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EL AYUDANTE DEL DOCTOR FRANKENSTEIN

A la orilla del lago Leman, El Monstruo, vestido de negro y

rodeado de árboles, habla con un niño de 11 años, que lo mira

asombrado, acariciando las flores amarillas que salen entre los

pastos, mientras escucha con atención los sonidos guturales que

emite. El ayudante del Doctor Víctor Frankenstein, los observa

detrás de las ramas de unos árboles, con el delantal blanco de

trabajo. Quiere sacar al niño del peligro que para él representa el

Monstruo, pero no sabe cómo.

El Doctor Frankenstein lo agarra del brazo, diciéndole que no

intervenga, que le dé tiempo para ver qué pasa. Podría formar

parte del experimento, dice El Doctor Frankenstein tratando de

calmar a su ayudante, que está nervioso por el niño.

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Mientras caminan internándose en la olla de pinos, entre las hojas

secas y piñas que cayeron de los árboles, una erección inesperada

emerge entre las piernas del Doctor Frankenstein cuando acerca su

boca a la de su ayudante. Lo excita verlo caminar así, desvanecido

y medio desmayado. Después se cae hacia atrás, entregado al azar,

y el Doctor Frankenstein lo ataja con los brazos. Le dan ganas de

meterle la lengua en la boca, pero el miedo que le da que su

ayudante se despierte lo hace detenerse. El ayudante es su amigo,

además de su empleado; pero también es la persona con la que

pasa la mayor parte del tiempo de sus días; una energía

irrefrenable lo lleva a recorrer el cuerpo con la mirada, después

con la mano. Lo excita la piel blanca, el cuerpo yaciendo como

muerto entre sus brazos. Cierra los ojos y acerca el cuerpo a su

boca. Los nervios lo hacen temblar. El deseo lo desborda. Lo tira

al piso y agarrándolo por la nuca le clava un beso. El beso es

apasionado. Trata de recuperar el tiempo que lo deseó en silencio.

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Las pijas quedan apoyadas y el Doctor Frankenstein frota la suya

con la de su ayudante haciendo un movimiento circular, lento y

frenético. Están duras las dos. La cabeza de su pene se llena de

humedad, como si hubiese acabado, y el Doctor Frankenstein

siente el pegoteo debajo del pantalón.

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Entre las piñas y las hojas secas, el ayudante parece despertar,

recobrando el conocimiento cuando el Doctor Frankenstein lo

da vuelta, lo pone boca abajo y empieza a desnudarlo. El

ayudante sigue en ese estado de inconsciencia, entrecerrando

los ojos, entregado al azar. El Doctor Frankenstein le abre el

culo con la mano. Mete la nariz entre los cachetes. Lo huele.

Recorre el agujero del ano con la lengua hasta que

apasionadamente se la introduce, sacándola y poniéndola,

despacio. Después se pone furioso y desesperado. Le da

golpecitos en el ano mientras lo besa, haciendo que el músculo

se dilate. Le agarra los cachetes con fuerza. Los retuerce, los

mueve y escupe. Los abraza. Saca la pija. Es larga y gruesa. La

apoya en el culo parado de su ayudante. La cabeza empieza a

entrar despacio y va desapareciendo dentro de su ano. El

ayudante se relaja mientras su culo se abre; piensa que eso es

una delicia, que es el placer al que acceden unos pocos. La pija

se desliza como si estuviera lubricada en aceite.


El Doctor Frankenstein siente que su ayudante se entrega y se

abre para él mientras juega a tener todo el poder del universo, y

se siente el hombre más afortunado del mundo cogiéndose a su

ayudante por el culo. La pija entra hasta el fondo y se mueve

poseído; como si no le importase otra cosa más que metérsela,

moverse, hacer esos movimientos circulares en extremos y

acabar. Vaciar esa energía que lo maneja y lo transforma en un

animal desesperado, en un cavernícola. Larga gemidos

entrecortados, mezclados con aullidos, similares a los que El

Monstruo emite cuando quiere hablar pero balbucea. El culo

del ayudante se llena de leche y ésta desborda del ano al

sacarla. El Doctor Frankenstein la empuja con la cabeza de la

pija, llevándola hasta la entrada del culo para que vuelva a

entrar. La introduce con la punta de su verga, que todavía está

dura y venosa. Recoge algunas gotas con la lengua, y

haciéndolo girar se las pone en la boca dándole un beso de

lengua. El ayudante parece despertarse, pero se desvanece y


vuelve a quedar como dormido; ahora sobre el pecho del

Doctor Frankenstein.

Después de unas horas, cuando el ayudante despierta, corre las

ramas de los árboles: mira para ambos lados, tratando de

entender qué pasó. Busca al Monstruo y el niño; pero ya es de

noche y no hay nadie en la orilla del lago. La oscuridad lo tiñe

todo de un azul esfumado. Apenas puede distinguir el relieve de

la cima de los cerros glaseados de Mont Blanc.

Corre hasta el castillo con aberturas y paredes de piedra, donde

cada paso resuena en un eco vacío y profundo, hasta llegar al

sótano, donde ve una mancha negra y voluminosa encadenada

en el piso. Es una cosa amorfa, con las extremidades salidas del

cuerpo como tentáculos. Deforme como un feto: tiene la cabeza

demasiado grande y desproporcionada para ese cuerpo, al igual

que las manos y los pies, llenos de cicatrices. Balbucea con la

boca abierta como si estuviera dentro de una caverna. Cuando

hay una persona cerca, que lo mira y escucha, el monstruo se


transforma, adquiriendo una postura humana. Pasa mucho

tiempo solo, y así su cuerpo se deforma hasta transformarse en

una mancha, volviéndose una negra, amorfa y voluminosa.

Un jorobado, arrastrando los pies, con la antorcha en la mano y

la pija afuera, custodia que el monstruo no se escape. Las

sombras que produce su cuerpo en la pared se multiplican en las

piedras; parecen muchas personas que lo rodean. El Monstruo

está tirado en el piso, encadenado, apenas respira; pero cuando

el ayudante

se acerca, se da cuenta que el monstruo no es El Monstruo, sino

uno similar, más chico que el original, casi una copia. Se

pregunta dónde estará El Monstruo y el niño.


Las puertas del castillo son enormes, convexas y altas. En los

costados de la escalera, que conduce a la torre, hay cuencos con

antorchas encendidas. El fuego sube y baja con el viento

formando sombras que se proyectan entre las piedras. En el

altillo de la torre funciona el laboratorio del Doctor

Frankenstein, rodeado de nubes negras, y murciélagos que

duermen entre los ladrillos o en las amplias ventanas. Su

ayudante vierte drogas en tubos de ensayo, tratando de

encontrar el medicamento que elimine el deseo sexual. Su meta

es hacerlo desaparecer, que no haya atracción sexual de ningún

tipo. Han descubierto que el deseo desborda a los humanos, y

que esa sensación, intensa y rebelde, domina a los hombres.

El Monstruo es la rata de laboratorio, al que usan para probar la

droga. Aunque hasta ahora no dan con la fórmula precisa, no

dejan de experimentar; empeñados en hacer desaparecer el

deseo. Se imaginan un mundo sin la molestia sexual, que


irrumpe cuando menos la esperan; creen que, sin ganará la

racionalidad humana.

—Si pudiera encontrar la fórmula para terminar con el

sufrimiento humano… para abolir el deseo, sería el momento

más feliz de mi vida…

—…

—Si el experimento sale bien como lo planeé, El Monstruo

seguiría conmigo… Engendro del infierno lo llaman al

monstruo, mi Monstruo...— El viento hace que la capa del

Doctor Frankenstein se levante— Me echaron de la

universidad, donde daba cátedra en filosofía, porque sabía

demasiado…

Bajan las escaleras oyendo sus pasos que se reproducen como

si fuesen otros, hasta llegar a la entrada. Salen del castillo y

caminan por el prado, buscando al verdadero Monstruo, con el

que estaban trabajando.


La criatura está prófuga por el campo— se oye decir a un

campesino mirando para todos lados.

El Monstruo corre a lo lejos hasta llegar a un manantial,

rodeado de ovejas, que al verlo gritan y salen disparando. Las

ovejas se dispersan como si hubiesen visto a un lobo gigante.

