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Juan Ramón Rallo - Anti Marx (I - II)
Juan Ramón Rallo - Anti Marx (I - II)
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Prefacio
Introducción al pensamiento filosófico, económico y político de Marx
El capitalismo, según Marx
1. El valor de las mercancías
2. De la mercancía al capital, a través del dinero
3. La plusvalía
4. Reproducción y acumulación del capital
5. La distribución de la producción agregada entre clases sociales
6. Las crisis dentro del capitalismo
7. El comunismo
Conclusión
Bibliografía
Tomo II
Dedicatoria
Crítica al pensamiento filosófico, económico y político de Marx
1. Crítica a la teoría del valor
2. Crítica a la teoría del dinero y del capital
3. Crítica a la teoría de la explotación
4. Crítica a la teoría de la reproducción y acumulación de capital
5. Crítica a la teoría de los precios de las mercancías y de los ingresos
de las clases sociales
6. Crítica a la teoría de las crisis económicas
7. Crítica a la teoría sobre el comunismo
Conclusión
Bibliografía
Notas
Créditos
SINOPSIS
Karl Marx es incuestionablemente uno de los pensadores más influyentes de la historia. Ningún otro
autor ha logrado un predicamento similar al suyo en disciplinas tan dispares como la Economía, la
Filosofía, la Historiografía, la Sociología o las Ciencias Políticas. Sus ideas han alentado
movimientos sociales y políticos de masas que en muchos casos llegaron a tomar el poder y a aplicar
un programa revolucionario de inspiración marxista.
De entre toda la abundantísima literatura que existe sobre Marx, este libro de Juan Ramón
Rallo es único por dos motivos. En primer lugar, no hay otra obra que ofrezca simultáneamente una
revisión sobre Marx y a la vez contra Marx tan extensa y detallada. En segundo lugar, no existe hasta
el momento una crítica integral a la teoría económica marxista tan meticulosa y ordenada como la
que presenta Rallo.
Este primer tomo está dirigido a presentar el pensamiento marxista, especialmente ―aunque
no exclusivamente― en su vertiente económica, de un modo sistemático y aséptico: no se pretende ni
distorsionar ni caricaturizar a Marx, sino simplemente explicar, del modo más accesible posible,
cuáles fueron sus ideas.
Con este fin, Rallo revisa, desmenuza e integra la extensa obra de Marx, desde La crítica a la
filosofía del derecho de Hegel a las Glosas marginales a Adolf Wagner, pasando por Los
Manuscritos económico-filosóficos de 1844, La ideología alemana, La miseria de la filosofía, los
Grundrisse, las Teorías sobre la plusvalía, sus artículos en prensa, sus manifiestos políticos, su
correspondencia personal y, por supuesto, los tres monumentales volúmenes de El Capital. A través
del análisis conjunto de toda esta literatura, auxiliada por el estudio de la obra de Engels y de otros
destacados intelectuales marxistas, Rallo consigue exponer de un modo coherente las teorías de Marx
sobre el valor, el dinero, el capital, la explotación, los precios, los salarios, las ganancias, las clases
sociales, el crecimiento económico, las crisis económicas y el advenimiento del comunismo. Será en
el segundo tomo cuando expondrá los problemas y los errores de todas estas teorías.
En su Anti-Marx, Juan Ramón Rallo aborda la titánica tarea de reconstruir y destruir a la vez el
pensamiento económico de Marx. Se trata de la más ambiciosa crítica al marxismo escrita hasta la
fecha.
Anti-Marx
Crítica a la economía política marxista
A Darío y a Celeste,
porque este libro también nació con vosotros
Prefacio
Tomo I
El mundo no debe ser entendido como una suma de objetos terminados, sino como una suma de
procesos, en el que esos objetos, que son aparentemente tan estables como la imagen mental que
tenemos de ellos (los conceptos), atraviesan un cambio ininterrumpido desde que nacen hasta
que mueren; un cambio ininterrumpido en el que, a pesar de que todo pueda parecer accidental y
a pesar de todos los retrocesos, al final se termina imponiendo un desarrollo progresivo [de esos
objetos].
Por ello, cuando Marx se declara materialista sólo está expresando que
pretende estudiar dialécticamente la realidad partiendo de lo material y no
de las ideas que derivadamente los seres humanos han construido sobre ese
mundo material:
Mi método dialéctico es, desde su misma base, no sólo diferente al de Hegel, sino exactamente
opuesto al mismo. Para Hegel, el proceso del pensar, que llega a transformar en un sujeto
autónomo bajo el nombre de «la Idea», es el creador del mundo real y el mundo real es sólo la
manifestación externa de la Idea. Para mí, es más bien al revés: lo ideal no es más que el mundo
material traspuesto en la mente humana y traducido en sus formas de pensamiento (C1, 102).
Figura II
En un comienzo, el esclavismo no era la relación productiva
predominante, pero conforme prosiguió la división social del trabajo, ahora
entre el campo (agricultura) y la ciudad (artesanía) y, por tanto, conforme
prosiguió la especialización y el comercio, la importancia relativa de las
relaciones esclavistas también fue aumentando, dando paso por tanto al
modo de producción esclavista, el cual se caracteriza por que el trabajo
esclavo constituye la base productiva de la sociedad. En el esclavismo, la
sociedad está dividida en dos clases sociales: los hombres libres (o
esclavistas) y los esclavos. Los primeros no sólo poseen todos los medios
de producción sino que también son dueños de los esclavos mismos
(quienes son considerados otros medios de producción más), de modo que
se apropian directa y visiblemente del producto entero del trabajo de los
esclavos, los cuales sólo reciben de éste lo imprescindible para sobrevivir.
Aunque buena parte de la producción de los esclavos va dirigida al
autoconsumo de los hombres libres, otra parte sí se destina regularmente al
mercado, de modo que nos encontramos con las primeras formas de
mercancías (productos humanos para el intercambio en el mercado) y
también de dinero.
El esclavismo fue enormemente beneficioso para el desarrollo de las
fuerzas productivas (agricultura latifundista y talleres) y de la civilización:
La esclavitud hizo posible la división del trabajo a gran escala entre la agricultura y la industria
y, por tanto, también posibilitó el helenismo, el florecimiento del mundo antiguo. Sin la
esclavitud, no habríamos tenido Estado griego ni, por tanto, arte o ciencia griega; sin esclavitud,
no habría habido Imperio romano. Y sin helenismo ni Imperio romano tampoco habríamos
tenido a la Europa moderna (Engels [1878] 1987, 168).
1.1. La mercancía
1. Objetos con valor de uso que no son producidos por el trabajo humano
y que tampoco se destinan al intercambio a través del mercado: por
ejemplo, tierra virgen, las praderas naturales o los bosques silvestres
(C1, 1.1, 131).
2. Objetos con valor de uso privado, que son producidos por el trabajo
humano privado y que no se destinan al intercambio a través del
mercado: por ejemplo, trigo cultivado para el autoconsumo.
3. Objetos con valor de uso social, que son producidos por el trabajo
humano (social o privado) y que no se destinan al intercambio a través
del mercado: por ejemplo, la caza comunitaria por parte de una tribu
primitiva produce carne para el conjunto de la tribu y, por tanto, se
trata de un valor de uso social que no se distribuye a través del
mercado (Marx [1881] 1989, 546); asimismo, el campesino bajo el
feudalismo puede producir trigo para el señor feudal pero no lo
intercambia con él a través del mercado (C1, 1.1, 131); o también los
valores de uso que, como la educación pública, proporcione un Estado
sin intercambiarlos a través del mercado.
4. Objetos con valor de uso social, que no son producidos por el trabajo
humano (o no son reproducibles a través del trabajo humano) pero que
sí destinan al intercambio a través del mercado: por ejemplo, una
pradera natural convertida en propiedad privada, objetos de
coleccionista (que si bien son fruto del trabajo humano no son
nuevamente reproducibles a través de nuevo trabajo humano) o la
honorabilidad de las personas (que en determinadas condiciones podría
llegar a venderse) (C1, 3.1, 197).
5. Objetos con valor de uso social, que son producidos por trabajo
humano privado y que se destinan al intercambio a través del mercado:
por ejemplo, una silla producida para ser vendida a otras personas a
través del mercado.
1.2. El valor
Figura 1.1
La indiferencia por una clase de trabajo en particular corresponde a una forma de sociedad en la
cual los individuos pueden pasar fácilmente de un trabajo a otro y en la que el tipo de trabajo
particular que desarrollan es algo fortuito para ellos y que, por tanto, les resulta indiferente. El
trabajo se ha convertido entonces, no sólo en cuanto categoría sino también en la realidad, en el
medio para crear la riqueza en general; y como determinación de la riqueza, ha dejado de estar
vinculado a una particularidad del individuo […]. Es sólo en este caso en que la abstracción de
la categoría «trabajo», «trabajo en general» trabajo sin más, el punto de partida de la moderna
economía política, se realiza en la práctica (Marx [1857-1858] 1986, 41).
[En el caso del trabajo especialmente cualificado] existe otro trabajo objetivado en su existencia
inmediata, a saber, los valores que el obrero consumió para producir una capacidad de trabajo
determinada, una habilidad concreta. El valor de ésta se revela por los costos de producción
necesarios para producir una habilidad específica similar (Marx [1857-1858] 1986, 249).
En la sociedad de productores privados, los particulares o las familias cargan con los costes de
formación del trabajador cualificado; por eso les corresponde a los particulares el precio, más
alto, de la fuerza de trabajo cualificada; el esclavo hábil se vende más caro, y el obrero hábil
cobra un salario más alto. En la sociedad organizada de un modo socialista, es la sociedad la que
carga con esos costes, y por eso le pertenecen también los frutos, los mayores valores
producidos por el trabajo complejo. El trabajador no tiene ningún derecho a reclamar un
sobresueldo (Engels [1878] 1987, 187).
Siempre existe un valor de mercado, como algo distinto al valor individual de las mercancías
particulares fabricadas por los diferentes productores. Los valores individuales de algunas de
estas mercancías se ubicarán por debajo del valor de mercado (es decir, requerirán menos
tiempo de trabajo en ser fabricadas que el expresado por el valor de mercado) y otras por
encima. El valor de mercado debe verse por un lado como el valor promedio de las mercancías
fabricadas en una determinada esfera (C3, 10, 279).
Los valores de uso se convierten en mercancías sólo porque son productos de trabajos privados
ejecutados independientemente los unos de los otros. La suma de todo ese trabajo privado
constituye el trabajo social agregado. Dado que los productores no entran en contacto social
hasta que intercambian los productos de su trabajo, las características específicamente sociales
de sus trabajos privados sólo aparecen dentro del intercambio (C1, 1.4, 165).
Es decir, dentro de una economía mercantil, los productores sólo se
relacionan entre sí mediados (Arteta 1993, 104-109) por las mercancías que
producen aisladamente: su trabajo privado se transforma en trabajo social
sólo a través del intercambio de mercancías. Es el intercambio el que
convierte el trabajo privado en trabajo (indirectamente) social. «Sólo como
consecuencia de la enajenación de las mercancías el trabajo contenido en
ellas deviene trabajo útil» (Marx [1857-1858] 1987, 283). Por consiguiente,
como los productores trabajan en origen de manera separada e
independiente (propiedad privada), como las relaciones humanas son
«inmediatamente asociales» (Arteta 199, 104), los individuos sólo pueden
trabajar socialmente (interrelacionadamente) a través del intercambio de
mercancías y por esa vía, como ya hemos expuesto, lo social domina a lo
material (el valor domina al valor de uso).
Démonos cuenta de que esto no tendría por qué ser así: los productores
podrían optar por asociarse libremente y planificar conscientemente (y
consensuadamente) qué producir en agregado y a quién distribuírselo en
particular. El fabricante de automóviles y el pandero podrían acordar ex
ante qué producir colectivamente (x cantidad de automóviles + y cantidad
de pan) así como los términos del reparto entre ambos de esa producción
agregada. En lugar de que el Producto Interior Bruto de una economía sea
el resultado de agregar muchas decisiones individuales e independientes
sobre qué producir que posteriormente se redistribuyen a través del
mercado, el Producto Interior Bruto podría ser el resultado de una decisión
colectiva sobre qué producir y para quién producir. Y el resultado en ambos
casos podría ser idéntico si así lo quisieran los productores libremente
asociados.
Si lo representamos gráficamente (Cohen [1978] 2001, 121), en una
economía con productores libremente asociados y planificando
conscientemente su producción, los distintos seres humanos (H1, H2 y H3)
establecerían relaciones productivas conscientes entre sí (representadas por
las líneas que los unen) y de ese modo aportarían y retirarían producción
material (P) de un fondo común. Es decir, habría control consciente del
proceso de producción y de distribución:
Figura 1.2
En cambio, en una economía de mercado, los productores venden y
compran autónomamente mercancías a un misterioso mercado (M), cuya
lógica última queda oculta a ojos de los productores independientes (lo
hemos señalado a través de la línea discontinua). Es decir, H1, H2 y H3 sólo
entran en contacto directo entre sí (viven y producen los unos separados de
los otros) mediados por el intercambio de mercancías (P). Y los términos de
ese intercambio (y, por tanto, de su interacción directa) son precisamente
los que marca la ley del valor: cada ser humano aporta su propio trabajo
privado a un fondo común (el mercado) y es en el mercado donde ese
trabajo privado del conjunto de seres humanos se transforma, a sus
espaldas, en trabajo social, el cual es ulteriormente distribuido según la
fracción del valor social que haya generado cada uno de los seres humanos.
Que, dentro de una economía mercantil, los productores sólo entren en
contacto directo mediados por las mercancías no es incompatible con que
indirectamente unos entren en contacto con otros (unos influyan sobre
otros) sin mediar mercancías: por ejemplo, los competidores de un
productor independiente entran indirectamente en contacto con él al
competir contra él aunque no intercambien mercancía alguna (Rubin [1923]
1990, 8).
Así pues, dentro de una economía mercantil, las relaciones de
producción y distribución no tienen lugar entre productores libremente
asociados, sino entre productores independientes a través del intercambio
de mercancías en el mercado. Y ello genera la falsa conciencia de que ese
modo de producción y distribución de valores de uso propio de la economía
mercantil es el modo natural para cualquier sociedad histórica. Parece que
la mercancía sea el único vehículo a través del cual los seres humanos
pueden cooperar, es decir, parece que la mercancía sea la causa de las
relaciones sociales de cooperación entre productores… en lugar de
reconocer que la mercancía es el resultado de esa cooperación dentro de un
modo de producción histórico concreto y contingente. A esta
transubstanciación de las fuerzas y relaciones productivas de los
productores en una propiedad aparentemente natural e inherente a las
mercancías es a lo que Marx denomina «fetichismo de la mercancía».
Figura 1.3
La mercancía refleja las características sociales del propio trabajo de los hombres como si fuera
una característica propia de esos productos del trabajo, como propiedades socio-naturales de
esas cosas [cosificación de las personas]. Por tanto, también refleja la relación social que los
productores mantienen con respecto al trabajo social como si fuera una relación entre objetos,
una relación que existe al margen de los productores [personificación de las cosas] (C1, 1.4,
164-165).
A los productores, las relaciones sociales entre sus trabajos privados se les aparecen como lo
que son, es decir, no se les aparecen como relaciones directamente sociales entre personas que
trabajan, sino como relaciones cosificadas entre las personas [cosificación de las personas] y
como relaciones sociales entre las cosas [personificación de las cosas] (C1, 1.4, 165-166).
La sombra religiosa sobre el mundo real únicamente se desvanecerá cuando las relaciones
prácticas de nuestro día a día, las relaciones entre persona y persona, o entre persona y
naturaleza, se nos presenten de un modo transparente y racional. Este velo místico sólo se
retirará del proceso social de la vida, esto es, del proceso material de producción, cuando ese
proceso material de producción se halle controlado, de manera consciente y planificada, por
hombres libremente asociados (C1, 1.4, 173).
Por alienación, Marx entiende «un error, un defecto, algo que no debería
ser» (Marx [1844a] 1975, 346), es decir, se trata de la presencia o ausencia
de algo que da lugar a la división o al establecimiento de una relación
disfuncional y contradictoria entre dos entidades (Leopold 2007, 67-68).
¿Qué es una relación disfuncional? Aquella que no satisface los fines para
los que fue creada o establecida (Berlin [1921] 2021, 126) o que carece de
significado, de sentido, de propósito para los entes que conforman esa
relación (Elster 1986, 41). Por consiguiente, ese «algo» que genera la
alienación, «en lugar de servir a los seres humanos, se presenta como una
fuerza ajena y hostil hacia ellos» (Singer [1980] 2008, 45). Más
esquemáticamente, el sujeto S está alienado frente al objeto O cuando la
concurrencia de las circunstancias C —presencia o ausencia de ciertos
elementos— impiden una unión armónica entre S y O (Gilabert 2020), es
decir, cuando O domina a S o cuando S no alcanza a través de O los
objetivos que pretendía alcanzar al crear o relacionarse con O. Conviene
aclarar que, cuando hablamos de sujeto no nos estamos refiriendo
necesariamente a personas y cuando hablamos de objeto tampoco nos
estamos refiriendo necesariamente a cosas: las cosas, para Marx, también
puede ser sujeto de alienación y, a su vez, las personas pueden ser los
objetos alienantes.
En este sentido, la alienación puede ser de dos tipos: la alienación del
sujeto hacia afuera (un sujeto frente a un objeto externo) o hacia adentro (la
alienación del contenido material del sujeto respecto al objeto que
constituye su forma social, esto es, su forma de ser en sociedad); la
alienación hacia fuera convertirá al sujeto en un «ser para otros», mientras
que la alienación interna (o autoalienación) provocará que el sujeto «sea de
otro modo» (Arteta 1993, 210-212). La alienación hacia fuera (el ser para
otros) implicará poder, dominio, hostilidad, antagonismo o contraposición
(Arteta 1993, 212-213), mientras que la alienación interna (el ser de otro
modo) implicará vaciamiento, corrupción, limitación, restricción y negación
(Arteta 1993, 253). La alienación externa expresa el dominio o control de
un ente (como compacto entre un contenido material y su forma de
determinación social) sobre otro ente; la alienación interna expresa la
sumisión del contenido material específico de un ente a su forma social,
hasta el punto de que, bajo el capitalismo, la realidad se transforma en
simple materia homogénea e indiferenciada cuya único propósito ha pasado
a ser el de convertirse en portadores de una de una determinada forma
social (Arteta 1993, 257-258).
Por tanto, existen distintas expresiones posibles de la alienación
(denotamos la alienación externa con el subíndice E y la alienación interna
con el subíndice I): una persona (S) puede verse alienada (separada,
dominada, subyugada o contrapuesta) frente a otra persona (OE) o frente a
otras cosas (OE) o puede verse alienada (vaciada, corrupta, limitada,
restringida o negada) frente a la forma social que le impone un determinado
modo de producción (OI) y, a su vez, las cosas (S) pueden verse alienadas
(separadas, dominadas, subyugadas o contrapuestas) frente a otras cosas
(OE) y frente a las personas (OE) o alienadas (vaciadas, corruptas,
limitadas, restringidas o negadas) frente a la forma social que les impone un
determinado modo de producción (OI).
Por ejemplo, y tal como expondremos con detalle en el capítulos 3 de
esta primer tomo, el asalariado (S) no sólo está subordinado al capitalista
(OE) por hallarse separado o distanciado de los medios de producción (C),
sino que la persona de carne y hueso que hay detrás del asalariado —con su
propia personalidad, aspiraciones, sueños, habilidades o deseos— se halla
enteramente aplastada, restringida, vaciada o negada por su rol social como
asalariado (OI), esto es, como personificación de un vendedor
indiferenciado de fuerza de trabajo y suministrador de plusvalía para el
capital dentro de una sociedad capitalista (C): dentro del capitalismo, el
contenido material del ser humano no puede expresarse socialmente como
algo distinto a un asalariado al servicio del capital. Estamos ante un caso de
alienación hacia afuera (sometimiento ante el capitalista) pero también
hacia adentro (negación de la individualidad del trabajador). Otro ejemplo
donde este doble carácter de la alienación es visible es en el estatus político-
jurídico del individuo dentro de las sociedades burguesas: en estas
sociedades burguesas (C), cada individuo (S) es considerado «como
soberano, como ser supremo» (Marx [1843b] 1975, 159), de manera que
cada individuo se independiza del resto de los seres humanos (OE)
adoptando una «forma insocial» que lo lleva a «perderse en sí mismo» y
que, en suma, lo mantiene «alienado» de su potencial como ser social (OI)
(Marx [1843b] 1975, 159). En este caso, podemos observar nuevamente las
dos perspectivas de la alienación: alienación externa frente al resto de los
seres humanos (cada uno de ellos vive vidas separadas e independientes) y
autoalienación frente a la forma social (o insocial) que lo vacía de
contenido material (se pierde en sí mismo). Otro ejemplo de alienación, en
este caso exclusivamente interna, podría ser el siguiente: Marx considera
que la separación que existe entre la sociedad y el Estado dentro de las
sociedades burguesas (C) es una forma de alienación de los individuos (S)
con respecto a la totalidad de sus vidas (OI); sus vidas no sólo se componen
de una «esfera privada» sino también de la «esfera pública» o política, y el
hecho de que los ciudadanos vean el Estado como algo ajeno a ellos
mismos los aliena de una autorrealización plena de sus vidas (Marx [1843a]
1975, 31-32, 79). Estamos, pues, ante un caso de autoalienación: la forma
social anula, vacía o restringe el desarrollo del contenido material (que en
este caso serían las potencialidades comunales del ser humano).
Pero no pensemos que la alienación únicamente ocurre en la sociedad
burguesa o capitalista, sino que puede darse en cualquier sistema
socioeconómico distinto del comunismo (de hecho, y como ya
expondremos más adelante, la humanidad necesita exponerse a un período
histórico de alienación para poder adquirir control pleno sobre sí misma y
desalienarse bajo el comunismo como humanidad soberana). Verbigracia,
Marx constata cómo en la Edad Media, donde no existía igualdad ante la
ley y donde, por tanto, los derechos socioeconómicos de cada individuo
dependían del estamento político al que perteneciera, sí había una identidad
entre esfera privada y esfera pública: «toda esfera privada tiene un carácter
político o es una esfera política; es decir, la política es también una
característica de las esferas privadas» (Marx [1843a] 1975, 32): es decir, a
diferencia de lo que sucede en las sociedades burguesas donde existe una
estratificación social/civil que no va de la mano de una estratificación
política (por la igualdad ante la ley), en la sociedad medieval la
estratificación social era exactamente lo mismo que la estratificación
política (Kolakowski 2005, 47); sin embargo, y a pesar de que en este caso
no existía separación entre vida privada y vida política en la Edad Media,
los hombres no eran libres porque vivían sometidos a otros hombres y no
gobernaban su destino común de manera igualitaria, es decir, en la Edad
Media existía una absoluta separación entre democracia y libertad (C) que
llevaba a que cada individuo (S) mantuviera una relación disfuncional con
el resto de los individuos (OE): a esa «democracia de la ausencia de
libertad», Marx la califica de «alienación llevada a su plenitud» (Marx
[1843a] 1975, 32). Se trata de democracia en el sentido de que la esfera
política (o comunitaria) abarca la totalidad de la vida de las personas (por
tanto, no existe en ese sentido autoalienación: vida pública y vida privada
no se hallan escindidas) pero no existe libertad porque unos seres humanos
están subordinados a otros y, por tanto, cada uno de ellos no puede
desarrollar todas sus potencialidades: en este caso, la alienación es una
alienación externa, puesto que unos individuos se hayan subordinados
frente a otros individuos.
Ahora bien, por mucho que pueda haber alienación en otros modos
históricos de producción, sólo en la economía mercantil la alienación
afectará a un aspecto nuclear en la vida de todas las personas: su trabajo, es
decir, a la relación de un sujeto (S) con el objeto del trabajo, con los medios
de su trabajo o con otros sujetos dentro del proceso de trabajo (OE) así
como con la forma social que adopte ese trabajo dentro de la economía
mercantil (OI). Y es que, en una economía mercantil, la actividad
productiva del ser humano se desarrolla dentro del ámbito de la propiedad
privada (Marx [1844b] [1975], 279) y por tanto dentro de la división social
del trabajo (Marx y Engels [1845-1846] 1976, 47), de modo que ésta queda
regulada por —sometida a— los intercambios dentro del mercado (Marx y
Engels [1845-1846] 1976, 51): los productores se hallan así dominados por
un ente externo y ajeno que los domina a todos ellos —el mercado—
aunque, en el fondo, sea una creación conjunta descontrolada de todos ellos:
«[el hombre] se convierte en el juguete de fuerzas ajenas» (Marx [1844b]
1975, 154). La presencia del mercado (o de la propiedad privada sobre los
medios de producción) (C) provoca que los productores (S) no sólo se vean
separados y subordinados a los objetos de su trabajo (OE), a saber, que se
trate de una «producción contrapuesta a los productores y que hace caso
omiso a éstos» (Marx [1864] 1994, 441) sino que, además, los productores
pierden el control sobre el contenido material —el sentido— de su trabajo
(OI); es decir, que la forma social de la mercancía vacía de contenido
material al trabajo de los individuos: éste es un trabajo que ha de adaptarse
y dejarse moldear absolutamente a las necesidades de la forma (sólo el
trabajo que pueda venderse como mercancía en el mercado cuenta como
trabajo social: el trabajo no deformado por el mercado es un no-trabajo).
Unas necesidades de la forma que, además, son necesidades caprichosas
que no recaen bajo el control de nadie. El mercado, que es la encarnación
del despotismo de la forma sobre el contenido material del trabajo,
constituye el resultado no intencionado de las acciones descentralizadas de
millones de individuos, de modo que sus designios se asemejarán a los del
azar: «En la actualidad, el producto es el señor del productor; en la
actualidad, la producción social no se regula a través de un plan diseñado en
común, sino por leyes ciegas que operan con la violencia de los elementos»
(Engels [1884] 1990, 274).
Es la presencia del mercado, por ende, lo que aliena a cada trabajador
de su trabajo y lo convierte en una fuerza social autónoma ajena a cada uno
de ellos que los somete y los vacía de contenido material específico y
autónomo. En ausencia de relaciones mercantiles, pues, no existiría
alienación del trabajo: ni en el comunismo primitivo, ni en el esclavismo, ni
en el feudalismo ni en el comunismo del futuro existe este tipo de
alienación. Acaso resulte relativamente fácil de entender por qué en el
comunismo primitivo no existía la alienación del trabajo (la vida tribal se
caracterizaba por relaciones igualitarias y comunales entre sus miembros,
de modo que el trabajo era inmediatamente social para todos ellos y cada
trabajador entablaba relaciones sociales directas con el resto, es decir,
relaciones no mediadas por una forma social que los anulara como
trabajadores diferenciados), pero ¿cómo argumenta Marx que el trabajo no
se hallara también alienado bajo el esclavismo o el feudalismo aun sin
relaciones mercantiles de por medio? Pues porque esclavos y siervos no son
productores independientes que controlen y puedan desprenderse de su
trabajo: esclavos y siervos son considerados socialmente «condiciones
naturales e inorgánicas» de la economía (Marx [1857-1858] 1986, 413),
«máquinas de trabajo» (Marx [1857-1858] 1986, 392), cosas bajo el control
de sus dueños o, en el mejor de los casos, una propiedad natural de la tierra.
Calificar al trabajo del esclavo o del siervo como trabajo alienado y
contrapuesto al esclavo o al siervo tendría tan poco sentido como decir que
el trabajo de los animales es trabajo alienado y que éstos se hallan
dominados por la cosificación de ese trabajo: «El esclavo no vende su
trabajo al esclavista en mayor medida que el buey vende sus servicios al
campesino […]. El esclavo es en sí mismo una mercancía, pero su trabajo
no es la mercancía. El siervo sólo vende parte de su trabajo. No recibe un
salario del terrateniente, sino que el dueño de la tierra recibe un tribute del
siervo. El siervo pertenece a la tierra y le entrega al terrateniente los frutos
de ella» (Marx [1849] 1977, 203). Lo anterior no significa que esclavos y
siervos no se hallen alienados, sino que lo que no está alienado es su
trabajo. Pero esclavos y siervos se hallan subordinados por unas opresivas
relaciones de dependencia personal: es decir, son sujetos (S) que, debido a
las relaciones sociales de producción vigentes en su sociedad (C), están
subordinados y por tanto alienados frente a los esclavistas o señores
feudales (OE) y semejante subordinación opresiva (OI) les impide
igualmente desarrollar todo su potencial específico y diferenciador como
individuo.
La alienación del trabajo dentro de las sociedades mercantiles tiene
lugar, de acuerdo con Marx, en cuatro ámbitos: 1) el producto de su trabajo,
2) la actividad productiva, 3) las relaciones cooperativas con otros
trabajadores y 4) la misma naturaleza del trabajador como ser humano
(Marx [1844a] 1975, 270-282). A saber:
1.6. Conclusión
Figura 2.1
Las franjas indican las etapas en las que existen mercancías.
Fuente: Adaptado de Cohen ([1978] 2001, 81).
Como decimos, una vez que los bienes económicos adoptan la forma social
de mercancía, la aparición del dinero resulta inevitable para posibilitar la
circulación de las mercancías: «la forma simple de la mercancía es el
germen de la forma de dinero» (C1, 1.3, 163). Por circulación, Marx
entiende no una sucesión de intercambios aislados de mercancías, sino un
flujo continuado de intercambios dentro del conjunto del sistema
económico (Marx [1857-1858] 1986, 123), lo cual también incluye
consecuentemente la producción recurrente de esas mercancías que permita
que los intercambios «sean continuamente renovados» (Marx [1859] 1987,
323). La circulación de mercancías, por tanto, «presupone una división
(social) del trabajo desarrollada» (Marx [1859] 1987, 292) y esa división
social del trabajo desarrollada —productores independientes y
especializados pero a la vez relativamente coordinados a través de la ley del
valor— sólo puede mantenerse con el auxilio del dinero.
El dinero tiene una naturaleza dual que le permite desempeñar dos
funciones que es imposible que desempeñen las mercancías en su carácter
de valores de uso y que son dos funciones esenciales para posibilitar la
interacción descentralizada entre productores independientes. Por un lado,
el dinero es un medidor de valor y, por otro, es un medio de intercambio
(Marx [1857-1858] 1986, 123). ¿Por qué las mercancías, en su faceta como
valores de uso, no pueden desempeñar tales funciones? Por un lado, porque
los valores de uso no pueden dividirse infinitamente (media cafetera o un
octavo de cafetera no sirven para realizar medio café o un octavo de café:
simplemente su funcionalidad desaparece al fraccionarla), de modo que no
pueden servir para comparar los valores de las diversas mercancías que
pretenden intercambiarse; por otro, porque el intercambio de valores de uso
requiere de la doble coincidencia de necesidades entre los propietarios de
las mercancías que pretenden trocarse (si el individuo A quiere la mercancía
y en poder del individuo B, el individuo B ha de querer simultáneamente la
mercancía x en poder del individuo A), lo cual obstaculiza y encarece la
inmensa mayoría de los intercambios donde esa doble coincidencia de
necesidades no se da (Marx [1859] 1987, 291).
Por consiguiente, el dinero es doblemente necesario para la circulación
de mercancías, es decir, para mantener una economía basada en la
producción y distribución a través del mercado de valores de uso entre
productores independientes. Procedamos a examinar con mayor
detenimiento cada una de estas dos funciones.
M–D–M
M0 – D – M1 – D – M2 – D – M3 – D – M4…
Es decir, el dinero, como medio de intercambio, siempre permanece en
circulación aun cuando las mercancías específicas dejen de circular cuando
lleguen a su destino (C1, 3.2, 210).
Pero, a la vez, los procesos M-D y D-M son antitéticos, puesto que la
venta y la compra son actos independientes: para comprar necesitamos
haber vendido pero vender no implica que vayamos a comprar: los
productores de mercancías pueden venderlas a cambio de dinero para, acto
seguido, atesorar el dinero y no seguir comprando nuevas mercancías.
«Nadie necesita directamente comprar por el hecho de que acabe de
vender» (C1, 3.2, 208-209). La posibilidad de diferir temporalmente la
compra de nuevas mercancías puede interrumpir su metamorfosis:
recordemos que los valores contenidos en las mercancías sólo se realizan
una vez que son intercambiadas, de modo que el productor de mercancías
puede quedar atrapado con un stock de bienes que son no-valores de uso
para sí mismo y que, al no conseguir transformarlos en dinero, le impiden
acceder a los valores de uso que necesita. En estos casos, el proceso de
transformación de mercancías se vería interrumpido y, si esa interrupción
fuera muy generalizada, la economía entraría en crisis por insuficiencia de
gasto agregado (tal como desarrollaremos con mucho mayor detalle en
apartado 6.2.1 de este primer tomo).
Ahora bien, para que el dinero actúe como medio de circulación, ¿es
estrictamente necesario que participe activamente, con su propia sustancia
material, en todos y cada uno de los intercambios? No, el dinero, en su
función de medio de circulación, puede ser reemplazado por símbolos
representativos del dinero, tales como las monedas fraccionarias o el papel
moneda inconvertible. Al conjunto de medios de circulación —sean éstos
sustancias materiales o símbolos representativos de las mismas— Marx los
denomina «moneda» (C1, 3.2, 221): en principio, las monedas deberían ser
piezas estandarizadas de dinero, es decir, determinadas cantidades de oro
acuñadas de una cierta forma estandarizada que represente esa cantidad de
oro (C1, 3.2, 222); sin embargo, dado que el dinero como medio de
circulación es en última instancia una unidad imaginaria de una sustancia
real, las monedas también pueden ser meramente signos representativos del
dinero (C1, 3.2, 223), es decir, un objeto estandarizado que represente una
determinada cantidad de oro sin realmente contenerlo. Por consiguiente, ni
todo el dinero tiene por qué ser moneda —sólo aquel que se emplea como
medio de circulación— ni toda la moneda tiene por qué ser dinero, dado
que también pueden serlo los símbolos del dinero.
Precisamente porque el dinero sólo actúa como intermediario entre
mercancías —es decir, se vende una mercancía a cambio de dinero para
comprar otra mercancía— y no como objeto final de demanda y
precisamente porque el dinero en última instancia sólo es una abstracción
—una relación imaginaria sobre los términos de conversión del tiempo de
trabajo privado en tiempo de trabajo social— resulta innecesario que el
dinero, como sustancia material concreta (por ejemplo, el oro), participe
activamente en todos los intercambios. Basta con que participe
simbólicamente como moneda para posibilitar la circulación de mercancías:
El dinero es un simple representante del precio frente a todas las mercancías, y sirve solamente
de medio que permite el cambio de mercancías de igual precio […]. Por tanto, mientras se
mantenga en circulación […] su sustancia material, definida como una determinada cantidad de
oro o de plata, es irrelevante, mientras que, por el contrario, su cantidad está totalmente
determinada dado que tan sólo actúa como un símbolo para una específica cantidad de estas
unidades [imaginarias] (Marx [1857-1858] 1986, 146-147).
M–D–M
D–M–D
D – M – D′
Imaginemos que éste no fuera el caso y que sí fuera posible que los
compradores compraran mercancías sistemáticamente por debajo de su
valor o que los vendedores vendieran mercancías sistemáticamente por
encima su valor: en ese caso, la plusvalía de unos se anularía con la
minusvalía de otros. Así, si los vendedores pudieran vender mercancías por
encima de su valor, entonces un vendedor de mercancías conseguiría que su
producto, con un valor monetario de 100 onzas de oro, se enajenara a
cambio de 110 onzas de oro (M-D: 100-110); sin embargo, cuando ese
vendedor recomprara mercancías para reiniciar el ciclo del capital, como
comprador debería pagar 110 para adquirir aquello que vale 100 (D-M: 110-
100). Es decir, su plusvalía como vendedor desaparecería como
consecuencia de su minusvalía como comprador (D-D: 100-100). A
idénticas conclusiones llegaríamos si los compradores pudieran comprar
mercancías sistemáticamente por debajo de su valor: el productor de
mercancías las compraría por debajo de su valor (D-M: 90-100) pero luego
las revendería también por debajo de su valor (M-D: 100-90): por tanto, su
plusvalía como comprador desaparecería como consecuencia de su
minusvalía como vendedor (D-D: 100-100) (C1, 5, 263).
Por consiguiente, el circuito D-M-D’ ha de ir más allá del mero
intercambio de mercancías, pero, a su vez, tampoco puede ser un proceso
que quede al margen del intercambio de las mercancías: recordemos que el
capital es valor en movimiento, es decir, un valor que se revaloriza a sí
mismo a través de la circulación. No se trata de explicar el incremento de
valor que experimenta una determinada masa de valor merced a la actividad
productiva adicional que desarrolla el propio capitalista sobre las
mercancías adquiridas, pues en ese caso no sería la suma original de valor
la que se revaloriza por sí misma y a sí misma: es decir, no se trata de
explicar el enriquecimiento del capitalista como resultado de que trabaja
más y de que, trabajando más, produce más mercancías y por tanto más
valor (Fernández Liria y Alegre Zahonero [2010] 2019, 341). La plusvalía
no es simplemente un aumento del valor total de las mercancías en manos
del capitalista, sino la creación de nuevo valor utilizando exclusivamente
para ello el valor originario en poder del capitalista: es un valor que se
expande a sí mismo y por sí mismo (C1, 5, 268). Si el capitalista añadiera
su tiempo de trabajo a transformar las mercancías que adquiere con su
dinero-capital —incrementando de ese modo el valor de las mercancías
adquiridas—, entonces quien revalorizaría el dinero-capital original sería el
capitalista con su nuevo trabajo, no el propio capital por sí mismo:
Figura 2.3
Como sucedía con el fetichismo de la mercancía o el fetichismo del
dinero, el fetichismo del capital no deriva de que el capital no sea
productivo dentro del capitalismo, puesto que ciertamente la producción de
mercancías se organiza a través del capital y sólo a través del capital, sino
de la errónea percepción de que la única forma histórica de lograr que el
trabajo sea productivo es cosificándolo en el capital, cuando eso sólo ocurre
contingentemente dentro del modo de producción capitalista:
La cuestión de si el capital es o no productivo es una cuestión absurda. El trabajo en sí mismo
sólo es productivo si lo absorbe el capital, allí donde el capital constituye la base de la
producción y el capitalista dirige la producción. La productividad del trabajo se convierte en la
fuerza productiva del capital, del mismo modo que el valor de cambio general de mercancías se
convierte en dinero [fetichismo del dinero] (Marx [1857-1858] 1986, 234).
La plusvalía
Para poder vender otras mercancías distintas de su fuerza de trabajo, el trabajador ha de poseer
medios de producción […]. [Y] también necesita de medios de subsistencia. Nadie […] puede
sobrevivir consumiendo productos futuros o valores de uso incompletos. Si los productos son
fabricados como mercancías, también habrán de ser vendidos antes de que puedan satisfacer las
necesidades del productor. Por tanto, el tiempo necesario para la venta también debe ser
considerado como tiempo de producción (C1, 6, 272).
Una vez descrito el proceso de trabajo que tiene lugar dentro del capitalismo,
ya podemos analizar la otra cara de la moneda de ese proceso de trabajo
capitalista: a saber, el proceso de valoración o proceso de creación de
valores. Recordemos que toda mercancía es, a la vez, un valor de uso y
también un valor: por tanto, el proceso de trabajo —la actividad deliberada
del ser humano para transformar la naturaleza y generar valores de uso—
también conlleva, dentro del capitalismo, un proceso de creación de valores.
Eso es el proceso de valoración.
Si el proceso de trabajo consiste en emplear trabajo humano sobre los
medios de producción para crear un nuevo valor de uso, entonces el proceso
de valorización requerirá explicar el valor de ese nuevo valor de uso a partir
del valor incorporado por los medios de producción y por el trabajo. A este
respecto, el proceso de valoración se regirá por tres reglas muy sencillas.
Primero, el valor de una mercancía es igual al valor de los medios de
producción y del trabajo consumidos en su fabricación (Marx [1857-1858]
1986, 239). Segundo, los medios de producción consumidos le transfieren su
propio valor a la mercancía fabricada (y en el caso de los medios de
producción duraderos, lo transfieren según su depreciación [C1, 8, 311-
312]). Tercero, la fuerza de trabajo consumida le incorpora nuevo valor a la
mercancía en función del número de horas (socialmente necesarias) que haya
dedicado a su fabricación (C1, 8, 307).
Démonos cuenta, pues, de cómo el trabajador desarrolla con su trabajo
dos funciones dentro del proceso de valorización: por un lado, le transfiere el
valor de los medios de producción a la nueva mercancía y, por otro, crea
nuevo valor añadido respecto al contenido en los medios de producción
consumidos. Por ejemplo, imaginemos que el capitalista compra una tabla de
madera con un valor monetario de 5 gramos de oro (supongamos que 1
gramo = 1 hora de trabajo) y a su vez contrata al trabajador para que la
transforme en una mesa: después de una jornada laboral de 10 horas, el
trabajador completa la producción de una mesa que tendrá un valor de 15
gramos de oro (dado que incorpora un tiempo de trabajo total de 15 horas de
trabajo). Pues bien, el trabajador, con su trabajo, ha transferido el valor de la
tabla de madera a la mesa (5 gramos) y, a su vez, ha añadido nuevo valor al
producto final (10 gramos). De acuerdo con Marx, que el trabajador logre
con el mismo acto transferir y crear nuevo valor se debe a la naturaleza dual
del trabajo: como trabajo concreto, transforma valores de uso (como
carpintero, transforma la tabla de madera en la mesa) y por tanto transfiere
estrictamente el valor; como trabajo abstracto, añade nuevo valor (como
trabajador genérico, incorpora nuevo valor a la mesa con respecto a la tabla
de madera). La razón es sencilla: ese trabajador podría haber creado,
mediante su trabajo, nuevo valor (en forma de horas de trabajo abstracto
añadidas) en cualquier otro sector de la economía, pero sólo podría haber
transformado la tabla en mesa como carpintero (C1, 8, 307-308).
El valor que añade el trabajador a los medios de producción
transformándolos en un nuevo producto puede, a su vez, dividirse en dos
partes: una parte va meramente a reponer o reproducir el valor que le ha
adelantado el capitalista al contratarlo (el salario) mientras que otra parte es
creación pura de nuevo valor (Marx [1857-1858] 1986, 284): esa parte de
creación pura de nuevo valor es justamente la plusvalía. Por ejemplo,
imaginemos en nuestro ejemplo anterior que el trabajador percibe un salario
de 7 gramos por transformar la tabla de madera en mesa: en tal caso, el valor
que el trabajador ha añadido respecto a los medios de producción
consumidos (10 gramos) se dividirá en salarios (7 gramos) y en plusvalía (3
gramos). Por tanto, ese proceso de valorización fabrica mesas con un valor
de 15 gramos de oro: 5 gramos reponen el valor de los medios de producción
consumidos, 7 gramos reponen el valor de la fuerza de trabajo consumida y
3 gramos son plusvalía de la que se apropia el capitalista.
Por consiguiente, cuando el capitalista adquiere medios de producción
dentro del proceso productivo únicamente aspira a que conserven su valor
dentro del proceso de valorización: por eso Marx denomina «capital
constante» a aquella parte del capital invertida en medios de producción. En
cambio, cuando el capitalista adquiere fuerza de trabajo dentro del proceso
productivo, no sólo aspira a reproducir el valor de esa fuerza de trabajo, sino
a crear un excedente de valor: por eso Marx denomina «capital variable» a
aquella parte del capital invertida en la fuerza de trabajo (C1, 8, 317).
A su vez, y siguiendo con las definiciones, Marx (C1, 25.1, 762)
llamará «composición técnica del capital» a la relación entre los medios de
producción empleados por unidad de fuerza de trabajo dentro de un proceso
productivo: se trata de una relación entre valores de uso heterogéneos que,
en consecuencia, no puede ser expresada en forma de índice. Por ello, para
cuantificar la composición técnica del capital, Marx empleará dos
indicadores distintos (Marx [1862-1863] 1991, 305-306): por un lado, la
«composición de valor del capital» (VCC), que será la relación entre el
capital constante y el capital variable empleados dentro de un proceso
productivo, midiendo el precio de los medios de producción y de la fuerza de
trabajo a sus valores actuales; por otro, la «composición orgánica del
capital» (OCC), que será la relación entre el capital constante y el capital
variable empleados dentro de un proceso productivo, midiendo el precio de
los medios de producción y de la fuerza de trabajo a sus valores originales,
es decir, antes de las alteraciones endógenas de valor que hayan podido
experimentarse como consecuencia del propio proceso de acumulación de
capital o del propio progreso técnico que va aparejado a los cambios en la
composición técnica del capital (Fine y Harris 1979, 5960). En condiciones
sincrónicas, sin cambios diacrónicos en los valores, tanto la composición de
valor como la composición orgánica coincidirán y serán iguales a:
Pero ¿por qué es necesario contar con dos formas de medir la
composición técnica del capital? Porque la composición técnica del capital
pretende medir la productividad de un proceso productivo o de un sector
económico (cuánto capital constante es transformado por cada unidad de
capital variable), pero los propios cambios en la productividad de los
procesos productivos alteran los valores de las mercancías y, por tanto, un
incremento de la productividad (un incremento en la composición técnica del
capital) podría quedar enmascarado dentro de la composición de valor del
capital. Por ejemplo, supongamos que, en 10 horas de trabajo, un obrero
transforma 5 kilos de algodón (que ha sido producido en otro sector de la
economía con un valor de 50 horas de trabajo) en 5 kilos de hilo (de modo
que su valor es de 60 horas de trabajo: las 50 horas del algodón más las 10
horas de trabajo vivo empleado en transformarlo). En este caso, y expresado
en horas de trabajo, la composición de valor del capital y la composición
orgánica del capital será igual a:
D - M ... P ...M' - D’
Ahora bien, que sea el trabajo del trabajador quien genere la plusvalía
en provecho del capitalista no equivale a decir que todo trabajo de todo
trabajador genera plusvalía. Primero, y como ya hemos analizado, hay
productores independientes cuyo trabajo no se dirige a fabricar mercancías,
sino únicamente valores de uso privados que no se distribuyen a través del
mercado: y sólo el trabajo dirigido a producir mercancías generará plusvalía.
Así, por ejemplo, un maestro de escuela pública o una cantante que canta
para divertirse o divertir a sus vecinos no generan plusvalía (Marx [1861-
1863] 1994, 136), puesto que ninguno de ambos vende su producto como
mercancía. Segundo, parte del trabajo que produce mercancías no es un
trabajo desarrollado como resultado de una venta de fuerza de trabajo, sino
que se trata del trabajo de productores independientes: y de esos productores
independientes, sólo generarán plusvalía aquellos que sigan el circuito D-M-
D’ y no M-D-M; por tanto, el trabajo generador de plusvalía será el
asalariado o el de los autónomos que actúen como capitalistas,15 no el de los
trabajadores autónomos que no
busquen revalorizar su valor (Marx [1864]
1994, 446). Tercero, no todo trabajo asalariado se integra en un circuito D-
M-D’, sino que la fuerza de trabajo de algunos asalariados es adquirida por
los capitalistas como bien de consumo (por ejemplo, el servicio doméstico
de un capitalista): por tanto, el trabajo generador de plusvalía será el de los
trabajadores asalariados cuya fuerza de trabajo sea adquirida con el objetivo
de valorizar el capital (Marx [1864] 1994, 448-449; C1, 24.2, 735). Y cuarto,
no toda fuerza de trabajo adquirida por el capital se dedica a actividades
específicamente productivas, sino que parte de la misma se orienta a
actividades vinculadas a la circulación del capital (marketing, financiación,
intermediación, etc.) y, en la medida en que Marx sostiene —tal como
desarrollaremos en el siguiente capítulo— que sólo la actividad
estrictamente productiva puede generar plusvalía, el trabajo empleado por el
capital en actividades no productivas tampoco la generará. Por tanto, el
trabajo generador de plusvalía será el de los trabajadores asalariados cuya
fuerza de trabajo sea adquirida con el objetivo de valorizar el capital dentro
de actividades estrictamente productivas. A este tipo de trabajo es al que
Marx denomina «trabajo productivo para el capital» (es decir, trabajo
productivo en el modo de producción capitalista) mientras que todo el
restante trabajo, aun asalariado, será trabajo improductivo al no generar
plusvalía: «Sólo es trabajo productivo aquel trabajo que se organiza según
principios capitalistas y que por tanto está incluido en el sistema de
producción capitalista» (Rubin [1923] 1990, 264). Trabajo improductivo no
equivale necesariamente a trabajo inútil o no generador de valores de uso,
sino a trabajo del que no se extrae plusvalía.
Hay que aclarar, además, que no todo el trabajo productivo para el
capital es trabajo intrínsecamente productivo, esto es, trabajo que contribuye
a generar valores de uso con independencia del modo de producción en el
que se desarrolle. Parte del trabajo que es productivo para el capital sólo es
trabajo necesario para explotar al trabajador y extraerle la plusvalía: por
tanto, aunque es trabajo que genera valor dentro del modo de producción
capitalista, sería trabajo prescindible en el modo de producción comunista.
Por ejemplo, el trabajo de supervisar la explotación del obrero es trabajo
productivo para el capital pero no intrínsecamente productivo:
Figura 3.8
Fuente: Savran y Tonak, 1999.
El capital figura dentro del proceso de producción como director del trabajo, como su
comandante (el capitán de la industria) que desempeña un papel activo en el proceso de trabajo.
Pero en tanto en cuanto estas funciones sólo aparecen dentro de la forma específica de
producción capitalista […], este trabajo ligado a la explotación (que podría delegarse en un
administrador) es un trabajo que, como el del obrero, sí contribuye a determinar el valor del
producto: de modo similar a como, en el caso de la esclavitud, el trabajo del capataz ha de ser
remunerado a costa del trabajo del trabajador. Si los seres humanos revestimos con formas
religiosas nuestras relaciones con nuestra propia naturaleza, con el entorno exterior y con otros
hombres, entonces necesitaremos de sacerdotes y del trabajo de esos sacerdotes. Pero al
desaparecer esas formas religiosas de su conciencia y de sus relaciones, el trabajo de los
sacerdotes dejará similarmente de integrarse en el proceso de producción. El trabajo de los
sacerdotes terminará con la desaparición de los sacerdotes y, del mismo modo, el trabajo que
desempeñan los capitalistas como capitalistas (o que desempeñan otros en su nombre) finalizará
cuando desaparezcan los capitalistas (Marx [1862-1863b] 1989, 496).
Figura 3.11. Jornada laboral de 10 horas dividida en tiempo de trabajo necesario y tiempo de
plustrabajo
A––––––B––––––C
A––––––B––––––––C
En este caso, la masa total de valor generada durante la jornada laboral
crecerá (pues, al trabajarse durante más horas, se producirá un mayor
número de mercancías sin que el tiempo de trabajo necesario por mercancía
se haya reducido), de modo que toda la jornada laboral extra supondrá una
mayor plusvalía para el capitalista; de hecho, se habrá producido un
incremento de la tasa de explotación (C1, 17.3, 663).
Pero ¿por qué el trabajador debería estar dispuesto a trabajar más horas
de las que necesita para subsistir? Como ya hemos explicado, la plusvalía
absoluta se justifica por que el trabajador carece de los medios de
producción necesarios para producir de manera independiente y, por tanto, se
ve forzado a vender su fuerza de trabajo al capitalista, quien puede comprar
el derecho a utilizar su capacidad laboral durante más horas de las necesarias
para producir las mercancías estrictamente necesarias para reponer esa
capacidad laboral. Es decir, la plusvalía absoluta puede emerger porque «el
proceso de trabajo se convierte en el instrumento del proceso de
valorización, del proceso de la autovalorización del capital: de la creación de
plusvalía»: o expresado aun de otro modo, la plusvalía absoluta puede
emerger porque «el proceso de trabajo se subsume en el capital (es su propio
proceso) y el capitalista se ubica en él como dirigente, conductor» (Marx
[1864] 1994, 424) [énfasis añadido].
Es decir, la plusvalía surge porque el proceso de trabajo se subsume (se
subordina) en el capital: surge, por tanto, de la alienación del trabajo ante el
capital (tanto en su modalidad de alienación externa, esto es, trabajo
subordinado al capital, como en su modalidad de autoalienación, es decir, la
forma social del trabajo dentro del capitalismo comprime o anula el trabajo
propio del trabajador). Pero como esa subsunción no implica un cambio
material en la forma de organizar el proceso de trabajo (el trabajador y los
medios de producción interactúan materialmente entre sí del mismo modo en
el que interactuarían si tales medios de producción fueran propiedad del
trabajador), entonces hablaremos de «subsunción formal». Ejemplos de
subsunción formal pueden ser procesos históricos como la apropiación de las
tierras de los antiguos terratenientes por parte de los capitalistas y la
conversión de los agricultores de esas tierras en sus asalariados; o la
conversión del maestro gremial en capitalista y la proletarización de sus
oficiales y aprendices (Marx [1861-1863] 1994, 96): en ambos casos,
agricultores y oficiales siguen desarrollando el mismo proceso de trabajo que
ya desarrollaban antes de que el capitalista se adueñara de él. La
productividad del trabajo por tanto sigue siendo la misma que antes y la
única forma que encuentra el capitalista de generar plusvalía es obligando a
los obreros a trabajar durante más horas:
La forma más simple [de subordinación del trabajo al capital] […] es aquélla en la que el capital
emplea a un determinado número de tejedores, hilanderos… que son independientes y viven
separados los unos de los otros […]. En esta etapa, el modo de producción todavía no se halla
determinado por el capital, sino que éste se lo ha encontrado ya en existencia. El nexo que unifica
a estos trabajadores dispersos es únicamente su relación con el capital: el hecho de que su
producto, y por tanto la plusvalía que recurrentemente producen por encima de sus propios
ingresos, se acumula en las manos del capital (Marx [1857-1858] 1986, 506).
A––––B––––––––C
Incluso bajo las condiciones sociales más favorables para el trabajador [asalariado], el trabajador
[asalariado] se expone al exceso de trabajo y a la muerte temprana; a su degradación a la
condición de máquina y de esclavo de un capital que se acumula peligrosamente frente a él y
contra él; más competencia entre trabajadores e inanición o mendicidad para una parte de ellos
(Marx [1844a] 1975, 238).
Tal es el grado de alienación al que se expone el obrero dentro del
capitalismo que, en cierto sentido, el grado de alienación del esclavo o del
siervo es menor que el de los obreros. A la postre, la relación entre esclavo y
esclavista o entre siervo y señor feudal es una relación directamente
personal, es decir, una relación de dependencia entre dos personas
fundamentada en lo que cada una de esas personas es o representa ser dentro
de la sociedad (un ciudadano de pleno derecho frente a un extranjero
capturado en una guerra, por ejemplo). El contenido material específico de
esa relación no queda enteramente anulado por la forma social, dado que la
categorización de una persona como esclavo o siervo dependerá de quién sea
esa persona. O dicho de otro modo, las posiciones sociales de los esclavos y
de los siervos no son abstractamente intercambiables entre personas (un
ciudadano libre en Roma no sería intercambiable impersonalmente con un
esclavo, pues en tal caso la relación de dependencia personal desaparecería:
el esclavista no tendría título jurídico válido sobre el ciudadano libre).
Gracias a ello, la alienación engendrada por la esclavitud o la servidumbre
no tenía una vocación expansiva ni en el espacio ni en el tiempo: no todo el
mundo estaba llamado a ser esclavo o siervo ni la relación de esclavitud o
servidumbre tenía por qué reproducirse automáticamente a futuro, sino que
se extinguía con la persona (lo cual no obsta para que la relación de
dependencia personal pudiese transmitirse de padres a hijos, pero seguía
siendo una relación estrictamente personal y por tanto extinguible con cada
persona en concreto). A su vez, ni el esclavista ni el señor feudal pretendían
absorber la totalidad del tiempo de trabajo del esclavo o del siervo: su
objetivo era lograr a su costa los valores de uso que necesitaban para vivir
acomodadamente, pero, como su capacidad de consumo no era infinita, su
pretensión de explotar al esclavo o al siervo tampoco lo era.
La situación cambia de un modo muy apreciable con el capital. Por un
lado, la dependencia del asalariado hacia el capitalista es una dependencia de
tipo objetivo, es decir, una relación de dependencia mediada por su
dependencia en los objetos: el asalariado depende del capitalista no por
quién sea el asalariado o quién sea el capitalista, sino porque el asalariado
carece de los medios de producción para trabajar socialmente por su cuenta,
mientras que el capitalista los posee con carácter monopolístico. En ese
sentido, sus posiciones son abstractas e impersonales: el asalariado es una
mera personificación del trabajo que ha sido desposeído de medios de
producción y el capitalista es una mera personificación del monopolio sobre
los medios de producción. Cualquier persona que se ubique en la misma
posición objetiva que un asalariado será asalariado y cualquier persona que
se ubique en la misma posición objetiva que un capitalista será un capitalista
(de ahí, como expondremos más adelante, que el análisis de las relaciones
sociales dentro del capitalismo deba ser un análisis de interacciones de clase
y no de interacciones entre individuos concretos). Es decir, el obrero está en
el fondo sometido al capital en su conjunto, a la totalidad de la clase
capitalista:
El obrero no pertenece a ningún propietario ni está adscrito al suelo, pero ocho, diez, doce o
quince horas de su vida diaria pertenecen a quien se las compra. El obrero, en cuanto quiera,
puede dejar al capitalista a quien lo ha contratado, y el capitalista le despide cuando se le antoja,
cuando ya no le saca provecho alguno o no le saca el provecho que había calculado. Pero el
obrero, cuya única fuente de ingresos es la venta de su fuerza de trabajo, no puede desligarse de
la totalidad de la clase de los compradores, es decir, de la clase de los capitalistas, sin renunciar a
su existencia. No pertenece a este o a aquel capitalista, sino a la clase capitalista en su conjunto, y
necesita venderse a esta clase, es decir, necesita encontrar dentro de esta clase capitalista a un
comprador (Marx [1849] 1977, 203).
Por eso mismo, además, el capital, como agregado social, sí tiene una
vocación expansiva tanto en el espacio como en el tiempo: su objetivo es
apropiarse del mayor tiempo de trabajo de la mayor cantidad posible de
personas, hasta el punto de que su ambición máxima consistiría en que todo
el mundo se convirtiera en obrero explotable de un único capital; a su vez, el
capital tiende a reproducir automáticamente sus condiciones de predominio
sobre el trabajo asalariado conforme pasa el tiempo (Arteta 1993, 245-249),
puesto que perpetua la separación material entre trabajadores y medios de
producción (precisamente ése será el asunto que exploraremos en el capítulo
4 de este primer tomo). Por último, el capital también maximiza la
intensidad de la alienación del obrero: el capital está deseoso de absorber la
totalidad de la jornada laboral de cualquier trabajador puesto que el
capitalista no ambiciona recibir valores de uso, sino un capital cada vez más
autovalorizado. En ese sentido, sólo la resistencia que opone el obrero (y los
límites físicos que impone la naturaleza) frenan el insaciable apetito del
capital, pero en cualquier caso esa resistencia sólo podrá ser parcial y
limitada: el obrero sólo tiene permitido trabajar socialmente dentro del
capitalismo en la medida en que le proporcione al capital un tiempo de
plustrabajo que el capital considere suficiente. Si el tiempo de plustrabajo se
reduce demasiado (no digamos ya si desaparece), el capital no adquirirá la
fuerza de trabajo y el trabajador ni siquiera podrá trabajar para sobrevivir.
Desde esa perspectiva, pues, cabe decir que la totalidad del tiempo vital del
trabajador le pertenece al capital (Arteta 1993, 310-312).
Con todo, que el asalariado se halle máximamente alienado en el
capitalismo bajo la bota de la clase capitalista no significa que los
capitalistas no estén también (aunque no en la misma medida) alienados
dentro del capitalismo: podemos decir que cada capitalista está pasivamente
alienado dentro del capitalismo (Marx [1844a] 1975, 281-282). En concreto,
el capitalista está autoalienado porque se limita a ser un funcionario del
capital cuya única misión es recolectar la plusvalía en su provecho: el
capitalista recibe el producto que ha creado el trabajador en lugar de haberlo
creado por sí mismo; el capitalista no desarrolla ninguna actividad
productiva, sino que se limita a elucubrar sobre ella; el capitalista tampoco
se afirma trabajando sino que trabajan para él; y el capitalista tampoco puede
relacionarse, de humano a humano, con los trabajadores puesto que ha
privado a éstos de su humanidad (Ollman 1976, 153-156). Es decir, el
capitalista es una mera personificación del capital: la persona de carne y
hueso que se halla detrás del capitalista está totalmente vaciada de
contenido. No es nada salvo un autómata con sed infinita de plusvalía. A su
vez, el capitalista también está alienado frente al mercado mundial, el cual
actúa como su dueño y señor: a la postre, si el capitalista no es capaz de
revalorizar su capital lo suficientemente rápido dentro del mercado, la
competencia de otros capitalistas lo terminarán descapitalizando y
condenando a la condición de asalariado. El capitalista, por tanto, no es
realmente autónomo y soberano: es el mercado quien le marca cómo debe
organizar su negocio y cómo debe explotar a sus trabajadores. Un capitalista
benevolente que decidiera minimizar la explotación sobre sus obreros sería
rápidamente despojado de su forma social como capitalista: es decir, el
capitalista no posee realmente esa capacidad de decisión y es igualmente
rehén del mercado.
Pero, en todo caso, la alienación del trabajador es más degradante que
la del capitalista: «el no trabajador hace en contra del trabajador todo aquello
que éste realiza en contra de sí, pero no hace en contra de sí mismo lo que
hace en contra del trabajador» (Marx [1844a] 1975, 282). La alienación que
sufre el trabajador es una alienación activa y parasitaria, mientras que la
alienación del capitalista es pasiva y parasitadora: el capitalista «se siente
cómodo y fortalecido con esta auto-alienación porque se da cuenta de que la
alienación es su propio poder y ve en ella la apariencia de una existencia
humana», mientras que el asalariado «se siente aniquilado por la alienación y
ve en ella su impotencia y la realidad de su existencia inhumana» (Marx y
Engels [1844] 1975, 36).
En suma, las relaciones sociales de producción en las que se basa el
capitalismo son relaciones corruptoras, deshumanizadoras y negadoras de la
humanidad en un grado extremo. No sólo oprimen y anulan al obrero, sino
en última instancia también al capitalista. Por eso, como estudiaremos en el
epígrafe 7.1, la revolución del proletariado contra el capitalismo no sólo
supondrá la emancipación de la clase trabajadora, sino la del conjunto de la
humanidad.
3.6. Conclusión
D – M – D´
sería .
Por ejemplo, si tomamos como unidad de tiempo un año (U=1) y
tenemos un capital fijo de 80.000 onzas de oro cuyo tiempo de rotación es de
10 años (y que, por tanto, rota en una décima parte de su valor cada año) así
como un capital circulante de 20.000 gramos de oro cuyo tiempo de rotación
es de 72 días (y, por tanto, rota unas cinco veces cada año), el conjunto de
ese capital productivo rotará una media de 1,08 veces al año (C2, 9, 263):
Imaginemos, sin embargo, que ese capital variable rota cuatro veces al
año (ncc = 4), en ese caso la tasa de plusvalía diacrónica será:
Así las cosas, ¿cuáles son las condiciones para lograr la reproducción
simple, año tras año, de este capital social? De acuerdo con Marx, es
necesario que se den dos grandes condiciones:
En tal caso, IIc = 1.500 se intercambiará por Iv = 1.000 y por Is– ∆Ic =
500. A su vez, la parte de la plusvalía que los capitalistas del departamento I
desean reinvertir, αk,I Is = 500, se destinará a incrementar el capital
constante y el capital variable del departamento I, por ejemplo en ∆Ic = 400
y ∆Iv = 100, de manera que Iv pasará a ser Iv = 1.100. A su vez, la mayor
masa salarial de 100 entre los trabajadores del departamento I se utilizará
para adquirir medios de consumo del departamento II, que necesariamente
saldrán del menor consumo de los capitalistas del departamento II. Y con los
ingresos por la venta de esos medios de consumo, el departamento II
adquirirá nuevos medios de producción por valor de ∆IIc = 100. Finalmente,
y para mantener la composición orgánica del capital dentro del departamento
II (2 unidades de capital constante por cada unidad de capital variable), los
capitalistas de ese departamento II tendrán que incrementar su inversión en
capital variable por importe de 50, ∆IIv = 50, a costa de volver a reducir su
gasto en consumo. Es decir, que Iv = 1.100, Is – ∆Ic = 500, IIc = 1.500, y ∆IIc
= 100. A su vez, si en un comienzo αk,I = 50 % y αk,II = 20 %, tendremos
que αk,I Is = 500, αk,II IIs = 150, ∆Ic = 400, ∆Iv = 100, ∆IIc = 100, y ∆IIv =
50. Confirmándose las dos primeras condiciones de equilibrio anteriores.
De este modo, y tras las anteriores operaciones, el capital productivo de
ambos departamentos quedará organizado así:
Salarios + Ganancias
= Inversión + Consumo de trabajadores
+ Consumo de capitalistas
Ganancias = Inversión
Es decir, que los ingresos de los capitalistas (todos aquellos que no son
ingresos salariales) pueden llegar a destinarse a adquirir todos los medios de
producción fabricados por el departamento I. En tal caso, la acumulación de
capital podría continuar de manera ininterrumpida: todas las mercancías
serían adquiridas recurrentemente por los propios capitalistas deseosos de
seguir acumulando capital. Serían, pues, los diferentes capitalistas entre sí
los que demandarían su propio capital mercantil y, al permitir su circulación,
continuarían acumulándolo.
