; al mismo tiempo, se distingue
de las especulaciones puramente racionales de los filósofos y pensadores sobre el tema de
la existencia de Dios. Ese conocimiento religioso implica a todo el hombre y llega a ser
en él un impulso de vida. Se distingue, sobre todo, de la fe cristiana, ya sea como
conocimiento fundado en la Revelación, ya como respuesta consciente al don de Dios que
está presente y actúa en Jesucristo. Esta distinción necesaria no excluye, repito, una
afinidad y una concordancia de valores positivos, lo mismo que no impide reconocer, con
el Concilio, que las diversas religiones no cristianas (entre las cuales en el Documento
conciliar se recuerdan especialmente el hinduismo y el budismo, de los que se traza un
breve perfil) ‘se esfuerzan por responder de varias maneras a la inquietud del corazón
humano, proponiendo caminos, es decir, doctrinas, normas de vida y ritos sagrados’ (nº
2).
3. ‘La Iglesia católica -continúa el Documento- considera con sincero respeto los modos
de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepan en muchos puntos de
lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que
ilumina a todos los hombres’ (nº 2). Mi predecesor Pablo VI, de venerada memoria, puso
de relieve de modo sugestivo esta posición de la Iglesia en la Exhortación Apostólica
Evangelii nuntiandi. He aquí sus palabras que sintonizan con textos de los antiguos
Padres: ‘Ellas (las religiones no cristianas) llevan en sí mismas el eco de milenios a la
búsqueda de Dios, búsqueda incompleta pero hecha frecuentemente con sinceridad y
rectitud de corazón. Poseen un impresionante patrimonio de textos profundamente
religiosos. Han enseñado a generaciones de personas a orar. Todas están llenas de
innumerables semillas del Verbo y constituyen una auténtica preparación evangélica’ (nº
53). Por esto, también la Iglesia exhorta a los cristianos y a los católicos a fin de que
‘mediante el diálogo y la colaboración con los adeptos de otras religiones, dando
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tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por
una puerta». Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios (cf.
I Tim 2,4); por lo tanto, «es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la
posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la
Iglesia en orden a esta misma salvación». La Iglesia es «sacramento universal de
salvación» porque, siempre unida de modo misterioso y subordinada a Jesucristo el
Salvador, su Cabeza, en el diseño de Dios, tiene una relación indispensable con la
salvación de cada hombre. Para aquellos que no son formal y visiblemente miembros de
la Iglesia, «la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una
misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los
ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de
Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo». Ella está
relacionada con la Iglesia, la cual «procede de la misión del Hijo y la misión del Espíritu
Santo», según el diseño de Dios Padre.
21. Acerca del modo en el cual la gracia salvífica de Dios, que es donada siempre por
medio de Cristo en el Espíritu y tiene una misteriosa relación con la Iglesia, llega a los
individuos no cristianos, el Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona «por
caminos que Él sabe». La Teología está tratando de profundizar este argumento, ya que
es sin duda útil para el crecimiento de la compresión de los designios salvíficos de Dios y
de los caminos de su realización. Sin embargo, de todo lo que hasta ahora ha sido
recordado sobre la mediación de Jesucristo y sobre las «relaciones singulares y únicas»
que la Iglesia tiene con el Reino de Dios entre los hombres -que substancialmente es el
Reino de Cristo, salvador universal-, queda claro que sería contrario a la fe católica
considerar la Iglesia como un camino de salvación al lado de aquellos constituidos por las
otras religiones. Éstas serían complementarias a la Iglesia, o incluso substancialmente
equivalentes a ella, aunque en convergencia con ella en pos del Reino escatológico de
Dios. Ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de
religiosidad, que proceden de Dios, y que forman parte de «todo lo que el Espíritu obra
en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones». De
hecho algunas oraciones y ritos pueden asumir un papel de preparación evangélica, en
cuanto son ocasiones o pedagogías en las cuales los corazones de los hombres son
estimulados a abrirse a la acción de Dios. A ellas, sin embargo no se les puede atribuir un
origen divino ni una eficacia salvífica ex opere operato, que es propia de los sacramentos
cristianos. Por otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no cristianos, en cuanto
dependen de supersticiones o de otros errores (cf. I Cor 10,20-21), constituyen más bien
un obstáculo para la salvación.
22. Con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido la Iglesia para la salvación
de todos los hombres (cf. Hch 17,30-31). Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que
la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo
excluye esa mentalidad indiferentista «marcada por un relativismo religioso que termina
por pensar que ‘una religión es tan buena como otra’». Si bien es cierto que los no
cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que objetivamente se hallan
en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que, en la Iglesia,
tienen la plenitud de los medios salvíficos. Sin embargo es necesario recordar a «los hijos
de la Iglesia que su excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una
gracia especial de Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las
obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad». Se entiende, por lo tanto,
que, siguiendo el mandamiento de Señor (cf. Mt 28,19-20) y como exigencia del amor a
todos los hombres, la Iglesia «anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a
Cristo, que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6), en quien los hombres
encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las
cosas». La misión ad gentes, también en el diálogo interreligioso, «conserva íntegra, hoy
como siempre, su fuerza y su necesidad». «En efecto, ‘Dios quiere que todos los hombres
se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad’ (I Tm 2,4). Dios quiere la salvación
de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los
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llamado ecumenismo, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús Señor y Salvador;
y no sólo cada uno individualmente, sino también congregados en asambleas, en las que
oyeron el Evangelio y a las que cada uno llama Iglesia suya y de Dios. Sin embargo, casi
todos, aunque de manera distinta, aspiran a una Iglesia de Dios única y visible, que sea
verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin de que el mundo se convierta
al Evangelio y de esta manera se salve para gloria de Dios’ (Unitatis redintegratio nº 1).
6. Esta larga cita está tomada del decreto sobre el ecumenismo (Unitatis redintegratio),
en el que el Concilio Vaticano II ha precisado el modo según el cual el deseo de la unión
de los cristianos debe penetrar la fe de la Iglesia, el modo según el cual debe reflejarse en
la actitud concreta de fe de todo cristiano-católico e influir en su actuar, es decir, en la
respuesta que debe dar a las palabras de la oración sacerdotal de Cristo. Pablo Vl vio en
el compromiso ecuménico el primero y más cercano recinto de ese ‘diálogo de la
salvación’, que la Iglesia debe llevar adelante con todos los hermanos en la fe, ¡separados
pero siempre hermanos! Muchos acontecimientos de los últimos tiempos, después de la
iniciativa de Juan XXIII, la obra del Concilio, y sucesivamente los esfuerzos
postconciliares, nos ayudan a comprender y experimentar que, a pesar de todo, ‘es más lo
que nos une que lo que nos divide’. Es precisamente ésta la disposición de espíritu con la
que, profesando el «Credo» nos ‘abandonamos a Dios’ (cf. Dei Verbum nº 5), esperando
sobre todo de Él la gracia del don de la plena unión en esta fe de todos los testigos de
Cristo. Por nuestra parte pondremos todo el empeño de la oración y de la acción por la
unidad, buscando los caminos de la verdad en la caridad.
dolorosa sólo encontrará salida en su conversión al Dios vivo. Porque ‘el misterio de la
iniquidad’ (II Tes 2,7) sólo se esclarece a la luz del ‘Misterio de la piedad’ (cf. I Tm
3,16). La revelación del amor divino en Cristo ha manifestado a la vez la extensión del
mal y la sobreabundancia de la gracia (cf. Rm 5,20). Debemos, por tanto, examinar la
cuestión del origen del mal fijando la mirada de nuestra fe en el que es su único Vencedor
(cf. Lc 11,21-22; Jn 16,11; I Jn 3,8).