Corren y se aplastan entre ellas con el afán de apartarse del

Monstruo. El Monstruo se tira al piso y se golpea la cabeza

contra una piedra, pero no sangra. A unos metros está el río. Se

agacha y se ve reflejado en el agua, fría y transparente del

deshielo; pega puñetazos en el agua como si quisiera aniquilar

su rostro.

Dos hombres con sombreros, cazadoras y un rifle, lo ven a lo

lejos, y lo persiguen. Disparan. Se oye un tiro. El Monstruo se

cae. Los hombres se acercan y deciden salir a buscar refuerzos.

—Su cuerpo es pesado…

—Y en caso que se levante… Vayamos a pedir ayuda.


— Me da asco este engendro endemoniado. No quiero ni tocarlo.
Cuando se alejan, el Monstruo se levanta, herido en el hombro.

Camina. Escala una montaña de piedras, donde no pueden

verlo, y al llegar a la cima se acuesta sobre el pasto seco y las

piedras. Desde arriba, con olor a vacío, entre una ráfaga de

viento seco, distingue una muchedumbre, que como hormigas

avanzan hacia él.

Oscureció y hace frío en el descampado. Se está por levantar

una tormenta. La gente corre por el prado en subida con palos y

antorchas; buscan al Monstruo, indignados. Cuando los

hombres pasaron, sin verlo, El Monstruo baja arrastrándose.

Salta, corre, y se da cuenta que está perdido. La sensación de

desconcierto lo atraviesa como un rayo.

Camina en la oscuridad internándose en el bosque, frondoso y

oscuro. El olor a pinos es intenso. Entra por la nariz y recorre

su cuerpo. Se deja llevar, conducido por una música que lo

tranquiliza. La música viene de una casa, en la cima de la

ladera, está rodeada de árboles y una luz amarilla, de vela, la

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envuelve. Cuando El Monstruo llega a la casa, se para frente a

la ventana y espía. Ve a un hombre tocando el violín. El

hombre se da cuenta que hay alguien afuera. Pregunta quién es,

y ante la falta de respuesta, se acerca y abre la puerta. Se queda

parado frente al Monstruo que también se queda inmóvil como

una estrella.

El hombre entra y parándose cerca del fuego, vuelve a tocar el

violín. La capa queda abierta y se le marca una erección

enorme. Hace días, meses, que no ve a nadie. El hombre toca el

violín con más intensidad y vigor, como si oliera que hay

alguien afuera y eso lo pusiera contento. Toca con tanta energía

que rompe una cuerda, y sigue tocando. El Monstruo

permanece en la entrada, sensibilizado con los sonidos. Camina

con pasos torpes y cuidadosos hasta la puerta, que está abierta.

Entra lanzando unos sonidos guturales, inentendibles, como si

fuese un animal.

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—¿Quién sos?— pregunta el músico, sin dejar de tocar, con la

vista clavada en el piso de madera.

Ante la falta de respuesta dice:

—Cualquier persona que entre a mi casa es mi amigo.

—¿Quién sos?

—…

—No sos un extraño si entraste a mi casa… Decí algo.

—… Grrr yo soy… Soy… El…

—No puedo verte. Decí. Hablá.

El Monstruo, al ver que el violinista no se asusta con su

presencia, se emociona. Se relaja y deja salir sonidos de dolor

que conmueven al violinista. Deja de tocar y presta su

atención. Perece comprender las palabras inentendibles del

desconocido, y después vuelve a tocar, pero ahora

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acompañando los sonidos que emite el hombre que él no puede

ver.

Cuando el violinista se acerca, El Monstruo se va para atrás.

—No me tenés que explicar nada. Yo te voy a ayudar— le

dice, mientras recorre el contorno de su cuerpo con la mano. Le

acaricia el pecho, gigante, y las manos que las siente ásperas y

raras; llenas de cicatrices. Después, sigue bajando la mano y se

encuentra con un enorme y deforme miembro, que parece un

palo de amasar. Se escupe la mano y se lo frota con la saliva

caliente.

El Monstruo cierra los ojos y se estremece.

—Debes de tener frío…— le dice mientras sigue tocándolo,

hasta llegar al hombro, donde tiene la bala.

—Estás herido.

—Mmmmrr— dice El Monstruo largando un lamento de perro.

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—No te preocupes, yo te voy a cuidar— le dice, mientras

empieza a pasarle la lengua por la herida, chupándole la sangre

hasta arrancarle la bala. El Monstruo grita de dolor y a la vez

siente alivio y satisfacción. Después de la extracción le pone

una venda untada en agua tibia, y se deja llevar por la mano del

violinista, que lo conduce a su cama.

—Quizás vos también tengas una pena— le dice el violinista—

Yo no puedo ver y vos no hablás. Si entendes lo que digo, poné

la mano sobre mi miembro.

El Monstruo pone la mano sobre su miembro. La energía de la

música entra por su cuerpo y lo distiende, estimulándole la

percepción, haciéndolo olvidar que la gente, cuando lo ve, grita

y sale corriendo; evitando su proximidad. Con la mirada

descansando en el suelo parece comprender algo.

—Está bien— dice el violinista— voy a prepararte algo rico

para comer. Se da vuelta y frente a la cocina pone una olla con

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sopa de verduras en el fuego. El Monstruo se asusta. Grita y se

aleja, llevándose por delante la mesa y las sillas.

—Vamos a ser amigos. Estoy agradecido que del más allá me

enviaron a este espíritu solitario… una persona. Una persona…

Hace tanto tiempo que no hablo con nadie… ¿Sabes? Yo te voy

a cuidar. Te voy a adoptar. Te reconfortarás. Seré tuyo y vos

serás mío— le dice acariciándole la cabeza, con la pija parada

saliendo de la capa, mirándolo con los ojos ciegos. Después

levanta la cabeza, agradeciendo al cielo.

—…

—Ahora debés acostarte y dormir.

- Ur grrr mmmmm…

—Descansar— le dice con un gesto— Descansar. Dormir.

El Monstruo se acuesta con la ayuda del violinista, y después

se acurruca a su lado, abrazándolo. Se cubren con una manta, y

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por debajo de la manta se levanta la capa agarrándose la pija:

dura, hinchada y cabezona.

—En el silencio de la noche comprendo que hayas venido,

porque vos también sos una criatura solitaria, un ser sensible

que necesita lo mismo que yo— le dice al oído, largándole el

aliento, mientras intenta penetrarlo.

—Estar solo es malo.

—…

—Repetí conmigo: Estar solo es malo.

—Mmmm g mmm

—Amigo.

- Amigo. Bueno.

—Amigo bueno.

—Estar solo malo— repite El Monstruo mientras le pasa la

lengua por la cara— Cuando… cuando estoy tranquilo

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puedo… puedo hablar bien— Se inclina y le pasa la lengua por

los pies. Se los chupa con lengüetazos, haciéndolo estremecer,

hasta llegar a las piernas, los glúteos, la espalda, la cintura, las

tetillas. Y vuelve al agujero del culo, que es un agujero enorme

pero contraído.

—Que me des luz. Que le des luz a estos ojos ciegos. Yo te

puedo dar voz —dice el violinista y se larga a llorar. Los

gemidos del violinista irrumpen con espasmos en su cuerpo

untado en saliva.

El Monstruo se conmueve con el pie del violinista en la boca, y

lo acaricia dándole manotazos que caen por cualquier parte del

cuerpo. Pero lo irrumpe la intranquilidad al oír un alboroto

afuera; la gente que lo está persiguiendo. Se acuerda del Doctor

Frankenstein que debe de estar preocupado por él. Cuando el

violinista lo está por penetrar, zafa y se levanta. Empieza a

caminar. Da vueltas por la casa. Mira por la ventana. Ve a un

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montón de gente que sube por la loma y se acerca; entonces

decide salir por la puerta de atrás.

La gente entra a la casa y no lo encuentra. Un hombre con rifle

le pregunta al violinista por el Monstruo. Revisan la casa y se

dispersan rompiendo todo lo que encuentran.

