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La secularización de los hospitales

y el ayuntamiento de la ciudad de México


ante el decreto de supresión
de órdenes monacales, 1820-1822

J. Edgar Mendoza García*

Resumen. El presente artículo analiza la aplicación del decreto


sobre supresión de monasterios de las órdenes monacales y hos-
pitalarias de 1820, con el fin de conocer la respuesta inmediata
de una parte de la sociedad, del clero y del ayuntamiento de la
ciudad de México a estas medidas legislativas entre 1820 y 1822.
Asimismo, describe los factores sociales, políticos y económicos
que en estos primeros años impidieron al ayuntamiento admi-
nistrar y financiar a los hospitales laicos, y retrasaron el proceso
de secularización de esta institución de beneficencia pública.

Palabras clave. Secularización, hospitales, Estado, ayuntamien-


to, Iglesia.

The secularization of the hospitals


and the ayuntamiento of México City
following upon the decree of suppression
of the monastic orders, 1822-1822
Abstract. This article analyzes the implementation of the decree
of suppression of the religious houses hospitals of the mo-
nastic orders in 1820, and the responses of some segments of

*  Investigador en el Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología


Social, México. Correo electrónico: edgarmengar@hotmail.com

Volumen 15, número 38, septiembre-diciembre, 2018, pp. 339-364 Andamios 339
J. Edgar Mendoza García

the society, the clergy, and the City Council of Mexico to these
legislative measures between 1820 and 1822. Also examined
are the social, political and economics factors that prevented
the ayuntamiento to administer and finance the lay hospitals in
those years and delayed the secularization of these institution of
public charity.

Key words. Seculatization, Hospitals, State, ayuntamiento,


Church.

Introducción

Durante el siglo xix, la iglesia mexicana enfrentó profundas transfor-


maciones social, política y económica, que modificaron su relación
con la sociedad y el Estado nacional. Las ideas ilustradas y liberales
se fueron incrustando en la legislación republicana y fragmentaron las
instituciones corporativas del antiguo régimen. En este contexto, se
vislumbra la expulsión de ciertas órdenes religiosas, supresión de con-
ventos, reclamo del Real Patronato, la desamortización, nacionalización
de los bienes eclesiásticos y el proceso de secularización, y en suma, la
separación entre la iglesia y el Estado.
Si bien existen numerosos estudios históricos que han tratado di-
versos temas en torno a la institución eclesiástica y sus relaciones con
el Estado desde el nacimiento de la primera república federal hasta las
reformas liberales (Costeloe, 1978; Pérez, 1977; Staples, 1976; Illades y
Rodríguez, 2000; Connaughton, 2005), también destacan aquellos que
han centrado su análisis en el proceso de desamortización y naciona-
lización de los bienes del clero y su traspaso a manos particulares (Ba-
zant, 1984; Knowlton, 1976; Berry, 1989). Otra línea de investigación
abordó el tema de las instituciones educativas, de caridad y beneficen-
cia pública que antes estaban en poder de la Iglesia y pasaron a manos
del Estado (Macedo, 1900; Palavacini, 1945; Gonzálbo, 1982; Padilla,
1993; Valero, 2002; Arrom, 2000 y 2011). Sin embargo, ambos enfo-
ques se incluyen de manera general en el proceso de secularización de
la sociedad y el fortalecimiento del Estado nacional mexicano (Galeana,

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La secularización de los hospitales y el ayuntamiento

2010; Blancarte, 2013). Desde esta última perspectiva, el presente ar-


tículo analiza el impacto de la promulgación de la Real Orden sobre
supresión de monasterios de las órdenes monacales y hospitalarias de
1820, observando la respuesta de una parte de la sociedad, del ayunta-
miento y del clero de la ciudad de México a estas medidas legislativas
entre 1820 y 1822; al mismo tiempo, explicará algunos factores que
llevaron a la imposición de este decreto y su fracaso en el corto plazo.
No se trata de hacer una historia de la fundación, organización,
financiamiento y supresión de los conventos y hospitales que estaban
a cargo de las órdenes religiosas, asunto que ya han tratado varios
historiadores (Álvarez y Bustamante, 1960; Cruz, 1959; Muriel, 1960;
Sedano, 2012), sino de dilucidar la reacción inmediata de los actores so-
ciales ante el decreto de supresión, considerando al ayuntamiento de la
ciudad de México que se hizo cargo de los hospitales suprimidos. ¿Qué
motivos tuvo el ayuntamiento para aceptar una nueva responsabilidad?
¿Cuáles fueron los factores que llevaron al fracaso de los hospitales
laicos en estos primeros años?
Durante la primera mitad del siglo xix, el gobierno español y luego
el Estado mexicano trataron de apropiarse de los bienes de la Iglesia y
de transferir a su poder las funciones públicas y de beneficencia que
hasta entonces habían permanecido bajo la batuta eclesiástica. En este
proceso de desamortización y secularización se incrusta el decreto
de supresión de 1820, como un intento más del gobierno civil para
desplazar a la iglesia de sus antiguas funciones sociales. En otras pala-
bras, las élites políticas buscaron sustituir las concepciones cristianas y
morales de la caridad, la pobreza y educación, para sustituirlos por los
derechos individuales como la libertad e igualdad, lo que significó la
secularización y reestructuración de estas instituciones de acuerdo al
nuevo orden liberal (Padilla, 1993, p. 49).
Sin embargo, estos años no fueron oportunos para efectuar cambios
trascendentales en una instancia de beneficencia pública: las guerras de
independencia estancaron la economía, incrementaron la inestabilidad
social y generaron una crisis política, que desembocaron en la caída del
Imperio de Iturbide y el nacimiento de la primera república federal.
También hay que considerar otros elementos, como la falta de recursos
económicos y la inexperiencia del gobierno local en estos menesteres.

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J. Edgar Mendoza García

Asimismo, la oposición de una parte de la sociedad conservadora,


impidieron llevar a cabo estos cambios liberales en el corto plazo y
retrasaron el proceso de secularización y la formación de los hospitales
laicos hasta la segunda mitad del siglo xix.
Este primer acercamiento, se sustenta en documentos del ramo de
Justicia Eclesiástica del Archivo General de la Nación, en las actas del
cabildo del ayuntamiento del Archivo Histórico de la Ciudad de Méxi-
co, y en una bibliografía secundaria.