•CEC 412: Pero ¿por qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? S. León Magno
responde: ‘La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó
la envidia del demonio’ (Serm. 73,4). Y Sto. Tomás de Aquino: «Nada se opone a que la
naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto después del pecado. Dios,
en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí
las palabras de S. Pablo: ‘Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia’ (Rm
5,20). Y el canto del Exultet: ‘¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande
Redentor!’» (S. th. 3,1,3,ad 3).
prole; el hombre pagano con la de sobrevivir en la fama: «Non omnis moriar, no moriré
del todo, decía Horacio. Exegi monumentum aere perennius», he levantado (con mi
poesía) un monumento más duradero que el bronce. Hoy se acude más bien a la
supervivencia de la especie. «La supervivencia de cada individuo -escribe Monod- no
tiene importancia alguna para la afirmación de una determinada especie; ésta está confiada
a la capacidad de dar origen a una descendencia abundante a su vez capaz de sobrevivir y
reproducirse» [5]. Una variante de la visión marxista, basada, en esta ocasión, en la
biología en vez de hacerlo en el materialismo dialéctico, pero en uno y otro caso la
esperanza de sobrevivir en la especie se ha revelado insuficiente para aplacar la angustia
del hombre frente a la propia muerte. El filósofo Miguel de Unamuno (que también era
un pensador «laico»), a un amigo que le reprochaba, como si fuera orgullo y presunción,
su búsqueda de eternidad, respondía en estos términos: «Yo no digo que merezcamos un
más allá ni que la lógica nos lo muestre; digo que lo necesito, merézcalo o no. Y nada
más. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella me
es igual todo. Y sin ella ni hay alegría de vivir... Es muy cómodo esto de decir: “¡Hay que
vivir!”, “¡Hay que contentarse con la vida!” ¿Y los que no nos contentamos con ella?»
[6]. No es quien desea la eternidad, decía el mismo pensador, el que muestra no amar la
vida, sino quien no la desea, desde el momento en que se resigna tan fácilmente al
pensamiento de que esa deba acabar. ¿Qué tiene que decir la fe cristiana sobre todo ello?
Algo sencillo y grandioso: que la muerte existe, que es el mayor de nuestros problemas,
¡pero que Cristo ha vencido a la muerte! La muerte humana ya no es la misma de antes,
un hecho decisivo ha intervenido. Ella ha perdido su aguijón, como una serpiente cuyo
veneno ya sólo es capaz de adormecer a la víctima por alguna hora, pero no matarla. La
muerte ya no es un muro ante el cual todo se rompe; es un paso, esto es, una Pascua. Es
un «pasar a lo que no pasa», diría Agustín [7]. Jesús de hecho -y aquí está el gran anuncio
cristiano- no murió sólo para sí, no nos dejó sólo un ejemplo de muerte heroica, como
Sócrates. Hizo algo bien distinto: «Uno murió por todos» (II Co 5,14), exclama San Pablo,
y también: «Él experimentó la muerte por el bien de todos» (Hb 2,9). «El que cree en mí,
aunque muera, vivirá» (Jn 11,25). Afirmaciones extraordinarias que no nos hacen gritar
de alegría sólo porque no las tomamos lo suficientemente en serio y lo bastante a la letra
como deberíamos. El cristianismo no se abre camino en las conciencias con el miedo a la
muerte; se abre camino con la muerte de Cristo. Jesús vino a liberar a los hombres del
temor a la muerte, no a acrecentarlo. El Hijo de Dios asumió carne y sangre como
nosotros, «para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y
libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hb
2,14 s). La prueba de que todo esto no es «ilusión auto-consoladora», además de la
resurrección de Cristo, es el hecho de que el creyente experimenta ya ahora, en el
momento en que cree, algo de esta victoria sobre la muerte. El verano pasado prediqué en
una parroquia anglicana de Londres. La iglesia estaba llena de chicos y chicas. Hablaba
de la resurrección de Cristo y en cierto momento, después de que había expuesto todos los
argumentos para apoyarla, tuve la inspiración de dirigir a los presentes una pregunta:
«¿Cuántos de vosotros consideran poder decir como el ciego de nacimiento: “yo estaba
ciego, pero ahora veo”, “yo estaba muerto, pero ahora vivo”?». Un bosque de manos se
alzó aún antes de que acabara la pregunta. Algunos procedían de años de droga, de cárcel,
de vida desesperada e intentos de suicidio; otros, al contrario, de carreras prometedoras
en el campo de los negocios y del espectáculo. A los íntimos que manifestaban inquietud
por su futuro y sus condiciones de salud, alzando la cabeza en su silla de ruedas, un día,
hacia el final de su vida, Juan Pablo II repitió por sorpresa, con voz profunda, la frase de
Horacio: Non omnis moriar, no moriré del todo. Pero en su boca aquella tenía ya otro
significado.
5. Cristo «mi Salvador»
No basta sin embargo que yo reconozca a Cristo como «salvador del mundo»; es necesario
que le reconozca como «mi Salvador». Es un momento que ya no se olvida aquel en el
que se hace este descubrimiento y se recibe esta iluminación. Se comprende entonces qué
intentaba decir el Apóstol con las palabras: «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los
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b) El conocimiento natural de Dios según la enseñanza de la Iglesia: CEC 31; 286 y 299.
Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia Sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la
verdad y la dicha que no cesa de buscar» (n. 27). Tal afirmación, que también actualmente
se puede compartir totalmente en muchos ambientes culturales, casi obvia, podría en
cambio parecer una provocación en el ámbito de la cultura occidental secularizada.
Muchos contemporáneos nuestros podrían objetar que no advierten en absoluto un deseo
tal de Dios. Para amplios sectores de la sociedad Él ya no es el esperado, el deseado, sino
más bien una realidad que deja indiferente, ante la cual no se debe siquiera hacer el
esfuerzo de pronunciarse. En realidad lo que hemos definido como «deseo de Dios» no ha
desaparecido del todo y se asoma también hoy, de muchas maneras, al corazón del
hombre. El deseo humano tiende siempre a determinados bienes concretos, a menudo de
ningún modo espirituales, y sin embargo se encuentra ante el interrogante sobre qué es de
verdad «el» bien, y por lo tanto ante algo que es distinto de sí mismo, que el hombre no
puede construir, pero que está llamado a reconocer. ¿Qué puede saciar verdaderamente el
deseo del hombre? En mi primera encíclica Deus caritas est he procurado analizar cómo
se lleva a cabo ese dinamismo en la experiencia del amor humano, experiencia que en
nuestra época se percibe más fácilmente como momento de éxtasis, de salir de uno mismo;
como lugar donde el hombre advierte que le traspasa un deseo que le supera. A través del
amor, el hombre y la mujer experimentan de manera nueva, el uno gracias al otro, la
grandeza y la belleza de la vida y de lo real. Si lo que experimento no es una simple
ilusión, si de verdad quiero el bien del otro como camino también hacia mi bien, entonces
debo estar dispuesto a des-centrarme, a ponerme a su servicio, hasta renunciar a mí mismo.