Ahora bien, que el capitalismo no necesite de fuentes de demanda
externas al propio capitalismo no significa que el proceso anterior en el que
los capitalistas reinvierten sus ingresos en realizar la parte de su capital
mercantil que no adquieren los trabajadores vaya a desarrollarse sin
perturbaciones (si en algún momento algunos capitalistas dejan de reinvertir
lo suficiente, el capital mercantil agregado no podrá realizarse en su
totalidad y ello puede conducir a caídas adicionales de la inversión que
dificulten aún más la realización del capital mercantil). Tampoco significa,
además, que este proceso de acumulación de capital vaya a ser indefinido si
los incentivos de los capitalistas a seguir rentabilizando su capital van
agotándose. En el capítulo 6 mostraremos cómo la progresiva acumulación
de capital contribuirá a reducir la tasa general de ganancia dentro del sistema
capitalista, lo que amplificará las perturbaciones cíclicas de la acumulación
de capital y, en última instancia, llevará al colapso de la inversión capitalista.
Cuanto más capital se haya acumulado, más complicado será acumular
nuevo capital.
En definitiva, el proceso de circulación del capital social exacerba las
contradicciones internas del propio capitalismo: por un lado, pauperiza
crecientemente a los trabajadores al tiempo que incrementa su
productividad; por otro, vuelve la acumulación de capital más dependiente
de la nueva demanda de inversión para acumular nuevo capital cuando ésta
se ve crecientemente obstruida por la propia acumulación de capital. Es
decir, el capitalismo reproduce y amplifica sus propias condiciones de
existencia pero lo hace alimentando sus contradicciones internas que
terminan asesinándolo:
Una vez que existe el capital, el modo de producción capitalista evoluciona de tal manera que
mantiene y reproduce la separación [entre el trabajador y los medios de producción] a una escala
constantemente creciente hasta que ocurra una reversión histórica (Marx [1862-1863b] 1989,
405) [énfasis añadido].
«Una vez que existe el capital», éste se autorreproduce a una escala
cada vez mayor. Pero ¿cómo llego a existir originariamente el capital? Si el
capitalismo requiere de la separación entre el obrero y los medios de
producción y es el capitalismo quien perpetúa y ensancha esa separación,
¿acaso no estamos ante un típico dilema del huevo y la gallina? ¿Fue
primero el capitalismo o la separación entre el obrero y los medios de
producción? ¿O más bien hubo acontecimientos exógenos al propio
capitalismo que generaron la separación entre trabajador y medios de
producción, sentando las bases a la emergencia del capitalismo? Esta
cuestión es la que Marx pretende resolver con su teoría sobre la acumulación
originaria del capital.
4.6. Conclusión
El capitalismo surge con la expropiación de los medios de producción a la
mayoría de la población por parte de una minoría de individuos y se
reproduce a sí mismo perpetuando esta separación entre los medios de
producción y los trabajadores. Al hacerlo, segmenta estructuralmente a la
sociedad en dos grupos: los propietarios de los medios de producción y los
desposeídos que únicamente pueden trabajar socialmente vendiéndoles su
fuerza de trabajo a los primeros. Es decir, el capitalismo —como todos los
modos de producción históricos que lo precedieron— es una economía
clasista, que divide estructuralmente a la población en clase capitalista y
clase obrera, y que se basa en la continua explotación de ésta por aquélla. El
explotado no es ningún obrero particular, sino todos ellos en conjunto; a su
vez, el explotador no es ningún capitalista específico, sino todos ellos a la
vez. En realidad, es el Capital, a través de sus personificaciones en forma de
capitalistas, quien explota al Trabajo (asalariado), representado por sus
personificaciones en forma de obreros (Íñigo Carrera 2013, 14).
Sin embargo, una vez que introducimos la segmentación de la
economía en clases sociales antagónicas —clase capitalista y clase obrera—,
entonces el proceso de producción y distribución de mercancías —y, por
tanto, la distribución social del trabajo y de los frutos del trabajo— cambia
profundamente con respecto al escenario imaginario de una economía
mercantil no capitalista donde todos los productores independientes se
relacionan en pie de igualdad. Y cambia no sólo por las dinámicas
contradictorias entre clases —que darán lugar al fenómeno de la explotación
y a la creciente pauperización de la clase trabajadora que hemos estudiado en
los capítulos 3 y 4—, sino también por las dinámicas dentro de cada clase.
Por un lado, los obreros competirán entre ellos como vendedores de la
mercancía fuerza de trabajo, lo que repercutirá sobre el precio de la misma,
es decir, sobre los salarios; por otro, los capitalistas competirán entre ellos
como como compradores de la fuerza de trabajo y, por tanto, competirán por
explotar al Trabajo y apropiarse de la correspondiente plusvalía. Y esa
competencia dentro de cada clase modificará los términos en los que se
producen y distribuyen las mercancías.
Ahora bien, la segmentación social de la población en clases sociales no
sólo engendra relaciones competitivas dentro de cada clase, sino también
relaciones cooperativas en forma de intereses comunes y de lazos de
solidaridad. Ésa será la base de la lucha de clases que se desarrollará dentro
del capitalismo conforme las contradicciones de este sistema se vayan
agravando y, por tanto, las formas sociales constriñan, en lugar de potenciar,
la expansión de la producción material.
Justamente ése será nuestro objeto de análisis en el siguiente capítulo:
cómo la competencia interna entre capitalistas y entre trabajadores lleva a
que las mercancías se produzcan y distribuyan no según sus valores sino
según sus precios de producción. Pero a su vez, también, cómo la estructura
de propiedad dentro del capitalismo engendra, aun de manera inconsciente
para sus miembros, dos clases sociales compactas con intereses
objetivamente antagónicos cuya interacción dialéctica terminará por enterrar
el capitalismo cuando éste haya completado su función histórica.
5
Tabla 5.2
Tabla 5.3
Tabla 5.4
Tabla 5.5
Una vez determinada la tasa general de ganancia del conjunto de la
economía (P´), ya resulta posible transformar los valores de cada mercancía
en sus precios de producción (Pp), esto es, ya es posible determinar a qué
precio deben venderse sostenidamente cada una de las mercancías para así
garantizar a todos los capitales una idéntica tasa de ganancia que sea, a su
vez, igual a la tasa de ganancia media del conjunto de la economía. El precio
de producción de un bien será igual a su precio de coste (k), más el beneficio
que debe afluir al capital productivo o industrial (inp), más el beneficio que
debe afluir al capital comercial (m) (C3, 17, 399):
Pp = k + inp + m
Tabla 5.6
Recordemos que la piedra angular del análisis de Marx sobre las dinámicas
del capitalismo es la ley del valor, a saber, que las mercancías se
intercambian según el tiempo de trabajo socialmente necesario para
fabricarlas. Su propia teoría de la explotación se fundamentaba en esa ley
del valor: si el trabajador desempeñaba diez horas de trabajo diarias para el
capitalista y no recibía una remuneración igual a diez horas de trabajo
diarias, entonces es que el capitalista estaba dejando de entregarle un valor
equivalente al que sólo él y su trabajo habían generado. Para Marx, de
hecho, si la ley del valor no se cumpliera, el capitalismo resultaría
ininteligible:
Intercambiar 12 horas de trabajo por diez horas de trabajo o seis horas de trabajo supondría
igualar cantidades desiguales de una forma que no sólo impediría la determinación del valor, sino
que incurriría en una contradicción autodestructiva que ni siquiera podría llegar a ser enunciada
en forma de ley (C1, 19, 676).
Sin embargo, cuando Marx nos revela cuál es la forma última en la que
se expresa el valor dentro de las sociedades capitalistas, nos remite a unos
precios de producción de las mercancías que se desvían habitualmente de sus
valores. Por ejemplo, en la Tabla 5.6, el valor de la mercancía I era de 90,
mientras que el de la mercancía V era de 20, de manera que, atendiendo a la
ley del valor, una unidad de la mercancía I debería haberse intercambiado
por 4,5 unidades de la mercancía V. Pero si, por el contrario, empleamos sus
precios de producción (92 en el caso de la mercancía I, 37 en el caso de la
mercancía V), la ratio de intercambio no es 1:4,5, sino 1:2,48.
Por tanto, aparentemente, la ley del valor no determina de manera
directa los intercambios de mercancías dentro del mercado, algo que, de
acuerdo con el propio Marx, debería llevarnos a abandonarla:
No hay duda de que, en el mundo real, no existen diferencias en la tasa media de ganancia (más
allá de las derivadas de accidentes circunstanciales que tienden a cancelarse entre sí) entre las
distintas ramas de la industria, y no podrían existir tales diferencias sin abolir todo el sistema
productivo capitalista. La teoría del valor, pues, parecería ser incompatible con el movimiento
real y con el fenómeno real de la producción, de modo que deberíamos abandonar toda esperanza
de entender estos fenómenos (C3, 8, 254).
Otra forma de expresar esta misma idea es que la suma de los precios
de producción es igual a la suma de los valores:
La suma de los precios de producción de todas las mercancías fabricadas en la sociedad en su
conjunto —considerando todas las ramas de producción— es igual a la suma de sus valores (C3,
9, 259).
La solución que planteó Marx a la compatibilidad entre la ley del valor y los
precios de producción no les resultó convincente a muchos economistas: una
crítica muy conocida al respecto es la del austriaco Eugen Böhm-Bawerk
([1896] 1949), para quien existía una flagrante contradicción entre el
volumen I de El capital —donde Marx postulaba que las mercancías se
intercambiaban a sus valores— y el volumen III de El capital —donde Marx
postulaba que las mercancías se intercambiaban a sus precios de producción.
No era posible que las mercancías se intercambiaran a la vez por valores y
por precios de producción, de modo que la contradicción entre ambos
volúmenes resultaba insalvable (Böhm-Bawerk [1896] 1949, 30). De hecho,
Böhm-Bawerk deslizaba la idea de que Marx estuvo retrasando la
publicación del volumen III de El capital (el cual terminó siendo publicado
póstumamente y en extremis por Engels en 1894, esto es, sólo un año antes
de la muerte de Engels) porque no encontraba forma de superar esa
contradicción. Lo cierto, sin embargo, es que Marx completó el borrador del
volumen III de El capital antes de que apareciera la primera edición del
volumen I: concretamente, casi todo el volumen III, tal como fue publicado
en 1894 por Engels con muy escasos cambios, ya estaba elaborado en lo que
hoy se conoce como Los manuscritos económicos de 1864-1865 (Moseley
2015). Pero entonces, ¿qué sentido tiene que en el volumen I se presuponga
que las mercancías se intercambian a sus valores y en el volumen III que se
intercambian a sus precios de producción? Pues porque, como ya hemos
explicado, el volumen I se abstrae de la competencia entre capitales para
exponernos nítidamente la relación vis a vis entre capital y trabajo, de la cual
aparece la plusvalía como una masa de valor pura e independiente de sus
distintas formas particulares o fragmentarias (beneficio, interés o renta): es
más, como ya hemos expuesto, Marx pensaba que este estudio separado de
la plusvalía (volumen I) y de sus formas fragmentarias (volumen III) era una
de sus grandes aportaciones de su obra ([1867] 1987, 407). Por último,
tampoco existe ninguna evidencia epistolar, de entre las muchas cartas que
se remitían Marx y Engels, donde Marx exprese estar preocupado por
ninguna contradicción dentro de su obra o de estar trabajando en resolver el
enrevesado problema de transformar valores en precios. Por todo ello, es
dudoso que Marx considerara que había algún tipo de contradicción en sus
planteamientos: los distintos volúmenes de El capital fueron elaborados en
paralelo, la transformación de valores en precios de producción a través de la
igualación competitiva de las tasas de los distintos capitales ya formaba
parte de su obra desde el comienzo y el propio Marx celebraba este análisis
como uno de los puntos clave de su libro (lo cual no implica que no pueda
haber un problema o una contradicción en la transformación de valores en
precios, pero desde luego no es algo que mantuviese paralizada la redacción
de El capital y por lo que Marx se preocupara).
Aparte de la réplica de Böhm-Bawerk, probablemente la otra crítica
más conocida contra el procedimiento empleado por Marx para transformar
los valores de las mercancías en precios de producción sea la del economista
Ladislaus von Bortkiewicz ([1907] 1949). Para Bortkiewicz, Marx se
equivocó en su esquema de transformación de valores en precios de
producción (recogido en la Tabla 5.6) porque sólo transformó en precios de
producción los valores de las mercancías finales, pero no los valores de las
mercancías que actuaban como medios de producción y que también son
vendidas como capitales por los capitalistas que las han fabricado. Por
ejemplo, el panadero necesita comprarle harina a otro capitalista para
hornear el pan y Marx únicamente transforma en precios de producción el
valor del pan, pero no el de la harina, de modo que su solución no puede ser
correcta (el vendedor de harina también compite con el resto de los
capitalistas por apropiarse de parte de la masa de plusvalía agregada). Es
decir, Marx transformó en precios de producción los valores de los outputs
pero no de los inputs.
Bortkiewicz trató de ilustrar la contradicción en la que había incurrido
Marx combinando el esquema de reproducción simple del capital (que
estudiamos en el epígrafe 4.3) con la transformación de valores en precios de
producción (que hemos estudiado en el epígrafe 5.1). Imaginemos que una
economía se halla dividida en tres departamentos: el departamento I se
dedica a producir el capital constante de los departamentos I, II y III; el
departamento II se encarga de producir los medios de subsistencia de los
trabajadores de los departamentos I, II y III; y el departamento III se encarga
de producir los bienes de lujo que compran los capitalistas de los
departamentos I, II y III. La composición orgánica del capital de cada
departamento se hallaría representada en la Tabla 5.7 (nótese que la tasa de
explotación en todos los departamentos es del 66,6 %):
Tabla 5.7
PRECIO
C V BENEFICIO
DE PRODUCCIÓN
I 225 90 93,33 408,33
II 100 120 65,18 285,18
III 50 90 41,48 181,41
Total 375 300 200 875
Tabla 5.10
PRECIO
C V BENEFICIO
DE PRODUCCIÓN
I 252 84 84 420
II 112 112 56 280
III 56 84 35 175
Total 420 280 175 875
Tabla 5.11
PRECIO DE
C V BENEFICIO
PRODUCCIÓN
I 279,76 90 96,51 466,27
II 124,34 120 63,77 308,11
III 62,17 90 39,72 191,88
Total 466,27 300 200 966,27
Valort+1 = Ppt * A + l
Ppt+1 = Ppt * A + l + gt
Tabla 5.18
Tabla 5.19
Por consiguiente, con la Interpretación del Sistema Temporal Único,
todas las igualdades básicas del sistema de Marx se mantienen en vigor. Así
que podemos tomarla como la interpretación más fidedigna de lo que Marx
probablemente trató de expresar sin tener que presuponer que incurrió en
contradicciones.32
Así pues, cuando las mercancías se intercambian en el mercado como
capitales, su precio de equilibrio a largo plazo no viene determinado por sus
valores sino por sus precios de producción, si bien esos precios de
producción están anclados a los valores (los cuales siguen regulando las
relaciones de producción y de intercambio en las economías capitalistas).
Ahora bien, tampoco pensemos que ello equivale a que todos los
intercambios se efectúen a los precios de producción dentro del mercado: los
intercambios se efectúan a los precios de mercado, los cuales tenderán a
coincidir a largo plazo con los precios de producción pero no necesariamente
a corto plazo. A corto plazo, las mercancías podrán venderse por encima o
por debajo de sus precios de producción según las fluctuaciones
extraordinarias de la oferta y de la demanda: si los precios de mercado de
una mercancía se ubican por encima de los precios de producción, la esfera
de producción de esa mercancía tenderá a atraer capital a costa de otras
esferas de producción con el objetivo de incrementar su oferta hasta que su
precios de mercado caiga y converja con el de producción; si los precios de
mercado de una mercancía se ubican por debajo de los de precios, el capital
abandonará su esfera de producción con el objetivo de reducir su oferta hasta
que su precio de mercado suba y converja con el de producción (C3, 22,
489). Las mercancías que se vendan a precios de mercado superiores a sus
precios de producción (o que se produzcan a un precio de coste inferior al
promedio de su sector), le proporcionarán una plusganancia (o beneficio
extraordinario) al capitalista, es decir, cosecharán una tasa de ganancia
superior a la tasa general (o media); mientras que aquellas que se vendan por
debajo de sus precios de producción (o cuyo precio de coste sea superior al
promedio de su sector) no le proporcionarán al capitalista toda la plusvalía
que les corresponde, de modo que su tasa de ganancia será inferior a la
media (C3, 10, 279). En cierto modo, pues, el valor es el centro gravitacional
hacia el que tienden los precios de producción y los precios de producción
son el centro gravitacional hacia el que tienden los precios de mercado (C3,
10, 280).
PB = C + V + S
RB = PIB = PB – C = V + S
S = TP
si ≠ tpi
S = TP = INP + M + I + R
P = INP + M + I = EP + I
TP – P = R
PIB = W + INP + M + I + R
5.4. Salarios
Los salarios son el precio de la mercancía «fuerza de trabajo», es decir, la
cantidad de dinero que recibe el trabajador por vender temporalmente su
capacidad laboral. Esa mercancía le otorga a su comprador, el capitalista, el
derecho a usar la capacidad laboral del trabajador durante más horas de las
que éste necesita para reponer su fuerza de trabajo: de ahí que, como ya
hemos explicado, el capitalista se apropie de una parte del trabajo que
desempeña el trabajador a lo largo de la jornada laboral (tiempo de
plustrabajo). Por consiguiente, los salarios no son el precio del trabajo: no
son la remuneración por la totalidad del trabajo que desempeña el trabajador
bajo las órdenes del capitalista (C1, 19, 677). Si el salario fuera igual a todo
el trabajo desempeñado por el trabajador para el capitalista, entonces el
capitalista no cosecharía beneficio alguno, pues sus beneficios proceden de
la plusvalía, esto es, del tiempo de trabajo que no le remunera al trabajador
(C1, 19, 682).
Por eso, tratar al salario como el precio del trabajo constituye una
mistificación de la relación entre capitalista y trabajador: proporciona la
irreal imagen de que todo el tiempo de trabajo que desempeña el trabajador
está siendo remunerado por el capitalista y que, en consecuencia, no existe
explotación… cuando es más bien al contrario. La desigualdad entre A
(salario) y B (valor del trabajo) se transmuta en una falsa igualdad entre A y
B (Ramas San Miguel 2018, 125). Justamente por ello, la ficción de que los
salarios son la remuneración del trabajo (de todo el trabajo) se halla en la
base de todas las ilusiones de libertad y de equidad dentro del sistema
económico capitalista: en la medida en que parece que el capitalismo
remunera plenamente el trabajo del obrero, el capitalismo adquiere una
hiperlegitimidad moral frente a otros sistemas como el esclavismo, donde
todo el trabajo que desempeña el esclavo parece que sea trabajo no pagado
aun cuando una parte de ese trabajo siga destinándose a producir un valor
equivalente al que será consumido por el esclavo (C1, 19, 680) y, por tanto,
sí cabría considerarlo como un trabajo (muy) parcialmente pagado.
Ahora bien, si nos empeñáramos en seguir conceptualizando el salario
como el «precio del trabajo» para referirnos al precio por jornada laboral,
entonces habría que expresar el salario con relación a la cantidad de horas de
trabajo que son desempeñadas por el trabajador durante la jornada laboral:
en ese caso, un mismo salario podrá remunerar jornadas laborales muy
distintas o intensidades laborales muy variadas, esto es, el «precio del
trabajo» podrá variar aun cuando el salario nominal se mantenga constante si
modificamos la extensión de la jornada o su intensidad (C1, 20, 683). En
este sentido, Marx nos insta a utilizar la ratio del salario por hora de un
trabajo de intensidad laboral media para estimar ese
«precio medio del trabajo» (C1, 20, 684). Por ejemplo, con un mismo salario
de 1.000 gramos de plata, el trabajo será más caro cuando la jornada laboral
sea de cinco horas (salario por hora = 200) que cuando sea de diez horas
(salario por hora = 100). Evidentemente, para que el capitalista pueda
apropiarse de la plusvalía, el precio del trabajo tendrá que ser inferior al
valor generado por hora de trabajo: por ejemplo, si el salario por hora es 100,
el valor generado por hora de trabajo podría ser 300, de modo que el
capitalista se estaría quedando con dos tercios de cada hora trabajada por el
trabajador (C1, 21, 693). En tal caso se nos revelaría nuevamente que el
salario (ni siquiera como precio por hora del trabajo) no puede ser una
remuneración equivalente a todo el valor generado por cada hora de trabajo
y por tanto no cabe considerarlo de ningún modo como el precio del trabajo.
En todo caso, si el salario es el precio de la mercancía fuerza de trabajo,
su magnitud de equilibrio vendrá determinada por su valor (como ocurre con
cualquier otra mercancía) y el valor de la fuerza de trabajo es el tiempo de
trabajo socialmente necesario para producir aquellas mercancías que
requiere el obrero para seguir ofertando su capacidad laboral en el mercado.
En principio, pues, el salario de equilibrio debería ser igual a la suma del
valor (y, por tanto, de los tiempos de trabajo socialmente necesarios) de
aquellas mercancías que el trabajador necesita consumir necesariamente para
mantener sus habilidades físicas, mentales y sociales. Sin embargo, después
de haber desarrollado el concepto de precios de producción, debería ser más
correcto afirmar que el salario es igual no al valor sino al precio de
producción de aquellas mercancías que el trabajador necesita consumir
diariamente para reproducir su fuerza de trabajo: pero Marx considera que la
desviación del precio de producción con respecto al valor de unas
mercancías se compensará con la desviación de otras mercancías y que, por
tanto, la suma de los precios de producción de las mercancías que consumen
los trabajadores sí será igual a la suma de sus valores (C3, 9, 261).
Ahora bien, ¿cuál es el mecanismo de mercado —desde el lado de la
oferta de trabajo y de la demanda de trabajo— que asegura la convergencia a
largo plazo entre los salarios y su precio de equilibrio (el valor de la fuerza
de trabajo)? En el resto de las mercancías ya hemos expuesto cuál era ese
mecanismo: si el precio de mercado de una mercancía se ubica por encima
de su valor, su oferta tenderá a aumentar; si se ubica por debajo, tenderá a
contraerse. Pero ¿y con la fuerza de trabajo? ¿Por qué los salarios no pueden
ubicarse permanentemente por encima o permanentemente por debajo del
valor de reproducción de la fuerza de trabajo? Para ello se hace necesario
reflexionar sobre cómo la interacción entre la oferta y la demanda de trabajo
termina convergiendo en un salario de equilibrio que es igual al valor (coste
de reposición) de la fuerza de trabajo (Green 1991).
Por un lado, la oferta de trabajo depende positivamente del crecimiento
demográfico y del aumento de la población activa: este último, a su vez,
dependerá del diferencial entre el salario de mercado y el coste de reposición
de la fuerza de trabajo. A saber, cuando los salarios de mercado sean muy
superiores al valor de la fuerza de trabajo, más trabajadores estarán
dispuestos a trabajar durante más horas; cuando suceda al revés, en cambio,
la oferta laboral se reducirá. A largo plazo, pues, la oferta de fuerza de
trabajo es elástica respecto al diferencial entre el salario y el valor de la
fuerza de trabajo.
Por otro lado, la demanda de trabajo dependerá positivamente de la
productividad del trabajo (a más productividad, más demanda empresarial de
trabajadores) y se verá negativamente impactada por el cambio en la
composición orgánica del capital (es decir, por un cambio en la técnica
productiva donde el capital constante adquiera un mayor peso en relación al
capital variable). Los cambios en la composición orgánica del capital pueden
darse por dos razones: o porque el capitalista, con un mismo conocimiento
tecnológico, modifica su técnica de producción otorgándole más peso al
capital constante que al capital variable (lo que dependerá de la elasticidad
de sustitución entre trabajo y capital) o porque cada trabajador deviene capaz
de transformar más capital constante que antes (lo que dependerá de que se
produzca progreso técnico que incremente la productividad del trabajador).
Así las cosas, si la demanda de trabajo supera la oferta (algo que
tenderá a ocurrir siempre que, con una misma tecnología, se acumule nuevo
capital constante y, por tanto, se demande más fuerza de trabajo para
transformarlo [C1, 25.1, 769-770]), los salarios de mercado tenderán a subir.
Ahora bien, para Marx, los salarios no podrán subir persistentemente a largo
plazo por encima de su importe de equilibrio (el valor de la fuerza de
trabajo). Y es que, si la demanda de fuerza de trabajo supera su oferta y eso
repercute en salarios superiores al coste de reposición de la fuerza de trabajo,
los capitalistas tenderán a esterilizar esa alza salarial modificando la
composición orgánica de capital, es decir, sustituyendo capital variable por
capital constante. Ello sucederá o bien porque los salarios de mercado se han
incrementado tanto que acumular nuevo capital ha dejado de ser rentable y,
por tanto, la demanda de trabajadores caerá hasta que acumular capital
vuelva a ser rentable:
Si la cantidad de trabajo no remunerado que suministra la clase trabajadora y que es acumulada
por la clase capitalista aumenta tan rápidamente que su transformación en capital necesita de una
adición extraordinaria de trabajo remunerado, entonces los salarios aumentan y, si todas las otras
circunstancias permanecen constantes, la proporción de trabajo no remunerado disminuye. Pero
tan pronto como esa reducción del trabajo no remunerado alcance un punto en que el plustrabajo
con el que se nutre el capital deja de ser suministrado en cantidades normales, se desata una
reacción: una menor parte de los ingresos [de los capitalistas] son capitalizados, la acumulación
de capital se realentiza y el movimiento al alza de los salarios se enfrenta a un obstáculo (C1,
25.1, 771).
Para Marx, era en los salarios relativos donde realmente se dejaba sentir
la dinámica del sistema capitalista:
Ni los salarios nominales (es decir, la suma de dinero por la que el trabajador se vende a sí mismo
al capitalista) ni los salarios reales (es decir, la suma de mercancías que puede comprar con ese
dinero) agotan las relaciones contenidas en los salarios. Los salarios están sobre todo
caracterizados según su relación con las ganancias, con los beneficios: son salarios relativos. Los
salarios reales expresan el precio del trabajo [de la fuerza de trabajo] en relación con el resto de
las mercancías; los salarios relativos, por otro lado, expresan la participación del trabajo directo
en el nuevo valor que ha creado en relación con la participación del trabajo acumulado, del
capital» (Marx [1849] 1977, 218) [La parte en cursiva fue modificada por Engels en la edición de
1891, pero creemos que expresa más fielmente el significado que pretendía trasladar Marx].
Tabla 5.23
Pasemos ahora a analizar el surgimiento de la renta del suelo en el caso
de la agricultura intensiva, lo que Marx denomina renta diferencial II. En
este caso, los capitalistas invierten cantidades adicionales de capital dentro
de una misma parcela con idéntica superficie. Por ejemplo, supongamos que
un capitalista invierte sucesivamente 2,5 onzas en la tierra D y que los
rendimientos del capital son decrecientes. Como antes, la tasa general de
ganancia es del 20 % (Tabla 5.24).
Con la primera inversión de 2,5 onzas, la tierra D produce 4 toneladas
de trigo: si todo terminara aquí, el precio de producción de una tonelada de
trigo sería de 0,75 onzas (y el precio total por las 4 toneladas sería de 3
onzas). Sin embargo, si con 4 toneladas de trigo no se satisface la demanda
del mercado, el capitalista optará por invertir otras 2,5 onzas adicionales en
la misma superficie de la tierra D, con las que producirá 3 toneladas
adicionales de trigo: hasta ese punto, el precio de producción individual del
nuevo trigo será de 1 onza por tonelada, y sería este precio el que marcaría el
precio de equilibrio de las 7 toneladas producidas (de modo que todas ellas
se venderían por 7 onzas de oro). Pero, de nuevo, si esas 7 toneladas no
bastan para satisfacer la demanda, el capitalista invertirá otras 2,5 onzas de
oro que, en este caso, contribuirán a crear 2 toneladas de trigo a un precio de
producción de 1,5 onzas. Y, por último, si la demanda tampoco queda
satisfecha así, el capitalista invertirá otras 2,5 onzas para fabricar una
tonelada de trigo a un precio de 3 onzas de oro. Si en ese momento se sacia
la demanda de mercado, será ese precio —3 onzas de oro por tonelada de
trigo— el que marcará el precio de equilibrio de las 10 toneladas (C3, 40,
816). Dado que las 10 toneladas de trigo se venderán a cambio de 30 onzas y
el capitalista sólo habría invertido 10 onzas en producirlas, los beneficios
agregados serán de 20 onzas, de los cuales 2 onzas se corresponderán con el
beneficio ordinario (20 %) sobre el capital invertido de 10 onzas y las otras
18 onzas restantes serían la renta del suelo correspondiente a la parcela D. Se
trata, por tanto, de un resultado idéntico al que obtuvimos cuando
consideramos que el capital se invertía simultáneamente en diferentes tierras
de distinta productividad (Tabla 5.19).
Tabla 5.24
D – D – M … P … M´ – D´ – D´´
donde D´´ = D´ – ep = D + i
Es decir, el prestamista presta su capital dinerario al capitalista
empresarial (D – D) y éste lo emplea para comprar medios de producción (D
– M … P) que una vez transformados en mercancías (P … M´) son
realizados en forma de capital dinerario (M´ – D´), el cual es utilizado por el
capitalista empresarial para amortizar su deuda (intereses incluidos) con el
prestamista (D´ – D´´). Por tanto, el capital dinerario regresa a manos del
prestamista con un interés (D … D´´) y el capitalista empresarial únicamente
retiene el beneficio empresarial (ep).
En puridad, hay que aclarar que Marx también considera capital
prestable al capital mercantil que es prestado por el prestamista, como si
fuera una suma dineraria, para que otro individuo lo emplee dentro del
circuito del capital industrial: «Si una mercancía se presta como capital,
únicamente estamos ante la forma disfrazada de una suma de dinero. Porque
lo que se presta como capital no es una determinada cantidad de algodón,
sino más bien una suma de dinero que existe en la forma de algodón como
valor del algodón» (C3, 21, 476). De ser así, el circuito del capital prestable
también podría adoptar la forma de:
M(D) – M … P … – M´ – D´ – D´´
El interés no sólo actúa como precio del capital prestable sino que,
como ya hemos visto con la capitalización de las rentas de la tierra, también
se utiliza como factor de descuento para calcular el valor presente de
cualquier tipo de flujo de ingresos. Y, en el caso que nos ocupa, se empleará
para capitalizar los ingresos futuros esperados de un determinado capital
prestable: cuando un capitalista adquiere el bono o las acciones de una
empresa, está adquiriendo el derecho a recibir pagos futuros en su favor a
costa de esa empresa prestataria, y tales pagos futuros pueden capitalizarse al
tipo de interés de mercado, dando como resultado un valor capitalizado del
bono o de la acción. Por ejemplo, un capitalista que haya adquirido un bono
a perpetuidad que paga anualmente 100 onzas de oro, poseerá un activo
financiero con un valor de mercado de 2.000 onzas de oro si el tipo de
interés corriente es del 5 %.
Pues bien, Marx denominará «capital ficticio» a ese patrimonio que
meramente emerge de descontar los flujos de caja futuros esperados del
capital prestable de un capitalista: «La formación de capital ficticio se
denomina capitalización» (C3, 29, 597). Tales activos financieros «no
representan nada más que derechos acumulados, títulos legales, contra la
producción futura» (C3, 29, 599), de modo que no son capital real, sino
únicamente instrumentos para canalizar financiación desde el prestamista al
prestatario y que, dentro del capitalismo, han adquirido un precio que les da
la apariencia de un capital (C3, 29, 609). Pero ¿en qué sentido ese capital es
«ficticio»? La ficción de ese capital se debe a su mistificación, es decir, a
que nos oculta la realidad y nos la presenta como su opuesto. No se trata de
que, como ocurre en el fetichismo del capital, percibamos correctamente el
contenido social detrás del fetiche pero convirtiéndolo en una propiedad
natural del fetiche (el capital prestable, al movilizar trabajo, genera o
contribuye a generar valor), sino de que percibimos incorrectamente la
realidad, de un modo opuesto a cómo verdaderamente es.
Así, el valor capitalizado de un activo financiero (el capital ficticio)
parece constituir una riqueza independiente y contrapuesta a la de aquel
capital real sobre el que ese activo financiero otorga, directa o
indirectamente, un derecho. Esta mistificación de que los activos financieros
constituyen un capital independiente al capital productivo nos oculta la
realidad en dos sentidos: por un lado, parece como si la riqueza efectiva de
una economía se duplicara y, por otro, parece como si el valor del capital
financiero —de esa riqueza duplicada— no guardara relación alguna con la
explotación del trabajador (C3, 29, 597-598).
Por ejemplo, supongamos que una empresa, que ha dividido su capital
social en 500 acciones, logra unos beneficios anuales de 1.000 onzas de oro
que se espera que se mantengan constantes en el muy largo plazo; a su vez,
supongamos que los tipos de interés se ubican en el 10 %. En ese caso, el
precio capitalizado de la compañía será de 10.000 onzas y el precio de cada
una de las 500 acciones será de 20 onzas de oro; y si los tipos de interés
bajaran del 10 % al 5 %, el precio capitalizado de la compañía pasaría a ser
de 20.000 onzas de oro y, por tanto, el precio de cada acción se
incrementaría de 20 a 40 onzas. En tal caso, las dos ilusiones antedichas que
genera el capital ficticio harían su aparición. Así, en primer lugar, parece que
la riqueza se ha duplicado: por un lado, la riqueza está constituida por el
capital productivo de la empresa (sus medios de producción y su fuerza de
trabajo regularmente explotada); por otro, la riqueza está constituida
adicionalmente por el capital ficticio de las acciones de la empresa. «El
movimiento independiente del valor de estos títulos de propiedad […]
refuerza la ilusión de que constituyen capital real aparte del capital
[productivo] sobre el que otorguen derecho: se convierten en mercancías
cuyos precios tienen movimientos particulares y se determinan de manera
específica» (C3, 29, 598). Sin embargo, la «riqueza» de las acciones no es
más que un reflejo de la riqueza real contenida en su capital productivo (la
cual, en el fondo, no es más que un reflejo del tiempo de trabajo socialmente
necesario para fabricar ese capital productivo): es un error contabilizarla dos
veces en el conjunto de la sociedad. Y es un error de percepción que nos
oculta la realidad al tratar como capital real, al mismo nivel que el capital
productivo, lo que sólo es un capital ficticio. A su vez, en segundo lugar, la
riqueza ilusoria de las acciones parece que no guarde relación alguna con la
explotación del trabajador: las fluctuaciones del precio de mercado de las
acciones parecen ser independientes de la explotación del obrero, lo que
«confirma la idea de que el capital se valoriza automáticamente gracias a sus
propios poderes» (C3, 29, 597); cada vez más, pues, «las pérdidas y las
ganancias derivadas de la fluctuación del precio de estos títulos de propiedad
[…] van guardando más relación con el juego, el cual parece sustituir al
trabajo como la fuente original de la propiedad del capital» (C3, 29, 609). Ya
no es que el capital se apropie del potencial creador del trabajo, como ocurre
con el fetichismo, sino que el capital ficticio acaba negando que el valor
tenga alguna relación con el trabajo: el trabajador parece improductivo y el
capital parece productivo por sí solo (Ramas San Miguel 2018, 137-138).
Sin embargo, en realidad, si las acciones poseen valor de mercado es porque
proporcionan un dividendo (o una revalorización del capital) al inversor y
ese dividendo procede de las ganancias de la empresa y esa ganancia
procede de la explotación en agregado de la clase trabajadora. De ahí que en
ambos casos el capital ficticio nos oculte la realidad económica: la realidad
es que la riqueza social procede del trabajo humano y que los cambios en el
valor del capital ficticio sólo son formas de distribuir el tiempo de trabajo
impagado dentro de la clase capitalista; y por eso en este caso no estamos
ante una situación de fetichismo del capital sino de mistificación del capital.
En el extremo, el interés se convierte en el ingreso generado
autónomamente por el capital dinerario al igual que el beneficio empresarial
se convierte en el ingreso autónomamente generado por el capital
productivo, de modo que ambas pierden cualquier vinculación con la masa
de plusvalía (C3, 23, 502). Pero interés y beneficio empresarial son dos
subdivisiones del beneficio ordinario que, a su vez, proviene de la masa de
plusvalía. Precisamente por ello, la relación entre interés y beneficio
empresarial es una relación entre elementos mutuamente excluyentes y
antitéticos: si uno aumenta, el otro se reduce y viceversa. Y justamente por
ello, al no existir un tipo de interés de equilibrio, tampoco existirá un
beneficio empresarial de equilibrio (C3, 50, 1001-1002): la específica
división del beneficio ordinario en beneficios empresariales e intereses
dependerá de factores accidentales como el poder de negociación de las
partes o las dinámicas de la competencia.
Por ejemplo, en las sociedades precapitalistas, era habitual que el
interés cobrado por los usureros a los pequeños productores autónomos
absorbiera la totalidad de su beneficio ordinario, despojando por tanto a esos
pequeños productores —y también a grandes terratenientes manirrotos que
se sobreendeudaban— de su excedente productivo y, en última instancia, de
sus medios de producción (C3, 36, 729-730). Para Marx, la usura, como acto
de acumulación de riqueza con propósitos distintos al de consumirla es un
factor fundamental en el surgimiento del sistema capitalista, dado que
permitió la formación de riqueza monetaria independiente de la propiedad de
la tierra (C3, 36, 732-733). Pero la usura termina dando paso al capital
prestable cuando se desarrolla el sistema financiero, puesto que el desarrollo
del sistema financiero —que generalmente se produce bajo el auspicio de
una nueva clase de capitalistas empresariales que querían endeudarse sin ser
asfixiados financieramente— rompe el monopolio de la usura y consigue
rebajar los tipos de interés (C3, 36, 735-738). En ninguno de estos casos
existía una relación objetiva de equilibrio que determinara un tipo de interés
natural.
5.7. El beneficio comercial
Pp = k + inp + m
P´ = (S – e)/(C + V)
Pp = k + inp + m + e
P´ = S/(C + V)
Proudhon, como economista, entiende muy bien que los hombres producen la ropa, el lino o la
seda dentro de determinadas relaciones de producción [que determinan las clases sociales]. Pero
no entiende que esas determinadas relaciones de producción son tan producidas por los hombres
como lo son el lino, el lienzo, etc. (Marx [1847] 1976, 165-166).
Sea una casa grande o pequeña, mientras las que la rodean sean también pequeñas, esa casa
cumple todas las exigencias sociales de una vivienda pero, si junto a una casa pequeña se
construye un palacio, la que hasta entonces era una casa pequeña se encoge hasta quedar
convertida en una choza. La casa pequeña nos muestra ahora que su propietario no tiene
exigencias, o las tiene muy reducidas; y, por mucho que, en el transcurso de la civilización, su
casa gane en altura, si el palacio vecino sigue creciendo en la misma o incluso en mayor
proporción, el habitante de la casa relativamente pequeña se irá sintiendo cada vez más
incómodo, más descontento, más agobiado entre sus cuatro paredes (Marx [1849] 1977, 216).
5.10. Conclusión
La propiedad privada se encamina por sí misma hacia su propia disolución, pero sólo a través de
un mecanismo que no depende de ella, que es inconsciente y contrario a la voluntad de la
propiedad privada: a saber, la propiedad privada produce al proletariado como proletariado, es
decir, produce una pobreza que sí es consciente de su pobreza física y mental, deshumanización
que es consciente de su deshumanización y que por tanto [el proletariado] trata de suprimirse a
sí mismo. El proletariado ejecuta la sentencia que la propia propiedad privada dicta contra sí
misma (Marx y Engels [1844] 1975, 36).
Cuando un modo de producción alcanza cierto nivel de madurez, esa particular forma histórica
[de organizar las relaciones sociales de producción] se desvanece y deja paso a una forma
superior. La señal de que el momento de esa crisis ha llegado es que ganan amplitud y
profundidad las contradicciones y el antagonismo entre, por un lado, las relaciones de
distribución (y, por tanto, la forma histórica específica de las relaciones de producción que se
corresponde con esas relaciones de distribución) y, por otro, las fuerzas productivas, la
capacidad de producción y el desarrollo de sus fuerzas operantes. Entonces arranca un conflicto
entre el desarrollo material de la producción y su forma social (C3, 51, 1023-1024).
Del mismo modo que Marx no llegó a desarrollar una teoría sistemática
sobre las clases sociales, tampoco articuló una teoría sistemática sobre las
crisis económicas dentro del capitalismo. De hecho, existe una importante
ambigüedad dentro de su obra que todavía hoy enfrenta a los marxólogos: no
queda claro si Marx sostenía que la tasa general de ganancia dentro del
capitalismo debía necesariamente descender de manera continuada en el
muy largo plazo o si, por el contrario, pensaba que la tasa general de
ganancia sólo descendía de manera cíclica pero sin ninguna tendencia clara a
la baja.
La diferencia entre ambos casos no es menor: si la tasa general de
ganancia está condenada a descender inexorablemente en el muy largo plazo,
entonces el capitalismo por necesidad colapsará como consecuencia de ese
fenómeno; en cambio, si no hay ninguna tendencia inexorable a que
descienda la tasa general de ganancia en el muy largo plazo, si ésta sólo
oscila a la baja de manera transitoria, únicamente tendremos crisis cíclicas y
transitorias dentro del capitalismo, por lo que la superación de este modo de
producción deberá venir impulsada por otros fenómenos. Como decimos, los
propios pensadores marxistas difieren aún hoy sobre si Marx pronosticó el
colapso del capitalismo como consecuencia de su ley de la reducción
tendencial de la tasa de ganancia o si, en cambio, sólo expuso la existencia
de crisis cíclicas y temporales como resultado de este fenómeno (Mandel
1981, 78-79). Algunos marxólogos tan relevantes como Michael Heinrich
(2013) llegan al extremo de afirmar que Marx carecía de una teoría completa
de las crisis: «En la obra de Marx, no hallamos ninguna presentación
definitiva de su teoría de las crisis económicas».
En este capítulo, vamos a interpretar la teoría de las crisis económicas
de Marx desde la perspectiva más amplia posible, esto es, desde la
perspectiva de que planteó la existencia de dos tipos de crisis dentro del
capitalismo: por un lado, las crisis cíclicas, con una duración aproximada de
diez años (C3, 31.1, 633), las cuales interrumpen pero no obstaculizan
definitivamente el proceso de acumulación de capital; por otro, la crisis
sistémica a muy largo plazo del propio modo de producción capitalista que
terminará impidiendo toda nueva acumulación de capital y lo llevará al
colapso. El primer tipo de crisis, que meramente requeriría de reducciones
transitorias de la tasa general de ganancia, serían crisis que se originan por
las contradicciones internas de un capitalismo vivo y en funcionamiento:
crisis que se resolverían dentro de la lógica del capitalismo y que incluso
pueden contribuir a revigorizarlo. El segundo tipo de crisis, que dependería
de que la tasa general de ganancia decrezca progresivamente a largo plazo,
sería una crisis que se origina por agotamiento del modelo de crecimiento de
un capitalismo muerto y paralizado: una crisis que sólo se resolvería
poniendo fin al capitalismo y reemplazándolo por otro modo de producción
(el comunismo).
Dado que, como ya hemos dicho, no hay consenso en que Marx
sostuviera que la tasa general de ganancia necesariamente disminuirá en el
largo plazo, las siguientes páginas sólo presentan una posible interpretación
de Marx. Por consiguiente, quienes rechacen, por ejemplo, la idea de que la
tasa general de ganancia necesariamente decrece a largo plazo dentro del
capitalismo, también rechazarán, en consecuencia, la lectura de Marx que se
edifica sobre la validez de esa hipótesis. Sin embargo, la descripción que
efectuaremos sobre la naturaleza de las crisis cíclicas dentro del capitalismo
es independiente de que aceptemos la llamada teoría del colapso según la
cual el capitalismo está condenado a desaparecer por el inexorable descenso
de la tasa general de ganancia.34
En este sentido, comenzaremos resumiendo lo que Marx denominaba
«ley de la reducción tendencial de la tasa de ganancia» para posteriormente
exponer cómo esa ley puede compatibilizarse tanto con una crisis por
colapso del sistema capitalista cuanto con una recurrencia de crisis cíclicas
(y con ambas a la vez).
6.1. La ley de la reducción tendencial de la tasa general de ganancia
Estos tres primeros motivos para seguir acumulando capital aun cuando
descienda la tasa general de ganancia conducen a una misma conclusión: la
reducción de la tasa general de ganancia irá de la mano de la centralización
del capital (C3, 15.1, 349). El capital se centraliza cuando los grandes
capitalistas más productivos fagocitan a los pequeños capitalistas menos
productivos: esta centralización permitirá una mayor coordinación entre
capitales (minimizando la feroz competencia entre ellos que haga descender
descontroladamente la tasa general de ganancia), aumentará temporalmente
la rentabilidad del capital invertido (ya sea porque los capitalistas
supervivientes habrán adquirido con descuento los medios de producción de
los capitalistas quebrados o ya sea porque la mayor centralización
engendrará, vía subsunción real, una productividad transitoriamente superior
a la del resto de los capitalistas) y, por último, acrecentará la masa de
ganancia por capitalista (una misma masa de ganancia agregada dividida
entre un menor número de capitalistas). Además, esa mayor centralización
también aumentará la escala mínima de producción, expulsando del mercado
a aquellos pequeños capitalistas incapaz de invertir lo suficiente como para
alcanzar el capital social mínimamente necesario para competir con los
grandes capitalistas (C3, 15.1, 354). En suma, el descenso de la tasa general
de ganancia alimenta la centralización del capital y la centralización del
capital mantiene los incentivos a seguir acumulando capital y, por tanto, a
que se siga reduciendo la tasa general de ganancia aunque de manera menos
agresiva. El propio Marx señala que «a pesar de la caída de la tasa de
ganancia, se incrementan los incentivos y las capacidades para acumular
capital» (C3, 15.4, 375). Y es que, a mayor concentración y centralización
de capital, mayores son los medios de producción disponibles por cada
capitalista para acumular con ellos nuevo capital; a su vez, a menor tasa de
ganancia, mayor cantidad de nuevo capital es necesario acumular para
mantener o incrementar la masa de ganancia. Es decir, aunque la tasa general
de ganancia caiga, la centralización del capital reanuda la acumulación.
Existe, con todo, un cuarto motivo que puede explicar por qué los
capitalistas, aun cuando no mediara centralización del capital, siguen
invirtiendo a pesar de que, en teoría, esa acumulación de capital conduce a
un incremento de la composición orgánica y, por tanto, a un descenso de la
tasa general de ganancia: porque existen otras fuerzas que, en paralelo a la
ley de la reducción tendencial de la tasa general de ganancia, contrarrestan la
erosión de la rentabilidad de los capitales. En particular, Marx detecta seis
tendencias contrarrestantes de la caída de la tasa general de ganancia:
Figura 6.1
No obstante, Marx sí considera que, como todas las fuerzas
contrarrestantes de la caída de la tasa general de ganancia sólo actúan
«dentro de ciertos límites», en la práctica «es más bien la tendencia opuesta,
la tendencia hacia la caída de la ganancia […] la que debe predominar, algo
que también confirma la experiencia» (Marx [1862-1863] 1991, 110). Es
decir, que la tendencia a decrecer de la tasa general de ganancia acabará
imponiéndose, lo cual no impedirá, por lo ya expuesto, que el capital siga
acumulándose (al menos hasta que colapse el capitalismo).
Ahora bien, que el capital pueda seguir acumulándose a largo plazo a
pesar del descenso tendencial de la tasa general de ganancia no significa que
esta acumulación tenga lugar sin convulsiones: la tendencia a que la tasa de
ganancia se reduzca exacerbará las contradicciones internas del capitalismo,
lo que llevará a suspensiones temporales de la actividad. Esquemáticamente,
podríamos representar la acumulación de nuevo capital como un proceso
progresivo de concentración de capital que periódicamente requiere que las
contratendencias actúen sobre la tasa general de ganancia (lo que
normalmente vendrá acompañado de crisis económicas transitorias) para
sanear el sistema y permitir reanudar la acumulación de capital (Grossman
[1929] 2021, 152-154).
Figura 6.2
Fuente: Grossman ([1929] 2021, 153). El eje X representa el paso del tiempo y el eje Y el monto de
capital acumulado.
Las crisis de demanda ocurren porque los capitalistas necesitan vender sus
mercancías como valores que se revalorizan (capitales) pero las mercancías
también son al mismo tiempo valores de uso, de modo que la utilidad que le
otorguen los potenciales compradores a la masa de mercancías ofertada
constituirá un límite exógeno a la circulación del capital:
Como producto ha de superar la barrera del volumen dado de consumo, o de la capacidad de
consumo. Como valor de uso particular, la cantidad [ofertada de una mercancía] es hasta cierto
punto irrelevante. Pero a partir de cierto nivel, esa mercancía deja de ser necesaria para el
consumo —puesto que sólo satisface unas necesidades muy específicas y no cualesquiera otras—
[…]. Esta variable [la demanda agregada de la mercancía] viene dada por la cualidad de la
mercancía como valor de uso —por su específica utilidad, usabilidad— y parcialmente por el
numero de agentes que necesitan esa mercancía para su consumo. El número de consumidores
multiplicado por el tamaño de la demanda [individual] de ese producto. El valor de uso no posee
la propiedad de ser ilimitado como sí lo es el valor. Algunos objetos pueden ser consumidos y son
demandados sólo hasta cierto punto […]. Como valor de uso, el producto tiene una barrera en su
interior —su demanda— y esa barrera no depende de la necesidad del productor [de vender] sino
de la demanda agregada de los compradores (Marx [1857-1858] 1986, 332).
Por tanto, para que haya una crisis de demanda no sólo es necesario que
tenga lugar una separación entre el acto de compra y el de venta: es
necesario, además, que ambos actos —comprar y vender— se vuelvan
antagónicos y entren en conflicto (Marx [1862-1863b] 1989, 142). ¿De
dónde emerge ese antagonismo entre el acto de comprar y el acto de vender
dentro del capitalismo?
En el capitalismo, los productores directos (los trabajadores) no son
simultáneamente los compradores de la mayoría de las mercancías que ellos
producen: los trabajadores sólo compran algunos de los medios de
subsistencia que forman parte del capital mercantil agregado, mientras que
en paralelo los capitalistas deben adquirir todos los medios de producción,
todos los bienes de lujo y el resto de los medios de subsistencia. Ahora bien,
¿realmente trabajadores y capitalistas comprarán todas las mercancías que es
necesario comprar para que el capital mercantil se realice y se revalorice?
Por un lado, si los capitalistas expanden la producción de mercancías
con el objetivo de revalorizar su capital (es decir, si generan un plusproducto
que se realice como plusvalía), entonces oferta, ingresos y demanda seguirán
caminos divergentes: la oferta de mercancías crecerá, pero los ingresos y la
demanda de los trabajadores se reducirán en términos relativos (no
necesariamente en términos absolutos). Por tanto, la realización de un
porcentaje creciente del capital mercantil pasará a depender de la demanda
de inversión y del consumo de los capitalistas y, en el límite, sólo de la
inversión, puesto que, para poder mantener el ritmo de acumulación de
capital, el porcentaje de la plusvalía que deberá ahorrar y reinviertir la clase
capitalista tendrá que crecer conforme aumente la concentración de capital y
eso equivale a que su consumo relativo deberá reducirse (Grossman [1929]
2021, 139, 147-149). Pero el gasto en inversión de los capitalistas, del que
cada vez dependerá más la realización del capital mercantil agregado, se
contraerá episódicamente cuando la acumulación de capital reduzca (aunque
sea transitoriamente) la tasa general de ganancia: y en ese momento será
necesaria una «crisis» que, vía centralización de los capitales, purge el
sistema y permita reanudar la acumulación de nuevo capital. Por otro,
trabajadores y capitalistas en general sólo comprarán mercancías en la
medida en que los trabajadores produzcan suficiente plusvalía para los
capitalistas (es decir, si los capitalistas consiguen una tasa de ganancia lo
suficientemente alta): en caso contrario, se paralizará la inversión (gasto en
medios de producción), aumentará el desempleo, caerá el consumo (gasto en
medios de subsistencia) y, en suma, la reproducción, simple o ampliada, del
capital se frenará (Marx [1862-1863b] 1989, 147-149). Por consiguiente, la
revalorización continuada del capital es condición para la reproducción
continuada del capital: si la plusvalía es insuficiente para rentabilizar el
capital, no sólo es que los capitalistas reducirán el gasto en inversión, sino
que los trabajadores (quienes devendrán desempleados) también reducirán su
gasto en consumo y por tanto ni siquiera se llegará a recuperar el capital
inicialmente invertido.
Por ejemplo, imaginemos una economía cuya estructura del capital
mercantil va evolucionando según aparece en la Tabla 6.2 (suponemos que
todo el capital constante es circulante): el capital constante crece a mayor
ritmo que el capital variable (si bien éste también aumenta, lo que podría
llegar a compatibilizarse con un cierto incremento salarial) y la tasa de
plusvalía se mantiene constante en el 100 %. En tal caso, conforme más
capital constante se acumule, mayor será el porcentaje del capital mercantil
total que deberá ser adquirido por los capitalistas (pues mayor va siendo el
peso del capital constante y de la plusvalía dentro del capital mercantil) pero,
al mismo tiempo, menor irá siendo la tasa general de ganancia dentro de la
economía, lo que contribuirá a paralizar temporalmente la nueva inversión (y
también estrangulará el gasto en consumo de la burguesía) y, por tanto,
dificultará que otros capitalistas realicen su capital.
En tal caso, entraremos, según Marx, en una contracción amplificada
del gasto agregado a través de un proceso que hoy denominaríamos
«interacción entre el multiplicador del gasto y el principio de aceleración»
(Samuelson 1939). El multiplicador del gasto nos indica que las
fluctuaciones en la inversión dan lugar a fluctuaciones en el consumo, puesto
que una menor inversión se traduce en una reducción de los ingresos de
trabajadores y de capitalistas y, por tanto, en una menor demanda de bienes
de consumo, tanto de los bienes de lujo como de los medios de subsistencia
(C2, 20.4, 486); el principio de aceleración, en cambio, nos indica que las
variaciones del consumo se traducen en variaciones sobreproporcionales de
la inversión, puesto que los capitalistas, ante la imposibilidad de vender sus
mercancías finales, optan por suspender la acumulación de nuevo capital e
incluso la reposición del existente. Y a la inversa también ocurre: cuando los
capitalistas aumentan su inversión, el multiplicador incrementa los ingresos,
y por tanto el consumo, de trabajadores y capitalistas, mientras que el
principio de aceleración actúa aumentando sobreproporcionalmente la
inversión por parte de aquellos capitalistas que suministran los bienes de
consumo cuya demanda se haya incrementado. Esta elasticidad que posee el
sistema de producción capitalista para acelerar la producción durante los
períodos de prosperidad y para frenarla durante los períodos de crisis
procede, de acuerdo con Marx, del ejército industrial de reserva: durante los
períodos de prosperidad ese ejército se reduce (aunque no desaparece),
permitiendo una ampliación de la escala productiva, y durante las crisis ese
ejército vuelve a incrementarse para mantener a raya los salarios y como
almacén para la próxima expansión económica (C1, 15.3, 785-786). Por
tanto, y en resumen, si la caída de la tasa general de ganancia da lugar a una
contracción de la inversión, el efecto multiplicador reducirá adicionalmente
el gasto en consumo y, a su vez, el principio de aceleración recortará todavía
más el gasto en inversión.
Tabla 6.2
Se pone así de manifiesto que la fuerza productiva material ya disponible, ya elaborada, que toma
la forma de capital fijo, o de conocimiento científico, o de la población… en suma, todos los
prerrequisitos para la creación de riqueza, todas las condiciones para la máxima reproducción de
la riqueza, es decir, para el vigoroso desarrollo del individuo social, que todo el desarrollo de las
fuerzas productivas impulsado por el capital en su desarrollo histórico, llega un punto en el que
anula la autovalorización del capital en lugar de favorecerla. A partir de cierto punto, el
desarrollo de las fuerzas productivas se convierte en una barrera para el capital y,
consecuentemente, la relación del capital deviene una barrera para el desarrollo de las fuerzas
productivas (Marx [1857-1858] 1987, 133).
Tabla 6.3
Fuente: Grossman ([1929] 2021, 136-137).
Cuando se alcance esa situación —la cual coincidirá, por cierto, con la
máxima centralización histórica del capital—, el modo de producción
capitalista estará agotado, puesto que si «la misión histórica y la justificación
del capital reside en el desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo
social» y si el propio desarrollo de esas fuerzas productivas socava «el
estímulo de la producción capitalista y a su vez la condición y la fuerza
motriz de la acumulación de capital», entonces ese mismo desarrollo de las
fuerzas productivas dentro del capitalismo será el que, en ultima instancia,
impedirá seguir desarrollándolas (C3, 15.3, 368):
Una vez alcanzado ese punto [en el que el capital se convierte en un obstáculo para el desarrollo
de las fuerzas productivas], el capital, es decir, el trabajo asalariado, entra en la misma relación
[contradictoria] con el desarrollo de la riqueza social y de las fuerzas productivas en la que ya
entraron previamente el sistema gremial, la servidumbre o la esclavitud: se convierte en unos
grilletes que han de ser necesariamente eliminados (Marx [1857-1858] 1987, 133).
Una desaparición que no será pacífica, sino que vendrá mediada por
convulsiones y violencia debido a las crisis asociadas al progresivo
hundimiento de la tasa general de ganancia, pero que acabará
conduciéndonos al derrocamiento final del capital:
El más elevado desarrollo de las fuerzas productivas y la mayor expansión de la riqueza
coincidirán con la depreciación del capital y la degradación del trabajador así como con el
agotamiento de sus fuerzas vitales. Estas contradicciones darán lugar a estallidos, cataclismos y
crisis en las que la suspensión temporal del trabajo y la destrucción de gran parte del capital
devuelven a este último a una posición en la que ya no pueda seguir empleando plenamente sus
fuerzas productivas sin suicidarse. Pero estas catástrofes regularmente recurrentes se van
repitiendo a una escala cada vez mayor hasta llegar al derrocamiento violento del capital (Marx
[1857-1858] 1987, 134).
6.4. Conclusión
El comunismo
En el desarrollo de las fuerzas productivas, se llega a una fase en la que […] surge una clase
condenada a soportar todos los inconvenientes de la sociedad sin gozar de sus ventajas, que se
ve expulsada de la sociedad y obligada a colocarse en la más resuelta contraposición a todas las
demás clases; una clase que forma la mayoría de los miembros de la sociedad y de la que nace la
conciencia de que es necesaria una revolución radical, la conciencia comunista (Marx y Engels
[1845-1846] 1976, 52).
Es decir, que la burguesía, al crear al proletariado (mediante la
acumulación originaria que estudiamos en el epígrafe 4.5), «no sólo ha
forjado las armas que le darán muerte, sino que también ha creado a los
hombres que empuñarán esas armas» (Marx y Engels [1848] 1976, 490). El
sujeto revolucionario históricamente llamado a implantar el comunismo es
la clase obrera.
En segundo lugar, ¿por qué el proletariado liderará la revolución contra
el capitalismo para instaurar una nueva sociedad sin clases en lugar de para
convertirse en la nueva clase explotadora? Pues porque los intereses del
proletariado coinciden con los del conjunto de la humanidad. Sólo
suprimiendo las condiciones materiales inhumanas que posibilitan la
explotación del proletariado dentro del capitalismo, la clase obrera logrará
emanciparse y, con ella, también se emancipará a toda la humanidad
(incluyendo a los antiguos capitalistas):
Lograr este acto de emancipación universal es la misión histórica del proletariado moderno. Y la
tarea de la expresión teórica del movimiento proletario, del socialismo científico, es investigar
las condiciones históricas y la naturaleza misma de ese acto de emancipación para infundirle a
la clase proletaria hoy oprimida un conocimiento completo sobre las condiciones y la
naturaleza de ese trascendental acto emancipatorio que está llamada a realizar (Engels [1880]
1989, 325) [énfasis añadido].
Las conclusiones teóricas de los comunistas no se basan en ideas o principios que hayan sido
inventados o descubiertos por tal o cual reformador del mundo. Simplemente expresan en
términos generales las relaciones reales que emanan de la lucha de clases existente, de un
movimiento histórico que está teniendo lugar delante de nuestros ojos (Marx y Engels [1848]
1976, 498).
Ésa era, de hecho, la principal gesta que Lenin les atribuía a Marx y
Engels: «Los servicios que han prestado Marx y Engels a la clase
trabajadora pueden resumirse en pocas palabras: le han enseñado a la clase
trabajadora a adquirir conciencia de sí misma y han sustituido los sueños
por la ciencia» (Lenin [1895] 1960, 20). Y ése también era el rol que el
propio Marx se atribuía a sí mismo, tal como expresó Engels en su
obituario:
Marx era, ante todo, un revolucionario. La auténtica misión de su vida era contribuir, de un
modo u otro, al derrocamiento de la sociedad capitalista y de las instituciones políticas creadas
por ella, contribuir a la emancipación del proletariado moderno, a quien él por primera vez había
despertado la conciencia de su propia situación y de sus necesidades, la conciencia de las
condiciones de su emancipación: tal era la verdadera misión de su vida. La lucha era su
elemento. Y luchó con una pasión, una tenacidad y un éxito como pocos (Engels [1883a] 1989,
468).
También Engels ([1880] 1989, 321), en ese mismo sentido, nos dice
que, bajo el comunismo, «el gobierno sobre las personas será sustituido por
la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de
producción». En definitiva, el conjunto de los ciudadanos se
autorrepresentarían a la hora de determinar los objetivos hacia los que
deben orientarse los medios de producción comunales pero serían los
administradores especializados quienes los administrarían en el día a día
para alcanzar los objetivos marcados por la comuna.
En segundo lugar, si desaparece la propiedad privada de los medios de
producción y si las decisiones de producción y de distribución pasan a ser
planificadas centralizadamente, entonces por necesidad desaparecerá
también el mercado: el mercado presupone la producción privada y
descentralizada de valores de uso susceptibles de ser distribuidos a través de
su intercambio por otros productos; si las decisiones de producción y de
distribución no se toman descentralizadamente, entonces tampoco habrá
producción privada y descentralizada de valores de uso, ni tampoco
intercambio ni, por tanto, mercado. La ausencia del mercado implica a su
vez la ausencia de mercancías (Engels [1880] 1989, 323): la mercancía
únicamente es la forma social que adoptan los valores de uso producidos
privadamente y distribuidos a través del mercado. En este sentido, el
socialismo también puede caracterizarse como «un modo de producción
diametralmente opuesto a la producción de mercancías» (C1, 3.1, 188). Y
sin mercancías, tampoco será necesario el dinero (C2, 18.2, 434), ni como
medio de cambio ni como medidor de valores: bajo el comunismo, la
distribución de la producción social no se efectúa mediada por dinero, sino
a través de la asignación directa por parte de la comuna. Es decir, que
tampoco subsiste ni el fetichismo de la mercancía (Marx y Engels [1845-
1846] 1976, 80) ni sus derivados fetichismo del dinero y fetichismo del
capital, puesto que toda la producción y distribución de bienes es una
producción y distribución inmediatamente social, no mediada por fetiches
ni controlada por una clase, la capitalista, que en retrospectiva se revela a
ojos de todos como una «clase superflua» (Engels [1880] 1989, 325) y
fácilmente reemplazable por los gestores de la comuna:
El carácter comunal de la producción convertiría al producto desde un principio en un producto
colectivo y universal. […] El trabajo sería transformado antes del intercambio; o sea, el
intercambio de los productos no sería el mecanismo universal que mediaría la participación del
individuo en la producción general. […] En lugar de una división del trabajo, que se genera
necesariamente en el intercambio de valores de cambio, tendríamos una organización del trabajo
merced a la cual el individuo participaría en el consumo comunal (Marx [1857-1858] 1986,
108).
