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INSTITUCIÓN EDUCATIVA JUAN HURTADO

BELÉN DE UMBRÍA, RISARALDA

GUÍA DE CASTELLANO

TERCER PERIODO 2020

AGOSTO
DOCENTE: LUIS GENGIS VALENCIA RIVERA

CONTENIDO:

1. Unidad 1: Lectura crítica.


a. Taller 1. (Entrega Miércoles 5 de Agosto).
b. Taller 2. (Entrega Miércoles 19 de Agosto). T
c. Taller 3. (Entrega Miércoles 2 de Septiembre).

COMPETENCIAS:

 Produce ensayos de carácter argumentativo en los que desarrolla sus ideas con rigor y
atendiendo a las características propias del género.
 Asume una actitud crítica frente a los textos que lee y elabora, y frente a otros tipos de
texto: explicativos, descriptivos y narrativos.
 Comprende en los textos que lee las dimensiones éticas, estéticas, filosóficas, entre
otras, que se evidencian en ellos.
 Produce textos, empleando lenguaje verbal o no verbal, para exponer mis ideas o para
recrear realidades, con sentido crítico.

NOTA: Se recomienda tomar nota de lo más importante en su cuaderno y realizar el ejercicio


dentro de la fecha indicada, teniendo en cuenta que la entrega del mismo puede ser en
documento de Word (Arial 12, tamaño carta y margen “normal”) o en hojas de block bien
presentadas (puede tomar fotografías legibles de su trabajo) y enviarlo por WhatsApp o correo
electrónico del docente, indicado al final de esta nota. Recuerde que estos talleres equivalen a
algunos de los temas a trabajar en las clases de Lengua Castellana para el Tercer Periodo
Académico del año en curso, por lo cual se pide mucho compromiso y disposición con los
mismos. El horario de atención del docente para resolver inquietudes será los Miércoles de
2:00 a.m. a 3:00 p.m. y atención a padres y acudientes los Viernes de 10:00 a.m. a 4:00 p.m.
únicamente a través del WhatsApp 311 346 9233 o vía correo electrónico
luchokhan1@gmail.com.

LOS TALLERES DE ESTA UNIDAD PUEDEN SER


RESUELTOS DE FORMA INDIVIDUAL O EN PAREJA.
UNIDAD 1: LECTURA CRÍTICA

TALLER 1
1. Leer en familia el siguiente cuento del autor uruguayo Horacio Quiroga.

2. Luego de leer con cuidado, y procurando disfrutar la narración en familia, realice una
socialización de la historia con su familia y elabore un texto de mínimo una página en el cual
comente la idea principal del cuento y la apreciación que tuvo cada uno de los participantes de
la lectura (mínimo tres aportes). Finalmente, reescriba el cuento con una versión original suya
que hable, además, del lugar en que vive.

El uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937) es uno de los padres del cuento latinoamericano,
que él enfocó desde un prisma modernista. Sus cuentos, como su vida, estuvieron marcados
por la tragedia. Quiroga, enfermo de cáncer de próstata, se suicidó con cianuro en 1937.
 

LAS MOSCAS

Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su
extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la
corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo
una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.

Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la
sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el
dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna
vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como
he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.

Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo inunda
todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas si uno
que otro dedo alcanza a remover la ceniza.

Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo
mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.

Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las
otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que
tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe
asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia
de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna.
Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán
mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y
unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.

¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes
bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el
punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida
está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan
pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.
Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar
amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que
este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando
por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?

El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en
que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí,
por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra
corriendo una teoría de hombres decapitados.

Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro
médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en
silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.

-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de
moscas. Yo tengo una.

-¿Moscas?…

-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la
descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el
paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de
vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por
eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde
ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la
puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más
tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro
de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.

¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se


desvanecen en un zumbido…

Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!


Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el
monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa
segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por
caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la
médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos
las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.

El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.


Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata
imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima
tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol,
la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a
aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver,
al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y
piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en
un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…

Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan
su fuego a nuestra obra de renovación vital.
TALLER 2
1. Leer en familia el siguiente cuento corto del autor escocés James George Frazer.

2. Luego de leer con cuidado, y procurando disfrutar la narración en familia, realice una
socialización de la historia con su familia y elabore un texto de mínimo una página en el cual:

a. Explique la impresión inicial o la idea que le dio el título del cuento antes de leerlo,
incluyendo cada una de las apreciaciones de los participantes de la lectura (mínimo tres
aportes).

b. Comente la idea principal del cuento.

c. Elabore un relato corto en el cual imagine lo que ocurriría si esta situación se diera en Belén
de Umbría y la mujer que vivió para siempre se encontrara en la iglesia principal del pueblo.

Jorge Luis Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo incluyeron el cuento –o microrrelato, si se


prefiere– “Vivir para siempre”, de James George Frazer, en su Antología de Literatura
fantástica (1940), obra que se ha convertido en todo un clásico del género.

VIVIR PARA SIEMPRE

Otro relato, recogido cerca de Oldengurg, en el Ducado de Holstein, trata de una dama que
comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede anhelar el corazón, y que deseó vivir para
siempre. En los primeros cien años todo fue bien, pero después empezó a encogerse y
arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni comer, ni beber. Pero tampoco podía
morir. Al principio la alimentaban como si fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la
metieron en una botella de vidrio y la colgaron en una iglesia. Todavía está allí, en la iglesia de
Santa María, en Lübeck. Es del tamaño de una rata y una vez al año se mueve.
TALLER 3
1. Leer en familia el siguiente cuento del autor uruguayo Mario Benedetti.

2. Luego de leer con cuidado, y procurando disfrutar la narración en familia, realice una
socialización de la historia con su familia y elabore un texto de mínimo una página en el cual:

a. Explique la impresión inicial o la idea que le dio el título del cuento antes de leerlo,
incluyendo cada una de las apreciaciones de los participantes de la lectura (mínimo tres
aportes).

b. Comente la idea principal del cuento.

c. Elabore un ensayo (teniendo en cuenta la introducción, el desarrollo y las conclusiones) de


mínimo dos páginas en el cual desarrolle una hipótesis que dé una respuesta clara y
argumentada del final del cuento, teniendo en cuenta todo el relato; es decir, explique por qué
el cuento termina así y argumente de forma adecuada.

LA NOCHE DE LOS FEOS

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los
ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una
quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los
que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de
ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación
con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la
palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su
propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos
cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura
solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas
soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos,
novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien.
Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad.
Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla
encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una
ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero
yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada.
Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la
suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la
reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros
espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como
espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un
pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una
costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y
me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o
una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que
pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro.
Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese
inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero
esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para
registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene
evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos
mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una)
de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del
bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

“¿Qué está pensando?”, pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”.

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada
permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una
franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi
equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”

“Sí”, dijo, todavía mirándome.

“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado
como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a
juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”

“Sí.”

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a
algo.”

“¿Algo cómo qué?”

“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una
posibilidad.”

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

“Prométame no tomarme como un chiflado.”

“Prometo.”
“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me
entiende?”

“No.”

“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su
cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando


desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

“Vamos”, dijo.

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era
una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la
espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una
versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo
mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No
éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente
hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida
caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente
serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el
costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

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