La respuesta a la cuestión sobre el sentido de la experiencia del amor pasa por lo tanto a
través de la purificación y la sanación de lo que quiero, requerida por el bien mismo que
se quiere para el otro. Se debe ejercitar, entrenar, también corregir, para que ese bien
verdaderamente se pueda querer. El éxtasis inicial se traduce así en peregrinación, «como
camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la
entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún,
hacia el descubrimiento de Dios» (Deus caritas est 6). A través de ese camino podrá
profundizarse progresivamente, para el hombre, el conocimiento de ese amor que había
experimentado inicialmente. Y se irá perfilando cada vez más también el misterio que este
representa: ni siquiera la persona amada, de hecho, es capaz de saciar el deseo que alberga
en el corazón humano; es más, cuanto más auténtico es el amor por el otro, más deja que
se entreabra el interrogante sobre su origen y su destino, sobre la posibilidad que tiene de
durar para siempre. Así que la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo
que remite más allá de uno mismo; es experiencia de un bien que lleva a salir de sí y
a encontrase ante el misterio que envuelve toda la existencia. Se podrían hacer
consideraciones análogas también a propósito de otras experiencias humanas, como la
amistad, la experiencia de lo bello, el amor por el conocimiento: cada bien que
experimenta el hombre tiende al misterio que envuelve al hombre mismo; cada deseo que
se asoma al corazón humano se hace eco de un deseo fundamental que jamás se sacia
plenamente. Indudablemente desde tal deseo profundo, que esconde también algo de
enigmático, no se puede llegar directamente a la fe. ¡El hombre, en definitiva, conoce
bien lo que no le sacia, pero no puede imaginar o definir qué le haría experimentar esa
felicidad cuya nostalgia lleva en el corazón! No se puede conocer a Dios sólo a partir del
deseo del hombre. Desde este punto de vista el misterio permanece: el hombre es
buscador del Absoluto, un buscador de pasos pequeños e inciertos. Y en cambio ya la
experiencia del deseo, del «corazón inquieto» -como lo llamaba san Agustín-, es muy
significativa. Esta atestigua que el hombre es, en lo profundo, un ser religioso (cf.
Catecismo de la Iglesia católica 28), un «mendigo de Dios». Podemos decir con las
palabras de Pascal: «El hombre supera infinitamente al hombre» (Pensamientos, ed.
Chevalier 438; ed. Brunschvicg 434). Los ojos reconocen los objetos cuando la luz los
ilumina. De aquí el deseo de conocer la luz misma, que hace brillar las cosas del mundo
y con ellas enciende el sentido de la belleza. Debemos por ello sostener que es posible
también en nuestra época, aparentemente tan refractaria a la dimensión trascendente, abrir
un camino hacia el auténtico sentido religioso de la vida, que muestra cómo el don de la
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fe no es absurdo, no es irracional. Sería de gran utilidad, a tal fin, promover una especie
de pedagogía del deseo, tanto para el camino de quien aún no cree como para quien ya
ha recibido el don de la fe. Una pedagogía que comprende al menos dos aspectos.
-En primer lugar aprender o re-aprender el gusto de las alegrías auténticas de la vida.
No todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan un rastro
positivo, son capaces de pacificar el alma, nos hacen más activos y generosos. Otras, en
cambio, tras la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que habían suscitado y
entonces dejan a su paso amargura, insatisfacción o una sensación de vacío. Educar desde
la tierna edad a saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbitos de la existencia -la
familia, la amistad, la solidaridad con quien sufre, la renuncia al propio yo para servir al
otro, el amor por el conocimiento, por el arte, por las bellezas de la naturaleza-, significa
ejercitar el gusto interior y producir anticuerpos eficaces contra la banalización y el
aplanamiento hoy difundidos. Igualmente los adultos necesitan redescubrir estas alegrías,
desear realidades auténticas, purificándose de la mediocridad en la que pueden verse
envueltos. Entonces será más fácil soltar o rechazar cuanto, aun aparentemente atractivo,
se revela en cambio insípido, fuente de acostumbramiento y no de libertad. Y ello dejará
que surja ese deseo de Dios del que estamos hablando.
-Un segundo aspecto, que lleva el mismo paso del precedente, es no conformarse nunca
con lo que se ha alcanzado. Precisamente las alegrías más verdaderas son capaces de
liberar en nosotros la sana inquietud que lleva a ser más exigentes -querer un bien más
alto, más profundo- y a percibir cada vez con mayor claridad que nada finito puede colmar
nuestro corazón. Aprenderemos así a tender, desarmados, hacia ese bien que no podemos
construir o procurarnos con nuestras fuerzas, a no dejarnos desalentar por la fatiga o los
obstáculos que vienen de nuestro pecado. Al respecto no debemos olvidar que el
dinamismo del deseo está siempre abierto a la redención. También cuando este se adentra
por caminos desviados, cuando sigue paraísos artificiales y parece perder la capacidad de
anhelar el verdadero bien. Incluso en el abismo del pecado no se apaga en el hombre esa
chispa que le permite reconocer el verdadero bien, saborear y emprender así la remontada,
a la que Dios, con el don de su gracia, jamás priva de su ayuda. Por lo demás, todos
necesitamos recorrer un camino de purificación y de sanación del deseo. Somos
peregrinos hacia la patria celestial, hacia el bien pleno, eterno, que nada nos podrá ya
arrancar. No se trata de sofocar el deseo que existe en el corazón del hombre, sino de
liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura. Cuando en el deseo se abre la
ventana hacia Dios, esto ya es señal de la presencia de la fe en el alma, fe que es una gracia
de Dios. San Agustín también afirmaba: «Con la espera, Dios amplía nuestro deseo; con
el deseo amplía el alma, y dilatándola la hace más capaz» (Comentario a la Primera carta
de Juan, 4, 6: PL 35, 2009). En esta peregrinación sintámonos hermanos de todos los
hombres, compañeros de viaje también de quienes no creen, de quién está a la búsqueda,
de quien se deja interrogar con sinceridad por el dinamismo del propio deseo de verdad y
de bien. Oremos, en este Año de la fe, para que Dios muestre su rostro a cuantos le buscan
con sincero corazón. Gracias.
