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«A la hora de decidir sobre los contenidos escolares, todo es

relativo
Cuando se consideran los programas escolares no pueden
establecerse prioridades. Jerarquizar los conocimientos y
contenidos es autoritario.»

La visión de la escuela represiva que discutimos en el capítulo


sobre mitos de la autoridad y la violencia escolar, aparece también
a veces en una versión “cualunquista” que busca cuestionar el
estatuto de los conocimientos impartidos por la escuela. Como ya
dijimos de varias otras mitomanías, cuando uno la analiza con
cuidado, encuentra una semilla más o menos sensata, que ha sido
distorsionada hasta transformarse en una de esas verdades “que
se han vuelto locas”, como decía Chesterton.
Comencemos por esta semilla de verdad. El conocimiento escolar
no es más que un subconjunto de todos los conocimientos
disponibles en la sociedad, subconjunto marcado como
“legítimo”, es decir, como “las cosas que hay que saber”. Como
las instituciones que deciden qué cosas entran y qué no en este
subconjunto están formadas por personas de una clase social
particular (en general media alta, si no alta), estos conocimientos
están “cargados” a favor de lo que esa misma clase considera
valioso, y en detrimento de los gustos, preferencias y
conocimientos de otros sectores de la misma sociedad, en
particular esos que solemos llamar “populares”. Como
consecuencia, los alumnos de sectores medios en general tienen
menos dificultades para transitar por la institución escolar, porque
en gran medida lo que la escuela transmite está en sintonía con lo
que ellos han aprendido y aprenden en sus casas, y con lo que

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tanto ellos como sus padres han aprendido a valorar. Por el
contrario, los alumnos de sectores populares tienen más
dificultades porque los conocimientos, competencias, preferencias
y aptitudes adquiridas en sus hogares son diferentes, alternativos
o incluso contrastantes con los que la escuela propone o supone.
Obviamente, de aquí a diagnosticar la “inferioridad” mental o
intelectual de los sectores populares –leyendo como un problema
psicológico o incluso biológico lo que es una cuestión relacional y
social que depende de la invisibilización de la desigualdad y las
diferencias de clase– hay sólo un paso.
Hasta este punto, el argumento sigue datos y planteos más o
menos establecidos desde hace medio siglo. Sin embargo, a esta
altura ya sabemos que las mitomanías saben encontrar espacios
propicios para florecer en los terrenos más impensados. Así,
partiendo de la desconfianza hacia toda jerarquía y del
“cualunquismo” de los que ya tuvimos ocasión de hablar, nuestro
“progresismo de sentido común” retorcerá esta crítica
sociológicamente fundada. La llevará hacia una igualación
voluntarista que recurre al relativismo radical. Siempre con las
mejores intenciones, pero a veces con efectos perversos.
¿A qué nos referimos con “relativista”? Los antropólogos nos
han enseñado hace ya un siglo que consideramos “normales” o
“superiores” aquellas cosas que aprendimos en contextos sociales
específicos. Por eso, no debemos apurarnos a juzgar a las
personas que se comportan diferente de nosotros como
“irracionales” o “inmorales”. Lo más probable es que a ellos les
parezcan tan sensatas sus formas de creer y obrar como a
nosotros las nuestras, y tan extrañas las nuestras como las de
ellos nos lo parecen a nosotros. Esta constatación –que suena
obvia pero que en la práctica es muy fácil perder de vista– se

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encuentra detrás de esa manera de ver el mundo que
denominamos “relativismo cultural”.
Ahora bien, también hay formas de “volver loca” la verdad que
entraña el relativismo cultural. Es posible decir que, siempre que
un grupo de personas actúe de manera distinta de la nuestra,
debemos abstenernos de juzgar o intervenir, porque esa diferencia
es el resultado singular de determinadas condiciones, distintas de
las nuestras, que debemos respetar como valiosas en sí mismas.
Una vez más, esto suena sensato, hasta que llegamos a las
justificaciones de la opresión, la tortura, la violencia contra las
mujeres, la esclavitud. Incluso los más acérrimos defensores del
relativismo cultural no lo han usado como coartada para
abstenerse de emitir juicios ante prácticas que consideraban
inmorales o erróneas. De lo que sí debería protegernos el
relativismo cultural es de los juicios precipitados y de las
condenas irreflexivas y prejuiciosas. No de todo juicio y de toda
condena. Eso equivaldría al cinismo y a la complicidad con
prácticas que pueden causar mucho daño.
Así, debemos dejar sentada la necesidad de jerarquizar, de
plantear prioridades claras, de definir orientaciones precisas.
Obviamente, una de ellas será el respeto a la diversidad de formas
de vida y formas de pensar. A todas las modalidades que respeten
al otro, que respeten el conocimiento, que respeten la convivencia.