Los campesinos lo buscan toda la noche, por todos partes, en

los recovecos del bosque y en los lugares secretos del prado,

que por la mañana brilla como el arroyo y el acantilado. No

saben que El Monstruo está escondido en el féretro negro, con

manijas de plata y precintos dorados, que le preparó el Doctor

Frankenstein para que durmiera en el sótano del castillo.

Al otro día, la situación parece repetirse: El Monstruo se escapa

del castillo y camina por el prado. Se mete en el bosque, donde

los pájaros se apartan al sentirlo entrar y un búho lo mira sin

quitarle la vista de encima, parado en la rama de un árbol.

Avanza, pero al darse vuelta se encuentra con un montón de

campesinos con palos y piedras persiguiéndolo. Del otro lado


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también hay gente con palos y piedras persiguiéndolo. Los

campesinos avanzan por los dos extremos hasta que se juntan,

como los dos extremos de una sábana y lo agarran. El

Monstruo se resiste, pero ellos son muchos y entre todos lo

estaquean en un palo gigante. Acarrean el palo con El

Monstruo atado y lo llevan hasta la hoguera, donde una

montaña de paja, prendida con un fuego enfurecido, lo espera.

Acercan el cuerpo al fuego y aparece el Doctor Frankenstein, al

que todos respetan, gritando que no lo quemen, que él se lo

llevará a su laboratorio, que su cuerpo le pertenece, que va a

seguir experimentando con él, y que así va a salvar a la

humanidad: quitándoles el mal.

Gritan que el monstruo está endemoniado, que tiene conductas

impuras, que tiene el miembro más grande que el de todos ellos

juntos, y que lo usa con todos. El Doctor Frankenstein se

compromete a curarlo; les jura que está trabajando en su cura.

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Les pide que le dé una oportunidad. Les dice que, si el

experimento llegara a dar resultado, ellos también podrían usar

la droga para sacarse la energía demoníaca que los transforma

en animales salvajes.

—No quiero a los vivos. Quiero a los muertos, de donde vengo

— dice El Monstruo mientras la gente agita sus antorchas para

prenderlo fuego.

Cuando el fuego empieza a quemar su rostro, El Monstruo

piensa en el cuidador, que le da comida, y se mantiene cerca de

él; su miembro crece y se vuelve enorme. La pija rompe el

pantalón. Se arranca el palo y las sogas. Esa energía

inmanejable de excitación hace que se levante, que camine

prendido fuego, y que empiece a pegarles chotazos a los

campesinos que lo ataca. La gente sale corriendo, tirando las

antorchas y los palos. Corren. Se llevan por delante como las

ovejas se aplastaban entre ellas. El Monstruo agarra de las

piernas a un gordo que se cayó al piso y lo aplasta con un pie,

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queda como una estampilla en un sobre. Dos campesinos le

muerden la pantorrilla. El Monstruo se da vuelta y ve al

cuidador. La pija se le hincha, crece tanto que parece explotar.

Apenas se la fricciona empieza a largar gotas blancas de leche.

Derrama tantos chorros que la lluvia blanca baña a la gente que

corre desesperada. La leche se acumula pegajosa en el piso,

algunos baldes y barriles flotan en la inundación. La montaña

de paja se apaga y El Monstruo, dando grandes pasos, vuelve al

castillo. El violinista, sin dejar de tocar, camina perdido, a

ciegas, mientras la gente lo esquiva, hasta que se dispersan y el

violinista vuelve a internarse en el bosque, de donde apareció.

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William, el chico, con una luz demencial brillando en las

pupilas, sube por el camino caracol de la montaña tratando de

recordar el accidente que lo llevó a dejar su casa para

instalarse, de vacaciones, en el castillo de su tío; pero cuando

se acerca al trauma no puede seguir recordando. Se desvanece

y cae rodando hasta el borde del precipicio.

Su tío, el Doctor Frankenstein, que lo venía siguiendo, corre

hasta alcanzarlo. Se saca la capa, lo cubre y lo levanta. Camina

con él en sus brazos, mientras los primeros murciélagos del

atardecer dan vueltas por la torre, con el sol ya débil, que no

alcanza a derretir la nieve de las cumbres.

El Doctor Frankenstein, sentado en la cama, le cuenta a su

sobrino historias científicas, sobre los hemisferios del cerebro,

mostrándole las ventajas del izquierdo, el racional, sobre el

derecho, el emocional.
—Papá tenía razón: hay paz. Tranquilidad en esta zona… Me

siento muy contento de estar acá— le dice William mientras

abraza a su tío.

—Vas a pasar unas vacaciones inolvidables, que te cambiarán

la vida. Podrás hacer de todo acá. Abrigarte y correr por el

prado. Juntar flores en primavera y sacar nieve en esta época

del año. Ir a la biblioteca. Leer libros de ciencia... Tengo uno

de un neurólogo inglés que te va a interesar mucho.

—Gracias, tío. Estoy muy feliz de estar acá.

—Lo único que no tenes que hacer es entrar a mi laboratorio.

Es mi sala de trabajo y hay cosas que un niño no debe ver.

Podrías asustarte, y en vez de despejarte y curarte, tendrías una

recaída.

—No le tengo miedo a nada, tío.

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—Bueno, bueno. Qué valentía. Pero por algo te mandaron

acá… Esas pesadillas… Cuando recuerdes eso feo que te pasó,

te vas a sentir mejor.

—Seguro.

—Ahora a descansar. Yo voy a ultimar detalles para la fiesta

que daré a la noche. La pasarás muy bien. Vendrá gente muy

notable: científicos, médicos, filósofos, mi amigo: El Marqués

de Sade, y gente muy distinguida de la sociedad suiza. Podrás

tener charlas muy inteligentes con ellos; pero cuando te diga

que es hora de dormir, tendrás que obedecerme.

—No hay problema, tío. Haré lo que me digas.

En la fiesta del castillo los invitados beben, charlan y se ríen.

Parecen divertirse, excepto un hombre que está apartado de los

demás comensales, observando todo desde afuera, como si

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estuviese en otro mundo, como si estuviera descubriendo el

mundo.

Un grupo de hombres se fascinan con el niño, que tiene una

educación prodigiosa y parece saber de todo un poco; habla

suizo, alemán, francés, inglés. Además tiene un cuerpo y un

rostro hermoso. Mientras lo escuchan hablar apasionadamente

sobre ciencia y física, observan su pelo color whisky, los ojos

como el mar, el cuerpo fibroso y musculoso, el pectoral

demasiado desarrollado para un niño de su edad, que quedan

obnubilados. William, mientras habla, observa la escalera que

conduce al altillo, donde está el laboratorio de su tío.

Gritos y alborotos irrumpen la fiesta, haciendo que la atención

de los convidados se dirija hacia el ante último piso, debajo del

laboratorio, donde está el anciano agarrado de una ventana,

sacando un pie por la ventana, donde un colchón de nubes pasa

afuera. Un grupo de hombres, comandado por Lord Byron,

intentan agarrarlo; pero no pueden. El anciano tiene mucha

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fuerza y está decidido a tirarse, hasta que llega el Doctor

Frankenstein.

—Es el alcohol que te puso melancólico.

—…

—El vino te trae recuerdos, que no te hacen bien.

—…

—No lo hagas. El pasado es la causa de nuestro dolor, no el

presente... Mañana será otro...

—Estoy solo… Llevé una vida putrefacta, contaminada por

mis instintos…

—…

—La única persona que me cuidó, la defraudé; la eché de casa

como un lobo.

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—Estoy avanzado con el experimento… Tu criado se fue

porque… estaba harto de vos. Pronto tendremos noticias de mi

experimento, de sus efectos...

—… tu experimento…

—… y si querés, serás la siguiente persona con la que

experimente…

—…

—Hallaré la cura, la solución, para la salud humana y

universal. La salvación absoluta del hombre.

El anciano cede y los hombres tironean de sus brazos y su

cuerpo, hasta que el anciano cae al cuarto. Cierran la ventana.

Afuera, en la oscuridad, una lechuza con ojos grandes y

mordaces, observa todo, parada en la rama de un árbol que

parece eterna.

El ayudante del Dr. Frankenstein se acerca al niño, conversan

sobre los adelantos de la ciencia y la electricidad, como si no

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hubiese pasado nada. Después, le dice que es tarde y que tiene

que descansar. Sin quitarle la mirada de encima lo acompaña al

cuarto donde pasará la noche.