Benedicto XVI: «El Año de la fe. Los caminos que conducen al conocimiento de Dios»
(Catequesis 14-XI-2012):
El miércoles pasado hemos reflexionado sobre el deseo de Dios que el ser humano lleva
en lo profundo de sí mismo. Hoy quisiera continuar profundizando en este aspecto
meditando brevemente con ustedes sobre algunos caminos para llegar al conocimiento de
Dios. Quisiera recordar, sin embargo, que la iniciativa de Dios precede siempre a toda
iniciativa del hombre y, también en el camino hacia Él, es Él quien nos ilumina
primero, nos orienta y nos guía, respetando siempre nuestra libertad. Y es siempre
Él quien nos hace entrar en su intimidad, revelándose y donándonos la gracia para poder
acoger esta revelación en la fe. Jamás olvidemos la experiencia de san Agustín: no somos
nosotros quienes poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que ¡es la Verdad
quien nos busca y nos posee! Hay caminos que pueden abrir el corazón del hombre al
conocimiento de Dios, hay signos que conducen hacia Dios. Ciertamente, a menudo
corremos el riesgo de ser deslumbrados por los resplandores de la mundanidad, que nos
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hacen menos capaces de recorrer tales caminos o de leer tales signos. Dios, sin embargo,
no se cansa de buscarnos, es fiel al hombre que ha creado y redimido, permanece cercano
a nuestra vida, porque nos ama. Esta es una certeza que nos debe acompañar cada día,
incluso si ciertas mentalidades difundidas hacen más difícil a la Iglesia y al cristiano
comunicar la alegría del Evangelio a toda criatura y conducir a todos al encuentro con
Jesús, único Salvador del mundo. Esta, sin embargo, es nuestra misión, es la misión de la
Iglesia y todo creyente debe vivirla con gozo, sintiéndola como propia, a través de una
existencia verdaderamente animada por la fe, marcada por la caridad, por el servicio a
Dios y a los demás, y capaz de irradiar esperanza. Esta misión resplandece sobre todo en
la santidad a la cual todos estamos llamados. Hoy -lo sabemos- no faltan dificultades y
pruebas por la fe, a menudo poco comprendida, contestada, rechazada. San Pedro decía a
sus cristianos: «Estén dispuestos siempre para dar explicación a todo el que les pida una
razón de su esperanza, pero con delicadeza y con respeto» (I Pe 3,15-16). En el pasado,
en Occidente, en una sociedad considerada cristiana, la fe era el ambiente en el que se
movía; la referencia y la adhesión a Dios eran, para la mayoría de la gente, parte de la vida
cotidiana. Más bien era quien no creía quien tenía que justificar la propia incredulidad. En
nuestro mundo la situación ha cambiado, y cada vez más el creyente debe ser capaz de dar
razón de su fe. El Santo Juan Pablo II, en la encíclica Fides et ratio, subrayaba cómo la fe
se pone a prueba incluso en la época contemporánea, permeada por formas sutiles y
capciosas de ateísmo teórico y práctico (cf. nn. 46-47). Desde la Ilustración en adelante,
la crítica a la religión se ha intensificado; la historia ha estado marcada también por la
presencia de sistemas ateos en los que Dios era considerado una mera proyección del
ánimo humano, un espejismo y el producto de una sociedad ya adulterada por tantas
alienaciones. El siglo pasado además ha conocido un fuerte proceso de secularismo,
caracterizado por la autonomía absoluta del hombre, tenido como medida y artífice de la
realidad, pero empobrecido por ser criatura «a imagen y semejanza de Dios». En nuestro
tiempo se ha verificado un fenómeno particularmente peligroso para la fe: existe una
forma de ateísmo que definimos, precisamente, «práctico», en el cual no se niegan las
verdades de la fe o los ritos religiosos, sino que simplemente se consideran irrelevantes
para la existencia cotidiana, desgajados de la vida, inútiles. Con frecuencia, entonces, se
cree en Dios de un modo superficial, y se vive «como si Dios no existiera» (etsi Deus non
daretur). Al final, sin embargo, este modo de vivir resulta aún más destructivo, porque
lleva a la indiferencia hacia la fe y hacia la cuestión de Dios. En realidad, el hombre
separado de Dios se reduce a una sola dimensión, la dimensión horizontal, y precisamente
este reduccionismo es una de las causas fundamentales de los totalitarismos que en el siglo
pasado han tenido consecuencias trágicas, así como de la crisis de valores que vemos en
la realidad actual. Ofuscando la referencia a Dios, se ha oscurecido también el horizonte
ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua de la libertad que en
lugar de ser liberadora acaba vinculando al hombre a ídolos. Las tentaciones que Jesús
afrontó en el desierto antes de su misión pública representan bien a esos «ídolos» que
seducen al hombre cuando no va más allá de sí mismo. Si Dios pierde la centralidad, el
hombre pierde su sitio justo, ya no encuentra su ubicación en la creación, en las relaciones
con los demás. No ha conocido ocaso lo que la sabiduría antigua evoca con el mito de
Prometeo: el hombre piensa que puede llegar a ser él mismo «dios», dueño de la vida y
de la muerte. Frente a este contexto, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, no cesa nunca de
afirmar la verdad sobre el hombre y su destino. El concilio Vaticano II afirma
sintéticamente: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del
hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su
nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre
por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y
se entrega a su Creador» (Gaudium et spes 19). ¿Qué respuestas está llamada entonces a
dar la fe, con «delicadeza y respeto», al ateísmo, al escepticismo, a la indiferencia hacia
la dimensión vertical, a fin de que el hombre de nuestro tiempo pueda seguir
interrogándose sobre la existencia de Dios y recorriendo los caminos que conducen a Él?
Quisiera aludir a algunos caminos que se derivan tanto de la reflexión natural como de la
29
fuerza misma de la fe. Los resumiría muy sintéticamente en tres palabras: el mundo, el
hombre, la fe.
-La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida buscó largamente la Verdad y fue
aferrado por la Verdad, tiene una bellísima y célebre página en la que afirma: «Interroga
a la belleza de la tierra, del mar, del aire amplio y difuso. Interroga a la belleza del cielo...,
interroga todas estas realidades. Todos te responderán: ¡Míranos: somos bellos! Su belleza
es como un himno de alabanza. Estas criaturas tan bellas, si bien son mutables, ¿quién la
ha creado, sino la Belleza Inmutable?» (Sermón 241,2: PL 38,1134). Pienso que debemos
recuperar y hacer recuperar al hombre de hoy la capacidad de contemplar la creación,
su belleza, su estructura. El mundo no es un magma informe, sino que cuanto más lo
conocemos, más descubrimos en él sus maravillosos mecanismos, más vemos un designio,
vemos que hay una inteligencia creadora. Albert Einstein dijo que en las leyes de la
naturaleza «se revela una razón tan superior que toda la racionalidad del pensamiento y
de los ordenamientos humanos es, en comparación, un reflejo absolutamente
insignificante» (Il Mondo come lo vedo io, Roma 2005). Un primer camino, por lo tanto,
que conduce al descubrimiento de Dios es contemplar la creación con ojos atentos.
-La segunda palabra: el hombre. San Agustín, luego, tiene una célebre frase en la que
dice: Dios es más íntimo a mí mismo de cuanto lo sea yo para mí mismo (cf. Confesiones
III, 6, 11). A partir de ello formula la invitación: «No quieras salir fuera de ti; entra dentro
de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad» (La verdadera religión 39,72).
Este es otro aspecto que nosotros corremos el riesgo de perder en el mundo ruidoso y
disperso en el que vivimos: la capacidad de detenernos y mirar en profundidad en nosotros
mismos y leer esa sed de infinito que llevamos dentro, que nos impulsa a ir más allá y
remite a Alguien que la pueda colmar. El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «Con
su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la
voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga
sobre la existencia de Dios» (n. 33).