El contexto político y social

La constitución de Cádiz se estableció de forma parcial en México entre


1812 y 1813, y después en 1820, pero su influencia se manifestó en va-
rias constituciones estatales hasta más allá de la constitución federal de
1857 (De Gortari, 1994; Salinas, 2001). No obstante, durante la última
década de dominio colonial, varios factores impidieron la aplicación de
los preceptos liberales gaditanos: la guerra de independencia, el retorno
absolutista de Fernando VII en 1814 y, finalmente, la independencia
del país (Ortiz y Serrano, 2007). Pero a partir de 1820, las corrientes
de tendencia reformista se fortalecieron cuando se volvió a establecer
en México la libertad de prensa y se promulgaron algunas leyes.1 La
Ley de Supresión de Monasterios y Órdenes Monacales y Arreglo de
los Conventos de los Regulares se puso en vigor en 1820, cuando
Fernando VII fue presionado por los políticos liberales para respetar
la constitución gaditana. Sin embargo, cuando esta medida legislativa
se llevó a la práctica, se topó con graves contradicciones y problemas
sociales y económicos generados por las guerras de independencia
(Maldonado, 1995, p. 27). La fuga de capitales españoles, la parcial
destrucción de la minería, la desarticulación del mercado y, en suma, la
división política fueron factores que se conjugaron e impidieron la ins-
tauración de un régimen con estabilidad durante las primeras décadas

1  Por
ejemplo, en abril de 1821, el ayuntamiento de la ciudad de México fue informado
que por decreto de las Cortes de Cádiz de 1820, seguían en vigor las disposiciones de
1745 contra la vagancia (véase Pérez Toledo, 1993, p. 28).

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del México independiente. En este contexto desolador, las instituciones


de asistencia social padecieron un lamentable abandono por la falta de
recursos, edificios adecuados y personal capacitado.
Las condiciones de la ciudad de México eran deplorables. En la
década de 1820 existían carencias, desempleo e insalubridad que facili-
taban el desarrollo de enfermedades y epidemias (Dávalos, 1994; Lugo
y Malvido, 1994; Maldonado, 1995). No es extraño que la pobreza,
la vagancia y la mendicidad se convirtieran en un problema creciente
(Arrom, 2011, p. 26). A principios del siglo xix, el científico Alexander
von Humboldt calculó que en la ciudad de México existían entre 20
y 30 mil miserables, que representaban entre el 15 y 22 por ciento
de la población de la capital (Humboldt, 1966). El nivel de pobreza
y los vagos aumentaron con la independencia. En 1822, el ministro
estadounidense Joel Poinsett señaló que “al menos veinte mil habitantes
de esta capital […] carecen de un lugar permanente de residencia, y
de medios aparentes para ganarse la vida”, también reportó que dichos
“léperos” vivían en la miseria, mendigando o robando durante el día
para luego retirarse a dormir, bajo los portales de las iglesias, en calles y
barrancas.2 Además de los vagos y léperos, había trabajadores, sirvientes
domésticos, vendedores ambulantes, artesanos indígenas y arrieros que
llenaban las calles y coexistían en la pobreza e insalubridad (Arrom,
2011, p. 25; Lugo y Malvido, 1994, pp. 311-319).
Por estas razones, los hospitales y hospicios eran vitales para las
clases menesterosas y los enfermos que buscaban refugio a sus des-
gracias. Las enfermedades y epidemias acosaron a los habitantes de
la capital desde el periodo colonial hasta mediados del siglo xix. Por
ejemplo, en 1804 hubo un brote de viruela en la ciudad de México,
donde murieron ocho mil 55 individuos, es decir, el 5.7 por ciento
de la población de aquel año que sumaba la cantidad de 134 mil 891
habitantes. Esta enfermedad nuevamente causó una gran mortandad
en 1830 (Maldonado, 1995, p. 32). Otra extraña enfermedad surgió
entre 1812 y 1813, y fue registrada como “fiebres del 13”, porque

2  La situación no mejoró, las crisis políticas y penurias económicas continuaron en


las siguientes décadas. Para 1855, el soldado francés Ernest Vigneaux estimó que los
léperos de la ciudad de México ascendían a 50 mil (citado en Arrom, 2011, p. 25).

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los médicos no estaban seguros si se trataba de fiebre amarilla o tifo.


Sea lo que fuere, los contagios se prolongaron por toda la ciudad con
consecuencias devastadoras; tan es así, que de 83 mil 190 habitantes
que vivían en 1813, fallecieron 17 mil 267, es decir, el 20.76 por cien-
to. Entre junio y noviembre de 1820, otra vez más la enfermedad se
manifestó en la capital y, para evitar contagios, la Junta de Sanidad
del Ayuntamiento tomó medidas drásticas, ordenando que los arrieros
procedentes del Puerto de Veracruz “con calenturas” que llegaban a las
garitas de San Lázaro y Peralvillo, fueran trasladados al Hospital de San
Lázaro. Incluso el virrey Apodaca ofreció un apoyo de mil pesos para
cubrir los gastos necesarios (Maldonado, 1995, pp. 34-35).
Pese a este panorama, algunos habitantes aristocráticos de la ciu-
dad contaban con lugares de esparcimiento, se reunían en tertulias y
se divertían jugando pelota, gallos, billar y juegos de azar. En cambio,
las clases populares acudían a las pulquerías y tabernas donde juga-
ban cartas, bailaban y cantaban (Viqueira, 1987). La población vivía
alrededor de un fervor religioso, celebrando los ritos que imponía el
santoral católico con procesiones, rezos y fiestas profanas. La ciudad
contaba con numerosos templos y conventos, ermitas e imágenes sacras
distribuidas por todos los rumbos, donde los feligreses acudían a rezar
el rosario y escuchar misa (Staples, 1976; Hernández, 1994).
A principios de la década de 1820, todavía existían algunos hos-
pitales religiosos como el de San Juan de Dios, San Hipólito y el de
Belem, que se encargaban de cuidar y curar a los enfermos (Muriel,
1960; Padilla, 1993). La Orden de San Juan de Dios se orientaba hacia
la hospitalidad, de modo que fundar y atender hospitales constituyó
uno de sus votos y casi su obligación fundamental (Muriel, 1960).
Según Josefina Muriel, al principio las órdenes hospitalarias no
poseían bienes que pudieran ser utilizados en sus obras sociales. Vivían
de la limosna pública o de los bienes que cada hospital poseía para
sustento de sus enfermos y su personal. Muchas veces los betlemitas,
juaninos o hipólitos solicitaron a los buenos cristianos la fundación de
un hospital; en otras, era el fervor religioso de los particulares el que los
fundaba. Una vez constituido, los frailes se encargaban de administrar
sus bienes y cuidar a los enfermos bajo la vigilancia del gobierno (Mu-
riel, 1960, pp. 276-277).