Bajan las escaleras con una vela en la mano, que el viento

intenta apagar y la iluminación se vuelve escasa. Las antorchas

instaladas en los costados de las paredes de piedra están

apagadas. Se levanta viento y la escalera se vuelve tenebrosa.

En esa parte del castillo no llega a oírse la música ni las

conversaciones de los invitados a la fiesta.

En la cama, con largos barrotes de bronce y una cortina de tul

que la cubre, está durmiendo William. Se despierta

sobresaltado por un trueno, pero no es el trueno lo que perturbó

su sueño, sino la pesadilla que lo persigue, trayéndole el

recuerdo del accidente y una parte que no puede descifrar. Está

sudado y tiene palpitaciones.

Se sienta en la cama. Vuelve a acostarse. Intenta conciliar el

sueño, pero no puede. En el silencio del cuarto oye, a lo lejos,


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unos sonidos guturales, como los de un animal, con vocales

como si fuesen emitidas por un salvaje. Los sonidos le llaman

la atención y se sienta en la cama; expectante.

Se levanta con los calzoncillos hasta la rodilla de donde

cuelgan volados de hilos blancos, y empieza a recorrer el

castillo, con cuidado, tratando de encontrar la puerta que lo

lleve al laboratorio, donde su tío le dijo que no podía entrar.

En el piso de la fiesta un encapuchado agarra los candelabros y

apaga las velas con la punta de los dedos. Quedan las antorchas

de la escalera que pestañean con el viento de la ventana. Con la

luz de la noche, que entra por una ventana, los invitados

observan a un hombre vestido de negro con una capucha

blanca, pegada al rostro. Los ojos brillan como campanas de

bronce. Los labios pálidos, no se mueven, están cocidos.

Ahora, los comensales descubren, arriba de la capucha, dos

cuernos dorados. Enfrente hay otro hombre, con una capucha

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blanca, donde solo muestra los ojos brillando. Está duro,

vestido de negro. Al lado otro. Y otro.

Otro encapuchado prende las antorchas de las paredes laterales

y los candelabros del piano. La luz mortecina deja ver a un

hombre con capa negra que entra arrastrando un largo féretro.

Cuando llega al centro de la sala lo suelta y el féretro golpea

con el suelo. El ruido queda retumbando en los oídos de los

comensales. Un invitado, en un rincón del salón, intenta

ponerse una máscara; pero no puede. El que está al lado,

alcanza a verle el rostro, tiene la cara quemada. Al lado, el

jardinero del Doctor Frankenstein se pone la máscara. Dos

violinistas empiezan a tocar, produciendo una música

tenebrosa, mientras un encapuchado se acerca para abrir el

féretro. La música se detiene, y en ese silencio transparente, el

hombre enmascarado acerca a los comensales un enorme tubo

de ensayo, de cristal, con una probeta en la mano. Sacan sus

pañuelos, lo mojan y se lo llevan a la nariz. El éter, o gas de la

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risa, les produce un efecto anestésico inmediato, y disociativo

que los prepara para lo que vendrá.

Del féretro aparece un hombre desnudo, grandote, deforme,

lleno de cicatrices, con la pija parada, enorme, y la cara

vendada. El hombre encapuchado, el que lo acarreaba, empieza

a pasarle la lengua por el tronco de la verga, que está dura y

venosa. Levanta un brazo y señala a un encapuchado con el

dedo al azar. El hombre se acerca y cumpliendo las órdenes del

otro, se arrodilla y le pasa la lengua por los huevos,

oliéndoselos. Ahora el otro abre la boca y se mete la cabeza de

la pija; parece que va a comérsela. El Monstruo entra en

éxtasis, larga gemidos y sonidos incomprensibles que se

asemejan al mar cuando está furioso y choca contra el

acantilado, tratando de derribarlo. El que lo llevó hasta ahí se

levanta, señala a otro encapuchado, y el encapuchado se sienta

encima del Monstruo, dejando que éste le clave la pija con

fuerza, haciéndolo estallar de golpe, largando chorros de

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sangre, mientras otro lo besa y otro le retuerce los pezones. Los

demás observan la escena en un semicírculo con las pijas

afuera, donde uno pajea al otro y ese al otro; como si fuese una

coreografía ensayada.

Apoyado en la cola del piano un hombre se levanta la capa y

otro lo penetra. Y otro a ese, y un tercero al segundo. Se

mueven en sintonía. Los movimientos del culo de uno hacen

que la pija del otro entre y salga del culo como un péndulo.

Parece reinar la armonía y la sincronización. William, observa

todo desde la boca de la escalera, y piensa en la perfección.

—Esto es la perfección. La sintonía absoluta. La exactitud—

trata de hacer una analogía entre las matemáticas y la orgía que

contempla asombrado.

—Los gemidos inundan la sala. Los olores a pijas, culos, y

semen envuelven al castillo. William, escondido detrás del

piano, observa la fiesta. Saca la pija. La escupe y se masturba

viendo como los hombres encapuchados copulan entre ellos,


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como si todos fuesen la misma persona; pero son desconocidos,

nadie sabe con quién está, y por momentos eso inquieta y le da

miedo a William. Sobre todo pensar que en esa fiesta también

podría estar su papá.

Ahora descubre a un enano que baila levantando la capa. Se

acerca hasta donde está William. William se corre hacia atrás.

El enano sigue en dirección al piano. Tiene los ojos brillando

detrás de la máscara con un pompón dorado, se para en la

banqueta del piano. Empieza a tocar.

—Después de unas notas, el enano deja de tocar. Los

enmascarados se ponen uno tras otros, y con los puños

levantados, gritan: “Por el poder del diablo. Por el poder del

diablo”. William cierra los ojos y respira profundo. Parece que

se va a desmayar. Hace un esfuerzo para permanecer con los

ojos abiertos y seguir mirando.

—Ahora, el encapuchado que había llevado al Monstruo en el

féretro, acarrea a otro hombre encapuchado. Lo lleva


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estaqueado, atado de pies y manos con una soga blanca. Una

vez que llega al centro de la sala, vuelven a pasar la pipeta y el

tubo de ensayo con éter. Lo aspiran con pañuelos. El

encapuchado, de cuernos dorado, empieza a pegarle con una

varilla. Otro se acerca con un candelabro. Saca dos velas y las

acerca al cuerpo. Deja que la cera caiga sobre sus tetillas. Dos

enmascarados se acercan para chuparle los huevos. Lo hacen

con tanta fuerza que parecen enloquecidos. Se meten los

huevos en la boca. Después se lo muerden. Aparece otro, por

atrás, le acerca un crucifijo en el culo y después de escupirlo se

lo empieza a meter por el culo como si fuese un tornillo. Las

velas que rodean el espectáculo hacen que la figura se

reproduzca en sombras gigantes por las paredes laterales. Un

grupo de encapuchados se masturban frenéticamente y gimen

como lobas en celo. En un costado de la sala principal, otro

grupo de encapuchados, se retuercen en el piso, unos sobre

otros. Cuatro, cinco se chupan los pijas desenfrenados; como si

fuese el último día del mundo. Las lenguas en llamas pasan


36
desde los pies hasta el cuello, metiéndose en las axilas y por las

demás cavidades de sus cuerpos. Los huevos de uno se deslizan

por la cara de otro.

Un encapuchado, sentado en una silla alta, de madera trabajada

y tapizada de rojo, observa la fiesta con maléfico placer;

mientras otro, desparramado en el piso lo pajea con saliva en la

mano. Un encapuchado que estaba en el fondo de la sala se

acerca con un sable, plateado y filoso, que al acercarlo a sus

ojos encuentra su mirada reflejada como en un espejo. Los

enmascarados dan un paso atrás. Pero éste se acerca, despacio,

hasta donde está el estaqueado. Acerca el sable hasta los

huevos. Pasa el filo por la superficie de la pija, sin dejarle

marcas, y sube, contorneando la cintura hasta los pezones. Los

circula una y otra vez hasta que se ponen duros y es ahí cuando

hunde la punta. Las tetillas sangran. Dos encapuchados se

agachan, con la boca abierta y lamen las gotas de sangre que

caen del cuerpo.

