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EL AMOR DE UN SER MORTAL[1]

Georges Bataille

Traducción de Andrés Ramírez, reelaborada


por Gerardo Córdoba O.

Tomado de: BATAILLE, GEORGES. Annexes “4.


L’amour d’un être mortel”, Oeuvres
Complètes, T. VIII, 1976 p. 496 – 503.

La reflexión de la cual el amor es el


objeto es ante todo la más decepcionante.
Es que en la persona del ser amado, un amor
auténtico propone al espíritu muchos
motivos de enceguecimiento. A menudo, la
reflexión a sangre fría sustituye con una
mezquina verdad la visión de la fiebre. El
amor divino es el único que se encuentra al
abrigo de tan grandes fracasos: la
trascendencia de una verdad sobrenatural le
eleva sobre las nimias miserias que empañan
el esplendor del ser amado. Para el
conjunto de los hombres, —quienes no le
aman— este no podría, por otra parte, más
que pretender abusivamente al valor
soberano que le atribuyo, y sin el cual no
lo habría amado. Así la reflexión profunda
sobre el amor es ante todo desencanto. Todo
amor enloquecido sería prueba de
ingenuidad, y la lección de la sabiduría es
el desprecio.
A decir verdad, el amor humano es la
paradoja más chocante. El ser elegido lo es
siempre en razón de un valor que él no
tiene, puesto que él no lo tiene más que
para el amante. De parte de los amantes
esta negación de lo que ellos no son, esta
reducción del universo a lo que ellos son,
tienen el sentido de un grosero desprecio.
Pero voy a esforzarme en mostrar que para
una reflexión “sin medida”, este escándalo
es una vía de la verdad.