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encuentra detrás de esa manera de ver el mundo que
denominamos “relativismo cultural”.
Ahora bien, también hay formas de “volver loca” la verdad que
entraña el relativismo cultural. Es posible decir que, siempre que
un grupo de personas actúe de manera distinta de la nuestra,
debemos abstenernos de juzgar o intervenir, porque esa diferencia
es el resultado singular de determinadas condiciones, distintas de
las nuestras, que debemos respetar como valiosas en sí mismas.
Una vez más, esto suena sensato, hasta que llegamos a las
justificaciones de la opresión, la tortura, la violencia contra las
mujeres, la esclavitud. Incluso los más acérrimos defensores del
relativismo cultural no lo han usado como coartada para
abstenerse de emitir juicios ante prácticas que consideraban
inmorales o erróneas. De lo que sí debería protegernos el
relativismo cultural es de los juicios precipitados y de las
condenas irreflexivas y prejuiciosas. No de todo juicio y de toda
condena. Eso equivaldría al cinismo y a la complicidad con
prácticas que pueden causar mucho daño.
Así, debemos dejar sentada la necesidad de jerarquizar, de
plantear prioridades claras, de definir orientaciones precisas.
Obviamente, una de ellas será el respeto a la diversidad de formas
de vida y formas de pensar. A todas las modalidades que respeten
al otro, que respeten el conocimiento, que respeten la convivencia.

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«Las culturas populares son tan valiosas como el programa
escolar
Los conocimientos impartidos por la escuela no son sino una
maniobra de dominación unilateral sobre los sectores
populares. Las culturas populares son tan valiosas como el
programa escolar y deberían ocupar el mismo lugar que los
contenidos consagrados.»

El relativismo encuentra rápidamente sus límites en ciertos


dominios, entre los cuales se cuenta el del conocimiento. Sabemos
hace mucho tiempo que la ciencia no es la verdad, y que las
instituciones científicas y sus procesos de producción de
conocimiento son mucho más complejos que la idea ingenua que
teníamos de ambos hace algo menos de un siglo. Aun así, que el
conocimiento sea construido no lo vuelve menos conocimiento,
así como tampoco un puente es menos sólido por haber sido
construido. La ciencia no es infalible, y este atributo es parte de su
definición. Sabemos de sobra que, en general, la ciencia produce el
mejor conocimiento disponible en un momento dado.
Conocimiento construido, sí; socialmente legitimado, sí;
contingente, sí, y aun así verdadero, o al menos lo más verdadero
posible en las condiciones actuales en que practicamos eso que
llamamos “ciencia” en las sociedades modernas, donde el estatuto
de legitimidad del saber científico es prácticamente indiscutible.
Otro ámbito en el que el relativismo encuentra un límite es el de la
vida en común. Bajo el pleno respeto de las libertades políticas,
civiles y religiosas, hay prácticas o actos que las leyes impiden
por considerarlos criminales o lesivos para una sociedad que ha
elegido vivir según ciertas reglas. Al mismo tiempo, las leyes en

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ocasiones expanden un campo de derechos anteriormente vedado
o restringido (pensemos, por ejemplo, en el voto femenino, la ley
de divorcio, la igualación entre los hijos nacidos “dentro” y
“fuera” del matrimonio, o el matrimonio igualitario, para mencionar
sólo algunos).
Así, incluso dentro del marco de la plena vigencia de los
derechos políticos, civiles, religiosos, ciudadanos, hay ciertos
consensos que la sociedad, en su estado presente, ha alcanzado:
consensos de conocimiento, respaldados por la institución
científica, y consensos políticos y jurídicos, entre los más
importantes. La escuela, en este sentido, si ha de cumplir con su
cometido de formar ciudadanos que puedan desempeñarse en la
sociedad de la que forman parte, ha de procurar transmitir unos y
otros.
Sin embargo, la tentación de ceder al “cualunquismo” está
siempre presente, en especial cuando esa posición es alentada por
una conciencia pretendidamente “progresista” con la que nos
sentimos cómodos. Hace ya varias décadas, dos sociólogos
franceses, Grignon y Passeron, nos hicieron notar que, cuando
escribimos o pensamos sobre culturas populares, tendemos a
oscilar entre dos extremos, que ellos llamaron “miserabilismo” y
“populismo”. El miserabilismo consiste en ver las culturas
populares como una versión degradada, “de segunda”, de las
culturas dominantes, y a los sectores populares como simples
títeres indefensos de las herramientas de dominación de los
poderes constituidos. El populismo, a la inversa, consiste en
glorificar a los sectores populares y sus prácticas como lo único
verdaderamente puro, auténtico y digno de rescate ante una
sociedad corrompida y masificada. Nuestro “cualunquismo
pedagógico” identifica muy fácilmente a la “escuela autoritaria”
con una visión miserabilista de las culturas populares. En