37
La fiesta se transforma en una orgía desmesurada. Termina con

El Monstruo acostado en la mesa y todos alrededor eyaculando

sobre su cuerpo deforme, mientras uno pajea a otro y ese al

siguiente, hasta que el cuerpo termina bañado en leche.

Se oye el primer trueno de una seguidilla que terminaría

irrumpiendo con rayos en el laboratorio del Doctor

Frankenstein.

—Nunca deberíamos negar la bestia que hay en nosotros…, me

dijo una vez usted, Doc.— dice el ayudante limpiando frascos

de cerebros en alcohol. En uno la etiqueta escrita con tinta

china negra dice: “Cerebro normal”; en el otro “Cerebro

anormal”.

Una ráfaga de viento con algunas gotas de lluvia entran en

perpendicular por la ventana.

38
—Cerrala, por favor, que nos vamos a ir volando con la mesa y

los instrumentos.

—¿Por qué no dejamos todo, Doc, y nos vamos a un lugar

desconocido?

—Acá, en estas tierras inexploradas, que pocos humanos

pisaron, se encuentran los secretos de las estrellas.

—¿Los secretos de las estrellas…?

—Este lugar tiene una fuerza magnética que hace propicio

39
realizar nuestro experimento. El experimento que cambiará y salvará

al mundo.

—¿Cómo imagina, Doc, un mundo sin deseo?

—La energía humana estaría volcada a otros intereses. No habría

competición por los cuerpos, nadie desearía apropiarse de otros

humanos. No perderíamos el tiempo en conquistar humanos, para

satisfacernos con su cuerpo, para descargarnos y sentirnos poderosos.

Tampoco desearíamos tenerlos, como si fuesen tierras o propiedades.

—Exacto.

—Sería la solución a los problemas de la humanidad.

—…

El ayudante lo mira sin entender del todo lo que el Doctor

Frankenstein dice. Baja la vista y sigue sacando y poniendo las

etiquetas a los frascos de la vitrina que está cerca de la ventana. La


tempestad se recorta entre las siluetas de las montañas,

desprendiéndose como un monstruo gigante que avanzaba hacia

ellos. El olor a formol y humedad se maciza en el ambiente.

—¿Qué pasaría si fracaso?

—Seguiríamos intentándolo.

—No. Si fracaso en serio. Dejaría correr mi cuerpo por el acantilado

hasta que choque con el vacío y se desintegre entre las rocas.

—Sería alimento a las carroñas que habitan este inhóspito lugar.

—Al menos así serviría para algo.

—Vamos, Doc., que usted es un genio. No va a fracasar su

experimento.

—Todos los experimentos fracasan, sino no, no serían

experimentos…

—Ve que es un genio. A veces dice cosas que no alcanzo a entender.


—Para llevar adelante mi experimento me falta un amigo, que no se

burle de mis ideas románticas y que pueda frenar mis impulsivos

irrefrenables.

—Yo estoy acá, Doc., para ayudarlo.

—No es entre marinos que hallaré a un compañero, ni entre los

mercaderes de la zona aledaña ¿o sí?— le pregunta el Doctor

Frankenstein con la cabeza inclinada hacia el piso y los ojos en alto,

apuntándolo con la mirada parece decirle algo. El Ayudante baja la

cabeza y no responde.

—Mi soledad oceánica debe saciarse con algún joven— dice el

Doctor Frankenstein esperando la respuesta de su ayudante. Ante el

silencio que crece sigue hablando— alguien comprensivo que me

ayude a llevar adelante mi ambicioso y salvador sueño.

—…
—¿Estás dispuesto a seguir ayudándome?— le pregunta destapando

un tarro metálico con vitriolo. Un aroma dulce se expande por el

laboratorio.

33

—Quisiera… Le debo la vida, Doc.

—¿Qué es lo que quisieras?

—Satisfacerlo en todo. Usted me recogió del fango, del abandono de

mis progenitores...

—De la nieve.

—De donde sea. De alguna manera le pertenezco.

—¿Entonces seguís dispuesto a todo…?

—Me gustaría, con el paso del tiempo, ahorrar dinero y poder irme.

—¿Irte?

—Formar una familia, en Ginebra— dice el ayudante, confundido,

deseando que el Doctor Frankenstein le confiese que nunca lo va a


dejar. Que él es su familia. Que le garantice compañía eterna. Y el

problema de la soledad aparece una y otra vez, como el agua del

manantial en la cascada.

Pero el Doctor Frankenstein siente una mezcla de rechazo y atracción

hacia su ayudante que lo predispone al mal. Llena la aguja

hipodérmica con un líquido transparente y volátil. Moja un pañuelo

blanco en óxido nitroso y, cuando pasa cerca de él se lo apoya en la

nariz. El ayudante comienza a desvanecerse. Le clava la inyección en

el brazo y levanta su delantal. Lo contempla unos segundos entre sus

brazos, estirado, desplegado como si estuviera muerto; y eso lo llena

de excitación.

—Así te quiero siempre. Buenito y sumiso— le dice mientras

tira los instrumentos de la mesa de trabajo y acomoda el cuerpo en el

tablón. Después le baja los pantalones y contempla el culo. Blanco y

redondo. Parado y firme. Le apoya la pija, parada y dura. Se la pasa

desde la espalda hasta los glúteos, donde la deja descansar. Vuelve a


hacer lo mismo, como si lo estuviera acariciando con la poronga

cuando oye un ruido. Mira hacia la escalera. Observa la puerta

abierta pero no ve a nadie. Después le chupa el culo, apasionado y le

cola un dedo. Dos. Cuando siente que el culo está relajado le acerca

el pañuelo con éter y se acuesta sobre su espalda, sujetándolo con

fuerza, como si el cuerpo quisiera escaparse, como si quisiera apretar

el cuerpo hasta hacerlo suyo, o que desapareciera. O, para que no se

le escape más.

Los ojos de William, como los de una lechuza, brillan en la oscuridad

de la escalera, observando con detalle a su tío en el laboratorio. Está

acostado sobre el cuerpo de su ayudante, que cree el niño está

muerto, y se mueve como poseído por una fuerza superior de la que

parece querer desprenderse a la vez que se mueve con más fuerza e

intensidad.

—Discípulo. Ángel guardián. Te quiero más que a mi vida, pero si te

vas, te perseguiré hasta encontrarte; y te juro, por esta, que voy a

matar— dice el Doctor Frankenstein sin dejar de moverse, con una


parte de su cuerpo adentro del cuerpo de su ayudante, mientras mira

el tiburón en un frasco con formol.

El tiburón es una pieza de arte única traída del fondo del Mar del

Norte. El tiburón, azulado, con la trompa apuntando a la tapa del

frasco, chocando con ella, como si quisiera salir, parece vivo. El

tiburón es la mayor rareza que guarda El Doctor Frankenstein en su

castillo. Esta rareza solo se la deja ver a sus invitados más


íntimos (muy poca gente lo vio). El tiburón parece mirar al

Doctor Frankenstein y él se siente perturbado por esa mirada

que parece viva. La pija se le baja hasta que vuelve a ver el

culo de su ayudante. Observa su pene flácido, entrando y

saliendo del culo de su ayudante y lo escupe. Otra vez la furia

se apodera de él. Lo agarra de la cintura y apoya su pecho

sobre la espalda del cuerpo desvanecido de su ayudante. Le

besa los omóplatos, la cintura, y fricciona su verga en el

interior del culo de su ayudante.

Una seguidilla de truenos retumba en el castillo. El cielo parece

venirse abajo. Desde el dintel de la entrada, un torrente de

fuego se descarga contra un árbol; y lo carboniza. Cuando el

rayo se apaga, el Doctor Frankenstein derrama su leche sobre el

interior del cuerpo de su ayudante, que produce unos espasmos

con olor a vainilla, y se va despertando, como si empezara a

salir de su encantamiento.

47
—Deslumbrante. Deslumbrante. Deslumbrante— repite el

Doctor Frankenstein otra vez con miedo que su ayudante

recuerde algo y vuelva a decir que quiere irse de la aldea.