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La secularización de los hospitales y el ayuntamiento

El Hospital de San Juan de Dios seguía funcionando en la ciudad


de México, pero su capital económico estaba muy disminuido, y en
comparación con el promedio anual de tres mil 983 enfermos que llegó
a tener en 1772, para 1821 no pasaba de 200 (Ronzón, 1994, p. 15).
El decreto de supresión amenazó la institución benefactora para la po-
blación de menos recursos. En este ambiente, el ayuntamiento trató de
administrar los hospitales y de darles un sentido laico, pero el resultado
en el corto plazo no fue nada alentador.
Aunque desde fines del siglo xviii abundaron las disposiciones para
cerrar hospitales y quitar a los frailes de la administración (Muriel,
1960, pp. 281-283), fue en el México independiente, cuando José María
Luis Mora insistió en la secularización de la sociedad y Gómez Farías
decretó algunas leyes para activarla (Staples, 1976). Sin embargo, al-
gunos sectores se opusieron a estas medidas liberales y fue necesario
esperar hasta las leyes de reforma para modernizar al país y “reducir a
la iglesia a los aspectos puramente espirituales” (Matute, 1984, p. 35).
Ante la pobreza de las instituciones de caridad, el gobierno trató de
controlar definitivamente a los hospitales, se trataba de buscar una vida
más práctica y menos subordinada a la religión. La secularización signi-
ficó delinear dos esferas: la del mundo terrenal y la del mundo sagrado:

El proceso de secularización significaba reducir paulatinamente


la influencia de la segunda esfera, redondear las prioridades,
poner lo económico y lo político antes que las inquietudes meta-
físicas, concentrar la atención en los problemas del momento. En
el plano político esto significaba crear una sociedad orientada al
hombre y sus necesidades, no hacia Dios. (Staples, 1986, p. 111)

Si antes la pobreza tenía un sentido de gracia, las nuevas ideas liberales


de libertad e igualdad fueron transformando y secularizando esta idea
hasta perder su carácter sagrado (Pérez Toledo, 1993, p. 44). Dios,
como centro del mundo medieval, fue sustituido por el hombre como
centro del mundo moderno. Así, el liberalismo económico transformó
paulatinamente el régimen de propiedad y dentro de estas ideas, las
antiguas instituciones hospitalarias en manos religiosas no tuvieron
cabida (Muriel, 1960, pp. 282-283).

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Supresión de monasterios
de órdenes monacales y manifestación social

El decreto de consolidación de vales reales y la desamortización de


algunos bienes eclesiásticos iniciaron un proceso adverso a la insti-
tución eclesiástica que se prolongaría hasta mediados del siglo xix.
En 1812, las Cortes de Cádiz disminuyeron el poder de las órdenes
religiosas y empezaron a reducir los conventos. En la constitución ga-
ditana se encuentra el primer paso para constituir un hospital como
una institución laica en manos del gobierno local, “está a cargo de
los ayuntamientos el cuidado de los hospitales, hospicios, casas de
expósitos y demás establecimientos de beneficencia, bajo las reglas
que se prescriban” (Hernández, 1985). A esto se añadió el decreto de
supresión de las órdenes hospitalarias, dado por las cortes españolas
en 1820.
La tendencia secularizadora se fue fortaleciendo en la medida en
que las cortes aprobaron leyes y decretos para desamortizar los bienes
eclesiásticos, cerrar monasterios y conventos, volver a expulsar a los
jesuitas y suprimir la Inquisición. Pero no solo fueron expulsadas
algunas órdenes, sino también se debilitó a las restantes prohibiendo
la incorporación de nuevos miembros (Staples, 1976, p. 13).
El 9 de octubre de 1820, el rey Fernando VII decretó la Ley de Su-
presión de Órdenes Monacales y Arreglo de Conventos de los Regula-
res, que contenía 29 artículos. He aquí algunos de los más importantes
para nuestro análisis:

Art. 1º. Se suprimen todos los monasterios de las órdenes


monacales: los de canónigos regulares de San Benito de la
congregación claustral Terraconense y Casaraugustana: los de
San Agustín, y los Premonstrenses; los conventos y colegios
de las Órdenes Militares de Santiago, Calatrava, Alcántara y
Montesa, los de San Juan de Jerusalén; los de San Juan de Dios,
Betlemitas, y todos los demás hospitales de cualquier clase.
Art. 3º. Los beneficios unidos a los monasterios y conventos
que se suprimen por esta ley quedaran restituidos a su primitiva
libertad y provisión real y ordinaria respectivamente.

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La secularización de los hospitales y el ayuntamiento

Art. 6º. Los demás monges profesos, percibirán anualmente cien


ducados, no llegando a la edad de cincuenta años; y doscientos
si pasaren. Quedando además habilitados para obtener empleos
civiles en todas las carreras así como estarán sujetos a las cargas
de legos.
Art. 14. La nación dará cien ducados de conjura a todo religioso
ordenado in sacris que se secularice, la cual disfrutará hasta que
obtenga algún beneficio o renta eclesiástica para subsistir.
Art. 25. Todo regular que se secularice o cuya casa quede su-
primida podrá llevar consigo los muebles de su uso particular.
(Hernández, 1985)

El Decreto de Supresión de Órdenes Monacales llegó a Nueva España


en ese mismo año, pero fue hasta el 26 de febrero de 1821 cuando el
virrey emitió una circular que iba dirigida a los “gobernadores, Gefes
Políticos y Obispos”. Sin embargo, durante los dos meses que se tardó
el gobierno virreinal de dar a conocer tal decreto, se desató una ola de
críticas, rumores y protestas por parte de una sociedad todavía inmersa
en su religión y sus costumbres.
Las ideas expuestas por Mora sobre el supuesto odio que sentía la
sociedad hacia el clero (Mora, 1986, pp. 110-125), no se pueden gene-
ralizar y se desvanecen cuando observamos los documentos de la épo-
ca. En estos años, el pueblo católico seguía apoyando a sus ministros y
defendían su religión y sus tradiciones. Por ejemplo, cuando se conoció
la noticia sobre el decreto de supresión de los conventos, en algunos
lugares como la ciudad de Puebla hubo confusión y disgusto. Algunos
vecinos protestaron y enviaron pasquines o anónimos al obispo. En un
principio corrió el rumor de que se trataba una vez más de la expulsión
de los jesuitas. El siguiente pasquín da cuenta de ello:

Si no han bastado los papeles suplicatorios por la conservación


de la sagrada compañía de Jesús, si las cortes no cumplen lo
que nos prometen cuando nos dicen que no se determinará
nada en orden a nuestra América hasta que lleguen nuestros
diputados. Si desprecian los remordimientos de sus concien-
cias, son tan tibios en nuestra religión. Todavía hay en nosotros

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algún zelo y en fuerza de éste a nombre de la nación y porque


primero fuimos católicos que buenos vasallos decimos que por
último suplicamos, antes de tomar otros recursos que se sus-
pendan en un todo la marcha de los jesuitas permaneciendo
como hasta aquí, dándose cuenta a las cortes no ser voluntad
de América que se efectué esta ni el cerrar los noviciados, pues
si los americanos somos débiles en materias políticas en las
religiosas somos valerosos soldados. Religión o Muerte. (Archi-
vo General de la Nación, en adelante agn, Justicia eclesiástica,
tomo i, f. 18)

A pesar de que estos pasquines reflejan la inconformidad de los feligre-


ses, el 16 de diciembre de 1821, el obispo escribió una carta al virrey,
explicando que era falso de que el público se conmoviera sospechando
la partida de los jesuitas, sin embargo, agregó lo siguiente, “el pueblo se
halla abatido con esta noticia y acaso no hay uno de todos los vecinos
de esta populosa población que no haya recibido muy mal y que no
se exprese sobre este particular de un modo funesto presagiando unos
resultados igualmente tristes”. Incluso algunos anónimos invitaban al
pueblo a defender su religión: “Europeos y americanos ¿si es cierta la
religión que profesáis? ¿Por qué se mantienen en silencio los obispos,
curas y demás sacerdotes viendo los impíos decretos que acaban de
llegar? ¿Y si es falsa? ¿Qué esperáis para no sacudir el yugo que os
impone?” (agn, Justicia eclesiástica, tomo i, f. 19).
Otro mensaje, dirigido al rey, manifestaba que todos estaban a
la expectativa de su conducta sobre este asunto: “temo con bastante
fundamento que si no se suspenden pueden tener funestos resultados
porque V. E., no ignora la fuerza moral e influjo del clero secular y
regular de Nueva España”. Además, agregaba que Guayaquil ya se ha-
bía declarado independiente y este mal ejemplo podía extenderse por
doquier, “porque parece que las cortes no tienen la menor idea de lo
que son las Indias y están empeñados en perderlas. Aquí hasta los más
decididos por la unión de España están volteando casaca” (agn, Justicia
Eclesiástica, tomo i, f. 24).3

3  Puebla, diciembre de 1820, anónimo enviado al virrey de Nueva España.

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La secularización de los hospitales y el ayuntamiento

La religión permeaba casi todos los aspectos de la vida cotidiana y


pública, por tanto, una parte de la sociedad novohispana y luego mexi-
cana de la década de 1820 opusieron una fuerte resistencia a las ideas
ilustradas y al proceso de secularización. Una estrategia de protesta no
violenta se manifestó en folletos, volantes, pasquines anónimos, acrós-
ticos y poesías. De esta manera, las clases subalternas se desahogaban y
enfrentaban a los poderosos sin el peligro de ser descubiertos y castiga-
dos (Scott, 2003). He aquí una poesía que revela parte del pensamiento
de aquellos años:

Oye ilustre pastor americano


De tus tristes ovejas el valido
Con que el favor imperas de tu mano
Que suspenda la presa que atrevido
Intenta ser el lobo mal tirano
Con otros muchos que se ha unido
Este es aquel Boltaire luterano
Favor de los cetros que ha venido
Opuestos a los dogmas de cristianos
Que todo monasterio sea extinguido
¿Lo ha autorizado el papa? No es muy humano
No, no debe de ser obedecido
Sí, no obedezcáis príncipe diocesano
Muere con tus ovejas al partido
No temas a ningún diocesano
Con católica sangre sea ungido
Todo este vasto suelo indiano
Que jamás por su ley cobarde ha sido.

Pese a la resistencia de algunos sectores, el proceso de secularización


se hizo presente de diferentes maneras, por ejemplo, se reglamentaron
los usos de las campanas de la ciudad (Staples, 1977, pp. 178-180), se
removieron las imágenes religiosas de las calles públicas, se demolieron
templos y capillas. Andrés Lira señala que se intentaba dar “un aspecto
a la ciudad acorde con la vida civil y republicana de la que el ayunta-
miento era portavoz” (Lira, 1974, p. 93).

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La promulgación del Decreto de Supresión de Ódenes Monacales


generó inconformidad en la ciudad de México. A lo largo de 1821
hubo constantes solicitudes por parte de civiles y religiosos para que se
restablecieran las órdenes suprimidas. Una vez consumada la indepen-
dencia, el nuevo gobierno tuvo que afrontar los problemas heredados
de la política anticlerical española. En numerosos folletos y volantes
anónimos de la época se solicitó reparar el daño “causado a la religión”
(Ocampo, 1969, p. 241). A pesar de estas peticiones, el gobierno mexi-
cano no se retractó.