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contraposición, se reivindica una visión populista según la cual
debe darse a las “culturas populares” el mismo lugar que al
“conocimiento consagrado”.
Ahora bien, a esta altura sabemos que las cosas son siempre más
complejas, y los que hemos trabajado con sectores populares
constatamos que no son ni un antro de sordidez ni un paraíso
perdido. Existen manifestaciones muy valiosas de las culturas
populares –también estéticas y artísticas– que sí deben ser
incluidas e interpeladas desde los espacios escolares si deseamos
superar cierto reduccionismo de clase. Pero suponer que la
escuela debe recibir acríticamente las prácticas de sus estudiantes
de sectores populares y devolverlas consagradas por la
legitimidad escolar es simplemente afirmar que debe renunciar a
hacer lo que hace, es decir, preparar a todas las personas, sin
importar su condición, para poder disfrutar plenamente de sus
derechos y su lugar como miembros de la sociedad. Más aún, bajo
el argumento supuestamente comprensivo y progresista del
“respeto” por la “diversidad cultural”, se esconde una práctica
que tiene como consecuencia invisible y no deseada la
reproducción de las diferencias sociales.
Volvamos atrás: sabemos que la escuela imparte una selección de
conocimientos y aptitudes, seleccionados como legítimos por la
sociedad. Ahora bien: son esos mismos conocimientos y
aptitudes los que la sociedad requiere y utiliza para evaluar
competencias y accesos a bienes codiciados. Ya sea una
entrevista de trabajo, el ingreso a la educación superior, o el pleno
ejercicio de los derechos de ciudadanía, la posibilidad de acceder a
ellos está limitada y decidida por un conjunto de competencias
que los argentinos de sectores populares habitualmente no
pueden adquirir si no es en la escuela. Privarlos de ellos con el
argumento del “respeto por su cultura” equivale a cerrarles la

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puerta en la cara y darles dos vueltas de llave. El relativismo
cultural, aplicado a sociedades de clase como las nuestras,
rápidamente las transforma en sociedades de castas, inmovilizadas
en culturas “homogéneas” rigurosamente preservadas por
aquellos que pueden darse el lujo de respetarlas porque gozan de
todos los beneficios.
Los deseos, las ambiciones, las expectativas también se
aprenden, y sabemos de sobra que la respuesta al famoso “qué
vas a ser cuando seas grande”, o incluso “qué te gustaría ser
cuando fueras grande”, depende en gran medida de lo que uno ve
a su alrededor y de lo que considera posible para “la gente como
uno”. La escuela tiene ahí un papel importantísimo, que supera el
del “respeto” por el “deseo de los pibes”. Si en los últimos años
un número cada vez mayor de alumnos de sectores populares ha
comenzado a llegar a nuestras universidades, se debe a que
tuvieron docentes que, lejos de escudarse en el argumento de que
sus “culturas” son igualmente valiosas que las “nuestras”, y que
un “oficio” es una elección idéntica a una carrera, han alentado en
ellos un deseo de incorporarse plenamente a su vida como
ciudadanos, en lugar de refugiarse en guetos que les hacen pagar
en pérdida de oportunidades el precio por la “pureza” a la que
recurren los argumentos populistas.
A la escuela del pueblo le corresponde ampliar horizontes,
ofrecer ventanas para ver mundos que están más allá de las
experiencias directas de las nuevas generaciones. La literatura, por
ejemplo, contribuye a esto, ya que nos permite vivir otras vidas,
contemplar otros paisajes y momentos históricos. Puede ayudar a
desarrollar la empatía, al darnos la posibilidad de ponernos en el
lugar del otro. Por eso no es correcto pregonar “la educación
popular para el pueblo” y la “cultura universal” para los
privilegiados. Lo anterior no supone negar el potencial político

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emancipador y renovador que tienen las experiencias de
educación popular, tanto en la Argentina como en otros países de
América Latina que luchan contra el desprecio por la cultura de los
grupos subordinados. Ellas deben facilitar a los excluidos el
acceso a los bienes culturales más complejos sin cuya posesión la
emancipación y la liberación se convierten en palabras y
consignas vacías de todo contenido real. Por último, es preciso
reconocer el potencial renovador de la educación popular cuyas
“nuevas formas de hacer las cosas” pueden incluso transferirse al
campo de la educación escolarizada.

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