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Para pasar del amor al desamor: soplar sobre la llama del deseo
Carlos Mario González
“Podían tocarle en los puntos que fueron sensibles sin que ahora sintiera
nada, como una piel muerta que llevamos aún con nosotros pero que ya
no sentirá ni caricias ni pinchazos, que ya no es nosotros, que ha
muerto.”
Marcel Proust
1. Amor
seres. De otra parte, existe otra modalidad que nombra la palabra Amor y
es la que llamaré Pasional, en la cual el afecto es intensamente
vinculante respecto a un amado que es percibido como absolutamente
singular. Si el amor-normal en su monótona sobriedad es repetitivo, el
amor-pasión en su inquietante embriaguez es creativo y si, como lo dice
la misma expresión, es una pasión, un padecer que se puede incluso
aproximar a la enfermedad, habría que recordar a Proust, quien dice que
en todo caso se trata de la única enfermedad de la que no queremos ser
curados, a lo que agregaría que no queremos —quizás no todos, pero sí
algunos— ser curados, porque esa enfermedad es la de desear y la pasión
es una intensa exaltación del deseo, mientras el amor normal está curado
del deseo y establece sus dominios sobre las poco fértiles tierras del
hábito. Matizar a Proust se impone porque éste parece olvidarse que el
ser humano tiene una ambivalente relación con el deseo, pues si, de un
lado, en tanto sujeto lo es del deseo, del otro, en tanto yo, resiste
tenazmente el deseo que lo habita y al cual teme por el poder
transformador que pone en juego. Acobardados ante el deseo —la verdad
es que son menos que más los seres que hacen la vida de cara a éste —,
los hombres prefieren refugiarse en las tranquilas pero insulsas
seguridades del hábito, haciendo así de la compañía un asunto de
costumbre, tanto más estable cuanto más hayan resignado el deseo. El
amor-pasión, por el contrario, sostiene en el hombre el difícil pero
fecundo y vitalizador trance del deseo, de un deseo que se sitúa
dialécticamente tanto en el ser como en el cuerpo del amado, porque el
ser se hace carne y el cuerpo se trasciende ontológicamente.
y metonímicas para elegir y revestir a una persona con el valor del objeto
del deseo, el amor hace propenso al amante a ese otro espacio que
también se ejercita con las operaciones retóricas: el arte. Pero de aquí se
puede seguir que si el amor es una obra (en tanto no es sólo lo que se
siente pasivamente, sino lo que se hace y se produce activamente) y el
ser humano ha sido capaz de lograr obras eternas, como el arte por
ejemplo, ¿por qué no puede aspirar a que su obra amorosa sea eterna para
él? En este sentido habría que decir que un amor puede alcanzar —sin
perder nada de su potencia en el cuerpo, en la palabra y en la presencia
como sus grandes fuentes de dicha — su perpetuación si él logra
consumarse como una obra artística.
2. Enamorarse
uno de los dos estados anímicos haga desaparecer al otro, el cual, por el
contrario, opera siempre como referente para la intensidad de su par, y
todo ello según una capacidad de variación, de paso de un estado anímico
a otro, que puede originarse en cualquier imponderable. Volviendo a
Proust (¿pero, tratando del amor, cómo no ha de volver uno, una y otra
vez, al hombre que más aguda y bellamente ha sabido expresarlo?):
En esta dirección, lo que depara el amor es algo del orden del goce en el
sentido en que lo entiende el psicoanálisis: un placer sufriente o un
sufrimiento placentero. Esta intensa, inextricable y oscilante relación
entre el placer y el sufrimiento caracteriza al amor-pasión y lo diferencia
del amor normal en el que la aspiración no es la conmoción productiva
del ser sino la impercepción de un estado de serenidad —de armonía,
dicen— en el que nada acontezca ... ¡ni siquiera la vida! Para el
enamorado, por el contrario, la vida se siente en lo más intenso o tenue
de su pálpito, arrebata en el furor de un hacer que es la antítesis de la
mera contemplación y no es asunto de cansinas calmas sino de acciones
emprendedoras, que no arredran al amante por el hecho de que su dicha
esté trenzada con el sufrimiento. Siendo el amado crucial para su
felicidad detenta sobre el amante, quiéralo que no, un angustiante poder:
el de representar su más caro anhelo, encarnado además en una persona
que es una voluntad, un deseo y una libertad independientes de la suya, lo
que jamás garantiza del todo o permanentemente la presencia, el cuerpo y
la palabra que le demanda el amante para poder arribar a su felicidad.
desamor, aunque vistas las cosas más de cerca, el amante anticipa que de
todos, su mayor sufrimiento sería precisamente perder su amor. Termina
el amante aceptando que la ley del amor promueve en los mismos rasgos
que lo constituyen, el origen de la alegría o del sufrimiento que le
embargará, es decir, en la angustia de la pérdida del amado, en la
inseguridad que tiene frente a él, en los celos que le suscita y en la
imposibilidad de poseerlo y conocerlo completamente, es donde el
amante halla la raíz de su sufrimiento, pero también la fuerza inmensa de
su alegría cuando triunfa, así sea temporalmente, de ello. El deseo en que
se encabalga el amante apareja el dolor, los celos y la angustia —todo
ello habida cuenta de la posibilidad siempre presente de perder al
amado—, pero en lograr superarlos, de una manera que no puede ser sino
transitoria, está el exceso de felicidad que le es dado experimentar.