Cuando ya no exista ninguna clase social a la que haya que mantener sometida; cuando
desaparezcan, junto con la dominación de clase, junto con la lucha por la existencia individual,
engendrada por la actual anarquía de la producción, los choques y los excesos resultantes de
todo esto, no habrá ya nada que reprimir ni hará falta, por tanto, esa fuerza especial de represión
que es el Estado. El primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como
representante de toda la sociedad, la apropiación de los medios de producción en nombre de la
sociedad, es a la par su último acto independiente como Estado. La intervención de la autoridad
del Estado en las relaciones sociales se hará superflua en un campo tras otro de la vida social y
cesará por sí misma. El gobierno sobre las personas será sustituido por la administración de las
cosas y por la dirección de los procesos de producción. El Estado no es «abolido»; se extingue
(Engels [1880] 1989, 321).
La división del trabajo nos brinda el primer ejemplo de que, mientras los hombres viven en una
sociedad que haya evolucionado de manera natural, es decir, mientras exista una separación
entre el interés particular y el interés común, mientras las actividades, por consiguiente, no
aparecen divididas voluntariamente, sino de manera natural, los actos propios del hombre se
erigen ante él en un poder ajeno y hostil, que le sojuzga, en vez de ser él quien lo domine. En
efecto, a partir del momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve en un
determinado círculo exclusivo de actividades, que le viene impuesto y del que no puede salirse;
el hombre es cazador, pescador, pastor o un crítico crítico, y no tiene más remedio que seguirlo
siendo, si no quiere verse privado de los medios de vida; en cambio, en la sociedad comunista,
donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades sino que puede
desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la
producción general, de modo que me es posible hacer una cosa hoy y otra distinta al día
siguiente: cazar por la mañana, pescar por la tarde y apacentar el ganado por la noche, y después
de comer, si me place, dedicarme a la crítica, sin necesidad de ser exclusivamente cazador,
pescador, pastor o crítico según los casos (Marx y Engels [1845-1846] 1976, 47).
[Hay que] armonizar los modos de producción, apropiación e intercambio con el carácter
socializado de los medios de producción. Y esto sólo puede lograrse mediante una sociedad que
tome posesión abierta y directa de las fuerzas productivas que han desbordado todo control
salvo aquel que ejerza la sociedad en su conjunto (Engels [1880] 1989, 319).
Figura 7.1
Por consiguiente, las relaciones de producción basadas en la propiedad
privada alienan a los individuos de su esencia comunal (los mantienen
separados a los unos de los otros) y los someten a la opresión de otros seres
humanos (y todos ellos se ven sometidos, a su vez, a fuerzas impersonales a
través de su dependencia de los objetos sociales), pero al mismo tiempo
impulsan el hiperdesarrollo de las fuerzas productivas de esos individuos
(Kolakowski [1976a] 1983, 176). Es decir, los aleja de P2 pero los acerca a
P1 al ir superando progresivamente R1:
En un comienzo, el desarrollo de las capacidades de la especie humana ocurre a costa de la
mayoría de los individuos e incluso de la mayoría de las clases sociales […]. Por tanto, el más
elevado desarrollo de la individualidad sólo puede lograrse mediante un proceso histórico a lo
largo del cual los individuos son sacrificados en aras del interés de su especie dentro del reino
humano (Marx [1862-1863a] 1989, 348).
La grandeza de la Fenomenología hegeliana […] es que Hegel concibe la autoproducción del ser
humano como un proceso, concibe la objetivación como desobjetivización, como alienación y
superación de esa alienación; que concibe, por tanto, la esencia del trabajo y del hombre
objetivo —al hombre verdadero por ser real— como el resultado de su propio trabajo. El
hombre sólo establecerá una relación real y auténtica consigo mismo como ser-especie o sólo se
manifestará como ser-especie (es decir, como ser humano) si despliega todas sus fuerzas como
especie —algo que sólo es posible a través de la acción cooperativa de toda la humanidad y
como resultado de la historia— y si trata esas fuerzas como objetos: algo que, de entrada, sólo
es posible a través de la alienación (Marx [1844a] 1975, 332-333).
Así, una vez acumulados suficientes medios de producción bajo el
capitalismo, y habiendo superado (o estando cerca de superar, pues esto
sólo se logrará plenamente al concluir la primera etapa del comunismo) R1,
entonces el ser humano ya está en posición de abandonar los modos de
producción basados en la propiedad privada y por tanto en la división de la
humanidad en clases sociales (el ser humano puede escoger colectivamente,
y partiendo de la propiedad comunal, la forma específica de organizar las
relaciones humanas de producción), superando adicionalmente R2; es decir,
ya está en posición de desalienarse eliminando todas aquellas instituciones
sociales que mantienen a los hombres separados los unos de los otros y que
anulan su esencia humana (Walicki 1995, 19). En ese momento histórico,
que coincide con la adopción plena del modo de producción comunista, el
ser humano reconquista su naturaleza comunal (P2) pero alcanzando un
control pleno sobre la naturaleza (P1) al apropiarse socialmente de todo el
desarrollo económico y tecnológico previo: «El comunismo es el retorno
pleno del hombre a sí mismo como un ser social (es decir, humano): un
retorno que se consigue conscientemente y abrazando toda la riqueza del
desarrollo previo» (Marx [1844a] 1975, 296) [énfasis añadido].
De ahí que sólo en el comunismo, una vez superada la necesidad y
alcanzada la libertad, la existencia del hombre (su manifestación social) se
encuentre con su esencia (con su contenido material: ser-especie u homo
faber comunal), de ahí que sólo en el comunismo el ser humano puede
autoafirmarse objetivizándose en su entorno (transformar conscientemente
el entorno autorreconociéndose en él) y de ahí que sólo en el comunismo
deje de haber contradicción entre individuo y especie (porque el ser humano
se reintegra como ser comunal en la especie):
El comunismo es la resolución genuina al conflicto que existe entre el ser humano y la
naturaleza y entre cada ser humano y el resto de los seres humanos: es la auténtica solución a la
lucha entre existencia y esencia, entre objetivación y autoafirmación, entre libertad y necesidad,
entre el individuo y la especie. El comunismo es la solución al enigma de la historia y él es
consciente de ser esa solución (Marx [1844a] 1975, 296-297).
Si escogemos en nuestra vida de tal manera que podamos trabajar por el bien de la humanidad,
ninguna carga podrá doblegarnos, porque nuestros sacrificios constituirán un provecho para la
colectividad; es verdad que no experimentaremos satisfacciones estrechas, limitadas y egoístas,
pero nuestra felicidad pertenecerá a millones de personas, nuestros actos permanecerán sosegada
pero permanentemente vivos y sobre nuestras cenizas caerán las cálidas lágrimas de las personas
nobles (Marx [1835] 1975, 8-9) [énfasis añadido].
7.6. Conclusión
Las contradicciones internas del capitalismo —que en última instancia
descansan en la contradicción entre el grado de desarrollo de las fuerzas
productivas y la revalorización del capital o, lo que es lo mismo,
contradicción entre el contenido material y la forma social del capitalismo
— lo llevarán a ser derrocado a manos de la clase trabajadora. El abandono
del capitalismo se logrará redefiniendo las relaciones de propiedad
características de ese modo de producción: los medios de producción
dejarán de ser propiedad privada de los capitalistas y pasarán a ser
propiedad privada de toda la humanidad (pues las clases sociales habrán
dejado de existir bajo el comunismo).
El período de transición entre una estructura económica y la otra se
denominará dictadura del proletariado: será una organización transitoria de
la sociedad en la que los medios de producción privados se irán
concentrando progresivamente en manos del Estado hasta que éste los
controle todos. A partir de ese momento, la organización política comunista
seguirá creando y acumulando nuevos medios de producción —en la
primera etapa del comunismo—hasta conseguir un control absoluto sobre la
naturaleza —en la fase superior del comunismo—. En ese momento,
cuando haya desaparecido la necesidad de trabajar para cubrir las
necesidades humanas, se habrá completado el desarrollo pleno del
comunismo.
Bajo el comunismo, el Estado, como ente separado de la sociedad y
como instrumento de dominación de clase, se extingue. Los medios de
producción, que otorgan al hombre un control pleno sobre la naturaleza,
pasan a ser propiedad del conjunto de la comunidad, la cual decide
conjuntamente sobre qué se produce, cómo se produce y para quién se
produce: es decir, decide soberanamente sobre la forma que han de adoptar
las relaciones humanas. La propiedad privada, la división del trabajo, el
mercado, las clases sociales, la necesidad y, en suma, la alienación
desaparecen. Cada ser humano dedica su tiempo libre a aquello que ama y
aquello que ama es contribuir a conformar aquel tipo de sociedad en la que
la comunidad desea vivir: el individuo se convierte en una parte del
organismo comunal.
Por eso, el ser humano alcanza la libertad dentro del comunismo y sólo
dentro del comunismo: porque alcanza, en comunidad y sólo en comunidad,
la independencia creadora, tanto frente a la naturaleza como frente a fuerzas
sociales impersonales que no controle, para expresarse tal como es y quiere
ser. En el Reino de la Libertad que es el comunismo (Engels [1880] 1989,
324), la humanidad se realiza tal como desea realizarse: por eso, el
comunismo no posee una forma específica de sociedad predefinida, porque
es la especie humana (la materia que subyace a las formas sociales), como
dueña y señora de su entorno material y por tanto de sí misma, quien
decidirá soberanamente cómo desea ser y mostrarse:
Tomo II
A Darío y a Celeste,
porque este libro también nació con vosotros
Introducción
[Si] 12,7 kg de trigo = x quintales de hierro. ¿Qué nos dice esta ecuación? Que existe algo
común, de la misma magnitud, en dos cosas distintas, tanto en los 12,7 kg de trigo como en los x
quintales de hierro. Ambas son, por tanto, iguales a una tercera, que en sí y para sí no es ni la una
ni la otra. Cada una de ella, pues, en tanto es valor de cambio, tiene que ser reducible a esa
tercera (C1, 1.1, 127).
Y esa sustancia común a ambas mercancías, a las que ambas han de ser
abstractamente reducibles, sólo puede ser, a su juicio, el tiempo de trabajo
socialmente necesario para fabricarlas. Por tanto, dos mercancías podrán
intercambiarse por ser productos sociales del trabajo humano y tenderán a
intercambiarse según la magnitud relativa de su valor (según el trabajo social
relativo desempeñado por cada uno de los trabajadores y objetivado en la
forma de mercancía).
Podemos expresar el razonamiento de Marx como un silogismo con la
forma p ∧ q → r, esto es, si la proposición p y la proposición q son
simultáneamente ciertas, entonces la proposición r también habrá de serlo.
En particular:
Si
(p) La igualación de dos mercancías en los intercambios requiere que ambas posean una
sustancia común a partir de la cual se igualan cuantitativamente.
(q) La única sustancia común que pueden compartir dos mercancías cualitativamente distintas
es la de ser productos del tiempo de trabajo (indirectamente) social.
entonces
(r) El determinante de los valores de cambio de las mercancías será su valor, esto es, el tiempo
de trabajo social.
Dado que el valor de cambio de las mercancías no es más que una relación mutua entre varios
tipos de trabajo como trabajo igual e universal (es decir, nada más que la expresión material de
una específica forma social del trabajo), constituye una tautología decir que el trabajo es la única
fuente del valor de cambio y por tanto de la riqueza en la medida en que ésta consista en valores
de cambio (Marx [1859] 1987, 276).
PRECIO MÁXIMO
DEMANDA DE X OFRECIDO POR UNIDAD
(ONZAS DE ORO)
Primera unidad 50
Segunda unidad 45
Tercera unidad 40
Cuarta unidad 35
Quinta unidad 33
Sexta unidad 27
Séptima unidad 25
Octava unidad 20
Novena unidad 15
Décima unidad 5
Tabla 1.10
PRECIO MÁXIMO
OFERTA DE X PEDIDO POR UNIDAD
(ONZAS DE ORO)
Primera unidad 12
Segunda unidad 16
Tercera unidad 21
Cuarta unidad 28
Quinta unidad 30
Sexta unidad 39
Séptima unidad 42
Octava unidad 45
Novena unidad 50
Décima unidad 53
Tabla 1.12
Tabla 1.13
1.2.3. Conclusión
Llegado a este punto, ya hemos explicado por qué el argumento que nos
ofrece Marx para demostrar que las mercancías se han de intercambiar
necesariamente a sus valores no es un argumento correcto (p ∧ q → r): si
las premisas son falsas, entonces la conclusión no queda probada a partir de
tales premisas. Ahora bien, que esas premisas específicas sean falsas no
implica que la conclusión también lo sea: quizá las mercancías sí se
intercambien necesariamente según sus valores pero por razones distintas a
las aducidas por Marx.
Nuestro propósito en este epígrafe es demostrar por qué la proposición r
es falsa, es decir, demostrar por qué, al margen de cualquier razonamiento
que trate de ofrecerse, no es verosímil que las mercancías se intercambien
según sus valores-trabajo (salvo acaso en circunstancias muy excepcionales
y poco relevantes) y por qué, en cambio, sí es verosímil que las mercancías
se intercambien según sus utilidades marginales (en realidad, según sus
utilidades sociales, esto es, la utilidad marginal para el comprador y
vendedor marginal de esa mercancía). Para ello, empezaremos mostrando los
muy importantes problemas de los que adolece la teoría del valor trabajo
para explicar los valores de cambio de las mercancías en el mundo real y,
posteriormente, responderemos a las principales críticas que, desde el campo
marxista, se han dirigido en contra de la validez de la teoría del valor
subjetivo.
Por precio de monopolio nos referimos a cualquier precio determinado simplemente por el deseo
y la capacidad del productor a pagar, con independencia de cuál sea el precio de ese producto
determinado por su precio de producción o por su valor (C3, 46, 910) [énfasis añadido].
Es decir, que la ley del valor no rige en aquella etapa histórica donde
los mercados no estén suficientemente integrados como para que los valores
de cambio estén a largo plazo determinados por los valores. Hasta entonces,
los valores de cambio se determinan accidentalmente, sin que la teoría del
valor trabajo sea capaz de explicarlos: pero la teoría del valor subjetivo sí es
capaz de explicar no sólo la formación de precios dentro de mercados
integrados, sino también en intercambios aislados sin recurrencia y
concurrencia entre las partes (Böhm-Bawerk [1889] 1959, 217-218). Por
tanto, de nuevo, la teoría del valor trabajo se reconoce a sí misma como una
teoría con menor capacidad para explicar los precios de equilibrio que la
teoría del valor subjetivo.
Sucede que, desde el punto de vista de Marx, la ley del valor y, por
tanto, la teoría del valor trabajo es sólo el mecanismo para distribuir el
trabajo social (y el fruto de ese trabajo social) dentro de una economía
mercantil con división del trabajo entre productores independientes, de modo
que ésta no desempeña ninguna función —ni tiene sentido que la desempeñe
— fuera del ámbito de una economía mercantil y con respecto al reparto del
trabajo social entre mercancías reproducibles a través de ese trabajo social.
De ahí que, para la teoría del valor trabajo, este ámbito explicativo más
restringido de la teoría del valor trabajo frente a la teoría del valor subjetivo
no sería un defecto de la teoría del valor trabajo sino una característica de la
misma. No obstante, esta réplica tiene dos problemas.
Por un lado, es una réplica que sólo tiene sentido aceptando la propia
validez de la teoría del valor trabajo: es decir, sólo si en una economía
mercantil el trabajo social (y sus productos) se distribuye de acuerdo con el
valor de las mercancías —y no, por ejemplo, a través de la utilidad marginal
de cada mercancía— estaríamos ante una réplica correcta. Si existen otras
modalidades de determinar la distribución social del trabajo de los
productores independientes dentro de una economía capitalista, entonces esa
especificidad socio-histórica de la teoría del valor trabajo no sólo invalidaría
esa teoría como explicación concreta de la formación de precios dentro del
capitalismo, sino que también invalidaría la propia elaboración de
restringidas leyes económicas sobre la formación de los precios que sólo
sean aplicables históricamente al capitalismo y al caso de las mercancías
reproducibles mediante el trabajo humano. Dicho de otro modo, si la teoría
del valor subjetivo fuera correcta y lo fuera no sólo con respecto a las
mercancías reproducibles mediante el trabajo humano dentro del
capitalismo, sino con respecto a las mercancías no reproducibles mediante el
trabajo humano y respecto a las mercancías fuera del capitalismo, la teoría
del valor trabajo sería una teoría de la formación de precios —y, por tanto,
de la distribución del trabajo social— que desde su misma concepción se
equivocaría al delimitar excesiva e innecesariamente su objeto de estudio (y
lo limita porque carece de capacidad explicativa fuera de esos límites).
Por otro lado, aun cuando aceptemos la limitación de la aplicabilidad de
la ley del valor al caso de las mercancías reproducibles por el trabajo
humano dentro de un mercado competitivo, la teoría del valor trabajo se topa
con otro problema: no existe un criterio no subjetivista para determinar
cuándo una mercancía es o no es reproducible mediante el trabajo humano y
por la competencia.
En principio, por mercancía reproducible en un mercado competitivo
deberíamos entender aquella clase de mercancía que puede ser reproducida
por cualquier productor independiente. Si una clase de mercancía sólo puede
ser producida por un único productor (o por un grupo reducido de
productores), nos hallaremos ante un mercado monopolístico u
oligopolístico: mercados en los que los productores tienen incentivos a
restringir la oferta de la mercancía que sólo ellos son capaces de producir
para así elevar su precio de mercado por encima de su valor. Es decir, los
precios de equilibrio en mercados monopolísticos u oligopolísticos son
nuevamente casos de lo que Marx llama «precios de monopolio» y sobre los
que él mismo admite que la teoría del valor trabajo no es aplicable.
Ahora bien, para determinar si una clase de mercancía X, fabricada por
el productor independiente a, puede ser a su vez producida por otros muchos
productores independientes (llamémoslos b, c, d, e, f, g…) deberemos
previamente determinar si la mercancía que son capaces de fabricar esos
otros productores independientes (llamémosla mercancía Y) pertenece a
exactamente la misma clase que la mercancía X que fabrica el producto
independiente a (es decir, si X = Y). Por ejemplo, Apple produce un teléfono
móvil iPhone, mientras que Samsung produce un teléfono móvil Samsung
Galaxy, ¿el teléfono móvil que produce Samsung puede considerarse la
misma mercancía que el teléfono móvil que produce Apple? Si el teléfono
móvil iPhone no es idéntico al teléfono móvil Samsung Galaxy, entonces
Samsung no será capaz de reproducir la mercancía que fabrica Apple, de
modo que el precio de equilibrio de los teléfonos móvil iPhone no tendría
por qué estar regulado por la ley del valor (precio de equilibrio igual a coste
de reproducción en términos de horas de trabajo social): Apple podría
escoger ubicar el precio de mercado de los iPhone sostenidamente por
encima de su valor sin que Samsung (u otras compañías) pudiesen
incrementar competitivamente su oferta para asegurar que el precio de
equilibrio converge con su coste marginal de producción. Si, en cambio,
ambos teléfonos móviles (y muchos otros de muchos otros fabricantes) son
considerados idénticos, el teléfono móvil de Apple sí sería una mercancía
reproducible competitivamente en el mercado. ¿Y cuál es el criterio para
determinar si las mercancías fabricadas por dos productores distintos
pertenecen a la misma clase de mercancías?
Desde la perspectiva de la teoría subjetiva del valor, el criterio es muy
simple: si los compradores consideran subjetivamente que dos mercancías, X
e Y, son idénticas (que sirven indistintamente para satisfacer sus fines),
entonces esas dos mercancías son la misma mercancía. O de un modo más
amplio, si el productor a puede producir la mercancía reproducible V, el
productor b puede fabricar la mercancía reproducible W, el productor c
puede fabricar la mercancía reproducible X, el productor d puede fabricar la
mercancía reproducible Y y el productor e puede fabricar la mercancía
reproducible Z, y los consumidores perciben subjetivamente que V = W = X
= Y = Z, entonces todas esas mercancías formarán parte de una misma clase
de mercancía que será reproducible en condiciones competitivas.
Técnicamente, diremos que esas distintas mercancías son «sustitutos
perfectos» entre sí. Pero para determinar si dos o más bienes son sustitutos
perfectos entre sí (y, por tanto, si pertenecen a la misma clase de mercancía)
no queda otra que recurrir a las preferencias subjetivas de los agentes
económicos con respecto a cada uno de esos bienes: si dos o más bienes le
sirven a un agente económico para satisfacer exactamente los mismos fines
(o fines distintos pero que tengan exactamente la misma utilidad), entonces
esos bienes serán desde su perspectiva subjetiva sustitutos perfectos entre sí.
Más en concreto, diremos que dos bienes son sustitutos perfectos —
mercancías que pertenecen a una misma clase— si la relación entre sus
Como decíamos, si la teoría del valor trabajo se limita a decir que las
unidades intramarginales de una mercancía son aquellas para las que los
consumidores están dispuestos a pagar un precio superior a su valor
monetario, simplemente está omitiendo responder de qué depende que los
consumidores estén dispuestos a pagar un mayor o menor precio por esas
unidades de esa mercancía. Y evidentemente esa mayor o menor
predisposición al pago de un consumidor depende de su utilidad marginal
(muchos marxistas sostendrán que la mayor o menor predisposición al pago
dependerá también de sus ingresos monetarios: pero incluso en ese caso, que
analizaremos más adelante, la utilidad marginal sigue siendo imprescindible
junto con los ingresos monetarios para determinar la predisposición al pago
de un agente).
Ahora bien, si incorporáramos el concepto de utilidad marginal dentro
del marco de la teoría del valor trabajo para distinguir entre unidades
intramarginales y unidades extramarginales, todo el marco de la teoría del
valor trabajo se vendría abajo. Si «unidad intramarginal es aquella unidad de
una mercancía cuya predisposición al pago supera su valor» y esta última
definición equivale a que «unidad intramarginal es aquella unidad de una
mercancía cuya utilidad marginal supera el tiempo de trabajo abstracto
socialmente necesario para producirla», ¿tiene algún sentido comparar la
utilidad de un bien con su tiempo de trabajo? La utilidad de un bien podrá
compararse con la utilidad de otro bien o, alternativamente, el tiempo de
trabajo necesario para producir un bien podrá compararse con el tiempo de
trabajo necesario para producir otro bien. Pero la utilidad de un bien no
puede compararse con su tiempo de trabajo porque son variables
cualitativamente distintas: del mismo modo que no es posible comparar
unidades de longitud con unidades de capacidad, tampoco es posible
comparar la utilidad con el tiempo de trabajo socialmente necesario.
Siendo así, la teoría del valor trabajo sólo contará con dos
reinterpretaciones para la anterior definición de «unidad intramarginal»: o
bien «unidad intramarginal es aquella unidad de una mercancía para la que el
tiempo de trabajo incorporado en la cantidad de dinero que está dispuesto a
pagar el consumidor por ella es inferior al tiempo de trabajo necesario para
producir esa unidad de mercancía» o bien «unidad intramarginal es aquella
unidad de una mercancía cuya utilidad es inferior a la utilidad del tiempo de
trabajo necesario para producirla». En ambos casos, la teoría del valor
trabajo necesita subjetivizar, con criterios margiutilitaristas, el valor trabajo
del dinero o del tiempo de trabajo para distinguir unidades intramarginales
de unidades extramarginales: en el primer caso, porque el consumidor estará
dispuesto a pagar una mayor o menor cantidad de dinero según cuál sea la
utilidad marginal de la mercancía y según cuál sea la utilidad marginal del
dinero; en el segundo caso, porque estamos comparando la utilidad marginal
de la mercancía con la utilidad marginal del tiempo de trabajo necesario para
fabricarla.
En suma, la teoría del valor trabajo no puede diferenciar entre unidades
intramarginales y extramarginales de una mercancía sin apelar a la teoría del
valor subjetivo y, más en concreto, a la utilidad marginal: por tanto, ni
siquiera puede determinar cuándo la ley del valor es aplicable, o no lo es, a
una determinada clase de mercancía reproducible por la competencia (pues
la ley del valor sólo es aplicable para las unidades intramarginales). En este
caso, darle un tratamiento binario a la utilidad no le sirve a la teoría del valor
trabajo: por necesidad hay que razonar usando rangos de utilidad. En
concreto, las unidades intramarginales serán aquellas cuya utilidad marginal
sea superior a su coste marginal de producción (a su coste de oportunidad) y
las unidades extramarginales aquellas cuya utilidad marginal sea inferior a
su coste marginal de producción (a su coste de oportunidad).
Gráfico 1.8
lo * O = li * I + l
Una opción para tratar de individualizar los valores de cada output sería
buscar otros procesos productivos en los que alguno de esos outputs sea
fabricado, ya sea conjuntamente con otros outputs o de manera
individualizada. Por ejemplo, si, junto al proceso de producción conjunta
anterior, nos encontráramos con otro proceso productivo que pudiera
fabricar individualizadamente el segundo tipo output (O2) a un coste de 8
horas de trabajo por unidad de output ( = 8), entonces cabría individualizar
el tiempo de trabajo del output 1 en 17 horas ( > = 17). Sin embargo, este
procedimiento es problemático por varias razones.
Primero, en algunos casos podría arrojar valores negativos para algunas
mercancías: por ejemplo, si el tiempo de trabajo socialmente necesario para
fabricar individualizadamente el segundo output es de 30 horas, entonces el
proceso de producción conjunta nos indicaría que el tiempo de trabajo
socialmente necesario para fabricar el primer output es de -5 horas ( = –5),
lo cual obviamente carece de significado económico alguno (Steedman
1977, 203). Este problema podría evitarse imponiendo la restricción de que
los valores de las mercancías deban ser positivos, pero eso llevará a que en
ocasiones el sistema carezca de solución (en nuestro ejemplo anterior, si el
segundo output sólo pudiera producirse individualizadamente con un tiempo
de trabajo de 30 horas, añadir la restricción de que la solución sea positiva
sólo conduciría a un sistema de ecuaciones incompatible).
Segundo, el sistema podría estar sobredeterminado y los sistemas
sobredeterminados pueden carecer de solución: por ejemplo, si el total de
horas trabajadas en el proceso de producción conjunto es de 25, si las horas
trabajadas en un proceso de producción individualizado del output 2 son de
10 y si las horas trabajadas en un proceso de producción individualizado del
output 1 son de 18, y si además imponemos la restricción de que todos los
valores han de ser positivos, entonces seguiríamos sin poder determinar el
valor de los outputs 1 y 2: no habría ningún valor-trabajo de los outputs que
fuera compatible con los procesos de producción del conjunto de la
economía. Tan válido sería decir que el valor del output 1 es 18 y el del
output 2 es 7 (obviando que en otras partes de la economía el valor del
output 2 es de 10), como que el valor del output 2 es 10 y el del output 1 es
15 (obviando que en otras partes de la economía el valor del output 1 es 18).
Tercero, una misma mercancía podrá normalmente producirse a través
de más de un proceso productivo y, por tanto, exhibirá diversidad de valores
individuales. ¿Cuál de todos ellos debe ser seleccionado para imputar su
valor dentro de un sistema de producción conjunta? Una opción sería
escoger aquel más eficiente, esto es, aquel que minimice el tiempo de trabajo
socialmente necesario para fabricar esa mercancía (Morishima 1976). Pero
esa solución es problemática porque confunde valores individuales con
valores de mercado. Recordemos que Marx distingue entre el valor
individual de una mercancía y su valor de mercado (C3, 10, 279): el valor
individual de una mercancía es el tiempo de trabajo socialmente necesario
que se ha empleado en fabricar esa mercancía particular, mientras que su
valor de mercado es el promedio de los valores individuales de todas las
unidades de esa clase de mercancía. Si equiparamos «valor de mercado» con
«valor individual más eficiente», estamos presuponiendo que todas las
mercancías son producidas individualizadamente en todas partes de la
economía del modo más eficiente posible, lo cual en la mayor parte de las
ocasiones no será una hipótesis realista.
No sólo eso, también estamos presuponiendo que la mercancía se
fabrica, dentro del proceso de producción conjunta, del modo más eficiente
posible, cuando en realidad el valor individual de esa mercancía dentro del
proceso de producción conjunta no está determinado, lo cual debería
llevarnos necesariamente a concluir que el valor de mercado de esa
mercancía sigue estando indeterminado (pues no podemos calcular el
promedio de varios valores si uno de los valores a promediar no es
conocido). Por ejemplo, imaginemos un proceso de producción conjunta al
que se dediquen (incluyendo el valor de los medios de producción) 500
horas de trabajo y, merced a él, se obtengan 5 unidades del output 1 y 100
unidades del output 2; a su vez, supongamos que en el resto de la economía
se fabrican 4 unidades del output 2 con un valor (minimizador del tiempo de
trabajo) de 3 horas. Pues bien, sería erróneo señalar que el valor de mercado
del output 2 es de 3 horas de trabajo y que, además, ese valor de mercado
coincide con el valor individual de las 100 unidades del output 2 fabricadas
en el proceso de producción conjunta: más bien, el valor de mercado del
output 2 sólo podría quedar determinado después de conocer el valor
individual de esas 100 unidades del output 2 en el proceso de producción
conjunta al margen de cuál sea su valor individual en el proceso de
producción individual. Si, verbigracia, esas 100 unidades tuvieran un valor
de 1 hora de trabajo, entonces el valor de mercado de las 104 unidades del
output 2 sería de 1,076 horas de trabajo, muy alejado de las 3 horas que
presuponíamos inicialmente; si, en cambio, tuvieran un valor de mercado de
5 horas, entonces el valor de mercado de las 104 unidades del output 2 sería
de 4,92 horas (igualmente alejado de las 3 horas que presuponíamos
inicialmente). En otras palabras, para determinar el valor de mercado de una
mercancía necesitamos que todos los valores individuales de esa mercancía
estén determinados y si alguno de ellos no lo está, entonces su valor de
mercado también quedará indeterminado: la solución a esa indeterminación
no puede pasar por presuponer sin ninguna base que el valor individual de la
mercancía en el proceso de producción conjunta coincide casualmente con el
valor de mercado (el valor promedio) determinado por el resto de los
procesos individuales de producción o con el valor de mercado más eficiente
de todos ellos. En esencia, porque el productor independiente que fabrique
simultáneamente dos mercancías puede optar por venderla a un precio de
equilibrio que sea muy dispar al valor individual de los otros productores
que la fabrican individualizadamente. Por consiguiente, el valor individual
de las mercancías dentro de los procesos de producción conjunta seguirá
estando indeterminado y, con él, también su valor de mercado.
No obstante, acaso podría pensarse que el problema de la
indeterminación del valor de las mercancías en procesos de producción
conjunta es un problema menor y poco habitual dentro de las economías
capitalistas modernas: que la inmensa mayoría de los procesos de
producción son específicos de una sola mercancía y que, en consecuencia, la
ley del valor determinaría claramente los precios de equilibrio de la inmensa
mayoría de las mercancías dentro de una sociedad capitalista (o, al menos,
de las unidades intramarginales de aquellas clases de mercancías
reproducibles competitivamente mediante rendimientos constantes a escala).
Pero existe un caso en el que la producción conjunta sí es muy común y muy
relevante: los bienes de capital fijos.
Recordemos que un bien de capital fijo —por ejemplo, una máquina
pero también la formación especializada de los trabajadores que convierte su
trabajo simple en trabajo complejo— es aquel medio de producción cuyo
valor de uso se extiende durante más de un ciclo productivo, de modo que
sólo una porción de su valor se transfiere a las mercancías en cada uno de
esos ciclos productivos. Por eso, todo proceso de producción en el que
intervenga un bien de capital fijo puede ser reinterpretado como un proceso
de producción conjunta donde todos los bienes de capital son circulantes:
desde esta perspectiva, los bienes de capital fijos se consumirían
completamente en cada ciclo productivo pero engendrarían a la vez una
nueva unidad del antiguo bien de capital fijo que será enteramente
consumida en el siguiente ciclo productivo (Sraffa 1960, 75; Steedman 1977,
137-138). Por ejemplo, imaginemos un proceso productivo en el que una
máquina de 30 años de vida transforma unos tablones de madera en una
mesa: ese proceso productivo puede reinterpretarse como que la máquina de
30 años de vida así como los tablones de manera se consumen enteramente
en cada ciclo productivo y que, al hacerlo, generan dos outputs: una mesa y
una máquina con 29 años de vida. Es decir:
Tabla 1.16
Por consiguiente, si el método de depreciación lineal (o, en realidad, el
método de depreciación por producción) fuera la única forma de contabilizar
la amortización de los bienes de capital fijos, entonces no existiría
indeterminación alguna en el ejemplo anterior. Pero no lo es: los productores
pueden optar por diversas formas de amortizar sus bienes de capital fijos en
función de la demanda esperada de sus productos. Por ejemplo, si los
productores consideran que la demanda de automóviles en t = 3 es muy
intensa y que en t = 4 va a ser muy débil, podrían optar por imputar todo el
coste de la maquinaria al vehículo fabricado en t = 3 y a vender a un precio
más asequible el vehículo en t = 4: en ese caso, el precio del coche modelo A
sería equivalente a 2.750 horas de trabajo (de modo que el productor se
aseguraría con esa venta la recuperación del capital invertido en la
maquinaria) y el precio del coche modelo B sería equivalente a 1.250 horas
(de modo que al productor le resultaría más fácil de vender en ese momento
de débil demanda que si hubiesen vendido ambos modelos a un precio
equivalente a 2.000 horas de trabajo).5 No hay razón para que el precio de
equilibrio del modelo A y del modelo B sean idénticos.
Dicho de otra manera, la imputación a las mercancías del coste de la
depreciación de los bienes de capital fijos es una decisión en gran medida
arbitraria de los productores según su evaluación subjetiva de la situación
del mercado (es decir, según su evaluación subjetiva de la demanda subjetiva
de los compradores): según cuál sea la predisposición al pago de los
compradores en distintos momentos del tiempo (según cuál sea su utilidad
marginal) se depreciará contablemente el capital fijo de un modo u otro. No
es posible encontrar una regla objetiva para la imputación del valor de los
bienes de capital fijos al valor de las distintas mercancías que éstos
producirán a lo largo de sus vidas útiles y, por tanto, tampoco cabe hablar de
un valor objetivo de las mercancías determinado por el tiempo de trabajo: en
todas aquellas mercancías fabricadas a través de procesos de producción
conjunta (entre ellos, las mercancías producidas a través de bienes de capital
fijos y que no sean intertemporalmente sustituibles entre sí), el valor quedará
indeterminado a falta de que sea la demanda —la utilidad marginal del
comprador— la que lo establezca tras pasar por el filtro estimativo del
empresario sobre la intensidad de esa demanda.
La única forma, pues, de individualizar el valor en los procesos de
producción conjunta es atendiendo al precio de mercado de cada una de las
mercancías, el cual vendrá determinado en parte por la demanda (por la
utilidad marginal) de cada una de esas mercancías. No cabe, en
consecuencia, desvincular los precios de equilibrio a largo plazo de las
preferencias subjetivas de los agentes económicos.
e. La teoría del valor trabajo no puede explicar el precio de equilibrio
de los bienes duraderos
Incluso en presencia de rendimientos constantes a escala y de procesos de
producción de un único output, la teoría del valor trabajo es incapaz de
explicar plenamente el precio de los llamados bienes duraderos. Los bienes
duraderos son aquellos que no se consumen materialmente al ser
consumidos económicamente: es decir, aquellos que pueden ser utilizados
en más de una ocasión a lo largo del tiempo. Por ejemplo, el pan es un bien
de consumo no duradero porque una vez que lo consumimos
económicamente (nos lo comemos), también se consume materialmente (ya
no hay pan). Por el contrario, un automóvil es un bien de consumo duradero
porque podemos consumirlo económicamente en numerosas ocasiones
(conducirlo) sin por ello consumirlo materialmente (como mucho
experimenta una cierta depreciación que no nos impide seguir empleándolo
en el futuro).
La teoría del valor trabajo posee aparentemente cierta capacidad
explicativa en el caso de bienes reproducibles y no duraderos (mediante
economías constantes a escala y en procesos de producción simple): si el
coste marginal (en términos de horas de trabajo) de una mercancía no
duradera es constante y la utilidad marginal de esa mercancía se incrementa,
entonces habrá un incremento del flujo de producción de esa mercancía
hasta que su utilidad marginal baje de nuevo y se equipare con su coste
marginal de producción; si la utilidad marginal se reduce por debajo del
coste marginal de producción, entonces habrá una reducción del flujo de
producción de esa mercancía hasta que su utilidad marginal aumente de
nuevo y se equipare con su coste marginal de producción. Si se incrementa
el coste marginal de una mercancía no duradera sin que su utilidad marginal
haya aumentado, entonces habrá una reducción del flujo de producción de
esa mercancía hasta que su utilidad marginal aumente y se equipare con su
nuevo coste marginal; si se reduce el coste marginal de una mercancía no
duradera sin que su utilidad marginal haya caído, entonces habrá un
aumento del flujo de producción de esa mercancía hasta que su utilidad
marginal disminuya y se equipare con su nuevo coste marginal.
Por consiguiente, si el stock de una mercancía no duradera (y
producida mediante rendimientos constantes) se está renovando
continuamente (lo que se produce se consume y no se almacena), es decir, si
el stock de esa mercancía depende esencialmente del flujo de nueva
producción, es posible interpretar que el coste marginal de producción
determina el precio de esa mercancía al margen de cuál sea su utilidad (de
modo que es su utilidad marginal la que se ajusta a su coste marginal). Pero
esto desde luego no ocurre siempre con los bienes duraderos cuyo stock no
depende tan sólo del flujo de nueva producción, sino de la acumulación de
los flujos de producción pasados (ni tampoco con los bienes no duraderos
que suelan acumularse por diversas razones, entre ellas razones
estacionales).
Empecemos adaptando el gráfico que suele emplearse para describir la
formación de precios de equilibrio de los bienes no duraderos al caso de los
bienes duraderos. Para ello, emplearemos dos gráficos: el gráfico de la
izquierda nos muestra la oferta-flujo y la demanda-flujo de los bienes
duraderos, mientras que el gráfico de la derecha nos muestra la oferta-stock
y la demanda-stock de los bienes duraderos. La oferta-flujo se refiere a la
producción de nuevos bienes duraderos por período de tiempo (por ejemplo,
un día o un año), mientras que la demanda-flujo se refiere a la demanda de
nuevos bienes duraderos por período de tiempo; la oferta-stock se refiere a
las existencias de bienes duraderos en un determinado momento del tiempo,
mientras que la demanda-stock se refiere a la demanda por los bienes
duraderos existentes en ese determinado momento de tiempo. La oferta-
flujo y la demanda-flujo nos proporcionan un flujo de producción de
equilibrio por período de tiempo así como un precio de equilibrio para ese
flujo de nueva producción (sería el precio en el mercado primario de ese
bien duradero, es decir, el precio de las nuevas unidades de un bien); la
oferta-stock y la demanda-stock nos proporcionan unas existencias
producidas de equilibrio en un determinado momento así como un precio de
equilibrio para esas existencias (sería el precio en el mercado secundario de
ese bien duradero, es decir, el precio de reventa de las unidades «de segunda
mano» de un bien).
Cuando estamos analizando bienes no duraderos, nos basta con
emplear el gráfico en forma de flujos para determinar su precio de
equilibrio puesto que por definición no existen stocks (o éstos suelen ser
poco relevantes). Sin embargo, con bienes duraderos (o bienes no duraderos
con elevados stocks almacenados) necesariamente hemos de emplear ambos
gráficos a la vez.
Gráfico 1.9
Gráfico 1.10
Por consiguiente, tal como decíamos, la teoría del valor trabajo podría
ser perfectamente compatible con la determinación de los precios de los
bienes duraderos en el ejemplo anterior: después de un ajuste transitorio de
precios y cantidades, el precio en el mercado primario y en el mercado
secundario se igualan a su coste de producción a largo plazo, el cual
podríamos equiparar con el tiempo de trabajo socialmente necesario para
producirlo.
Sin embargo, la teoría del valor trabajo no puede explicar
determinadas dinámicas del mercado de bienes duraderos y son esas
dinámicas las que nos muestran claramente por qué no es el tiempo de
trabajo sino la utilidad la que tiene una mayor influencia sobre los precios.
Supongamos un bien muy duradero, incluso infinitamente duradero, esto es,
bienes que se deprecien a ritmos lentísimos o incluso que no se deprecian:
por ejemplo, los metales preciosos o viviendas diseñadas para ser muy
duraderas. En ese caso, todo flujo de nueva producción supone un aumento
de la oferta-stock y, dada una determinada demanda-stock, una reducción en
el precio de ese bien duradero en el mercado secundario; de modo que,
cuando el precio en el mercado secundario se ubique por debajo de su coste
de producción, dejarán de producirse nuevas unidades de esos bienes
duraderos.
Gráfico 1.11
Pero imaginemos que, partiendo de esa situación de equilibrio, el coste
de producción de este bien duradero se dispara al mismo tiempo que su
utilidad marginal se hunde, de modo que tanto su demanda-stock como su
demanda-flujo y su oferta-flujo se reducen (de Df1 a Df2 y de Sf1 a Sf2). En
tal caso, ¿cómo se determinará el precio de ese bien duradero? De acuerdo
con la teoría del valor trabajo, su precio debería incrementarse, dado que su
coste de producción en términos de horas de trabajo (su valor) se ha
disparado; según la teoría del valor subjetivo, el precio de ese bien duradero
debería hundirse, porque su utilidad marginal se ha desplomado. Y lo que
ocurrirá, en efecto, es que el precio de equilibrio de ese bien se hundirá.
Gráfico 1.12
Figura 1.1
Un capital que rote más lentamente, ya sea porque la mercancía permanezca durante un período
más prolongado en el proceso de producción o porque deba venderse en mercados más
distantes, percibe aun así la ganancia que alternativamente perdería elevando el precio de la
mercancía y obteniendo de ese modo compensación. Otro ejemplo es cómo los capitales
expuestos a mayor riesgo —como el transporte marítimo, verbigracia— reciben compensación
en forma de mayores precios (C3, 12.3, 312).
Pues bien, sólo bajo esos irreales supuestos —que el propio Marx
rechaza— cabría afirmar que, completados los arbitrajes intersectoriales e
intrasectoriales en el precio en oro por hora trabajada de las distintas
mercancías, la ratio de los tiempos de trabajo concretos determinará el valor
de cambio entre dos mercancías.
En realidad, empero, ni siquiera en ese caso cabría afirmarlo, dado que
Marx sí admite una situación en el que la ratio entre tiempos de trabajo
concretos no determina el valor de cambio: a saber, cuando esos tiempos de
trabajo concretos tienen niveles de complejidad distintos. Si denotamos
como «a» a la complejidad de TTCi y «b» a la de TTCj (presuponiendo, por
tanto, que TTCi y TTCj son tiempo de trabajo concreto simple) tendremos
que la expresión del valor de cambio será, en realidad, la siguiente:
Si, bajo las irreales condiciones anteriores, establecemos que tci = tcj,
entonces el valor de cambio dependerá sólo de la ratio de tiempos de trabajo
concretos y de los niveles de complejidad productiva. Ahora bien, ¿qué
entendemos por «complejidad productiva»? ¿Un trabajo subjetivamente
reputado como más complejo por el productor o por el comprador debería
ser considerado objetivamente más complejo que otro? De acuerdo con
Marx, el diferencial de valor generado por una hora de trabajo complejo
frente a una hora de trabajo simple depende del coste de producción (en
términos de horas de trabajo simple) de las mayores habilidades necesarias
para desempeñar trabajo complejo. Así, por un lado nos dice que «todo
trabajo de características superiores o más complejas que el trabajo medio
es la manifestación de una fuerza de trabajo más costosa; fuerza de trabajo
cuya producción ha requerido más tiempo y más trabajo que la fuerza de
trabajo no cualificada o simple, y que por tanto posee un mayor valor. Esta
fuerza de trabajo de valor superior al normal se traduce, como es lógico, en
un trabajo superior, materializándose, por tanto, durante los mismos período
de tiempo, en valores proporcionalmente más altos» (C1, 7.2, 305). Y, por
otro, que «[en el caso del trabajo especialmente cualificado] existe otro
trabajo objetivado en su existencia inmediata, a saber, los valores que el
obrero consumió para producir una capacidad de trabajo determinada, una
destreza especial. El valor de ésta se revela por los costos de producción
necesarios para producir una determinada destreza de trabajo similar»
(Marx [1857-1858] 1986, 249). Es decir, que el sobreprecio por hora
trabajada que reciben los trabajadores cualificados por encima de los no
cualificados no es más que una forma de recuperar las horas de trabajo que
les ha costado adquirir la formación que les permite desarrollar un trabajo
más complejo (Hilferding [1904] 1949, 144-145).
Desde esta perspectiva, podemos reinterpretar «a» como la prima de
tiempo de trabajo incorporada en la mercancía i para recuperar los costes
formativos vinculados a TTCi y «b» la prima de tiempo de trabajo
incorporada en la mercancía j para recuperar los costes formativos
vinculados a TTCj. Si no hay costes formativos, a = b = 1.
Regresando a nuestro ejemplo anterior: imaginemos que el productor
del automóvil, necesita, antes de empezar con el proceso de fabricación del
vehículo, adquirir una formación en ingeniería durante 200 días. En ese
caso, el tiempo de trabajo concreto incorporado en la producción del
vehículo (1.000 días) será un tipo de trabajo complejo que deberá, a su vez,
recuperar el coste laboral de la formación (200 días). Por tanto, esos 1.000
días de trabajo complejo equivaldrían a 1.200 días de trabajo simple debido
al coste de la cualificación (Rosdolsky [1968] 1977, 518). O expresado en
nuestros términos anteriores: en equilibrio tendrá que verificarse que a =
1,2, b =1, TTCi = 1.000, TTCj = 1, tci = tcj, VCij = 1.200. De esta manera,
al vender el automóvil, el productor cualificado no sólo recuperaría el
tiempo de trabajo que ha dedicado concretamente a fabricarlo, sino también
el tiempo que le costó convertirse en trabajador cualificado en la
fabricación de automóviles.
Ahora bien, ¿qué condiciones (adicionales a las anteriores)
necesitamos para que, en efecto, cualquier discrepancia entre el valor de
cambio de dos mercancías y la ratio entre sus tiempos de trabajo complejos
sólo quepa imputársela a diferencias que sean retrotraíbles a los distintos
costes laborales (en términos de trabajo simple) de adquisición de la
formación?
Pues, nuevamente, nos encontramos con varios supuestos muy
restrictivos:
• Los productores han de ser indiferentes con respecto a la formación
recibida: Sólo si los trabajadores carecen de preferencias respecto a
qué formación recibir y, por tanto, respecto a qué tipo de actividad
desempeñar (un supuesto que ya hubo que adoptar con anterioridad),
cabría esperar que los productores migrarán desde los sectores donde
el precio por hora trabajada sea más bajo hacia los sectores donde el
precio por hora trabajada (incluyendo el tiempo de formación) sea más
alto. Por ejemplo, si el valor de cambio del automóvil es de 1.500 días
de trabajo y, para fabricarlo, es necesario ejecutar 200 días de
formación más 1.000 días de trabajo, entonces habrá una ganancia
equivalente a 300 días de trabajo por cada automóvil producido (300
gramos de oro). Supuestamente, pues, los productores de otros sectores
deberían entrar en la industria automovilística y aumentar la oferta de
vehículos hasta que su valor de cambio caiga al equivalente de 1.200
días de trabajo. Pero eso sólo ocurrirá si los productores son
indiferentes entre producir automóviles o producir cualquier otra
mercancía. Un profesor de Filosofía, verbigracia, podría preferir seguir
recibiendo 1.200 gramos de oro a cambio de 1.200 días de trabajo en
lugar de dar el salto a estudiar ingeniería para aprender a producir
automóviles e ingresar 1.500 gramos de oro tras 1.200 días de trabajo.
Y si no hay suficientes productores que quieran transitar desde la
industria del oro (o cualquier otra industria) a la industria de los
automóviles debido a la desutilidad que puede provocarles en general
reciclar su formación o en particular adquirir la formación específica
para fabricar automóviles, la brecha entre el valor de cambo y la ratio
de tiempos de trabajo concretos no reflejará meramente el coste laboral
relativo de adquirir la formación (Elster 1986, 65). Además, y tampoco
conviene olvidarlo, los productores también deberían ser indiferentes
con respecto al tiempo y al riesgo que implica ese reciclaje formativo,
pues en caso contrario podrían rechazar adquirir nuevo conocimiento
(Romaniega Sancho 2020, §3.3.8) en tanto en cuanto consume tiempo
e implica riesgos (el riesgo de no ser finalmente capaz de adquirir ese
conocimiento o de que en el futuro devenga inútil/obsoleto).
• El conocimiento productivo ha de ser transferible entre productores
a un mismo coste: Otra hipótesis que es necesario adoptar es que
todos los conocimientos y habilidades que caracterizan al trabajo
complejo puedan ser adquiridos por todos los trabajadores (o por un
número suficiente de trabajadores como para que su producción
abastezca la demanda social) a un mismo coste laboral. Por ejemplo, si
el coste de adquisición de las habilidades necesarias para producir
automóviles para muchos productores de oro no fuera de 200 días de
aprendizaje sino de 700, esos productores de oro preferirán producir
1.700 gramos de oro en 1.700 días antes que pasarse a la industria del
automóvil para lograr 1.500 durante 1.700 días (Romaniega Sancho
2021, §3.3.6). En esas condiciones, el valor de cambio de los
automóviles no descendería hasta 1.200 gramos de oro, sino que se
comportaría como lo que Marx denomina precio de monopolio (C3,
46, 910; Marx [1862-1863a] 1989, 542): un precio que no guardaría
relación con el coste laboral relativo de la formación. En consecuencia,
no habría forma de convertir el tiempo de trabajo complejo en tiempo
de trabajo simple únicamente a partir del coste laboral (en términos de
horas de trabajo) de la formación: necesitaríamos recurrir a los precios
de mercado de las mercancías para calcular los costes con los que
pretendemos calcular las primas salariales de «a» y «b». Y, a este
respecto, tengamos en cuenta dos factores adicionales. Por un lado, el
conocimiento y el aprendizaje es acumulativo: una persona con
grandes conocimientos previos de ingeniería quizá aprenda a fabricar
automóviles en 200 días, pero, en cambio, una persona con grandes
conocimientos previos en Hegel es dudoso que lo logre en 200 días.
Por otro lado, gran parte del conocimiento necesario en los procesos de
producción es un conocimiento contextual, práctico y no articulable
(Huerta de Soto 1992, 52-60): es decir, un conocimiento sobre cómo
hacer las cosas (know how) dentro de un determinado contexto
productivo y que, por tanto, no es fácil de formalizar teóricamente en
lenguaje verbal de tal manera que pueda ser transmitido entre
cualesquiera personas y en cualquier tipo de contexto merced al mero
aprendizaje general, formal y abstracto.
• Debe existir un criterio compartido para imputar la formación del
productor, en forma de tiempo de trabajo complejo, al valor de las
mercancías: Caracterizar el conocimiento como un medio de
producción que debe ser producido mediante el trabajo simple y que
transfiere su valor a las mercancías en función del tiempo de trabajo
simple necesario para adquirirlo tiene el problema de determinar en
qué medida se va depreciando (y transfiriendo) el coste de esa
formación en las mercancías que produce el trabajador. En nuestra
crítica d) a la teoría del valor trabajo (procesos de producción
conjunta), ya vimos que la formación, como medio de producción cuya
funcionalidad se extiende a más de un período productivo, no es
susceptible de ser depreciada conforme a un criterio único y objetivo,
de modo que, aun cuando la diferencia entre trabajo simple y trabajo
complejo dependiera únicamente del tiempo de trabajo simple
requerido para «producir» esa formación, su transferencia a las
mercancías en forma de tiempo de trabajo complejo dependería del
criterio subjetivo del productor (de cómo quiere ir distribuyendo el
coste de la formación entre las distintas mercancías). Así pues, no
podríamos determinar la relación entre tiempo de trabajo simple y
tiempo de trabajo complejo únicamente a partir del coste laboral de la
formación sino que deberíamos incorporar necesariamente la
subjetividad del productor sobre las preferencias intertemporales de los
consumidores por su mercancía a la hora de escoger cómo distribuir
ese coste entre las diversas unidades de la misma.
• La formación debe volverse rápidamente obsoleta: Aun cuando
existiera un criterio compartido para transferir el coste laboral de la
formación al valor de las mercancías, si una determinada capacitación
laboral pudiese emplearse durante mucho tiempo para fabricar
muchísimas mercancías, el coste formativo que se transferiría a cada
unidad de mercancía producida tendería a converger a cero.
Verbigracia, si el productor de nuestro ejemplo anterior fabrica dos
automóviles, el valor de cada uno de ellos ya no será de 1.200 días,
sino de 1.100 (cada automóvil requerirá 1.000 días para su fabricación
y los 200 días de aprendizaje se distribuirán entre ambos); si, en
cambio, fabricara cuatro, el valor por automóvil sería de 1.050; y si
fabricara 100, sería de 1.002 días. Si el número de unidades producidas
de una mercancía tiende a infinito, el tiempo de trabajo complejo por
definición tendería a igualarse al tiempo de trabajo simple a una
paridad 1:1. De ahí que la teoría del valor trabajo, si aspira a explicar
la diferencia entre el valor generado por el trabajo simple y el trabajo
complejo únicamente en función del coste laboral de formación del
trabajo complejo, deba presuponer o una acelerada caducidad del
conocimiento y de las habilidades que caracterizan al trabajo complejo
(de modo que el productor necesite volver a incurrir en nuevos costes
formativos para mantener su cualificación) o que el conocimiento sólo
se emplea para un número reducido de ciclos productivos. Es decir,
hay que presuponer que la formación no es un bien altamente duradero
pues, como ya explicamos en la crítica número 5 a la teoría del valor
trabajo (apartado 1.3.1.e), ésta es incapaz de explicar en todos los
casos el valor de los bienes duraderos. Si la formación fuera un factor
productivo muy duradero, el diferencial entre el tiempo de trabajo
simple y el tiempo de trabajo complejo no tendría por qué explicarse ni
única ni mayoritariamente a partir de los costes laborales de adquirir
esa formación duradera.
y = x – Ax
x = Qy
Por ejemplo, supongamos que para producir una unidad de
herramientas (x1) necesitamos 0,2 unidades de herramientas (a11) y 0,2
unidades de materia prima (a21), mientras que para producir una unidad de
materia prima (x2) necesitamos 0,7 unidades de herramientas (a12) y 0,2
unidades de materia prima (a22). Es decir:
vQc = 1
Ax = x
Es decir, si al transformar la producción bruta x por hora trabajada en
función de la matriz ampliada A (que contiene los inputs producidos para
fabricar un output, así como los consumos necesarios por hora para
reproducir la fuerza de trabajo de una hora) obtenemos exactamente la
producción bruta x, entonces es que estamos reproduciendo circularmente
la producción bruta x. Por ejemplo:
Por tanto:
p = v + pA
Es decir, las horas de nuevo trabajo (v) más el valor de los inputs
consumidos para producir un output (más las horas de trabajo muerto) será
igual al valor del output. Si definimos Q = (1 – A)–1, entonces la ecuación
anterior también puede expresarse como:
p = vQ
Por ejemplo:
Es decir, el valor de una unidad de herramienta es igual a 2 horas de
trabajo y el valor de una unidad de materia prima es igual a 3 horas de
trabajo. Eso es así porque necesitamos consumir 0,2 unidades de
herramientas (0,4 horas de trabajo), 0,2 unidades de materias primas (0,6
horas de trabajo) y una hora trabajo para producir una unidad de
herramienta (2 horas en total); a su vez, necesitamos 0,7 unidades de
herramientas (1,4 horas de trabajo), 0,2 unidades de materias primas (0,6
horas de trabajo) y una hora de trabajo para producir una unidad de materia
prima (3 horas en total).
Pero recordemos que para producir bienes no sólo necesitamos bienes,
sino también fuerza de trabajo. ¿Cuál es el valor de la fuerza de trabajo? En
condiciones normales, el ser humano necesita consumir por hora trabajada
menos de lo que es capaz de generar por hora trabajada, pero, en
condiciones de reproducción simple, la producción neta por hora trabajada
será igual al consumo necesario por hora trabajada: a saber, el valor del
consumo necesario por hora será igual a 1: Pc = 1 (si vQc = 1 y p = vQ,
entonces pc = 1). Por ejemplo:
pA = p
Por ejemplo:
El valor de una unidad de herramienta es de 2 horas de trabajo, el valor
de una unidad de materia prima es de 3 horas de trabajo y el valor generado
por una hora de trabajo es 1 hora de trabajo. Se trata, no obstante, de
valores relativos. Si multiplicamos el vector p por cualquier escalar, se
mantendrán las condiciones de reproducción simple. Por ejemplo:
Por otro lado, el entorno de una persona es, en parte, un entorno que ha
sido seleccionado, modificado o creado por la propia persona de acuerdo
con su propia personalidad (Plomin et alii 2016). Es decir, y como también
reconoce el marxismo, la relación entre el ser humano y su entorno no es
meramente pasiva o contemplativa, sino también activa y transformadora:
«la doctrina materialista de que los hombres son productos de las
circunstancias y de la educación y de que, por tanto, los hombres
modificados son producto de unas circunstancias y de una educación
modificadas se olvida de que son los hombres los que modifican las
circunstancias» (Marx [1845] 1976, 54).
Expongamos con un ejemplo estos dos efectos amplificadores de la
influencia de la genética, a través del entorno, sobre la personalidad de cada
persona: un niño, cuyos padres sean ávidos lectores, probablemente estará
predispuesto genéticamente a la lectura (por el material genético de sus
padres), pero a su vez, dentro de un entorno familiar con abundantes libros
(por la predisposición genética de sus padres a leer), recibirá refuerzos
positivos de su entorno familiar a que lea; a su vez, en el entorno escolar
probablemente reciba refuerzos positivos por su inusualmente elevado
interés en la lectura, lo que le induzca a leer todavía con mayor interés; y,
finalmente, él mismo escogerá aquellos entornos (bibliotecas físicas o
digitales) que le permitan seguir profundizando en esa afición por la lectura
(Mitchell 2018, 95-96). Es decir, que «las circunstancias hacen a los
hombres tanto como los hombres hacen a las circunstancias» (Marx y
Engels [1845-1846] 1976, 54).
En conclusión: la influencia de la genética (propia o ajena) en la
personalidad de todos los individuos que componen una sociedad
probablemente rebase ese 30 %-50 % que se desprende de los estudios que
meramente analizan la variabilidad de la influencia de los genes sobre la
personalidad de los individuos. En la toma de decisiones, por tanto, entorno
y personalidad se codeterminan y, a su vez, influyen simultáneamente sobre
la percepción de ese entorno y sobre la heurística que nos conduce a tomar
unas u otras decisiones. Las relaciones sociales de producción y de
distribución no son variables únicamente determinantes de las preferencias
subjetivas de los individuos, sino también variables determinadas por las
mismas.
Figura 1.2
Fuente: Adaptación a partir de Weber et alii (2004).
Figura 1.3
Sino el resultado agregado de acciones humanas interdependientes por
parte de todos esos individuos (incluso cabría volver el siguiente esquema
más realista incorporando las dinámicas de interacción entre clases que no
tienen lugar como acciones individuales frente a otros individuos sino entre
grupos de individuos frente a otros grupos de individuos): «La sociedad no
consiste en individuos, sino que expresa la suma de las relaciones y
condiciones en las que esos individuos se encuentran recíprocamente
situados» (Marx [1857-1858] 1986, 195).
Figura 1.4
Por ejemplo, la utilidad de una mercancía para un individuo no se
conformará en el vacío, sino que dependerá tanto de su posición dentro del
proceso productivo (verbigracia, la utilidad de un automóvil no será la
misma para quien lo necesite para acudir al trabajo que para quien no lo
haga) como de los ingresos que obtengan del mercado (las preferencias de
los ricos no son las mismas que las de los pobres): de ahí que la teoría del
valor subjetivo, al analizar el valor sólo en el momento de la compraventa
(en la esfera de los intercambios), se abstraiga de considerar que los
consumidores también son productores y de que los productores también
son consumidores, postulando la independencia del valor subjetivo de las
relaciones de producción y de distribución de la renta. Y ése es un defecto
del que no adolece la teoría del valor trabajo, la cual sí explica el valor de
las mercancías como resultado del conjunto de (inter)relaciones que se
establecen entre los individuos dentro de un proceso social de producción.
Así pues, la teoría del valor subjetivo se limitaría supuestamente a
explicar el precio de equilibrio de las mercancías únicamente en función de
la relación que se establece entre cada individuo aislado de su entorno y
cada una de las mercancías particulares una vez que éstas llegan
mágicamente al mercado (es decir, sin tener en cuenta las condiciones
sociales bajo las que se producen). Y ese enfoque metodológico
individualista, implícito en la teoría del valor subjetivo, sería un enfoque
deficiente que no permitiría reconstruir en términos realistas la formación
de los precios en una economía mercantil. No iríamos de lo abstracto a lo
concreto sino de una mala abstracción a una mala aprehensión de lo
concreto. En palabras de Rubin ([1926] 2018, 440): «[Partiendo] del
individuo aislado de su entorno social y enfrentándose él sólo a la
naturaleza […] no es posible construir un puente desde ese individuo a la
persona que desarrolla una actividad económica en un entorno social
determinado y que ocupa una determinada posición social dentro de ese
proceso de producción social».
Esta tercera crítica contra la teoría del valor subjetivo tampoco está en
absoluto justificada porque de entrada confunde individualismo
metodológico con individualismo social o, todavía peor, atomismo social.
La teoría del valor subjetivo ciertamente es una teoría que parte del
individualismo metodológico (pero no del atomismo social). El
individualismo metodológico únicamente sostiene que los fenómenos
sociales son en última instancia reducibles a acciones e interacciones
individuales: el individualismo metodológico no sostiene que no existan
propiedades emergentes en esos fenómenos sociales, esto es, no niega que
los fenómenos sociales sean algo más que la mera agregación de
individuos, sino que asegura que esas propiedades emergentes son
retrotraíbles a los individuos y a sus interacciones (Hayek 1952, 38). En
este sentido, el individualismo metodológico se contrapone al holismo
metodológico, para el cual los fenómenos sociales sí son irreductibles a los
fenómenos individuales: es decir, el holismo no sólo asegura que existen
fenómenos supraindividuales (eso también puede afirmarlo el
individualismo metodológico), sino que no hay forma de explicar esos
fenómenos supraindividuales a partir de los individuos, de las agrupaciones
de individuos, de las relaciones que establecen los individuos entre sí y de
los efectos no intencionados de esas interacciones. Pero nunca ninguna
teoría holista ha logrado explicar a través de qué mecanismos no reductibles
a los individuos surgen esos fenómenos supraindividuales: simplemente se
repite que lo social es más complejo que lo individual (algo obviamente
cierto), pero no se explica con precisión por qué esa complejidad no es
retrotraíble o modelizable a partir de las acciones e interacciones de
unidades psicofísicas de acción y comunicación como son los individuos
(Noguera 2003). Por consiguiente, que la teoría del valor subjetivo
presuponga el individualismo metodológico no es per se criticable si antes
no se expone qué fenómeno social concreto resulta inexplicable, como
fenómeno emergente, a través del individualismo metodológico.
Como decimos, esta tercera crítica parece ir más bien dirigida contra el
presupuesto de atomismo social: es decir, el presupuesto de que el ser
humano o no vive en sociedad o actúa en sociedad sin estar condicionado
por la misma. Pero la teoría del valor subjetivo no tiene por qué presuponer
ningún tipo de atomismo social: las preferencias son variables
determinantes pero también determinadas. Por ejemplo, Carl Menger, uno
de los padres de esta teoría, arranca el primer capítulo de sus Principios de
Economía Política señalando que «todas las cosas se hallan sujetas a la ley
de causa y efecto. Este supremo principio no tiene excepciones […].
También nuestra propia personalidad y cada uno de sus estadios son
eslabones de esta gran interconexión global» (Menger [1871] 2007, 51). Es
decir, que el propio Menger reconoce que nuestra personalidad, y por tanto
nuestras preferencias, están influidas por el entorno y ese entorno ha de ser
necesariamente un entorno social. No es cierto, por consiguiente, que toda
teoría del valor subjetivo deba necesariamente obviar la influencia del
entorno sobre el individuo.