Puedo representarme al hombre abierto


desde los tiempos más antiguos en la
posibilidad del amor individual. Me basta
imaginar el aflojamiento hipócrita del lazo
social. La preocupación dominante de las
subsistencias, que nosotros imputamos tan
fácilmente a los primeros hombres, ¿habría
sido tan contraria al desorden de los
sentimientos como a los múltiples caprichos
que agitan los pueblos más simples? Pero de
la forma que sea, incluso fue ligado al
matrimonio, el amor tuvo siempre un sentido
de transgresión. ¿Qué es el matrimonio,
sino una violación ritual de lo prohibido
patente en la unión sexual? Del mismo modo
el sacrificio es una violación prescrita de
lo prohibido de matar. Si el amor
individual no es en él mismo opuesto a la
sociedad, los amantes no pueden concordar
con un orden de cosas que les ignora (o les
incrimina) y tiene por una futilidad (o una
amenaza) al sentimiento que les domina. En
esas condiciones difíciles, los trastornos
y el horror silencioso del abrazo tienen a
los ojos de los amantes, incluso
repugnantes, el valor de vergonzosos
emblemas del amor que les opone a todos los
demás. Los amantes han recurrido a la
hechicería, de la cual aman los sortilegios
y los filtros, y como los hechiceros, están
del lado de los ángeles malvados.
Nada es más contrario a la imagen del
ser amado que la del Estado, cuya razón se
opone al valor soberano del amor. Parece
bien, a primera vista, que el Estado oponga
su verdad universal a la verdad particular
de los amantes ¿Quién podría verdaderamente
dudarlo? El individuo mortal no es nada y
la paradoja del amor quiere que él se
limite a la mentira que es el individuo.
Solo el Estado (la Ciudad) asume, con
razón, para nosotros, el sentido de un más
allá del individuo, solo él es el
detentador de esa verdad soberana que no
altera ni la muerte, ni el error del
interés privado. Pero esa no tiene el valor
último que se le cree. El Estado no tiene
en absoluto (o estaría perdido) el poder de
abarcar delante de nosotros la totalidad
del mundo: esta totalidad del universo,
dada en un mismo movimiento —afuera, en el
ser amado, como un objeto; adentro, en el
amante, como sujeto— no es plenamente
accesible a nosotros más que en el
concordar del amor. Es solamente en el amor
que un hombre, al arder, queda en seguida,
silenciosamente, vuelto al universo.
Yo no he dicho que el objeto del amor
es el universo: el amante (el sujeto)
quedaría entonces separado, distinto de ese
objeto. Solo el ser amado sería para el
otro el universo entero: este no es de lo
que se trata. El ser amado no propone al
amante abrirlo a la totalidad de lo que es
más que abriéndose él mismo a su amor, una
apertura ilimitada, no es dada más que en
esa fusión, donde el objeto y el sujeto, el
ser amado y el amante, cesan de ser en el
mundo aisladamente –cesan de ser separados
el uno del otro y del mundo, y son dos
soplos en un solo viento.
Jamás el Estado ni la Ciudad nos son
dados de esta forma, en ese silencio de
muerte en donde parece que nada es más. La
comunidad no puede, en ninguna, medida
nombrar ese impulso, verdaderamente loco,
que entra en juego en la preferencia por un
ser. Si nos consumimos de languidez, si nos
arruinamos, o si, a veces nos damos la
muerte, es que tal sentimiento de
preferencia nos pone en espera de la
prodigiosa disolución y del estallido que
sería el abrazo acordado. Es que él es en
la esencia del amor arder, lejos de
adquirir, de prodigar los bienes y de
perder aquellos que aman. Todo lleva, en la
fiebre, a anticipar en el abrazo en un
movimiento de pasión que consume. Y si el
objeto de nuestro amor evoca la ruina, —el
vano resplandor, la muerte— nada contribuye
más a designarlo como el ser elegido. Al
menos eso es así cuando el amante mismo
nombra el amor, es él mismo un ser de lujo,
y lo familiar de la muerte o de la ruina.
Queda una posibilidad, ver una
necesidad de compromiso. El juego del amor
es tan abierto —auténtico, nos propone tan
grandes peligros—, que la mayor parte del
tiempo, tenemos miedo. Lo más frecuente es
que nosotros no damos más que cortos
instantes a la prodigalidad sin medida y a
la fiebre. Sobre todo nosotros no nos
