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EL HOMBRE Y LO DIVINO

Las tres dimensiones del tiempo: pasado, presente, porvenir, aparecen fundidas y ninguna de ellas
sobrepasa a la otra. No se vive sólo del porvenir, ni del pasado; tampoco extasiados en el presente,
sino en una fluencia donde insensiblemente todo pasa y va quedando.

Una de las indigencias de nuestros días es la que al amor se refiere. No es que no exista, sino que su
existencia no halla lugar, acogida, en la propia mente y aun en la propia alma de quien es visitado
por él… En el ilimitado espacio que, en apariencia, la mente de hoy abre a toda realidad, el amor
tropieza con obstáculos, con barreras infinitas. Y ha de justificarse y dar razones sin término, y ha de
resignarse por fin a ser confundido con la multitud de los sentimientos o de los instintos, si no acepta
ese lugar oscuro de la «la libido», o ser tratado como una enfermedad secreta, de la que habría que
liberarse.

La fuerza del amor en el mundo, fijada ya la órbita del universo a la medida humana, reside en al
furia de la pasión. La pasión, residuo divino en el hombre que, por eso, es también demoníaco:
extraño-entrañable.

Y aparece aquí otro aspecto de la ambigüedad característica del amor, no ya de ser divino y
demoníaco a la vez, sino de ser extraño al hombre y a la vez lo más entrañable. La furia que agita y
remueve las entrañas, los fondos oscuros, confines de lo humano con todo lo que vive y alienta, y
aun más allá: con la materia, con lo cósmico.

El amor corresponde a momentos de máximo espacio vital: está en relación directa con el horizonte.

El amor en esta tragedia es agente de unidad; lo será siempre. En la tragedia poética, será agente de
identidad, anhelo de unidad, aunque queda frustrada. El amor será agente de la fijación del alma, de
cada animal individual; en las épocas maduras de la historia se llamaba a este padecer trascendente
vocación. Y, llevados por el amor, los hombres recorrerán ese largo camino cuyo logro es la propia
unidad, el llegar a ser de verdad uno mismo. El amor engendra siempre.

El amor, pues, establece la cadena, la ley de la necesidad. Y el amor también da la noción primera de
libertad. Necesidad-libertad son categorías supremas del vivir humano. El amor será mediador entre
ellas. En la libertad hará sentir el peso de la necesidad y en la necesidad introducirá la libertad. El
amor es siempre trascendente.
Más el amor nos lanza hacia el futuro obligándonos a trascender todo lo que promete. Su
promesa indescifrable descalifica todo logro, toda realización. El amor es el agente de destrucción
más poderoso, porque al descubrir la inadecuación, y a veces la inanidad de su objeto, deja libre un
vacío, una nada aterradora al principio de ser percibida. Es el abismo en que se hunde no sólo lo
amado, sino la propia vida, la realidad misma del que ama. Es el amor que descubre la realidad y la
inanidad de las cosas, el que descubre el no-ser y aun la nada. El Dios creador creó al mundo por
amor, de la nada. Y todo el que lleva en sí una brizna de este amor descubre algún día el vacío de las
cosas y en ellas, porque toda cosa y todo ser que conocemos aspira a más de lo que realmente es. Y
el que ama se fija en esta aspiración, en esta realidad no lograda, en esta entelequia aún no sida, y al
amarla la arrastra desde el no-ser a un género de realidad que parece total un instante, y que luego se
oculta y aun se desvanece.
Y así, el que de veras ama, muere ya en vida. Aprende a morir. Es un verdadero aprendizaje
para la muerte.

Todo ver a otro es verse vivir en otro. En la vida humana no se está solo sino en instantes en que la
soledad se hace, se crea. La soledad es una conquista metafísica, porque nadie está sólo, sino que ha
de llegar a hacer la soledad dentro de sí, en momentos en que es necesario para nuestro crecimiento.
Los místicos hablan de la soledad como algo por lo que hay que pasar, punto de partida de la
«ascesis», es decir, de la muerte, de esa muerte que hay que morir, según ellos, antes de la otra, para
verse, al fin, en otro espejo.

Sólo al verme en otro me veo en realidad, sólo en el espejo de otra vida semejante a la mía adquiero
la certidumbre de mi realidad. Creer en la realidad de sí mismo no es cosa que se dé sin más, parece
ser que es certidumbre recibida de un modo reflejo, porque creo en mí y me siento vivir de verdad si
me veo en otro. Mi realidad depende de otro. Y esta trágica vinculación engendra, a la vez, amor y
envidia.

El sí mismo viviente, ¿podrá serlo sin el otro? Amor y envidia son intentos de vivir en el otro, de
vivir del otro. La intención es la misma, sólo los separa la diferencia que va del mimetismo del afán
de ser realmente. El que ama se engendra a sí mismo en cada instante.

La historia nos muestra a los que de verdad amaron sumergidos en una especial soledad; soledad
hasta física, retiro al desierto que ha precedido a la manifestación de las grandes vocaciones
amorosas. Porque el amor nace de la soledad del ser en sus tinieblas, que fía en el logro final; nace de
la fe ciega. La envidia rehuye las tinieblas que a toda criatura se presentan y se fija en una imagen
que proyecta: una imagen nacida en las tinieblas, una sombra.

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