-La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de nuestro tiempo, no debemos olvidar
que un camino que conduce al conocimiento y al encuentro con Dios es el camino de la
fe. Quien cree está unido a Dios, está abierto a su gracia, a la fuerza de la caridad. Así, su
existencia se convierte en testimonio no de sí mismo, sino del Resucitado, y su fe no tiene
temor de mostrarse en la vida cotidiana, está abierta al diálogo que expresa profunda
amistad para el camino de todo hombre, y sabe dar lugar a luces de esperanza ante la
necesidad de rescate, de felicidad, de futuro. La fe, en efecto, es encuentro con Dios que
habla y actúa en la historia, y que convierte nuestra vida cotidiana, transformando en
nosotros mentalidad, juicios de valor, opciones y acciones concretas. No es espejismo,
fuga de la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo, sino implicación de toda la vida y
anuncio del Evangelio, Buena Noticia capaz de liberar a todo el hombre. Un cristiano, una
comunidad que sean activos y fieles al proyecto de Dios que nos ha amado primero,
constituyen un camino privilegiado para cuantos viven en la indiferencia o en la duda
sobre su existencia y su acción. Esto, sin embargo, pide a cada uno hacer cada vez más
transparente el propio testimonio de fe, purificando la propia vida para que sea conforme
a Cristo. Hoy muchos tienen una concepción limitada de la fe cristiana, porque la
identifican con un mero sistema de creencias y de valores, y no tanto con la verdad de un
Dios que se ha revelado en la historia, deseoso de comunicarse con el hombre de tú a tú
en una relación de amor con Él. En realidad, como fundamento de toda doctrina o valor
está el acontecimiento del encuentro entre el hombre y Dios en Cristo Jesús. El
Cristianismo, antes que una moral o una ética, es acontecimiento del amor, es acoger a la
persona de Jesús. Por ello, el cristiano y las comunidades cristianas deben ante todo mirar
y hacer mirar a Cristo, verdadero Camino que conduce a Dios.
Benedicto XVI: «El Año de la fe. La razonabilidad de la fe en Dios» (Catequesis 21-XI-
2012):
Avanzamos en este Año de la fe llevando en nuestro corazón la esperanza de redescubrir
cuánta alegría hay en creer y de volver a encontrar el entusiasmo de comunicar a todos las
verdades de la fe. Estas verdades no son un simple mensaje sobre Dios, una información
30
particular sobre Él. Expresan el acontecimiento del encuentro de Dios con los hombres,
encuentro salvífico y liberador que realiza las aspiraciones más profundas del hombre, sus
anhelos de paz, de fraternidad, de amor. La fe lleva a descubrir que el encuentro con Dios
valora, perfecciona y eleva cuánto hay de verdadero, de bueno y de bello en el hombre.
Es así que, mientras Dios se revela y se deja conocer, el hombre llega a saber quién es
Dios, y conociéndole se descubre a sí mismo, su proprio origen, su destino, la grandeza y
la dignidad de la vida humana. La fe permite un saber auténtico sobre Dios que involucra
toda la persona humana: es un «saber», esto es, un conocer que da sabor a la vida, un gusto
nuevo de existir, un modo alegre de estar en el mundo. La fe se expresa en el don de sí
por los demás, en la fraternidad que hace solidarios, capaces de amar, venciendo la soledad
que entristece. Este conocimiento de Dios a través de la fe no es por ello sólo intelectual,
sino vital. Es el conocimiento de Dios-Amor, gracias a su mismo amor. El amor de Dios
además hace ver, abre los ojos, permite conocer toda la realidad, más allá de las estrechas
perspectivas del individualismo y del subjetivismo que desorientan las conciencias. El
conocimiento de Dios es por ello experiencia de fe e implica, al mismo tiempo, un camino
intelectual y moral: alcanzados en lo profundo por la presencia del Espíritu de Jesús en
nosotros, superamos los horizontes de nuestros egoísmos y nos abrimos a los verdaderos
valores de la existencia. En la catequesis de hoy quisiera detenerme en la razonabilidad
de la fe en Dios. La tradición católica, desde el inicio, ha rechazado el llamado fideísmo,
que es la voluntad de creer contra la razón. Credo quia absurdum (creo porque es absurdo)
no es fórmula que interprete la fe católica. Dios, en efecto, no es absurdo, sino que es
misterio. El misterio, a su vez, no es irracional, sino sobreabundancia de sentido, de
significado, de verdad. Si, contemplando el misterio, la razón ve oscuridad, no es porque
en el misterio no haya luz, sino más bien porque hay demasiada. Es como cuando los ojos
del hombre se dirigen directamente al sol para mirarlo: sólo ven tinieblas; pero ¿quién
diría que el sol no es luminoso, es más, la fuente de la luz? La fe permite contemplar el
«sol», a Dios, porque es acogida de su revelación en la historia y, por decirlo así, recibe
verdaderamente toda la luminosidad del misterio de Dios, reconociendo el gran milagro:
Dios se ha acercado al hombre, se ha ofrecido a su conocimiento, condescendiendo con el
límite creatural de su razón (cf. Dei Verbum, 13). Al mismo tiempo, Dios, con su gracia,
ilumina la razón, le abre horizontes nuevos, inconmensurables e infinitos. Por esto la fe
constituye un estímulo a buscar siempre, a nunca detenerse y a no aquietarse jamás en el
descubrimiento inexhausto de la verdad y de la realidad. Es falso el prejuicio de ciertos
pensadores modernos según los cuales la razón humana estaría como bloqueada por los
dogmas de la fe. Es verdad exactamente lo contrario, como han demostrado los grandes
maestros de la tradición católica. San Agustín, antes de su conversión, busca con gran
inquietud la verdad a través de todas las filosofías disponibles, hallándolas todas
insatisfactorias. Su fatigosa búsqueda racional es para él una pedagogía significativa para
el encuentro con la Verdad de Cristo. Cuando dice: «comprende para creer y cree para
comprender» (Discurso 43, 9: PL 38, 258), es como si relatara su propia experiencia de
vida. Intelecto y fe, ante la divina Revelación, no son extraños o antagonistas, sino que
ambos son condición para comprender su sentido, para recibir su mensaje auténtico,
acercándose al umbral del misterio. San Agustín, junto a muchos otros autores cristianos,
es testigo de una fe que se ejercita con la razón, que piensa e invita a pensar. En esta línea,
san Anselmo dirá en su Proslogion que la fe católica es fides quærens intellectum, donde
buscar la inteligencia es acto interior al creer. Será sobre todo santo Tomás de Aquino -
fuerte en esta tradición- quien se confronte con la razón de los filósofos, mostrando cuánta
nueva y fecunda vitalidad racional deriva hacia el pensamiento humano desde la unión
con los principios y de las verdades de la fe cristiana. La fe católica es, por lo tanto,
razonable y nutre confianza también en la razón humana. El concilio Vaticano I, en la
constitución dogmática Dei Filius, afirmó que la razón es capaz de conocer con certeza la
existencia de Dios a través de la vía de la creación, mientras que sólo a la fe pertenece la