La situación de los conventos y el ayuntamiento

Desde la promulgación de la Ley de Consolidación de Vales Reales


en 1804, la economía de los hospitales se vio dañada, cuestión que
se agravó con el movimiento insurgente. Además, en estos años de
crisis, el diezmo y las limosnas disminuyeron notablemente. Por estas
razones, al momento de suprimir las órdenes hospitalarias en 1821,
su situación económica era precaria y no podían sostener sus obras
de beneficencia.
El 9 de noviembre de1820, el gobierno de Madrid ordenó al virrey
de Nueva España que se pusiera de acuerdo con “los comisionados
del crédito público y jefes superiores de la hacienda nacional”, para
que se verificara con el mayor decoro y regularidad la supresión de
monasterios y hospitales:

Y respeto a la supresión de los conventos de las órdenes de San


Juan de Dios y Betlemitas quedarían muchos hospitales y escue-
las de primeras letras que tal vez serán de gran utilidad para el
público, sin el servicio que corresponde y que también puede ser
muy perjudicial su reforma o extinción dispondrá VE, que los
respectivos Ayuntamientos se hagan cargo en virtud de sus atri-
buciones de estos establecimientos tan necesarios, proponiendo
los arbitrios para la subsistencia sin gravamen del pueblo. (agn,
Justicia eclesiástica, tomo i, f. 127)

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La secularización de los hospitales y el ayuntamiento

Entre otras cosas, se disponía que el ayuntamiento se hiciera cargo de


los archivos, libros y objetos del arte, que recibirían por inventario los
comisionados. Esta última correspondencia llegó a México el 14 de
febrero de 1821. Inmediatamente, el virrey informó a las Diputaciones
Provinciales, a los obispos y al ayuntamiento de la capital, confirmando
que este último debería hacerse cargo de escuelas y hospitales, pues en
ningún momento debían quedar abandonados.
Pero cuando el virrey Apodaca recibió la real orden a fines de 1820,
el descontento independentista iba en aumento. Por eso solo se atrevió
a promulgar el decreto en la ciudad de México, dejando a los intenden-
tes la libertad de utilizar la ley a discreción. La medida era hábil, pues
los únicos hospitales conventos, como el de San Juan y Belem, estaban
en la ciudad de México. Así, al suprimirse éstos, los que estaban en
las provincias quedarían aislados y condenados a la extinción (Muriel,
1960, pp. 283-284). Sin embargo, muchos lograron resistir y continua-
ron funcionando.4
En enero de 1821 se procedió a lanzar de los hospitales a los jua-
ninos, a los hermanos de la caridad de San Hipólito y a los betlemitas.
Pero, antes, el ayuntamiento nombró una comisión integrada por los
regidores para encargarse de las escuelas y hospitales. José de Tagle y
Juan Arce quedaron a cargo de la Escuela de Belem; Francisco Javier de
Heras se encargó del Hospital de San Juan de Dios; Miguel Dacomba
de San Lázaro; y José Manuel de Balvotin de San Hipólito (Archivo His-
tórico de la Ciudad de México, en adelante ahcm, Actas capitulares, 19
de febrero 1821, p. 125). En esta ocasión, los miembros del gobierno
local afirmaron:

Si el ayuntamiento se presta sin réplica y gustoso a correr con


esos establecimientos es por no abrumar a su superioridad
proponiéndole dificultades, desembarazándole con ellas sus
suposiciones ulteriores, pero que si no se le auxilia cuanto antes
por su Excelencia y por su excelentísima Diputación Provincial
con la adjudicación de los fondos propios privativos de otros
hospitales y convención de arbitrios capaces de llenar el gran

4  Comentario personal de Anne Staples.

Andamios 351
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déficit que todavía resulta, de nada serviría la disposición de


los señores comisionados a trabajar personalmente y tendrá
esta corporación que cerrarlos bien pronto pues no cuenta para
empezar sino con suplementos que ni pueden ser tan cuantiosos
como se necesitan ni proporcionan mucha espera, por lo que se
le suplica que luego que resuelva comience la responsabilidad,
se sirva disponer que se liquiden sin pérdida de tiempo qué ca-
pitales están destinados en rigor de justicia para manutención y
curación de los enfermos y que si no pulsa ningún inconveniente
se entreguen a este cuerpo todas las escrituras que existan en los
conventos para reconocerla y representas a su Excelencia lo que
estime conveniente. (ahcm, Actas capitulares, 19 de febrero de
1821, p. 125)

Una vez formada la Comisión de Educación y Hospitales, los comisio-


nados solicitaron informes a los prelados de Belem, San Juan de Dios
y San Hipólito, con el fin de llevar a efecto la real orden de 9 de octu-
bre de 1820. He aquí un breve resumen: en Belem había una escuela
donde se educaban a 259 niños, allí se les enseñaba a leer, escribir,
doctrina cristiana y urbanidad, y no pagaban nada por su enseñanza,
aunque algunos daban medio real cada mes. No era vista como una
contribución, pues a todos se les daba tinta, papel, libros y plumas.
Dicha escuela no tenía más dotación que 15 pesos, rédito de 300 pesos
“impuesto a cuatro asesorías del callejón”. Además, el convento contaba
con un hospital de convalecencia en el que había diariamente entre 14
y 16 enfermos, los cuales recibían cama, medicina y alimentos. El gasto
anual de la enfermería era de 4,000 mil a 4,500 pesos, “y los fondos
particulares que tenía procedente de imposiciones hechas a haciendas y
casas por varios bienhechores ascendían a sesenta mil y pico de pesos,
a los que veinte mil se hallan ahora concursados, sin que podamos
asegurar si hay algunos otros capitales en el mismo” (agn, Justicia ecle-
siástica, tomo i, f. 141).
Por su parte, la orden de San Juan cuidaba de un hospital situado en
el convento y además el de San Lázaro y San Antonio Abad. El primero
tenía 50 enfermos y se sostenía de réditos y arrendamientos de algunas
fincas dadas por “bienhechores” para la curación de los enfermos y