Las velas, con luz mortecina, se consumen en la penumbra,

mientras el Doctor Frankenstein contempla el cuerpo semi

desnudo de su ayudante sobre la mesa. Oye vibrar la vitrina,

llena de frascos con cabezas humanas, detrás de las puertas de

vidrio fino que cubren el armario de madera caoba, finamente

tallada. Del lado de enfrente, los frascos con cerebros también

chillan al friccionarse uno con otro, como si quisieran

despertar, como si quisieran salir a caminar por el prado oscuro

y mojado.

—El repulsivo engendro anda suelto, escapó— gritan los

campesinos enfurecidos.

—El Monstruo es un ser único. No hay nadie que se le parezca.

¿Cómo será vivir sin padre y sin madre? ¿Cómo será tener un

pene tan grande como un hacha, y que la gente salga corriendo

48
al verte?— se pregunta William acostándose en la cama,

sintiendo las sábanas suaves, pensando dónde estará el

Monstruo, cómo pasará la noche y qué ocurriría si su tío se

entera que piensa en él llegando hasta el interior de su ser.

Levanta el acolchado, las sábanas y sale de la cama. Camina

descalzo hasta la entrada y, con cuidado, abre la puerta. La

oscuridad del pasillo es más intensa que la de su habitación.

Comienza a bajar las escaleras, despacio. No duda, está

decidido a llegar a donde quiere ir, gobernado por una energía

que no puede manejar. Las necesidades de su cuerpo angelical,

pero endemoniado, lo desbordan y piensa en el Monstruo;

también en entregarse a él hasta saciarse y desaparecer con él.

Camina en la oscuridad, a tientas; las antorchas que custodian

la escalera se apagan con el viento. Al bajar un par de

escalones de piedra oye el silbido de la noche y algún

murciélago que circunda alrededor de la torre. Abre una puerta

y se encuentra en un salón enorme; está oscuro y

49
aparentemente vacío. Hay otra escalera a un costado. Camina

hasta ella, de donde cree que viene el sonido gutural, que

persigue y lo estremece. Al llegar ve que hay otra escalera al

lado y otra enfrente. Quiere volver a la inicial, por la que estaba

bajando, la central, pero no la encuentra. Camina directo por el

salón hasta llegar a la que tiene enfrente. Pero ve que hay dos.

No sabe por cual seguir bajando. Se decide por la de la

derecha. Baja un escalón. Dos. Tres. Pierde la noción del

tiempo y sigue bajando, pero no llega a ningún lado. Mira para

abajo y ve un lago de oscuridad. Se apoya en una pared y cierra

los ojos; tiene ganas de llorar. Recuerda al Monstruo y otra vez

la energía vuelve a su cuerpo. Vuelve a subir, pensando en él,

hasta encontrarse con otra escalera, la que lo conduce de forma

directa, desde la torre al subsuelo, donde supuestamente está el

tesoro que busca.

La criatura respira con fuerza. William lo oye a medida que

baja, hasta que llega al sótano y logra distinguir una mancha

50
negra en la oscuridad, moviendo los miembros como un

tentáculo. Engendro que carece de belleza, recuerda que dijo

eso su tío. La piel amarilla, quemada, llena de cicatrices a lo

largo del cuerpo, voluminoso y deforme, parece levantarse,

llena de granos y cicatrices. El pelo, como alambre, emerge

enfurecido: mientras el horror de sus ojos se hunde en la

oscuridad del sótano. La boca violeta, por momentos negra,

con las marcas del zurcido, sobresalta al pequeño William

mientras El Monstruo la abre y la cierra. El niño se lleva por

delante una armadura. El monstruo gira, todavía en el piso,

mientras lo observa.

—Alejate. Vamos. Andate. ¿Qué hacés acá? Soy un engendro

— dice escondiendo la mano donde guarda medio litro de leche

que acaba de eyacular. La leche se estira entre sus dedos como

engrudo.

Intenta levantarse, pero está encadenado. Tira. Se levanta.

Camina de forma demoníaca, con el miembro afuera, enojado,

51
como si quisiera matar a alguien. Llega hasta una esquina y de

costado se limpia los restos de leche que chorrean de su gigante

pene. La cadena hace ruido y resuena en el sótano. Sacude la

pija, como si fuese un machete, golpeándolo contra las piedras.

William observa el cuerpo desnudo, hecho de retazos, zurcido

como una manta vieja, con su pija enorme, cabezona como un

garrote, y se asusta; pero no deja de mirarlo. Sus ojos traspasan

el cuerpo, que se parece al de una foca, hasta que encuentra una

luz interna que alberga en el interior del Monstruo. La luz se

intensifica y empieza a emitir ondas magnéticas que fascinan al

niño. Se acerca como hipnotizado por la belleza interna del

Monstruo, hasta tocarlo. La piel es dura, como la de un

elefante. Rugosa. Emana un olor fuerte. Pero a William le

parece maravilloso ese engendro de la humanidad, al que los

campesinos llaman feto y aborto de la naturaleza; lo encuentra

tan dócil y amigable que se fascina.

—¿Tenes sentimientos?— le pregunta el niño, con temor.

52
—…

—Yo te conozco Monstruo... Tus deseos son como los míos,

irrefrenables. Vos me comprendés como yo te comprendo a

vos. Es increíble…

—…

—Sentís algo caliente en todo el cuerpo, ¿no, como yo?

El Monstruo quiere asustarlo, pero sus movimientos son torpes,

y eso a William le provoca compasión. Las costuras y arrugas,

le causan un poco de tristeza. Le dan ganas de pasarle la lengua

por las heridas.

El Monstruo se acerca al niño. La sombra cae sobre William,

cubriéndolo con sus dimensiones anormales, lleno de

discapacidades físicas. Pero eso, al niño, en vez de asustarlo, lo

excita; su mirada baja hasta los genitales del Monstruo y queda

fijado a ellos. Le parece lo más hermoso que vio en su vida.

Los desea con tanta pasión que su deseo se transforma en furia.

53
Lleno de excitación, desea tenerlo en el interior de su cuerpo,

como si no existiera nada más en el mundo. Lo desea dentro de

su culo, que está caliente, hirviendo; y en su boca. No le

importa nada, más que estar con El Monstruo. Lo mira y se

imagina recostado sobre el Monstruo, pasándole la lengua por

el tronco de la pija hasta llegar a sus huevos, olérselos; y darle

satisfacción.

Saca la pija y comienza a pajearse. Se imagina penetrado por

El Monstruo. Destrozado. Aniquilado. Piensa en estar muerto,

asesinado por El Monstruo, y no hay cosa más linda que eso,

para el niño que lo mira con cara de ángel, sin dejar de

friccionarse la pija, como si estuviera poseído y lo único que

deseara fuese descargarse, vaciarse.

Se oyen pasos, como si alguien bajara por las escaleras. Un

ruido metálico anuncia la apertura de las rejas. El Monstruo

gruñe haciéndole un gesto con la mano. El niño se acerca.

Contempla su cuerpo remendado y no se aguanta tocarlo. Se

54
desabrocha el pantalón y le muestra el culo, abriéndose los

cachetes. Ante la falta de reacción del Monstruo, se le tira

encima. Frota su cuerpo sobre la pierna del Monstruo; siente

que alcanzó la máxima prohibición, como si estuviese tocando

al Demonio. Pensar eso, que está tocando al Diablo, lo excita

tanto que pierde la fuerza, se debilita, pero no se desprende de

la pierna del Monstruo, que lo llena de energía, y se retuerce de

placer como si estuviera en éxtasis.

El ayudante del Doctor Frankenstein termina de bajar las

escaleras y se sorprende al ver al niño en el sótano con el

Monstruo, pero no dice nada. Se queda ahí, parado;

mirándolos. El niño se prende de sus pezones. Primero los

chupa. Después los muerde. Cuando se sienta en las piernas del

Monstruo oye una voz que lo inmoviliza.

—Deja al niño en paz. Dejalo o voy a tener que dispararte.

—…

—Si no lo soltás, ahora, no te dejaremos salir esta noche.


55
Dejarlo salir por la noche implica dejarlo salir a vagar, a

recorrer el prado buscando alguna víctima para su satisfacción

sexual, mientras ellos observan y toman nota de los efectos que

va produciendo la droga, y los cambios en su conducta.