O, por expresarlo en términos matemáticos, ésta sólo sería una crítica
válida contra aquellas versiones de la teoría del valor subjetivo que
modelicen la relación entre las preferencias y el entorno económico de
manera recursiva y no de manera interdependiente. Un modelo recursivo es
aquel en el que algunas variables endógenas dependen de otras variables
endógenas, pero sin que exista interdependencia causal entre todas ellas, es
decir, un modelo donde habrá alguna variable exógena que sea la que
determine la resolución del resto del sistema. Por ejemplo, en las siguientes
ecuaciones Y1 depende de Y32, e Y2 depende de Y3, pero no depende ni de
Y1 ni de Y2, por lo que el sistema se resuelve a modo de una cadena de
causalidades temporales (X3 determina en primer lugar Y3, Y3 determina
conjuntamente con X2 a Y2 e Y2 determina conjuntamente con X1 a Y1):
Y1 = α1X1 + β2Y2
Y2 = α2X2 + β3Y3
Y3 = α3X3
Y1 = α1X1 + β2Y2
Y2 = α2X2 + β3Y3
Y3 = α3X3 (Y1, Y2 X4, X5...)
Los modelos con variables interdependientes son modelos de ajuste
mutuo entre las distintas variables que los conforman, de modo que si
cambia alguna variable exógena (distinta de las estructura particular de
preferencias, la cual sería endógena aunque no determinada exclusivamente
por el entorno), entonces todas las demás se reajustan hasta alcanzar un
nuevo equilibrio: por ejemplo, si la tecnología cambia por alguna razón
exógena al propio desarrollo interno de la economía y eso provoca un
aumento de los ingresos de los trabajadores, sus valoraciones marginales
por ciertas mercancías podrían cambiar (por ejemplo, las preferencias de un
rico no tienen por qué ser las mismas que las de una persona clase media) y,
en consecuencia, también lo hará su demanda que, a su vez, modificará la
oferta y la distribución de la renta (que, a su vez, puede modificar las
preferencias de los agentes) hasta alcanzar una nueva posición de equilibrio
entre todas estas variables. En la medida en que la teoría del valor subjetivo
puede describirse como un modelo de variables interdependientes (un
modelo que pivota sobre las preferencias de los agentes, aun influidas por
otros factores como la tecnología o la capacidad negociadora de los
agentes), la crítica marxista carece por entero de fundamento.
Por ejemplo, y manteniéndonos aun dentro de un modelo muy
simplificado (abstracto), imaginemos que hay dos individuos (1, 2) con
preferencias sobre dos bienes de consumo (y1, y2) que pueden producir por
sí mismos o comprarle al otro individuo, así como sobre los factores de
producción sobre los que tienen control ( ). Sus funciones de utilidad
quedarían definidas según la cantidad de esos bienes que consuman (c1, c2)
y según los factores productivos que les resten después de haberlos
empleado para producir los bienes de consumo (F1 – f1, F2 – f2):
Imagen 1.1
Fuente: Levy y Glimcher (2012).
Leyenda: 1) Corteza prefrontal ventromedial. 2) Corteza orbitofrontal. 3) Corteza dorsolateral
prefrontal. 4) Ínsula. 5) Corteza motora primaria. 6) Corteza parietal posterior. 7) Campo ocular
frontal. 8) Corteza visual. 9) Amígdala. 10) Cuerpo estriado.
I II III
Primera unidad 10 8 2,5
Segunda unidad 7 3 0
Tercera unidad 2 0 0
Cuarta unidad 0 0 0
Nótese a este respecto que cuantos más compradores haya y cuanto
más similares sean sus preferencias (que es justo el presupuesto que adopta
Marx para estudiar los precios dentro de las sociedades capitalistas:
mercados mundiales y preferencias condicionadas por la clase a la que uno
se adscribe) más se aproximará el valor de cambio de una mercancía a la
utilidad relativa del comprador marginal, esto es, a su utilidad social. Por
ejemplo, en este otro ejemplo representado en la Tabla 1.18, si sólo hay una
cafetera a la venta, su valor de cambio se ubicará entre 9,95 y 10 gramos de
oro, por ejemplo, 9,8 gramos: ese valor de cambio será una aproximación
muy cercana a la utilidad relativa del comprador marginal de la cafetera (los
10 gramos de oro para el comprador I). Si hubiese dos cafeteras a la venta,
su valor de cambio se ubicaría entre 9,9 y 9,95 gramos de oro, por ejemplo
9,93 gramos: ese valor de cambio será una aproximación muy cercana a la
utilidad relativa del comprador marginal de la cafetera (los 9,95 gramos de
oro del comprador II).
Tabla 1.18
I II III IV
Primera unidad 10 9,95 9,9 9,83 …
Segunda unidad 7 5,9 5,8 5,65 …
Tercera unidad 2 1,9 1,7 1,67 …
Cuarta unidad 0 0 0 0 …
Figura 1.5
Figura 1.6
Nota: Las flechas discontinuas indican que influyen otros factores en la determinación de la utilidad
directa e indirecta.
Si las horas trabajadas son 100 y las toneladas de harina son 100,
entonces la producción serán 100 toneladas de pan. Pero si las horas
trabajadas son 100 y las toneladas de harina son 70, entonces la producción
de pan será de 70 toneladas; y a la inversa, si las toneladas de harina
pasaran a ser 120 y las horas trabajadas se mantuvieran en 100, la
producción de pan continuaría anclada en 100 toneladas. ¿Cómo
individualizar la productividad marginal de la harina y del trabajo?
Por otro lado, en nuestro ejemplo anterior también hemos partido del
supuesto de que si los factores productivos (harina y trabajo) se
incrementan en la misma proporción, el producto final también se
incrementará en esa misma producción. Por ejemplo, si partimos de la
función Q = L0,2 * H0,8 y las horas de trabajo son 100 y las toneladas de
harina son 100, entonces la producción de pan es igual a 100 toneladas; si
duplicamos las horas de trabajo (200) y las toneladas de harina (200),
entonces la producción de pan también se duplica hasta 200. Ahora bien,
imaginemos que la función de producción del pan exhibe rendimientos
crecientes a escala (el problema que ilustraremos a continuación también se
da en economías decrecientes a escala):
El beneficio máximo se halla limitado por el mínimo físico del salario y por el máximo físico de
la jornada de trabajo. Es evidente que, entre los dos límites extremos de esta tasa máxima de
ganancia, cabe una escala inmensa de variantes. Su determinación efectiva se dirime
exclusivamente por la lucha incesante entre el capital y el trabajo; el capitalista pugna
constantemente por reducir los salarios a su mínimo físico y por prolongar la jornada de trabajo
hasta su máximo físico, mientras que el obrero presiona constantemente en el sentido contrario.
El asunto se revuelve, pues, según las fuerzas respectivas de los contendientes (Marx [1865]
1985, 144-145).
Guerrero Jiménez también se refiere a esta misma idea como «la tesis
de la asimetría»: «son las condiciones de la oferta (producción) las únicas
que tienen algo que decir para la determinación de los precios normales en
el largo plazo real, mientras que las variaciones en la demanda sólo pueden
tener un efecto transitorio que se anulan como consecuencia del
subsiguiente desplazamiento de la oferta» (Guerrero Jiménez 2006, 104).
En esencia, y por ilustrarlo con las curvas de oferta y de demanda extraídas
directamente de Guerrero Jiménez (2006, 103), lo que se argumenta es que
a largo plazo los precios dependen de los costes de producción, aun cuando
a corto plazo los precios de mercado puedan diferir de ellos.
Imaginemos un mercado donde la demanda (D4) y la oferta a corto
plazo (OCP1) de una mercancía determinan el precio de equilibrio (P1) y
una cantidad de equilibrio (Q1). La cantidad de equilibrio en el conjunto del
mercado es el resultado de la cantidad ofertada por todas las empresas que
participan en él: cada empresa particular puede vender toda la mercancía
que desee a ese precio (P1), de modo que cada una de ellas optará por
ofertar aquel volumen de mercancías (q1) al que minimicen sus costes
medios de producción a largo plazo (si escogiera un volumen de producción
más alto que éste, sufriría pérdidas; si escogiera un volumen de producción
menor, no maximizaría beneficios). Ese minimizado coste medio de
producción a largo plazo —que será el mismo para todas las empresas del
mercado, puesto que si no son capaces de alcanzar ese mínimo para ningún
volumen de mercancía, simplemente no participarían del mercado— está
determinado, para los marxistas, por el tiempo de trabajo socialmente
necesario para fabricar cada mercancía, esto es, por su valor.
Gráfico 1.14
Gráfico 1.15
Pero justamente esos beneficios extraordinarios atraerán a nuevas
empresas al sector que incrementarán la oferta de mercancías rebajando el
precio —dada la nueva demanda— hasta que éste vuelva a coincidir con el
mínimo coste medio de producción de la industria. En otras palabras, la
curva de oferta a largo plazo (OLP) es horizontal y viene determinada por el
mínimo coste medio de producción (C1) que, dentro del pensamiento
marxista, depende del tiempo de trabajo socialmente necesario para
producir esa mercancía: así pues, a largo plazo el precio viene determinado
por el coste, de modo que la demanda sólo influye a la hora de especificar
el volumen de esta mercancía que ha de ser producido. Oferta y demanda
no son simétricas porque son las condiciones técnicas de producción las que
determinan la oferta y, por tanto, el precio a largo plazo de las mercancías.
Gráfico 1.16
Gráfico 1.17
Gráfico 1.19
Así, por ejemplo, Marx ([1857-1858] 1986, 446) nos dice que «si un
fabricante debiera poner en movimiento toda su maquinaria para elaborar 1
libra de hilo, subiría tanto el valor de esa libra que difícilmente encontraría
salida». Pero para conocer si esa libra de hilo tan cara encontraría o no
salida y, por tanto, si ese tan elevado valor es su precio de equilibrio…
¡necesitamos conocer su demanda! Es decir, necesitamos conocer la utilidad
marginal del comprador marginal de esa libra de hilo frente a la del resto de
las mercancías: si la utilidad marginal del hilo fuera tan elevada como para
que los consumidores estuvieran dispuestos a pagar un precio tan alto por el
hilo en un contexto de rendimientos extremadamente decrecientes, entonces
ese alto valor sí sería su precio de equilibrio.
Algunos economistas marxistas sí se han dado cuenta de que la
presencia de economías o deseconomías de escala otorga un rol propio a la
demanda como determinante de los precios, esto es, que el tiempo de
trabajo socialmente necesario para producir una mercancía está
indeterminado a falta de incorporar la demanda. Por ejemplo, Dobb (1937,
14) admite que la teoría del valor trabajo sólo puede independizarse de la
demanda presuponiendo economías constantes a escala. Asimismo, Rubin
([1923] 1990, 219-221) e Indart (1987) reconocen, en el mismo sentido que
Marx, que si la demanda de mercancías es tan intensa que no puede
abastecerse con mercancías fabricadas en condiciones productivas
promedio, entonces el valor de mercado de la mercancía vendría
determinado por aquellos sectores con peores condiciones productivas y,
por tanto, con un coste marginal más elevado.
Ahora bien, Rubin e Indart pretenden salvar la teoría del valor trabajo
sugiriendo que la curva de oferta a largo plazo sólo tendrá, como mucho, un
pequeño tramo creciente o decreciente: a partir de cierto nivel, la curva de
oferta a largo plazo se volverá perfectamente elástica, es decir, a partir de
cierto nivel, el coste marginal de producción devendrá constante para
cualquier nivel de oferta y la teoría del valor trabajo volverá a ser
aplicable.12 Así pues, dado que los costes marginales siguen siendo
esencialmente constantes salvo por un pequeño tramo donde podrían ser
crecientes o decrecientes respecto a las condiciones de producción
promedias, la tesis de la asimetría seguiría siendo esencialmente válida. A
saber, la demanda jugaría un papel muy secundario e indirecto a la hora de
determinar los precios de equilibrio a largo plazo:
La demanda no puede influir sobre el valor directamente y sin límite alguno, sino sólo
indirectamente, a través de las condiciones técnicas de producción y dentro de los estrechos
límites marcados por estas condiciones técnicas. Consecuentemente, la premisa básica de la
teoría marxista sigue en pie: el valor y los cambios del valor son determinados exclusivamente
por el nivel y el grado de desarrollo de la productividad del trabajo, esto es, por la cantidad de
tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de una unidad de producción, dadas
unas condiciones técnicas de producción (Rubin [1923] 1990, 221).
La oferta no puede influir sobre el valor directamente y sin límite alguno, sino sólo
indirectamente, a través de las condiciones de la demanda y dentro de los límites marcados por
las preferencias subjetivas. Consecuentemente, la premisa básica de la teoría del valor subjetivo
sigue en pie: el valor y los cambios del valor son determinados exclusivamente por la extensión
y la intensidad de la demanda, esto es, por la utilidad marginal de los agentes económicos, dada
una estructura de preferencias entre esos agentes.
Tabla 1.20
PRECIO CANTIDAD
0 0
1 20
2 50
3 1
4 25
5 2
6 4
7 ¿?
8 6
9 7
10 10
Tabla 1.22
Cualquier tendencia a demandar más unidades de un bien conforme la
disponibilidad del otro bien se van agotando es obstaculizada —y de un
modo aceleradamente intenso— por la utilidad marginal decreciente. Por
ejemplo, si tengo una unidad de X y cuatro unidades de Y, estaré dispuesto
a dar hasta dos unidades de Y por una unidad de X (recibir 1 unidad de X a
cambio de dar 2 unidades de Y), puesto que el valor marginal de una unidad
de X es c (28o) mientras la pérdida de 2 unidades de Y tiene un valor ∅
∅
(32o), siendo c ≻ ; pero cuando tenga 2 unidades de X y 2 unidades de Y,
no estaré dispuesto a dar ninguna unidad de Y por una unidad de X (recibir
1 unidad de X a cambio de dar 0 unidades de Y), puesto que una unidad de
X tendrá un valor marginal de e (31o) y una unidad de Y un valor marginal
de d (30o), siendo d ≻ e. Asimismo, si tengo cuatro unidades de X y cero
unidades de Y: en ese caso estaré dispuesto a dar dos unidades de X a
cambio de una unidad de dos unidades de Y (recibir 2 unidades de Y a
cambio de dar 2 unidades de X), puesto que perder dos unidades de X
acarrea perder un valor marginal de e (31o) y ganar dos unidades de Y
supone ganar un valor marginal de d (30o), siendo d ≻ e; pero cuando tenga
2 unidades de X y 2 unidades de Y, no estaré dispuesto a dar ninguna
unidad de X por una unidad de Y (recibir 1 unidad de Y a cambio de dar 0
unidades de X), puesto que perder una unidad de X tiene un valor marginal
de c (28o) y ganar una unidad de Y tiene un valor marginal de ∅ (32o),
∅
siendo c ≻ . En ambos casos, la utilidad marginal de X e Y decrece
conforme aumentamos su disponibilidad o, al contrario, crece conforme la
reducimos (cuando aumentamos la disponibilidad de X desde 1 a 2
unidades, su valor marginal cae de 23o a 28o y, a su vez, la reducción de Y
desde 4 a 2 unidades aumenta su valor marginal de 32o a 30o;
adicionalmente, cuando reducimos la disponibilidad de X desde 4 a 2
unidades, su valor marginal aumenta desde 32o a 28o y el incremento de
unidades de Y desde 0 a 2 reduce su valor marginal primero a 27o y después
a 30o). Por tanto, la utilidad marginal decreciente en términos
intrínsecamente ordinales nos permite explicar la tendencia a diversificar
nuestras demandas de bienes: la ley de la utilidad marginal decreciente nos
proporciona preferencias completas, monótonas, transitivas y
necesariamente convexas que justifican una curva de demanda con
pendiente negativa.
Por consiguiente, aunque es posible establecer una relación negativa
entre cantidades demandadas y precios sin necesidad de abrazar la ley de la
utilidad marginal decreciente, para hacerlo hay que adoptar hipótesis ad hoc
sobre las preferencias subjetivas de los agentes que tienen una
fundamentación bastante menos sólida que la ley de la utilidad marginal
decreciente.
En todo caso, si es falsa la versión débil del argumento marxista de que
la demanda de mercado no necesita presuponer ningún tipo de estructura de
preferencias subjetivas (en concreto, que podemos deducir la relación
negativa entre cantidades demandas y precios sin apelar a la estructura de
preferencias de los agentes), entonces la versión fuerte también lo será. Pero
conviene que seamos conscientes de hasta qué punto la versión fuerte de
este argumento es un despropósito, de ahí que vayamos a desarrollar algo
más este contrapunto.
Para describir cuantitativamente la demanda de una mercancía
necesitamos conocer cuál es su cantidad demandada a cada uno de sus
posibles precios (o, a la inversa, cuál es el precio más alto que se está
dispuesto a pagar por cada una de las cantidades demandadas). Que
sepamos que la cantidad demandada de una mercancía tiene que reducirse
conforme aumenta el precio (o, a la inversa, que el precio máximo
dispuesto a pagar es mayor para las primeras unidades de una mercancía
que para las unidades adicionales) no predetermina cuál es específicamente
esa cantidad demandada para cada uno de los posibles precios de mercado
(o el precio máximo para cada una de las cantidades demandadas). Por
buscar una analogía: que sepamos que en algún momento a lo largo de los
próximos 50 años va a llover en Madrid no equivale a que sepamos cuándo
y cuánto va a llover.
Por tanto, que fuéramos capaces de determinar, al margen de cualquier
estructura de preferencias, que existe una relación negativa entre precio y
cantidad demandada (apelando al efecto precio), no implica que la demanda
de una mercancía esté determinada al margen de las preferencias subjetivas,
puesto que no está determinado cuál es la cantidad que va a demandarse a
cada precio.
En términos gráficos: aun suponiendo, del modo más simplificado
posible, una relación lineal entre precios y cantidades demandadas para una
mercancía (verbigracia, Q = a – b * P), seríamos incapaces de dibujar la
demanda únicamente conociendo que existe una relación negativa entre
precios y cantidades, esto es, únicamente conociendo que la recta tiene una
pendiente negativa. Necesitaríamos conocer, adicionalmente, cuál es el
punto de corte de la recta (el valor de a) y cuál es la magnitud de la
pendiente negativa (el valor de –b). Puntos de corte y pendientes distintos
arrojarán demandas muy distintas. Por ejemplo, las cuatro rectas de
demanda que dibujamos en el siguiente gráfico exhiben todas ellas
pendientes negativas, pero evidentemente determinarían precios y
cuantidades de equilibrio muy diversas para una misma función de oferta
(cantidades distintas, en cualquier caso; precios distintos, si la producción
no exhibe rendimientos constantes a escala).
Gráfico 1.21
En definitiva, para cualquiera análisis económico sobre el
comportamiento de los individuos y sobre cómo este comportamiento
influye sobre las relaciones de producción y distribución es imprescindible
modelizar la estructura de preferencias subjetivas de esos individuos: es
decir, es necesario presuponer que esas preferencias existen, que poseen una
determinada estructura y que esa estructura (co)determina el
comportamiento de los individuos respecto a las relaciones productivas y
distributivas que entablan. Apelar genéricamente al efecto precio no
resuelve absolutamente nada dentro de la economía política, ni siquiera para
establecer una relación negativa entre precios y cantidades demandadas.
En esencia, esta crítica reconoce que, como mucho, la teoría del valor
subjetivo podría explicar las fluctuaciones de los precios de las mercancías
en el corto plazo, pero por sí sola no podría explicar la estabilidad de los
precios de las mercancías en el largo plazo (Rubin [1923] 1990, 65).
Este argumento es, nuevamente erróneo, por tres razones.
Primero, no es verdad que los precios de todas las mercancías sean tan
estables a largo plazo como algunos marxistas afirman. Basta con acudir al
mercado de materias primas para comprobar que las fluctuaciones de sus
precios pueden ser enormemente violentas no sólo en el corto plazo, sino
también durante largos períodos de tiempo (y sin una dirección clara al alza
o a la baja). Por ejemplo, entre 1900 y 1920, el precio internacional del
carbón (descontando la influencia de la inflación) tendió a abaratarse un 25
%; durante la siguiente década llegó a duplicarse, para volver a descender
durante toda la Gran Depresión; a partir de 1945, aumentó más de un 60 %
durante la siguiente década; para descender otro 50 % entre 1955 y 1965;
durante las siguientes dos décadas, llegó a incrementarse un 150 % para
descender alrededor de un 75 % desde principios de los 80 hasta 2006.
Fluctuaciones similarmente acusadas (aunque no necesariamente en la
misma dirección) podrían ser descritas para las restantes materias primas
como el petróleo, el hierro o diversos alimentos.
Gráfico 1.22. Precio real del carbón
Fuente: Global Financial Data; IMF; RBA. © Reserve Bank of Australia.
Gráfico 1.24
¿Ha quedado, por tanto, definitivamente demostrada la teoría del valor
trabajo? No.
Primero, si en lugar de estudiar la correlación entre precios de mercado
y precios directos en las diversas industrias de un solo país y para un único
período de tiempo (datos de corte transversal), estudiamos esa correlación
en las diversas industrias de diversos países a lo largo de los años (a través
de datos de panel) entonces la correlación desaparece. En particular, Vaona
(2014), usando un método de estimación de valores distinto al de Shaikh o
Cockshott y Cottrell, analiza distintos países de la OCDE (Austria, Bélgica,
República Checa, Dinamarca, Finlandia, Grecia, Italia, Noruega, Eslovenia
y Suecia) en distintos períodos que oscilan entre 1970 y 2009 y rechaza la
hipótesis de que los precios directos determinen los precios de mercado con
un nivel de significación del 5 %. También Vaona (2015) pone de
manifiesto que las diferencias entre los precios de mercado y los precios
directos o los procesos de producción (que podrían explicarse por
fluctuaciones transitorias en la demanda de una mercancía hasta que el
mercado regrese al equilibrio) no tienden a estrecharse hasta finalmente
desaparecer con el paso del tiempo, sino que, en el mejor de los casos,
tardan cinco años en reducirse a la mitad (no un período precisamente
corto) y, en muchos casos, jamás llegan a desaparecer. En un sentido
aparentemente contradictorio a los resultados anteriores, Işıkara y Mokre
(2022) con datos de panel en 42 países a lo largo de 15 años sí dicen haber
hallado que los precios directos sirven para explicar los precios de mercado,
pero en realidad sus resultados muestran unas desviaciones promedio entre
precio de mercado y precios directos de entre el 10 % y el 41 %, con un
promedio del 18 %: es decir, muy lejos de la desviación media del 2 % que
se hallaba en los datos de corte transversal, lo que pone en duda que
podamos decir que los valores explican los precios de mercado
(obviamente, si los valores son en parte costes salariales y los costes
salariales son uno de los principales costes de cualquier industria, habrá una
cierta relación entre precios y costes salariales, pero una desviación
promedio de casi el 20 % indica que existen otros factores relevantes en
juego, amén de no establecer la relación de la causalidad: si los precios
dependen de los salarios o los salarios de los precios).
Segundo, la correlación entre precios de mercado y precios directos
que observamos en los datos de corte transversal puede deberse a
deficiencias de los propios datos; en este caso particular, a su escaso nivel
de desagregación. Y es que los precios de mercado por mercancía, así como
los coeficientes de transformación de inputs en outputs o los salarios por
hora, son extraídos de Contabilidad Nacional y, más en particular, de las
Tablas Input-Output. Pero las Tablas Intput-Output presentan niveles de
desagregación tremendamente insuficientes para calcular los precios de
mercado y los precios directos de cada una de las mercancías existentes en
nuestra economía. Por ejemplo, Ochoa (1989) y Shaihk (1998) utilizan
Tablas Input-Output que únicamente cuentan con 71 industrias, a saber, es
como si únicamente contara con 71 mercancías dentro de una economía
moderna. De hecho, es significativo que cuando Işıkara y Mokre (2022)
utilizan únicamente 53 industrias, la desviación promedio entre precios
directos y precios de mercado es del 18 %, pero cuando usan datos más
desagregados (hasta 396 industrias), la desviación promedio se eleva desde
el 18 % al 28,5 %.
En otras palabras, todos estos autores pretenden establecer una
correlación entre los precios de mercado y los precios directos de los
centenares de miles de mercancías heterogéneas presentes en cualquier
economía moderna a partir de menos de un centenar de precios agregados
(salvo Işıkara y Mokre que llegan a utilizar 396). Y hacerlo de ese modo
acarrea un importante problema (Screpanti 2015): todos los millares de
mercancías incluidas en cada una de esas 53 o 71 categorías se agrupan
multiplicándolas por sus precios de mercado. Por ejemplo, una categoría de
las Tablas Input-Output puede ser «productos de la agricultura, la ganadería
y la caza, y servicios relacionados con los mismos»: para que esa categoría
arroje un único valor monetario (a partir de mercancías tan heterogéneas
como vacuno, ovino, caprino, porcino, aves, conejos, leche, huevos, lana,
cereales, leguminosas, patatas, cítricos, frutas frescas, frutas secas,
hortalizas, vino, mosto, aceite, semillas, flores o plantas ornamentales), se
multiplica cada una de las muy heterogéneas mercancías de esa categoría
por su precio de mercado (cada producto vacuno, ovino, caprino… por su
precio de mercado) y se agregan los resultados para conformar el valor
monetario del producto agregado de la categoría «productos de la
agricultura, la ganadería y la caza, y servicios relacionados con los
mismos». Posteriormente, para calcular los coeficientes técnicos de
producción entre industrias (por ejemplo, cuántos productos agrícolas y
ganaderos se consumen en la producción de la industria textil), se mide la
participación de cada industria en las restantes: eso conforma la matriz A
que determina tanto los precios de mercado como los precios directos d = A
* d + w * L. Ahora bien, si esa matriz A se calcula a partir del producto
agregado de cada rama industrial, el cual a su vez se ha calculado merced a
los precios de mercado de las múltiples mercancías heterogéneas que
componen esa rama industrial, entonces los precios de mercado contribuyen
a determinar los precios directos y, por tanto, es totalmente lógico que
exista correlación entre precios de mercado y precios directos: en gran
medida no se está midiendo la correlación entre precios de mercado y
precios directos… sino entre precios de mercado y precios de mercado
(Bichler y Nitzan 2009, 96).
Este problema se agrava, además, por el hecho de que las horas de
trabajo (L) tampoco son homogéneas y, por tanto, cuando calculamos los
precios directos como d = A * d + w * L, se hace necesario convertir las
distintas horas de trabajo heterogéneo (trabajo concreto) en horas de trabajo
homogéneo (trabajo abstracto). ¿Cómo se homogeneizan las horas de
trabajo de trabajadores diferentes (unos más productivos, otros menos
productivos)? Modificando el número de horas trabajadas por cada
trabajador en función del diferencial salarial de ese trabajador con respecto
al salario base de la economía: en realidad, y debido al excesivo nivel de
agregación estadístico, se trata más bien del diferencial entre el salario
promedio en una industria y el salario base de la economía. Por ejemplo, si
en la industria A se trabajan 100 horas y la masa salarial es de 1.000 onzas,
entonces el salario por hora será de 10 onzas; si en la industria B se trabajan
100 horas y la masa salarial es de 100 onzas, entonces el salario por hora
será de 1 onza. Para poder considerar que todas las horas de trabajo generan
un mismo valor por hora, se supondrá que en la industria A se trabajan no
100 sino 1.000 horas, reduciendo el salario por hora a 1 onza (Ochoa 1989;
Cockshott y Cottrell 1997). En la medida en que los salarios de una
industria estén influidos por los precios de mercado de los heterogéneos
productos de esa industria, entonces nuevamente los precios directos se
verán influidos por los precios de mercado, puesto que los salarios influirán
sobre L y L sobre los precios directos (d = A * d + w * L). En este sentido,
cuando Trigg (2002) no convierte las horas de trabajo heterogéneo en horas
de trabajo homogéneo a partir de los diferenciales salariales, la correlación
entre precios directos y precios de mercado desaparece.
Y tercero, aun cuando tuviéramos datos suficientemente desagregados
y existiera correlación entre precios de mercado y precios directos, cabría
perfectamente la posibilidad de que se tratara de una correlación espuria.
Por correlación espuria cabe entender aquella estrecha relación entre dos
variables que se debe al mero azar o a la influencia de una tercera variable
que afecta a ambas: es decir, no existe relación de causalidad entre ambas
variables por mucho que evolucionen de manera pareja. Si la correlación
entre los precios directos y los precios de mercado fuera espuria, entonces
no sería cierto que los valores laborales causan los precios de mercado. En
este sentido, el economista marxista Andrew Kliman (2002) ha rechazado
las demostraciones de Cockshott y Cottrell (1997) o Shaikh (1998)
alegando que son el resultado de correlaciones espurias.
El argumento de Kliman es el siguiente: como ya hemos explicado, la
correlación entre los precios de mercado y los precios directos no se
establece para cada mercancía individualmente considerada, sino para un
conjunto agregado de mercancías dentro de una misma industria tal como
viene definida en las Tablas Input-Output. En la práctica, por tanto, la
correlación se establece entre ingresos por industria y masa salarial por
industria: es decir, en lugar de analizar la correlación entre el vector de
precios p y el vector de precios d, se analiza entre el producto de vectores p
* q y el producto de vectores d * q. Pero ahí es donde Kliman cree detectar
una correlación espuria: como las industrias grandes tendrán más ingresos
y, a la vez, emplearán más mano de obra, ingresos y masa salarial
aparecerán como correlacionados por la influencia que ejerce el tamaño de
la industria. Dicho de otro modo, al detectar una correlación entre p * q y d
* q, la correlación no se da tanto entre p y d, sino entre q y q.15 Así, cuando
Kliman analiza las correlaciones anteriores controlando por diversas
mediciones del tamaño de la industria (aproximadas a través de los costes
agregados de cada industria), la correlación entre precios directos y precios
de mercado desaparece por entero.
La crítica de Kliman, sin embargo, no convence a Cockshott, Cottrell y
Baeza (2014) por dos razones: una procedimental y otra más de fondo.
Procedimentalmente, Cockshott rechaza utilizar los costes agregados de
cada industria como variable de control dado que los costes agregados no
son una variable de confusión (una variable que influye independientemente
tanto en los precios de mercado como en los precios directos), sino una
variable mediadora de la variable independiente sobre la variable
dependiente (los precios directos ejercen su influencia en los precios de
mercado en parte a través del coste de los inputs). Por tanto, controlar por
los costes agregados destruye la relación de casualidad que postula la teoría
del valor trabajo, de modo que es lógico que la correlación desaparezca. El
motivo de fondo que alega Cockshott es, sin embargo, más general: a su
juicio, es imposible encontrar una tercera variable cuantificable (más allá
del tamaño de la industria) que verdaderamente influya de manera
independiente y simultánea sobre los precios directos y sobre los precios de
mercado, y que, en suma, pueda generar esa susodicha correlación espuria
(Cockshott, Cottrell y Baeza 2014). En la medida en que no disponemos de
datos suficientemente desagregados como para individualizar cada unidad
producida (pues, además, en muchos casos la unidad sería arbitraria: ¿la
producción unitaria, y el precio unitario, del arroz debemos medirla en
gramos, kilos o toneladas?)16 y en la medida en que no existe una tercera
variable independiente que, estando relacionada con la escala de
producción, determine simultáneamente precios de mercado y precios
directos, la correlación detectada entre estas dos variables no sería
realmente espuria y habría que aceptarla como provisionalmente correcta.
Ahora bien, la correlación puede seguir siendo espuria aun cuando no
se dé por las escalas de producción de los precios de mercado y los precios
directos, sino entre los propios precios de mercado y los propios precios
directos. Al cabo, el tercer elemento que puede influir tanto sobre los
precios de mercado como sobre los precios directos podría ser la utilidad
marginal en su forma de predisposición máxima al pago por una mercancía.
A saber, aun cuando hubiese una relación entre el precio de mercado de las
mercancías y la cantidad de horas de trabajo necesaria para producirlas, esa
relación podría estar simultáneamente determinada por la utilidad marginal.
En particular, en equilibrio, la utilidad marginal de una mercancía es
igual a su coste marginal de producción, de modo que si todos los
trabajadores fueran homogéneos y no hubiese barrera de entrada en ningún
sector, entonces podríamos expresar ese coste marginal de producción en
horas de trabajo homogéneo (abstracto) que se equipararían a la utilidad
marginal de la mercancía. Así, si una mercancía fuera muy útil y muy
costosa (esto es, requiriera directa o indirectamente muchas horas de
trabajo), entonces su precio y su coste serían ambos elevados; si una
mercancía fuera muy poco útil y muy poco costosa, su precio y su coste
serían ambos reducidos; si una mercancía fuera muy útil y muy poco
costosa, su producción tendería a incrementarse hasta que su utilidad
marginal se equiparara con su coste marginal de producción (pudiendo este
último a su vez incrementarse o reducirse en caso de rendimientos
decrecientes a escala), de modo que precio y coste acabarían convergiendo;
y si una mercancía fuera muy poco útil y muy costosa, simplemente esa
mercancía no sería producida y, por tanto, carecería de precio de mercado y
de coste de producción como tal. Por consiguiente, la cantidad de horas de
trabajo homogéneas (como proxy del coste total) podría perfectamente estar
correlacionada con su precio a través de la utilidad marginal.17 Por
supuesto, los trabajadores no son todos homogéneos, pero si se los trata
como homogéneos ajustando la cantidad de horas trabajadas en función de
los diferenciales salariales, entonces el efecto sería el mismo: más utilidad
marginal en una industria, mayores salarios y esos mayores salarios
figurarían como en el análisis econométrico como mayores horas
trabajadas. Por consiguiente, al analizar la correlación entre p * q y d * q, el
problema ya no reside solamente en la posible correlación espuria entre q y
q, sino que puede haber una correlación entre p y q a través de la influencia
de la utilidad marginal sobre ambas.
Podemos ilustrar este tercer problema partiendo de un ejemplo en el
que, en principio, la teoría del valor trabajo debería cumplirse y validarse de
manera incontrovertible: una economía con dos mercancías cuyo único
factor para producirlas es el trabajo y donde todas las horas de trabajo son
homogéneas.
Así, imaginemos una economía con n agentes económicos que
comparten la siguiente función de utilidad por los bienes X e Y:
Pxxi + Pyyi ≤ mi
Lx = 2 ∗ Qx
Ly = 4 ∗ Qy
1.3.3. Conclusión
Ninguna de las quince críticas marxistas contra la teoría del valor subjetivo
logra socavar su realismo, generalidad y capacidad explicativa. En cambio,
las seis críticas que hemos dirigido contra la teoría del valor trabajo sí
restringen su potencial validez a un ámbito minúsculo y económicamente
irrelevante frente a la teoría del valor subjetivo. Por consiguiente, la
proposición r (las mercancías se intercambian según sus valores-trabajo) no
refleja la realidad económica de una sociedad: es decir, se trata de una
proposición que no sólo no es necesariamente cierta (cosa que ya habíamos
probado al demostrar la invalidez de la proposición p y de la proposición q),
sino que es falsa.
1.4. Conclusión: la teoría del valor trabajo frente a la teoría del valor
subjetivo
De manera esquemática, la teoría del valor trabajo de Marx puede resumirse
del siguiente modo: las mercancías son objetos útiles para terceros que
pueden ser reproducidos mediante el trabajo humano independiente; el
valor de las mercancías (tiempo de trabajo socialmente necesario)
determina su valor de cambio (precio de equilibrio). El valor de las
mercancías dependerá de las condiciones técnicas (o materiales) de
producción existentes dentro de una sociedad, las cuales a su vez también
determinarán (o tendrán una influencia muy poderosa sobre) las
necesidades de los individuos.
Figura 1.7
Por el contrario, la teoría del valor subjetivo sostiene que todo objeto
relativamente escaso que sirva para satisfacer los fines de otros individuos
constituye una mercancía (no sólo los objetos reproducibles mediante el
trabajo humano). Si alguien, haciendo uso de su perspicacia empresarial
(Kirzner 1973, 34), estima que, por un lado, otras personas están dispuestos
a ofrecer algo a cambio de una mercancía (valor de cambio esperado o
precio esperado) y, por otro, haciendo también uso de su conocimiento
sobre la tecnología disponible o incluso promoviendo él mismo cambios en
las técnicas productivas, estima que es capaz de producir ese bien
económico a un coste marginal de producción (el equivalente al «valor»
marxista) inferior al precio que los consumidores están dispuestos a pagar
por él, entonces esa persona se lanzará a producir la mercancía siempre que
la diferencia entre el precio esperado y el coste de producción le compense
suficientemente su actividad. Si eso es así, ese empresario tratará de
producir la mercancía demandando factores productivos en el mercado, los
cuales, tras un período de tiempo e incertidumbre, acaso logren crear
unidades de esa mercancía —a un coste de producción que no tiene por qué
coincidir con la estimación inicial del empresario— para ser vendidas a los
consumidores. Si los consumidores aprecian que la utilidad marginal de
esas unidades supera su coste de oportunidad de adquirirlas, las comprarán
y, al hacerlo, determinarán el precio de venta —que no tiene por qué
coincidir con la estimación inicial del empresario—, esto es, el valor de
cambio (en términos más generales, sea o no contra dinero). En la medida
en que, además, la utilidad marginal ex post del consumidor sea igual al
coste de producción ex post de la mercancía estaremos ante un valor de
cambio de equilibrio.
Adicionalmente, y al igual que sucede con la teoría del valor trabajo, la
teoría del valor subjetivo reconoce que la tecnología (o más en general las
condiciones materiales de producción) influyen sobre los fines de los
individuos, pero, a diferencia de lo que ocurre con la teoría del valor
trabajo, también reconoce que los fines de los individuos no están
únicamente determinados por la tecnología y que, de hecho, esos mismos
fines también influyen sobre la tecnología (por ejemplo, los fines vitales de
los individuos determinan en parte su carrera profesional, de tal manera que
un mayor o menor número de ingenieros o científicos condicionarán el
curso del progreso técnico); a su vez, la función empresarial podrá influir
sobre los fines de los individuos (por ejemplo, mediante la persuasión de
que las personas necesitan mercancías que ni siquiera se habían planteado
adquirir) pero también los fines de los individuos influyen sobre la función
empresarial (no sólo en el sentido de que muchos empresarios intentan
anticipar y conocer los fines de los individuos, sino porque las preferencias
individuales también determinan hasta qué punto algunos individuos
ejercen la función empresarial en el mercado).
Figura 1.8
Como decimos, ambas teorías del valor podrían ser potencialmente
válidas prima facie, pues en equilibrio el precio es igual al coste marginal.
Pero existen dos motivos para preferir la teoría del valor subjetivo por
encima de la teoría del valor trabajo.
Por un lado, ya hemos expuesto que la teoría del valor subjetivo es una
teoría mucho más general que la teoría del valor trabajo y que requiere de
hipótesis mucho menos simplificadoras e irreales: la teoría del valor
subjetivo puede explicar la formación de los precios de equilibrio de las
mercancías reproducibles (al igual que, aparentemente, la teoría del valor
trabajo) pero también los de las mercancías no reproducibles (algo que la
teoría del valor trabajo no es capaz de explicar sin recurrir precisamente…
¡a la teoría del valor subjetivo!); a su vez, no necesita presuponer la
existencia de rendimientos constantes a escala, la inexistencia de
producción conjunta, la inexistencia de bienes duraderos, el igual acceso a
la información de los productores o la indiferencia de los individuos frente
al tiempo, al riesgo o a la actividad productiva. Por tanto, a igualdad de
circunstancias, la teoría más general y más realista debería ser preferida
sobre la más particular y menos realista.
Por otro, porque la teoría del valor subjetivo posee prioridad lógica
sobre la teoría del valor trabajo. Sin trabajo y con utilidad, podría seguir
habiendo precios sobre aquellos objetos (no reproducibles mediante el
trabajo humano) que adoptaran la forma de mercancía porque seguiría
habiendo demanda y oferta. Pero con trabajo y sin utilidad, no habría
precios de ningún tipo porque habría oferta pero no demanda. La teoría del
valor trabajo necesita presuponer una cierta estructura de preferencias para
revestir a los objetos reproducibles mediante el trabajo humano
independiente con la forma de mercancías: pues sólo aquellos objetos que
sean valores de uso sociales, es decir, sólo aquellos que sean útiles para
terceros llegan a ser mercancías. En cambio, la teoría del valor subjetivo no
necesita presuponer que los objetos intercambiados hayan sido fabricados
mediante trabajo humano. La teoría del valor subjetivo, pues, antecede
lógicamente a la teoría del valor trabajo: la segunda presupone a la primera
aunque ese contenido real (cómo las preferencias subjetivas de los
individuos determinan las relaciones de producción y distribución) quede
oculto detrás de la capa más superficial de las explicaciones de la teoría del
valor trabajo. Esto es algo que ni siquiera el marxismo niega, aunque con
las pertinentes acotaciones que bloqueen la extracción de las necesarias
implicaciones. Así, Bukharin ([1919] 1927, 64): «Para Marx, la utilidad es
sólo la condición para el origen del valor, pero no determina la magnitud
del valor». O Guerrero Jiménez (2006, 14): «Para la teoría del valor trabajo,
la utilidad es un presupuesto imprescindible de los mercados y de la
producción —sólo se dedicará trabajo social a producir aquello que es útil
—, pero es un simple presupuesto cualitativo».
El economista austriaco Eugen Böhm-Bawerk ([1892] 2002) escogió
la siguiente analogía para explicar la auténtica relación causal entre utilidad,
precio y costes de producción, que resulta del todo aplicable para la relación
utilidad, precio y valor-trabajo:
Imaginemos una locomotora que tira de un cierto número de vagones, pongamos cuatro
vagones. ¿Cuál es la razón por la que se desplaza el primero de sus vagones y cuál es la causa
que explica su velocidad? Diría que todo lector responderá lo siguiente sin dudarlo: la razón por
la que se desplaza el primer vagón y la causa que explica su velocidad es la locomotora y la
velocidad de la locomotora. El vagón se desplaza porque la locomotora se desplaza: y se
desplaza más o menos rápido en función y por causa de que la locomotora se mueva más o
menos rápido. ¿Y por qué se desplaza el segundo vagón? Directamente, porque el primer vagón,
al que está enganchado, tira de él; indirectamente, porque la locomotora tira de él. Y con el
tercer y el último vagón ocurre lo mismo: directamente se mueven porque el vagón que los
antecede tira de ellos; indirectamente, porque la locomotora es la que tira de todos ellos.
Sin embargo, imaginemos que alguien llega y nos dice que las cosas suceden de manera
distinta. A saber, que si el segundo vagón se detuviera, entonces el primer vagón, con el que está
firmemente agarrado, no podría desplazarse. Sólo cuando y porque el segundo vagón se mueve,
puede el primer vagón moverse y desde luego no más rápidamente que el segundo. En
consecuencia, la auténtica causa del movimiento y de la velocidad del primer vagón ha de
buscarse en el movimiento y en la velocidad del segundo vagón. Y, del mismo modo, el segundo
vagón halla la causa y la medida de su velocidad en el movimiento del tercer vagón. Y el tercer
vagón, en el movimiento del último vagón. ¿Y el último vagón? En este caso, habrá que
conceder que se mueve gracias a la locomotora.
En efecto, utilidad, precio y coste de producción (valor-trabajo)
mantienen entre sí una relación similar a la de una locomotora con dos
vagones. Los defensores de la teoría del valor trabajo nos señalan que el
precio de una mercancía (el primer vagón) depende del tiempo de trabajo
socialmente necesario para fabricarla, esto es, del valor (segundo vagón),
pero que el valor sólo puede llegar a existir (el segundo vagón sólo puede
desplazarse) si se materializa en una mercancía que sea útil para terceros (si
la locomotora se mueve). Pero, en realidad, la relación es la inversa: la
utilidad de una mercancía, a través de su demanda, determina su precio y el
precio de esa mercancía determina la demanda de aquellas otras mercancías
necesarias para fabricarla, es decir, determina su coste que, si lo
redujéramos a horas de trabajo de igual productividad, equivaldría a su
valor: el segundo vagón se mueve porque se desplaza el primero y el
primero se desplaza porque la locomotora su mueve. Obviamente, si
dejáramos de trabajar absolutamente (si el segundo vagón se anclara al
suelo), muchas mercancías dejarían de existir y en consecuencia carecerían
de utilidad y de precio: pero el precio no depende del tiempo de trabajo para
producirlo, sino de su utilidad, por mucho que en equilibrio utilidad, precio
y coste (valor) sean idénticos (por mucho que la locomotora, el primer
vagón y el segundo vagón se desplacen a la misma velocidad).
Imagen 1.2
Si
(p) Existe una contradicción entre valor y valor de cambio
(q) La teoría del valor trabajo es cierta,
(r) El dinero es un valor medidor de valores
(s) El dinero como medio de circulación es un elemento pasivo en la determinación de los
precios de equilibrio
entonces
(t) El dinero evolucionará a capital dinerario y entonces
(u) El capital subordinará la producción de valores de uso a la generación de plusvalía
Según explicamos en el epígrafe 1.5 del primer tomo de este libro, Marx
considera que el trabajador se halla alienado bajo el mercado: no sólo
porque el mercado lo subyuga, sino sobre todo porque, al subyugarlo, anula,
corrompe y anula su naturaleza humana. El ser humano se deshumaniza
para convertirse en un productor abstracto y asocial, indistinguible del resto
y cuyo único propósito vital es generar continuamente valor en forma de
mercancías (Marx [1844a] 1975, 277).
Ya hemos argumentado por qué denunciar que los productores se
«someten» al mercado como si éste los oprimiera y esclavizara es un
argumento incorrecto: los productores se «someten» tanto al mercado como
un paciente se somete a su cirujano, como un pasajero se somete al piloto
del avión o como unos atletas se someten a las reglas de la competición de
atletismo o como cualquier persona se somete a un algoritmo cuando lo
utiliza para tomar decisiones de un nivel de complejidad muy superior al
que puede abarcar por su cuenta. Es incorrecto sostener, pues, que un
productor independiente está alienado porque carece de control sobre su
trabajo: lo que ocurre, más bien, es que ese productor delega (al menos en
parte) la concreción del contenido social de su trabajo a un muy eficiente
mecanismo de agregación, transmisión y validación de información sobre
las preferencias sociales y sobre el conocimiento tecnológico local del resto
de los productores independientes con los que coopera
descentralizadamente. Y delega la concreción del contenido social de su
trabajo al mercado porque, de ese modo, optimiza su coordinación con el
resto de productores independientes.
Sin embargo, esta réplica sigue dejando la puerta abierta a que el
mercado sea un mecanismo deshumanizador y corruptor. Dicho de otro
modo: aun cuando la forma más eficiente de coordinarnos socialmente para
maximizar la producción agregada fuera el mercado, el mercado podría
seguir siendo una forma deshumanizadora de coordinarse que corrompiera
el contenido social de nuestro trabajo. Marx ciertamente abrazaba esta tesis:
a su juicio, el mercado maximizaba la eficiencia productiva frente a modos
de producción anteriores (no frente al comunismo) a costa del vaciamiento
o deshumanización plena del ser humano. En sus propias palabras:
En la economía burguesa […] este despliegue completo de todas las potencialidades internas
del hombre se convierte en su vaciamiento pleno. Su objetivación universal se convierte en su
alienación total: y la destrucción de todos sus propósitos unilateralmente determinados deviene
el sacrificio de los fines-en-sí-mismos del ser humano ante un objetivo completamente exterior
(Marx [1857-1858] 1986, 412) [énfasis añadido].
Cuanto más lejos nos remontamos en la historia, tanto más aparece el individuo —y por
consiguiente también el individuo productor— como dependiente y formando parte de un todo
mayor: en primer lugar y de una manera todavía bastante natural, de la familia y de esa familia
ampliada que es la tribu; más tarde, de las comunidades en sus distintas formas, resultado del
conflicto y de la fusión de las tribus. Solamente al llegar el siglo XVIII, con la «sociedad
burguesa», los diferentes nexos sociales se le aparecen al individuo como un simple medio para
lograr sus fines privados, como una necesidad exterior. Pero la época que genera esta
perspectiva, esta idea del individuo aislado, es precisamente aquella en la cual las relaciones
sociales (universales, según este punto de vista) han alcanzado su mayor grado de desarrollo
hasta el presente (Marx [1857-1858] 1986, 18).
[En el tribalismo], la división del trabajo era pura y simplemente la división del trabajo que
había evolucionado naturalmente; existía sólo entre hombres y mujeres. El hombre iba a la
guerra, cazaba, pescaba y procuraba las materias primas necesarias para la comida y producía
los enseres necesarios para todos estos propósitos. La mujer cuidaba de la casa, preparaba la
comida y hacía los vestidos; guisaba, hilaba y cosía. Cada uno era dueño en su dominio: el
hombre en la selva, la mujer en casa. Cada uno era propietario de los instrumentos que
elaboraba y usaba: el hombre de sus armas, de sus herramientas de caza y pesca; la mujer, de sus
utensilios caseros (Engels [1884] [1990], 259).
Lo que cada individuo posee en el dinero es una genérica capacidad de cambio, mediante la
cual establece a su gusto su participación en la producción social. Cada individuo posee el poder
social en su bolsillo bajo la forma de una cosa. Quitad a la cosa este poder social y deberéis
ceder inmediatamente este poder a la persona sobre la persona. Por consiguiente, sin el dinero
no es posible desarrollo industrial alguno (Marx [1851] 1986, 55).
Es decir, que antes del dinero, antes por tanto de las economías
mercantiles, la producción se organizaba mediante «relaciones de
dependencia personal» porque cuanto «menor es la fuerza social del medio
de cambio […] tanto mayor ha de ser la fuerza de la comunidad que vincula
a los individuos, la relación patriarcal, la comunidad antigua, el feudalismo
y el gremio (Marx [1857-1858] 1986, 94-95). Y mediante relaciones de
dependencia personal no sería posible sostener un ámbito de cooperación
tan sumamente extendido como el que posibilita el mercado: si la
cooperación entre millones de individuos dependiese de sus lazos de
afinidad personal, esos millones de individuos ni podrían (por meras
limitaciones cognitivas para conocer entablar una relación personal con
tantísimos otros individuos) ni querrían (por falta de afinidad con muchos
de ellos) cooperar a una escala tan extendida. La cooperación a gran escala,
pues, descansa necesariamente sobre normas universales y abstractas que
nos permitan interactuar en términos impersonales e igualitarios (Hayek
1973; Barnett 1998):
Tratamos con amor y solidaridad a aquellas personas que conocemos personalmente por cuanto
nos son queridas. Pero precisamente porque no podemos conocer las circunstancias específicas
de todo el mundo más allá de nuestro círculo de parientes y amigos, el orden extendido de los
mercados trata a todo el mundo que no conocemos personalmente del mismo modo […]. Las
mismas reglas son aplicables a todo el mundo: no dañes robando, defraudando o rompiendo
promesas y permitamos que la libertad de elección entre alternativas, a la que llamamos
competencia, haga el resto (Smith y Wilson 2019, 1).
Figura 2.1
Fuente: Basado en Heinrich (2020, 299).
Para Marx, el dinero es una mercancía que puede actuar como equivalente
universal de valor por ser fruto del trabajo humano: es decir, su cualidad ha
de estar determinada (como valor-trabajo) aunque su cantidad sea
irrelevante (para su función de medidor de valores). A contrario sensu, si el
dinero no fuera una mercancía fruto del trabajo, no podría ser usado como
equivalente universal en tanto en cuanto los valores del resto de mercancías
no podrían expresarse en términos relativos con respecto a él (C1, 3.1, 188).
Por consiguiente, los bienes no reproducibles mediante el trabajo humano o
los derechos indeterminados sobre bienes no podrían actuar como medidor
de valores.
La cuestión, por tanto, es: ¿sólo los productos del trabajo humano
pueden actuar como medidor de valores? Y, para responder a esa pregunta,
hay que empezar distinguir dos conceptos similares pero no idénticos:
medidor de valores (valores-trabajo) y numerario. Para Marx, todo medidor
de valores será un numerario y todo numerario habrá de ser un medidor de
valores. Sin embargo, si pudiesen existir numerarios que midieran no ya
valores-trabajo sino utilidades, entonces no todo numerario tendría por qué
ser necesariamente un medidor de valores sino que podría ser un medidor
de utilidades. Así pues, vamos a analizar esta cuestión anterior partiendo de
esta distinción: primero, estudiaremos si todo medidor de valores-trabajo ha
de ser un producto del trabajo humano; segundo, investigaremos si todo
numerario (por ejemplo, un numerario de utilidades) ha de ser un producto
del trabajo humano.
Primero, ¿sólo los productos reproducibles a través del trabajo humano
pueden actuar como medidores de valores-trabajo? En principio, los bienes
no reproducibles no pueden actuar como medidores del valor, puesto que si
su oferta es totalmente inelástica (no pueden producirse ni siquiera con más
trabajo humano), su valor de cambio con otras mercancías no dependerá de
su valor, sino de su demanda. Por ejemplo, aunque un cuadro de Picasso
haya requerido 1.000 horas de trabajo para ser creado, el valor de cambio de
esas 1.000 horas fluctuará en función de su demanda, dado que su oferta no
puede incrementarse o reducirse en función de esa demanda.
Pero aunque los bienes no reproducibles no puedan emplearse como
medidores de valor, podría pensarse que una unidad ideal de «hora de
trabajo» —una unidad abstracta, atemporal y universal— sí sería capaz de
hacerlo, de modo que realmente no sería necesario que el medidor de
valores haya sido materialmente producido por el ser humano. A este
respecto, imaginemos un «banco de tiempo» donde los distintos
productores venden y compran sus mercancías: el banco les reconoce un
«crédito» de horas de trabajo a cada productor por las mercancías vendidas
(según el tiempo medio de producción de esas mercancías) y un débito en
función de las mercancías compradas (según el tiempo medio de
producción de las mismas), de modo que todas las compras y todas las
ventas se compensan entre sí según sus valores-trabajo. Por ejemplo, si un
productor ha fabricado una capa en 1 hora de trabajo y otro productor le
adquiere esa capa, el banco le reconocería un crédito de 1 hora de trabajo al
primer productor que más adelante podría gastar en adquirir otras
mercancías con un valor de 1 hora de trabajo. Marx, sin embargo, rechaza la
propuesta de los bancos de tiempo dentro de la sociedad mercantil por dos
motivos.
Por un lado, una hora de trabajo ideal y atemporal estaría desvinculada
de las condiciones técnicas de producción de cada época. Por ejemplo,
imaginemos que en el año 1800 es posible producir una capa en 1 hora de
trabajo y que un productor vende la capa a través del banco de tiempo y
obtiene un crédito de 1 hora que decide no gastar; al cabo de 50 años, y
gracias a los aumentos de productividad, acaso sea posible producir 10
capas en una hora de trabajo, de modo que el crédito de 1 hora por la capa
producida en 1800 será capaz de adquirir 10 capas en 1850: el trabajo
objetivado en el pasado (1800) «explotará» al trabajo vivo del presente
(1850). Nada de esto tendría por qué suceder si se utilizara un bien
reproducible mediante el trabajo humano, por ejemplo el oro. Si en el año
1800 es posible producir 1 capa y 1 onza de oro en 1 hora, entonces el
precio de una capa será de una onza de oro; y si, en el año 1850, es posible
producir, merced al aumento de la productividad, 10 capas y 10 onzas de
oro en 1 hora, entonces el precio de una capa seguirá siendo de 1 onza de
oro. Si alguien hubiese atesorado 1 onza de oro en 1800 podría comprar
exactamente el mismo valor en 1800 que en 1850, porque el aumento de la
productividad también habría afectado al valor del oro. En suma, el primer
problema de los bancos de tiempo es pretender que «1 hora de trabajo» sea
una unidad desvinculada de las condiciones técnicas de producción de cada
época; algo que, trasladándolo a terminología moderna, generaría crisis
inflacionistas (en entornos de productividad decreciente) o crisis
deflacionistas (en entornos de productividad creciente) (Marx [1857-1858]
1986, 74-75).
Por otro, una hora de trabajo ideal y universal también estaría
desvinculada de los desequilibrios realmente existentes dentro de una
economía mercantil. Dado que la economía mercantil comete errores
sistemáticos a la hora de tomar las decisiones de producción (algunos
bienes se sobreproducen y otros se infraproducen), es imprescindible que
transitoriamente las mercancías infraproducidas se vendan con prima (que
sus productores las vendan a cambio de más trabajo social del que costó
fabricarlas) y que las mercancías sobreproducidas se vendan con descuento
(que sus productores las vendan a cambio de menos trabajo social del que
costó fabricarlas). Sólo así se tenderá a restablecer el equilibrio productivo:
con precios de mercado que se desvíen de sus valores modificando con ello
la distribución del trabajo social. Pero para que los precios de mercado
puedan ubicarse temporalmente por encima o por debajo de los valores de
las mercancías es necesario que todas las mercancías, incluyendo el dinero,
estén expuestas a las fluctuaciones de la oferta y de la demanda, cosa que
no ocurre con una unidad abstracta de tiempo de trabajo (el banco de
tiempo crea nuevas unidades abstractas cada vez que se vende una
mercancía y las destruye cada vez que se compra una mercancía). Siendo
así, no será posible que emerja ninguna diferencia entre el precio de
mercado y el valor de las mercancías: ninguna mercancía cotizaría nunca
con prima o con descuento frente al resto, lo que equivaldría a presuponer
que estamos permanentemente en equilibrio, impidiendo con ello la
corrección de cualesquiera desequilibrios productivos que aparezcan en la
economía. Nada de esto ocurriría si se empleara como medidor de valores
un bien reproducible mediante el trabajo humano, dado que la tasa de
conversión de una hora de trabajo concreto en la industria del oro y una
hora de trabajo concreto en el resto de las industrias sí podría variar
transitoriamente en el mercado según la oferta y la demanda relativa por
cada tipo de trabajo objetivado. No así, repetimos, con una unidad abstracta
de tiempo que por definición no cotiza en el mercado. En suma, el segundo
problema de los bancos de tiempo es pretender que el valor de una
mercancía (su coste) siempre es igual a su precio de mercado, cuando eso
sólo ocurre en equilibrio (Marx [1857-1858] 1986, 75-76).
¿Tiene razón Marx en sus apreciaciones contra una unidad ideal de
valor trabajo? La primera de las críticas es discutible: aunque una hora de
trabajo en 1800 sea menos productiva que en 1850, en ambos casos estamos
hablando de una hora de trabajo, de modo que no queda claro por qué una
hora de trabajo de 1800 sólo debería intercambiarse por unos pocos minutos
de trabajo de 1850. Es más, si la productividad de la minería de oro no se
hubiese incrementado entre 1800 y 1850 al mismo ritmo que en el resto de
la economía, igualmente se viviría una deflación por mucho que el oro fuera
un valor-trabajo que actuara como equivalente universal de valor. Por tanto,
puede que Marx tenga razón cuando dice que usar como patrón monetario
una hora de trabajo ideal aboque a la deflación a aquellas economías que
vean aumentar su productividad con el transcurso de los años, pero es que
la única forma de evitarlo pasa por ir devaluando el valor relativo de una
hora de trabajo, una opción que también tiene sus propios problemas
(dificultar la transmisión intertemporal de valor).
La segunda de las críticas, en cambio, sí es correcta y muestra
precisamente que la teoría del valor trabajo no puede emanciparse por
entero de la teoría del valor subjetivo: si existen desequilibrios entre las
ofertas y demandas sectoriales, entonces la propia teoría del valor trabajo
reconoce que es imprescindible que algunos tiempos de trabajo coticen con
prima y que otros coticen con descuento; y eso es algo que no sucedería si
las mercancías siempre se vendieran según sus valores. Dicho de otra
manera, para Marx, los precios de mercado de las mercancías (cuyas
desviaciones respecto a sus valores son esenciales para restablecer el
equilibrio) no son mediciones puras del tiempo de trabajo necesario en
promedio para fabricar cualquier mercancía, sino mediciones de la utilidad
de los distintos tipos de trabajo dedicados a fabricar cada una de las
diferentes mercancías (si una mercancía se infraproduce con respecto a las
necesidades, el tiempo de trabajo dedicado a esa clase de mercancía se
vuelve más útil; si se sobreproduce, menos útil). ¿Y cómo se efectúan esas
mediciones de la utilidad del tiempo de trabajo de las distintas clases de
mercancías? A través de un numerario que no actúa, en realidad, como
equivalente universal del tiempo de trabajo abstracto, sino como
equivalente de las utilidades relativas de sus tiempos de trabajo concreto, es
decir, como medidor de las utilidades relativas de los bienes. Si el
numerario sólo midiera valores-trabajo, el precio de las mercancías no
podría, por definición, ubicarse ni por encima ni por debajo del valor-
trabajo de esas mercancías: 5 horas de tiempo de trabajo promedio siempre
son 5 horas de tiempo de trabajo promedio, se hayan fabricado muchas o
pocas unidades de una mercancía o de otras mercancías. Ahora bien, 5
horas de trabajo sí pueden ser más o menos útiles según haya carestía o
sobreabundancia de los productos fabricados con ellas. Obviamente el
razonamiento que emplea Marx para salvar su teoría del valor trabajo es
que aquel tiempo de trabajo dedicado a producir mercancías que no sean
valores de uso sociales no cuenta como valor-trabajo, no cuenta como
trabajo social que el resto de los productores independientes deba
remunerar: pero, según hemos expuesto en el apartado 1.3.1 b) de este
segundo tomo, las unidades extramarginales de una mercancía pueden
seguir siendo valores de uso aun cuando su precio de mercado se ubique por
debajo de su valor, de modo que en este caso no habría ninguna
justificación —ninguna justificación no margiutilitarista— para que esas
unidades extramarginales se intercambiaran por debajo de sus valores (es
tiempo de trabajo social dedicado a producir mercancías que son todas ellas
valores de uso sociales, pero valores de uso sociales menos útiles en el
margen que las mercancías alternativas que podrían haberse fabricado con
ese mismo tiempo de trabajo).
De hecho, si el numerario de una economía únicamente midiera
tiempos de trabajo —aunque lo hiciera sólo entre valores de uso sociales—
pero no midiera la utilidad relativa de los distintos tiempos de trabajo,
entonces ese numerario sólo nos permitiría alcanzar, en el mejor de los
casos, la eficiencia técnico-productiva dentro de una economía, pero no la
eficiencia económica. Por eficiencia técnico-productiva nos referimos a que
no sea técnicamente posible producir una unidad adicional de ninguna
mercancía sin reducir la producción de otras mercancías; por eficiencia
económica, que no sea posible mejorar el bienestar (la utilidad) de ningún
agente económico sin perjudicar la de otro.
Podemos ilustrar este argumento recurriendo a la Frontera de
Posibilidades de Producción: la Frontera nos muestra qué combinaciones de
mercancías (X, Y) resulta técnicamente factible alcanzar. Por ejemplo, en la
Frontera que hemos representado es factible producir —entre muchas otras
posibilidades— o 2 unidades de X y 8 unidades de Y (punto A); o 4
unidades de X y 7 unidades de Y (punto B); u 8 unidades de X y 2 de Y
(punto C); o 2 unidades de X y 7 unidades de Y (punto D). Si una economía
estuviera en el punto D, esa combinación no sería productivamente eficiente
porque cabría aumentar la producción de y sin reducir la de X (pasar de
x=2, y=7 a x=2, y=8) o la de X sin reducir la de Y (pasar de x=2, y=7 a
x=4, y=7). Cualquier combinación ubicada en la Frontera es eficiente desde
un punto de vista productivo; cualquier combinación ubicada por debajo es
ineficiente desde un punto de vista productivo; cualquier combinación
ubicada por encima es inalcanzable con el estado actual de la técnica. A su
vez, la Frontera también nos ayuda a ilustrar el concepto de coste de
oportunidad: si estamos en el punto B y queremos incrementar la
producción de la mercancía Y en una unidad deberemos renunciar a dos
unidades de la mercancía X (eso es lo que sucede cuando transitamos del
punto B al punto A).
Gráfico 2.1
Pues bien, conocer los valores (trabajo) de una mercancía nos ayuda a
saber si estamos siendo eficientes desde un punto de vista técnico-
productivo, es decir, si nos ubicamos encima de la frontera o por debajo de
la misma. Si, por ejemplo, trabajando 100 horas nos ubicamos en el punto
D cuando, habida cuenta del tiempo de trabajo socialmente necesario de las
mercancías X,Y deberíamos ubicarnos en A o en B o en C, eso es que no
estamos siendo técnicamente eficientes produciendo. Ahora bien, la
frontera no nos indica, por sí misma, si los agentes económicos prefieren la
combinación de mercancías A, B o C: la eficiencia económica global sólo
se da cuando producimos aquella combinación de mercancías que no es
susceptible de ser mejorada adicionalmente sin empeorar el bienestar de
nadie. Por ejemplo, si estamos en el punto A pero los productores prefieren
consumir 4 unidades de X en lugar de 2 unidades X, aun cuando ello
suponga renunciar al consumo de una unidad de Y, entonces el punto A no
será económicamente eficiente por mucho que sí lo sea desde un punto de
vista técnico-productivo. Para saber qué combinación de bienes —si A, B o
C— es económicamente eficiente, necesitamos conocer no sólo cuánto
cuesta producir la mercancía X o la mercancía Y, sino también cuál es su
utilidad relativa de cada una de las mercancías (en el ejemplo anterior,
preferíamos en el margen dos unidades de X a 1 unidad de Y). Y para
conocer cuál es su utilidad relativa, necesitamos un numerario en términos
de utilidad, no en términos de tiempo de trabajo.
