Está en la página 1de 6

PREGUNTAS HISTORIA

1 ¿Quién decidía que se construya cada templo?

2 ¿Como y por qué se elegia a la deidad/dios de cada templo?

3 ¿Los primeros templos eran iguales a los más actuales? ¿Por qué?

4 ¿Como era el proceso constructivo?

5 ¿Cómo eran los templos griegos? ¿Cómo eran sus plantas? ¿Por qué eran así?

Hay templos dedicados a las divinidades tutelares de la comunidad política: el templo griego, de
una estructura arquitectónica claramente definida desde muy antiguo y que va tendiendo hacia
lo alto y lo majestuoso con el desarrollo económico y artístico de la polis, se basaba también en
la idea de delimitación conceptual del espacio. Era un territorio consagrado (temenos) o
delimitado, o más bien «recortado» (del verbo temno) de la comunidad humana, donde se
rendía culto a los dioses: en principio en un simple altar, luego completado por una estructura
con columnas rudimentarias y tejado a dos aguas, progresivamente enriquecida y mejorada a
medida que los griegos fueron prosperando. La presencia de un templo como morada de la
divinidad no era imprescindible en el temenos y sin embargo muy pronto aparecen, a partir de
la época de los poemas homéricos, los primeros templos monumentales en piedra, siguiendo los
órdenes arcaicos, como elemento de identidad colectiva de la ciudad en torno a su divinidad
protectora y a la empresa común de la construcción de su hogar. Conocemos poco del origen del
templo griego y del paso de los santuarios al aire libre, con sus opuestos subterráneos, los
santuarios en roca o grutas —que reflejan cierta taxonomía de la religión griega— en la
configuración del espacio sagrado. En su etapa formativa, que coincide básicamente con la de la
polis entre 1100 y 800 a.C., se empieza a concebir el templo no como lugar de culto para los
fieles, sino como morada del dios. El yacimiento de Lefkandi, en Eubea (siglo x a.C.), tiene
atestiguado uno de los primeros edificios monumentales de culto. Un exvoto del Heraion de
Argos del siglo VIII a.C. guardado en el Museo Nacional de Atenas con forma de templete de
estilo posgeométrico ilumina acerca de cómo podrían haber sido estos primeros templos, con
un porche de entrada, sujeto por dos columnas, y un techo plano sobre el que se levanta un
tejado a dos aguas, anticipando los primeros templos arcaicos. Entre estos hay que mencionar
el hekatompedon o templo de cien pies, como medida sagrada, de Hera en Samos (hacia 800
a.C.), estrecho y rodeado de columnas, que se convertirán en el armazón estético del helenismo.
Entre los siglos VII y VI a.C. toman forma los dos grandes órdenes arquitectónicos, dórico y jónico,
y empiezan a construirse templos que sirven como legitimación política y propagandística de
regímenes de diversas poleis, de signo oligárquico o tiránico. Todas las ciudades que se
enriquecen y pueden costear estos edificios realizan un programa de promoción del culto
religioso y cívico a través de las construcciones de templos. Se potencian también los santuarios
panhelénicos con edificios financiados por cada ciudad para mayor gloria de sus ciudadanos.
Cada ciudad griega, desde la Grecia continental a la Magna Grecia, competirá por construir
templos de grandes dimensiones en honor a sus deidades y colmarlos de tesoros. Así sucede con
los templos de Hera en Argos (el Heraion, uno de sus templos más célebres), en Olimpia o en
Paestum, el de Atenea en Atenas (el hekatompedon de la acrópolis y el prepartenón) o los
templos de Ártemis en Corfú o Éfeso (figs. 10 y 72). El santuario monumental de la deidad tutelar
era un eficaz elemento para crear una identidad para la polis e incluso para ejercer un control no
solo simbólico sino también efectivo sobre ciertos territorios del Hinterland: además,
configuraba el marco del espacio público griego de una manera polivalente. Los templos
funcionaban también como frontera, y había santuarios en las zonas extraurbanas, de periferia
o limítrofes que servían como elemento de cohesión de la comunidad política y a la par
delimitaban su territorio frente a otros griegos o frente a los bárbaros, como se ve en ejemplos
como el templo de Hera en Samos, el Heraion de Argos o el santuario de Apolo en Claros o
Dídima, este último de alta carga simbólica frente a los persas. Los mitos de adjudicaciones de
dioses a cada ciudad griega son reveladores a ese respecto, en la medida en que resultan
definitorios para la formación de la identidad de la comunidad política. Es muy conocido, por
ejemplo, el mito de la disputa entre Poseidón y Atenea por el patronazgo de Atenas, en los
tiempos míticos en que los hombres se organizaban en ciudades. Poseidón y Atenea, con Zeus
como mediador, compitieron por ver cuál sería el patrono del Ática ofreciendo un regalo cada
cual: Poseidón hizo brotar un manantial salado en la Acrópolis y Atenea un olivo, que fue
preferido por la ciudad y los dioses finalmente, conviertiéndose así en el símbolo de Atenas.
Poseidón, como dios marino y poco de fiar, se disputó otras ciudades, perdiendo casi siempre
ante otras divinidades: Corinto ante Helios —aunque conservó poder sobre el istmo—, Naxos
ante Dioniso, Egina ante el propio Zeus, Argos ante Hera. En este último caso, Poseidón,
enfurecido, maldijo toda la región de Argos y secó sus fuentes y ríos. Tanto en el mito como en
la historia, en cualquier caso, el culto a los dioses olímpicos es fundamental para la identidad
helénica y sus templos, santuarios o terrenos consagrados —desde prados santos a ríos o
manantiales— delimitan el espacio conceptual de la polis.

