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Ilustración por Herenia González

CHIKITIN
POR DELMAR PENKA

Chicharra
1
Chir
chiir
chiir
Chiiiiiiiiiiiir
Una chicharra silba en la rama de un árbol, su cuerpo se esconde y
apenas se ve. El sonido empieza con un soplo lento, cadencioso, y
gradualmente se eleva de tono hasta provocar el ensordecimiento de
quienes lo escuchan, se propaga en las montañas y regresa en forma
de eco, disipándose como humo de fogata que se va sin dejar rastros.
Por un corto tiempo, todo se queda en silencio, enmudece la noche.
De pronto una chicharra, que aguarda su turno, libera aquel sonido
inconfundible y penetrante, el más escalofriante entre todos los que
suenan bajo el cielo nocturno.
No hay nada más pavoroso que caminar a solas en las veredas de las
montañas y que la noche te sorprenda con la aparición de las
chicharras. Primero te silban moderadamente, tantean tu miedo o,
quizá, tu valentía. Después, cuando te descubren indefenso y
solitario, resuenan con energía, erizando la piel. Te vigilan con sus
ojos, vuelan sigilosamente sin perder de vista tus pasos, su chirrido te
persigue, te encuentra sin importar a donde vayas. Cuando crees
haberte librado de ellas, descubres que el silencio fue parte de su
estrategia: no hay escapatoria. Al principio te asustan, pero de apoco
se aprende a vivir con su estruendo.
Hay quienes dicen que el silbido de las chicharras es como el
lamento de las almas que vagan con pena, de aquellas que no
lograron trascender al otro mundo, donde las ánimas reposan, debido
a sus malos actos en la vida. Los sonidos que liberan son quejidos
eternos que acompañan a los habitantes de este pueblo, y de otros,
asentado en lo alto de una colina.
2
De pequeño le temía a varias cosas: a los gusanos de la helada, al
viejo perro Mamal de mi bisabuela y, a la idea de convertirme en una
chicharra, pues las abuelas y los abuelos de mi pueblo cuentan que
todas las personas pueden transformarse en algún animal, que
estamos conectados con alguno que nunca logramos conocer, sino a
través de nuestros sueños. Desde que nacemos nos asignan a uno,
¿quién lo hace? Los ajawetik. Los animales, conocidos como
nahuales (lab’), con el tiempo se convierten en seres sagrados y
malignos, depende de la pureza del alma de la persona y de sus
intenciones.
Durante mucho tiempo creí que si me portaba mal los ajawetik me
castigarían, convirtiéndome en lo que menos deseaba: en una
chicharra o en una lombriz que carece de ojos, condenada a la eterna
oscuridad. Esa posibilidad me asustaba, pues imaginaba que no había
nada más terrible que hallarte en un lugar carente de luz, como si
estuvieras atrapado dentro de una caja, sin una sola abertura, con la
imposibilidad de salir. Aquella sensación la experimenté la vez que
me quedé encerrado en el temascal de mi bisabuela, no había
ninguna diferencia entre abrir y cerrar los ojos, todo era oscuro, no
lograba ver mi propio cuerpo. En ese momento descubrí el privilegio
de la vista, de poder apreciar todas las formas existentes, los rostros y
la luz.
Debido a mi terror, procuraba comportarme correctamente. Si mi
madre me pedía algo, evitaba quejarme para no molestarla y
escuchar su corazón enfurecido decir: “¡hay lo ves si te conviertes en
una chicharra!”, lo mismo hacía con mi padre, ya no renegaba si me
llevaba a trabajar en la madrugada, me iba con sueño, pero era
preferible acompañarlo que enfrentar mi terrible mutación.
De pequeños tendemos a creer todo lo que los adultos nos dicen para
comportarnos como ellos lo desean, el miedo es una forma de
control. Crean historias que nos provocan temores, y estos nos llevan
a imaginar mundos extraños, a crear seres que refieren a nosotros
mismos, sin que ellos sean conscientes de la intranquilidad que nos
provocan. Nos asustamos con nuestra propia sombra, con las ramas
de los árboles que golpean la lámina y con cualquier chasquido que
oímos en la noche. Así vivimos por un largo tiempo hasta que un día,
cuando nuestras almas maduran, logramos superar lo que tememos.
“No hay nada que el tiempo no cure”, me dijo una tía. Lo comprobé
el día en que mi espanto se extinguió. Era un jueves de mercado,
caminaba entre la gente y, sin esperarlo, me encontré con un
vendedor de cacahuates, quien le contaba a un niño que las
chicharras no eran malas, pues eran seres que llamaban a la lluvia, y
que esta respondía cuando escuchaba los chirridos. Aquel señor, que
nunca más volví a ver, me hizo entender algo que nadie antes me
contó: el estruendo de las chicharras es el mismo que el de los rayos,
ambos anuncian la llegada de los torrentes que caen del cielo.
En ese momento se desvanecieron mis temores y mi idea cambió
drásticamente porque siempre he tenido fascinación por el agua. El
sonido que produce cuando golpea con las piedras y cae en forma de
cascada o se escurre en el techo de la casa formando goteras con su
ritmo. El agua tiene distintos sonidos que resultan difíciles de definir,
pero todos me provocan una infinita tranquilidad. Ahora ya no tengo
miedo de transformarme en una chicharra, pues qué magnífico
resulta, solamente de imaginarlo, que la lluvia pueda rejuvenecer a
los bosques con mi voz.
3
Dicen que el silbido de las chicharras es una pócima que da voz a
quienes carecían de ella, que hace hablar hasta los mudos y