Al respecto, el dinero, al actuar como numerario medidor de utilidades
relativas (Menger [1892] 2005), posibilita el cálculo económico a gran
escala (Mises [1920] 2012, 9-11): posibilita la cooperación social sobre la
base de unos términos cuantitativos que resulten ordinalmente ventajosos
para ambas partes. La Paradoja de Condorcet que expusimos en el apartado
2.1.1 de este tomo puede encontrar solución merced al dinero: si el
individuo 1 exhibe la siguiente escala de preferencias: a ≻ b ≻ c; el
individuo 2 exhibe la siguiente escala de preferencias: b ≻ c ≻ a; y el
individuo 3 exhibe la siguiente escala de preferencias: c ≻ a ≻ b; ¿cómo
decidir colectivamente si debemos priorizar la producción de a, de b, o de
c? En la medida en que los tres individuos revelan cuantificadamente sus
preferencias mediante los precios, cabrá maximizar la utilidad del conjunto
de productores independientes según la utilidad para terceros (igualmente
cuantificada relativamente) que cada uno de ellos haya creado. Así, y
aplicando la misma lógica que acabamos de emplear en el ejemplo de la
frontera de posibilidades de producción, si técnicamente podemos fabricar o
«1 unidad del bien A + 2 unidades del bien B + 3 unidades del bien C» o «3
unidades del bien A más 1 unidad del bien B» y, en función de las
predisposiciones al pago de los tres individuos anteriores, el valor
monetario agregado de la primera combinación es de, por ejemplo, 30 onzas
oro y el de la segunda 35 onzas de oro, entonces deberemos producir la
segunda.
Por tanto la segunda cuestión que planteamos al principio de este
apartado también queda resulta: ¿puede haber numerarios que no sean fruto
del trabajo humano? En la medida en que sean capaces de medir
relativamente la utilidad social de las mercancías, es irrelevante si son fruto
del trabajo humano o no. Para coordinar adecuadamente a los productores
independientes se necesita un numerario no que mida el valor-trabajo, sino
que mida la utilidad social de las mercancías.
Ahora bien, ¿cuál es la característica fundamental de un numerario que
mida adecuadamente la utilidad social de otras mercancías? Pues que su
propia utilidad marginal sea estable para que la utilidad del resto de
mercancías pueda expresarse en relación a ella. ¿Y cuáles son las
propiedades que facilitan que un bien pueda exhibir una utilidad marginal
estable? Primero, que todas las unidades de ese bien sean exactamente
iguales (para que todas ellas constituyan un único y mismo numerario)
incluyendo el caso de que sean agregables o divisibles sin que por ello se
altere su valor unitario (la utilidad marginal de 100 gramos de oro ha de ser
la misma que la utilidad marginal de dos unidades de 50 gramos de oro):
para ello, es necesario que ese objeto se presente naturalmente en forma de
unidades totalmente homogéneas o que, alternativamente, sea fácil (a bajo
coste) de homogeneizar artificialmente (merced, por ejemplo, a un bajo
punto de fusión o una alta ductilidad y maleabilidad). Segundo, que su
oferta se adapte elásticamente a la demanda para evitar grandes
fluctuaciones en su utilidad marginal (reduciendo la oferta cuando se
reduzca la demanda y aumentando la oferta cuando aumente la demanda).
Si se cumplen ambas propiedades, la utilidad del numerario será estable y
entonces cualquier cambio en el precio de una mercancía resultaría
atribuible a cambios en la utilidad marginal de esa mercancía y no a
cambios en la utilidad marginal del numerario.
En este sentido, la primera de estas dos propiedades podría
desempeñarla de manera potencialmente adecuada un bien no reproducible,
pero la segunda aparentemente no: los bienes no reproducibles presentan
una oferta totalmente inelástica, de modo que cualquier fluctuación de su
demanda se traduciría en un cambio en su utilidad marginal. Sin embargo,
si los bienes no reproducibles que actúan como numerario son fácilmente
sustituibles por otros bienes económicos o, más comúnmente, por activos
financieros cuya oferta sí sea suficientemente elástica, entonces los cambios
en la demanda de ese bien no reproducible no tendrían por qué afectar a su
utilidad marginal (Rallo 2019a, 169-179). En otras palabras, un bien no
reproducible no está necesariamente incapacitado para actuar como
numerario en el que expresar la utilidad relativa de las mercancías siempre
que se inserte dentro de un adecuado marco institucional que vuelva elástica
la oferta de sus sustitutos monetarios.
Así, un bien no reproducible que actuara como numerario gracias a su
utilidad estable no tendría por qué estar expuesto a las dos críticas que
efectúa Marx contra los bancos de tiempo. Por un lado, aunque la oferta de
ese bien fuera rígida, si, con el paso del tiempo, la demanda del mismo no
se incrementa más que su oferta, su utilidad marginal permanecería estable
y ello permitiría comparaciones intertemporales de la utilidad relativa del
resto de mercancías a través de sus precios: si el precio de una mercancía es
más bajo en 1850 que en 1800 sería porque la utilidad marginal de esa
mercancía es menor en 1850 que en 1800. Por otro lado, ese numerario con
valor estable permitiría comparaciones de utilidad relativa entre
mercancías: si el precio de una mercancía A supera su coste monetario, es
que algunos productores son capaces de producirla dejando de producir
otros bienes B que resultan menos útiles en el margen, de ahí que aumentar
la oferta de la mercancía A resulte coordinador; si el precio de una
mercancía A es inferior a su coste monetario, es que algunos productores de
A la están produciendo a costa de dejar de producir otros bienes B que
resultan más valiosos, de ahí que reducir la oferta de la mercancía A resulte
coordinador. Por tanto, con un numerario que mida en términos relativos la
utilidad de las mercancías también es posible lograr la coordinación y la
integración intertemporal e interespacial de los productores dentro del
mercado, no es necesario recurrir a un equivalente universal de valores. El
dinero cuya utilidad marginal sea estable actúa como «un transmisor de
valor a través del espacio y del tiempo» (Fekete 1996).
De hecho, aferrarse a la idea de que el numerario de cualquier
economía mercantil ha de ser un valor-trabajo (y, por tanto, un bien
reproducible a través del trabajo humano) impide explicar fenómenos
monetarios como el uso de cigarrillos como medidores de valor dentro de
las cárceles o en los campos de prisioneros de guerra (Radford 1945): a la
postre, los cigarrillos no son reproducibles mediante el trabajo humano
dentro de esos entornos, con lo que no tienen un valor-trabajo determinado
en esos ámbitos (por mucho que se incremente la demanda de cigarrillos, la
oferta no puede incrementarse en paralelo). Desde el punto de vista de la
teoría del valor subjetivo, en cambio, no hay dificultad en explicar su
función como numerario: si los cigarrillos son capaces de retener una
utilidad estable (o, al menos, más estable que patrones monetarios
alternativos), su homogeneidad y divisibilidad los pueden volver
especialmente apropiados como unidad de cuenta dentro del contexto de los
campos de prisioneros de guerra (no serían un numerario de utilidad
perfecto, pero sí el menos imperfecto en ese contexto).
Asimismo, si nos empeñamos en que todo numerario ha de ser un
valor-trabajo, tampoco seríamos capaces de explicar el fenómeno de las
monedas fiat actuales: y es que, desde un punto de vista material, una
moneda fiat no es más que un trozo de papel estampillado, de modo que su
coste de producción, como papel estampillado, es muy bajo y, desde luego,
muy inferior al valor de cambio que las monedas fiat bien administradas
suelen exhibir (el valor de un billete de 500 euros es muy superior al valor
del papel y la tinta de esos 500 euros). ¿Cómo pretende explicar Marx el
valor de las monedas fiat? Considerándolas un símbolo representativo del
oro al que reemplazan (y, por tanto, como representantes del valor del oro al
que sustituyen):
El papel moneda es un símbolo del oro, un símbolo del dinero. Su relación con el valor de las
mercancías es sólo ése: constituyen cantidades imaginarias de ciertas sumas de oro y esas
cantidades se hallan simbólica y físicamente representadas por el papel. Sólo en la medida en
que el papel moneda represente al oro, que tiene valor como el resto de las mercancías, puede
ser un símbolo de valor (C1, 3.2, 225).
Pero las monedas fiat actuales no son símbolos representativos del oro
(pues no son convertibles en oro ni hay expectativa de que vayan a serlo).
Marx, por consiguiente, es incapaz de explicar el valor de cambio de las
monedas fiat por cuanto se obsesiona con que ese valor de cambio debe
estar sustentado en un valor-trabajo del que carecen las monedas fiat. En
realidad, las monedas fiat actuales no son más que activos financieros que
otorgan el derecho, frente a la tributación estatal, de retener cantidades
indeterminadas de bienes económicos (Rallo 2017), de modo que no es
posible vincularlas con ningún tiempo de trabajo específico. Nuevamente,
sin embargo, no entraña ninguna dificultad explicar el valor de cambio de
las monedas fiat desde la perspectiva de la teoría del valor subjetivo: si el
emisor de moneda fiat, como activo financiero que es, puede gestionarla de
tal manera que minimice las fluctuaciones de su valor de cambio frente al
resto de mercancías (y, para ello, el emisor deberá usar sus propios activos,
reabsorbiendo las oferta de moneda fiat que desborde a su demanda),
entonces a los agentes económicos puede interesarles usarla como
numerario para medir utilidades (no los tiempos de trabajo). Si una moneda
fiat es un activo financiero y su emisor consigue estabilizar su valor de
cambio, entonces se convertirá en un activo que, además, será útil como
dinero para los agentes económicos.
Ni en el caso de los cigarrillos ni en el caso de la moneda fiat, la
reproducibilidad del numerario mediante el trabajo humano constituye una
característica necesaria para que puedan actuar como unidad de cuenta… de
la utilidad relativa de los bienes. La reproducibilidad del numerario
mediante el trabajo humano ni siquiera está claro que sea una característica
necesaria para que pueda actuar como unidad de cuenta del valor-trabajo
(una unidad de tiempo abstracto permitiría medir el valor-trabajo de una
clase de mercancía, pero el valor de esa unidad de trabajo abstracto no se
alteraría con los cambios en la productividad social). Pero, en cualquier
caso, lo que están interesados en medir los agentes económicos dentro de
los intercambios —y esto podemos apreciarlo de manera muy clara cuando
emplean cigarrillos o moneda fiat como numerario— no es el tiempo de
trabajo social de una mercancía, sino su utilidad social.
En definitiva, un bien puede actuar como numerario de utilidades
sociales relativas sin necesidad de ser reproducible mediante el trabajo
humano. No sólo eso sino que, mucho más importante, un buen numerario,
que posibilite una coordinación económica amplia dentro de una sociedad
mercantil, deberá ser un numerario en términos de utilidad y no de valor-
trabajo. No es cierto, pues, que el dinero deba ser un valor que mida
valores-trabajo (proposición r): ha de ser un bien económico con utilidad
estable que mida las utilidades sociales relativas de otros bienes.
D – M… P… M´ – D´
Si tanto po* como cada uno de los pi* dependen del tiempo de trabajo
socialmente necesario para producir qo y cada uno de los qi respectivamente,
entonces es evidente que la plusvalía (s) equivale necesariamente a un
tiempo de trabajo que ha sido desempeñado por algún trabajador y que no le
ha sido remunerado. En su formulación más simple, si únicamente tenemos
una unidad de mercancía (qo = 1) y una unidad de fuerza de trabajo (q1 = 1),
s será igual a po* – pi*, los cuales serían valores reducibles a horas de trabajo
y, por tanto, s sería un tiempo de trabajo no remunerado al trabajador 1 (si
po* equivaliera a 10 horas de trabajo y p1* equivaliera a 6 horas de trabajo, s
equivaldría a 4 horas de trabajo).
Ahora bien, si ni po* ni pi* dependen de sus valores, esto es, si ni un
precio ni el otro son reducibles a tiempo de trabajo socialmente necesario
(por los muchos motivos que hemos expuesto en el apartado 1.3.1 de este
segundo tomo), entonces s deja de poder caracterizarse como un tiempo de
trabajo no remunerado. A la postre, la plusvalía podría aumentar porque po*
aumentara al margen del tiempo de trabajo objetivado en qo o pi* podría
reducirse al margen del tiempo de trabajo objetivado en cada factor
productivo qi (incluyendo los medios de subsistencia necesarios para reponer
la fuerza de trabajo).
En particular, si los precios de equilibrio de las mercancías finales e
intermedias no dependen del tiempo de trabajo sino de la utilidad marginal
para sus compradores, po* puede incrementarse, para un mismo tiempo de
trabajo, si los compradores de la mercancía final qo la consideran
marginalmente más útil y, en consecuencia, están dispuestos a abonar de
manera sostenida un mayor precio por ella al margen de lo que haya costado
fabricarla en términos de horas trabajadas; asimismo, cada pi* puede
reducirse, para un mismo tiempo de trabajo, si los compradores de las
mercancías intermedias qi (en este caso, los capitalistas) las consideran
marginalmente menos útiles y, en consecuencia, sólo están dispuestos a
abonar de manera sostenida un menor precio por ellas al margen de lo que
haya costado fabricarla en términos de horas trabajadas.
De ser así, la plusvalía no emergería de la explotación del trabajador,
sino del arbitraje entre pi* y po*, es decir, del arbitraje entre los precios
ofrecidos por los inputs y los precios pedidos por los outputs. Y el autor de
ese arbitraje, quien lo ejecuta en última instancia a través de su capital, es el
capitalista. Por consiguiente, la plusvalía no tendría su origen en el obrero
explotado, sino en el capitalista paciente, valiente y perspicaz que, merced a
la información de que dispone sobre el precio al que puede adquirir los
inputs y sobre el precio al que espera que va a poder vender los outputs,
destina su ahorro a ejecutar un incierto arbitraje entre los precios de los
inputs y los precios de los outputs, es decir, entre el coste de oportunidad de
los inputs y la utilidad social de los outputs, de tal manera que si el arbitraje
termina siendo provechoso (po* > pi*) será porque el capitalista ha logrado
redirigir los factores productivos adquiridos hacia la creación de mercancías
más útiles para los compradores y si ha terminado siendo ruinoso (po* < pi*)
será porque se ha equivocado en sus estimaciones empresariales acerca de la
utilidad social de los outputs y del coste de oportunidad de los inputs
(motivo por el cual será él quien sufra patrimonialmente tales pérdidas
derivadas de sus errores).
Hasta cierto punto, podríamos reinterpretar la polémica sobre la
plusvalía entre la teoría del valor trabajo y la teoría del valor subjetivo
partiendo del concepto de «valor añadido». ¿Qué es el valor añadido?
Podemos definirlo como la diferencia entre el importe de las ventas y el
importe de las compras dentro de una empresa. O, alternativamente, como el
valor monetario adicional que adquiere una mercancía al ser transformada
dentro de una determinada unidad productiva (como una empresa). Si en
nuestra ecuación anterior excluimos la fuerza de trabajo de los factores
productivos qi (renombremos qm al conjunto de medios de producción
consumidos por el capitalista en el proceso de producción, excluyendo del
cómputo por tanto a la fuerza de trabajo), entonces obtendremos la fórmula
del valor añadido (VA). Es decir:
La masa total de mercancía, el producto agregado, debe ser vendido, tanto en la porción que
reemplaza al capital constante y al capital variable cuanto en la porción que representa la
plusvalía. Si esto no sucede, o sucede parcialmente, o sólo a precios inferiores a los precios de
producción, entonces aunque el trabajador ha sido ciertamente explotado, su explotación no es
realizada como tal por el capitalista […] quien podría llegar a experimentar una pérdida parcial o
total de su capital. Las condiciones para la explotación inmediata no coinciden con las
condiciones para realizar esa explotación (C3, 15.1, 352) [énfasis añadido].
¿Es posible que la plusvalía emerja del factor tierra, esto es, uno de los dos
únicos factores productivos naturales? A este respecto, empecemos
adaptando el ejemplo del epígrafe anterior al caso de los recursos naturales
para mostrar que, en efecto, podríamos caracterizar la explotación como
explotación de los recursos naturales medida en términos de los propios
recursos naturales. Sea Cr el carbón virgen en el interior de reservas mineras,
Ce el carbón extraído de las minas y L las horas de trabajo. Para extraer una
unidad de carbón de las minas necesitamos una unidad de carbón en reserva
más un cuarto de hora de trabajo; a su vez, el carbón extraído se emplea para
remunerar a los trabajadores (el salario equivale a una unidad de carbón
extraído) y para descubrir, con esos trabajadores, nuevas reservas de carbón
(para encontrar una nueva unidad de carbón en reserva, necesitamos invertir
un cuarto de unidad de carbón extraído y un cuarto de hora de trabajo):
Si expresamos el valor dentro de esta economía en términos del carbón
en reserva, tendremos que:
Una vez que hemos mostrado que la plusvalía extraordinaria (la «renta»)
derivada de explotar un recurso natural procede de la no reproducibilidad de
ese recurso natural y, por tanto, de la persistencia de un diferencial positivo y
permanente entre precio (valor de mercado) y valor individual, entonces
resulta relativamente fácil demostrar cómo puede emerger la plusvalía
explotando otros factores distintos de la fuerza de trabajo. En este epígrafe
analizaremos el caso del trabajo complejo o cualificado, de la formación
laboral: lo que hoy en día denominaríamos «capital humano».
Ya hemos estudiado que, para Marx, una hora de trabajo complejo se
intercambia por más de una hora de trabajo simple. Por tanto, de entrada,
parecería que la producción de mercancías a través del trabajo cualificado
permite «explotar» los conocimientos del trabajador cualificado para obtener
plusvalía. Si el valor de mercado de una mercancía es igual a 100 horas de
trabajo simple y un productor cualificado puede fabricar esa mercancía
mediante 10 horas de trabajo, estará vendiendo sus 10 horas de trabajo a
cambio de 100, esto es, estará cosechando una plusvalía de 90 horas que
cosechará merced a su superior formación.
Marx, sin embargo, se niega a considerar que esas 90 horas sean una
plusvalía derivada de «explotar» su conocimiento: en su opinión, el
diferencial entre el valor generado por una hora de trabajo complejo y el
valor generado por una hora de trabajo simple es retrotraíble al coste de
producción (en horas de trabajo) del conocimiento del productor cualificado
(Marx [1857-1858] 1986, 249). De esta manera, la plusvalía que reciben los
productores cualificados no sería más que una forma de recuperar a largo
plazo las horas de trabajo que previamente habían invertido en adquirir su
formación (C1, 7.2, 305; Hilferding [1904] 1949, 144-145). Por ejemplo, si
para producir una determinada mercancía se necesita que 100 productores se
asocien para trabajar 10 días, cabría decir que el valor de esa mercancía
equivale a 1.000 días de trabajo humano, pero si esos 100 hombres necesitan
de una formación específica que han tardado 200 días en adquirir (dos días
de formación por persona), entonces el valor total de esa mercancía será
realmente de 1.200 días (Rosdolsky [1968] 1977, 518). En cierto modo,
pues, podemos decir que los 1.000 días de trabajo complejo de esos
productores asociados equivalen a 1.200 días de trabajo simple de otros
productores: su trabajo complejo genera un 20 % más de valor que el trabajo
simple del resto de productores, pero lo genera porque la cualificación de los
productores cualificados tuvo que ser «producida» invirtiendo previamente
200 días en su formación. La plusvalía extraordinaria que perciben (una
prima de valor del 20 %) en realidad no es tal, puesto que sólo es una forma
de mantener la equivalencia de valores en los intercambios «200 días de
formación + 1.000 días de producción = 1.200 días de trabajo».
Pero para que, en efecto, la «aparente» plusvalía que percibe un
productor cualificado no sea tal, sino únicamente una forma de recuperar el
tiempo de trabajo invertido previamente en formarse, es necesario
presuponer que la oferta de cualificación es totalmente elástica al diferencial
entre el valor de una hora de trabajo complejo y una hora de trabajo simple.
Sólo si la formación laboral es un medio de producción perfectamente
reproducible para cualquier trabajador (o para un número suficiente de
trabajadores como para satisfacer plenamente la demanda social de las
mercancías que producen), el productor cualificado venderá las mercancías a
su coste laboral (incluyendo la amortización del coste de formación): en caso
de que la formación no sea perfectamente reproducible y ciertos tipos de
productores cualificados escaseen, entonces las mercancías fabricadas por
los productores cualificados podrían venderse por encima de su valor. Por
ejemplo, supongamos que, en nuestro ejemplo anterior, el valor de mercado
de la mercancía es de 1.200 días de trabajo simple y que, en cambio, los
productores cualificados pueden fabricarla (incluyendo en el cómputo su
tiempo de formación) en el equivalente a 1.100 días de trabajo simple. Para
que plusvalía extraordinaria de los productores cualificados no fuera
sostenible, el valor de mercado de esa mercancía tendría que reducirse hasta
1.100 días de trabajo simple, pero para ello suficientes trabajadores no
cualificados deberían formarse, ver incrementada su productividad y reducir
el valor de mercado de la mercancía hasta 1.100 días. Pero ¿qué ocurre si no
son muchos los trabajadores que puedan o quieran adquirir esa formación?
Pues que, entonces, el valor de mercado de la mercancía se mantendrá en
1.200 días a pesar de que algunos trabajadores cualificados puedan fabricarla
a un valor individual de 1.100 días (incluyendo en este dato el tiempo que ha
requerido adquirir su cualificación).
¿En qué sentido la formación de los trabajadores podría no ser un
medio de producción reproducible? Recordemos que ya analizamos esta
cuestión en el apartado 1.3.1 f) cuando estudiamos las limitaciones a que el
tiempo de trabajo de unos trabajadores se volviera socialmente equivalente
al tiempo de trabajo de otros trabajadores. En primer lugar, podría suceder
que, de acuerdo con su subjetiva preferencia temporal y aversión al riesgo, la
espera o el riesgo de adquirir esa formación resultaran excesivos para
muchos trabajadores en relación con la plusvalía extraordinaria que les
proporciona esa mayor formación (lo cual puede ser especialmente cierto si
esa formación requiere de otros conocimientos previos que no poseen, en
cuyo caso el tiempo de espera y el riesgo se acrecientan todavía más). Pero,
en segundo lugar, porque no todos los seres humanos poseen las mismas
habilidades y aprenden una misma materia al mismo ritmo (Elster 1986, 64):
los productores pueden ser desigualmente inteligentes o desigualmente
hábiles con respecto a algún tipo de conocimiento específico (los habrá que
aprendan más rápidamente un conocimiento de tipo numérico, otros serán
más hábiles en conocimiento verbal, otros en conocimiento práctico…). En
ese sentido, y volviendo al ejemplo anterior, si el trabajo simple puede
producir una determinada mercancía en 1.200 días y algunos productores
son capaces de, mediante una formación de 100 días, producirla en otros
1.000 días de trabajo (de modo que su tiempo de trabajo simple equivalente
sea de 1.100 días), ese diferencial puede convertirse en estructural: basta
para ello que el resto de los productores sólo puedan adquirir esa formación
tras 400 días de trabajo, en cuyo caso les resultará más «eficiente» producir
sin formación (1.200 días) que producir con formación (400 + 1.000 días).
La adquisición de una determinada formación profesional no será
reproducible mediante 100 días de trabajo para la totalidad de los
productores independientes, de modo que la minoría que sí sea capaz de
adquirirla en 100 días obtendrá una plusvalía extraordinaria permanente
(producirán en 1.100 días lo que se vende a un valor de mercado de 1.200
días).
En el fondo, si consideramos a las habilidades naturales de cada ser
humano (su inteligencia, por ejemplo) como si fueran un don o un recurso
natural, este caso no sería más que el de una nueva «renta de la tierra»
(Wright [1985] 2015, 86-87): la posesión exclusiva de ciertos recursos
naturales (inteligencia) habilitaría a ciertos productores a vender sus
mercancías a valores de mercado estructuralmente superiores a sus valores
individuales, sin que pudiese haber arbitraje alguno entre ambos (o un
arbitraje muy parcial que no tendría por qué eliminar esa renta del recurso
«formación» al igual que tampoco tiene por qué eliminar plenamente otros
rentas de la tierra).
Por consiguiente, al igual que era posible generar plusvalía explotando
los recursos naturales, también es posible generar plusvalía explotando la
formación laboral o el «capital humano» propio. Y ello es posible tanto en
una sociedad mercantil no capitalista como en una sociedad mercantil
capitalista, donde los asalariados cualificados podrían explotar su formación
para apropiarse de parte del valor generado por los asalariados no
cualificados. Por ejemplo, imaginemos que un capitalista adquiere la fuerza
de trabajo de 1.000 trabajadores no cualificados durante 10 días (v1,
equivalente a 10.000 días de trabajo) y asimismo adquiere la fuerza de
trabajo de 100 obreros cualificados durante diez días (v2, equivalente a 1.200
días de trabajo simple, por cuanto incluimos los 200 días necesarios para
formar a estos trabajadores). A su vez, el capitalista compra capital constante
por valor equivalente a 3.000 días de trabajo (c). Finalmente supongamos
que el capitalista abona las siguientes sumas (equivalentes a días de trabajo)
por cada uno de los elementos de su capital productivo (Tabla 3.1):
Tabla 3.1
Nótese que Marx sólo está dispuesto a reconocer que el valor del vino
durante la fermentación se incrementa en función del capital constante que
se haya consumido (depreciado) durante ese proceso de almacenamiento
(C2, 13, 319-320). Es decir, si para fermentar 200 litros de vino necesitamos
una barrica (y una bodega y otro medios de producción) para almacenarlos,
el valor de esos 200 litros de vino al cabo de 10 o 50 años se verá
incrementado sólo por la porción del valor de la barrica (y del resto de
medios de producción) que se haya depreciado en el proceso de
almacenamiento y fermentación. Pero, evidentemente, la diferencia de valor
entre el vino de crianza (hasta tres años) y el de gran reserva (mínimo 6
años) no se debe a la diferencia de depreciaciones de su capital constante (el
cual representa una fracción muy pequeña del valor final del vino), sino a
que la utilidad del gran reserva es superior a la del crianza porque ha estado
más tiempo fermentando y no todos los capitalistas están dispuestos a
esperar tanto tiempo para rentabilizar su capital (como tampoco, por
ejemplo, en una sociedad de cooperativas obreras, todas ellas estarían
dispuestas a esperar, por ejemplo, 20 años para producir vino de gran
reserva). Aunque sea cierto que las horas del proceso de trabajo dedicadas a
producir un crianza o un gran reserva puedan ser aproximadamente las
mismas (salvo por la diferencia de depreciación del capital constante
implicado en la fermentación), si no todos los productores independientes
que están dispuestos a fabricar un crianza están a su vez dispuestos a fabricar
un gran reserva (por el superior tiempo de espera que ello implica), entonces
el gran reserva puede cotizar con una prima de valor de cambio permanente
frente al crianza: las horas de trabajo muy fermentadas del gran reserva
cotizarán con prima sobre las horas de trabajo menos fermentadas del
crianza. Y lo harán porque el vino gran reserva no será una mercancía
perfectamente reproducible para todos los productores… y no lo será porque
no todos los productores están dispuestos a esperar el tiempo suficiente
como para producirlo (no porque exista necesariamente ningún tipo de
acceso exclusivo a un recurso natural).
También, con respecto a la actividad de cultivo forestal, Marx nos
señala que «su tiempo de producción (que incluye una cantidad
relativamente pequeña de tiempo de trabajo) y la consiguiente duración del
período de rotación hacen que esa línea de negocio no sea adecuada para la
producción privada y por tanto capitalista» (C2, 13, 321-322). Pero
nuevamente nos encontramos con un caso similar al del vino: justamente
porque los tiempos de espera para el cultivo de bosques son muy
prolongados, no todos los productores independientes (ni capitalistas) están
dispuestos a participar en esa industria a menos que sean capaces de vender
sus productos a un valor de cambio superior a su valor: nuevamente, se trata
de una mercancía parcialmente no reproducible (pero no por una restircción
natural, sino porque no todos están dispuestos a participar en ella), lo que
permite que sus productos se vendan estructuralmente a un sobreprecio
frente a su coste laboral. Con tales condiciones —es decir, vendiendo la
producción con una prima de valor sobre su coste laboral— los productores
privados sí tienen interés en invertir en la plantación de árboles: en 2017,
más de la mitad de los bosques de EE. UU. eran propiedad de alrededor de
11 millones de propietarios y tales explotaciones proporcionaron el 89 % de
la materia prima para la producción de madera y de papel, sin que ello
suponga desforestación alguna dado que cada año se plantan más árboles
que los que se talan (Oswalt et alii 2019).
Por consiguiente, las preferencias personales por el tiempo y por el
riesgo imponen límites a la reproducibilidad de los medios de producción y,
en consecuencia, permiten que aquellos productores que cuenten con medios
de producción exclusivos se apropien de una plusvalía extraordinaria que
deriva expresamente de su productividad diferencial frente al respecto de
productores independientes, no de la explotación de la fuerza de trabajo.
Analicemos el porqué de esa limitada reproducibilidad de los medios de
producción empleando nuestro ejemplo anterior.
Recordemos que, para producir la máquina que fabrica automóviles, se
necesitaban 10.000 horas de trabajo, que para un único productor
independiente, y suponiendo una jornada laboral de 10 horas al día,
supondría tener que trabajar durante 1.000 días (esto es, casi tres años) antes
empezar a recibir plusvalías extraordinarias. En cambio, si ese productor
independiente se dedicara a producir vehículos sin la máquina (1.000 horas
de trabajo por vehículo), necesitaría 100 días para fabricar un coche, de
modo que en poco más de tres meses podría venderlo y con el dinero
recibido comprar los valores de uso que necesita. ¿Todos los productores
independientes están dispuestos a limitar su consumo de valores de uso
durante casi tres años a cambio de incrementar de manera muy sustancial su
productividad al cabo de tres años? No necesariamente, en cuyo caso
observaríamos cómo los productores independientes más pacientes (aquellos
dispuestos a esperar tres años) acabarían obteniendo plusvalías
extraordinarias no derivadas de explotar el trabajo asalariado (que ni siquiera
tendría por qué existir), sino los medios de producción que han fabricado en
exclusiva debido a su superior paciencia. Y del mismo modo que el tiempo
de espera puede ser una barrera para que muchos productores independientes
se lancen a reproducir los medios de producción más eficientes, también
puede serlo la incertidumbre (si fabricar la máquina fuera enormemente
arriesgado, no todos los productores independientes podrían querer
exponerse a tales riesgos) o la necesidad de conocimiento especializado (no
todos los productores independientes tienen por qué saber cómo producir
una máquina o no todos tienen por qué ser capaces de adquirir las
habilidades necesarias para producirla).
Visto desde otra perspectiva: si muchos productores independientes no
pueden o no quieren fabricar una determinada máquina, entonces el trabajo
objetivado en ese tipo de máquinas será relativamente más escaso que el
trabajo objetivado en otros medios de producción fácilmente reproducibles o
incluso que el propio trabajo vivo, de modo que el trabajo objetivado en ese
tipo de máquinas se intercambiará con prima frente al trabajo objetivado en
otros medios de producción o frente al trabajo vivo mismo. Las 10.000 horas
de trabajo objetivadas en la máquina se intercambiarán por más de 10.000
horas de trabajo objetivado en otras mercancías o también por más de 10.000
horas de trabajo vivo: la máquina (y sus productos) tendrán un valor de
cambio superior al determinado por el tiempo de trabajo socialmente
necesario para producirla.
Así pues, si la oferta de ciertos medios de producción no es totalmente
elástica ante la aparición de un diferencial positivo entre su valor de mercado
y su valor individual, entonces ese diferencial podrá perfectamente
caracterizarse como la productividad específica de ese medio de producción
y no como productividad del trabajo. Ahondando en al ejemplo anterior:
imaginemos que el productor de la máquina de automóviles decide, en lugar
de ponerla por sí mismo en funcionamiento, alquilársela a otro productor
independiente que carece de ella; gracias a este arrendamiento, ese productor
independiente será capaz de empezar a producir un vehículo cada 90 horas
de trabajo (11,1 vehículos cada 1.000 horas) y ese vehículo se venderá a un
valor de mercado de 1.000 horas (pues eso es lo que les cuesta a todos los
otros productores independientes sin máquinas fabricar un vehículo). El
productor independiente que ha arrendado la máquina obtendrá, por tanto,
una plusvalía equivalente a 910 horas de trabajo por vehículo. Si la máquina
tiene capacidad para fabricar 1.000 vehículos, eso significa que el productor
arrendatario de la máquina podrá acumular una plusvalía extraordinaria de
hasta 91.000 horas de trabajo a lo largo de la vida útil de la máquina. Por
tanto, cualquier alquiler que ese productor independiente le pagara al
fabricante de la máquina (y arrendador de la misma) por encima de 10 horas
por vehículo vendido (10 horas por 1.000 vehículos equivaldría a 10.000
horas en agregado, equivalentes al coste laboral de la máquina), supondría
una plusvalía específicamente atribuible a la máquina que iría a parar a su
fabricante-arrendador: es decir, se trataría de una productividad específica de
la máquina que sería «explotada» por su propietario.
En cierto modo, pues, podemos volver a equiparar esta plusvalía que
emerge de la explotación de los medios de producción a la renta de la tierra.
Sin embargo, el paralelismo no es perfecto dado que, aun cuando la oferta
económica de recursos naturales no sea totalmente inelástica (ya hemos
explicado que es susceptible de ser incrementada a través del trabajo
humano), la inelasticidad se debe en parte a limitaciones naturales no
enteramente superables por el trabajo humano; en el caso de la inelasticidad
de los medios de producción, en cambio, éstos podrían ser perfectamente
reproducibles a través del trabajo humano, pero ocurre que hay una
limitación voluntaria (debida a las preferencias temporales o de riesgo de los
individuos) del tiempo de trabajo que se dirige socialmente a reproducir esos
medios de producción, esto es, se trata más bien de una limitación artificial.
Dado que el paralelismo no es absoluto, acaso convenga rescatar el término
empleado por Alfred Marshall ([1920] 2003, 62-63) para referirse a las
ganancias extraordinarias de los medios de producción: «cuasi-renta». Para
Marshall, las cuasi-rentas eran los beneficios extraordinarios que obtenían
ciertos medios de producción debido a la inelasticidad de su oferta en el
corto plazo: a su entender, no eran rentas monopolísticas puras como las de
los recursos naturales porque, en principio, la cuasi-renta podía desaparecer
en el largo plazo si se incrementaba suficientemente la oferta de medios de
producción (a diferencia de la renta de recursos naturales, cuya oferta
Marshall sí consideraba del todo inelástica).
Pues bien, la plusvalía de los medios de producción en forma de cuasi-
renta es otra de las maneras mediante las que los productores independientes
pueden obtener plusvalía a costa de otro factor productivo (medios de
producción no reproducibles en el corto plazo) distinto del trabajo
asalariado.
INGRESO
NÚMERO
MARGINAL
DE INGRESO TOTAL
POR
TRABAJADORES
TRABAJADOR
0 0
1 6 6
2 25 19
3 45 20
4 63 18
5 77 14
6 87 10
7 94 7
8 98 4
9 100 2
10 100 0
INGRESO
NÚMERO DE
INGRESO TOTAL MARGINAL POR
TRABAJADORES
TRABAJADOR
0 0
1 18 18
2 75 57
3 135 60
4 189 54
5 231 42
6 261 30
7 282 21
8 294 12
9 300 6
10 300 0
Gráfico 3.3
En cambio, ese mismo movimiento de precios (Tabla 3.6) llevará a la
cooperativa a reducir el número de trabajadores de 5 a 4, pues el ingreso
neto por trabajador pasa ahora a maximizarse con cuatro trabajadores (acaso
pensemos que resulta poco probable que una cooperativa despida a uno de
sus socios tras un aumento de precios, pero a largo plazo bastaría con que no
incorpore a nuevos socios cuando alguno se jubile o se marche de la
cooperativa).
Tabla 3.6
Gráfico 3.4
D – M… P… M´ – D´
No, ese proceso sólo puede ser descrito de ese modo una vez que se
haya completado la producción y venta de mercancías (incluyendo los
medios de producción) y siempre que ésta haya resultado exitosa. Pero las
relaciones productivas entre capitalista y asalariado se entablan antes de
completar la producción y venta de mercancías y antes de saber si se va a
completar exitosamente o no. Por tanto, la relación entre capitalista y
asalariado (la compraventa de la fuerza de trabajo del obrero por parte del
capitalista) no es una relación orientada hacia un presente cierto, sino hacia
un futuro incierto, de modo que la ratio de intercambio entre trabajo
objetivado presente y cierto (el salario que entrega el capitalista al trabajo) y
el trabajo objetivado futuro e incierto (la mercancía que producirá el
trabajador y que acaso se venda en el mercado) no pueda ser 1:1. O dicho de
otro modo, 130 horas de trabajo ya objetivado en el presente y por tanto
cierto (capital constante) más 10 horas de trabajo vivo que será objetivado en
el futuro y con incertidumbre (capital variable) o es equivalente a 134 horas
de trabajo objetivado presente y cierto o lo es a 140 horas de trabajo
objetivado futuro e incierto, pero desde luego no a 140 horas de trabajo
objetivado presente y cierto (Böhm-Bawerk [1884] 1959, 263-264).
Figura 3.5
Una araña ejecuta operaciones que se parecen a las de un tejedor, y la construcción de los panales
de las abejas podría avergonzar, por su perfección, a más de un arquitecto. Pero lo que distingue
al peor arquitecto de las mejores abejas es que el arquitecto, antes de ejecutar la obra, la proyecta
en su cerebro. Al final del proceso de trabajo, se obtiene un resultado que había sido concebido
previamente por el trabajador y que por tanto ya contaba con una existencia ideal. El ser humano
no se limita a transformar la naturaleza, sino que ejecuta sus propios fines a través de ella (C1,
7.1, 284).
Las funciones concretas que desempeña el capitalista como tal dentro del proceso de trabajo y
que le incumben a él y no a los trabajadores son funciones meramente laborales. Produce
plusvalía no porque trabaje como capitalista sino porque el capitalista también trabaja […]. Esa
parte de la plusvalía no es por tanto plusvalía, sino su opuesto: el equivalente por el trabajo
desempeñado (Marx [1862-1863b] 1989, 495).
Tras analizar por qué Marx rechaza caracterizar a la plusvalía como la prima
de valor del trabajo presente sobre el trabajo futuro, debemos analizar
también por qué rechaza que la plusvalía pueda, a su vez, caracterizarse
como la prima de valor del trabajo objetivado cierto sobre el trabajo
objetivable incierto. En este caso, las razones que ofrece Marx son cuatro:
primero, que asumir riesgos no es en sí mismo productivo y por tanto no
puede engendrar plusvalía; segundo, que la asunción de riesgos puede influir
en la distribución de la plusvalía agregada entre los distintos capitalistas —
esto es, puede ser relevante para entender por qué, por ejemplo, un
capitalista contrata a una compañía de seguros entregándole parte de la
plusvalía que previamente él le ha extraído al trabajador—, pero no influye
en la generación de esa plusvalía agregada; tercero, que quien realmente
asume los riesgos económicos no es el capitalista sino el obrero; y cuarto,
que aun cuando el trabajador, como vendedor de la fuerza de trabajo, tuviera
que vender ese mercancía por un descuento debido a la incertidumbre,
entonces ese mismo principio le resultaría aplicable al capitalista al vender
su mercancía, de modo que lo que ganara por un lado lo perdería por el otro.
En cuanto al primer argumento, que el riesgo no engendra la plusvalía,
Marx es tajante:
El riesgo […] es el peligro de que el capital no recorra las diversas fases de la circulación o quede
fijado en una de las mismas […]. Entre los economistas, el riesgo desempeña un papel en la
determinación del beneficio, pero es evidente que no puede desempeñar ningún papel en la
plusganancia, ya que la creación de plusvalía no aumenta ni se posibilita por el hecho de que el
capital corra riesgos en la realización de esa plusvalía (Marx [1857-1858] 1987, 107).
Para el capital circulante, la interrupción del proceso productivo son meramente interrupciones en
la creación de plusvalía, salvo que duren tanto como para arruinar su valor de uso. Para el capital
fijo, sin embargo, la interrupción de la producción constituye la destrucción de su propio valor
original, puesto que, mientras dure la interrupción, su valor de uso se destruye inevitablemente
por su improductividad relativa, es decir, por no reponerse a sí mismo como valor (Marx [1857-
1858] 1987, 104).
No sólo eso, otra parte del producto íntegro del trabajo de los
trabajadores habría que destinarla a financiar la burocracia que coordine el
proceso de producción (es decir, los burócratas que tomen decisiones
empresariales de inversión sobre la administración de medios de
producción), los bienes de consumo colectivos y las transferencias a las
personas sin capacidad para trabajar:
Queda la parte restante del producto total destinada a servir de medios de consumo. Pero antes de
que esta parte llegue al reparto individual, de ella hay que deducir todavía:
Primero: los gastos generales de administración, no concernientes a la producción.
Esta parte será, desde el primer momento, considerablemente reducida en comparación con la
sociedad actual, e irá disminuyendo a medida que la nueva sociedad se desarrolle.
Segundo: la parte que se destine a satisfacer necesidades colectivas, tales como escuelas,
instituciones sanitarias, etc.
Esta parte aumentará considerablemente desde el primer momento, en comparación con la
sociedad actual, y seguirá aumentando en la medida en que la nueva sociedad se desarrolle.
Tercero: los fondos de sostenimiento de las personas no capacitadas para el trabajo, etc.; en una
palabra, lo que hoy compete a la llamada beneficencia oficial (Marx [1875] 1989, 85).
3.4.7. Conclusión
M = D = MP + FTL
T + R + LK = m = d
En este mismo sentido, el propio Marx llega a afirmar que, en las etapas
más avanzadas del capitalismo, la mayor parte del ahorro que invierten los
capitalistas procede del ahorro de la clase trabajadora (canalizado a través
del sistema financiero) (C3, 32, 640), lo que entra en contradicción con sus
otras afirmaciones de que el conjunto de los trabajadores carece de
capacidad sostenida de ahorro. Pero si admitimos esto último —que los
trabajadores cuentan con ahorro suficiente como para financiar a los
capitalistas a través del sistema financiero—, entonces ese mismo ahorro
proletario podría ser empleado para emanciparse de los capitalistas: bastaría
con que, en lugar de prestárselo a los capitalistas, los obreros lo dediquen a
adquirir para sí mismos los medios de producción necesarios para iniciar por
su cuenta un proceso productivo independiente (incluyendo, claro, su
organización en forma de cooperativas obreras).
Esto debería ser, además, especialmente cierto con respecto a una
tipología particular de trabajadores: los trabajadores más cualificados, que
son quienes, incluso desde 1980 (no digamos ya desde el siglo XIX), han
visto aumentar de un modo más intenso su salario real mediano por hora
trabajada en economías como la estadounidense.
Si un trabajador cualificado no sólo ha visto crecer su propio salario de
manera considerable a lo largo de los años, sino que incluso ese salario es
muy superior al salario equivalente de los trabajadores no cualificados
(trabajadores no cualificados que son capaces de reproducir socialmente su
fuerza de trabajo con un salario mucho más bajo), ¿por qué descartar que los
trabajadores cualificados cuentan con una capacidad de ahorro creciente que
les permitiría devenir capitalistas (bastaría con que fueran austeros y
vivieran con un nivel de gastos propio de los trabajadores no cualificados)?
La única razón que podría alegarse al respecto es que el coste de la
formación de los trabajadores cualificados se haya elevado en la misma
proporción que sus salarios, de modo que el incremento de éstos sea
absorbido por aquellos. Sin embargo, el sobresueldo promedio que recibe un
trabajador cualificado en relación con el salario promedio de la economía
cubre sobradamente el coste de los estudios universitarios, hasta el punto de
proporcionar una tasa de rentabilidad media anual del 14 %: una rentabilidad
media anual muy cercana a su máximo histórico del 16 % (Abel y Deitz
2019).
Gráfico 3.11
Gráfico 3.12
Y esto último es algo que parece que Marx no tuvo o no quiso tener en
cuenta. Por ejemplo, Marx le reprochó a Bastiat que los obreros sólo eran
obreros porque carecían de medios de producción y de subsistencia, no por
elección propia: a saber, si los obreros contaran con medios de producción y
de subsistencia en suficiente cantidad como para desarrollar por sí solos el
proceso de producción, no venderían su fuerza de trabajo a los capitalistas:
No se le ocurre a Bastiat, por supuesto, que estas condiciones [que los trabajadores no puedan
esperar a completar y vender el fruto de su trabajo] sean en sí mismas las condiciones que
explican la economía salarial. Si los trabajadores también fueran capitalistas, no se relacionarían
con los capitalistas como trabajadores asalariados, sino como capitalistas que trabajan (Marx
[1857-1858] 1986, 248).
Marx pensaba no sólo que era necesario un capital mínimo para poder actuar
como capitalista, sino que ese capital mínimo iba incrementándose con el
paso del tiempo (C1, 11, 422-424). Así, la creciente concentración y
centralización del capital en forma de grandes industrias muy intensivas en
maquinaria, algo propio del capitalismo avanzado, impedía en la práctica
que un ahorrador particular pudiera crear una pequeña empresa y competir
con las grandes: en la medida en que el monto de la inversión inicial para
crear una empresa competitiva se vuelve cada vez más alto, el productor
independiente individual que, con enormes sacrificios, consiga ahorrar una
pequeña cantidad de dinero tampoco será capaz de iniciar autónomamente su
propio proceso de producción o, aun cuando lograra iniciarlo, se vería
rápidamente abocado a la bancarrota por la feroz competencia de los grandes
capitales (C3, 15.4, 371). Pero, nuevamente, este argumento es equivocado
por tres razones.
Primero, no es verdad que el capital tienda a concentrarse de manera
ilimitada en unas pocas empresas. Todo capital productivo, sea cual sea su
tamaño, ha de resolver dos problemas fundamentales para transformarse en
capital mercantil de manera eficiente: el problema de la información y el
problema de los incentivos. El primero supone responder a las preguntas de
qué, cuánto y cómo producir: es decir, por un lado, seleccionar qué objetos
reproducibles son valores de uso prioritarios para otras personas y en qué
cantidad lo son; por otro, seleccionar la combinación de medios de
producción y de fuerza de trabajo que sea óptima para fabricar esos valores
de uso minimizando las horas de trabajo, esto es, minimizando su valor para
así maximizar beneficios. El segundo problema supone instituir los
incentivos adecuados para que los agentes económicos resuelvan el
problema de la información y actúen conforme a la solución óptima así
hallada: es decir, que los agentes económicos se dediquen a producir aquello
que hayan descubierto que maximiza la utilidad de los compradores y que,
además, lo produzcan del modo en que hayan descubierto que minimiza el
coste de oportunidad.
La resolución de estos dos problemas no es automática: el problema de
información requiere de la generación de nuevo conocimiento, lo que a su
vez requiere, incluso dentro del marco teórico marxista, dedicar horas de
trabajo a ello; el problema de incentivos requiere que cada individuo
desarrolle plenamente, y al menor coste posible, aquellos comportamientos
que solventan eficientemente el problema de información, esto es, aun
cuando halláramos la solución óptima al problema de información, ésta sería
inútil si no pudiese ser ejecutada por falta de incentivos para ello.
La adecuada resolución de los problemas de información y de
incentivos depende de múltiples factores pero, entre ellos, depende del tipo
de estructuras organizativas dentro de las cuales cooperan los individuos
para justamente solventar esos problemas de información y de incentivos: es
decir, del tipo de empresa (qué tipo de relaciones de producción existen entre
los distintos individuos dentro de una empresa) y del tamaño de la empresa
(cuántos individuos y cuántos medios de producción es necesario coordinar
para solucionar esos problemas). Por tanto, el tamaño de las empresas no es
independiente de su eficiencia organizativa y competitiva: si un incremento
del tamaño de una empresa da lugar a una más eficiente resolución de los
dos problemas anteriores, habláramos de economías de escala organizativas;
si, en cambio, un aumento del tamaño empeora la eficiencia en la resolución
de esas dos cuestiones hablaremos de deseconomías de escala organizativas.
De manera que la cuestión pasaría a ser: ¿las economías de escala
organizativas son ilimitadas y, por tanto, empujan al mercado hacia una
absoluta concentración empresarial o, en cambio, puede haber determinados
tamaños empresariales a partir de los cuales arranquen las deseconomías de
escala organizativas y, por tanto, el tamaño empresarial empiece a ser,
ceteris paribus, una desventaja en lugar de una ventaja adicional?
Por un lado, el tamaño de una empresa puede facilitar la resolución del
problema de información en tanto permite que esa compañía concentre un
mayor número de recursos en su optimización (por ejemplo, más recursos en
estudios de mercado, en ingeniería de procesos o en I+ D). Es decir, por este
lado sí existen economías de escala organizativas. Pero por otro también
existen fuertes deseconomías de escala organizativas derivadas de la
estructura jerárquica propia de las empresas: a la postre, las decisiones
estratégicas sobre cómo organizar los recursos (incluso los recursos dirigidos
a solventar el problema de información) son tomados por los rangos
superiores de la jerarquía, esto es, por seres humanos cuya racionalidad y
formación especializada es limitada y que, por tanto, no son capaces de
organizar óptimamente cualquier volumen de recursos en cualquier sector de
la economía. Del mismo modo que resultaría absurdo concebir a un
científico (o un equipo de científicos) que fuera el mejor en todos los
campos del saber y que se encargara de dirigir todos los procesos de
investigación del planeta, tampoco un directivo (o un equipo directivo)
podrá resolver óptimamente los problemas de información implicados en
organizar todos los recursos de una economía. La compartamentalización y
la competencia entre empresas diversas permite que cada compañía se
especialice en un área concreta del conocimiento (en un sector económico
específico) y que, además, si una nueva compañía piensa que otra empresa
asentada dentro de un sector no está resolviendo óptimamente el problema
de la información, plantee y pruebe a través del mercado una solución
alternativa que, si efectivamente es mejor, desplace a la empresa asentada:
algo que no podría suceder dentro de una estructura jerárquica en la que los
de abajo han de aceptar los mandatos de los de arriba (ésta es la racionalidad
colectiva que atribuimos al mercado en el epígrafe 2.1.1 de este segundo
tomo). Por consiguiente, las economías de escala organizativas respecto al
problema de información no tienen por qué ser ilimitadas: en algún
momento, las deseconomías de escala organizativas —derivadas de la falta
de especialización del conocimiento directivo en campos económicos cada
vez más variados— pueden llegar a superar, y de un modo muy
considerable, a las economías de escala.
Por otro, el problema de los incentivos se soluciona con recompensas o
con penalizaciones sobre los agentes económicos: si cuando los agentes
económicos actúas eficientemente son premiados y cuando actúan
ineficientemente son castigados, los agentes tenderán a obrar eficientemente
(pero recordemos que por «obrar eficientemente» nos referimos a
«eficiencia» según ésta venga definida por la solución que hayamos hallado
al problema de la información). En este sentido, cabría pensar que las
grandes organizaciones empresariales, al contar con más recursos para
premiar a los individuos, serán más eficientes a la hora de solucionar el
problema de los incentivos, pero no: destinar muchos recursos a
recompensar a aquel que obra eficientemente es un procedimiento
ineficiente (caro) de lograr la eficiencia, sobre todo en organizaciones
grandes y repletas de personal donde, en consecuencia, habría que pagar
mucho a mucha gente. Además, las organizaciones grandes padecen un
problema adicional a la hora de estructurar las recompensas por
comportamientos eficientes: en muchas ocasiones, esos comportamientos
eficientes (o sus resultados) no son directamente observables y, por tanto, no
es posible saber cuándo le corresponde una determinada recompensa a una
determinada persona (por ejemplo, ¿cómo saber si cada trabajador está
dedicando su tiempo a pensar en cómo optimizar un proceso productivo en
lugar de en cuáles van a ser sus planes para el fin de semana? ¿Cómo saber
si un trabajador que ha producido 100 unidades de un bien no podría, de
haberlo querido, haber producido 150, 200 o 500 con muchos menos
recursos de los que ha empleado?, etc.); pero es que, aun cuando fueran
observables, el propio supervisor podría no ser eficiente supervisando (¿es
capaz de detectar todos los errores que están cometiendo todos sus
centenares de subordinados?) o podría tener incentivos a simplemente fingir
que está supervisando en lugar de estar haciéndolo realmente (de modo que
necesitaríamos a un supervisor del supervisor). Frente a las empresas, los
mercados solventan de manera muy barata y eficiente el problema de los
incentivos gracias al sistema de precios: aquellos que actúen eficientemente,
maximizarán sus ganancias (comprando a precios baratos y revendiendo a
precios caros); aquellos que actúen ineficientemente incurrirán en pérdidas.
La recompensa es siempre proporcional al grado de eficiencia y, además, no
es necesario observarla: simular que uno es eficiente ante el mercado sin
realmente serlo no proporciona ganancias sino que arroja pérdidas (Alchian
1965). Los mejores sistemas de incentivos dentro de una empresa sólo
pueden aspirar a emular, y muy parcialmente, los incentivos que proporciona
el mercado y, por eso, no es óptimo que una única empresa organice
internamente la totalidad de los recursos de una economía: cuantos más
individuos tengan sus ingresos expuestos al mercado (y no al sistema de
recompensas interno de una empresa al margen del mercado), tanto más
eficientemente se solventará el problema de incentivos. De ahí que, tampoco
en relación con los incentivos, existan economías de escala organizativas de
carácter ilimitado.
Por consiguiente, aun cuando existan razones que empujen a
incrementar el tamaño de las empresas —a la concentración de capital—,
éstas no actúan sin límite (al contrario de lo que creía Marx, quien sí
concebía como potencialmente factible que todo el capital de la economía se
centralizara en una única compañía [C1, 25.2, 779]): las deseconomías de
escala organizativas van volviéndose cada vez más importantes conforme
crece el tamaño empresarial y, en última instancia, impiden seguir
aumentándolo.
Por ese motivo, el número de pequeñas o medianas empresas sigue
siendo absolutamente predominante en las economías capitalistas: en
ninguna economía capitalista el porcentaje de empresas con más de 250
trabajadores supera el 1 % del total de empresas. Por ejemplo, en el año
2014, en EE. UU. había más de 4,3 millones de empresas con menos de 250
trabajadores y sólo 26.700 con más de 250 trabajadores; asimismo, durante
ese mismo ejercicio, en España había más de 2,3 millones de empresas con
menos de 250 trabajadores y apenas 2.650 con más de 250 trabajadores.
Comparar el número de empresas, aunque útil para poner de manifiesto
que sigue habiendo muchísimas empresas pequeñas o medianas que no han
sido absorbidas por las grandes, puede resultar engañosa: si las pocas
grandes empresas dentro de una economía capitalista copan prácticamente
todo el PIB de esos países, entonces podrán ser pocas pero muy poderosas.
En este sentido, entre las principales economías capitalistas, las empresas
con menos de 250 trabajadores son responsables de generar al menos la
mitad del PIB del país; y, más en concreto, las de menos de 10 trabajadores
suelen generar alrededor del 20 % del PIB. Por consiguiente, no es cierto
que los pequeños ahorradores no pueden emprender en un mercado
capitalista maduro y desarrollado: las pymes siguen desarrollando muchas
funciones valoradas muy por los consumidores.
Segundo, aunque no existieran limitaciones al tamaño de las empresas
(es decir, aunque no existieran límites a las economías de escala
organizativas) y, por consiguiente, todo el mercado tendiera a estar copado
por compañías gigantescas, sería igualmente un error presuponer que no hay
espacio para crear nuevas empresas que puedan desplazar a los dinosaurios
existentes. Puede que, en un estadio tan avanzado y globalizado del
capitalismo como el actual, determinadas actividades económicas sólo
puedan ser ejecutadas por estructuras empresariales transnacionales y de
enorme tamaño, pero ello no equivale a que las empresas que ocupen esas
posiciones deban ser siempre las mismas. Las grandes empresas presentes
dentro de una economía capitalista pueden quedarse anquilosadas y ser
incapaces de reorganizarse internamente para aprovechar las nuevas
oportunidades que aparezcan en los mercados, sobre todo ante el shock que
representa la aparición de tecnologías disruptivas (Christensen 1997, XIV-
XVII). Esta rigidez interna de un sistema es lo que se conoce como
«dependencia del camino» y, en el ámbito empresarial (Sydow, Schreyögg y
Koch 2009), conlleva que las estructuras organizativas muy burocratizadas
(propias de grandes empresas) tenderán a ser menos adaptables a los
cambios del entorno cuyo aprovechamiento requiera de una profunda
reorganización interna. Es en ese momento, el momento en que se abre una
brecha entre las oportunidades de negocio presentes en el mercado y la
capacidad de una gran empresa para aprovecharlas, cuando las pequeñas
empresas (que pueden alterar su organización interna con mucha más
flexibilidad y rapidez para ajustarla milimétricamente a las nuevas
necesidades del entorno) tendrán una clara ventaja competitiva (su
flexibilidad interna) frente a las grandes, pudiendo entonces penetrar entre
aquellos clientes de la gran empresa que no estén siendo adecuadamente
atendidos, creciendo progresivamente a su costa y, en última instancia,
terminando por desplazarla.
A este respecto, aunque suela pensarse que las grandes empresas son
eternas e intocables, no lo son: una gran empresa sólo puede mantenerse en
el mercado en la medida en que siga siendo más eficiente no sólo que la
competencia existente, sino también que la competencia potencial (Baumol
1982). Por ello, cuando la aparición de tecnologías disruptivas (o cualquier
otro shock externo) afecte a la forma óptima de organizarse de una gran
compañía y ésta, por culpa de su rígida burocracia interna o porque prefiere
seguir concentrada en su modelo de negocio principal (ajeno a la tecnología
disruptiva), no sea capaz de readaptarse lo suficiente lo suficientemente
rápido, tenderá a ser desplazada por las nuevas empresas nacientes. No en
vano, de las 500 mayores empresas de EE. UU. (agrupadas en la lista
Fortune 500), 386 se fundaron a partir del año 1901, 136 a partir de 1980 y
26 a partir del 2001. En la siguiente infografía podemos observar la fecha de
fundación de cada una de ellas así como su nivel de ingresos en 2017
(cuanto mayor es el tamaño del círculo, mayores ingresos).
Nótese que no estamos hablando meramente de «grandes empresas»,
sino de las 500 mayores empresas de EE. UU.: dado que el crecimiento de
una empresa desde su constitución hasta convertirse en un gigante
corporativo puede ser un proceso que requiere tiempo (reinversión
progresiva de los beneficios logrados orgánicamente), que más de una cuarta
parte de las mayores empresas del país se fundaran en las últimas cuatro
décadas significa que, incluso en etapas muy avanzadas y maduras del
capitalismo (como los últimos 40 años), ha seguido habiendo espacio para
competir desde cero contra los grandes capitales incumbentes. A día de hoy,
de hecho, la creación de nuevas empresas en EE. UU. sigue siendo muy
relevante a pesar de que, supuestamente, todo nuevo proyecto empresarial
debería estar condenado al fracaso debido a la intensa competencia de los
grandes capitales: por ejemplo, en EE. UU. se crean anualmente alrededor de
400.000 start-ups, las cuales son responsables de generar netamente cerca de
1,7 millones de puestos de trabajo al año, equivalentes al 90 % del empleo
neto creado durante ese ejercicio (Sadeghi 2022). Además, el 80 % de ese
empleo creado por las start-ups suele mantenerse durante los primeros cinco
años de vida de la empresa, no porque cada start-up lo mantenga, sino
porque el crecimiento en las contrataciones de las start-ups que prosperan
durante esos cinco años más que compensa las pérdidas de empleo de las
que cierran o reducen plantilla (Horrell y Litan 2010).
Gráfico 3.13. Número de empresas según su tamaño (medido por número de trabajadores) año
2014
Gráfico 3.14. Valor añadido generado según el tamaño de la empresa (medido por el número de
trabajadores) en el año 2014
Fuente: OCDE (2017).
Gráfico 3.15
Fuente: Rapp y O’Keefe (2018).
O también:
[Para que el ahorro del trabajador pueda convertirse en capital] tendría que comprar [fuerza de
trabajo] […]. De modo que presupone la existencia de un trabajo que no sea capital […]. Los
ahorros del trabajador sólo pueden convertirse en capital mediante el trabajo como no capital
[trabajo asalariado] en oposición al capital. Por consiguiente, la contradicción que pretende
superarse en un punto, reaparece en otro (Marx [1857-1858] 1986, 218).
Una vez que hemos rechazado todas las proposiciones que componen el
antecedente de la teoría marxista de la explotación, entonces por necesidad
el consecuente habrá de ser falso porque, como ya explicamos al principio
de este capítulo, el antecedente constituye una condición suficiente y
necesaria para afirmar el consecuente: p∧ ∧ ∧ ∧
q r s t ↔ u. O dicho de
otro modo, es suficiente con negar cualquiera de las proposiciones del
∨ ∨ ∨ ∨
antecedente para poder negar el consecuente: : ¬p ¬q ¬r ¬s ¬t
→ ¬u.
Repasémoslo resumidamente:
El capital necesita del trabajo para producir. Ésta es una realidad material
muy elemental que Marx constata y que no resulta objetable per se. Más
discutible es si el trabajo necesita del capital para producir: en este caso,
Marx ofrece una respuesta ambivalente. El trabajo necesita socialmente del
capital sólo dentro del capitalismo: y lo necesita porque los trabajadores se
han visto separados de los medios de producción que requieren para
desarrollar el proceso productivo; si esos medios de producción se
socializaran, el capital desaparecería y el trabajador no vería mermadas sus
capacidades productivas, de modo que, en el fondo, el trabajo no necesita
materialmente al capital (que no deja de ser, en el fondo, una relación
históricamente contingente de dominación y explotación del obrero). Si el
capital necesita sí o sí al trabajo y el trabajo no necesita en el fondo al
capital, y además los precios a los que se intercambian las mercancías
dependen de su valor, entonces es el trabajo quien crea todo el valor y el
capitalista es quien se apropia de parte del valor generado por el trabajo
(adquiriendo su fuerza de trabajo a un valor inferior al que genera).
Esta exposición de la teoría de la explotación adolece, sin embargo, de
dos grandes fallos.
Primero, desde un punto de vista material, no es enteramente correcto
decir que el trabajo no necesita del «capital». El trabajo, para producir, sí
necesita materialmente de los servicios que le proporciona el capital: no
necesita que esos servicios le sean proporcionados mediante la forma social
específica del capital, pero sí requiere que alguien le proporcione medios de
producción (medios de producción que ese alguien deberá haber financiado a
través de su ahorro, esto es, de su abstinencia de consumir), que alguien
asuma la incertidumbre económica asociada al proceso de producción y que
alguien dirija empresarialmente ese proceso de producción. Por supuesto,
ese alguien puede ser el propio trabajador, al igual que en el caso de un
capitalista podría ser él quien trabaje con sus propios medios de producción
(productor independiente). La cuestión no es ésa, sino que esos servicios
(ahorro para proveer medios de producción, asunción de incertidumbre y
dirección empresarial) son servicios que han de formar parte de cualquier
proceso productivo para que cualquier trabajador pueda producir. Tan
inapropiado es decir que el capital podría producir sin trabajo como decir
que los trabajadores podrían producir sin aquellos servicios que, dentro del
capitalismo, son proporcionados con carácter especializado por el capitalista.
Segundo, la cuestión consecuentemente es cuál es el precio de
equilibrio de tales servicios imprescindibles para el proceso de producción
de valores de uso. Marx presupone que el precio de equilibrio de tales
servicios es cero, salvo acaso el del trabajo de superintendencia: y lo
presupone porque parte de su versión de la teoría del valor, la cual es
incompatible con que la espera temporal o la asunción de la incertidumbre
económica posea un «valor» y por tanto un precio. Pero si abandonamos el
incorrecto prisma de la teoría del valor trabajo de Marx, nos será posible
reconocer que servicios materialmente necesarios para producir cualesquiera
valores de uso —servicios como la provisión de financiación mediante el
ahorro, la asunción de la incertidumbre económica o la dirección empresarial
—, podrán tener un precio de equilibrio que no venga determinado por las
horas de trabajo necesarias para suministrarlos. Y siendo así, la teoría de la
explotación de Marx se desmorona: la plusvalía que obtienen los capitalistas
puede ser el precio de equilibrio de los servicios útiles (materialmente
necesarios) que éstos prestan dentro del proceso social de producción y de
circulación de mercancías. Una vez que reconocemos que los valores de
cambio de las mercancías no están determinados por el tiempo de trabajo
socialmente necesario para fabricarlas sino por la utilidad marginal que éstas
nos proporcionan, entonces se abre definitivamente la puerta a que aquella
parte del valor de cambio de una mercancía que afluya al capitalista no se
deba a un valor añadido que ha generado el obrero pero que no le ha sido
remunerado, sino al valor añadido que han contribuido a crear los servicios
útiles proporcionados por el capitalista y que, en consecuencia, le es
remunerado al capitalista. Sin la teoría del valor trabajo, la teoría de la
explotación pierde su principal soporte.