El rito en su contexto social


Los antiguos ritos patrimoniales, ta hiera, expresaban una forma de ley sagrada heredada de la
tradición, un nomos que era practicado en los santuarios, las festividades religiosas y también
en las costumbres religiosas privadas. Stricto sensu, una ley sacra era la disposición legal —
escrita o no escrita— que regulaba los aspectos prácticos y formales del culto religioso, la piedad
ritual que, como se ha dicho, era básica en la religión griega, carente de dogmatismos teológicos:
la elección de los colegios de sacerdotes, la administración de los templos y sus propiedades, la
organización de los festivales, etc. La interacción entre ley y praxis religiosa en el mundo griego
es uno de los aspectos que mejor permiten conocer, al menos en algunos segmentos, cómo fue
realmente este conglomerado de creencias que parece que se nos sigue escapando del todo.
Otros aspectos más particulares son también abordados, de forma más interesante, por este tipo
de leyes sagradas, como la ritualización detallada de cada oración, la regulación de cómo habían
de llevarse a cabo ciertos cultos, la forma del sacrificio, la vestimenta en cada ocasión, etc. La ley
sagrada regulaba, por último, la relación del ámbito jurídico humano con lo divino y formaba
parte del conglomerado tradicional heredado de leyes ancestrales que se resistía a ser codificado
en forma escrita, precisamente porque era percibido como proveniente de un mundo sagrado y
no susceptible de ser tocado por algo tan humano como la escritura. Solo en algunas ocasiones
se puso por escrito en ciertas inscripciones como las conocidas leyes de Cirene o de Gortina.
Pero también hay que mencionar la interacción entre la ley de los hombres y la de los dioses en
el ámbito de los actos religiosos que eran jurídicamente relevantes. Especialmente puede
tomarse como ejemplo el caso de los juramentos, que eran respetados sobremanera no solo en
la vida cotidiana, sino también en la vida pública y, en general, en cualquier procedimiento
judicial. La religión funcionaba aquí, como en la mentalidad griega en general, como un elemento
fundamental para la ordenación de la vida humana: desde el orden del universo hasta la garantía
en un préstamo o en un proceso judicial, puede decirse que el reflejo de la religión en las
instituciones sociales era insoslayable. Jurar por los dioses garantizaba el cumplimiento de los
compromisos sociales, políticos y jurídicos y respondía a una precisa ritualización que, tras la
invocación de la divinidad en concreto, iba acompañada de un sacrificio ritual y de una libación
en su honor. Normalmente los dioses invocados eran Zeus, Apolo y Deméter, pero había casos
especiales, pues los efebos atenienses solían poner como testigos de sus juramentos a
divinidades de la vegetación o deidades guerreras y es conocido el irónico juramento de
Sócrates, siempre maestro de la subversión, «por el perro», el animal más desvergonzado para
los griegos. Un ejemplo clásico de juramento se halla en el libro tercero de la Ilíada, antes del
singular combate entre Menelao y Paris, cuando se llega a un pacto: griegos y troyanos se ven
obligados ante las divinidades mediante este juramento y a través de un sacrificio de dos
corderos, uno blanco y otro negro, que traen los troyanos para la Tierra y el Cielo y un cordero
que aportan los griegos para Zeus. Aquí el dios principal de los griegos aparece como garante de
los juramentos en su advocación de Horkios, aunque los otros elementos del cosmos se ponen
también como testigos y refuerzo del solemne acto. Sin embargo, la justicia divina corresponde
a Zeus y él también castiga a los perjuros. Otro ejemplo de interacción entre sociedad y religión
se da en el caso de las purificaciones. Los griegos tenían una idea terrible de la impureza ritual,
que había que conjurar siguiendo ciertas normas religiosas y que no tenía que ver con el mal
comportamiento del sujeto «impuro», sino con una suerte de «mancha» producida por el
contacto con sangre, con el nacimiento y la muerte, y otros acontecimientos contaminantes,
como ha estudiado Robert Parker. Todo acto ritual estaba, pues, sometido a ritos previos de
purificación, tanto un sacrificio como cualquier sesión de la asamblea política de Atenas, tanto
el temenos o recinto sagrado de un templo que se hubiera contaminado al producirse una
muerte en él como una casa donde hubiera nacido un niño o hubiera muerto un anciano. En
todo caso, cualquier ritual religioso estaba precedido de la purificación de la parte humana: el
modo más usual de purificarse (kathairein) era rociarse o lavarse con agua y vestir luego ropas
limpias y blancas, normalmente de lino, como ya aparece en Homero, donde el oficiante suele
actuar así. Compárese con la purificación ritual en la fuente Castalia de los consultantes del
oráculo de Delfos, por ejemplo, la de los iniciados en Eleusis antes de entrar en el telesterion o
la que tenía lugar en el antro de Trofonio en Lebadea por parte de los consultantes, que debían
hacer abluciones y vestir una túnica blanca antes de emprender su experiencia mística. El dios
por excelencia de la purificación era, no en vano, el dios de Delfos, Apolo Pítico, que tuvo que