—Ahora te voy a llevar con el Doctor.

El ayudante del Doctor saca a William del sótano y lo obliga a

subir las escaleras.

—Nadie me llorará cuando muera— lo escuché decir éso, le

cuenta William a su tío— estaba atado con cadenas en el

sótano, lleno de oscuridad, en el medio de la nada. Nadie me

llorará cuando muera, dijo eso. Dijo eso...

—¿Cómo llegaste hasta ahí?

56
—Los quejidos que largaba El Monstruo me atormentaban,

pero también despertaban mi compasión y… algo que nunca

había sentido por nadie...

—Lo sorprendí contemplando al Monstruo y lo agarré del

brazo. Acá está. Es tuyo— le dice el ayudante al Doctor

Frankenstein empujándolo hacia el Doc.

—Gracias. Dejanos a solas.

—…

—El Monstruo es de una fealdad nauseabunda… ¿Cómo

pudiste acercarte?

—No es malo.

—Es el objeto de mis prácticas— le dice el Doctor

Frankenstein pasándole el brazo por el hombro.

—No entiendo lo que decís, tío, si es tan bueno… ¿Le viste los

ojos? La mirada no miente…

57
—¿Bueno? No vuelvas a acercarte a él. No es malo, tenés

razón, pero…

—¿Para qué lo tenes ahí, encerrado, tío?

—Estamos haciendo un experimento. Si logramos sacarle el

vicio, con esa fórmula secreta que inventé, salvaré a la

humanidad.

—¿Pero por qué no puedo verlo?

—El que lo v: cae en sus garras, ¿entendido? Y yo no quiero

eso para vos.

—…

—Emana un deseo repulsivo, causa rechazo; algunos pueden

encontrar su propio monstruo en él, y cuando se produce esa

alquimia… es un peligro— El Dr. Frankenstein se detiene.

Observa la cara de su sobrino. Se da cuenta que le está dando

más información de la que necesita y así produce el efecto

contrario del que quiere lograr.

58
El joven William, tierno, ahora está más inquieto e interesado

que antes por volver a ver al Monstruo. Le produce más

misterio que antes. Ese animal asqueroso, que representaba a la

especie humana en sus más bajas categorías instintivas, como

dijo su tío, ahora es el objeto de su obsesión.

—Pero ¿Por qué es tan especial?

—Basta. Basta. No vuelvas a pensar en él. Alejate de él y de

los pensamientos que te conduzcan a esa bestia innombrable.

—…

—…

—Contame algo más. Por favor, tío. Por favor. Y te haré

caso.

—El Monstruo encarna la perversión que tenemos los seres

humanos. Es tan feo como todos nosotros juntos, por eso debes

alejarte de él.

59
—Yo no le tengo miedo, tío. Soy una persona fuerte.

—…

—Y, sí; ya lo he visto.

—Se merece todo el desprecio que podamos darle. Satanás es

la persona que más se adecua a su condición…

—Pero si vos sos una persona de ciencia y no crees en la

religión.

—Lo puse en esas palabras para que lo entiendas.

—No me parece feo, como dicen. Vi cosas que nadie vio.

—¿Qué viste? ¿Qué has visto?

—Me parece conocerlo de… siempre. Además sus rasgos

faciales, su cuerpo, es único; y no me parece feo. ¿Alguna vez

pensaste, tío, que podría ser relativa la belleza?

Ya estás infectado por el mal… — El Dr. Frankenstein lo

zamarrea.

60
—Y también encontré los diarios íntimos, ese libro enorme,

donde detallás cómo lo creaste, e incluso escribiste cómo lo

soñaste, cómo lo diseñaste antes de su gestación. Ví los

dibujos, todo…

—William, viniste para relajarte, para curarte de tus malos

pensamientos…

—Lo que escribiste, de alguna manera, también habla de

mí… —No debiste haberlos leído. ¿Dónde están?

—Me curé, tío. Me he curado. El monstruo me dio esperanzas

para seguir viviendo.

61
—…

—¿Dónde está ahora? ¿Sigue en el sótano? ¿Qué estará

haciendo?— pregunta William obsesionado con el Monstruo.

¿No pensaste que necesita compañía?

—Basta. Basta de pensar en él o te tendré que llevarte de nuevo

a Ginebra.

Un rayo de luz perpendicular se debilita a medida que la tarde

se disuelve y se acerca la noche. El Monstruo estira la mano y

deja que el ratón que lo miraba avance hasta su cuerpo; se

queda quieto. Cuando se acerca, observa el dedo del Monstruo

y se detiene. Lo huele como si fuese queso. Después trepa.

Camina por su cuerpo como si fuese el esqueleto de una obra

en construcción. El Monstruo le da un zarpazo y lo agarra.

Mientras lo tiene colgando del lomo lo observa como si fuese

la primera vez que ve una rata. Después, lo deja caer y lo

vuelve a agarrar. Cierra la mano y comienza a hablarle,


acariciándole el lomo con un dedo que equivale a todo el

cuerpo de la rata, le dice.

—Sé que soy repulsivo, en todos los sentidos. Soy un horror y

no tengo comprensión de nada. Mi cuerpo es inmundo, sin

semejanza. Satán, al menos, tiene compañeros, diabólicos; pero

compañeros al fin. Yo vivo recluido, encerrado, apartado del

mundo. Afuera me desprecian.

La rata emite unos sonidos carrasposos y agudos. El Monstruo

la mira a los ojos; son dos bolitas negras que apenas se

mueven.

—Mi único deseo es salir a caminar por el prado, juntar

hojas rojas, en primavera, y caminar sobre la nieve en invierno;

que los niños no salgan corriendo al verme. Tener un

compañero que me cuide, que me lea historias antes de dormir.

Liberarme de esa energía diabólica que me envuelve sin saber

lo que hago cuando me agarra, ni quién estoy.

63
La rata larga un chillido insoportable. El Monstruo la pasa de

mano y sigue acariciándola hasta que se escabulle como agua y

se escapa.

—Cuando llegue el fin, el último día de mi vida, me gustaría

reposar al lado de mi cuidador y dormir. Nada más… Pero

cuando me vuelve la desesperación quiero aniquilar la

humanidad que me desprecia; y esa energía me domina.

La rata lo muerde. El Monstruo se ríe, abre la mano y la laucha

desaparece como el rayo de luz que ilumina el sótano. Ahora,

en la oscuridad dice:

—A veces pienso que el responsable de todo esto es mi

creador: El Doctor Frankenstein, la persona a la que tengo que

destruir es a él. Sin lazo humano, el odio y la violencia nos

unen. Al Doctor Frankenstein lo tengo que destruir, mi creador

es malo, me tiene apartado y no hace nada para que... la

gente… Destruir.

64
El niño, William, con su cuerpo de ángel, se encuentra en el

último escalón de piedra, bañado en la oscuridad. Frente a él, la

puerta entreabierta del cuarto del Doctor Frankenstein.

Adentro, en el laboratorio, entre tubos de ensayos y máquinas a

palanca, está el Doctor Frankenstein agarrando el cuerpo de su

ayudante por atrás. El ayudante permanece inclinado sobre la

mesa, la espalda yace como una línea. El Doctor Frankenstein

se mueve hacia atrás y adelante, poseído y enfurecido, como si

quisiera sacarse el odio o la energía que recorre su cuerpo y lo

quema.

William observa a su tío y el ayudante, y se toca la entrepierna,

frotándosela con cuidado. El reflejo de una antorcha permite

que vea su miembro saliendo por la bragueta, erguido hacia

arriba, levemente inclinado hacia un costado, y su mano

envuelta en saliva, yendo y viniendo; buscando

desesperadamente la satisfacción.

65
La cara del ayudante se parece a un perro alegre, que saca la

lengua para encontrarse con la de su amo, que lo agarra de

costado; con los ojos cerrados, como en estado de

inconsciencia. El Doctor Frankenstein, de vez en cuando, le

tapa la nariz con un pañuelo húmedo bañado en éter. Envuelto

en la oscuridad y lleno de excitación, el niño no se decide a

acabar. No es su tío y el ayudante su presa de caza, sino el

Monstruo, esa cosa rara y deforme, por la que está dispuesto a

todo. Piensa en el Monstruo y la energía irrefrenable, que bulle

desde su interior como aceite hirviendo, parece salir de sus

poros. La cabeza del pene se humecta de un pre—semen casi

adolescente, inicial; todavía virgen que deja a su pija brillante.