4
TASA DE PRIVATIZACIÓN DE LA
TIERRA EN INGLATERRA
PERÍODO
(COMO PORCENTAJE
DEL TOTAL DE TIERRA)
Privatizado antes de 1550 45 %
Privatizado entre 1500 y 159 92 %
Privatizado entre 1600 y 1699 24 %
Privatizado entre 1700 y 1799 13 %
Privatizado entre 1800 y 1914 11,4 %
Tierras comunales restantes en 1914 4,6 %
Asimismo, Lenin expuso que había dos formas por las que el
capitalismo podía emerger a partir del feudalismo y una de ellas (a la que
denominó «vía norteamericana») permitía que el capitalismo surgiera a
partir de un pequeño campesinado que se iba capitalizando hasta evolucionar
en grandes agricultores capitalistas. Es más, consideraba que esta segunda
vía aceleraba el surgimiento del capitalismo frente a la privatización de los
latifundios feudales:
No en vano, y al margen del caso del norte de EE. UU. que menciona
Lenin, en Europa contamos con el muy elocuente ejemplo de Suiza, donde
las expropiaciones masivas no fueron necesarias para que emergieran
trabajadores dispuestos a vender su fuerza de trabajo a los capitalistas. En
Suiza, a mediados del siglo XIX, el 80 % de las familias suizas seguía siendo
propietaria de alguna extensión de tierra (Frietzsche 1996, 132), incluyendo
el acceso a las tierras comunales especialmente dedicadas al pastoreo. Acaso
por ello, también en 1850, la población urbana de Suiza sólo representaba el
6,5 % del total del país a pesar de haberse duplicado durante la primera
mitad del siglo XIX (Fritzsche 1996, 131): no sólo eso, a mediados del siglo
XIX, el 57 % de la población ocupada lo estaba en el sector primario frente al
32 % en el sector industrial; 30 años después, la población ocupada en el
sector agrícola ya había descendido hasta el 37 % y la ocupada en la
industria había ascendido hasta el 41 %, a pesar de una propiedad agraria
muy distribuida (Fritzsche 2003, 48).
Algunos observadores de la época, de hecho, atestiguaban que los
trabajadores suizos combinaban su trabajo artesanal con el trabajo en el
campo, de manera que su sueldo efectivo debía computarse como la suma de
sus ingresos monetarios y de su autoproducción en especie:
El valor monetario de los salarios suizos es un índice engañoso de su auténtico nivel de vida. En
Suiza, debido a la gran subdivisión de la tierra y a la interrelación entre las profesiones agrícolas
y artesanas, un elevado porcentaje de la clase trabajadora produce una porción de su propia
subsistencia (Chambers 1842, 85).
αk,I Is + αk,II IIs + αl,I Iv + αl,II IIv = ∆Ic + ∆Is + ∆IIc + ∆IIs
25 % * 1.000 + 25 % * 1.000 + 10 % * 750 + 10 % * 750 =
= 400 + 100 + 100 + 50
Del nuevo capital invertido por valor de 650, 325 han procedido de
ahorro de los capitalistas y 325 de ahorro de los trabajadores, de forma que
podríamos reescribir la composición del capital productivo distinguiendo
según el capital constante o el capital variable pertenezca a la clase
capitalista (subíndice k) o según pertenezca a la clase trabajadora (subíndice
l). El capital de la clase trabajadora, por cierto, podría estar constituido por
empresas cooperativas autogestionadas (y financiadas a partir de su propio
ahorro) o por empresas capitalistas de las que los trabajadores poseen activos
financieros (bonos o acciones) que les abonan la plusvalía generada a través
de rentas del capital (intereses o dividendos). Así, la composición del capital
productivo según la titularidad de sus propietarios quedaría como:
4.3.3. Conclusión
En las páginas anteriores sólo hemos demostrado que Marx se equivoca con
su afirmación de que la distancia entre la clase obrera y los medios de
producción ha de irse ensanchando conforme avance el capitalismo. Pero eso
no significa, como decíamos, que no pueda haber otras razones que lleven a
que el capitalismo necesariamente agrande las diferencias de propiedad entre
la clase obrera y la clase capitalista. Si, por ejemplo, tanto la clase obrera
como la clase capitalista pudiesen ahorrar e invertir pero la clase capitalista
tuviese acceso exclusivo a inversiones más rentables que aquellas a las que
puede acceder la clase obrera, entonces el capitalismo llevaría igualmente —
aunque por razones distintas a las aducidas por Marx— a un agrandamiento
de las desigualdades de riquezas entre clases.
Queda fuera del propósito de este libro investigar si existen otros
canales que, dentro del capitalismo, conducen a una expansiva brecha entre
la propiedad de los obreros sobre los medios de producción y los medios de
producción existentes. Sin embargo, a la luz de la evidencia empírica que
aportamos en epígrafe 3.5.1 de este segundo tomo, cuando constatamos
cómo la desigualdad de la riqueza se ha reducido fuertemente desde finales
del siglo XIX hasta la actualidad en Inglaterra, cabe como poco dudar del
capitalismo conduzca necesaria e inevitablemente a una creciente
desigualdad de riqueza entre la clase capitalista y la clase trabajadora: en
esencia, porque en Inglaterra no se ha dado. Pero el fenómeno no es
exclusivo de Inglaterra. El propio Thomas Piketty, como también
mencionamos, constata tendencias similares en Francia:
Gráfico 4.1. Concentración de la riqueza en Francia
Fuente: Piketty (2014, 341).
O en Suecia:
Marx acierta al señalar que, dentro del capitalismo, existe una tendencia a
reproducir y acumular capital a través de la reinversión de la plusvalía que
obtienen los capitalistas. Ésa es la máxima expresión del capital: las rentas
del capital generando nuevas rentas del capital. Sin embargo, se equivoca
gravemente al pensar que el anterior proceso sólo puede desarrollarse
explotando a los trabajadores y que, por tanto, el capitalismo requiere de una
estricta separación entre trabajadores y medios de producción para que los
primeros se vean forzados a venderles su fuerza de trabajo a los capitalistas a
un valor inferior al que generan durante la jornada laboral.
Ese error original —que no es otro que su teoría de la explotación, a
saber, que no remunerar parte de la jornada laboral del obrero es condición
suficiente y necesaria para que el capital se revalorice— contamina todo su
análisis subsiguiente sobre la dinámica del capitalismo. Si puede haber
capitalismo sin explotación de la clase trabajadora, entonces el capitalismo
no necesita haber nacido de la desposesión de la clase trabajadora; a su vez
tampoco necesita reproducirse perpetuando y amplificando esa separación.
Sí, en el capitalismo las rentas del capital tienden a reinvertirse
capitalizando la plusvalía, pero eso no implica por necesidad que los
capitalistas se vuelvan crecientemente ricos a costa de los trabajadores. En
esencia, porque pueden darse dos fenómenos que Marx no toma
suficientemente en consideración: primero, el capital no sólo se acumula con
la reinversión de las rentas del capital, sino también con el nuevo ahorro con
cargo a las rentas del trabajo, de modo que cabe la posibilidad de que los
trabajadores ahorren, inviertan, obtengan rentas del capital y, finalmente,
reinviertan esas rentas del capital en generar nuevas rentas del capital;
segundo, la inversión del nuevo ahorro de las rentas del trabajo o la
reinversión de las rentas del capital no equivale a que esa inversión vaya a
ser rentable y a que permita, en consecuencia, reproducir amplificadamente
el capital inicial.
En este sentido, la reproducción y acumulación de capital sigue una
dinámica en su raíz distinta a la planteada por Marx: la provisión de
servicios productivos suficientemente útiles por parte del trabajo o del
capital proporciona un ingreso (renta del trabajo o del capital) a su
proveedor; si se ahorra un porcentaje suficiente de ese ingreso (si hay ahorro
neto), el capital se acumula; si meramente se ahorra para reponer el capital
consumido, el capital se reproduce; y si se ahorra menos de lo necesario para
reponer el capital consumido o si los servicios suministrados no son
suficientemente útiles, el capital se devalúa. Este proceso está en
funcionamiento permanente, para todos los agentes económicos, dentro del
capitalismo. Por eso nadie, ni trabajadores ni capitalistas, puede escapar de
la generación de utilidad para otros trabajadores o capitalistas: porque
continuamente han de tomar decisiones al respecto que los capitalizarán o
descapitalizarán. Y por eso, en el muy a largo plazo, lo único que cuenta a la
hora de determinar la distribución de la propiedad de los medios de
producción es la capacidad de generación de utilidad, de valor de uso, para
terceros, mediante medios de producción interpuestos o sin ellos.
El capitalismo, en suma, es perfectamente compatible con una
distribución dispersa de los medios de producción entre toda la población
siempre que se preserven los aspectos realmente esenciales del capitalismo:
producción expansiva de mercancías como capitales a través de la
reinversión de parte del excedente productivo generado. Por consiguiente, y
en suma, el capitalismo es perfectamente compatible con que la sociedad se
vaya crecientemente aburguesando y convirtiendo en propietaria de los
medios de producción que emplea con el objetivo de crear, a través del
mercado, valores de uso para terceros.
5
Toda teoría de los precios acepta que, en equilibrio competitivo, los precios
de las mercancías son iguales a los costes (incluyendo los llamados «costes
del capital», es decir, la rentabilidad mínima que exige el productor para
producir). Si los precios fueran superiores a los costes, habría beneficios
extraordinarios fruto de la ausencia de competencia; si los costes fueran
superiores a los precios, habría pérdidas extraordinarias fruto dela ausencia
de equilibrio. Lo que caracteriza a la teoría del valor trabajo de Marx, por
consiguiente, no es sostener que, en equilibrio competitivo (esto es, en el
largo plazo para las mercancías reproducibles y dentro de mercados
competitivos), el precio de una mercancía es igual a su coste de producción:
toda teoría de los precios (también la teoría del valor subjetivo) coincide en
esa descripción. Lo que caracteriza a la teoría del valor trabajo de Marx es la
aseveración de que un tipo de coste muy específico es el que determina los
precios: a saber, el coste en términos de tiempo de trabajo socialmente
necesario para fabricar cada clase de mercancía determina los precios de esa
clase de mercancías, de ahí que ambas magnitudes sean iguales. El precio de
equilibrio de cada mercancía sería, pues, el valor de esa mercancía
expresado en términos relativos respecto al valor del dinero: y si le
sustraemos al valor de esa mercancía el valor de los medios de producción y
de la fuerza de trabajo consumidos en producirla, alcanzaremos la plusvalía,
esto es, el tiempo de trabajo que no le ha sido remunerado al obrero que ha
fabricado esa mercancía.
Sin embargo, para Marx, lo anterior sólo es cierto en el caso de
mercados competitivos no capitalistas. En mercados capitalistas, allí donde
las mercancías se intercambian como productos del capital (C3, 10, 275), el
precio de equilibrio de cada mercancía no coincide con su valor expresado
en dinero, sino con su precio de producción… que no es idéntico (en la
mayor parte de los casos) al valor. Por consiguiente, la validez de la ley del
valor en mercados capitalistas no resulta superficialmente obvia: en
equilibrio, las mercancías no se intercambian a sus valores. No sólo eso, si al
precio de producción de una mercancía le restamos el precio de producción
(o los valores) de los medios de producción y de la fuerza de trabajo
consumidos en fabricarla, obtendremos una ganancia que no tiene por qué
coincidir con el tiempo de trabajo que no le ha sido remunerado al obrero
que ha fabricado esa mercancía. Por ejemplo, imaginemos un capitalista
industrial que fabrica una mercancía invirtiendo 5 onzas de oro como capital
constante, 3 onzas como capital variable y dejando de pagar el equivalente a
3 onzas como plusvalía. El valor de la mercancía sería de 11 onzas, pero
acaso su precio de producción sean 15 onzas. En tal caso, el capitalista
industrial habrá logrado una ganancia de 7 onzas que no puede ser explicada
por la plusvalía que extrajo de sus trabajadores. Es más, si ese capitalista
industrial les abonara intereses de 2 onzas a su prestamista y alquileres de 1
onza a su arrendador, estos dos agentes económicos lograrían ganancias sin
explotar aparentemente a ningún trabajador.
En otras palabras, los precios de equilibrio de una economía capitalista,
a los que Marx denomina precios de producción, no validan a simple vista ni
su teoría del valor ni su teoría de la explotación: las mercancías no se
intercambian a sus valores y la revalorización del capital no tiene una
conexión clara con la extracción de plusvalía. Pero lo anterior no implica
necesariamente que se trate de teorías incorrectas: para Marx, los precios de
producción de las mercancías están en última instancia determinados por sus
valores y, a su vez, los ingresos que obtiene el conjunto de capitalistas (clase
capitalista) proceden de la plusvalía que se ha extraído en agregado del
conjunto de los trabajadores (clase obrera), de modo que, aun cuando la
forma visible que adopten los valores en un mercado capitalista (los precios
de producción) no coincida directamente con su contenido o aun cuando la
plusvalía agregada se distribuya en formas fragmentarias que oculten su
origen, sí es posible, a través de la investigación científica, mostrar que los
precios de producción derivan de los valores y que las ganancias de la clase
capitalista derivan de la plusvalía agregada que le ha sido extraída a la clase
obrera.
Éste es el llamado «problema de la transformación» al que se enfrenta
la teoría marxista del valor y de la explotación: demostrar que los precios de
producción de las mercancías son determinados en última instancia por los
valores de las mercancías y que, a su vez, esos precios de producción
distribuyen una ganancia al conjunto de capitalistas que es retrotraíble a la
plusvalía que le ha sido extraída al conjunto de trabajadores.
Para que la resolución de este problema de la transformación sea
exitosa, deben darse cuatro condiciones:
Pp = k + inp + m
k = cc + vc
S = TP
Es decir, a la suma del precio de coste (k), del beneficio industrial (inp)
y del beneficio comercial (m), siendo el precio de coste igual a la suma del
capital constante consumido (cc) y del capital variable consumido (vc) y
siendo el beneficio industrial y el beneficio comercial igual al capital
industrial adelantado (ca,in + va,in) y al capital comercial adelantado (ca,c +
va,c) multiplicado por la tasa general de ganancia (P´). A su vez,
recordémoslo, la tasa general de ganancia es igual a la masa de plusvalía
dividida entre todo el capital constante y variable adelantados en la
economía.
En consecuencia, y por simplificar el análisis, si el precio de
producción de los elementos del capital constante, si los salarios y si la tasa
general de ganancia son enteramente explicables por el tiempo de trabajo
(abstracto, simple y socialmente necesario), entonces cabrá la posibilidad de
que los precios de producción sean explicables en exclusiva a partir del
tiempo de trabajo (es una condición necesaria, no suficiente). En cambio, si
algunos de estos elementos no fueran determinados exclusivamente por el
tiempo de trabajo socialmente necesario, entonces los precios de producción
de las mercancías no podrían explicarse exclusivamente por la teoría del
valor trabajo.
A este respecto, recordemos que Marx postulaba una independencia
absoluta entre la determinación del valor y las preferencias de los agentes: a
su juicio, la demanda de una mercancía presupone que el valor de esa
mercancía ya ha sido determinado en lugar de que la demanda contribuya a
determinarlo (Marx [1862-1863b] 1989, 285) y, por tanto, que las
preferencias de los agentes no pueden modificar la operativa de la ley del
valor (Marx [1862-1863b] 1989, 281). Por ello, si los precios de producción
sí se vieran influidos por las preferencias subjetivas de los agentes, los
precios de producción no estarían, en última instancia, determinados por la
ley del valor: no sería cierto que «en última instancia todo puede reducirse al
valor tal como es determinado por el tiempo de trabajo» (Marx [1862-
1863b] 1989, 515-516).
Vamos a analizar cada uno de estos tres componentes anteriores —
capital constante, capital variable y tasa de ganancia—para comprobar hasta
qué punto la subjetividad puede influir sobre ellos.
Gráfico 5.1
Gran parte de la curva de oferta de fuerza de trabajo es perfectamente
elástica respecto al salario base (w1) dado que todos los trabajadores están
dispuestos a trabajar por esa cantidad de dinero para sobrevivir y además
existe un importante ejército industrial de reserva dispuesto a ofrecer su
fuerza de trabajo en el mercado (al coste de reposición de su fuerza de
trabajo). Sin embargo, si la demanda de fuerza de trabajo de los capitalistas
se incrementa lo suficiente (desde D1 a D2), manteniéndose constante la
composición orgánica del capital , entonces el salario de equilibrio sí
aumentará desde w1 a w2. Pero, justamente a partir de ese momento, los
capitalistas modificarán la composición orgánica del capital hasta
A––––––B––C
A – – – B – – – B´ – – C
En definitiva, si capital y trabajo son factores complementarios,
conforme aumente la acumulación de capital, la demanda de fuerza de
trabajo por parte de los capitalistas debería aumentar sin que ésta sea
plenamente sustituible por medios de producción, en cuyo caso los salarios
terminarán incrementándose por encima del coste de reposición de la fuerza
de trabajo: un incremento que puede ser perfectamente sostenible y
persistente en el tiempo siempre y cuando la acumulación de capital
contribuya a desarrollar la productividad del trabajador. Pero ¿por qué Marx
se obsesionó con considerar que los salarios debían mantenerse anclados en
equilibrio al coste de reposición de la fuerza de trabajo?
Por un lado, porque, sin ese supuesto, toda la teoría de la explotación se
viene abajo: si los salarios pueden ubicarse sostenidamente por encima del
coste de reposición de la fuerza de trabajo, entonces los trabajadores pueden
ahorrar (pues no necesitan consumir la totalidad de sus salarios) y ahorrando
pueden acumular capital, de modo que ya no es cierto que los trabajadores se
vean forzados a vender su fuerza de trabajo a aquellos que poseen el
monopolio de los medios de producción (o, aun cuando aceptemos la idea de
que la subsunción real impide que los pequeños propietarios compitan con
los grandes capitalistas, los trabajadores podrían convertirse en accionistas y,
vía dividendos o intereses, devenir dueños de su propio plustrabajo tal como
expusimos en el apartado 4.3.1 de este segundo tomo).
Por otro, es muy probable que el error de Marx también provenga de la
experiencia histórica que le tocó vivir: durante la primera mitad del siglo
XIX, el ritmo de acumulación de capital en Inglaterra fue especialmente lento
porque el ahorro nacional fue en gran medida absorbido en adquirir las
emisiones de deuda pública dirigidas a financiar las guerras contra Francia y,
especialmente, contra Napoleón (Kedrosky 2021). Además, el «ejército
industrial de reserva» de la época no sólo era muy amplio, sino que, como
también constató Marx, parte del progreso técnico fue dirigido a que el
trabajador no cualificado pudiera reemplazar, auxiliado con maquinaria, las
laborales del trabajador cualificado (Acemologu 2002), lo que
consecuentemente integraba a los trabajadores cualificados en la masa de
obreros no cualificados y reducía sus salarios:
Ya hemos visto que el capitalista compra con la misma cantidad de capital una mayor masa de
fuerza de trabajo en la medida en que reemplaza a trabajadores cualificados por no cualificados,
los experimentados por los inexperimentados, los hombres por las mujeres y los adultos por los
niños (C1, 25.3, 788).
Gráfico 5.2
Fuente: Allen (2009b).
Gráfico 5.6
Fuente: (Greenwood y Vandenbroucke 2005, 75).
Gráfico 5.7. Peso de la masa salarial en el PIB en EE. UU, Reino Unido y Francia
Fuente: Piketty y Zucman (2014).
A estos tres factores habría que añadir un cuarto: la rotación del capital.
Si modificamos nuestra definición de tasa general de ganancia para tener en
cuenta la influencia de la rotación del capital (tal como la describimos en el
apartado 4.2.5 del primer tomo de este libro), comprobaremos que la tasa
general de ganancia también puede cambiar en función de los cambios en la
rotación del capital agregado (Ncc):
Tabla 5.5
Pp = k + inp + m
Pp = k + inp + m + e
PRECIOS DE
c v BENEFICIO
PRODUCCIÓN
I 252 84 84 420
II 112 112 56 280
III 56 84 35 200
Total 420 280 175 875
PRECIOS DE
c v BENEFICIO
PRODUCCIÓN
I 288 96 96 480
II 128 128 64 320
III 64 96 40 200
Total 480 320 200 1.000
c v s VALOR
I 225 90 60 375
II 100 120 80 300
III 50 210 140 400
Total 375 300 200 1.075
PRECIOS DE
c v BENEFICIO
PRODUCCIÓN
I 266,9 88,965 88,965 444,83
II 118,62 118,62 59,31 296,55
III 59,31 207,59 66,72 333,62
Total 444,83 415,175 214,995 1.075
c v s VALOR
I 225 90 60 375
II 50 120 80 250
III 100 90 60 250
Total 375 300 200 875
PRECIOS DE
c v BENEFICIO
PRODUCCIÓN
I 258,64 72,06 100,37 431,07
II 57,58 97,07 46,61 200,16
III 114,95 72,06 56,76 243,77
Total 431,07 240,19 203,74 875
5.3.6. Conclusión
Valort+1 = Ppt * A + l
Ppt+1 = Ppt * A + l + gt
Además, si el beneficio por la venta de una mercancía queda
determinado por:
Es éste otro posible motivo por el que este potencial desarrollo lógico
de la teoría del valor no fuera del agrado de Marx: lejos de explicar los
precios de mercado en función del tiempo de trabajo promedio en cada
mercancía estaríamos explicando por entero el tiempo de trabajo promedio
de cada mercancía a partir de los precios de mercado. Y tal como ya hemos
expuesto en las páginas anteriores, las preferencias subjetivas de los agentes
—ya sea expresadas en el volumen de demanda en un entorno de economías
no constantes a escala, o en el precio de los recursos naturales exclusivos, o
en la periodificación del capital fijo, o en el beneficio comercial de dealers y
tesoreros, o en la oferta de capital dependiente del tipo de interés de
equilibrio o en la oferta de trabajo vinculada al salario de equilibrio—
influirán decisivamente sobre los precios de equilibrio y sobre la distribución
de los ingresos en una economía capitalista, de modo que en última instancia
estaríamos convirtiendo como sustancia del valor de cambio de la mercancía
no al tiempo de trabajo socialmente necesario, sino al valor subjetivo del
tiempo de trabajo socialmente necesario para fabricar cada mercancía… es
decir, a la utilidad marginal de cada mercancía. Estaríamos afirmando los
precios de equilibrio en un mercado capitalista negando la teoría del valor
trabajo.
5.4.3. La teoría del valor subjetivo como auténtico determinante de los
precios de equilibrio
Tabla 5.23
PRECIODE
c v BENEFICIO
PRODUCCIÓN
I 0 131,96 13,2 145,16
II 96,77 175,96 27,27 300
III 48,39 131,96 18,03 198,38
Total 145,16 439,88 58,5 643,54
Tabla 5.24
c v s VALOR
0 0 225 0 225
I 225 150 0 375
II 100 200 0 300
III 50 150 0 200
Total 375 775 1.100
Tabla 5.25
PRECIODE
c v BENEFICIO
PRODUCCIÓN
0 0,00 123,75 12,38 136,13
I 136,13 82,50 21,86 240,49
II 160,33 110,00 27,03 297,36
III 80,16 82,50 16,27 178,93
Total 376,61 398,75 77,54 852,90
c v s VALOR
I 0 75,89 0 75,89
II 50,46 100,91 0 151,37
III 25,43 76,3 0 101,73
Total 75,89 253,1 0 328,99
PRECIODE
c v BENEFICIO
PRODUCCIÓN
I 0 132,32 13,2 3145,55
II 96,77 175,96 27,27 300
III 48,78 133,03 18,19 200
Total 145,55 441,31 58,69 645,55
c v s VALOR
I 0 75,84 0 75,84
II 49,64 99,27 0 148,91
III 26,2 78,62 0 104,82
Total 75,84 253,73 0 329,57
PRECIODE
c v BENEFICIO
PRODUCCIÓN
I 0 66,72 53,73 120,45
II 78,83 87,34 133,83 300
III 41,62 69,16 89,22 200
Total 120,45 223,22 276,78 620,45
Nuevamente, como los capitalistas rechazan inversiones cuya
rentabilidad sea inferior al 80,5 %, hay combinaciones de trabajo y capital
que no resultan viables si la utilidad de esas mercancías para los
consumidores no se incrementa suficientemente, de modo que la
producción de medios de subsistencia cae de 300 a 148,91 y la de bienes de
lujo de 200 a 104,82 (al igual que antes, suponiendo que los consumidores
estén dispuestos a pagar el encarecido precio unitario por los medios de
subsistencia y los bienes de lujo, 2,014 onzas por medio de subsistencia y
1,9 onzas por bien de lujo: en caso contrario, la contracción económica
sería mucho mayor). De las 500 unidades de fuerza de trabajo, sólo se
emplean 253,73. Los trabajadores en este caso apenas se apropiarían del
44,6 % de la Renta Bruta y los capitalistas del 54,4 %.
Vemos, pues, cómo los cambios en las preferencias subjetivas de
trabajadores y capitalistas pueden alterar de manera muy significativa tanto
las relaciones sociales de producción, tanto el precio de producción unitario
de las mercancías cuanto la distribución de la producción agregada entre
capitalistas y trabajadores. Algo que resulta frontalmente incompatible con
la teoría del valor trabajo pero que es compatibilizable con la teoría del
valor subjetivo.
5.4.4. Conclusión
5.5. Las relaciones dentro de una clase no tienen por qué ser armónicas
y las relaciones entre clases pueden no ser antagónicas (¬t)
La teoría de la explotación de Marx no sólo afirma que es el capitalista —la
clase social capitalista en su conjunto— quien explota al obrero, sino que
sólo el capitalista es capaz de explotar al obrero. A la postre, la condición
necesaria y suficiente para la explotación es el monopolio de clase en la
propiedad de los medios de producción: quienes carecen de medios de
producción (o de medios de producción suficientes como para iniciar
independiente y competitivamente la producción de mercancías dentro del
capitalismo) no tienen otra alternativa que vender su fuerza de trabajo; y
quienes poseen de medios de producción (o de medios de producción
suficientes) pueden comprar la capacidad laboral de los obreros y
explotarlos. Por consiguiente, es inconcebible que un obrero, que carece de
medios de producción, pueda explotar a otro obrero (pues la capacidad de
explotar depende de la capacidad de comprar su fuerza de trabajo y, quien
carece de medios de producción, carece de esa capacidad) así como también
es inconcebible que un capitalista, que posee medios de producción, pueda
ser explotado por un obrero o por otro capitalista (pues poseyendo medios
de producción suficientes, no tendría por qué dejarse explotar por otros
agentes económicos). Podrá haber conflictos internos entre trabajadores o
entre capitalistas, pero no explotación como apropiación de tiempo de
trabajo no remunerado dentro de la esfera de la producción: eso únicamente
puede suceder desde los capitalistas sobre los obreros. No sólo eso, para la
teoría marxista de la explotación también resulta inconcebible que la
relación entre la clase obrera y la clase capitalista no sea otra que una
relación antagónica, incluso en su raíz ontológica: la clase capitalista es
clase capitalista porque explota a la clase obrera y la clase obrera es clase
obrera porque está explotada por la clase capitalista (Marx [1857-1858]
1986, 218).
De ahí que, para poder validar que la teoría marxista del valor y de la
explotación sigue operando a través de los precios de equilibrio del
mercado capitalista (precios de producción) y entre clases sociales, no baste
con demostrar que la masa de plusvalía sea igual a la masa de ganancia, ni
siquiera aunque presupongamos que la teoría de la explotación es válida en
términos abstractos, sino que como poco habrá que demostrar que no puede
haber otro fundamento para la explotación que el diferente control sobre los
medios de producción y que el diferente control sobre los medios de
producción sólo puede engendrar relaciones antagónicas. En caso contrario,
si pudiese haber explotación no basada en el control diferencial sobre los
medios de producción o si pudiese no haber explotación aun con control
diferencial sobre los medios de producción, entonces la teoría marxista de
la explotación no se verificaría a nivel agregado dentro de un mercado
capitalista aun cuando la masa de plusvalía fuera igual a la masa de
ganancia. Y cuando decimos que la teoría marxista de la explotación no se
verificaría a nivel agregado estamos diciendo también que la teoría marxista
de las clases sería incorrecta.
De manera resumida, podemos esquematizar la teoría de clases de
Marx del siguiente modo: las diferencias de propiedad en los medios de
producción determinan la posición estructural de los individuos dentro del
proceso de producción; en el extremo, existen dos grandes posiciones
estructurales de carácter antagónico: propietarios y no propietarios o
capitalistas y obreros. Ese antagonismo económico entre la clase propietaria
y la no propietaria se manifestará en la explotación de la segunda por parte
de la primera y en el intento de resistencia y, a muy largo plazo de
revolución, de la segunda contra la primera: es decir, la relación estructural
entre la clase capitalista y la clase trabajadora es que la primera explota a la
segunda. Por último, esa relación estructural entre clases determinará el tipo
y la cuantía de ingresos que recibe cada clase social (los capitalistas reciben
la plusvalía, que será creciente con el aumento de la productividad; los
obreros reciben los salarios, que se mantienen anclados al coste de
reposición de la fuerza de trabajo). En pocas palabras: el antagonismo
inherente a la distribución social de la propiedad constituye a las clases
opresoras y oprimidas y esa opresión se manifiesta en la explotación de la
segunda por parte de la primera, lo que determina el tipo y la cuantía de
ingresos recibidos.
Por consiguiente, si la clase social que integra un individuo pudiese no
venir determinada por su posición estructural dentro del proceso de
producción; si entre capitalistas y obreros pudiese existir armonía de
intereses o si, siendo clases antagónicas, pudiese no haber explotación; o si
los propietarios pudieran ser tanto explotadores como explotados o si los no
propietarios pudieran ser tanto explotadores como explotados, entonces la
teoría marxista de las clases sociales se vendría abajo y las relaciones
económicas que podría entablar cada miembro de una clase social se
volverían mucho más plurales.
Así, un obrero ya no podría entablar únicamente dos tipos de
relaciones sociales (explotador-explotado con el capitalista, no explotador-
explotador con otros obreros que a su vez sería necesariamente explotado-
explotado de ambos obreros frente a los capitalistas) sino:
Tabla 5.30
Fuente: Bloomberg.
Tabla 5.32
Gráfico 5.8. Desviación típica del logaritmo de los ingresos salariales y de los ingresos totales
Fuente: Hoffman et alii (2020). ©Hoffmann, Florian, David S. Lee, and Thomas Lemieux. 2020.
«Growing Income Inequality in the United States and Other Advanced Economies.» Journal of
Economic Perspectives. Copyright American Economic Association; reproduced with permission of
the Journal of Economic Perspectives.
Gráfico 5.9
Figura 5.1
Nuestro argumento es que la estructura de derechos de propiedad no
predetermina absolutamente la función social que puede desempeñar cada
individuo dentro de la economía: influye sobre ella pero no de un modo
absoluto (y, de hecho, la función social que desempeñe un individuo
también influirá sobre la estructura económica, esto es, influirá en el reparto
de derechos de propiedad). No es cierto que sólo los propietarios de medios
de producción puedan ejercer las funciones sociales de «capitalista» o que
sólo los desposeídos puedan (o vayan a) ejercer las funciones de
«asalariado» (esto es, el tipo de relaciones sociales que pueden entablarse
no queda predeterminado por lo que uno tiene). Tal como ya explicamos en
el epígrafe 3.4 de este segundo tomo, capitalistas y trabajadores
desempeñan distintas funciones productivas dentro de la economía: el
capitalista proporciona tiempo, asume riesgos y selecciona informadamente
inversiones, mientras que el trabajador proporciona energía humana dentro
del plan empresarial diseñado y financiado por el capitalista. Y es posible
proporcionar tiempo, asumir riesgos o dirigir empresarialmente la inversión
sin ser dueño de medios de producción: por ejemplo, un obrero puede ser
directivo de una empresa o un obrero puede cobrar parte de su salario en
acciones (en ambos casos ejerce funciones capitalistas sin ser propietario de
medios de producción). Por tanto, es la función social que desarrolla cada
individuo (que en parte, sólo en parte, está influida por su posición dentro
de la estructura económica) la que determina el tipo de relaciones sociales
que entabla con otros individuos, lo cual a su vez determina el tipo de
ingresos que percibe y, en suma, la clase social de la que forman parte.
Figura 5.2
Definir a capitalistas y trabajadores en términos funcionales es algo
que ya hace Marx con respecto a los trabajadores autónomos. Según Marx,
un trabajador autónomo «como dueño de los medios de producción, es un
capitalista; como trabajador, es su propio asalariado» (Marx [1861-1863]
1994, 142): es decir, que si esa misma persona desarrolla las funciones de
financiar y de asumir los riesgos económicos inherentes al proceso de
producción, entonces se comporta como un capitalista; en cambio, cuando
se limita a insertar energía humana al proceso productivo, se comporta
como un asalariado. Distintas funciones, distinta clase social. Lo mismo
ocurre, como ya hemos indicado, con médicos y profesores: ambos
desempeñan funciones distintas dentro del proceso de producción y si una
misma persona desarrolla ambas funciones (por ejemplo, un médico que sea
a su vez profesor universitario), entonces ese mismo individuo integrará
ambas «clases» definidas en términos funcionales. Y del mismo modo que
médicos y profesores pueden en ocasiones entrar en contradicción (por
ejemplo, si son empleados públicos pueden entrar en conflicto por el
reparto del presupuesto), capitalistas y trabajadores —definidos en términos
funcionales— también pueden entrar en conflicto por el reparto del valor
añadido generado entre ambos.
Caracterizar al capitalista y al asalariado según las heterogéneas
funciones que desarrollan dentro del proceso de producción vacía de
contenido propio a la clasificación marxista de clases sociales según la
posición estructural de los individuos respecto a los medios de producción.
Si un propietario de medios de producción proporciona trabajo aislado de la
incertidumbre económica (por ejemplo, porque es asalariado en su propia
empresa o en otra empresa), recibirá rentas salariales sobre esa parte de su
actividad que provea energía humana aislada de incertidumbre; si un no
propietario proporciona financiación y acepta someterse a la incertidumbre
del proceso productivo o si desarrolla funciones de dirección empresarial
exponiéndose patrimonialmente a las consecuencias de sus decisiones,
recibirá rentas del capital por esa provisión de tiempo y por esa asunción de
incertidumbre (por ejemplo, un asalariado que acepte cobrar parte, o la
totalidad, de su remuneración en acciones o como participación en
beneficios; o un asalariado que desempeñe funciones de dirección
empresarial y perciba una parte variable de su salario según cuánto haya
contribuido a incrementar la productividad del resto de factores
productivos).
Los ingresos que recibe un agente económico dentro del capitalismo,
pues, no están completamente determinados, ni en su tipología ni en su
cuantía, por su posición estructural respecto a los medios de producción,
sino por la utilidad de los servicios productivos que presta dentro de la
economía (es decir, dependen de su productividad marginal). Ciertamente,
el tipo de ingresos que recibe un individuo (salarios, dividendos,
intereses…) depende de las funciones económicas que desempeñe y éstas
pueden estar influidas por su posición estructural respecto a los medios de
producción: pero, repetimos, no las determina absolutamente. Por un lado,
porque hay servicios productivos que derivan de factores sobre los que no
recaen derechos de propiedad (por ejemplo, la formación), de modo que el
ingreso que se derive de los servicios productivos que proporcionan esos
factores no podrá, por definición, estar vinculado a la propiedad. Por otro,
porque muchos de los servicios productivos que pueden proporcionarse a
través de medios de producción (por ejemplo, la incertidumbre económica
puede asumirse con cargo al ahorro acumulado en forma de propiedades, de
modo que las pérdidas consuman parte de ese ahorro), también pueden
proporcionarse sin medios de producción presentes en tanto en cuanto cabe
proporcionarlos con cargo al ahorro futuro (como ya explicamos en el
epígrafe 3.5, es posible anticipar la disponibilidad del ahorro futuro a través
del endeudamiento: una modalidad clara de endeudamiento es el préstamo,
pero otra puede ser la asunción personal de responsabilidad patrimonial con
cargo a rentas futuras o el cobro del salario en acciones). En ambos casos,
es posible que una persona sin medios de producción presentes reciba
rentas del capital (por ejemplo, un obrero altamente cualificado que
participa en beneficios de una empresa; o un obrero que monta una
compañía a través del endeudamiento).
Y si la tipología de ingresos que puede recibir un individuo no
depende enteramente de su posición estructural con los medios de
producción, desde luego, la cuantía de esos ingresos tampoco lo hace: el
precio de equilibrio de cada servicio productivo depende de su utilidad
marginal, esto es, de su mayor o menos escasez respecto a su demanda. Si
las labores de ingeniero son muy escasas respecto a la demanda, la utilidad
marginal de sus servicios productivos será alta y por tanto también su
remuneración; si las labores de albañil son muy escasas respecto a la
demanda, la utilidad marginal de sus servicios productivos será alta y por
tanto también su remuneración; si las labores del capitalista son
superabundantes respecto a la oferta de fuerza de trabajo, la utilidad
marginal de los servicios productivos del capital será baja y por tanto
también su remuneración.
Dicho de otro modo, aunque el tipo de ingresos que reciba una persona
dependa del tipo de servicios productivos que preste a otras personas y éste
puede depender en parte de la estructura existente de derechos de propiedad
—si un individuo carece de un camión y no puede acceder a ninguno por
ningún medio, no podrá prestar servicios de transportista— esa dependencia
no es absoluta: el tipo de servicios productivos que puede proporcionar una
persona no guarda una relación unívoca con la estructura de propiedad
sobre los medios de producción (un ingeniero que carezca de medios de
producción podrá prestar servicios muy distintos a un filósofo que carezca
de medios de producción aun cuando ambos carecen de medios de
producción y, a su vez, ambos podrían decidir participar en financiar la
espera o el riesgo de sus propios procesos de producción o de procesos de
producción ajenos), ni tampoco la estructura es inflexible (un trabajador
podría endeudarse para adquirir un camión y prestar servicios de
transportista; o podría vender su fuerza de trabajo a quien ha comprado
camiones con su ahorro). Además, el precio de los servicios (y por tanto su
ingreso) tampoco depende únicamente del tipo de servicio productivo
desempeñado, sino de la escasez del mismo en relación a su demanda. Por
consiguiente, es incorrecto vincular de forma unívoca y rígida ingresos con
clases sociales definidas a partir de la estructura de derechos de propiedad
de una sociedad. Una misma estructura de derechos de propiedad puede ser
compatible con estructuras muy diversas de ingresos y muy distintas
estructuras de derechos de propiedad pueden ser compatibles con una
misma estructura de ingresos. Todo depende de las funciones productivas
que desempeñe cada agente económico dentro de esa estructura y de cómo
él mismo la modifique con sus acciones: según cuál la función productiva
desempeñada, tal será el ingreso recibido.
Así pues, nuestra propuesta consiste en denominar capitalistas a
quienes proporcionen funciones de financiación, de asunción de
incertidumbre económica o de dirección empresarial (cuando los ingresos
del directivo dependan de sus acertadas o desacertadas decisiones
inversores) y denominaremos obreros a quienes proporcionen servicios
laborales desprovistos de financiación, incertidumbre y dirección
empresarial con vinculación patrimonial (éste fue, de hecho, el argumento
que ya empleamos en el apartado 3.4.6). Esta clasificación funcional de las
clases sociales podrá solaparse en ocasiones con la clasificación estructural
(según el control de los medios de producción) pero no lo hará siempre y,
en todo caso, la clasificación que determina el ingreso de los agentes (así
como la cercanía de sus intereses económicos) será la funcional, no la
estructural (por mucho que la estructura influye sobre la funcional).
Pero si adoptamos una definición funcional de clases sociales, ¿cabe
siquiera hablar de explotación? ¿Cualquier ingreso recibido por cualquier
persona implica que se le está remunerado plenamente por el valor añadido
que ha generado? No, puesto que cabe entender la explotación como la
capacidad de un individuo o de un grupo de individuos para establecer
precios no competitivos sobre una modalidad de servicios productivos, ya
sea a la hora de venderlos o a la hora de comprarlos. En el primer caso, al
que llamaremos monopolio u oligopolio, los vendedores de un servicio
productivo podrán establecer precios superiores al coste marginal de
producción de ese servicio y en el segundo caso, al que llamaremos
monopsonio u oligopsonio, los compradores de un servicio productivo
podrán establecer precios inferiores a la productividad marginal de ese
servicio.
La teoría de la explotación de Marx puede, de hecho, reformularse en
esos términos: la clase capitalista posee el monopolio de los medios de
producción, es decir, el monopsonio de la demanda de fuerza de trabajo y,
precisamente por ello, puede abonar un precio por los servicios laborales
que es inferior a su productividad marginal: es decir, los capitalistas pueden
parasitar a los trabajadores por la estructura de la distribución de los medios
de producción les permite pagarles menos de lo que producen (Roemer
1985). Así es, de hecho, cómo optó por redefinir «explotación» la
economista postkeynesiana Joan Robinson ([1933] 1969, 282-283).
En particular, en un mercado laboral competitivo, la demanda de
fuerza de trabajo por parte de los capitalistas (DL) —que depende del
ingreso marginal que obtiene el capitalista al contratar a un trabajador
(MRL) y que a su vez depende de la productividad marginal de la fuerza de
trabajo (MPL)— se iguala con la oferta de fuerza de trabajo (SL), la cual
constituye el coste marginal para el capitalista de contratar un nuevo
trabajador (MCL) el cual a su vez depende del salario que exija cada
trabajador para compensarle la desutilidad que sufre de trabajar (DUL): en
equilibrio, el salario (w) coincidirá con la productividad marginal de la
fuerza de trabajo y con la desutilidad marginal del trabajo. Si el salario
estuviera por debajo de la productividad marginal (w < MPL), algunos
capitalistas aumentarían sus compras de fuerza de trabajo y por tanto los
salarios aumentarían; si se ubicara por encima de la productividad marginal
(w > MPL), la fuerza de trabajo menos productiva en el margen dejaría de
ser demandada y los salarios bajarían; si el salario estuviera por debajo de la
desutilidad de trabajar (w < DUL) la oferta de fuerza de trabajo se reduciría
y los salarios subirían; y si se ubicara por encima (w > DUL), la oferta de
trabajo se incrementaría y los salarios se reducirían.
Gráfico 5.10
Sin embargo, en un mercado laboral monopsónico, el coste marginal
de adquirir fuerza de trabajo no coincide con la oferta (determinada por la
desutilidad del trabajo), puesto que, cuando el capitalista adquiere una
unidad adicional de fuerza de trabajo, el salario se incrementa no sólo para
esa unidad adicional, sino para todas las otras unidades que el capitalista ya
estaba adquiriendo. O dicho de otro modo, reduciendo las compras de
fuerza de trabajo, el capitalista monopsonista puede reducir el salario de
mercado (cosa que no puede hacer cuando compite con otros capitalistas,
quienes aumentarían su demanda de fuerza de trabajo si él la reduce). En
ese caso, la productividad marginal de la fuerza de trabajo sí puede ubicarse
por encima del salario (MPL > wm) y la diferencia entre ambas magnitudes
cabría conceptualizarla como la parte del valor añadido generada por el
trabajador que afluye al capitalista, es decir, como explotación.
Gráfico 5.11
Démonos cuenta que esta forma de reconceptualizar la explotación del
trabajo mantiene muy importantes diferencias con la teoría marxista de la
explotación. En primer lugar, esta nueva forma de conceptualizar la
explotación no parte de la teoría del valor trabajo sino de la teoría del valor
subjetivo; segundo, y vinculado con lo anterior, no presupone que todo el
valor añadido deba afluir al trabajador ni, por tanto, define ausencia de
explotación como una situación en que la ganancia agregada de los
capitalistas sea igual a cero, sino como la diferencia entre el valor añadido
atribuible al trabajador (que no es la totalidad del mismo) y su salario;
tercero, presupone un mercado capitalista no competitivo, cuando la teoría
del valor de Marx presupone un mercado competitivo; cuarto, la definición
de «asalariado» o «capitalista» no depende del control de los medios de
producción sino de las funciones que se desempeñen (el asalariado
explotado podría ser una persona con muchos medios de producción y el
capitalista explotador podría ser un directivo con una pequeña participación
en los beneficios de la empresa); quinto, la capacidad de explotación no
deriva de una posición estructural de control de los medios de producción,
sino del poder de mercado sobre la demanda de un servicio productivo (en
este caso, la fuerza de trabajo): si, por ejemplo, sólo los propietarios de los
medios de producción desempeñan funciones de capitalista pero la
propiedad privada de esos medios de producción estuviese descentralizada
entre muchos capitalistas, la competencia entre ellos podría impedir la
explotación (salarios iguales a productividad marginal del trabajo) y, a su
vez, si los trabajadores conformaran un monopolio mediante su asociación
sindical, también conseguirían elevar sus salarios por encima de su
desutilidad marginal de trabajar, de modo que cabría decir que están
«explotando» a los capitalistas puesto que retienen la oferta de la mercancía
«fuerza de trabajo» para venderla más cara que la desutilidad que sufren por
trabajar, es decir, que wm > DUL.
Sexto, monopolios y monopsonios pueden aparecer en cualquier
mercancía, no sólo en la mercancía «fuerza de trabajo», de modo que la
explotación por poder de mercado podría ser ejercida en cualquier mercado
(incluido el de bienes de consumo), siempre que una mercancía se venda
por encima de su coste de oportunidad o se compre por debajo de su
utilidad social. Al respecto, debemos recuperar aquí el concepto de precio
de monopolio (aunque también podría ser precio de monopsonio) al que sí
llega Marx: un precio que depende únicamente «el deseo y de la capacidad
del comprador para pagar» (C3, 46, 910). El precio de esa mercancía se
ubica por encima de su coste de producción precisamente porque el
monopolista puede restringir su oferta, elevando su precio hasta la utilidad
marginal de consumidores con una mayor predisposición al pago: esa
diferencia, a la que Marx denominó renta del suelo (renta de monopolio), es
equivalente al exceso de salario que obtienen los trabajadores sindicados
(su salario supera la desutilidad de trabajar, esto es, el coste de oportunidad
de «producir» nuevas unidades de fuerza de trabajo) o, en el caso de un
mercado monopsonista, el equivalente a la «plusvalía por explotación» que
obtienen los capitalistas (la productividad marginal del trabajo supera el
salario que abonan).
Gráfico 5.12
Y séptimo, incluso los monopsonios y los monopolios laborales ni
siquiera tienen por qué constituirse en el conjunto de la economía, es decir,
pueden ser de tipo local o sectorial. Imaginemos que la práctica totalidad de
los obreros se hallan en un mercado competitivo (nadie ejerce poder de
mercado), pero que una fracción de los mismos, por ejemplo los médicos,
han logrado crear un mercado laboral monopolístico (u oligopsonístico)
restringiendo el número de personas que pueden ofrecer servicios laborales
de medicina (verbigracia, mediante un sistema de licencias médicas). En tal
caso, el poder de mercado no sería ejercido por el conjunto de la clase
trabajadora, sino por una parte de la misma organizada alrededor de su
sector profesional y, además, no habría correspondencia entre clase social e
intereses de los miembros de la clase social: todos los trabajadores distintos
de los médicos (y acaso también los trabajadores que sean sus amigos y
familiares) podrían tener interés en romper el monopolio laboral de los
médicos para, por un lado, ser ellos mismos capaces de entrar a competir en
ese sector (ofrecer servicios médicos) y, por otro, para que aumente la oferta
de servicios de medicina y salgan ganando como consumidores de los
mismos.
Por tanto, una misma estructura de derecho de propiedad sobre los
medios de producción puede ser compatible con distintas estructuras de
poder de mercado y distintas estructuras de propiedad sobre los medios de
producción pueden ser compatibles con una misma estructura de poder de
mercado. Por ejemplo, si los medios de producción se hallan en manos de
diversas personas que desempeñan funciones sociales de capitalista, éstos
puede que compitan entre sí para adquirir fuerza de trabajo (de modo que
no habría un monopsonio laboral) o puede que se cartelicen formando un
monopsonio laboral (misma estructura de derecho de propiedad sobre los
medios de producción y distintas estructuras de poder de mercado); un
monopsonio laboral puede darse porque todos los medios de producción se
hallan bajo las manos de una misma persona o porque, hallándose en manos
de muy distintos capitalistas, éstos se cartelizan para restringir su demanda
de fuerza de trabajo (distintas estructuras de propiedad con una misma
estructura de poder de mercado); un monopolio laboral puede darse porque
sólo haya un trabajador con capacidad de ofertar fuerza de trabajo o porque
los diversos trabajadores se asocien para restringir su oferta de fuerza de
trabajo (y estas asociaciones sindicales pueden darse dentro de muy
distintas estructuras de propiedad sobre los medios de producción).
Asimismo, el monopolio de la sal o de los microchips puede emerger tanto
si los medios de producción pertenecen a los trabajadores como si
pertenecen a los capitalistas. No hay correspondencia necesaria entre
estructura de medios de producción y estructura de poder de mercado y la
que en todo caso determina las relaciones de explotación es la segunda, no
la primera.
En suma, los ingresos de los agentes económicos no guardan una
relación unívoca con la estructura de derechos de propiedad sobre los
medios de producción: ni la tipología de ingresos (salarios o distintas
modalidades de rentas del capital), ni la cuantía de los mismos, ni el grado
de explotación sobre ellos depende de un modo único de esa estructura de
medios de producción. El tipo de ingresos depende de la función productiva
que desempeñe cada agente económico; la cuantía del ingreso depende de
su productividad marginal; y la existencia de explotación depende de cuánto
se desvíe el ingreso de la productividad marginal debido a la presencia de
poder de mercado. Dicho de otro modo, si una empresa posee el monopolio
(o forma parte de un oligopolio) de microchips, podrá vender esa mercancía
por encima de su coste de producción y logrará una «plusvalía» del tráfico
mercantil que será distribuida en parte hacia sus obreros, ya sea en forma de
rentas salariales o en forma de rentas del capital (si éstos desempeñas
funciones empresariales expuestas a la incertidumbre del sector, por
ejemplo); por el contrario, una asociación de consumidores, integrada por
capitalistas y obreros, acaso constituya un monopsonio (o forme parte de un
oligopsonio) de la demanda local sobre servicios de reparto a domicilio, lo
que les permitiría comprar ese servicio a un precio inferior a su utilidad
marginal, logrando así una «plusvalía» a costa de reducir las rentas del
capital que percibirían los obreros de esa industria (nuevamente, un obrero
que desempeñe funciones directivas y obtenga ingresos variables según
resultados estaría desempeñando funciones capitalistas) o las rentas
salariales que obtendrían los capitalistas del sector (si alguno de ellos,
verbigracia, desempeña funciones contables dentro de la empresa y percibe
un salario aislado de la incertidumbre).
5.5.4. Conclusión
Una vez que hemos rechazado todas las proposiciones que componen el
antecedente, entonces por necesidad el consecuente también tendrá que ser
falso porque, como ya explicamos al principio de este capítulo, el
antecedente constituye una condición suficiente y necesaria para afirmar el
consecuente: p ∧ ∧ ∧ ∧
q r s t ↔ u. O dicho de otro modo, es suficiente
con negar alguna de las proposiciones del antecedente para poder negar el
∨ ∨ ∨ ∨
consecuente: ¬p ¬q ¬r ¬s ¬t → ¬u.
Repasémoslo resumidamente:
En Marx existen dos teorías sobre las crisis económicas —la teoría sobre la
crisis sistémica y la teoría sobre las crisis cíclicas— pero ambas derivan de
su ley de la reducción tendencial de la tasa general de ganancia o están
vinculadas con ellas. En el primer caso, la reducción de la tasa general de
ganancia terminará impidiendo que el capitalismo siga funcionando porque
el capital, con una tasa general de ganancia nula o casi nula, dejará de poder
revalorizarse y por tanto de acumularse; en el segundo caso, la reducción de
la tasa general de ganancia desata o acentúa otras contradicciones inherentes
al capitalismo (como la contradicción entre salario y plusvalía o la
contradicción entre trabajo privado y trabajo social) provocando con ello
interrupciones transitorias en la acumulación y circulación del capital. Al
respecto, el argumento de Marx sobre las crisis económicas puede dividirse
en dos silogismos.
En primer lugar, y con respecto a la crisis sistémica del capitalismo, p
∧ q → r:
Si
(p) Existe una relación inversa entre la composición orgánica del capital y la tasa de ganancia.
(q) Las contradicciones internas del capitalismo hacen imposible contrarrestar a largo plazo esa
tendencia.
entonces
(r) El capitalismo se halla inexorablemente abocado a colapsar en el largo plazo.
Tabla 6.3
En el apartado anterior hemos comprobado que no tiene por qué existir una
relación inversa entre la composición orgánica del capital y la tasa general
de ganancia: en esencia, porque bajo ciertos supuestos la masa agregada de
ganancia puede crecer más rápido que el capital constante, es decir, que la
tasa de explotación puede crecer más rápidamente que la composición
orgánica del capital. Sin embargo, si las contradicciones internas del
capitalismo imposibilitaran a largo plazo que la masa agregada de ganancia
creciera más rápidamente que el capital constante, entonces por necesidad la
tasa de ganancia decrecería a largo plazo conforme se acumulara más capital
constante. Pero ¿realmente es así? ¿El hecho de que el capital adquiera el
trabajo vivo a su valor para apropiarse de la plusvalía y reinvertirla en una
acumulación continuada de nuevos medios de producción termina
imponiendo la reducción de la tasa general de ganancia? Marx no aporta
ningún argumento para que necesariamente en el muy largo plazo la tasa de
explotación deba crecer más lentamente que la composición orgánica del
capital: si, como él mismo reconoce, existen fuerzas contrarrestantes de la
caída tendencial, prima facie no hay por qué suponer —a falta de
argumentos adicionales que lo demuestren— que la tendencia de la tasa a
caer será más poderosa que las fuerzas contrarrestantes. Tal como observan
aguadamente Fernández Liria y Alegre Zahonero ([2010] 2019, 621):
No puede encontrarse en El capital más fundamento para considerar la ley a la caída de la tasa de
ganancia y la causa contrarrestante al aumento de la tasa de explotación que para hacerlo a la
inversa, a saber, considerar la ley la tendencia al aumento de la tasa de ganancia (provocada por
la tendencia al aumento de la tasa de explotación) y la causa contrarrestante al aumento de la
composición orgánica (provocada por la tendencia a la progresiva acumulación de capital).
Tabla 6.8
Tabla 6.9
Tabla 6.10
Por consiguiente, si el capitalista invierte 110 toneladas será
complementándolo con 55 horas de trabajo (a cambio de 22 toneladas de
trigo o menos) para obtener al menos un rendimiento físico del 25 % y un
excedente productivo de al menos 33 toneladas (o 33 horas trabajadas):
cualquier otra opción implicaría una regresión tecnológica (el uso de una
tecnología menos eficiente que la existente). Verbigracia, el capitalista
rechazaría invertir 110 toneladas transformadas por 50 horas de trabajo (20
toneladas de trigo) para producir 161 toneladas de trigo, porque el
plusproducto del que se apropiaría sería de 31 toneladas (inferior a las 33
que lograría si empleara 55 horas de trabajo): llamemos a esta posibilidad
«opción tecnológica 2». En cambio, sí aceptaría invertir 110 toneladas
transformadas por 50 horas de trabajo para producir 163 toneladas: en ese
caso, el excedente productivo sería de 33 toneladas y la tasa de rentabilidad
física sería del 25,3 %. Llamemos a esta última posibilidad, «opción
tecnológica 3» (Tabla 6.11).
Idéntico resultado alcanzaremos si lo expresamos en horas trabajadas
(Tabla 6.12):
Por tanto, el capitalista sólo aumentará el uso de trabajo objetivado en
relación con el trabajo vivo en el caso de que la tasa general de ganancia sea
igual o mayor que la existente: aceptaría la opción tecnológica 3 pero
rechazaría la opción tecnológica 2.
La réplica que bosquejó Marx contra este argumento es que, cuanto
mayor sea el tiempo de plustrabajo, menos crecerá la plusvalía ante un
mismo incremento de la productividad del trabajo, es decir, ante un mismo
incremento de la composición orgánica del capital. Siendo la plusvalía
reducible a tiempo de plustrabajo como fracción de la jornada laboral, es
evidente que, cuanto más elevada ya sea la plusvalía como porción de la
jornada laboral, menos margen tendrá para seguir creciendo. De modo que,
al final, «el límite absoluto de la jornada laboral promedio —que por
naturaleza será inferior a 24 horas diarias— marca un límite absoluto a
cuánto es posible compensar una reducción del capital variable aumentando
la tasa de plusvalía, o compensar la reducción del número de trabajadores
explotados aumentando el grado de explotación de su fuerza de trabajo» (C1,
11, 419-420). Por mucho que crezca la composición orgánica del capital y
aumente la productividad del trabajo, nunca será capaz de rebasar ese límite.
Tabla 6.11
Tabla 6.12
Tabla 6.14
Reiteremos este último punto: el Teorema de Okishio no niega que la
tasa general de ganancia pueda descender con el incremento de la
composición orgánica del capital, sino que simplemente expone que ese
descenso vendrá causado por un incremento del salario real de los
trabajadores y no por el incremento de la composición orgánica del capital.
Por tanto, o el desarrollo de las fuerzas productivas que promueve el
aumento de la composición orgánica del capital termina beneficiando de
manera endógena a los propios trabajadores (de modo que la teoría de la
explotación se ve seriamente mermada) o la tasa general de ganancia no
desciende con el aumento de la composición orgánica del capital. Como ya
señaló Paul Samuelson (1957) anticipando las conclusiones del propio
Teorema:
Existe una contradicción en el pensamiento de Marx […]. Junto con la ley de la reducción
tendencial de la tasa general de ganancia, los marxistas suelen hablar de la «ley del salario real
decreciente (o constante)». […] Tal vez Marx no se dio cuenta de la incoherencia de esas dos
leyes inevitables. En palabras de Joan Robinson: «Marx sólo puede demostrar que existe una
tendencia a que los beneficios desciendan abandonando su argumento de que los salarios reales
se mantendrán constantes».
Tabla 6.17
Recordemos que el Teorema de Okishio definía la tasa general de
ganancia como aquel valor que permitía igualar intratemporalmente (en cada
período t) los precios de equilibrio de los inputs y de los outputs:
Tabla 6.19
En este sentido, cuando la productividad del trabajo deja de aumentar
en la Tabla 6.19 (a partir del año 4) y, por tanto, la economía meramente
reinvierte el capital empleando la mejor tecnología disponible (la del año 4);
es decir, cuando el equilibrio económico deja de cambiar continuamente y la
economía no está en una permanente transición hacia un equilibrio que
jamás se termina de alcanzar, entonces la tasa general de ganancia deja de
descender y, por el contrario, va creciendo hasta aproximarse
asintóticamente a la tasa general de ganancia de equilibrio intratemporal (la
tasa de ganancia simultaneísta); en nuestro ejemplo, una tasa general de
ganancia del 20 % (la del año 4 de la Tabla 6.16 y la del año 30 de la Tabla
6.19). Por consiguiente, la TSSI no refuta al Teorema de Okishio: la tasa
general de ganancia no desciende estructuralmente por el incremento de la
composición orgánica del capital; desciende transitoriamente mientras los
precios de los inputs (del capital constante y del capital variable) se ajustan a
la nueva productividad del sistema económico. De ahí que la tasa general de
ganancia de equilibrio —el centro de gravedad para las tasas de ganancia
efectivas dentro de la economía mientras tiende hacia el equilibrio—
también aumente bajo la TSSI y coincide con la tasa general de ganancia
simultaneísta: la TSSI enmascara ese incremento de la tasa de ganancia de
equilibrio detrás de las tasas de ganancia de desequilibrio en su transición
hacia el equilibrio (un problema similar al que ya tuvimos ocasión de
reprocharle en el apartado 5.4.1 de este segundo tomo, cuando analizamos la
«solución» que la TSSI plantea al problema de la transformación y que
meramente consiste en transformar valores en precios de producción en
condiciones de desequilibrio, no de equilibrio). Conforme la nueva
tecnología se vaya extendiendo por la economía, pues, la productividad de
las nuevas inversiones incrementará su propia tasa de ganancia (pues
adquirirán los medios de producción y la fuerza de trabajo a precios ya
rebajados, esto es, coherentes con el nuevo equilibrio inducido por el
cambio tecnológico) y, con el aumento de las tasas individuales de ganancia,
también lo hará la tasa general.
En suma, la proposición q («las contradicciones internas del capitalismo
imposibilitan revertir a largo plazo la relación negativa entre acumulación de
capital constante y tasa general de ganancia») queda refutada. Las dinámicas
del capitalismo permiten, al menos potencialmente, sobreponerse a la
reducción de la tasa general de ganancia. En palabras del filósofo marxista
analítico Jon Elster (1986, 77): «La teoría de Marx de la tasa decreciente de
ganancia hace aguas por todos los lados».
Ahora bien, y a este respecto, recordemos que el Teorema de Okishio
no es incompatible con que la tasa general de ganancia se reduzca a largo
plazo, sino con que se reduzca manteniendo los salarios reales constantes:
por tanto, el capitalismo realmente existente sí podría experimentar una
caída sostenida de la tasa general de ganancia, pero por motivos distintos a
los aducidos por Marx (Marx jamás presentó como contradicción del
capitalismo el que los salarios reales tendieran a subir sostenidamente). No
obstante, que la tasa general de ganancia en el capitalismo realmente
existente descienda tampoco validaría per se la teoría marxista: no sólo
porque descendería por motivos distintos a los aducidos por Marx, sino
porque, como ya probamos en el epígrafe anterior, no existe ninguna
inexorabilidad dentro del capitalismo a que la tasa general de ganancia
necesariamente deba descender, ni siquiera cuando se incrementan los
salarios reales. La tasa general de ganancia puede descender o no hacerlo
dependiendo del contexto institucional y económico.
En todo caso, y desde un punto de vista empírico, tampoco está nada
claro que durante las últimas décadas se haya reducido la tasa general de
ganancia dentro de los países capitalistas. Si analizamos la evolución de la
tasa general de ganancia41 en las siete principales economías europeas
(Alemania, Reino Unido, Francia, Italia, España, Holanda y Suiza) y en EE.
UU., observaremos que la tasa general de ganancia durante los últimos 25
años (1995-2019) se ha mantenido constante (o incluso se ha incrementado)
en EE. UU., España, Holanda y Suiza (Gráfico 6.1), mientras que ha
descendido Alemania, Reino Unido (aunque no desde 2001), Francia e Italia
(Gráfico 6.2). Tampoco el marxista Íñigo Carrera (2003, 220-221) encuentra
ninguna tendencia a la baja de la tasa general de ganancia en EE. UU. entre
1929 y 2005, de modo que, a su entender, «resulta evidente que no es en una
caída de la tasa de ganancia donde cabe buscar la barrera con que choca
actualmente la expansión de la escala de la producción social».
Gráfico 6.1. Tasa general de ganancia por países
Fuente: AMECO y Eurostat.
Salarios + Ganancias
= Inversión + Consumo de trabajadores + Consumo de capitalistas
Sigamos analizando los argumentos de Marx sobre las crisis de oferta dentro
del capitalismo: ¿hasta qué punto la anarquía productiva del capitalismo (el
hecho de que las decisiones de producción social se tomen
descentralizadamente por capitalistas independientes en competencia)
conduce inexorablemente a un crecimiento desequilibrado de la economía,
que provoca reducciones transitorias en la tasa general de ganancia y que se
ven agravadas por su caída tendencial?