3. El desamor
sostener ese don de los dioses que, en buena medida de forma caprichosa,
le ha sido deparado a dos que se aman mutuamente? ¿Cómo impedir la
erosión de la muerte en un par vivificados por la pasión de amor? ¿Cómo
lograr de la difícil dicha de un amor apasionado su duración
ininterrumpida en el tiempo, sin ceder a eso que, según Pedro Salinas, es
lo más seguro del amor: el adiós? En últimas, ¿cómo conseguir que jamás
el cisne negro se desdibuje ante nosotros y que nosotros nos sostengamos
en la mirada de su deseo?
Hay dos lugares y cada uno de los dos sujetos de la experiencia amorosa
debe ocuparlos alternativamente. El lugar del objeto poético estipula que
quien lo ocupe debe disponer de la capacidad transformadora de
significaciones que caracteriza a la configuración poética, poseer la
facultad de ser lo que es siendo siempre otra cosa, gozar del recurso de
dar de sí dejando la certidumbre de que siempre algo de más queda por
salir a la superficie. Por su parte, el lugar de la mirada poetizante alude a
que quien esté ahí despliega una búsqueda incesante de significaciones,
es un renovado intérprete de lo que depara el ser del otro, un explorador
jubiloso de nuevas dimensiones que posibilita el amado. Alternando entre
ser alguien que enriquece incesantemente lo que es y le ofrece al otro y
ser un acucioso lector de los signos que vienen del amado, puesto cada
uno de los dos en esta alternancia, la experiencia amorosa encuentra así
su muy difícil pero posible renovación de la pasión, haciendo del tiempo
la oportunidad de un encuentro mutuamente creativo entre los amantes y
no los grilletes que atan a una rutina insulsa y pesada, verdadera tumba
del deseo. Hacer, pues, de un amor una duración que no agota la pasión,
es lograr una relación creativa a partir de la posibilidad de los amantes de
ser mutuamente y al mismo tiempo objeto poético y mirada poetizante,
“arte de ser” que sin duda es de muy difícil concreción, mas no por ello
imposible y que, en todo caso, señala que el agotamiento del deseo no es
una fatalidad derivada del tiempo en que se despliega un lazo amoroso,
sino consecuencia de lo que hacen los amantes cuando cada uno para sí y
los dos en su encuentro olvidan el orden del ser, único lugar del que se
puede alimentar el amor que no pierde el trazo del deseo.
sobre todo por abolir toda distancia e incertidumbre, con lo cual estrechó
la cercanía a costa de la dimensión poética del vínculo, valga decir, de la
fuerza viva y creativa del amor. Por esto se puede afirmar que el desamor
no es una pasión —de ahí que no sea odio—, es simplemente la pérdida
de la pasión y por eso sus signos distintivos son el olvido, la indiferencia
y la falta de sentimiento para con quien antes la experiencia antes era
exactamente la contraria.
la esperanza de que de allí venga otro ser sobre el cual volcar nuestra
capacidad de amar, aguardando que esta vez sea la historia de una pasión
que sepa ganarle a la muerte.
* Según la leyenda, había una mujer que era tan bella, tan bella, que
constituía la envidia de las demás mujeres y el anhelo de todos los hombres,
quienes por eso estaban siempre en plan de disputar entre sí. Los dioses,
preocupados por la suerte de esta hermosa mujer y por la paz entre los
hombres, decidieron convertirla en cisne, pero, dada su singular belleza y
para no confundirla con los demás cisnes, todos blancos, la cubrieron por
completo de un plumaje negro, tan negro como la noche más oscura y
cerrada. Desde entonces se ve a una gran bandada de cisnes surcar el cielo,
todos blancos excepto uno, negro profundo, que vuela en el centro de ellos.
De esa manera los dioses respetaron su cautivante belleza y le evitaron ser
objeto de la maledicencia de las mujeres y de la rivalidad de los hombres...
La leyenda sigue contando que un día el bello cisne negro, triste por su
soledad, se desvió del rumbo que llevaba la bandada y se dirigió al lugar de
los dioses, donde los encontró a todos reunidos y les pidió que, aunque
entendía y compartía las razones que los asistió para convertirla en cisne
negro, le dejaran volver a gozar de su condición de mujer y de la compañía
de los hombres. Los dioses, que mucho querían al bello cisne negro porque
era cálido y tierno como ninguna otra criatura en el universo, deliberaron un
rato y pronto llegaron a una solución ideal. Decidieron que el hermoso cisne
negro volvería a ser visible como mujer en todo el esplendor de su belleza,
sólo ante la mirada del más enamorado de los hombres. Así lo hicieron, y
por eso, cuando el cisne negro se presenta ante los ojos de un enamorado,
éste tiene frente a sí la mujer más bella que jamás hombre alguno haya
visto...