posibilidad de conocer «fácilmente, con absoluta certeza y sin error» (DS 3005) las
verdades referidas a Dios, a la luz de la gracia. El conocimiento de la fe, además, no está
contra la recta razón. El beato Juan Pablo II, en efecto, en la encíclica Fides et ratio
31
sintetiza: «La razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a
los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y
consciente» (n. 43). En el irresistible deseo de verdad, sólo una relación armónica entre fe
y razón es el camino justo que conduce a Dios y al pleno cumplimiento de sí. Esta doctrina
es fácilmente reconocible en todo el Nuevo Testamento. San Pablo, escribiendo a los
cristianos de Corintio, sostiene, como hemos oído: «los judíos exigen signos, los griegos
buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los
judíos, necedad para los gentiles» (I Cor 1,22-23). Y es que Dios salvó el mundo no con
un acto de poder, sino mediante la humillación de su Hijo unigénito: según los parámetros
humanos, la insólita modalidad actuada por Dios choca con las exigencias de la sabiduría
griega. Con todo, la Cruz de Cristo tiene su razón, que san Pablo llama ho lògos tou
staurou, «la palabra de la cruz» (I Cor 1,18). Aquí el término lògos indica tanto la palabra
como la razón y, si alude a la palabra, es porque expresa verbalmente lo que la razón
elabora. Así que Pablo ve en la Cruz no un acontecimiento irracional, sino un hecho
salvífico que posee una razonabilidad propia reconocible a la luz de la fe. Al mismo
tiempo, él tiene mucha confianza en la razón humana; hasta el punto de sorprenderse por
el hecho de que muchos, aun viendo las obras realizadas por Dios, se obstinen en no creer
en Él. Dice en la Carta a los Romanos: «Lo invisible de Dios, su eterno poder y su
divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo y a través
de sus obras» (1,20). Así, también san Pedro exhorta a los cristianos de la diáspora a
glorificar «a Cristo el Señor en sus corazones, dispuestos siempre para dar explicación a
todo el que les pida una razón de su esperanza» (I Pe 3,15). En un clima de persecución y
de fuerte exigencia de testimoniar la fe, a los creyentes se les pide que justifiquen con
motivaciones fundadas su adhesión a la palabra del Evangelio, que den razón de nuestra
esperanza. Sobre estas premisas acerca del nexo fecundo entre comprender y creer
se funda también la relación virtuosa entre ciencia y fe. La investigación científica
lleva al conocimiento de verdades siempre nuevas sobre el hombre y sobre el cosmos,
como vemos. El verdadero bien de la humanidad, accesible en la fe, abre el horizonte en
el que se debe mover su camino de descubrimiento. Por lo tanto hay que alentar, por
ejemplo, las investigaciones puestas al servicio de la vida y orientada a vencer las
enfermedades. Son importantes también las indagaciones dirigidas a descubrir los secretos
de nuestro planeta y del universo, sabiendo que el hombre está en el vértice de la creación,
no para explotarla insensatamente, sino para custodiarla y hacerla habitable. De tal forma
la fe, vivida realmente, no entra en conflicto con la ciencia; más bien coopera con ella
ofreciendo criterios de base para que promueva el bien de todos, pidiéndole que renuncie
sólo a los intentos que -oponiéndose al proyecto originario de Dios- pueden producir
efectos que se vuelvan contra el hombre mismo. También por esto es razonable creer: si
la ciencia es una preciosa aliada de la fe para la comprensión del plan de Dios en el
universo, la fe permite al progreso científico que se lleve a cabo siempre por el bien y la
verdad del hombre, permaneciendo fiel a dicho plan. He aquí por qué es decisivo para el
hombre abrirse a la fe y conocer a Dios y su proyecto de salvación en Jesucristo. En el
Evangelio se inaugura un nuevo humanismo, una auténtica «gramática» del hombre y de
toda la realidad. Afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La verdad de Dios es su
sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del mundo. Dios, único
Creador del cielo y de la tierra (cf. Sal 115,15), es el único que puede dar el conocimiento
verdadero de todas las cosas creadas en su relación con Él» (n. 216). Confiemos, pues, en
que nuestro empeño en la evangelización ayude a devolver nueva centralidad al Evangelio
en la vida de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Y oremos para que todos
vuelvan a encontrar en Cristo el sentido de la existencia y el fundamento de la verdadera
libertad: sin Dios el hombre se extravía. Los testimonios de cuantos nos han precedido y
dedicaron su vida al Evangelio lo confirman para siempre. Es razonable creer; está en
juego nuestra existencia. Vale la pena gastarse por Cristo; sólo Él satisface los deseos de
verdad y de bien enraizados en el alma de cada hombre: ahora, en el tiempo que pasa y el
día sin fin de la Eternidad bienaventurada.
32
v) Conclusión: La antropología católica realista y optimista: cf. CEC 299-300 y 405; cf.
II.1.d.
*Apéndice 1: Tres oraciones al Señor Jesús por los caminos cosmológico, antropológico
y metafísico-teologal para conocer a Dios y a su designio de salvación (cf. A. Léonard,
Pensamiento contemporáneo y fe en Jesucristo Un discernimiento intelectual cristiano pp.
140, 241 y 323:
•«Yo creo en ti, Señor Jesús, porque Tú das un sentido al mundo y a la historia. Sin ti, la
gran aventura del universo iría a la deriva sin origen conocido y sin objetivo fijo. Te doy
gracias porque eres la estrella hacia la que, aún sin saberlo, caminan los pueblos».
•«Yo creo en ti, Señor Jesús, porque Tú das sentido a mi vida, porque colmas mi esperanza
y me atraes hacia un ideal que responde a mi deseo y que lo prolonga hasta lo infinito. Sin
ti, nuestra libertad no sabría donde encontrar su descanso ni dar nuevo impulso a su
movimiento. Te doy gracias porque eres el centro personal hacia el que, a menudo sin
saberlo, aspira el corazón profundo del hombre».
•Te doy gracias, Señor Jesús, porque das un sentido al mundo y a mi vida, pero, ante todo,
yo creo en ti porque me has amado y te has entregado al mundo y porque tu Amor
crucificado es, en sí mismo y por sí mismo, sumamente digno de fe».
+ Por la recepción de las enseñanzas del Concilio Vaticano II: la Liturgia es comprendida
más profundamente como fuente y culmen de la vida eclesial y personal (cf. SC);
conciencia más viva de todo el Pueblo de Dios acerca del sacerdocio común originado en
el Bautismo y su llamada universal a la santidad que se realiza en el servicio de la caridad
(cf. LG); la Palabra de Dios es leída, gustada y meditada más intensamente (cf. DV);
misión evangelizadora que implica promoción humana, diálogo con las culturas y las
religiones, búsqueda de la unidad entre los cristianos (cf. GS).
− También ‘defectos y dificultades en la recepción del Concilio’: desafección hacia la
Iglesia; interpretaciones fragmentarias del Concilio que han lesionado la comunión
eclesial. Ahondar una auténtica eclesiología de comunión que genere una sólida
espiritualidad eclesial.