352 Andamios
La secularización de los hospitales y el ayuntamiento

ascendían a 24 mil pesos que se gastaban en un año en medicamentos


y salarios. El Hospital de San Lázaro contaba con 70 enfermos cuya
curación anual importaba 14 mil pesos. Los fondos de ese capital eran
de 75 mil 600 pesos de capitales impuestos en diversas partes, pero de
ellos 38 mil estaban perdidos, de tal forma que en ese año sólo contaba
con seis mil pesos.
En cambio, los religiosos de San Hipólito tenían a su cargo el “hospi-
tal de locos” con 50 enfermos y un gasto no menor de ocho mil pesos.
Ante tales circunstancias, el ayuntamiento dudaba sostener la escuela
y los hospitales. Y sus miembros se preguntaban, “¿con qué se va a
curar y mantener cerca de 200 individuos? Que según la experiencia de
hospitales le deben importar cosa de seis reales diarios por persona que
suma al año de 55 a 60 mil pesos, es decir que tendremos un deficiente
de más de cuarenta mil pesos y si aumentaran los enfermos crecerá el
gasto anual” (agn, Justicia Eclesiástica, tomo i, f. 141v).
Para resolver el problema la comisión hizo sus propuestas: reducir
de dos maestros a uno en la escuela y tratar de conservar y mejorar los
hospitales. Opinaron que se estableciera un solo hospital cívico con
toda la extensión y comodidad, lo que ahorraría una cuarta parte de los
gastos, y que fuera el de San Hipólito porque era el más adecuado por
su ubicación. Pero, ¿con qué fondos sostendrían estos establecimientos?
Según la comisión, en lo referente a la escuela de Belem, se contaba aún
con la gratificación que daba al ayuntamiento la Lotería Nacional por la
asistencia a los sorteos que el virrey tenía ya cedidas a las escuelas, y se
argumentó que con un poco más de los fondos públicos se podrían cu-
brir los gastos. Este optimismo pronto se enfrentó con la realidad. Las
finanzas del ayuntamiento de la ciudad de México eran insuficientes
para cubrir nuevos gastos (Gamboa, 1994).
El 21 de febrero, el virrey escribió al arzobispo para que nombrara
a personas de confianza para que se hicieran cargo de las iglesias de los
conventos suprimidos y recibieran bajo inventario los ornamentos del
culto conforme lo establecía el artículo 29. Asimismo libró orden al ayun-
tamiento para que se presentaran los comisionados a recibir la escuela y
los hospitales (véase agn, Justicia Eclesiástica, tomo i, f, pp. 150-151).
Una vez que los regidores se hicieron cargo de los hospitales, exi-
gieron al ayuntamiento los gastos para su mantenimiento. Por ejemplo,

Andamios 353
J. Edgar Mendoza García

Balvotín, encargado del “hospital de pobres dementes de San Hipólito”,


propuso un sueldo anual de seiscientos pesos para don Juan Rodrí-
guez, prior del convento, dos enfermeros con un sueldo de trescientos
pesos cada uno, dos porteros a cien pesos cada uno, cuatro mozos a
setenta y dos pesos cada uno, un cocinero con noventa y seis pesos,
un atolero cuarenta y ocho pesos, un “facultativo” con ciento cincuenta
pesos y un barbero con setenta y dos pesos. Exceptuando al barbero y
el facultativo, todos los demás tendrían que comer y vivir en el hospital
(véase ahcm, Actas capitulares, 26 de febrero 1821, p. 148).
No solo faltaba personal para la administración y mantenimiento,
sino también algunos edificios y muebles estaban deteriorados. Para
colmo, los enfermos empezaron a aumentar en los diferentes hospi-
tales. Heras comunicó al ayuntamiento que las camas del hospital de
San Juan de Dios eran insuficientes y se hallaban “desprovistas”. Por lo
tanto, para resolver estas carencias solicitó mil 500 pesos (ahcm, Actas
capitulares, 26 de febrero 1821, p. 150).
Conforme avanzaron los días, los problemas aumentaron. En marzo,
el mismo Heras presentó, inconforme, una lista de salarios atrasados
que adeudaba el “convento de San Juan de Dios a los dependientes y
criados del hospital”. Asimismo, comentaba que en iguales condiciones
se encontraba el Hospital de San Lázaro (ahcm, Actas capitulares, 18 de
marzo 1821, p. 190).
Aparte de los gastos del hospital, el ayuntamiento también tuvo que
costear las fiestas religiosas de los templos de los conventos suprimi-
dos: desde el 5 de abril, los comisionados solicitaron al ayuntamiento
dinero para celebrar las fiestas de los santos titulares, jubileos y semana
santa, pues, según el artículo 28 del decreto de 1820, el ayuntamiento no
podría exigir al obispo “toda la carga del culto religioso”, y sin embargo,
el obispo había contribuido con dinero, tratando de evitar:

que el público no advierta la menor innovación, que no falten a


los fieles que se encuentren en las iglesias los socorros espiritua-
les que en ellas disfruta, que desde la efectiva suspensión de hos-
pitalarios hasta esta fecha se ha cumplido la calidad de por ahora
con que se explicó su excelencia en cuanto a mantener abiertas
las iglesias costeando su ilustrísima el gasto del vino, aceite, cera

354 Andamios
La secularización de los hospitales y el ayuntamiento

y demás que ha sido indispensable, menos en el hospital de San


Lázaro, donde lo costea el regidor del ayuntamiento. (ahcm, Actas
capitulares, 5 de abril 1821, p. 247).

A partir de abril, el ayuntamiento cubrió parte de los gastos de las fies-


tas religiosas, así, el 26 de ese mismo mes, Balvotín cobró a la tesorería
287 pesos por los gastos de la semana santa. El 19 de junio, Heras
informó que los gastos de San Juan de Dios del mes de abril hasta
el 8 de junio habían sido de cuatro mil 288 pesos tres reales, y éstos
habían sido cubiertos por el ayuntamiento. Con tal suma, se pagaron
medicamentos y el salario de siete médicos; una cantidad de mil 214
pesos (véase ahcm, Actas capitulares, 19 de junio 1821, p. 407), lo que
indica que los comisionados buscaron personal capacitado para curar a
los enfermos y trataron de innovar y mejorar la calidad de los servicios
en estos espacios públicos de beneficencia.
La situación era complicada. En julio de 1821, el ayuntamiento soli-
citó al teniente general que se le entregasen los bienes pertenecientes a
los hospitales que estaban a su cargo, proponiendo que “VE. Disponga
quién los ha de manejar y de qué fondos pues los del ayuntamiento se
han agotado y están desatendidas sus principales obligaciones”. Sin em-
bargo, el 16 de agosto se informó que la solicitud “es opuesta a la real
orden y no debe accederse a ella pues los bienes de los monasterios son
para el crédito público y los hospitales deben mantenerse con los arbi-
trios que proponga el ayuntamiento y apruebe el gobierno”. Ante esta
respuesta, el ayuntamiento informó amenazante que dejaría de servir a
los enfermos en los hospitales, “a no ser que el intendente entregase a
los administradores el dinero necesario” (agn, Justicia eclesiástica, vol.,
1, fs, 192.193).
Conforme pasó el tiempo, fue más difícil para esta institución otor-
gar dinero a los hospitales para su funcionamiento. En el mes de agosto
surgieron problemas entre los administradores y el cabildo, ya que los
primeros solicitaron los intereses que producían los bienes confiscados
y el segundo reclamaba el derecho a mantenerlos bajo su jurisdicción.
Ante el aumento constante de los enfermos, el administrador de San
Juan de Dios advirtió al ayuntamiento que de no recibir los recursos
necesarios, ya no se admitirían más enfermos. A esta advertencia se