purificarse él mismo tras matar a la serpiente Pitón y heredar así el santuario oracular de la tierra.
Es la divinidad fundamental, por su labor purificadora, en el tránsito de la religión griega arcaica
entre las dos etapas que la antropología llama la cultura del pundonor (shame-culture) y la
cultura de la culpabilidad (guilt- culture), que E. R. Dodds aplicó al ámbito de la religión griega.
Otros elementos rituales de la purificación griega, junto al agua de fuentes o manantiales
sagrados, son el fuego, que destruye la impureza (miasma), la cesta para aventar el trigo (liknon),
la cebolla y, paradójicamente, también la propia sangre. Había ciertos sacerdotes especializados
en purificaciones, llamados kathartai, que aparecían también entre la comunidad social y política
en casos de epidemia, que se entendía como castigo divino, o de algún mal de discordia civil
provocado por una blasfemia o pecado individual, familiar o colectivo. El caso más representativo
en la leyenda es el de Epiménides de Creta, que habría acudido para purificar Atenas de la
discordia de Cilón algo antes de 600 a.C. Un rasgo importante de la religiosidad griega en este
sentido es la idea de la culpa hereditaria, de que el miasma puede heredarse de generación en
generación. La relación entre religión y moral es característica de la civilización griega arcaica y
clásica, que transforma lo sobrenatural en general y a Zeus en garante de la justicia cósmica. La
purificación religiosa, en este sentido sociopolítico, se ocupa de un problema antropológica y
jurídicamente central: limpiar la impureza que produce el derramamiento de sangre en el seno
de la comunidad y, en concreto, la culpa de sangre dentro de un clan. El caso lo ejemplifica bien
el mito que narra la Orestía deEsquilo: el derramamiento de sangre dentro de la familia de
Agamenón. Por un lado, Agamenón, rey de Micenas, había sacrificado a su hija Ifigenia, en
cumplimiento de un oráculo, para tener buen éxito en la guerra de Troya. Su mujer Clitemnestra
quedó desolada y nunca perdonó a Agamenón, por lo que tramó su muerte en su ausencia junto
con su amante, Egisto. Tras el asesinato del rey, su joven hijo Orestes se exilió prudentemente
para vengar a su padre, mientras en la ciudad su hermana Electra le esperó y le allanó el camino
para la venganza. Huelga decir que la muerte de Clitemnestra a manos de su propio hijo cierra
el ciclo de la culpa de sangre en esta familia en la persona de Orestes, que es perseguido por las
Euménides. El mito acaba cuando el joven es purificado ritualmente en el santuario de Delfos y
cívicamente por el tribunal del Areópago, en Atenas, como recoge Esquilo al final de su trilogía
trágica. Aquí las purificaciones rituales vienen a sustituir realmente a la retribución mediante
derramamiento de sangre en ese paso antropológico de la expresión simbólica de la expiación
por el sacrificio. El acto de derramar sangre humana en el seno de la comunidad, y más aún en
su núcleo primero, el familiar, en sus diversos niveles (genos, oikos, etc.), provoca una
contaminación religiosa (agos), opuesta al concepto griego de pureza (hagnos). La mancha de la
que queda impregnado (enages) el asesino debe purificarse mediante un sacrificio especial que,
en su esencia, es un rito de paso con sus diversas fases. Primero, el asesino queda fuera de la
comunidad mediante un proceso de segregación, y se mantiene al margen para luego
reincorporarse en un acto de reintegración cívica mediante un ritual que repite de forma
demostrativa, y por tanto inofensiva, el derramamiento de sangre. Comoquiera que sea, las
purificaciones no se dejan al arbitrio del individuo sino que se regulan jurídicamente en detalle
como un deber en lo que sabemos de las leyes sacras griegas. Más allá de sus consecuencias
religiosas, ejercen una gran influencia sobre la vida ciudadana, reforzando en la polis un
sentimiento de culpa e impureza que la necesidad de purificación intensifica y refuerza.
Finalmente, cabe mencionar otro tipo de influencia general de la ley religiosa en la sociedad
griega, un caso en el que las creencias son determinantes para el entramado social: la institución
de la xenia. La hospitalidad estaba protegida por el principal dios griego, Zeus, protector de los
extranjeros en su advocación de Xenios. Hay vínculos de hospitalidad atestiguados entre familias
nobles de la era arcaica que se formalizaban mediante el intercambio de regalos y podían
permitir viajes por todo el undo griego para comerciar. El pecado más monstruoso en el mito y
en la literatura arcaicas es precisamente asesinar a los huéspedes, como atestiguan historias
como la de Enómao que, en el mito fundacional de Olimpia, asesina a sus visitantes tras hacerles
competir en una carrera de carros (hasta la aparición de Pélope) o la de Polifemo, que es el
epítome del salvajismo en la Odisea o la del rey Busiris en el ciclo de Heracles. En Homero se
destaca la hospitalidad de los feacios a Odiseo, que contrasta con la brutalidad del cíclope
Polifemo, que no conoce las reglas de la xenia. El respeto a Zeus Xenios, que pide el buen Odiseo
ante Polifemo, pone en evidencia la interacción entre la religión y la ley y la invocación de la
divinidad para proteger las relaciones sociales. Como siglos más tarde de Homero diría Platón en
las Leyes:

Por cuanto respecta a los extranjeros, hay que tener por extremadamente sagradas las
relaciones con ellos, pues casi todo lo hecho por ellos o contra ellos está mucho más incurso en
la venganza divina que lo tocante a los ciudadanos entre sí. Y ello porque el extranjero, carente
de amigos y de parientes, inspira una mayor compasión a hombres y dioses, y así el que es capaz
de protegerlos despliega un celo mayor en su ayuda, y quien resulta especialmente capaz de ello
no es otro que cada uno de los distintos genios y dioses de la hospitalidad que acompañan a
Zeus. Mucho, pues, debe ser el cuidado con que todo el que tenga la más mínima prudencia
procurará llegar al final sin haber cometido en su vida ninguna falta contra los extranjeros.

Como se ve, la religión griega se configura como un complejo entramado de mito y rito, de esfera
pública y privada, de visibilidad e invisibilidad. Las poleis honraban a los dioses con grandes
festivales, santuarios y templos monumentales en un ritual público, mientras que los particulares
realizaban sus actos de devoción en paralelo a los anteriores y con los mismos rituales, en
privado, que las grandes manifestaciones religiosas cívicas. El tránsito entre la esfera de lo
colectivo y de lo individual se producía bajo la mirada de la todopoderosa deidad, presente en
las vidas pública y privada. El carácter identitario de la religión griega, como se ha dicho, enlaza
de forma indisoluble la práctica religiosa con la política de cada ciudad, sin hacer distinción entre
los asuntos de estado y los asuntos de los templos. El ejemplo de los sacrificios y purificaciones
que precedían a la asamblea política ateniense es clave. Los que eran reputados como enemigos
de las creencias tradicionales podían incurrir en un delito contra el estado, pues se quebraban
las normas de convivencia de la ciudad y se hacía peligrar su seguridad al atentar contra los
dioses patrones de la comunidad política, garantes de su buena marcha. Por ello no sorprende
que hubiera varios procesos contra destacados filósofos que pusieron en duda, aunque fuera
retóricamente, las creencias de la ciudad. Ya se ha mencionado el célebre caso de Sócrates, que
murió condenado por la ciudad en 399 a.C. por «no creer en los dioses que reconoce la ciudad,
tratar de introducir nuevas divinidades y corromper por ello a los jóvenes». También, antes que
Sócrates, otros pensadores habían sido procesados por delito de asebeia («impiedad»), como
les sucedió a Anaxágoras de Clazómene, amigo y maestro de Pericles, Protágoras de Abdera y
Diágoras de Melos. Más tarde, el propio Aristóteles se arriesgó a un proceso de este tipo, pero
abandonó Atenas a tiempo, cuando el descontento con los simpatizantes de Macedonia
comenzaba a cundir.

BIBLIOGRAFIA
HERNANDEZ DE LA FUENTE, David Civilización griega
ROBERTSON, D. Arquitectura griega y romana.

También podría gustarte