De entrada hay que rechazar la idea de que el capitalismo implique una
absoluta y descoordinada anarquía productiva. Es cierto que, en el
capitalismo, cada capitalista organiza los medios de producción y la fuerza
de trabajo de manera autónoma frente a otros capitalistas, sin que ninguno de
ellos se someta a un plan central que los coordine de manera jerárquica y
centralizada. Pero eso no equivale a que cada capitalista tome las decisiones
de manera totalmente aislada y atomística —descoordinada— con respecto
al resto de los capitalistas: por un lado, parte de los capitalistas producen
mercancías que pretenden ser vendidas a otros capitalistas, de modo que los
primeros necesariamente han de adaptarse a generar valores de uso para los
segundos, esto es, los primeros han de coordinarse con los segundos (si los
segundos necesitan tablones de madera y los primeros producen harina, los
primeros no lograrán vender su capital mercantil a los segundos); por otro,
los capitalistas también compiten con otros capitalistas a la hora de vender
sus mercancías (ya sea a otros capitalistas o a los consumidores finales), de
modo que la propia competencia entre ellos actúa como elemento nivelador
tanto ex ante (un capitalista debe tener en cuenta los movimientos esperados
de sus competidores antes de decidir qué producir, cuánto producir y cómo
producir) como ex post (no todas las propuestas productivas de todos los
capitalistas terminan saliendo adelante dentro del mercado: las más
eficientes prosperan y las menos eficientes no). Es decir, cada capitalista
individualmente considerado ha de tomar por necesidad en consideración los
planes del resto de los capitalistas, dado que el éxito o el fracaso de su
propio plan dependerá de su interacción cooperativa (proveedor-cliente) o
competitiva con el resto de los capitalistas.
Ahora bien, cabría pensar que, aun cuando cada capitalista quiera tomar
sus decisiones considerando las decisiones que van a tomar el resto de los
capitalistas así como las preferencias de los consumidores, cada capitalista
carece de suficiente información sobre las decisiones del resto como para
actuar de manera coordinada. En un plan central, puede suponerse que toda
la información fuera pública y que, por tanto, todo el mundo conoce (o
puede conocer) qué han hecho y qué van a hacer los demás; en cambio, en
una sociedad de mercado carecemos de esa información. Pero, nuevamente,
esto es un error: como ya expusimos en el apartado 2.1.1 de este segundo
tomo, en el mercado existen múltiples formas de obtener información sobre
el resto de los capitalistas y acaso el principal mecanismo sea el sistema de
precios.
El sistema de precios actúa como un vehículo de transmisión de
información no sólo sobre las preferencias de los compradores (algunos de
los cuales pueden ser, como hemos dicho, capitalistas que demandan medios
de producción) sino también sobre las condiciones de oferta de los
competidores. Si el precio de una mercancía se incrementa en términos
relativos (frente a otras mercancías imperfectamente sustitutivas y frente a
los medios de producción necesarios para fabricarla), eso nos indica que
debemos tratar de producirla en mayor medida (más oferta) y de consumirla
en menor medida (menos demanda); si el precio de una mercancía se abarata
en términos relativos, eso nos indica que debemos reducir su escala se
producción (menos oferta) y que podemos consumirla en mayor medida
(más demanda) (Hayek 1945). Es decir, el sistema de precios nos
proporciona información sobre el contexto productivo del resto de los
capitalistas y sobre el contexto de preferencias de los consumidores: no sólo
eso, también incentiva a que cada capitalista tome decisiones coherentes
respecto a ese contexto económico. Los precios son, pues, señales
informativas recubiertas de una recompensa (Cowen y Tabarrok [2010]
2015, 120-121).
Lo anterior no debería ser sorprendente para la teoría económica
marxista. A la postre, y como ya explicamos en el epígrafe 1.2 del tomo
primero de este libro, la ley del valor «no es más que una ley de equilibrio
del sistema anarco-mercantil» (Bukharin [1919-1920] 1979, 155). Si una
mercancía es sobreproducida, se venderá por debajo de su valor y si es
sobredemandada, se venderá por encima de su valor, y semejante cambio en
los precios relativos proporcionará información a los capitalistas para que
modifiquen sus pautas de especialización productiva (que aumenten la
producción de las mercancías infraproducidas y reduzcan la producción de
las sobreproducidas). Es decir, que la ley del valor «determina las
proporciones relativas del trabajo social agregado […] que se dedican a
producir diferentes tipos de mercancías […] y dirige la inversión hacia
aquellas empresas y sectores productivos cuyos beneficios se hallan por
encima de la media retirándolos de aquellos otros donde están por debajo»
(Mandel 1976, 4142), de modo que, en última instancia, «la famosa “mano
invisible” que supuestamente regula la oferta y la demanda del mercado no
es más que esta misma ley del valor en funcionamiento» (Mandel 1976, 41).
Además, la conversión de valores en precios de producción, consecuencia de
la competencia entre capitales, impone que todo capital reciba una misma
tasa (general) de ganancia, de modo que si algunos capitales individuales
reciben una tasa de ganancia superior o inferior a la general tenderá a haber
migración de capitales desde los sectores con menor tasa de ganancia a los
sectores con mayor tasa de ganancia y «esa tendencia tiene el efecto de
distribuir la masa total de trabajo social entre las diversas esferas de
producción de acuerdo con la necesidad social» (Marx [1862-1863a] 1989,
433).
Es decir, que la propia teoría económica de Marx le asigna a los precios
—sujetos al funcionamiento de la ley del valor— un papel equilibrador
dentro del mercado: y ese equilibrio sólo puede alcanzarse si los precios son
los que informan e incentivan a los capitalistas a tomar decisiones que sean
coordinadoras (o recoordinadoras) con el resto de los capitalistas y con los
compradores finales.
Por supuesto, lo anterior no significa que Marx considerara que los
precios de las mercancías, regulados en última instancia por la ley del valor,
conduzcan a una situación de equilibrio continuado: para Marx, el mercado
no es anárquico sólo porque no está dirigido por nadie y, por tanto, no está
sujeto a un plan racional de ningún ser humano, sino también porque cada
productor sólo se relaciona con otros productores a través del intercambio de
mercancías, de modo que su trabajo individual no es inmediatamente social
y no existe, en suma, una continua y explícita coordinación de la fracción de
trabajo social que cada uno de ellos desempeña. De ahí que, para Marx, los
precios de mercado no logren ni mucho menos una coordinación perfecta
entre productores independientes. Pero la cuestión es que, ni siquiera dentro
del marxismo, cabe afirmar que el capitalismo sea un modo de producción
que carezca de mecanismos internos para recoordinar a los diversos
capitalistas en caso de que éstos se hayan descoordinado en exceso: incluso
el marxismo le reconoce, hasta cierto punto, ese rol coordinador de los
precios.
De hecho, si los precios fueran un mecanismo de coordinación aun más
eficiente de lo que supuso Marx (por las razones expuestas en los epígrafes
1.2.2 y 2.1.1 de este segundo tomo), la anarquía de mercado no tendría por
qué ser intrínsecamente descoordinadora, sino que podría ser compatible con
un ajuste multilateral y continuado entre los distintos productores
independientes que nos mantuviera cerca del equilibrio y al margen de crisis
de oferta. Por ejemplo, si la inversión en telares crece mucho más que la
inversión en algodón, la expectativa del precio spot futuro del algodón (o el
precio forward presente del algodón) tenderá a incrementarse por la
expectativa de que la demanda de algodón (por parte de los telares)
desbordará la oferta de algodón (por la infrainversión en la industria). Y si el
precio del algodón esperado en el futuro (o el precio presente del algodón
futuro) se incrementa, será ya rentable en el presente invertir en incrementar
la oferta de algodón (de manera acompasada con la inversión en telares).
Desde luego, no existen garantías de que los operadores de mercado siempre
anticipen correctamente el futuro (al igual que tampoco hay garantías de que
un planificador central anticipe correctamente el futuro), pero si existe y se
transmite la información en alguna parte del mercado de que la oferta de
algodón está creciendo insuficientemente con respecto a la demanda
esperada en el futuro, esa información tenderá a diseminarse rápidamente a
través del sistema de precios y, una vez diseminada a través del sistema de
precios, modificará el comportamiento de los capitalistas actuales para
alinearlo con la nueva estructura de precios, pues en caso contrario los
capitalistas no estarían maximizando sus ganancias.45
No sólo eso, lo que Marx debería haberse preguntado es si el sistema de
precios, aun siendo imperfecto, podría ser un mecanismo de coordinación
más eficiente que sus alternativas, como la planificación centralizada. Marx
no analiza esa cuestión pero sí dogmatiza sobre ella: «Si la producción
capitalista fuera producción enteramente socialista —una contradicción en
los términos— no podría haber sobreproducción alguna» (Marx [1862-
1863b] 1989, 306). Pero Marx no nos describe el proceso a través del cual
una economía socialista hallaría las proporciones correctas para invertir
entre los diversos sectores —como si ese gigantesco problema de
información que el mercado sólo resuelve imperfectamente fuera un
problema trivial o inexistente dentro de una economía socialista—, sino que
simplemente presupone un escenario en el que ese problema ya ha sido
resuelto. Lo mismo cabría hacer respecto al mercado: presuponer que el
problema de información no existe o que siempre se resuelve para así
concluir que, «si la producción fuera producción enteramente capitalista, no
podría haber sobreproducción alguna». Curiosamente, ése era el reproche
que Marx les dirigía a los «apologistas» del capitalismo, a saber, que
presupusieran que el mercado siempre estaba en equilibrio:
En las crisis del mercado mundial se revelan de súbito las contradicciones y los antagonismos de
la producción burguesa. Los apologistas [del capitalismo], en lugar de investigar la naturaleza de
los elementos conflictivos que estallan en forma de catástrofe, se contentan con negar la
catástrofe en sí misma e insisten, a pesar de la regularidad y periodicidad de su ocurrencia, que si
la producción se desarrollara según aparece en los libros de texto, las crisis nunca ocurrirían.
Por tanto, los apologistas [del capitalismo] se dedican a falsificar las relaciones económicas más
simples y, más en concreto, a aferrarse al concepto de unidad al enfrentarse a las contradicciones
(Marx [1862-1863b] 1989, 131) [énfasis añadido].
Es decir, que allí donde la banca era libre de interferencias estatales (no
sólo de regulaciones, sino también de privilegios) no se produjeron crisis
monetarias (White 1992). Si un precio clave para la coordinación dentro del
mercado —los tipos de interés— no se ve alterado por regulaciones y
privilegios políticos a los intermediarios financieros (a aquellos que, como
market makers, engendran toda la estructura de tipos de interés), no tendría
por qué emerger la desproporción intersectorial en forma de sobreinversión
en capital fijo que origina las crisis económicas. O al menos no con la
magnitud y regularidad con la que ha ocurrido durante los últimos 250 años.
Sin embargo, que bajo ciertas condiciones institucionales el capitalismo
pueda evitar las crisis económicas no implica que el capitalismo realmente
existente en cada sociedad histórica no sea propenso a sufrir esas crisis
cíclicas.
En definitiva, nos mantenemos escépticos sobre la validez de la
proposición r y, en cambio, consideramos que la proposición t sí es correcta
aun cuando en ciertos supuestos (capitalismo con mercados financieros
libres de interferencia estatal) pueda ser falsa. En todo caso, ni la
proposición r ni la proposición t son correctas por los argumentos que
expone Marx.
Así descrito, el comunismo podría sonar a una bonita pero irreal utopía
sobre el futuro de la humanidad. Sin embargo, recordemos que, para Marx,
el comunismo es una inevitabilidad histórica: «La caída [de la burguesía] y
la victoria del proletariado son igualmente inevitables» (Marx y Engels
[1848] 1976, 496). No es un ideal, sino el movimiento mismo de la historia:
«Para nosotros, el comunismo no es una situación que deba ser implantada,
un ideal al que la realidad tenga que ajustarse. Denominamos comunismo al
movimiento real que elimina la situación actual» (Marx y Engels [1845-
1846] 1976, 49). O al menos lo es desde la interpretación materialista y
dialéctica que hemos venido elaborando a lo largo de este libro y que es
mayoritaria dentro del marxismo (si bien, como ya mencionamos al
comienzo de nuestra introducción al pensamiento de Marx en el primer tomo
de este libre, existen otras posibles interpretaciones de Marx).46 No se trata
de algo que a Marx le gustaría que ocurriera o de algo que podría llegar a
ocurrir, sino de algo que necesariamente terminará ocurriendo, más pronto o
más tarde: el capitalismo, una vez que haya completado su misión histórica
de desarrollar las fuerzas productivas, será derribado y dará paso al
comunismo, donde finalmente el hombre logrará desalienarse y alcanzar la
libertad.
Podemos formalizar el razonamiento de Marx con el siguiente teorema:
∧
p q → r ↔ s. En particular:
Si
(p) El materialismo histórico es cierto.
(q) El capitalismo está necesariamente abocado a agotar su capacidad de desarrollo de las
fuerzas productivas.
entonces
(r) el capitalismo será inevitablemente reemplazado por el modo de producción comunista.
y entonces y sólo entonces
(s) se logrará la liberación histórica del ser humano.
La dialéctica es una teoría sobre la historia así como una heurística para
desentrañar las interrelaciones de la evolución histórica. Su premisa de
partida es que la realidad está sometida a un flujo continuo de cambios,
primero cuantitativos y luego cualitativos, que son provocados por las
contradicciones inherentes a los distintos elementos opuestos que componen
esa realidad. En esta definición podemos encontrar las tres premisas básicas
de la dialéctica: la negación de la negación (flujo continuo de cambios), la
transformación de cantidad en calidad y de la nueva calidad en nueva
cantidad (acumulación de cambios cuantitativos generan un cambio
cualitativo y viceversa) y la interpenetración de los opuestos (los cambios
son provocados por las contradicciones entre los opuestos).
En el caso del capitalismo, por ejemplo, los cambios dentro de este
modo de producción se suceden como consecuencia de las contradicciones
entre valor de uso y valor: valor de uso y valor son opuestos en
contradicción que generan cambios cuantitativos (creciente expansión del rol
social de la mercancía a costa de la producción para el autoconsumo) y
posteriormente cualitativos (mercancía que da paso al dinero y dinero que da
paso al capital) que engendra nuevos cambios cuantitativos (acumulación de
capital) hasta que finalmente el capitalismo, que había surgido de la
negación del feudalismo, se niega a sí mismo dando lugar al comunismo
(otro cambio cualitativo).
¿En qué medida, pues, la dialéctica constituye un enfoque válido para
analizar y describir la evolución natural y social? Siguiendo a Mario Bunge
(1981, 59), podemos descomponer el enfoque dialéctico en cinco axiomas:
Figura 7.1
Ese desarrollo helicoidal, ondulado o en espiral, propio de la dialéctica,
cabe contrastarlo con la alternativa que supondría una evolución cíclica y
circular —sin desarrollo— de la realidad (Elster 1986, 117): los distintos
elementos que conforman la realidad no evolucionarían de manera
ascendente con el paso del tiempo, sino que sufrirían mutaciones que
terminarían devolviéndolos a su forma original para iniciar un nuevo ciclo
de mutaciones: la semilla se transformaría en árbol y el árbol en semilla,
pero todas las semillas serían siempre iguales entre sí (o podría haber
cambios de una semilla respecto a otra, pero nada garantiza que las nuevas
semillas del futuro no reviertan a las originales). La realidad, en la evolución
cíclica y circular, se negaría y se reafirmaría a sí misma incesantemente sin
desarrollo alguno.
Pero, para la dialéctica, la evolución no es circular sino helicoidal, de
modo que la negación de la negación no es una reafirmación de la realidad
inicial, sino una transformación superadora de la misma. Por ejemplo, el
modo de apropiación capitalista (la acumulación y centralización del capital)
niega la propiedad privada personal, pero la continuidad de esa acumulación
y centralización del capital termina exacerbando las contradicciones internas
del capitalismo hasta que se produce la negación de la negación de la
propiedad privada personal: pero esta segunda negación no restablece la
propiedad privada personal precapitalista, sino que nos adentra en el
comunismo (C1, 32, 929).
Figura 7.2
7.1.4. Conclusión
El materialismo histórico, como confluencia del materialismo y de la
dialéctica en el análisis de las dinámicas históricas, sólo puede
proporcionarnos una teoría de la historia muy elemental que en absoluto nos
permite efectuar pronósticos sobre el rumbo futuro de la humanidad. Ni las
sociedades evolucionan solamente por el conflicto entre su forma social y su
grado de desarrollo material, ni las ideas son irrelevantes en la evolución de
las formas sociales y del desarrollo material, ni las categorías económicas
son enteramente contingentes, ni es evidente que la historia de la humanidad
deba ser siempre ascendente ni, mucho menos, que el punto final de ese
ascenso sea un tipo de relaciones sociales de producción concretas como son
las comunistas. Por consiguiente, el materialismo histórico no nos sirve
como herramienta teórica para hacer ningún tipo de pronóstico histórico:
casi cualquier cosa puede terminar ocurriendo. De ahí que podamos rechazar
la proposición p: el materialismo histórico, tal como se lo suele formular, no
es una teoría correcta de la historia.
El propio Gerald Cohen, después de haber escrito la que probablemente
sea la exposición más rigurosa del materialismo histórico, La Teoría de la
historia de Karl Marx: una defensa (Cohen [1978] 2001), optó por
distanciarse del materialismo histórico, no tanto porque estuviera
convencido de que fuera falso, sino porque, debido a sus diversas lagunas
(algunas de las cuales hemos tenido ocasión de poner de manifiesto más
arriba; otras no habrían sido compartidas por Cohen), ya no tenía tanta
certeza de que fuera cierto:
Antes de comenzar a escribir mi libro, estaba convencido de que el materialismo histórico era
cierto y esa convicción sobrevivió más o menos después de finalizarlo. Últimamente, sin
embargo, me he replanteado hasta qué punto la teoría que defiende mi libro es cierta. No es que
ahora crea que el materialismo histórico es falso, pero no sé muy bien cómo explicar si es verdad
o si no lo es (Cohen [1983] 2001, 341).
Asimismo, en 1852, Marx escribía que «la revolución está más cerca de
lo que mucha gente cree. ¡Larga vida a la revolución!» (Marx [1852] 1979,
444). Ese mismo año, Engels reiteraba: «Ahora que hay signos inequívocos
de que la burguesía industrial ya ha expulsado del poder a todas las clases
tradicionales y de que, por tanto, es inminente que comience el día de la
batalla decisiva entre esa burguesía industrial y el proletariado industrial…»
(Engels [1852] 1979, 200). Y también años después, en 1878, Engels insistía
en que el capitalismo ya estaba agotado, que carecía de margen para
desarrollar adicionalmente las fuerzas productivas y que por tanto, de
acuerdo con el materialismo histórico, su sustitución por el socialismo
resultaba inevitable:
Las nuevas fuerzas productivas ya han sobrepasado la capacidad del modo de producción
capitalista para utilizarlas. Este conflicto entre las fuerzas productivas y el modo de producción
no es un conflicto originado en la mente de los hombres, como puede serlo el conflicto entre el
pecado original y la justicia divina. Es un conflicto que existe objetivamente fuera de nosotros, de
manera independiente a nuestros deseos y nuestras acciones, incluso de aquellos hombres que lo
han sacado a relucir. El socialismo moderno no es más que el reflejo, en nuestras ideas, de este
conflicto fáctico (Engels [1878] 1987, 255).
Pues bien, todos estos países (que totalizan una población de alrededor
de 200 millones de personas) crecieron con mayor rapidez de lo que lo ha
hecho China. Y, además, tengamos presente que, como ya hemos indicado,
el principal factor que ha impulsado el crecimiento económico de China
durante las últimas décadas han sido las reformas liberalizadoras de 1978
(Cheremukhin et alii 2015): fue en ese momento cuando se introdujo la
propiedad privada sobre la tierra en la agricultura, cuando se legalizaron los
intercambios comerciales por parte de las empresas públicas industriales o
cuando el país se abrió a la inversión extranjera (incluyendo la creación de
zonas económicas especiales mucho más enfocadas hacia el libre mercado).
El propio Jiang Zemin (2002), secretario general saliente del Partido
Comunista de China, destacó, en el décimo sexto Congreso Nacional del
Partido, el rol esencial que había jugado y debía seguir jugando el mercado
en el crecimiento económico del país, de modo que no queda claro si su
rápido crecimiento económico se debió a dinámicas de planificación central
típicamente comunistas o, más bien, a haber dado entrada a los mercados y
al capital para incrementar su productividad social:
Gráfico 7.4
Desarrollar una economía de mercado bajo el socialismo es una gran tarea pionera que jamás se
ha intentado antes en la historia. Ésta es la contribución histórica de los comunistas chinos al
desarrollo del marxismo […]. Pasar de una economía planificada a una economía de mercado
socialista representó un nuevo avance histórico en la reforma y en la apertura, generando así
perspectivas completamente nuevas para el progreso económico, político y cultural de China
[…]. Debemos seguir con las reformas hacia la economía de mercado socialista y asegurarnos de
que las fuerzas del mercado juegan un papel esencial en la asignación de recursos bajo el control
macroeconómico del Estado […]. Debemos dar una relevancia más completa al papel básico del
mercado en la asignación de recursos y construir un sistema de mercado moderno unificado,
abierto, competitivo y ordenado. Debemos seguir adelante con la reforma, la apertura, la
estabilidad y el desarrollo del mercado de capitales. Debemos desarrollar mercados para los
derechos de propiedad, la tierra, el trabajo y la tecnología y crear un entorno para el uso
equitativo de los factores de producción por parte de los partícipes del mercado […]. Debemos
desregular de manera sostenida los tipos de interés para dejarlos a las fuerzas del mercado,
optimizar la asignación de recursos financieros, fortalecer la regulación y prevenir y desactivar
los riesgos financieros con el objetivo de brindar mejores servicios bancarios para el desarrollo
económico y social.
Para nosotros, la cuestión más difícil es ésta: dado que la revolución es inminente en el
Continente y dado que, además, asumirá al instante un carácter socialista, ¿no será esa revolución
aplastada en esta pequeña esquina de la Tierra, dado que la sociedad burguesa todavía está en un
movimiento ascendente en un área geográfica [el resto del mundo] que es mucho mayor? (Marx
[1858b] 1983, 347).
Para el materialismo dialéctico, nada es final, absoluto, sagrado. La dialéctica revela el carácter
transitorio de todo en todo; nada puede resistírsele excepto el proceso ininterrumpido de llegar a
ser y desaparecer, de ascender sin fin desde lo inferior a lo superior […]. En Marx, esta visión
no está tan rotundamente definida. Son las conclusiones necesarias de su método, pero él nunca
las trazó de manera explícita. Y no lo hizo por la simple razón de que se vio forzado a crear un
sistema y, de acuerdo con los estándares tradicionales, un sistema filosófico debe concluir con
algún tipo de verdad absoluta […]. Por tanto, Marx se siente forzado a crear un final para ese
proceso porque necesita concluir su sistema en algún punto. En su Ideología Alemana y en sus
Grundrisse, Marx convierte ese final en un nuevo comienzo, dado que el punto final, el
comunismo primitivo […] «se aliena», es decir, se transforma a sí mismo en sociedad de clases
y vuelve a sí mismo más tarde como comunismo, es decir, como desarrollo material y como
historia. Pero al final de toda la filosofía, un retorno similar al principio sólo es posible de un
modo. A saber, concibiendo el final de la historia como sigue: la humanidad llega al desarrollo
absoluto de las fuerzas productivas y declara que ese desarrollo absoluto se logra con el
comunismo. De este modo, sin embargo, todo el contenido dogmático del sistema marxista es
declarado verdad absoluta, en contradicción con su método dialéctico, que disuelve todo lo que
es dogmático. Y lo que resulta aplicable al conocimiento filosófico también es aplicable a la
práctica de la historia.
Figura 7.5
Figura 7.6
Figura 7.7
O, aun cuando el comunismo fuere inevitable en el medio plazo, no
tendría por qué serlo en el largo plazo si se tratara de una imposición
revolucionaria precipitada y condenada a fracasar:
Figura 7.8
Tabla 7.1
CAPITALISMO COMUNISMO
Iniciativa Descentralizada Centralizada
Perfil Especializado y tolerante con el No especializado y adverso al
experimentador riesgo riesgo
Competencia Plural e intensa Inexistente
Recompensa Potencialmente enorme Baja
Financiación Segmentada y variada Socializada y única
Si, para (Hegel [1830] 2012, 54), «la historia universal es el progreso en la
conciencia de la libertad», para Marx, la historia de la humanidad es la
historia de la alienación y desalienación del ser humano, de la «realización
de la libertad» (Walicki 1995, 11), de su emancipación: emancipación
primero de las relaciones de dependencia personal (bajo el comunismo
primitivo, el esclavismo y el feudalismo) y emancipación después de las
relaciones de dependencia objetiva (bajo el capitalismo). En el comunismo,
el ser humano se desaliena al dejar de estar sometido tanto a relaciones de
dependencia personal como a relaciones de dependencia objetiva. El ser
humano adquiere colectivamente un control completo sobre sí mismo: sobre
lo que realmente es y sobre lo que quiere llegar a ser (Marx [1857-1858]
1986, 95).
En realidad, empero, esto último no es cierto: bajo el comunismo —en
su caracterización marxista—, los individuos dejan de estar sometidos a
personas concretas y a fuerzas impersonales, pero pasan a estar
absolutamente sometidos a la comuna (a la clase gobernante de la comuna,
sea ésta una burocracia especializada, un conjunto de personas que influyen
sobre los votantes o una coalición electoral mayoritaria). Al cabo, para que
ésta pueda tener un absoluto control sobre sí misma ha de tener absoluto
control sobre los individuos que la integran, los cuales se hallarán
consecuentemente a su merced: controlar centralizada y
monopolísticamente la totalidad de los valores de uso (su producción y su
distribución) supone controlar a los individuos que sólo pueden actuar
materialmente a través de esos valores de uso (Van Parijs 1995, 10-11).
Tanto es así que, si la mayoría de los miembros de la comuna se negara por
ejemplo a proporcionarle sustento a alguno de sus miembros, entonces ese
miembro sería incapaz siquiera de sobrevivir porque todas las relaciones de
producción y de distribución estarían mediadas por la comuna. Así pues, en
tanto extremadamente dependiente de la comuna (y no independiente frente
a ella), el ser humano, como individuo, no sería libre bajo el comunismo; y
no lo sería de acuerdo con la propia definición que da Marx de libertad: a
saber, ese individuo no sería capaz de «mantenerse sobre sus propios pies»
y no sería cierto que «no le debe su existencia a nadie salvo a sí mismo»
(Marx [1844a] 1975, 304).
Nada de esto debería resultarle especialmente sorprendente al
marxismo: si el ser humano es en parte aquello que produce y la
emancipación del ser humano requiere que éste controle el proceso de
producción, entonces, si se priva a cada ser humano, individualmente
considerado, de cualquier control directo sobre el proceso de producción,
entonces se le estará privando del control sobre sí mismo. Tal como dijo
Hilaire Belloc (1912, 11), «controlar la producción de riqueza es controlar
la vida humana misma». O como ya expuso de manera más desarrollada
Friedrich Hayek en Camino de Servidumbre ([1944] 2007, 126-127):
Es desconcertante que un pueblo que ha comenzado a liberarse a sí mismo, a derribar todas las
barreras entre sus distintas facciones y que aspira establecer una comunidad política, que ese
pueblo proclame solemnemente (Declaración de 1791) los derechos de hombres egoístas
separados del resto de los seres humanos y de la comunidad [...]. Este hecho resulta aún más
desconcertante cuando observamos que los emancipadores políticos llegan al extremo de reducir
la ciudadanía, y la comunidad política, a un simple medio para preservar esos derechos del
hombre y que, por tanto, el ciudadano es reputado un simple siervo del hombre egoísta, que la
esfera en la que el ser humano actúa como ser comunal se ha degradado por debajo de la esfera
en la que actúa como ser parcial (Marx [1843b] 1975, 164).
En tu goce o consumo de mi producto, obtendría una doble satisfacción directa: por un lado, ser
consciente de haber satisfecho una necesidad humana con mi trabajo, a saber, haber objetivado
la esencia humana y, por otro, de haber creado un objeto que satisface la necesidad de la
naturaleza esencial de otro ser humano [...]. En la expresión individual de mi vida, habría creado
directamente la expresión de tu vida y por tanto, con mi actividad individual, habría confirmado
y realizado mi auténtica naturaleza, mi naturaleza humana, mi naturaleza comunal (Marx
[1844b] 227-228).
Es cierto que Inglaterra, al causar una revolución social en el Indostán, sólo actuaba bajo el
impulso de los intereses más mezquinos, y fue verdaderamente estúpida a la hora de imponerlos.
Pero ésa no es la cuestión. La cuestión es si la humanidad puede realizar su destino sin una
revolución a fondo en el estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos los
crímenes que haya cometido, Inglaterra habrá sido el instrumento inconsciente de la historia
para alumbrar esta revolución. En tal caso, por penoso que pueda resultar para nuestros
sentimientos personales el espectáculo de un viejo mundo que se derrumba, desde el punto de
vista de la historia tenemos pleno derecho a exclamar con Goethe:
¿Quién lamenta los estragos
si los frutos son placeres?
¿No aplastó miles de seres
Tamerlán en su reinado? (Marx [1853] 1979, 132-133) [énfasis añadido].
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Notas
1. Esta afirmación puede resultar controvertida dado que algunos marxistas sostienen que Marx no
pretendió meramente criticar las proposiciones de la economía política de su época, sino criticar el
campo mismo de la economía política, mostrando que todo estudio de las relaciones cuantitativas
entre cosas (economía política) sólo es necesariamente una forma alienada (o fetichizada) de las
relaciones sociales de producción entre los hombres (Clarke 1991, 75): sólo así, rechazando la
economía política como un campo de estudio independiente al de la historia social y por tanto
desnaturalizando el capitalismo, podría terminar por superarse el capitalismo (Clarke 1991, 77). En
tal caso, lo que Marx habría hecho no sería una «economía política marxista», aceptando la
independencia del objeto de estudio pero adaptándolo a su perspectiva, sino una «crítica a la
economía política», rechazando in toto la independencia de lo económico. Sin embargo, creemos que
esta objeción está profundamente errada. Marx define «economía política» como el estudio «de las
formas sociales específicas de riqueza o, más bien, de la producción de riqueza» (Marx [1857-1858]
1987, 228). Que las formas sociales de producción de riqueza no sean constantes a lo largo de la
historia no significa que, dentro de cada modo de producción histórico, no quepa estudiar la forma
social y el contenido material de la producción de riqueza, esto es, como se organizan social y
materialmente las fuerzas productivas para generar riqueza: y eso es precisamente lo que hace Marx
en El capital respecto al capitalismo. Ese análisis sobre la forma social que adoptan las relaciones de
producción así como sobre su contenido real dentro del capitalismo bien puede calificarse de
«economía política marxista» en contraposición a la economía política clásica o burguesa de su
tiempo que, en el mejor de los casos, no penetraba en el contenido de las formas sociales de las
relaciones de producción. De hecho, el propio Marx no renegaba de la posibilidad de convertir la
economía política en una ciencia positiva por la vía de exponer el contenido real que se ocultaba
detrás de sus formas aparentes: «La economía política sólo puede convertirse en una ciencia positiva
si reemplazamos los dogmas en conflicto con los hechos en conflicto, y con los antagonismos reales
que conforman su fondo oculto» (Marx [1868b] 1988, 128). Asimismo, Friedrich Engels ([1859]
1980, 472-477), en su reseña de Una contribución a la crítica de la economía política (1859) de
Marx escribió: «[El libro de Marx] está concebido desde el comienzo para ofrecer un resumen
sistemático de todo el complejo de la economía política así como una elaboración coherente de las
leyes que regulan la producción y el intercambio burgués […]. Éste es un ejemplo de un hecho
peculiar que impregna a toda la economía y que ha generado una gran confusión en las mentes de los
economistas burgueses: a la economía no le interesan los objetos sino las relaciones entre personas y,
en última instancia, entre clases sociales; sin embargo, estas relaciones siempre están ligadas a
objetos y aparecen como objetos […]. El contenido económico del libro será analizado en un tercer
artículo». Nótese que Engels está relatando cómo Marx ha escrito un libro sobre economía,
empleando un método de análisis merced al cual ha evitado caer en los errores de los economistas
burgueses (estudiar los objetos en lugar de las relaciones entre clases sociales). Cuestión distinta es
que, efectivamente, una vez superado el capitalismo y alcanzado el comunismo, Marx sí crea que
desaparecerá la necesidad de la economía política como ciencia, dado que en el comunismo forma
social y contenido material coincidirán (Marx [1844a] 1975, 296-297; Kolakowski [1976a] 1983,
318) y cuando apariencia y esencia coinciden, «toda ciencia [es] superflua» (C3, 48.3, 956). Por
consiguiente, creemos que es perfectamente legítimo hablar de «economía política marxista» como la
ciencia positiva originada en Marx que estudia las distintas formas sociales que adopta la producción
de riqueza a lo largo de la historia, así como su relación contradictoria con el contenido real de esa
organización social de las fuerzas productivas. En este sentido, coincidimos con Rubin ([1923] 1990,
47): «La revolución en la Economía Política que llevó a cabo Marx consiste en haber tenido en
cuenta las relaciones sociales de producción que se hallan detrás de las categorías materiales. Éste es
el objeto genuino de la Economía Política como ciencia social».
2. En realidad, la idea no es totalmente original de Lenin. Engels organiza su Anti-Dühring ([1878]
1987) alrededor de tres secciones: filosofía, economía política y socialismo. Asimismo, Kautsky
([1908] 1969) también sostuvo que «el socialismo científico moderno» era «la fusión de todo lo que
el pensamiento inglés, francés y alemán tenían de grande y fértil» y, más concretamente, consideraba
que Inglaterra le aportó a Marx «la ciencia económica», Francia, «el pensamiento político» y
Alemania, «el pensamiento puro» (la filosofía). También, en esa misma dirección, puede leerse a
Spirkin (1990, 60-62). Para una revisión de las influencias intelectuales de Marx alternativa, pero
complementaria, a la tríada leninista puede leerse a Kauder (1968).
3. La interpretación que vamos a ofrecer sobre el enfoque filosófico de Marx es, como decimos, una
interpretación. A lo largo de su muy extensa obra, los escritos de Marx acerca de su método de
investigación fueron muy escasos y en ninguno de ellos se hace referencia a la dialéctica materialista.
Si a lo anterior le añadimos que esos escasos escritos metodológicos se hallan o en obras de su
juventud o en borradores que jamás consideró definitivos ni, por tanto, aptos para su publicación,
entonces los problemas exegéticos se acrecientan. Por nuestra parte, hemos optado por interpretar el
enfoque filosófico de Marx a través de la obra de Engels, quien sí escribió de manera mucho más
prolija sobre esta cuestión y si acuñó, como hemos mencionado, el término de dialéctica materialista.
Por supuesto, Marx no es Engels y por tanto leer a Marx a través del prisma de Engels podría
deformar el pensamiento de Marx. Sin embargo, Marx y Engels no sólo trabajaron codo con codo
durante 40 años, sino que Engels sentía una admiración cuasi reverencial por Marx y jamás pretendió
hacer otra cosa que desarrollar y clarificar las ideas de su amigo. En sus propias palabras:
Por supuesto, cabría pensar que Engels no llegó a comprender a Marx y que por tanto terminó
malinterpretándolo aun sin mala fe por su parte. Sin embargo, Marx sí leyó, contribuyó a escribir
(concretamente, el capítulo X de la segunda parte) y citó con aprobación una de las obras clave de
Engels en las que se desarrolla la dialéctica materialista: el Anti-Dühring. En esa obra, no sólo se
expone la dialéctica materialista, sino que se le atribuye a Marx como uno de sus grandes méritos:
«Los dos grandes descubrimientos que le debemos a Marx son la concepción materialista de la
historia y la revelación del secreto del modo de producción capitalista a través de la plusvalía. Con
estos dos descubrimientos, el socialismo devino ciencia» (Engels [1878] 1987, 27). Igualmente, en
esta obra se nos remite «al método dialéctico usado por Marx» (Engels [1878] 1987, 114). Es
altamente improbable que Engels hubiese publicado esas líneas en caso de que Marx hubiese
mostrado su menor disconformidad hacia ellas. El propio Engels relata en el prólogo de la segunda
edición del Anti-Dühring ([1878] 1987, 9) que «como el punto de vista aquí expuesto ha sido
fundado y desarrollado en su mayor parte por Marx, y sólo de manera poco relevante por mí mismo,
era obvio entre nosotros que esta obra no podía publicarse sin su conocimiento. Le leí todo el
manuscrito antes de llevarlo a la imprenta y el décimo capítulo de la parte de economía lo escribió él
mismo […]. Siempre fue costumbre nuestra ayudarnos recíprocamente en asuntos especiales».
Asimismo, sabemos que, al menos respecto al conjunto de la obra, Marx mostró su aprobación, pues
incluso llegó a recomendarla. Así, en una carta a Moritz Kaufmann, escribió: «Te mandaré por
correo, si no lo tienes ya, una publicación de mi amigo Engels: Herrn Eugen Dühring’s Umwälzung
der Wissenschaft [Anti-Dühring], el cual es muy importante para entender realmente el socialismo
alemán» (Marx [1878] 1991, 333-334). Para una explicación más detallada de la importancia del
Anti-Dühring como fuente del materialismo dialéctico puede leerse a Sacristán (1964). Por
consiguiente, aun reconociendo que existen otras lecturas posibles de Marx alejadas del materialismo
dialéctico (Althusser [1965] 2005; Martínez Marzoa 1983; Thomas 1991; Heinrich [2004] 2012;
Fernández Liria y Alegre Zahonero [2010] 2019), creemos que la expuesta en este tomo es una de las
posibles lecturas aceptables de Marx: una lectura que no sólo es la más popular (¿la más vulgar?)
dentro del marxismo, sino que además permite trazar una línea de continuidad intelectual a lo largo
de toda la obra de Marx, desde su juventud a su madurez sin forzar ninguna ruptura epistemológica
(Kolakowski [1976a] 1983, 264-269). En todo caso, aun cuando Marx no hubiese querido descubrir
las «leyes del acontecer histórico» sino únicamente, y como él mismo expuso (C1, 92), la «ley
económica del movimiento de la sociedad moderna» (Martínez Marzoa 1976, 12), la mayor parte de
este libro –en sus dos tomos– seguiría siendo válida porque en él se expone (y se critica) la visión de
Marx sobre el funcionamiento del capitalismo.
4. Marx y Engels optaron inicialmente por describirse como comunistas debido a que, en 1847, justo
antes de escribir el Manifiesto Comunista (1848), «por socialistas se entendía, por un lado, a los
partidarios de los diferentes sistemas utópicos: los owenistas en Inglaterra y los furieristas en Francia,
convertidos ambos paulatinamente en meras sectas en extinción y venidos ya a menos; por otro, a los
más diversos charlatanes sociales que, con toda clase de chapucerías, prometían terminar con todos
los males sociales, sin poner en peligro el capital y la ganancia. En ambos casos se trataba de gente
que se hallaba fuera del movimiento obrero y que más bien buscaba apoyo entre las clases
“educadas”. Cualquier sector de la clase obrera que estuviese convencido de la insuficiencia de un
mero cambio político exigía una transformación social entera; tal sector se llamaba entonces
comunista […]. El socialismo era, pues, en 1847, un movimiento de la clase media, mientras que el
comunismo lo era de la clase obrera» (Engels [1888a] 1990, 516). Sin embargo, con posterioridad,
comunismo y socialismo se volvieron términos intercambiables en el léxico de Marx y Engels.
A este respecto, en su Crítica al Programa de Gotha (1875), Marx distingue entre dos etapas del
comunismo que exploraremos con mayor detalle en epígrafe 7.4 de este primer tomo: la etapa
temprana del comunismo y la etapa superior del comunismo (Marx [1875] 1989, 87). Posteriormente,
Lenin en El Estado y la Revolución ([1917] 1964, 471) denominó «socialismo» a la primera etapa del
comunismo (en la que el modo de producción comunista todavía no estaba plenamente implantado y,
por tanto, subsistían la escasez material, el Estado, los antagonismos de clase y algunos principios
distributivos de la sociedad burguesa) y «comunismo» estrictamente a la fase superior del
comunismo (donde la escasez material, el Estado, los antagonismos de clase y los principios
distributivos de la sociedad burguesa habían sido totalmente abolidos). Sin embargo, esa distinción
leninista entre socialismo y comunismo es totalmente ajena a Marx y Engels.
5. Podría parecer que nuestra interpretación es opuesta a la de Engels, quien sí habla de una etapa
histórica caracterizada por la producción simple de mercancías. En tal caso, la economía mercantil no
capitalista no sería sólo una aproximación teórica simplificada al funcionamiento de una economía
mercantil capitalista, sino una etapa histórica previa:
Sin embargo, démonos cuenta de que Engels no se está refiriendo a la producción simple de
mercancías como un modo de producción independiente del esclavismo, del feudalismo o el
dcapitalismo (con su propia estructura y superestructura). Engels está hablando de que tanto en el
esclavismo como en el feudalismo se producían y distribuían mercancías y que esa producción y
distribución de mercancías, con el paso de los siglos, fue ajustándose cada vez más a la ley del valor
hasta que las mercancías comenzaron a intercambiarse como capitales bajo el capitalismo. Eso no
equivale a considerar que la «economía mercantil no capitalista» fuera una etapa histórica concreta,
sino a que parte del análisis que desarrolla Marx sobre la mercancía es aplicable a modos de
producción previos al capitalismo. El propio Marx ([1864] 1994, 362) nos dice, como ya hemos
recogido, que «con anterioridad a la producción capitalista, una gran parte del producto no se
producía como mercancía, no para ser mercancía […]. Tan sólo sobre la base de la producción
capitalista la mercancía se convierte en forma predominante del producto». Es decir, que
históricamente no ha existido un modo de producción no capitalista donde la mercancía sea la forma
general de producción.
6. Marx emplea indistintamente «valor de uso» como sujeto y como objeto; es decir, como una
cualidad (objeto) y como la cosa que posee esa cualidad (sujeto). Por tanto, valor de uso es sinónimo
de «objeto útil» pero también de «utilidad». Por ejemplo, por un lado, «un valor de uso, u objeto útil,
sólo tiene valor porque en él está objetivado o materializado trabajo abstracto humano» (C1, 1.1,
129); por otro, «Su propia mercancía no tiene para él ningún valor de uso directo: en caso contrario
no la llevaría al mercado. La mercancía posee valor de uso para otros. Para él, sólo tiene directamente
el valor de uso de ser portadora de valor de cambio» (C1, 2, 179). Podemos decir, pues, que «un
valor de uso es un objeto que posee valor de uso» (Cohen [1978] 2001, 415).
7. En un párrafo posteriormente tachado de La ideología alemana, Marx y Engels ([1845-1846]
1976, 255-256) explican cómo bajo el comunismo se mantendrán algunos de los deseos presentes en
el capitalismo, mientras que otros desaparecerán:
La organización comunista conlleva un doble efecto sobre los deseos producidos en el individuo
por las relaciones actuales: algunos de esos deseos –en particular, los deseos que existen bajo
todo tipo de relaciones [de producción] y sólo cambian su forma y la dirección bajo diferentes
relaciones sociales– meramente se ven alterados por el sistema social comunista, dado que se les
confiere la oportunidad de desarrollarse con normalidad; pero otros deseos –en particular,
aquellos que emergen únicamente en un tipo específico de sociedad, bajo condiciones
particulares de [producción] e intercambio– dejan de existir por entero. Cuáles de esos deseos
serán meramente modificados y cuáles eliminados en una sociedad comunista es algo que sólo
puede ser determinado por la práctica, modificando los «deseos» actuales y reales, no haciendo
comparaciones con otros períodos históricos previos.
8. La teoría del valor de Marx está claramente influida por la teoría del valor de David Ricardo, para
quien «el valor de una mercancía, o la cantidad de cualquiera otra mercancía por la que se
intercambie, depende de la cantidad relativa de trabajo que sea necesaria para su producción y no de
la mayor o menor compensación que se pague por el trabajo» (Ricardo [1817] 2004, 11). Marx, de
hecho, describió con las siguientes características los dos primeros capítulos del libro de David
Ricardo, Principios de Economía Política y Tributación (1817) en los que se contenía el germen de
su teoría del valor: «originalidad, unidad en su enfoque fundamental, sencillez, concentración,
profundidad, novedad y exhaustividad» (Marx [1862-1863a] 1989, 394).
9. En economía convencional, el equilibrio mercantil hace referencia simplemente a aquella situación
en la cual el mercado se vacía, es decir, en la que la cantidad ofertada y la cantidad demandada de
una mercancía son iguales. Al precio que vacía el mercado lo denominamos precio de equilibrio
(Cowen y Tabarrok [2010] 2015, 48). En principio, este equilibrio mercantil puede alcanzarse de dos
formas: o con cambios en el precio de equilibrio o sin cambios en el precio de equilibrio. En el
primer caso (cambios en el precio de equilibrio), si la cantidad ofertada supera a la cantidad
demandada, el precio de equilibrio caerá hasta que la cantidad ofertada se reduzca lo suficiente y la
cantidad demandada aumente lo suficiente como para que ambas coincidan. Si, en cambio, la
cantidad demandada supera a la ofertada, el precio de equilibrio subirá hasta que la cantidad
demandada se reduzca lo suficiente y la cantidad ofertada aumente lo suficiente como para que
ambas coincidan. Por tanto, el precio de equilibrio es como un centro gravitacional móvil o volátil:
cualquier cambio en la cantidad ofertada o en la cantidad demandada altera el precio de equilibrio.
Marx, sin embargo, no está interesado en este volátil equilibrio mercantil: y es que la cantidad
ofertada de mercancías puede ajustarse a largo plazo al alza o a la baja a un coste constante que viene
dado por la productividad del trabajo (por su valor). Así, si la cantidad ofertada de una mercancía
supera su demanda, esa cantidad ofertada tenderá a reducirse hasta igualarse con la cantidad
demandada; si la cantidad ofertada de una mercancía es inferior a su demanda, esa cantidad ofertada
tenderá a incrementarse hasta igualarse con la cantidad demandada. En ambos casos, el precio de
equilibrio no cambiará (lo hará la cantidad ofertada) y será igual al coste constante al que esa
mercancía puede reproducirse (o dejar de producirse), esto es, su valor. El precio de equilibrio en el
largo plazo, pues, es un centro gravitacional fijo (salvo cambios en la productividad) alrededor del
cual fluctúan los precios de mercado en el corto plazo y a partir del cual se determinan las cantidades
ofertadas de una mercancía según el volumen de su demanda social.
10. Como analizaremos más adelante, Marx nos dice respecto a las mercancías no reproducibles
mediante el trabajo humano que se intercambiarán a un «precio de monopolio»:
Por precio de monopolio nos referimos a cualquier precio determinado simplemente por el
deseo y la capacidad del productor a pagar, con independencia de cuál sea el precio de ese
producto determinado por su precio de producción o por su valor. Un viñedo poseerá la
capacidad de establecer un precio de monopolio si produce un vino de excepcional calidad pero
que puede ser producido sólo en una cantidad relativamente pequeña (C3, 46, 910) [énfasis
añadido].
En esto, Marx sigue completamente a David Ricardo, quien también excluye a determinadas
mercancías de la ley del valor:
Existen algunas mercancías cuyo valor sólo está determinado por su escasez. Ninguna cantidad
de trabajo puede aumentar la oferta de esos bienes, y por tanto su valor no puede ser reducido o
incrementado mediante su oferta. Encajarían en esta descripción algunas esculturas o cuadros
peculiares, libros y monedas antiguas, vinos de calidad especial que sólo puedan crearse a partir
de uvas cultivadas en su suelo particular cuya disponibilidad es muy limitada. Su valor es
totalmente independiente de la cantidad de trabajo originalmente necesario para producirlas y
varía con la cantidad de riqueza y con las propensiones de aquellos deseosos de comprarlas
(Ricardo [1817] 2004, 11).
11. El razonamiento es similar al que emplea Adam Smith ([1776] 1981, 49) cuando señala que «si
en una comunidad de cazadores […] cuesta habitualmente el doble de trabajo capturar a un castor
que cazar a un ciervo, entonces dos ciervos deberían intercambiarse naturalmente por un castor». Y
es que ningún cazador querrá entregar más de dos ciervos para recibir un castor (pues
alternativamente habría «autoproducido» el castor dedicando el tiempo empleado en cazar dos ciervo
a capturarlo), ni ningún cazador querrá recibir menos de dos ciervos por entregar un castor (pues
alternativamente habría «autoproducido» los dos ciervos dedicando el tiempo empleado en capturar
al castor en cazar a los ciervos).
12. Esta misma visión del trabajo cualificado es la que inspira la propuesta de Cockshott y Cottrell
sobre cómo implantar un «nuevo socialismo»: a saber, ambos autores consideran la cualificación
laboral como un factor de producción producido por la sociedad:
Podemos imaginar el establecimiento de un nivel básico de educación general: [el trabajo de] los
trabajadores educados hasta ese nivel será considerado «trabajo simple», mientras que el trabajo
de los trabajadores que hayan recibido educación especial adicional será considerado un «input
producido», como cualquier otro medio de producción (Cockshott y Cottrell 1993, 34).
No queremos dar a entender que por el hecho de que el trabajador cualificado le haya costado a
la sociedad un tercio más que el trabajador con un nivel de habilidad promedio, entonces
debamos pagarle un tercio más [que al trabajador promedio]. Este tercio extra representa el
coste adicional que tiene para la sociedad utilizar trabajo cualificado. Pero la sociedad ya ha
soportado ese «tercio extra» pagando la educación del trabajador [cualificado], de modo que no
existe justificación alguna para abonarle a ese trabajador ninguna remuneración extra
(Cockshott y Cotrell 1993, 35).
13. Aunque aceptamos e incorporamos la novedosa distinción entre fetichismo y mistificación que
desarrolla Ramas San Miguel (2018), tengamos también presente que Marx no usa ambos términos
de un modo coherente a lo largo de su obra. En ocasiones habla de mistificación cuando, según la
distinción efectuada, debería hablar de fetichismo. Por ejemplo: «La mistificación se da en este caso
porque la relación social aparece en la forma de una cosa» (Marx [1862-1863a] 1989, 27).
14. A este respecto, es frecuente que se malinterprete la sexta tesis sobre Feuerbach en la que Marx
señala que «la esencia del hombre no es algo abstracto inherente a cada uno de los individuos. Es en
realidad el conjunto de sus relaciones sociales» (Marx [1845] 1976, 4). Aparentemente, Marx estaría
señalando que la naturaleza humana es totalmente contingente y determinada por las condiciones
sociales en las que habita. Sin embargo, esta interpretación contradice muchas otras partes de la obra
de Marx, especialmente de sus primeros escritos de juventud, en las que sí distingue con claridad
características inherentemente humanas. Una de las interpretaciones más extendidas de esta
contradicción es la llamada «ruptura epistemológica» de Marx, preconizada por Louis Althusser.
Según Althusser ([1965] 2005, 33-38), los escritos del joven Marx (textos previos a 1845) seguían
muy influidos por el humanismo de su época, de modo que Marx abrazaba la idea de que el ser
humano poseía una esencia transhistórica al margen de las relaciones sociales en las que se insertara.
A partir de 1845, en cambio, Marx va transitando hacia el estudio científico de las estructuras
sociales, sin presuponer que la historia posea rumbo alguno y limitándose a analizar a los individuos
como portadores o receptáculos de las relaciones sociales dentro de las que se insertan. De ser así,
existiría una discontinuidad entre el «Marx joven» y el «Marx maduro». Sin embargo, creemos que
es posible interpretar a Marx sin apelar a ningún tipo de ruptura epistemológica, máxime porque en
muchos textos posteriores a 1845 siguen apareciendo referencias suyas a la naturaleza humana. Sin ir
más lejos, el trabajo que, según Marx, es generador de valor no es cualquier tipo de trabajo, sino el
trabajo humano y no, por tanto, el trabajo de animales no humanos, lo cual presupone que existe
alguna diferencia cualitativa entre unos y otros como para distinguirlos. El propio Marx, de hecho,
nos ofrece la clave de cuál puede ser esa diferencia cuando señala que «lo que distingue al peor
arquitecto de la mejor de las abejas es esto: que el arquitecto erige la estructura en su imaginación
antes de erigirla en la realidad» (C1, 7.1, 284); es decir, la acción productiva del ser humano es
consciente, deliberada, planificada y finalista. A su vez, también en El capital, Marx señala que «la
libertad, en este terreno, sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores
asociados, regulen racionalmente el metabolismo […] y lo lleven a cabo […] en las condiciones más
adecuadas y más dignas para con la naturaleza humana» (C3, 48.3, 959) [énfasis añadido]. Aunque
quizá la cita más clara provenga de los Grundrisse, donde Marx nos indica que «el proceso de
producción en general es común a todas las condiciones sociales, es decir, carece de un carácter
histórico: es, si se quiere decir así, humano» (Marx [1857-1858] 1986, 245-246). ¿Cómo interpretar
entonces la sexta tesis sobre Feuerbach donde aparentemente se postula una naturaleza humana
enteramente contingente? Caben al menos tres interpretaciones que permiten compatibilizar la
presencia de una naturaleza humana transhistórica con la sexta tesis sobre Feuerbach. Primero, que la
naturaleza humana sea el conjunto de relaciones sociales que integra un individuo (sexta tesis sobre
Feuerbach) no implica necesariamente que la naturaleza humana sea únicamente ese conjunto de
relaciones sociales, esto es, podría existir una naturaleza humana común a las distintas etapas de la
historia que se viera complementada por la naturaleza contingente determinada por las relaciones
estructurales en cada etapa. El propio Marx, en su crítica a Bentham, distingue entre «naturaleza
humana en general y naturaleza humana históricamente modificada en cada época» (C1, 24.5, 759).
Desde esta perspectiva, la naturaleza humana general podría verse alienada en un determinado
contexto histórico en la medida en que se viera anulada por la forma social que adopta. Segundo, la
existencia de una esencia humana transhistórica no implica que ésta deba materializarse por entero o
de manera plena en cualquier contexto histórico, sino que su esencia puede expresarse y desplegarse
de manera diferente según el entorno geográfico o histórico en que lo haga (Arteta 1993, 280-281;
Byron 2016). De ahí que las condiciones sociales determinen la esencia del hombre: porque la
moldean y la adaptan a cada contexto particular. Desde esta segunda perspectiva, sólo algunos
marcos sociales (el comunismo) permitirían la expresión de la naturaleza humana de un modo pleno
y no defectuoso, no envilecido, no corrupto, no constreñido, es decir, de un modo no alienado: en su
pleno potencial. Y tercero, aun negando la existencia de una esencia humana transhistórica, que la
naturaleza humana sea enteramente contingente no implica que, dentro de esa contingencia, no
puedan existir rasgos comunes a todas las etapas de la historia (Archibald 1989, 17): no se trataría,
pues, de que exista una esencia humana ahistórica que se manifiesta en todas las etapas de la historia,
sino de que, al investigar la naturaleza humana en las distintas etapas de la historia desde una
perspectiva materialista, se han hallado ciertos rasgos que son comunes a todas ellas. Desde esta
tercera perspectiva, la alienación podría entenderse como la distancia que separa al ser humano
existente en cada modo histórico concreto del ser humano que previsiblemente integrará el
comunismo, y sería posible hablar de «ser humano» a lo largo de la historia porque, aun por razones
contingentes, todos ellos poseerían unos rasgos mínimamente compartidos que posibilitarían
referenciarlos a una misma especie. Cualquiera de estas tres interpretaciones, pues, nos permite
postular una naturaleza humana de referencia con respecto a la cual el ser humano experimente
alienación y, por tanto, evita discontinuidades e incoherencias internas en el pensamiento de Marx.
Personalmente, y tras la inmensa evidencia y contundente hermenéutica de Aurelio Arteta (1993),
consideramos que la interpretación más apropiada es la segunda.
15. Marx trataba nocionalmente a los autónomos como asalariados de sí mismos: «El trabajador
autónomo es su propio asalariado y sus propios medios de producción se lo enfrentan en su mente
como capital. Como su propio capitalista, se emplea a sí mismo como asalariado» (Marx [1864]
1994, 446). Lo cual conducía a la paradójica situación en la que el autónomo se explotaba a sí
mismo:
En todo caso, Marx anticipaba que, conforme avanzara el capitalismo, los productores
autónomos irían desapareciendo y se irían proletarizando, hasta que sólo quedaran capitalistas y
asalariados.
16. Seguimos el sistema de notación empleado por Marx aunque pudiera resultar confuso. A la
postre, previamente hemos denominado D´ o M´ a las a las formas aumentadas de D o M, es decir, D´
= D + d y M´ = M + m. En cambio, s´ o p´ no son las formas revalorizadas de la plusvalía ni de la
ganancia, sino la tasa de plusvalía y la tasa de ganancia.
17. No será la lógica individual del capitalista, y aislada de la competencia del mercado, la que lo
impulsará a incrementar la productividad de sus trabajadores para así contribuir a reducir el valor de
la fuerza de trabajo en el mercado (puesto que la contribución de una sola empresa a la determinación
del tiempo de trabajo socialmente necesario de la cesta de mercancías que necesita consumir el
trabajador para reproducir su fuerza de trabajo es minúscula). El motivo por el que cada capitalista,
individualmente considerado, impulsará un incremento de la productividad que, en última instancia,
contribuirá a reducir el valor de la fuerza de trabajo es que, en el ínterin en que un capitalista
individual consigue producir mercancías usando menos horas de trabajo que las marcadas por el
tiempo de trabajo socialmente necesario, el capitalista logrará ganancias extraordinarias, pues será
capaz de enajenar mercancías producidas con pocas horas de trabajo a cambio de un mayor número
de horas de trabajo (Heinrich [2004] 2012, 106-107). Sólo cuando ese aumento de productividad se
generaliza, el tiempo de trabajo socialmente necesario se reduce y sus ganancias extraordinarias
desaparecen (C1, 12, 433-436).
18. Esta posición de Marx acerca de la relación entre máquinas, valor y explotación se acerca a la
tesis de los marxistas operaístas Michael Hardt y Antonio Negri en trilogía formada por Imperio
(2000), Multitud (2004) y Commonwealth (2009), con la que han pretendido adaptar el marco
tradicional marxista a la situación política, económica y social propia del capitalismo del s. XXI.
Hardt y Negri sostienen que el modo de producción capitalista está mutando: cada vez se otorga una
creciente preponderancia al trabajo inmaterial frente al trabajo material: es decir, las actividades
dedicadas a la generación de conocimiento, información, redes de comunicación o relaciones
personales van ocupando porciones crecientes de la producción económica. Lo que distingue al
trabajo inmaterial del material es que, por decirlo en terminología económica, el primero genera
externalidades positivas al crear bienes no rivales: el trabajo inmaterial desempeñado por un
individuo crea información que puede ser aprovechada por otros individuos; es decir, el trabajo
inmaterial nutre de contenido el acervo de bienes comunales de que pueden disfrutar todos los
individuos e incluso utilizar para crear nuevo trabajo inmaterial (la información sirve de base para
generar nueva información): por tanto, el trabajo inmaterial es disfrutado en común y se
autorreproduce descentralizada y comunalmente por todas aquellas que lo crean y utilizan. Desde
esta perspectiva, la explotación de los capitalistas ya no consiste sólo en apropiarse del tiempo de
trabajo material, sino, además, en expropiar el acervo de información comunal que ha sido generando
por el conjunto de la sociedad: por ejemplo, a través del establecimiento de formas de propiedad
intelectual (patentes y copyrights que permiten explotar en exclusiva un determinado conocimiento)
o de la privatización de la educación (el control por parte de los capitalistas de la formación necesaria
para generar nuevo y mejor trabajo inmaterial). El problema de estas nuevas formas de explotación
capitalista ya no es sólo que los capitalistas se apropien privativamente de una producción que no les
pertenece, sino que, al apropiarse de parte del acervo de bienes comunes (conocimiento público),
socavan las posibilidades de reproducción y expansión de ese mismo acervo: a diferencia de lo que
sucede en el capitalismo tradicional, los capitalistas ni siquiera contribuyen a multiplicar la
producción explotando a los trabajadores.
19. Marx utiliza los términos de «concentración del capital» y «centralización del capital» de un
modo distinto al que suelen emplearse hoy en día. Lo que actualmente denominaríamos
«concentración del capital» (que una porción creciente del capital agregado esté controlado por un
número cada vez más reducido de capitalistas) es lo que Marx denominaba «centralización del
capital», mientras que por «concentración del capital» únicamente se refiere a que los capitalistas
individuales incrementen su stock neto de riqueza (C1, 25.2, 776), sin que ello presuponga
necesariamente que ese mayor volumen de capital social esté reunido en un menor número de
capitalistas. Tal como resume perfectamente Anthony Brewer (1984, 74):
No obstante, el uso de los términos por parte de Marx no siempre es coherente. En ocasiones
Marx utiliza el término concentración para referirse a lo que en otras ocasiones denomina
centralización. Por ejemplo: «Debemos recordar que, aparte del volumen total del capital social
disponible, se trata de en qué medida los medios de producción y subsistencia, es decir el control
sobre ellos, se hallan fragmentados o unidos en las manos de un capitalista individual, esto es, de la
extensión alcanzada por la concentración del capital» (C2, 12, 312-313). Pero al mismo tiempo:
«Esto también conduce a una centralización del capital, es decir, a la descapitalización de los
pequeños capitalistas y a su absorción por los grandes (C3, 15.1, 354). Incluso él mismo llega a
manifestar que ambos términos pueden ser sinónimos: «Los productores inmediatos son expropiados
en nombre de la concentración del capital (centralización)» (C1, 1083). No obstante, otras veces
pretende diferenciar el significado de los términos: «Esto es centralización en sentido estricto, como
algo distinto de la acumulación y concentración» (C1, 25.2, 777). Y por si fuera poco, en otros
pasajes emplea el término «centralización del capital» para referirse a la concentración del capital
dinerario (y de la provisión de financiación) en el sistema bancario: «Un banco representa por un
lado la centralización del capital dinerario de los prestamistas y, por otro, la centralización de los
prestatarios» (C3, 25, 528). Por nuestra parte, seguiremos utilizando «acumulación de capital» para
referirnos al proceso de reinversión de la plusvalía; «concentración del capital» para hablar del
resultado de una acumulación ampliada del capital, esto es, los capitalistas individuales no sólo
reproducen sus tenencias de capital sino que las acrecientan; y «centralización del capital» para
remitirnos a la reducción del número de capitalistas que controlan el creciente capital social.
20. En realidad, como el propio Marx explica (C2, 4, 189-190), podría darse el caso de que el
capitalista que adquiere los medios de producción (D-M) no se los compre a otro capitalista que los
haya producido previamente (P…M’), sino a otros productores no capitalistas como agricultores o
artesanos. Conforme el capitalismo se va extendiendo como modo de producción dominante, irá
desplazando las formas de producción no capitalistas hasta llevarlas a la desaparición, pero por un
tiempo éstas pueden convivir con el capitalismo suministrándoles a los capitalistas los medios de
producción que éstos consumen dentro de su propio circuito de capital industrial.
21. Imaginemos que arrancamos con nuestro esquema previo de reproducción simple:
Para que toda la producción del departamento II fuera finalmente vendida, habría que
presuponer que los capitalistas del departamento II, al tiempo que reducen su inversión en capital
productivo desde 2.000c + 500v a 1.600c + 400v, desean duplicar su (auto)consumo de mercancías
desde 500s a 1.000s, una hipótesis poco realista (Gerkhe 2018).
22. Nótese que esta expresión es equivalente a la que formaliza Bukharin ([1924] 1972, 158):
Donde α se refiere al porcentaje de la plusvalía que es consumido por los capitalistas en lugar de
ser reinvertido a incrementar el capital constante y el capital variable. Si αIs = Is – ∆Ic – ∆Iv,
entonces αIs + ∆Iv = Is – ∆Ic.
23. Tal como explica Rosdolsky ([1968] 1977, 445-450), esta tercera condición de equilibrio serviría
para refutar la crítica de Rosa Luxemburgo ([1913] 1952, 122) contra el esquema de reproducción
extendida de Marx. De acuerdo con Luxemburgo, Marx selecciona arbitrariamente la tasa de ahorro
del departamento II para que la acumulación de capital del departamento I se ajuste a la tasa de
acumulación deseada por los capitalistas del departamento I. Pero ¿por qué las decisiones de ahorro
de los capitalistas del departamento II deberían ir fluctuando para adaptarse a las necesidades de
acumulación de capital del departamento I? Parece un supuesto arbitrario. Sin embargo, si esta
tercera condición es una condición que posibilita una senda de crecimiento equilibrado, Marx no
estaría adoptando ese supuesto de manera arbitraria, sino para ilustrar cómo podría comportarse una
senda de crecimiento equilibrado dentro de la economía capitalista.