Andamios 355
J. Edgar Mendoza García

sumaron los hospitales de San Andrés y San Lázaro (ahcm, Hospitales,


vol. 2304, exp. 14, fs. 5-6). Las amenazas propiciaron que el cabildo
decidiera el 21 de agosto entregar los fondos y los bienes de las órdenes
suprimidas a los hospitales. Sin embargo, seis días después se negó a
efectuar el traspaso y los bienes no fueron devueltos tal como se había
anunciado. Por tanto, a partir del día primero de septiembre, los admi-
nistradores se negaron a recibir más enfermos y junto con los párrocos
se quejaron ante el ayuntamiento advirtiendo que los enfermos que
vagaban por casas y calles podrían convertirse en un foco de infección
en la ciudad (ahcm, Hospitales, vol. 2304, exp. 19).
Finalmente, el ayuntamiento logró que se reabrieran las puertas de
los hospitales, pero no entregó las propiedades, como solicitaban los
administradores. Eso no significó que los problemas se resolvieran,
pues las autoridades no contaba con recursos económicos para sostener
los nosocomios ni para pagar las indemnizaciones, lo que provocó que
en distintos momentos éstos cerraran o reabrieran sus puertas (Ronzón,
1994, pp. 27-28). Las protestas por parte de los comisionados conti-
nuaron, por ello, el intendente expresó lo siguiente:

Que los fondos de las religiones hospitalarias suprimidas cuya


colección está a cargo de su Señoría (el intendente), de ninguna
manera deben venir al cabildo pues el decreto de supresión no
previene semejante cosa sino que los ayuntamientos para su
subsistencia propongan arbitrios, consistiendo en la omisión del
cabildo en esta parte que los hospitales carezcan de recursos para
su manutención y gastos a más de lo que su señoría recauda
no alcanza para la pensión de los religiosos suprimidos y culto
de sus respectivas iglesias, advirtiéndose al mismo tiempo que
los hospitales han recibido más enfermos que los que el ayunta-
miento pudiera socorrer, pues el de San Juan tenía 40 y hoy 240
de que resulta el gasto de 25 mil pesos que en su atención se ha
consumido (ahcm, Actas capitulares, 19 de septiembre, 1821).

Como los comisionados, Heras, Balvotín y Damacota, no lograron que


los bienes de los conventos suprimidos pasaran a manos del ayun-
tamiento, ni tampoco obtuvieron dinero para asistir a los enfermos,

356 Andamios
La secularización de los hospitales y el ayuntamiento

hicieron su “formal renuncia” el 19 de septiembre de 1821. Javier He-


ras culpaba al ayuntamiento de su falta de decisión para mantener los
hospitales. “La condescendencia del ayuntamiento por no haber toma-
do la providencia […] en orden a recursos para los gastos de los ramos
de que se ha encargado no solo lo han conducido al miserable estado
en que se halla, sino que dentro de breve han de ponerlo en el de una
verdadera quiebra” (ahcm, Actas capitulares, 2 de octubre 1821).
Los argumentos de Heras no estaban equivocados y, finalmente ,en
junio de 1823 el ayuntamiento, no contando con fondos suficientes
para sostener el hospital, dispuso que se cerraran sus puertas (ahcm,
Actas capitulares, junio de 1823, pp. 31-36). San Hipólito corrió la
misma suerte y su edificio, junto con el de San Juan de Dios, fue desti-
nado para alojar las tropas del ejército. En 1824 y 1829, una vez más,
se intentó reabrirlo, pero la situación política y la escasez de dinero lo
impidieron. Esta primera etapa refleja el fracaso del gobierno munici-
pal para sostener una institución que con todo y sus problemas había
sido relativamente más exitosa en manos de la Iglesia.

Los regulares y la secularización

Uno de los artículos del decreto de supresión de 1820 también invitaba


a la secularización de los miembros de las órdenes suprimidas. Al pare-
cer, esta medida tenía el propósito de trasladar a los religiosos del clero
regular al clero secular, pero también permitía que éstos pudieran elegir
una vida laica. Para llevar a cabo este objetivo, el gobierno novohispano
otorgó facilidades. Según el artículo 14, se ofrecía como pensión cien
ducados de gratificación a todos los religiosos ordenados in sacris que
optaran por la secularización. Esta forma de pensión la disfrutarían
hasta que obtuvieran algún beneficio o renta eclesiástica para subsistir.
Además, se les protegía contra cualquier tipo de vejación o castigo de
sus superiores. Con tales facilidades, muy pronto abundaron las solici-
tudes de varios religiosos para efectuar su secularización.
Desde el 2 de marzo de 1821 empezaron a llegar las primeras solici-
tudes de los religiosos, no sólo de la capital sino de la provincia. A los
primeros solicitantes les fue negada la pensión, porque ésta sólo se les

Andamios 357
J. Edgar Mendoza García

otorgaría a los ordenados in sacris. En estos casos, los solicitantes eran


legos y no estaban ordenados. Es probable que muchos de los miem-
bros de las órdenes hospitalarias fueran legos, pero esto no impedía
que se les denominaran como frailes.5
Sin embargo, también acudieron religiosos de la Orden de la Mer-
ced, sin que ésta hubiera sido suprimida. Una de las razones que ar-
gumentaron para secularizarse eran motivos económicos. Por ejemplo,
“Francisco Pérez, religioso corista lego de la orden de la Merced, solicita
secularización así por convenir a su conciencia como por indigencia y
desnudez en que se halla”.6
Para evitar confusiones, el intendente solicitó las listas de los re-
ligiosos de cada orden suprimida con el fin de que “se les diesen las
pensiones señaladas”. Por tanto, se mandó a imprimir un modelo de
solicitud y se distribuyeron credenciales a los pensionados (agn, Justi-
cia eclesiástica, vol. ii, fs. 235.237).7 Había 19 religiosos en el convento
de San Juan de Dios; 18 en el de Belem y 25 en el de San Hipólito (agn,
Justicia eclesiástica, tomo i, pp. 220-225).
Entre marzo y abril, los religiosos que cumplieron con los requisitos
hicieron su respectiva solicitud y obtuvieron su pensión, al menos por
un tiempo. Sin embargo, muy pronto el gobierno tuvo problemas para
pagar a los religiosos secularizados. En mayo de 1821, el intendente
informó que había pagado la cantidad siguiente:

A los jesuitas, 482 pesos


A los de San Juan de Dios y San Lázaro, 629
A los de San Hipólito y el Espíritu Santo, mil 34
A los Betlemitas, 666
A los Monserrate, 150
En total, dos mil 962 pesos

5  La palabra fraile proviene del latín frater, hermano, en tanto que lego, del latín laicus;
ignorante u ordinario, también de indoctus, inexperto. Véase Pimentel, 1997.
6  Llama la atención que los mercedarios quisieran secularizarse y mencionaran motivos

de pobreza cuando vivían en comunidad.