acercamos más que tímidamente sobre esta
vía verdaderamente sagrada, que encamina a
través de los dominios de la angustia y del
miedo. Por esta razón, nosotros no
escogemos el ser amado más que a la medida
de nuestros sentimientos de prudencia.
Nosotros lo soñamos, como nosotros, lleno
de una osadía que se lanza, pero solamente
asegurando bien que ese bello movimiento
será más bello que peligroso. Los amantes
en sus juegos más riesgosos, blanquean los
ojos. Esto sucede frecuentemente en la
lealtad —y la malicia— de la inconsciencia,
y vale más que los ademanes acompasados y
las griterías dolorosas, donde se hace
ostentación de los sentimientos más
contrarios a la razón (esas maneras
llamadas sordas contradicciones). La verdad
es que nosotros tenemos, pase lo que pase,
la dicha de encontrar (debemos encontrarla,
si no por nosotros, por una “más grande
gloria” del hombre, a la cual son
consagrados esos grandes movimientos de la
vida en nuestros cuerpos). Nosotros
queremos, es cierto, que esa dicha sea
peligrosa, pero hasta recusarla con
actitudes amargas, o con impotentes rabias,
hay demasiada pretensión. Febrilmente
buscada, la desgracia, a los propios ojos
del hombre febril, tiene algo de tan vista,
—de tan penosamente dada a ver— que
siempre, o casi, son descartadas las
probabilidades de esa secreta coincidencia,
sin la que los amantes no podrían alcanzar,
súbita y seguramente, el turbio sentimiento
de la totalidad que les embriaga.
Es que el descubrimiento de una
respuesta del amante hacia el ser amado, o
del ser amado al amante, tiene el sentido
profundo que requiere para ser asida la
calma donde se busca la felicidad. Esta
respuesta, en la inmensidad en que estamos
aisladamente perdidos, es a nuestros ojos
semejante a la paloma del arca: de repente,
de una manera sutil, secreta e inasible,
esta inmensidad en que nosotros estábamos
solos nos dice: “Tu no sabías que yo
estaba: escucha la voz que es la mía, que
es tu voz, he aquí este ser que se adelanta
hacia ti al salir de mi profundidad, y es
su voz; tú le reconoces y él te reconoce,
emergen todos dos de la noche donde mi
infinitud les extravía, pero,
encontrándose, se pierden: puesto que, lo
saben, son el uno y el otro el eco,
múltiple pero uno, que es mi secreto, como
un vacío tan violento y tan dulcemente
comunicable que nunca, desde ese día, su
plenitud les faltará”. Hay una ironía casi
loca en esas minuciosas coincidencias, que
hacen responder la virilidad a la
feminidad, un fuerte dulzor a una frágil
violencia…, pero siempre una angustia a una
angustia: la angustia del uno era el deseo
que tenía del otro, el otro, surge como una
respuesta a la angustia que le llama, no me
fue dado más que por esa angustia y él
dejará de ser la maravillosa respuesta que
yo escucho, o que escuché, desde que el
llamado cesará en mí.
Esto muestra claramente que el amor no
se eleva hacia la plenitud desmesurada del
universo más que a condición de no quererla
de un modo absoluto: ella supone, dada bajo
una forma contingente, un carácter
incompleto, y se comprueba que el
complemento, que falta, tendrá él mismo una
forma de azar. Exactamente es el azar lo
que me aparta de lo que carezco, es el azar
también lo que me lo entrega. Si la
necesidad me lo hubiera entregado, yo no
habría podido reconocerlo, porque no hay
nada de necesario en mí y el amor me pide
sin reserva ese abandono a la suerte. Él me
pide de la misma forma sutil y poco
inteligible, no buscarlo jamás en el
frenesí: si él es demasiado grande, la
turbación le es contraria, llama más bien a
la calma. La verdad del amor exige también
las violencias sin piedad del abrazo, pero
ella no aparece más que por azar, en la
transparencia del reposo. La imagen que más
me viene a la mente es la de un lago, la de
un objeto que no es jamás aislable como
objeto, porque sus aguas fluyen y su
superficie es el reflejo del cielo, sus
fondos fangosos le dan el dulzor invisible
que le vincula a la profundidad del suelo
siguiendo el lento deslizamiento del
planeta, sus bordes rocosos se borran en la
luminosidad de los aires. Enteramente, la
verdad del amor está suspendida en esos
momentos de calma donde nosotros perdemos
el límite.
II