24. En realidad, el término fue acuñado por Engels en su The Condition of the Working-Class in
England ([1845] 1975, 384): «Es evidente que la industria inglesa ha de tener, en todo momento
salvo en aquellos de más elevada prosperidad, un ejército de reserva de trabajadores desempleados
para ser capaz de producir en masa los bienes que se demandan en los meses más frenéticos del
mercado. Este ejército de reserva será mayor o menor según la situación del mercado cree empleo
para una mayor o menor proporción de sus miembros».
25. La tesis marxista de que el cercamiento-privatización de las tierras comunales proletarizó a los
agricultores y promovió el surgimiento del capitalismo inglés ha encontrado posteriormente eco en
Tawney (1912), Polanyi (1944 [2001], 36-42) y Brenner (1976).
26. Matemáticamente, Bortkiewicz plantea el siguiente sistema de ecuaciones:
z=1
Otra posibilidad es imponer que el agregado de valores sea igual al agregado de precios de
producción:
Los sistemas sobredeterminados pueden tener en ocasiones solución, pero no siempre la tienen,
de modo que no siempre habrá una forma de transformar valores en precios que cumpla esas cinco
restricciones. Lo habitual, de hecho, será que no exista solución, como ocurre con el ejemplo inicial
de Bortkiewicz (Tabla 5.7). Por tanto, el problema sigue siendo el mismo: habrá ocasiones (que,
además, serán la mayoría) en la que no sea posible transformar valores en precios respetando la doble
igualdad agregada entre valores-precios y plusvalía-ganancia.
28. Por ejemplo, supongamos la siguiente economía (Tabla 5.A) con una composición orgánica del
capital superior a la del ejemplo inicial de Bortkiewicz (Tabla 5.7) y con la misma tasa de
explotación (66,6 %): en particular, el capital constante es 2,08 veces superior al capital variable,
mientras que en el original era 1,25 veces.
Tabla 5.A
C V S VALOR
I 300 120 80 500
II 80 96 64 240
III 120 24 16 160
Total 500 240 160 900
Tabla 5.B
PRECIO DE
C V BENEFICIO
PRODUCCIÓN
I 274,28 91,42 91,42 457,14
II 73,14 73,14 36,57 182,85
III 109,71 18,28 32 160
Total 457,14 182,85 218,75 800
En este caso, la tasa general de ganancia sigue siendo del 25 % (como en las Tablas 5.9-5.10), a
pesar de que, como ya hemos dicho, la composición orgánica del capital es superior.
29. Por ejemplo, supongamos la siguiente economía con una composición orgánica del capital (C/V =
1,25) y con la misma tasa de explotación (66,6 %) iguales a la del ejemplo inicial de Bortkiewicz
(Tabla 5.C):
Tabla 5.C
C V S VALOR
I 205 102 68 375
II 20 168 112 300
III 150 30 20 200
Total 375 300 200 875
Tabla 5.D
PRECIO DE
C V BENEFICIO
PRODUCCIÓN
I 170,3 44,1 97,1 311,5
II 16,6 72,6 40,5 129,7
III 124,6 13 62,4 200
Total 311,5 129,7 200 641,2
30. Es decir, que el sistema de ecuaciones pasa a ser:
(1 + p)(xIc + Iv) = x(Ic + IIc + IIIc)
(1 + p)(xIIc + IIv) = y(Iv + IIv + IIIv)
(1 + p)(xIIIc + IIIv) = z(Is + IIs + IIIs)
(1 + p)(xIc + Iv) – xIc + (1 + p)(xIIc + IIv) – xIIc + (1 + p)(xIIIc + IIIv) – xIIIc = (Iv + IIv + IIIv)
+ (Is + IIs + IIIs)
31. Por ejemplo, supongamos que el capital constante total aumenta en 10 onzas (pasa de 375 a 385)
y que el capital variable total se incrementa en 6 onzas (pasa de 300 a 306) y que, además, se
reorganiza entre departamentos tal como figura en la Tabla 5.E (el departamento II pasa a operar con
poco capital constante y el departamento III pasa a operar con poco capital variable):
Tabla 5.E
C V S VALOR
I 225 96 64 385
II 10 200 133,3 343,33
III 150 10 6,66 166,66
Total 385 306 204 895
En tal caso, los precios de producción, de acuerdo con la Nueva Interpretación, pasarían a ser
los mostrados en la Tabla 5.F:
Tabla 5.F
PRECIOS DE
C V BENEFICIO
PRODUCCIÓN
I 271,84 96 97,31 465,15
II 12,08 200 56,1 268,18
III 181,23 10 50,58 241,82
Total 465,15 306 204 975,14
Es decir, los trabajadores podrían comprar con sus salarios agregados de 306 onzas todos los
medios de subsistencia a un precio de 268,18 onzas, de modo que les sobrarían 37,82 onzas para
adquirir bienes de lujo (que no podrían ser adquiridos en su totalidad por los capitalistas).
Evidentemente, ese ahorro de los trabajadores también podría alternativamente ahorrarse y
capitalizarse en forma de medios de producción.
32. Aunque ni siquiera este extremo es tan evidente. Tanto la exposición de Moseley como la
Interpretación del Sistema Temporal Único descartan la existencia de una estructura de valores
contrapuesta a una estructura de precios de producción. Pero aparentemente Marx sí contraponía
ambas estructuras y, por tanto, no podríamos tomar los precios de producción de los inputs como
valores de los medios de producción consumidos en la fabricación de los outputs. Así, señala Marx
(C3, 12.2, 308-309):
Ya hemos visto que los valores pueden divergir de los precios de producción por dos razones:
Si Marx presupusiera que el valor de los inputs consumidos en la producción de una mercancía
es igual a su precio de producción, no indicaría que la divergencia entre el valor de una mercancía y
su precio de producción puede deberse a la divergencia entre el valor y el precio de producción de los
inputs consumidos.
33. La equivalencia, sin embargo, no sería exacta. El PIB es el valor monetario de la producción final
de una economía durante un período de tiempo. El PIB puede medirse a coste de factores o a precios
de mercado (añadiendo al coste de los factores los impuestos indirectos y substrayendo los subsidios
a la producción), de modo que en todo caso nos estaríamos refiriendo al PIB a coste de factores. Pero
es que, además, la producción final cuyo valor monetario pretende medir el PIB incluye bienes que
no son mercancías en tanto en cuanto no se venden como productos en el mercado: por ejemplo, los
servicios públicos suministrados por un Estado o las rentas inmobiliarias imputadas sobre una
vivienda. Nada de ello figuraría en la Renta Bruta, tal como la caracteriza Marx.
34. Para una lectura marxista contraria a esta interpretación, puede consultarse a Kliman (2007, 30-
31), Fernández Liria y Alegre Zahonero ([2010] 2019, 616-624) o Heinrich (2013). Por nuestra parte,
creemos que es bastante incuestionable que Marx sí se adscribió a la teoría del colapso del
capitalismo como consecuencia del declive de la tasa general de ganancia. Es verdad que esta
hipótesis no aparece formulada de manera explícita en El capital, aunque puede llegarse fácilmente a
ella sin forzar la interpretación del texto. Ahora bien, está hipótesis sí aparece claramente articulada
en los Grundrisse (Marx [1857-1858] 1987, 129-135). Cuestión distinta es que se quiera argumentar
que, siendo los Grundrisse una colección de borradores previos de El capital y no habiendo
publicado en El capital una exposición de esta hipótesis tan explícita como en los Grundrisse,
entonces ha de ser que Marx dejó de aceptar la teoría del colapso a partir de la década de 1860. Pero,
en todo caso, lo que sí sería incontrovertible es que, durante la de 1850, la abrazó. Además, de
acuerdo con Engels ([1885] 1990, 282), «Marx nunca basó sus reivindicaciones comunistas en [la
inmoralidad de la explotación del trabajador] sino en el inevitable colapso del modo de producción
capitalista que está acaeciendo diariamente delante de nuestro ojos y en una magnitud creciente»
[énfasis añadido]. ¿Por qué consideraba Marx que el colapso del capitalismo era inevitable? En sus
escritos, la única argumentación relativamente estructurada sobre la inevitabilidad del colapso del
capitalismo es la ley de la reducción tendencial de la tasa general de ganancia.
35. No siempre, empero, la lógica del capitalismo contribuye a desarrollar la productividad del
trabajo: también hay mejoras de la productividad que no serán emprendidas por no resultar rentables
para el capital a la hora de fomentar el desarrollo de la productividad del trabajo. Por ejemplo,
imaginemos una mercancía cuyo precio de coste es 20 onzas de oro y cuyo valor es de 22 onzas (0,5
onzas por depreciación del capital constante fijo, 17,5 por consumo de capital constante circulante, 2
onzas por capital variable y 2 onzas de plusvalía): si la tasa general de ganancia es del 10 %, el precio
de producción de la mercancía será de 22 onzas. Imaginemos que aparece un nuevo tipo de máquinas
que permiten reducir el tiempo de trabajo de esa mercancía a la mitad pero que, a la vez, triplican el
consumo de capital constante fijo: en ese caso, el precio de coste seguirá siendo igual a 20 onzas pero
el valor se reducirá a 21 onzas (1,5 onzas por depreciación, 17,5 por consumo de capital constante
circulante, 1 onza por capital variable y 1 onza de plusvalía). Ahora bien, como la tasa general de
ganancia no ha variado, su precio de producción se mantendrá en 22 onzas. Como el precio de
producción no varía con la introducción de la nueva máquina (aunque el tiempo de trabajo
socialmente necesario para producirla sí se reduce), los capitalistas no tendrán incentivos a renovar
su maquinaria (puesto que hacerlo implicaría la depreciación completa de la antigua maquinaria
todavía operativa sin lograr ninguna ventaja competitiva) y, por tanto, el aumento de la productividad
se verá retrasado por culpa de la lógica del sistema capitalista (C3, 15.4, 370-371). Esto es una
muestra más, para Marx, de que el sistema capitalista es un sistema «decrépito» (C3, 15.4, 371).
36. Éste era el auténtico motivo por el cual Marx y Engels eran partidarios de la abolición de las
barreras arancelarias dentro del capitalismo. No porque su eliminación fuera positiva para el
proletariado (más bien al contrario), sino porque aceleraba el desarrollo de las fuerzas productivas
globales y, por ello, acrecentaba las contradicciones internas del sistema capitalista:
Argumentos similares empleaba Engels, especificando a su vez qué tipo de contradicciones
internas del capitalismo contribuía a promover el libre comercio:
37. La teoría del imperialismo de Lenin, basada en la caída nacional de la tasa general de ganancia
provocada por la monopolización del capital en unos pocos países, debe diferenciarse de la teoría del
imperialismo de Rosa Luxemburgo que mencionamos en el apartado 4.4.2: para Luxemburgo, el
imperialismo era la consecuencia de la insuficiente demanda nacional respecto a las mercancías que
producía y que debían ser realizadas. La forma de seguir acumulando capital, aumentando la oferta
de mercancías susceptibles de ser vendidas para poder continuar con el proceso de reproducción
ampliada del capital, era buscar nuevos compradores fuera de los mercados nacionales: esos nuevos
compradores eran los países extranjeros que todavía no habían adoptado el modo de produccion
capitalista y que, por tanto, todavía no estaban integrados en el capitalismo global. De esta manera,
los capitalistas nacionales, exportando su capital excedentario a esas regiones, conseguían desarrollar
esas sociedades más pobres importando medios de producción fabricados en la metrópoli y, a su vez,
otorgarles nueva capacidad adquisitiva con la que importar las mercancías fabricadas en la metrópoli
(Luxemburgo 1913 [1951], 426-429).
38. En realidad, el término fue brevemente mencionado por Engels ([1893] 2004, 164) en una carta a
Franz Mehring: «La ideología es un proceso desarrollado conscientemente por alguien a quien
llamamos pensador, pero con una conciencia falsa. Él ignora las verdaderas razones que lo mueven
pues, en caso contrario, no se trataría de un proceso ideológico. Por consiguiente, los motivos que él
se imagina que tiene son falsos o ilusorios».
39. Suele argumentarse que, durante la última etapa de su vida, Engels cambió de opinión con
respecto a la violencia revolucionaria y que optó por una vía exclusivamente democrática. En uno de
sus últimos escritos, la nueva introducción a los textos de Marx sobre La lucha de clases en Francia:
1848-1850, Engels ([1895] 1990, 516-522) escribió:
Con el uso eficaz del sufragio universal, apareció un método completamente nuevo de lucha
obrera […]. Se descubrió que las instituciones estatales, aun organizadas para el dominio de la
burguesía, ofrecen oportunidades para que la clase obrera luche contra esas instituciones
estatales […]. Y llegó a ocurrir que la burguesía y el gobierno se volvieron mucho más
temerosos de la acción legal del movimiento obrero que de la acción ilegal, de los éxitos
electorales que de los éxitos insurreccionales. En este punto, por tanto, las condiciones de la
lucha de clases también han cambiado de un modo fundamental. La rebelión a la vieja usanza, la
lucha callejera con barricadas, que hasta 1858 tuvo una importancia decisiva, se convirtió en
gran medida en obsoleta.
[…] El tiempo de los ataques sorpresa, de las revoluciones llevadas a cabo por pequeñas
minorías conscientes a la cabeza de las masas, es un tiempo pasado.
[…] La ironía de la historia mundial lo pone todo patas arriba. Nosotros, «los
revolucionarios», los «rebeldes», estamos siendo mucho más exitosos con métodos legales que
con revueltas y métodos ilegales. Los partidos de orden, tal como ellos mismos se denominan,
están falleciendo dentro de los marcos legales que ellos mismos crearon.
¿Significa todo esto que en el futuro la lucha callejera no desempeñará ningún papel? Desde
luego que no. Sólo significa que desde 1848 las condiciones se han vuelto mucho más
desfavorables para los civiles y mucho más favorables para los militares. Por consiguiente, una
futura lucha callejera sólo podrá ser victoriosa cuando esta relación desfavorable de fuerzas se
vea compensada por otros factores. Por consiguiente, [la lucha callejera] se dará más raramente
al inicio de una revolución que en una fase más avanzada de la misma y requerirá de fuerzas
mucho mayores (Engels [1895] 1990, 519)
Nuestra principal tarea es que [la masa de votantes del Partido Social-Demócrata alemán] siga
creciendo sin interrupción hasta que escape al control del sistema gubernamental, no desgastar
esta creciente fuerza de choque en operaciones de lucha abierta sino mantenerla intacta hasta
el día decisivo (Engels [1895] 1990, 519) [En cursiva, el fragmento suprimido].
Por tanto, parece que Engels seguía defendiendo la violencia revolucionaria en función de
criterios estratégicos, esto es, en función de su probabilidad de éxito dentro de cada contexto social.
40. Pese a lo anterior, Marx ([1875] 1989, 97) rechazó años después que la educación pública tuviera
que estar dirigida por el Estado:
Eso de «educación popular a cargo del Estado» es absolutamente inadmisible. ¡Una cosa es
determinar, por medio de una ley general, los recursos de las escuelas públicas, las condiciones
de capacidad del personal docente, las materias de enseñanza, etc., y, como se hace en los
Estados Unidos, velar por el cumplimiento de estas prescripciones legales mediante inspectores
del Estado, y otra cosa completamente distinta es nombrar al Estado educador del pueblo! Lo
que hay que hacer es más bien sustraer la escuela a toda influencia por parte del gobierno y de la
Iglesia.
41. Marx no estaba a favor de la prohibición absoluta del trabajo infantil. Al contrario, consideraba
que prohibir todo trabajo infantil era incompatible con la transformación de la sociedad capitalista en
una sociedad comunista:
La prohibición general del trabajo infantil es incompatible con la existencia de la gran industria
y, por tanto, un piadoso deseo, pero nada más. El poner en práctica esta prohibición –
suponiendo que fuese factible– sería reaccionario, ya que, regulando rigurosamente la jornada
de trabajo según las distintas edades y aplicando otras medidas preventivas dirigidas a proteger a
los niños, la combinación del trabajo productivo con la enseñanza desde una edad temprana es
uno de los más potentes medios de transformación de la sociedad actual (Marx [1875] 1989,
98).
O asimismo:
Tabla 1.A
Tabla 1.B
6. Algunos autores marxistas han tratado de negar que esto suponga problema alguno para la teoría
del valor trabajo. Por ejemplo, Diego Guerrero argumenta que es perfectamente posible sumar horas
de trabajo concreto como si fueran horas de trabajo abstracto del mismo modo que sumamos peras y
manzanas como unidades de fruta indiferenciadas o del mismo modo que las reducimos todas ellas a
una misma masa:
La dificultad de muchos para aceptar un argumento así tiene que ver con un mito que se nos
trasmite a todos ya desde la más tierna escuela. Se nos enseña que no se pueden sumar naranjas con
manzanas, y esto es falso: sí que se puede. Lo que no se puede es decir: «cinco naranjas más tres
manzanas = 8 naranjas (u 8 manzanas)». Esto último sí es falso. Pero, en cambio, es muy cierto que
cinco naranjas y tres manzanas suman 8 unidades de fruta. Igualmente: sería falso decir que ocho
frutas y 2 hortalizas suman 10 frutas (o 10 hortalizas); pero no lo sería decir que suman diez unidades
(de cierto tipo) de alimentos, por ejemplo. Y así sucesivamente. Volvamos al argumento, pero con
más detalle. Si me interesa medir la propiedad peso, por ejemplo, que puede ser por completo
independiente de otras propiedades típicas de las manzanas o de las naranjas (por ejemplo, las
calorías o la vitamina C que contienen), no hay inconveniente alguno en poner todas las frutas juntas
en la misma balanza y concluir que, a pesar de ser heterogéneas entre sí, el total del peso reunido —
en este caso práctico la propiedad que nos interesa medir sería el peso— asciende a dos kilos. No es
óbice ninguno que cada naranja sea distinta de cada manzana (de hecho, no hay dos naranjas iguales,
ni dos manzanas, etc.) para que la medida del peso total pueda ser exacta y perfectamente válida
(Guerrero Jiménez 2004).
Dejando de lado que curiosamente (en realidad, por lo que expondremos a continuación, no tan
curiosamente), Guerrero haya escogido un ejemplo de agregación de propiedades físicas o intrínsecas
de los bienes para ilustrar como se agrega una propiedad social o extrínseca de los bienes, nótese
cómo, empero, su «solución» no resuelve ninguno de los problemas que hemos planteado. Por un
lado, para decir que una manzana o una pera son unidades de fruta (en abstracto), hemos de buscar
una equivalencia entre unidad de fruta (en abstracto) y unidades concretas y específicas de fruta. Por
ejemplo, ¿un racimo de uvas es una «unidad de fruta» o son varias? ¿Un canasto de peras son una
«unidad de fruta» o son varias? ¿Cuántas unidades de fruta hay en un plato de semillas de granada?
¿Una unidad de yaca (que puede llegar a pesar 50 kilos) equivale a una unidad de fresa? ¿Todas las
unidades de fresa son equivalentes entre sí? ¿Los tomates los clasificamos como fruta o no?
Necesitamos una tasa de conversión de cada fruta concreta observable a «unidades de fruta» en
abstracto, es decir, necesitamos la tasa de conversión de cada hora de trabajo concreto observable a
cada «hora de trabajo abstracto». Por otro, para que podamos medir el peso agregado (en realidad, la
masa agregada) de un conjunto de unidades de fruta necesitamos transformar cada unidad de fruta en
su equivalente en gramos, es decir, necesitamos transformar cada hora de trabajo concreto en horas
de trabajo abstracto. En el caso de la masa de la fruta, sabemos que toda la masa es equivalente
porque se trata de una propiedad física directamente observable, cuantificable y comparable
(Romaniega Sancho 2021, §2.2.2): es decir, un gramo de una fresa tiene la misma masa que un
gramo de un melón, por tanto basta con medir directamente el peso de la fresa y del melón para poder
compararlos. Pero eso no ocurre con las horas de trabajo concreto y con niveles de complejidad y
superfluidad heterogéneos por cuanto son propiedades sociales y por tanto no directamente
observables de los bienes: «ni un solo átomo de materia entra en la objetividad de las mercancías
como valores; en esto, se contraponen frontalmente a la tosca objetividad sensorial de las mercancías
como objetos físicos. Podemos voltear una mercancía todas las veces que queramos que su valor nos
seguirá resultando inaprensible […]. El valor sólo puede aparecer como relación social entre
mercancías» (C1, 1.3, 138-139). Por tanto no podemos medir las horas de trabajo abstracto, simple y
socialmente necesario simplemente observándolas en la realidad, pues en la realidad no se nos
aparecen como tales (por ejemplo, una hora de trabajo complejo no aparece en la realidad reducida a
horas de trabajo simple). Necesitamos conocer la tasa de conversión entre unas y otras: y esa tasa no
es observable salvo a través de los precios de mercado.
7. Por un lado, Engels procedía de una familia industrial: su abuelo paterno, Johann Caspar Engels,
creó una empresa de hilado en Barmen, distrito hoy integrado en la ciudad alemana de Wuppertal.
Posteriormente, el padre de Engels, Friedrich Engels Sr., convirtió este negocio familiar en una
sociedad anónima junto a los hermanos Godfrey y Peter Ennen, lo que les permitió expandirse
geográficamente desde Barmen a Salford (dentro del área metropolitana de Manchester) (McLellan
1977, 15-16). Entre 1850 y 1869, Engels estuvo trabajando en la empresa de su padre y de los
hermanos Ennen, la cual empleaba –y «explotaba»– a 800 trabajadores. A partir de 1854, Engels
comenzó a tener un salario regular así como una participación en los beneficios de la compañía que
le proporcionaban unos ingresos anuales equivalentes a más de 150.000 euros de 2022 (McLellan
1977, 28-29), todo lo cual le permitía mantener un estilo de vida propio de la burguesía de clase alta
de la época: no sólo frecuentaba los clubes sociales de las élites locales, sino que sus propios gustos y
aficiones eran las propias de la burguesía de la época. Por ejemplo, en 1857, le relataba a Marx cómo
su padre le había regalado un caballo: «Como regalo de Navidad, mi viejo me dio dinero para
comprarme un caballo y, como encontré uno bueno, lo adquirí la semana pasada. Si hubiese conocido
antes sobre tu desdicha financiera, habría esperado uno o dos meses a comprarlo» (Engels [1857a]
1983, 97). Meses después, Engels se vanagloriaba ante Marx de ser uno de los mejores jinetes de
entre todos aquellos con los que había acudido a la caza del zorro:
El sábado fui a practicar la caza del zorro: siete horas ensillado [en el caballo]. Este tipo de
prácticas siempre me mantienen en un estadio de euforia diabólica durante varios días: es el mayor
placer físico que conozco. Sólo vi a dos personas en el campo que fueran mejores jinetes que yo, pero
también estaban mejor equipados. Todo esto al menos pondrá mi salud en orden. Se rompieron al
menos 20 chaparreras, dos caballos murieron y matamos a un zorro (yo estuve presente mientras lo
mataban); por lo demás, sin percances (Engels [1857c] 1983, 236).
En 1864, y merced a los ahorros que había ido acumulando hasta ese momento, Engels se
convirtió en socio capitalista de la empresa de su padre y de los hermanos Ennen, de la que pasó a
recibir una quinta parte de sus ganancias anuales (McLellan 1977, 32). Así, en 1869, al haber
acumulado ya un amplio patrimonio bursátil, decidió dejar de trabajar en la compañía. Según
confesión del propio Engels, «las 10.000 libras que ya he invertido en acciones […] me proporcionan
un rendimiento promedio del 5,8 %. Son acciones mayoritariamente en compañías inglesas de gas,
agua y ferrocarriles» (Engels [1869b] 1988, 321). Un patrimonio de 10.000 libras de 1869 sería
equivalente a, aproximadamente, 1,5 millones de euros de 2022, de modo que un rendimiento anual
promedio de 5,8 % le proporcionaría, sólo sobre ese patrimonio (más otros capitales que pudiera
poseer), unos ingresos por rentas del capital de alrededor de 90.000 euros anuales de 2022. Así
describió Engels el momento en el que liquidó su participación en la compañía y empezó a vivir, a la
edad de 49 años, sin trabajar gracias a sus rentas del capital: «Hurra. El día ha concluido con un dulce
negocio y por fin soy un hombre libre. Resolví todos los principales puntos de discrepancia con mi
querido Gottfried [Ennen]; cedió en todo» (Engels [1869a] 1988, 299). Fue a partir de ese momento
de vida plenamente burguesa cuando Engels, precisamente, dispuso de tiempo suficiente para leer y
escribir algunas de sus obras más importantes como el Anti-Dühring (1878), El origen de la familia,
la propiedad privada y el Estado (1884) y Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana
(1888). Asimismo, también dispuso de tiempo para editar el volumen II y el volumen III de El
capital (1885, 1894). A su muerte en 1895, Engels dejó una herencia, mayoritariamente para las hijas
de Marx, de 30.000 libras (McLellan 1977, 36-37), equivalentes a unos 5 millones de euros actuales.
Por otro lado, Marx sí trabajó la mayor parte de su vida como periodista, lo que hizo que
alternara períodos de bonanza económica con otros de mucha mayor precariedad. Pero su actividad
profesional no encaja con la de un obrero que vende su fuerza de trabajo sino más bien con la de un
autónomo freelancer (productor independiente) que vende sus mercancías (artículos de prensa). Por
tanto, sus relaciones de producción no eran las propias de un proletario. A su vez, Marx recibió a lo
largo toda su vida importantes ingresos no salariales, ya sea de herencias de familiares y amigos o de
las transferencias económicas periódicas de Engels (las cuales, a su vez, procedían de la
«explotación» de los obreros de Manchester). Por ejemplo, sólo por las herencias que cobró de su
madre, de uno de sus mejores amigos, Wilhelm Wolff (a quien Marx le dedicó el volumen 1 de El
capital), del tío de su esposa y por último de su suegra, Marx recibió herencias de 1.770 libras, que
serían equivalentes a más de 250.000 euros con poder adquisitivo de 2022. Además, durante la
década de los 50, Engels le entregaba regularmente entre 1 y 5 libras (entre 150 y 750 euros de 2022)
a modo de mecenazgo, lo que, sumado a sus colaboraciones en prensa, colocaba muchos años sus
ingresos mensuales en torno a 20 y 30 libras (es decir, entre 2.500 y 4.000 euros mensuales de 2022)
(Jones 2016, 327-331). A su vez, en el momento de preparar su «jubilación» a los cuarenta y nueve
años, Engels se comprometió a pagarle todas las deudas que tuviera pendientes así como a entregarle
como mínimo 350 libras anuales (alrededor de 50.000 euros de 2022):
Querido Moro [apelativo cariñoso con el que habitualmente Engels se refería a Marx,
probablemente como referencia a Otelo y su sed de venganza],
Piensa con mucho cuidado la respuesta a las siguientes preguntas […]:
1. ¿Cuánto dinero necesitas para pagar todas tus deudas Y PODER EMPEZAR DESDE CERO?
2. ¿Tendrías suficiente con 350 libras anuales para hacer frente a tus gastos anuales de carácter
regular (excluyo de esta cantidad los gastos extraordinarios derivados de enfermedades o eventos
imprevisibles), de modo que no tengas que volver a endeudarte? Si no es así, dime cuánto dinero
necesitarías. Todo bajo el supuesto de que el conjunto de tus deudas actuales ya han sido pagadas.
Ésta pregunta es fundamental para mí. […]
El dinero que me ha ofrecido Gottfried Ermen (dinero que incluso antes de que me lo ofreciera
ya tenía muy claro que iba a dedicar, si fuera necesario de manera exclusiva, a cubrir tus gastos) me
permite garantizarte con certeza una suma anual de 350 libras durante los próximos 5-6 años, y en
algunos casos especiales incluso más. Sin embargo, has de entender que todos mis preparativos se
verían alterados si, de vez en cuando, tuviese que hacer frente con mi capital a deudas adicionales
que hubieses acumulado de nuevo. Mis cálculos se basan en el supuesto de que tus gastos regulares
deberán cubrirse desde el comienzo no sólo con cargo a mis ingresos sino también en parte a mi
capital, y por eso no son cálculos holgados y debemos adherirnos a ellos estrictamente o estaremos
en apuros.
Te pediría que fueras muy sincero con estos asuntos, dado que tu respuesta determinará mis
negociaciones futuras con Gottfried Ermen. Así que dime el dinero que necesitas regularmente cada
año y veremos qué se puede hacer.
Lo que ocurra tras 5 o 6 años ya no está claro. Si todo sigue como hasta ahora, no podré seguir
entregándote 350 libras anuales (o más), pero sí podré seguir entregándote al menos 150 libras. En
ese momento, sin embargo, muchas cosas pueden haber cambiado y tu obra literaria quizá ya te
proporcione algunos ingresos (Engels [1868] 1988, 169-170).
A lo que Marx le respondió:
Querido Fred,
Estoy anonadado por tu gran generosidad. Le he dicho a mi mujer que me enseñe todas las
facturas y el dinero que adeudamos es mucho mayor de lo que pensaba: 210 libras [unos 30.000
euros de 2022] (de los cuales unas 75 libras son deudas con la casa de empeños y por intereses). Esta
cantidad no incluye la deuda con el médico por [el tratamiento de la] escarlatina, cuya factura todavía
no nos han remitido.
Durante los últimos años hemos necesitado más de 350 libras anuales [50.000 euros de 2022],
pero el dinero que nos ofreces es totalmente suficiente, dado que: 1. Durante los últimos años,
Lafargue [yerno de Marx, quien posteriormente, en 1883, publicó el libro Derecho a la pereza] ha
vivido con nosotros y su presencia ha aumentado mucho los gastos domésticos; 2. Debido a las
deudas, todo cuesta mucho más. Si cancelamos totalmente las deudas, por primera vez seré capaz de
comprometerme con una GESTIÓN ESTRICTA [de las finanzas domésticas] (Marx [1868b] 1988,
171).
En el año 1868, cuando Marx le solicitaba a Engels unos pagos anuales de 350 libras para hacer
frente (con ciertas estrecheces, según su propia confesión) a sus gastos familiares, el salario medio
semanal de un obrero inglés era de 0,67 libras (Banco de Inglaterra 2016), esto es, alrededor de 35
libras anuales (unos 5.000 euros de 2022). Por consiguiente, Marx tenía gastos familiares anuales
diez veces superiores a los ingresos anuales del trabajador promedio inglés. Tampoco su nivel de
vida, pues, era el propio de un proletario de la época.
Ni Marx ni Engels, en suma, vivieron como proletarios ni pudieron desarrollar, a través de su
actividad práctica, una conciencia proletaria.
8. Concretamente, se requiere que las preferencias sean completas y transitivas (Mas-Colell,
Whinston y Green 1995, 6). Preferencias completas significa que un individuo pueda conformarse
una opinión (una relación de preferencia) sobre los distintos fines o los distintos medios de los que
tenga conocimiento; transitivas significa que las opiniones que se conforme respecto a esos fines y a
esos medios pueden jerarquizarse de un modo no contradictorio. Técnicamente:
Completitud: para todo x, y∈ U, tenemos que x ≽ y o que y ≽ x (o ambas).
∈
Transitividad: para todo x, y, z U, si x ≽ y y y ≽ x, entonces necesariamente x ≽ z.
El axioma de completitud es relativamente sencillo de cumplir si consideramos que entre los
fines de un individuo puede hallarse el de no formarse una opinión sobre la relación entre
determinados fines o determinados medios («¿prefieres torturar a una persona de este modo o de este
otro modo?» «prefiero no llegar siquiera a planteármelo»). El axioma de transitividad podría parecer
que se viola en algunos casos donde las elecciones reales que toman los seres humanos se perciben
como contradictorias, pero generalmente la apariencia de contradicción se debe a no considerar que
las circunstancias dentro de las que un agente conformó sus preferencias han cambiado y, por tanto,
la ordenación de esas preferencias también lo ha hecho: una vez que se controlan los cambios
contextuales que influyen sobre jerarquía de preferencias, la transitividad generalmente se mantiene
(Gintis 2017, 92-93).
9. Marx parece ser consciente del problema de la ilusión monetaria pero sólo con respecto al
incentivo de los capitalistas para tratar de aprovecharla con el propósito de rebajar los salarios reales
de los trabajadores:
[Si el valor del oro se deprecia a la mitad por el descubrimiento de nuevas minas más fáciles de
explotar], el valor de todas las otras mercancías se expresaría en el doble de precios y, por tanto,
también lo haría el valor de la fuerza de trabajo […]. Afirmar que, en esa situación, el trabajador no
debe reclamar una subida proporcional de los salarios equivale a decir que debe contentarse con
cobrar en palabras en lugar de en cosas. Toda la historia previa prueba que siempre que se deprecia el
valor del dinero, los capitalistas están alerta para aprovechar la ocasión y defraudar al obrero (Marx
[1865] 1985, 140).
10. El propio Marx constataba cómo la banca escocesa del siglo XIX, banca libre de interferencias y
regulaciones gubernamentales, era capaz de ofrecer adecuadamente una cantidad de moneda
suficiente para su población:
11. Si hubiese más de una industria con proporciones variables, entonces la productividad marginal
se determinaría por la puja competitiva entre las dos industrias de proporciones variables y de la
industria de proporciones fijas. Por ejemplo, si, además de pan y roscones, con harina y trabajo se
pueden fabricar pasteles, podríamos tener estas tres funciones de demanda:
Gráfico 1.A
13. El test de coherencia que establece Hicks (1956, 109) es que si entonces no es
posible que . En nuestro ejemplo, si
entonces está claro que no
superamos el test de coherencia, dado que es cierto que y, al mismo
tiempo también es cierto que . Por consiguiente, se incumple la
transitividad.
14. Por ejemplo, Shaikh (2006, 90) recurre a unas funciones de demanda que presuponen –sin
explicitarlo– completitud, monotonicidad, convexidad y transitividad. A saber, Shaikh parte de una
restricción presupuestaria tradicional , y sostiene que el consumidor ha de adquirir una cantidad
mínima de X1 porque ese bien constituye una necesidad básica. En ese caso, el máximo de X1 que
podrá adquirir es y el máximo de X2 será . Ahora bien, ¿cómo determina Shaikh, en
ausencia de una estructura de preferencias determinada, la cantidad exacta de X1 y de X2 que acaba
adquiriendo cada consumidor? Con la hipótesis de que los consumidores gastan un porcentaje
promedio de sus ingresos (c) en adquirir X1 y que, por tanto, gastan todos sus restantes ingresos en
adquirir X2. Pero la cuestión sigue siendo cómo se determina esa proporción de los ingresos
discrecionales que cada cual gasta en X1 y en X2: y ese porcentaje está determinado por la estructura
de preferencias de los distintos agentes económicos. No sólo eso, en su modelo Shaikh está
presuponiendo preferencias completas (los consumidores pueden comparar y decidir si prefieren
cualquier combinación de X1 y X2 frente a cualquier otra), monótonas (los consumidores desean
mayor cantidad de X1 y de X2), convexas (Shaikh presupone que c no tiene valores extremos, sino
que los consumidores gastan parte de sus ingresos en X1 y otra parte en X2) y transitivas (Shaikh
presupone que c es independiente de los precios, de modo que toda elevación del precio de un bien
reducirá su cantidad demandada: pero ello equivale a presuponer transitividad, es decir, a presuponer
que el consumidor no querrá adquirir, después de la subida de precios, cestas de bienes que ya podía
adquirir cuando los precios eran más bajos pero que rechazaba adquirir a esos bajos precios). Por
tanto, Shaikh sí necesita presuponer que existe una estructura de preferencias subjetivas y que esa
estructura de preferencias subjetivas posee determinadas propiedades: en caso contrario, sería
incapaz de derivar curvas de demanda con pendiente negativa.
Asimismo, Guerrero Jiménez (2006, 29) cree que es posible derivar una ley de demanda de
pendiente negativa a partir de la siguiente argumentación de Johnson (1958, 149):
Definamos un bien como un objeto o servicio de los que el consumidor elegiría tener más.
Entonces la cesta de bienes que elige cuando tiene más dinero para gastar (siendo los precios
constantes) debe representar más bienes de los que elige cuando tiene menos dinero para gastar
(pues podría haber tenido más de cada uno de los distintos bienes).
i. Si su renta aumenta, compra más bienes; esto implica la presunción de que normalmente
el efecto renta es positivo.
ii. Si elige la cesta B cuando podría haber tenido la cesta A por el mismo dinero (es decir, =
, no elige A si pudiera haber tenido B por menos dinero, porque esto significaría que la cesta
B representaba menos bienes que la cesta A, y choca con la definición de bienes. Por tanto,
cuando se elige A, B ha de ser al menos tan cara (es decir, . Esto
significa que el efecto sustitución es no negativo (mediante resta,
.
Por tanto, derivamos las dos partes de la ley de la demanda de la definición de bienes. La
hipótesis de la que la hemos deducido es que los bienes son bienes.
Pero el propio Johnson parte del axioma de completitud («cuando se elige A, B ha de ser al
menos tan cara»), monotonicidad («definamos un bien como un objeto o servicio de los que el
consumidor elegiría tener más) y de transitividad («la cesta de bienes que elige cuando tiene más
dinero para gastar debe representar más bienes de los que elige cuando tiene menos dinero para
gastar»). En ausencia de tales características de la estructura de preferencias subjetivas de los
agentes, podría suceder que, aun eligiendo la cesta B cuando podría haber tenido la A con el mismo
dinero, sí elija la A pudiendo tener la cesta B por menos dinero (como ya hemos visto en nuestra
anterior función de demanda perversa). O simplemente que no pudiera escoger por no ser capaz de
comparar ciertas cestas con otras cestas.
15. Los economistas Bichler y Nitzan (2010) trataron de demostrar que la correlación de Cockshott y
Cottrell podía ser espuria mediante un ejemplo con 20 sectores hipotéticos en el que la correlación
entre p y d para esos 20 sectores era muy baja pero, al mismo tiempo, cuando se calculaba la
correlación entre p * q y d * q para esos mismos sectores, pasaba a ser enormemente alta, de modo
que, como decíamos, la correlación no se daría entre p y d, sino entre q y q. Sin embargo, como
demostraron más adelante Cockshott, Cottrell y Baeza (2014), los cálculos de Bichler y Nitzan eran
incorrectos porque, para calcular la correlación entre p y d, se hace necesario calcular el valor
promedio de p y d, pero no existe una forma de calcular el precio de mercado medio y el precio
directo medio para un conjunto heterogéneo de mercancías (no es posible promediar el precio un
lápiz y el precio de un barril de petróleo), por lo que la supuesta baja correlación entre p y d era el
resultado de un cálculo sin sentido económico. Nótese que Cockshott, Cottrell y Baeza no
demostraron que la alta correlación entre p * q y d * q no se debiera a la correlación entre q y q, sino
que descartaron como válida la prueba aportada al respecto por Bichler y Nitzan.
16. A este respecto, Díaz y Osuna (2007, 2009) sostienen que el problema de las correlaciones entre
precios de mercado y precios directos no es que sean espurias, sino que son indeterminadas, dado que
un cambio en la unidad de las cantidad físicas (q) en el que expresamos los precios (p) modifica a su
vez la magnitud de la correlación entre precios de mercado y precios directos. Más en concreto,
según Díaz y Osuna, para verificar la teoría del valor trabajo, habría que buscar la correlación entre
los precios de mercado de la mercancía i expresado en términos del numerario j en relación con
Díaz y Osuna sostienen que el cambio de unidad física en la que se expresan los precios altera el
término de la correlación. Sin embargo, como explican Cockshott, Cottrell y Baeza (2014), no es
posible calcular la correlación entre magnitudes expresadas en unidades distintas: el precio de un
coche (dólares por unidad de coche) no puede promediarse con el precio de una tonelada de café
(dólares por tonelada de café). Por eso, una forma de solucionar esa indeterminación es multiplicar
los precios por cantidades, de tal forma que todas las unidades físicas heterogéneas de los distintos
bienes se hallen expresadas en dinero (son masas de mercancías referenciadas a una misma unidad:
dólares). Díaz y Osuna, empleando las propiedades de los logaritmos, proponen hacerlo del siguiente
modo:
Pero dado que el término log está indeterminado a falta de la elección de las unidades en
las que expresar las cantidades físicas de los bienes, la magnitud de la correlación dependería de la
arbitraria elección de las unidades. Sin embargo, como explica Frölich (2010), no existe
indeterminación si no se introduce innecesariamente el término log embargo, como explica Frölich
Md = k * P * Q
k, por tanto, equivale al porcentaje del ingreso agregado (P * Q) que los agentes económicos
desean mantener atesorado en forma de dinero, de manera que cualquier cambio en sus preferencias
por la liquidez alteraría la cantidad demandada de dinero y, por tanto, los precios de equilibrio (al
margen de cuál sea el valor de las mercancías). Por ejemplo, si el valor agregado de las mercancías es
1.000 horas de trabajo (1 hora de trabajo = 1 onza de oro) y la oferta de dinero es de 100 onzas de
oro, entonces nos hallaremos en una situación de equilibrio monetario si los agentes económicos
desean mantener un saldo de tesorería promedio a lo largo del año que sea equivalente al 10 % de sus
ingresos agregados (k = 10 %), es decir, 100 onzas de oro. Si el porcentaje de los ingresos que desean
atesorar los agentes económicos cayera del 10 % al 5 % (k = 5 %), entonces habría más oferta que
demanda de dinero (M > Md), de modo que el valor monetario de las mercancías intercambiadas
subiría hasta que el 5 % de los ingresos agregados fuera igual a 100 onzas de oro (en este caso, P * Q
pasarían a tener un valor monetario de 2.000 onzas de oro); si el porcentaje de los ingresos que
desean atesorar los agentes en promedio a lo largo del año aumentara del 10 % al 20 %
23. Aunque siempre resulte problemático analizar la obra de un autor desde la perspectiva de su vida
y experiencia personal (por mucho que Marx sostuviera que toda obra aspira a ser un desdoblamiento
de la personalidad de su creador) e incluso aunque pueda resultar problemático bosquejar detalles
biográficos deshilvanados de un autor sin narrar la totalidad de hechos que lo rodearon (perdiendo
por tanto el contexto que lo condujo a adoptar algunas decisiones), lo cierto es que la relación del
propio Marx con el dinero fue una relación traumática, rayando lo que hemos denominado avaricia.
No tanto porque Marx tuviese un afán desmedido por acumular riqueza (en todo caso, por gastarla
sin renunciar a su actividad intelectual), sino porque, a lo largo de su vida, subordinó y rompió
relaciones familiares y de amistad por priorizar el acceso al dinero.
Por ejemplo, Heinrich Marx, padre de Karl Marx, le escribió a su hijo seis meses antes de su
muerte (que tuvo lugar el 10 de mayo de 1838) para reprocharle que no acudiera a visitarles desde
Berlín (donde Marx estaba cursando sus estudios universitarios) a Tréveris y que ni siquiera se
dignara a responderles a sus cartas. Y, en esa misma misiva, Heinrich también le reprochaba a Karl su
excesivo nivel de gasto personal a costa de los modestos ingresos de una familia a la que tenía
completamente desatendida:
Nunca hemos tenido el placer de mantener una correspondencia racional, lo que suele servir de
consuelo ante la ausencia [de un ser querido]. Y es que correspondencia presupone una interacción
coherente y continuada, desarrollada de manera recíproca y armoniosa por ambos lados. Nunca
hemos recibido una respuesta a las cartas que te hemos enviado; nunca tus cartas guardaban relación
alguna con las que previamente nosotros te habíamos enviado. […]
Como si fuera un hombre rico, mi querido hijo se ha gastado casi 700 taleros en un año, en
contra de lo que habíamos acordado y en contra de las prácticas más comunes, pues incluso los más
ricos suelen gastarse menos de 500 taleros anuales. ¿Y para qué? Quiero pensar que no es ningún
libertino ni ningún despilfarrador […]. Todos le meten la mano en el bolsillo, todos le engañan y él se
despreocupa con tal de que su estudio no se vea perturbado: basta, claro está, con que, una vez que se
le ha acabado el dinero, vuelva a pedírnoslo. […]
También he de mencionar las quejas de tus hermanos y hermanas. Tomando tus cartas como
referencia, uno diría que no tienes ni hermanos ni hermanas; y respecto a la buena de Sophie
[hermana de Karl Marx], que tanto ha sufrido por ti y por Jenny [la futura esposa de Karl Marx]
y que tanta devoción te tiene, ni siquiera te acuerdas de ella cuando no la necesitas.
[En todo caso], ya te he pagado los 160 taleros que pedías (Heinrich Marx [1837] 1975, 689-
691).
Esos mismos reproches se repitieron en la última carta que Heinrich le remitió a Marx antes
de su muerte:
Bien está si tu conciencia se halla más o menos en armonía con tu filosofía y es compatible
con ella. Hay un punto, sin embargo, en el que el trascendentalismo no sirve de nada y al que me
has replicado con un silencio aristocrático: me refiero a la mezquina cuestión del dinero, de
cuyo valor para un padre de familia no pareces darte cuenta […]. Ya estamos en el cuarto mes
del año y ya me has pedido 280 taleros: yo ni siquiera he ganado todo ese dinero trabajando
durante el invierno (Heinrich Marx [1838] 1975, 692).
En la respuesta (Heinrich Marx [1838] 1975, 693) a esa misma misiva en la que Marx le pedía a
su padre más dinero del que éste había ganado trabajando enfermo durante todo el invierno, la madre
de Marx, Henriette Marx, le suplicaba que se acordara de ellos para algo distinto que para pedirles
dinero (pero Marx no atendió su petición):
Tu querido padre está muy débil, ojalá Dios le permita recuperarse pronto […]. Escríbeme,
querido Carl, para saber cómo te van las cosas y cómo te encuentras. Soy la que me puse más
triste de que no vinieras en Pascua. Mis sentimientos se imponen sobre la razón y lamento que
tú seas [a ese respecto] demasiado razonable.
Tras la muerte de su padre, Marx presionó a su madre para que le entregara su parte de la
herencia hasta el punto de que terminó rompiendo relaciones con su familia, tal como él mismo le
relataba a su entonces amigo Arnold Ruge: «Me he peleado con mi familia y, mientras mi madre
viva, no tengo derecho a mi propiedad» (Marx [1843c] 1975, 397) [énfasis añadido]. Con el tiempo,
en 1847, Marx consiguió que su madre le cediera una parte de la herencia, pero ésta era ya
insuficiente para cubrir su nivel de gastos: «He estado negociando durante bastante tiempo para
obtener al menos una parte de mi fortuna. Pero no es suficiente ahora mismo» (Marx [1847b] 1982,
151) [énfasis añadido]. Más adelante, Marx trató de chantajear emocionalmente a su madre con que
le pagara sus gastos o, en caso contrario, se dejaría apresar en Prusia: «Le he escrito a mi madre
amenazándola con girar letras a su nombre y con que, en caso de que no acceda a pagarlas, me iré a
Prusia a dejar que me encierren» (Marx [1851] 1982, 323). La madre no cedió al chantaje emocional
y, según relata Marx, le contestó con una carta «llena de indignación moral, en la que me trata con los
términos más insolentes y me deja muy claro que rechazará cualquier letra que gire contra ella»
(Marx [1851] 1982, 323). No fue, por cierto, el único chantaje emocional que Marx empleó a lo largo
de su vida para conseguir dinero. Por ejemplo, en 1848 le propuso a Engels el siguiente plan con el
que obtener dinero a costa de su padre:
He diseñado un plan infalible para sacarle dinero a tu viejo, dado que nos hemos quedado sin
nada. Escríbeme una carta suplicante (tan descarnada como te sea posible) en la que me cuentes
tus dificultades pasadas, pero de una forma en la que pueda reenviársela a tu madre. Así
haremos que tu viejo se preocupe (Marx [1848b] 1982, 181).
Del mismo modo, Marx podía llegar a desear la muerte de un familiar con tal de cobrar su
herencia. Por ejemplo, en 1852 le relataba a Engels que la enfermedad del tío de su mujer era una
buena noticia para su situación económica: «Las únicas buenas noticias nos las ha traído mi cuñada:
al parecer, el tío indestructible de mi esposa está enfermo. Si ese perro se muere ahora, podré salir de
este apuro» (Marx [1852] 1983, 50). Y finalmente, cuando falleció tres años después, lo celebró del
siguiente modo:
Ayer nos informaron de un muy acontecimiento muy feliz: la muerte del tío de mi esposa, de 90
años. Gracias a ello, mi suegra se ahorrará 200 taleros en impuestos anuales y mi mujer recibirá
casi 100 libras: habría recibido más si ese perro viejo no le hubiese dado a su ama de llaves más
dinero del que debía (Marx [1855] 1983, 526).
No fue la única muerte con la que llegó a fantasear Marx. Su mala relación con su madre, tras
pelearse por la herencia de su padre y tras haberse negado ésta a extenderle cheques en blanco, llegó
a tal punto que, tras el fallecimiento en 1863 de la compañera sentimental de Engels, Mary Burns,
Marx le escribió a Engels lo siguiente: «En lugar de Mary, ¿no podría haber muerto mi madre, quien
sufre de molestias físicas y ya ha vivido lo suficiente? Ya ves qué ideas más extrañas les pasan por la
cabeza a los “hombres civilizados” ante ciertas circunstancias» (Marx [1863a] 1985, 442-443).
Además, en esa misma carta en la que reaccionaba compungido a la primera noticia que tuvo sobre la
muerte de Mary Burns, Marx no dudó en solicitarle a Engels una importante suma de dinero aun
cuando sabía (porque Engels se lo había explicado en misivas anteriores) que la situación financiera
de su amigo en esos momentos era bastante mala. Además, justificaba ante Engels tan imprudente y
extemporánea solicitud diciéndole que era una forma de distraerle con sus propias penas tras la
muerte de su pareja:
Es terriblemente egoísta por mi parte narrarte todos estos horrores en este momento. Pero es un
remedio homeopático. Una calamidad se convierte en distracción de otra calamidad. Y en última
instancia, ¿qué más podría hacer? En todo Londres no hay una sola persona a la que pueda
decirle lo que pienso y en mi propia casa guardo un estoico silencioso para contrarrestar las
tensiones que llegan desde el otro lado. Se está volviendo virtualmente imposible trabajar [en
mis investigaciones teóricas] bajo tales circunstancias (Marx [1863a] 1985, 442)
Engels se mostró desconcertado por la falta de tacto de Marx al pedirle dinero en la misma carta
en la que le daba el pésame por la muerte de su pareja y, a diferencia de lo que había hecho en el
pasado, le denegó la ayuda directa inmediata (si bien, incluso así, se ofreció o a avalarle para un
crédito o a obtener ese dinero para dentro de un mes): «Entenderás perfectamente que, dada mi
desgracia personal y la visión gélida de la misma que me transmitiste, en esta ocasión me haya sido
imposible responderte antes […]. Conoces cuál es mi situación financiera. También sabes que hago
todo lo que puedo para sacarte del fango. Pero no puedo recabar la muy alta suma de la que me
hablas, algo de lo que también deberías ser consciente» (Engels [1863] 1985, 443). Marx se dio
cuenta de que se había extralimitado y en la siguiente misiva le pidió perdón, echándole la culpa de
su imprudencia a la presión que ejercían sus acreedores y a la necesidad de aparentar ante su esposa
que había hecho todo lo necesario para recaudar el dinero que necesitaban para pagar sus deudas
(hacer todo lo necesario incluía pedírselo a su amigo Engels en la misma carta en la que lamentaba la
muerte de su esposa):
Hice muy mal al enviarte esa carta y me arrepentí tan pronto como la remití. Sin embargo, lo
que ocurrió no se debe a que sea un desalmado. Mi mujer y mis hijos podrán testificar que me
quedé destrozado cuando llegó tu carta (a primera hora de la mañana), tanto como si la persona
cercana a la que más quisiese hubiese muerto. Pero cuando te escribí por la tarde, lo hice bajo la
presión de unas circunstancias extremadamente desesperadas. Mi casero ha colocado un
cobrador a la puerta de mi casa, el carnicero ha reclamado el cobro de mis letras, el carbón y
otros suministros escasean y la pequeña Jenny está encamada. Normalmente, cuando me hallo
ante tales circunstancias, mi único recurso es el cinismo. Pero, en esta ocasión, lo que me enojó
especialmente es que mi mujer creyera que no había sido capaz de hacerte entender nuestra
verdadera situación financiera.
En ese sentido, tu carta me vino muy bien porque me ayudó a hacerle entender que no
podemos pagar […]. Dado que tú no puedes ayudarnos a pesar de haberte dicho ya que estamos
en la misma situación financiera que los trabajadores de Manchester, a ella no le ha quedado ya
otro remedio que reconocer que no somos capaces de pagar, y eso es todo lo que quería
conseguir (Marx [1863b] 1985, 444-445).
En su réplica, Engels le confirmó que había quedado consternado por el hecho de que su mejor
amigo le pidiera una elevada suma de dinero nada más enterarse de la muerte de su pareja:
Gracias por ser tan amable. Tú mismo te has dado cuenta ya de qué impresión me generó tu
penúltima carta. Uno no puede convivir con una mujer durante años sin estar terriblemente
afectado por su muerte. Sentía como si estuviese perdiendo con ella los últimos vestigios de mi
juventud. Cuando me llegó tu carta, ni siquiera la habíamos enterrado. Tu carta, te lo reconozco,
me estuvo corroyendo durante toda una semana: no podía quitármela de la cabeza. Pero no
importa. Tu última carta lo soluciona y estoy feliz de que, al perder a Mary, no haya perdido
también a mi más antiguo y mejor amigo (Engels [1863b] 1985, 446-447).
Y en la respuesta a esa misiva, Marx volvió a descargar en su mujer toda responsabilidad por su
nula empatía:
Ya puedo decirte ahora, sin andarme por las ramas, que, a pesar de todos los aprietos en los que
he estado durante las últimas semanas, nada me preocupó tanto como que nuestra amistad
pudiese verse dañada. Le repetí una y otra vez a mi mujer que el lío en el que estábamos metidos
no era nada comparado con el hecho de que estos pinchazos burgueses y la exasperación en la
que ella se encontraba en ese momento me empujaron a asaltarte con mis necesidades
particulares en lugar de tratar de consolarte […]. Las mujeres son criaturas curiosas, incluso las
más inteligentes. Por la mañana, mi mujer estuvo llorando por la muerte de Mary y por tu
pérdida, olvidándose de sus propias penurias que alcanzaron su punto máximo ese mismo día, y
por la tarde estaba convencida de que nadie más en el mundo podía estar sufriendo salvo que
tuvieran niños y al cobrador del casero en la puerta de su casa (Marx [1863c] 1985, 448-449).
La amistad entre Engels y Marx no se rompió a pesar de las incesantes y recurrentes peticiones
de dinero de este último, incluso durante los peores momentos personales del primero. No puede
decirse lo mismo, sin embargo, de la amistad entre Marx y Moses Hess (amigo con el que se exilió a
Bruselas en 1845 y con el que convivió en la misma calle). Si bien, como hemos leído en los
extractos anteriores, Marx decía sentirse enormemente presionado por sus acreedores, cuando Marx
era el acreedor (en este caso, de Hess) no dudaba en ejercer una fuerte presión, entre insultos, a su
otrora amigo. Así instruyó Marx a Engels en 1847:
Recordarás que Hess nos debe, a mi cuñado Edgar y a mí mismo, dinero por [las colaboraciones
en la revista] Gesellschaftsspiegel. Le voy a girar una letra desde aquí, pagadera a 30 días.
[Lazarus] Bernays [otro ex amigo de Marx] también me debe 150 francos desde mayo del año
pasado. Por tanto, también le voy a girar una letra. Te pediría que hicieras lo siguiente: 1.
Mándame la dirección postal de ambos. 2. Relátales los hechos [a Hess y Bernays] y diles a esos
idiotas que 3. si creen que no van a pagar las letras para el 15 de junio, al menos que las acepten.
Ya buscaré financiación luego en París. Naturalmente, únicamente diles a esos idiotas esto
último si es del todo imprescindible. Ahora mismo, mi situación financiera es tan delicada que
estoy teniendo que girar letras y, desde luego, no voy a hacerles ninguna concesión a esos dos
idiotas. Eso sí, si esos dos asnos únicamente aceptan [y no pagan] las letras, házmelo saber de
inmediato (Marx [1847a] 1982, 117-118).
Marx era así de exigente con sus deudores, aun cuando éstos fueran sus amigos o gente que le
había ayudado en la vida. Por ejemplo, con Friedrich Breyer, médico alemán afincado en Bruselas en
cuya casa se alojaron Marx y su familia cuando se exiliaron de París. Sobre Breyer, Marx le dio a
Engels las siguientes instrucciones: «Ve a ver de nuevo [a Breyer] y dile que sería un truco muy sucio
que se aprovechara de mi infortunio para dejar de pagar. Debe darte al menos una parte. La
revolución no le ha costado un centavo» (Marx [1848a] 1982, 162). Y ello a pesar de las dificultades
financieras de Breyer que Engels constataba en una misiva: «Breyer se excusa en la crisis financiera,
en la imposibilidad de cobrar letras antiguas en su favor, en el rechazo de sus pacientes a pagarle.
Dice que incluso pretende vender su único caballo» (Engels [1848a] 1982, 164).
Otra amistad que Marx perdió por, entre otras razones (aunque quizá no los principales), el vil
dinero fue su relación con Ferdinand Lassalle. Marx no escatimó insultos contra él (o lo que él
pretendía que eran insultos) cuando éste se negó a prestarle dinero en una de sus visitas a Londres,
sobre todo porque Lassalle había sugerido que Marx y su esposa podrían trabajar como
acompañantes de Lassalle y de la esposa de Lassalle (la condesa von Hatzfeldt):
Ese judío negrata [nigger] de Lassalle quien, por suerte, se marcha a finales de semana, ha
perdido felizmente otros 5.000 taleros en sus torpes especulaciones. Ese tipo prefiere tirar el
dinero por el desagüe antes que prestárselo a un “amigo” que le asegura que su capital e
intereses están garantizados. […] Este tipo, […] conociendo la situación de crisis en la que me
encuentro, ha tenido la insolencia de preguntarme si una de mis hijas podría trabajar como
“acompañante” de [la condesa] von Hatzfeldt […]. Me ha hecho perder el tiempo y, lo que es
peor, el imbécil me dijo que, como ahora mismo no estaba ocupado en ningún “negocio” y que
meramente me estaba dedicando a mi “trabajo teórico” ¡podría también dedicarle tiempo a él!
¡Para guardar ciertas apariencias ante él, mi esposa tuvo que empeñar todo lo que no estaba
clavado o atornillado!
[…] Me parece bastante claro —como también lo acreditan la forma de su cabeza y el modo
en que le crece el pelo— que [Lassalle] desciende de los negros que acompañaron a Moisés
(salvo que su madre o su abuela paterna se cruzaran con un negrata). Ahora, esta mezcla de
alemán y judío, por un lado, con una base negra, por el otro, necesariamente ha de engendrar un
producto peculiar. Su don de la inoportunidad también es del estilo negrata (Marx [1862a] 1985,
389-390).
A pesar de esta pésima opinión hacia Lassalle, Marx no dudó en seguir reclamando y
beneficiándose de su ayuda, la cual siguió llegando durante algunos meses (aunque no en términos
tan generosos como la de Engels):
Lassalle se marchó el lunes por la tarde. Lo vi una vez más después de que los hechos anteriores
tuvieran lugar. Por mi tono desairado, debió de entender que la crisis, de la que él era bien
consciente desde hace tiempo, había provocado algún tipo de catástrofe. Me preguntó. Escuchó
mi historia y dijo que podría darme 15 libras el 1 de enero de 1863; y también que podía girar
contra él todas las letras que quisiera por cualquier cantidad siempre que el repago por encima
de 15 libras estuviese avalado por un tercero. Dijo que no podía hacer nada más dada su
delicada situación (Algo que sí puedo creerme, porque mientras estuvo aquí gastó sólo en taxis y
cigarrillos entre 1-2 libras diarias) (Marx [1862b] 1985, 399).
¿Y para qué necesitaba Marx tanto dinero? Pues para mantener un nivel de vida que, si bien no
cabe calificar en absoluto de «rico» (y, en algunos momentos, desde luego sus penurias familiares
fueron muy acusadas) en bastantes momentos de su vida si cabría calificar de clase media-alta de su
época. Recordemos que sólo en herencias de su madre, de Wilhelm Wolff, del tío de su esposa y de
su suegra, Marx recibió herencias por valor de 1.770 libras, que serían equivalentes a más de 250.000
euros con poder adquisitivo de 2022. Además, recordemos también que Marx se endeudaba con
frecuencia para gastar más de lo que ingresaba (a pesar, repetimos, de las herencias recibidas) por su
elevado tren de vida: a finales de la década de 1860, el propio Marx ([1868b] 1988, 171) estimaba
sus gastos domésticos en más de 350 libras anuales (más de 50.000 euros con poder adquisitivo de
2022), cuando el salario promedio de la Inglaterra de entonces era de 35 libras (diez veces inferior
que los gastos familiares de Marx). Todo ese dinero era necesario, según Marx, no para sí mismo sino
para complacer a su mujer y a sus hijos:
Tabla 5.A
Ambos autores llegan a la siguiente tabla de valores expresada en términos de oro (por ejemplo,
1 hora de trabajo igual a 1 onza de oro):
Tabla 5.B
La cual, usando nuevamente el oro como numerario, quedaría transformada en los siguientes
precios de producción, que sí respetarían la doble igualdad agregada entre valores-precios (2.000
onzas) y plusvalía-ganancia (200 onzas):
Tabla 5.C
Pero basta con modificar ligeramente la Tabla 5.A para que la doble igualdad desaparezca aun
cuando sigamos usando el oro como numerario:
Tabla 5.D
La Tabla 5.D, expresada en valores usando el oro como numerario, pasaría a ser:
Tabla 5.E
Y la Tabla 5.E a su vez se transformaría en los siguientes precios de producción usando como
numerario el oro a su valor:
Tabla 5.F
En este caso, la plusvalía agregada de la Tabla 5.E sí coincide con la ganancia agregada de la
Tabla 5.F (200), pero los valores agregados (1.250) no coinciden con los precios de producción
agregados (1.390,98). La verdadera razón por la que en su ejemplo se da la doble igualdad agregada
de valores-precios y plusvalía-ganancia no es que se use como numerario una mercancía cuyo precio
de producción coincide con su valor, sino la que los propios autores apuntan una páginas antes: «Sólo
se cumple en el caso particular de que, como equivalente para expresar el valor o el precio de todas
las mercancías, se tome una mercancía cuyo proceso de producción opere exactamente con una
composición orgánica igual a la media de la sociedad» (Fernández Liria y Alegre Zahonero [2010]
2019, 609). Y, como a continuación comprobaremos, ni siquiera eso es lo único que necesitamos
presuponer para que los valores puedan transformarse en precios respetando la doble igualdad
macroeconómica entre valores-precios y plusvalía-ganancia.
Recordemos cuáles eran las condiciones, que ya expusimos en el epígrafe 5.2 del tomo primero
de este libro, para garantizar la doble igualdad agregada.
Como podemos observar, el sistema está sobredeterminado y habitualmente no tendrá solución.
Una forma, por tanto, de reducir esa sobredeterminación es adoptando ciertas hipótesis ad hoc, que es
lo que hacen Fernández Liria y Alegre Zahonero. En primer lugar, imponer que el valor del tercer
departamento (donde se supone que se produce el dinero) sea igual a su precio de producción (z = 1).
Y en segundo lugar, que la composición orgánica del capital en el tercer departamento coincide
con la del conjunto de la economía:
Sin embargo, si adoptamos todas esas hipótesis, el sistema sigue estando sobredeterminado,
dado que queda reducido a:
Los datos del excedente neto de explotación (serie UQND), del stock de capital fijo (serie
OKND corregida por PIGT) y de la remuneración de los asalariados (serie UWCD) pueden obtenerse
directamente de AMECO, la base de datos macroeconómicos de la Comisión Europea. Los consumos
intermedios (que coincidirían con el capital constante consumido durante un año) pueden obtenerse
de Eurostat y, para EE. UU., del Bureau of Economic Analysis. La elección que hemos efectuado no
deja de ser problemática porque el excedente neto de explotación incluye las llamadas «rentas
inmobiliarias imputadas», que no son auténticas rentas monetarias sino imputaciones de ingresos a
los propietarios de su vivienda habitual; asimismo, el stock de capital fijo también incluye el stock de
viviendas residenciales que no circulan en el mercado como capitales. Tanto el numerador como el
denominador están, pues, distorsionados por esos dos factores no mercantiles.
No obstante, si alternativamente definimos la tasa general de ganancia más estrictamente tal
como la definía Marx:
Y calculamos la tasa general de ganancia así definida en EE. UU. (no sólo la principal economía
capitalista global, sino también una de las pocas que ofrece datos históricos suficientemente
desagregados como para posibilitar ese cálculo), entonces comprobaremos que tampoco se aprecia
ninguna reducción tendencial de la tasa general de ganancia durante los últimos 40 años.