7  En este volumen se encuentran los machotes impresos pero no encontramos ninguna

credencial.

358 Andamios
La secularización de los hospitales y el ayuntamiento

Además, agregaba que ya no se contaba con dinero para pagar a los que
faltaban. Así no resulta extraño que en el mes de junio, fray Segundo
Martínez, Juan Abreu y otros más se quejaran porque no se les había
pagado (agn, Justicia eclesiástica, vol. i, f. 215). Entonces, el intendente
comunicó al teniente general la falta de fondos para sufragar los gastos
y cubrir las pensiones de los regulares, pues algunos habían contraído
deudas y ahora desacreditaban al gobierno. Las listas nominales de los
regulares a quienes se les debía la pensión, a fines de junio ascendía
a cinco mil 855 pesos, de los cuales el intendente afirmó en septiem-
bre de 1821 que se debía 855, más las asignaciones del julio y agosto
importaban dos mil 776 pesos, que sumaban la cantidad de tres mil
621 pesos. Por lo tanto, suplicaba al teniente general se le entregara el
dinero ya que:

Los interesados me instan diariamente aun con lágrimas en los


ojos por su congrua porque están careciendo de este único re-
curso que tienen para subsistir porque en lo absoluto carecen de
arbitrios y esto me estimula a hacer lo presente a VE. Suplicando
que en uso de su acreditada caridad tenga la bondad de prevenir
a dichos señores ministros que inmediatamente me entreguen
la expresada cantidad de 3,621 pesos tres reales para que se
hagan los pagos respectivos y se socorran a estos infelices en sus
necesidades que me consta con sumo dolor a mi corazón, están
pereciendo y casi en estado de mendicidad (agn, Justicia eclesiás-
tica, tomo i, f. 264v).

El problema para llevar a cabo la ley de supresión de monasterios


era la falta de recursos económicos, precisamente en un año en que
se efectuaba un importante cambio político: la independencia de
México.
El proceso de secularización no sólo implicaba el paso del clero re-
gular al secular, sino también hacia la vida laica. En la documentación
de la época existen varios casos donde los regulares dejaron la vida
religiosa para ir a la milicia o a estudiar leyes. Por ejemplo, en el mes de
septiembre de 1821, José Mariano Góngora, exreligioso de San Hipóli-
to, pidió al intendente “una constancia de su congrua para acreditar las

Andamios 359
J. Edgar Mendoza García

asistencias de cadete en milicias provinciales de México” (agn, Justicia


eclesiástica, tomo i, fs. 269-270).
En suma, los problemas de inestabilidad social, penurias económi-
cas y divisiones políticas complicaron el proceso secularizador y retra-
saron el traspaso de los hospitales de caridad y beneficencia a manos
del ayuntamiento y del Estado hasta fines del siglo xix.8

Conclusión

La Ley de Supresión de Monasterios y Órdenes Monacales se inscribe


en el largo proceso de desamortización y secularización que iniciaron
los gobiernos borbones y continuaron los regímenes liberales del Mé-
xico decimonónico. Uno de los propósitos era disminuir el poder de la
Iglesia, trasladando los hospitales de beneficencia a manos del gobierno
civil. Así, la promulgación de esta medida legislativa fue un intento más
del gobierno por administrar los espacios públicos que hasta entonces
habían estado en manos religiosas. Sin embargo, la situación social
y política de la década de 1820, la falta de experiencia en la admi-
nistración de los hospitales públicos por parte de los miembros del
ayuntamiento de la ciudad de México y sobre todo la falta de recursos
económicos, llevaron al fracaso.
Durante los años veinte del siglo xix, los hospitales religiosos es-
taban en malas condiciones. En ese contexto, el ayuntamiento trató
de manejar los hospitales de los conventos suprimidos y las escuelas de
Belem, pero a pesar que los comisionados Javier Heras y Miguel Bal-
votín se esforzaron por mejorar las condiciones y el servicio de estos
hospitales, y hasta reclamaron constantemente los bienes del hospital
con la finalidad de obtener recursos económicos, el ayuntamiento
tuvo problemas financieros para sostener esta nueva responsabilidad.

8  Porejemplo, a fines del siglo xix se inauguró la Penitenciaria del Distrito Federal y el
Hospital General, que según las autoridades sanitarias y los cronistas de la época, en
nada envidiaba a los mejores del mundo. Posteriormente se inauguró el Manicomio
General. Ambas instituciones sociales ejercieron un control social sobre las clases traba-
jadoras (citado en Padilla, 1993, p. 67).

360 Andamios
La secularización de los hospitales y el ayuntamiento

Para colmo, los enfermos aumentaron en los hospitales, y la falta de


dinero hizo más evidente la pobreza de estos centros de beneficencia.
Los religiosos de las órdenes hospitalarias y sus centros de benefi-
cencia pública, habían representado sin duda una esperanza para los
enfermos pobres de la ciudad, y esta acción de caridad, difícilmente
podía ser sustituida de manera inmediata por los gobiernos civiles que
carecían de experiencia y recursos económicos. Valdría la pena conti-
nuar el estudio de las instituciones hospitalarias y su relación con el
gobierno durante el siglo xix, para observar con mayor profundidad su
organización y sus efectos sociales, tratando de dilucidar el momento
clave en que el Estado logró apropiarse de los hospitales públicos y
hacerlos funcionar de manera adecuada.
En suma, la promulgación del Decreto de Supresión de Órdenes
Monacales fue un paso entre al antiguo régimen y el Estado nacional
que de manera mínima sentó las bases y disminuyó el poder de la
iglesia en los espacios públicos y en el control de las instituciones de
beneficencia.

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Fecha de recepción: 8 de marzo de 2016


Fecha de aceptación: 18 de abril de 2018

364 Volumen 15, número 38, septiembre-diciembre, 2018, pp. 339-364

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