Lo que nos engaña sobre los amantes es


la inestabilidad de su auténtico acuerdo.
Nos equivocamos y, sin recelo, hablamos de
esas formas residuales donde la intimidad
de la cual he hablado cede el lugar a una
vida de compromiso. Estos amantes reales
viven en el mundo donde se unen también por
ostentación. Si su acuerdo les pierde de la
inmensidad del mundo, ellos proponen a los
otros maravillarse de su gloria. Ellos no
pueden resignarse a conocer solos esa
felicidad cuyo límite es el universo. Pero
no pueden proponerla para el reconocimiento
más que a condición de alejarse. Ellos la
desconocen por lo tanto, y ellos lo saben:
es en la medida en que será reducida a sus
elementos cognoscibles que su dicha —o su
suerte soberana— puede ser reconocida. Los
otros tienen por otro lado razón si
rechazan admitir la verdad de eso, se
engañarían si situaran lo que han asido más
allá de los límites comunes. Estos amantes
han tomado esos límites por su cuenta
entrando en la ostentación, ellos se
someten así a esos conjuntos de juicios que
subordinan el ser a fines mezquinos, de
reglas en la zona insignificante a la cual
los objetos de pasión, el Estado y el ser
amado, son resueltamente extraños. Ya,
ellos juzgan de diferentes amantes como
aceptan ser juzgados ellos mismos. Y la
incoherencia ordinaria de esas actitudes, —
que mantienen en un mundo utilitario
principios de valor ligados al consumo
(como son los bellos vestidos, la riqueza,
la gloria), — acaba de rebajar su gran
vuelo al nivel de su vanidad.
En un sentido diferente, los juegos de
los amantes tienen, sino por fin, por
efecto, el nacimiento de hijos y la
formación de una familia. Pero la unión que
sobrevive en esas condiciones no es la
misma que la primera. Ella deviene una
sociedad de adquisiciones. Es una en razón
del número de los hijos, y a menudo, es una
en razón de la acumulación de las riquezas.
El nacimiento de los hijos no puede ser
reductible a la adquisición, pero sería
vano confundir la pasión que junta a los
amantes y los lazos que unen a los padres.
La unión de dos amantes nunca es estable
más que en apariencia: todo nos da a creer
al contrario que ella nunca es dada en la
duración: ella todavía es engañosa, no dura
auténticamente más que a condición de
renacer de una angustia que renace ella
misma incesantemente del olvido.
Lo que nosotros condenamos en el amor
no revela pues, como lo creíamos, demasiado
a menudo, la estrechez o la ausencia de
horizonte; el amor individual es incluso,
por excelencia, una manera de ser
ilimitado, pero sucumbe siempre a la
imposibilidad de no ser más que el
relámpago entre dos nubes. Nunca está fijo,
y las miserias con las cuales nosotros lo
cargamos contienen esas uniones duraderas
de las cuales no fue más que la ocasión. Lo
que condenamos en el amor es así nuestra
impotencia, y nunca lo posible que él abre.
Lo más incómodo si nosotros queremos la
verdad del amor, toca por otra parte menos
esos encadenamientos en el mundo real que
su hundimiento en las palabras. Los amantes
hablan, y sus palabras trastornadas rebajan
y agrandan al mismo tiempo el sentimiento
que les mata. Pues ellos transfieren a la
duración aquella verdad que se toma el
tiempo de un relámpago.
Pero no solamente los amantes hablan:
la literatura sustituye la verdad del amor
en un mundo ficticio, donde el amor
liberado del orden real se encadena a los
pesados modos de proceder de las palabras.
La ventana abriente, de la noche de los
objetos distintos, en el día de la ausencia
de objetos nos pone en presencia de una
simplicidad desprovista de forma y de modo,
que el lenguaje no puede traducir, si no es
con la ayuda de figuras poéticas o de
negaciones. A la cual la literatura opone
sus formas y modos, sus juramentos y sus
gritos de convención, sus consagraciones
calculadas. En ese gran silencio al que
está consagrado el movimiento de nuestro
corazón, no tenemos la fuerza de
retenernos. Nosotros tenemos la debilidad
de sustituir conveniencias, códigos,
actitudes escogidas o leyes de la cortesía
con la fuerza inmediata de los
sentimientos. De tal modo que,
frecuentemente, dudamos si la literatura
responde a la verdad de los sentimientos, o
los sentimientos responden a la literatura.
Yo podría no amar más que para parecer ese
héroe del que leo la historia, tanto decir
en vista de obedecer a una convención. En
ese sentido, si ella semeja la irrisión de
ese objeto que es el amor más completo, la
obra de Cervantes es también una manera de
rebelión contra una tan clara profanación.
Esta es una propuesta apenas más
desarmante que la de ese profesor al decir,
muy feamente, del amor: “esa invención
francesa del S. XII”. Los franceses no
inventaron más que un lenguaje y unas
leyes, para unos fines que exigen el
silencio y la ausencia de ley. Esos códigos
de cortesía de los caballeros pueden ser
derivados de las reglas de una sociedad de
iniciados, pero la literatura fue su
primera forma aprobada. Los iniciados (los
caballeros) debían elegir una dama a la que
ofrecían sus hazañas en homenaje. Se
trataba, en las novelas, de aventuras
tomadas de lo maravilloso (donde los
hechiceros, los dragones, los rescates
rodean a los amantes de un prestigio casi
divino) pero se trataba en el mundo real de
hazañas de guerreros y de proezas en los
torneos. Los torneos eran el episodio de
donde brotaban alegrías fastuosas: los
caballeros combatían ritualmente bajo los
ojos de la mujer elegida, a la cual
consagraban sus justas (aún hoy, los
matadores dedican de la misma forma el toro
que enfrentan a su bella, sentada en la
barrera[2]). La dama, ostenta unos
atributos de riqueza provocante, asistía al
combate como a una gala, de tal modo que
aparentemente esos rituales tenían el
sentido glorioso de una fiesta del amor
individual.