tartamudos. Para los humanos no hay algo más íntimo y personal que
la voz, sin ella el ser estaría incompleto, sin poder pronunciar el
nombre de las cosas. Por esa razón se han imaginado todos los
remedios posibles para evitar el silencio perpetuo.
La creencia por sí sola no tiene fuerza si las personas desconfían de
ella. Eso pude constatarlo cuando a mi primo Ayan, hijo de mi tía
Lucía, le buscaron una chicharra, pues a poco tiempo de entrar al
preescolar no lograba articular ni una sola palabra, únicamente
balbuceaba. Cuando un niño cumple los tres años y aun no habla, los
padres se preocupan, pues saben que de no hacer nada, el pequeño
nunca podrá pronunciar ni su propio nombre. Entonces se aventuran
en la búsqueda del insecto. Aquella ocasión mis tíos y mis primos
cortaron un bote de refresco a la mitad, usaron la boquilla, le
insertaron un palo y lo amarraron, dejando descubierta la parte
cortada. De ese modo crearon el “atrapador de chicharras”.
La travesía comenzó por la tarde, los adultos y niños se fueron hacia
las montañas, llevados por los chirridos del insecto. La búsqueda
duró un par de horas, es una cacería que en ocasiones puede fracasar.
Cuando al fin localizaron a una chicharra, el tío que llevaba el
“atrapador de chicharras” tenía una gran responsabilidad: acercar
muy despacio el artilugio, procurando que no fuera visto. En un
movimiento rápido y certero atrapó al insecto, durante varios
minutos revoloteó hasta que se cansó, pues se debilitaron sus alas.
Para que no se escapara, el “atrapador de chicharras” fue bajado
enérgicamente al suelo, golpeó tan duro que atarantó al insecto,
apenas intentó volar. Uno de mis primos levantó el bote e insertó una
bolsa para impedir la huida de la chicharra. En ese momento su
destino estaba decidido: transferir su voz a alguien que carece de
ella.
Antes de que la chicharra perdiera su fuerza fue preparada para que
Ayan se lo comiera. Hay distintas formas de hacerlo, puede ser asado
en el comal, frito en un sartén o simplemente envuelto en una tortilla.
Quienes lo han comido no recuerdan el sabor, es como si nada
existiera antes de haberlo comido. Para ellos el pasado se diluye y los
recuerdos comienzan después de aquel momento, cuando al fin
logran nombrar al mundo con su voz. Una chicharra es suficiente
para que en los días siguientes aquel que se lo coma logre liberar sus
primeras palabras: “me comí un insecto”. De esa manera nace un
nuevo ser parlante, tal como sucedió con mi primo Ayan.
4
El chillido de las chicharras, al igual que el de los grillos, cambia en
cada enunciación. Los machos son los que estridulan para atraer a las
hembras y ellas, a su vez, eligen la melodía que logre transmitir el
calor que necesitan para aparearse. Pero no solo chirrían con ese fin,
también para despertar a los que se encuentran dormidos debajo de la
tierra, pues en el verano, en la temporada de aguaceros, es cuando
brotan del suelo. Casi nunca se aparecen en los lugares fríos, pues
solamente nacen en tierra caliente.
Las tonalidades del chirrido son acordes sincronizados que varían
dependiendo de los cambios de temperatura. Entre más animado esté
el insecto, más enérgico será su chirriar, como cuando el sol se
encuentra a la mitad del cielo o la brisa de la tarde refresca las
montañas y las nubes atiborran el paisaje. En ese caso, los chirridos
disminuyen su intensidad; y en temporada de frío, se quedan en
absoluto silencio, refugiados en las entrañas de la tierra.
Una de las cosas trágicas que experimentan las chicharras es que al
aparearse prescriben su muerte: la hembra, después de poner los
huevecillos, deja de existir, es parte de su naturaleza; los machos, al
haber estridulado tan fuerte para buscar pareja, se debilitan y
lentamente perecen. Para ambos, morir implica el traspaso de sus
diminutas almas a los huevecillos, que dejan constancia de su paso
por la vida sin ser testigos del crecimiento de aquellos. Al salir caen
al suelo y cavan pequeños orificios en el subsuelo, en donde se
introducen y resguardan por una larga temporada, hasta que llegue el
verano y emprendan su primer vuelo, su primer silbido.
En el mes de mayo se dan las primeras lluvias, son tan fuertes que
ablandan la tierra, facilitando la salida de las chicharras que, al ver
por primera vez el mundo exterior, silban con tal estruendo,
iniciando un nuevo ciclo que les resultará efímero, pues habrán de
morirse mucho antes de que descubran la maravilla de poder navegar
en lo alto de los árboles.
5
Hay quienes dicen que las chicharras nos hablan todo el tiempo, que
llevan consigo, en los pliegues de su coraza, los miedos que
inventamos.
Hay quienes cuentan que las chicharras también sueñan y que los
mundos que imaginan son diferentes a los nuestros.
Hay quienes afirman que las chicharras nos asustan
intencionalmente, para evitar que nos acerquemos a los árboles
donde encuentran un momento de intimidad.
Hay quienes aseguran que las chicharras hacen brotar el agua que
bebemos, que encausan los ríos y los mares que admiramos.
La chicharra es sonido, pues de la onomatopeya de su murmullo nace
su pequeño nombre.
Chir
chiir
chiir
Chiiiiiiiiiiiir

1. Este ensayo fue escrito con apoyo del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo
Artístico de Chiapas (PECDA), en su emisión 2018-2019

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