Sabe que no puede salir del castillo. Que no habría nadie a esas

horas del atardecer por el prado incendiado de luz brillante, que

de tan blanca quema, para satisfacerse. Que la lluvia alejó a

todo humano, en esa parte desconocida y casi inhabitada del

planeta. Pero no es con cualquier persona con quién el niño

66
desea satisfacerse, sino con El Monstruo; con el que está

dispuesto a todo.

Se queda parado mirando un charco de luz que se extiende

hasta apagarse. Observa a su tío acabar dentro del cuerpo de su

ayudante y desplomarse sobre la espalda de éste, que parece

muerto. Como saliendo de un sueño, o una pesadilla, el niño

mpieza a subir las escaleras, produciendo un eco que inquieta

al Doctor Frankenstein, haciendo que se acerque al descanso de

la escalera para ver qué está pasando.

El cuerpo deforme y horrible del Monstruo se levantaba frente

al niño, que ahora acostado en su cama. Con los ojos cerrados

lo recrea de manera tan vívida, que alucina tenerlo encima de

él, dentro de él. Se ve en los ojos del Monstruo. Ahora él se

siente un monstruo y liberado. Las primeras gotas de semen,

livianas y transparentes, salen disparando de su pene como una

cascada de agua cristalina. La cortina de lluvia se vuelve una

música que acompaña sus oídos, y se pregunta cómo dormirá

67
esa noche el Monstruo. La mano, llena de ese líquido viscoso y

pegajoso, se mueve por el aire hasta llegar a su boca, donde la

lengua se mueve enfurecida, limpiando cada gota de leche

hasta tragársela. Oye golpes en la puerta. Termina de lamer el

semen y se lo traga, sin dejar restos, pensando que es la leche

del Monstruo. Su tío abre la puerta y se tranquiliza al ver a su

sobrino acostado y durmiendo en la cama.

Los nubarrones empezaron a desaparecer y la lluvia aminora la

intensidad, permitiendo oír un poco de silencio, de vez en

cuando. El lago se ilumina, mientras la noche se aclara, y

también lo hacen sus ideas: ¿Y si aniquila al Monstruo? De esa

forma también haría desaparecer sus deseos; piensa mientras

mira salir el sol por el pico más alto de Los Alpes. La ladera

cubierta de abetos le da la esperanza de un nuevo día que trae

en su comienzo, aunque él no cerró un ojo en toda la noche.

El ayudante del Doctor Frankenstein sale corriendo de la

Biblioteca, sorprendido y asustado porque se encontró con un

68
monstruo amorfo, como si fuese una mancha negra que se

levantó con otro volumen y dimensiones inesperadas, distintas

a la del Monstruo con el que trabaja Corre a contárselo al

Doctor Frankenstein.

Sale del castillo y baja por el camino principal, el que conduce

al pueblo. Desde lo alto ve pasar un carruaje. Más allá al

Doctor Frankenstein, que camina con una valija por el costado

del camino. Cuando está próximo a él, el carruaje aminora la

marcha y un monstruo, más pequeño que El Monstruo, se

asoma por la ventanilla del carruaje. El Doctor Frankenstein se

sobresalta. Mira para la aldea. Vuelve a mirar el carruaje y en

la galería trasera del carruaje hay otro monstruo, más chico,

con dimensiones humanas, que lleva las riendas del caballo.

Otro monstruo más baja del camino, y otro por las escalinatas

del carruaje, llevando su miembro afuera. El Doctor

Frankenstein se queda inmóvil, con miedo que el monstruo

avance hacia él para matarlo a chotazos. Camina con pasos

69
agigantados. El monstruo lo roza con su miembro y el Doctor

Frankenstein queda sacudido como si lo hubiese atravesado un

rayo. Empieza a correr para la salida del pueblo. Después,

camina, oliéndose la mano. Conserva el intenso olor a pija, que

se parece a queso rancio y a perro muerto; y tiene espasmos por

todo el cuerpo, como si estuviera a punto de convertirse él

mismo en un monstruo. La calentura, como un virus mal

curado, lo atrapa de nuevo. Cuando ve alejarse al carruaje se

arrepiente de no haberse quedado con El Monstruo, con el

original, el mejor de todas esas copias deformes que se

reproducen hasta el infinito; pero ya es tarde.

—O debí haber subido al carruaje e irme de acá. Estos

monstruos, qué parecidos son al de mi creación…— dice sin

entender del todo lo que está pasando.

Después sigue caminando, huyendo del castillo,

convenciéndose que su experimento salió mal. Piensa en

buscar gente que no esté contaminada por el deseo, en los

70
cristianos por ejemplo, para cortarles las cabezas. Se le ocurre

hacer trasplantes de cerebros, de personas que no tengan deseos

a aquellas que estén perturbadas e infectadas por los deseos;

esa sería la solución, piensa mientras camina por el costado del

camino tratando de salir de la aldea. Cerebros normales y

anormales, se dice, recordando los frascos de su laboratorio.

Poseído por su nuevo proyecto, camina cada vez más rápido,

desesperado, pisando la nieve, pesando de dónde habrán salido

todos esos monstruos, réplicas del Monstruo, hasta que

encuentra, al final del camino, dos bloques de nieve sin

derretir. Mientras se acerca se produce una explosión y el hielo

se parte en mil pedazos.

El Doctor Frankenstein tirita, soportando un frío de 10 grados

bajo cero. Lleva una botella con whisky en el bolsillo, que saca

y le da un trago. Un carruaje aparece en la ladera de la

montaña, todavía con nieve, donde hay hierba verde y flores

amarillas en primavera cubriendo la estepa. Donde la luna se

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hincha, por la noche, y explota, cayendo en miles de pedazos

de luz que tardan en llegar a la Tierra.

Comienza a nevar. Los bolos de nieve caen, como si nunca

dejaran de caer, como si la tormenta de nieve fuese infinita,

formando una cortina brumosa de agua blanca que obstaculiza

el camino, volviendo el paisaje tenebroso y perdido en el

tiempo. Frente a los ojos del Doctor Frankenstein aparece una

mancha, que a medida que avanza va creciendo y cambiando

de color; se va tornando oscura hasta ser negra por completo,

se parece al Monstruo; pero es otro monstruo, distinto a los que

pasaron por el carruaje y a los que vio en la calle.

El Doctor Frankenstein corre hasta llegar a un árbol, donde se

esconde. Al darse vuelta, observa sus huellas que dejó, parecen

azules por el reflejo de la nieve. La bruma no lo deja distinguir

a otro monstruo, que lo mira en la oscuridad y avanza hacia él.

Se sorprende al ver a un ciervo que lo observa inmóvil. Piensa

que es el ciervo que siempre ve, que lo sigue. Empieza a correr,

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huyendo del ciervo, no del monstruo que lo sigue sin que él se

dé cuenta. Las piernas se mueven como las ruedas de una

bicicleta, pero el Doctor Frankestein no avanza, permanece

siempre en el mismo lugar. El frío y el miedo consumen sus

fuerzas. La sensación de impotencia lo atormenta, al correr y

estar siempre en el mismo lugar. El cansancio es enorme y el

esfuerzo por dejar atrás la aldea, también.

Otro Monstruo sale por debajo de la nieve. Y otro al costado.

La tormenta de nieve y el viento lo envuelve hasta que una

ráfaga limpia la neblina y el doctor Frankenstein se da cuenta

que los monstruos son réplicas del Monstruo que él creó,

aunque tengan variaciones. El pueblo está contaminado, piensa,

pero el mundo también; y no hay retorno. No hay vuelta atrás,

piensa, mientras se hunde en la nieve, que de tan blanca parece

azul. El deseo no puede ser exterminado, y con el paso del

tiempo se reproduce en distintas formas, colores, de infinitas

maneras, hasta apropiarse de los cuerpos, como si todos los

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humanos fuésemos monstruos, aunque algunos no recuerden la

transición.

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