III

Tales fabricaciones servían menos en


tanto que no traicionaban la espera
angustiosa de los corazones. Debía aparecer
en consecuencia que la comedia de los
sentimientos, las coqueterías y las
afectaciones del pudor, las actividades
exageradas del temblor, y las zalamerías de
una literatura de convención, daban la
medida de la pasión que un ser mortal
inspira. Aquello se ligaba a la certidumbre
que el triunfo —la duración— reduciría la
revelación abierta del amor al horizonte
cerrado del mundo o de la familia. Además
el deseo debía crecer para dar a la pasión
un objeto más digno de su violencia. Los
aspectos sórdidos del amor se añadían a ese
carácter decepcionante para acabar el
desencanto que está en el origen del amor
enloquecido del hombre-Dios.
El amor divino prolonga esa búsqueda
del otro, sin la cual tenemos el
sentimiento de estar incompletos, y cuyo
abrazo es a veces la ocasión. Él la
prolonga y justamente acaba de darle el
sentido profundo que yo he representado:
falta liberar el objeto de los elementos
accidentales que subordinan el ser de carne
a la base de la realidad, le hace falta
volver a esa plena soberanía que no estaba
revelada, un instante, en la pasión, más
que para ser negada en la duración. Ya que
la duración devuelve la cosa tangible al
estado servil: cada cosa en la duración
sirve a otra cosa.
Pero nosotros podemos encontrar sin
término medio que es el ser de carne lo que
alcanzamos en la presencia donde la verdad
complementaria del otro se revela. Lo
podemos si arruinamos ese orden de cosas
bien establecido que generalmente nos sirve
en la realidad de los objetos,
independiente de nosotros. Sufrimos, por
este fin, por rechazar el favor de lo que
nos sigue siendo extraño. Todo lo que —
natural o profano— tiene figura de
contingencia, nos lo niega: desde entonces
la presencia general, y soberana, del ser
elaborada lógicamente subsiste sola.
Nosotros encontramos no obstante una
dificultad en esta búsqueda: si no hacemos
más que elaborarla lógicamente, la
presencia de Dios no es sensible. Aún
debemos tener la angustia, y hasta el
horror, de lo que nos falta si permanecemos
en la soledad, incompletos. La experiencia
del Ser absoluto se prolonga en el horror
de la nada, pero ni el Ser absoluto ni la
nada nos son directamente sensibles.
Podemos alejarnos de los seres de carne,
pero no accedemos a los estados en que la
totalidad de las cosas se revela para
nosotros más que con la condición de
percibirla a través de ellos,
sensiblemente. Jamás el universo, o mejor
“la inmensidad sin nombre”, nos es
accesible más que por medio de una
respuesta dada adecuadamente a la cuestión
dada que nos constituye. La cuestión es tal
o cual, y la respuesta debe siempre estar a
su medida. No podemos desde luego
sorprendernos si el lenguaje que brota de
los labios del hombre en busca de Dios,
lejos de ser el discurso de la teología, es
el del amor humano. “Se sabe”, dice un
creyente[3], “el rol que el Cantar de los
cantares ha jugado en el lenguaje de los
místicos. Y si se toma el Cantar en su
sentido literal, no se puede menos que
remarcar que está cargado de expresiones
amorosas. Ahora bien, los místicos han
visto en el Cantar la gramática más
adecuada a los efectos del amor divino y no
se han cansado de comentarlo, como si esas
páginas tuvieran contenida la descripción
anticipada de su experiencia”. Es que el
ser de Dios se da en complemento con el del
hombre, de la misma manera que el de la
mujer que amamos. Y su divinidad obra sobre
nosotros como la feminidad de la mujer.
Pero la divinidad que nos responde, que es
otra que nosotros, estaría también
demasiado lejos de nosotros, si ella no
fuera, sin embargo, la de un hombre,
angustiado y sufriente, como nos
angustiamos, como sufrimos. Es un ser de
carne, y sangrante sobre la cruz, es el
horror, muy humano, de la muerte y el
sufrimiento que, en el desgarramiento de
sus rodillas, el místico aprehende en el
tiempo en que desfallece. Le es permitido
ir más lejos. Ya que tiene a menudo el
poder de hacer un vacío tan grande en él
como la plena respuesta a ese vacío sea el
Dios que jamás tiene forma ni modo. Pero no
hemos ido más lejos que al comenzar por el
principio. Jamás deberíamos olvidar que la
efusión divina es cercana a la humana, que
la precede. Esa no la disminuye de ninguna
forma. Es más bien lo contrario lo que es
verdad. Porque yo creo que nunca, en el
instante, la efusión que reúne, en
espíritu, dos seres de carne es menos
profunda que aquella que eleva al fiel a
Dios: y acaso el sentido del amor divino es
darnos el presentimiento de la inmensidad
contenida en el amor de un ser mortal. El
amor humano es incluso más grande, si está
en él no darnos la seguridad yendo más
lejos que el instante mismo, y llamarnos
siempre al irreparable
d e s g a r r a m i e n t o .

[1] Aparecido inicialmente en: Botteghe


Oscure, n° VIII, Nov. 1951, p. 105-115. Los
editores de las Oeuvres Complètes dicen que
se trata de una redacción previa de
L’histoire de l’erotisme, cap. 6, I – II,
T. VIII, 1976 p. 135 – 147. Y que en uno de
los manuscritos aparece bajo el título: El
triunfo del amor y no de la muerte.
[2] La barrera es la primera fila de
asientos en la que se acomoda el público en
la plaza de toros. A esos espectadores,
lógicamente, jamás les va a alcanzar el
toro, aunque salte al callejón. (N. de T.)
[3] Jean Guitton, en el Ensayo sobre el
amor humano, p. 158-159.

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