•Situación de la catequesis:
+ Gran número de sacerdotes, religiosos y laicos que se consagran a ella con entusiasmo
y constancia; carácter misionero (conversión y formación integral); recuperación de la
catequesis de adultos; pensamiento y orientaciones pastorales en la catequesis ha ganado
densidad y profundidad.
− El concepto conciliar de Tradición tiene menor influjo como elemento realmente
inspirador y la referencia casi exclusiva a la Sagrada Escritura como fuente de la
Revelación; la finalidad de la catequesis que es la comunión con Jesucristo, presenta
desequilibrada su misterio divino-humano; respecto de los contenidos: lagunas doctrinales
serias (Dios y el hombre, pecado y gracia, escatología, etc.), deficiente formación moral
de la conciencia, inadecuada presentación de la historia de la Iglesia, escasa relevancia de
la doctrina social, proliferación de catecismos y textos de iniciativa particular con
tendencias selectiva y acentuaciones arbitrarias que dañan la unidad de la fe; vinculación
débil y fragmentaria con la liturgia; en relación a la pedagogía de la fe: exageración de
valor del método y las técnicas, dualismo ‘contenido-método’ con reduccionismos en uno
u otro sentido, necesario discernimiento teológico de la dimensión pedagógica en su
conjunto; dificultad para la inculturación e inadecuada educación para la misión ad gentes.
v) La siembra del Evangelio:
•Cómo leer los signos de los tiempos: la Iglesia, con la ayuda de las ciencias humanas,
trata de descubrir la voz del Espíritu en la situación actual, su sentido en el historia de
salvación, que le sirve como diagnósticos para la misión.
•Algunos retos para la catequesis, desafíos y opciones: propuesta como servicio a la
interior evangelización de la Iglesia y acentuado carácter misionero; destinatarios de debe
siempre pero, sobre todo, desde los adultos; debe modelar la personalidad creyente al ser
escuela de pedagogía cristiana; promover la experiencia de la vida trinitaria en Cristo;
considerar como tarea prioritaria, la preparación y formación de catequistas
dotados de una profunda fe.
del mundo'; es el razonar sobre religión de quien tiene la mentalidad secularista, y se basa
sobre máximas mundanas, que le son intrínsecamente extrañas” [2]. En otro de sus
Sermones universitarios, titulado “Fe y razón frente a frente”, Newman ilustra por qué la
razón no puede ser el último juez en cuestiones de religión y fe, con la analogía de la
conciencia. “Nadie, escribe, diría que la conciencia se opone a la razón, o que sus dictados
no puedan ser planteados de forma argumentativa; con todo, ¿quién, de ello, querrá
argumentar que la conciencia no sea un principio original, sino que para actuar necesita
esperar los resultados de un proceso lógico-racional? La razón analiza los fundamentos y
los motivos de la acción sin ser ella misma uno de esos motivos. Por tanto, así como la
conciencia es un elemento sencillo de nuestra naturaleza, y sin embargo sus operaciones
necesitan ser justificadas por la razón, de la misma forma la fe puede ser cognoscible y
sus actos pueden ser justificados por la razón, sin por ello depender realmente de ésta
[…].Cuando se dice que el Evangelio exige una fe racional, se quiere decir solo que la fe
concuerda con la recta razón en abstracto, pero no que sea en realidad su resultado” [3].
Una segunda analogía es la del arte. “El crítico de arte –escribe – valora lo que él mismo
no sabe crear; de la misma forma la razón puede dar su aprobación al acto de fe, sin ser
por ello la fuente de la que esa fe emana” [4]. El análisis de Newman tiene rasgos nuevos
y originales; saca a la luz la tendencia, por así decirlo, imperialista, de la razón de someter
todo aspecto de la realidad a sus propios principios. Pero se puede considerar el
racionalismo también desde otro punto de vista, estrechamente unido con el anterior. Por
quedarnos en la metáfora política empleada por Newman, podríamos definirlo como la
postura del aislacionismo, de cerrazón en sí misma de la razón. Este no consiste tanto en
invadir el campo de los demás, sino en no reconocer la existencia de otro campo fuera del
proprio. En otras palabras, en el rechazo de que pueda existir verdad alguna fuera de la
que pasa a través de la razón humana. Bajo este aspecto, el racionalismo no nació con la
Ilustración, aunque ésta haya imprimido en él una aceleración cuyos efectos se observan
aún. Es una tendencia con la que la fe ha tenido que echar cuentas desde siempre. No solo
la fe cristiana, sino también la judía y la islámica, al menos en la Edad Media, conocieron
este desafío. Contra esta pretensión de absolutismo de la razón, se ha elevado en todas las
épocas no sólo la voz de hombres de fe, sino también la de hombres militantes en el campo
de la razón, filósofos y científicos. “El acto supremo de la razón, escribió Pascal, está en
reconocer que existe una infinidad de cosas que la sobrepasan" [5]. En el instante mismo
en que la razón reconoce su límite, lo franquea y lo supera. Este reconocimiento se
produce por obra de la razón, y por ello es un acto exquisitamente racional. Es,
literalmente, una “docta ignorancia” [6]. Un ignorar "con conocimiento de causa",
sabiendo que no se sabe. Se debe afirmar por tanto que pone un límite a la razón y la
humilla aquel que no le reconoce esta capacidad de trascenderse. "Hasta ahora – escribió
Kierkegaard – se ha dicho siempre esto: 'Decir que esto o aquello no se puede entender,
no satisface a la ciencia que quiere entender'. Ese es el error. Se debe decir precisamente
lo contrario: mientras que la ciencia no quiera reconocer que hay algo que no puede
entender, o – de forma más precisa – algo de lo que ella claramente 'comprende que no
puede entender', todo estará desordenado. Por ello es un deber del conocimiento humano
comprender que existen y cuáles son las cosas que no puede entender” [7].
2. Fe y sentido de lo Sagrado
Es de esperar que este tipo de controversia recíproca entre fe y razón continúe también en
el futuro. Es inevitable que cada época vuelva a hacer el camino por su propia cuenta, pero
ni los racionalistas convertirán con sus argumentos a los creyentes, ni los creyentes a los
racionalistas. Es necesario encontrar un camino para romper este círculo y liberar a la fe
de este atasco. En todo este debate sobre razón y fe, es la razón la que impone su elección
y obliga a la fe, por así decirlo, a jugar fuera de casa y a la defensiva. De ello era muy
consciente el cardenal Newman, que en otro de sus discursos universitarios pone en
guardia contra el riesgo de una mundanización de la fe en su deseo de correr detrás de la
razón. Dice que comprende, aunque no puede aceptarlas del todo, las razones de aquellos
que están tentados de desvincular completamente la fe de la investigación racional, a causa
“ de los antagonismos y las divisiones fomentadas por la argumentación y el debate, la
35
“existe”; es más, que sólo él existe verdaderamente y que es infinitamente más real que
aquello que con frecuencia llamamos realidad. Fue precisamente en uno de estos
encuentros como una discípula del filósofo Husserl, judía y atea convencida, una noche
descubrió al Dios vivo. Hablo de Edith Stein, ahora santa Teresa Benedicta de la Cruz.
Era huésped de unos amigos cristianos y una noche que estos tuvieron que ausentarse, no
sabiendo qué hacer, cogió un libro de su biblioteca y se puso a leerlo. Era la autobiografía
de santa Teresa de Ávila. Siguió leyendo toda la noche. Llegada al final, exclamó
sencillamente: “¡Ésta es la verdad!". Por la mañana fue a la ciudad a comprar un catecismo
católico y un misal, y tras haberlos estudiado, se dirigió a una iglesia cercana y pidió al
sacerdote ser bautizada. Yo también tuve una pequeña experiencia del poder que tienen
los místicos de hacer tocar con la mano lo sobrenatural. Era el año en el que se discutía
mucho sobre un libro de un teólogo titulado: “¿Existe Dios?” (Existiert Gott?) pero, al
llegar al final de la lectura, eran muy pocos los que estaban dispuestos a cambiar la
interrogación del título por una exclamación. Yendo a un congreso, me llevé conmigo el
libro de los escritos de la beata Angela de Foligno que no conocía aún. Me quedé
literalmente deslumbrado; lo llevada conmigo a las conferencias, lo abría en cada pausa,
y a final lo cerré diciéndome: “¿Si Dios existe? ¡No solo existe, sino que es
verdaderamente fuego devorador!” Por desgracia, una cierta moda literaria ha conseguido
neutralizar también la “prueba” viviente de la existencia de Dios que son los místicos. Lo
ha hecho con un método singularísimo: no reduciendo su número, sino aumentándolo, no
restringiendo el fenómeno, sino dilatándolo desmesuradamente. Me refiero a aquellos que
en una colección de místicos, en antologías de sus escritos, o en una historia de la mística,
ponen juntos, como pertenecientes al mismo tipo de fenómenos, a san Juan de la Cruz y a
Nostradamus, a santos y a excéntricos, mística cristiana y cábala medieval, hermetismo,
teosofismo, formas de panteísmo e incluso la alquimia. Los místicos verdaderos son otra
cosa y la Iglesia tiene razón en ser tan rigurosa en su juicio sobre ellos. El teólogo Karl
Rahner, retomando, parece, una frase de Raimundo Pannikar, afirmó: “El cristiano de
mañana, o será un místico o no será”. Quería decir que, en el futuro, será el testimonio de
personas que tienen una profunda experiencia de Dios el que mantenga viva nuestra fe,
más que la demostración de su plausibilidad racional. Pablo VI decía, en el fondo, lo
mismo cuando afirmaba en la Evangelii nuntiandi (nr.41): “El hombre contemporáneo
escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los
que enseñan, es porque dan testimonio”. Cuando el apóstol Pedro recomendaba a los
cristianos estar preparados para “dar razón de su esperanza” (1 Pe 3,15), es cierto, por el
contexto, que él tampoco pretendía hablar de razones especulativas o dialécticas, sino de
las razones prácticas, es decir, de su experiencia de Cristo, unida al testimonio apostólico
que la garantizaba. En un comentario a este texto, el cardenal Newman, habla de “razones
implícitas”, que son, para el creyente, más íntimamente persuasivas que no las razones
explícitas y argumentativas [16].
4. Un estremecimiento de fe en Navidad
Llegamos así a la conclusión práctica que más nos interesa en una meditación como esta.
No sólo los no creyentes y los racionalistas necesitan irrupciones imprevistas de lo
sobrenatural en la vida para llegar a la fe; las necesitamos también nosotros los creyentes
para reavivar nuestra fe. El peligro mayor que corren las personas religiosas es el de
reducir la fe a una secuencia de ritos y de fórmulas, repetidas incluso con escrúpulo, pero
de forma mecánica y sin participación íntima de todo el ser. “Este pueblo se acerca a mí
con la boca – se lamenta Dios en Isaías -, y me honra con los labios, pero su corazón está
lejos de mí, y el temor que me tiene no es más que un precepto humano, aprendido por
rutina” (Is 29,13). La Navidad puede ser una ocasión privilegiada para tener este
estremecimiento de fe. Esta es la suprema “teofanía” de Dios, la más alta “manifestación
de lo Sagrado”. Por desgracia el fenómeno del secularismo está despojando a esta fiesta
de su carácter de “misterio tremendo” – es decir, que induce al santo temor y a la adoración
–, para reducirlo al único aspecto de “misterio fascinante”. Fascinante, lo que es peor, en
sentido sólo natural, no sobrenatural: una fiesta de los valores familiares, del invierno, del
árbol, de los renos y de Papá Noel. Existe en algunos países la intención de cambiar
38
Vademecum
Comp del CEC: I parte: «La Profesión de la Fe»: 1ª sección: «Creo-Creemos»:
Cap. I: EL HOMBRE ES «CAPAZ» DE DIOS
1. ¿Cuál es el designio de Dios para el hombre?
Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en Sí mismo, en un designio de pura bondad ha
creado libremente al hombre para hacerlo partícipe de su vida bienaventurada. En la plenitud de
los tiempos, Dios Padre envió a su Hijo como Redentor y Salvador de los hombres caídos en el
pecado, convocándolos en su Iglesia, y haciéndolos hijos suyos de adopción por obra del Espíritu
Santo y herederos de su eterna bienaventuranza.
Cap. I: El hombre es «capaz» de Dios:
«Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza (...). Nos has hecho para ti y nuestro corazón
está inquieto mientras no descansa en ti» (S. Agustín).
2. ¿Por qué late en el hombre el deseo de Dios?
Dios mismo, al crear al hombre a su propia imagen, inscribió en el corazón de éste el deseo de
verlo. Aunque el hombre a menudo ignore tal deseo, Dios no cesa de atraerlo hacia Sí, para que
viva y encuentre en Él aquella plenitud de verdad y felicidad a la que aspira sin descanso. En
consecuencia, el hombre, por naturaleza y vocación, es un ser esencialmente religioso, capaz de
entrar en comunión con Dios. Esta íntima y vital relación con Dios otorga al hombre su dignidad
fundamental.
3. ¿Cómo se puede conocer a Dios con la sola luz de la razón?
A partir de la Creación, esto es, del mundo y de la persona humana, el hombre, con la sola razón,
puede con certeza conocer a Dios como origen y fin del universo y como sumo bien, verdad y
belleza infinita.
4. ¿Basta la sola luz de la razón para conocer el misterio de Dios?
Para conocer a Dios con la sola luz de la razón, el hombre encuentra muchas dificultades. Además
no puede entrar por sí mismo en la intimidad del misterio divino. Por ello, Dios ha querido
iluminarlo con su Revelación, no sólo acerca de las verdades que superan la comprensión
humana, sino también sobre verdades religiosas y morales, que, aun siendo de por sí accesibles
a la razón, de esta manera pueden ser conocidas por todos sin dificultad, con firme certeza y sin
mezcla de error.
5. ¿Cómo se puede hablar de Dios?
Se puede hablar de Dios a todos y con todos, partiendo de las perfecciones del hombre y las
demás criaturas, las cuales son un reflejo, si bien limitado, de la infinita perfección de Dios. Sin
embargo, es necesario purificar continuamente nuestro lenguaje de todo lo que tiene de
imaginativo e imperfecto, sabiendo bien que nunca podrá expresar plenamente el infinito
misterio de Dios.