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Recorrido Histórico

SENTIDOS DE LA INCLUSIÓN
Como sostiene la “Convención Internacional sobre los Derechos de las
Personas con discapacidad” (art. 24 - 2006) y entre otras, la Circular Técnica Nº
1/16, la inclusión supone precisamente que los estudiantes de cualquier
comunidad compartan experiencias de aprendizaje desde sus singularidades y
sus diferencias, sin ningún prejuicio de condición, cultura o situación más que
la de ser un niño, un adolescente o un joven…aprendiendo con otros .

EL DISEÑO Y LA IMPLEMENTACIÓN DE UNA EDUCACIÓN INCLUSIVA


La educación inclusiva ofrece más y mejores oportunidades de desarrollo con
calidad ,al eliminar todas las barreras para el juego, el aprendizaje y la
participación de todos los niños. Asimismo, permite compartir formas
multivariadas de conocimiento, acalla la competencia selectiva y cosecha la
fortaleza solidaria. Permite hacer mejoras tanto para los profesionales como
para los niños. En definitiva, es el comienzo de la inclusión en la sociedad.
Una educación pensada para todos supone, necesariamente, la modificación de
las condiciones de la enseñanza.

Parte de la Historia de la Educacion especial  Modelos y paradigmas

Todas las épocas son heterogéneas y complejas. Cualquier situación merece


que analicemos los siguientes
factores en su contexto histórico:
- Los valores que, explícita o implícitamente, están en juego y los propósitos de
las organizaciones;
- Los anhelos de las familias junto con las metas y los sueños individuales de
las PCD;(personas con discapacidad)
- Los paradigmas con los cuales se percibe la realidad y se describen sus
problemas: los modelos que estructuran los planes de intervención y la
concepción de las soluciones; los actores con poder de decisión y los actores
sobre quienes se ejercen esas decisiones.
Comencemos con un breve recorrido histórico acerca de las organizaciones
que trabajaron en Argentina en
el ámbito de la discapacidad. En una misma ciudad, en cualquier país, puede
haber organizaciones de avanzada y otras que atrasan un siglo.

 La década del 70

En ese entonces, los niños con alguna discapacidad podían aspirar a formar
parte de una institución educativa, siempre y cuando cumplieran con el criterio
de educabilidad. En el auge de la psicometría, se clasificaba a las
PCD intelectual en educables, entrenables y custodiables. La escuela especial
recibía a los educables y el centro de rehabilitación a los entrenables. El
manicomio real y las colonias para enfermos psiquiátricos recibían a las
personas custodiables, aunque siempre fueron opciones marginales con
respecto al confinamiento hogareño, que era la opción mayoritaria.
Por todo el mundo se organizaron asociaciones de padres cuyos hijos e hijas
comparten un diagnóstico.
Estos padres lucharon por la aceptación de sus hijos en un sentido amplio, por
construir algún lugar para ellos en la sociedad, lo cual era verdaderamente
revolucionario.

En esa época, las instituciones para PCDI más severas estaban fuertemente
atravesadas por el espíritu benevolente, por el paradigma del déficit y por el
modelo médico de la discapacidad. Las PCD eran objeto de cuidado.
Para las instituciones, la satisfacción de las necesidades básicas era un
objetivo prioritario. La reclusión era una práctica aceptada para la protección de
la PCD, de amenazas que podrían provenir de sí misma o de la sociedad.
El sistema educativo seguía un modelo bancario, al decir de Paulo Freyre,
institucionalizado desde el siglo
XIX. Ningún alumno, tuviera o no una discapacidad, elegía qué estudiar, ni
existían planteos sobre la utilidad o la
funcionalidad de los conocimientos impartidos. El saber era enciclopédico y así
también era la enseñanza. La cultura general era la de las élites; las normas y
los mandatos, los de las oligarquías dominantes. Los pueblos eran objetos
manipulados por líderes. Los profesionales, guiados por el paradigma del
déficit y el modelo médico, intentaban una cura de la discapacidad a través de
la rehabilitación sin límite de tiempo. Las luces de la inteligencia de los
expertos se apagaban al predecir el futuro de un niño nacido con retraso
mental. El diagnóstico de discapacidad funcionaba como una sentencia de
exclusión comunitaria.
En la década del 60 Bengt Nirje enunció el principio de la Normalización en
Suecia. Tardaría varias décadas en divulgarse en nuestras latitudes. En aquella
década, y por mucho tiempo más, rehabilitar a la PCD era una
meta más arraigada que normalizar sus condiciones de vida, lo cual hubiera
obligado a modificar sus contextos, claramente segregadores. 

La década del 1980

 Con el retorno a la democracia en la Argentina, se formalizan e instituyen


organizaciones cuyo punto de partida no era la beneficencia ni el interés
familiar, sino el propósito de conjugar un abordaje multi o interdisciplinario de
la discapacidad. Muchas eran impulsadas por familias, otras fueron lideradas
por profesionales que venían trabajando en el campo de la rehabilitación y que,
en sus viajes, habían conocido prácticas de avanzada en Norteamérica y
Europa, donde el principio de normalización llevaba veinte años de
implementación.
En esta década se crearon la Comisión Nacional Asesora para la integración de
las PCD (CONADIS), la Dirección Nacional de Escuelas Especiales y el primer
plan de seguridad social para la atención integral y la rehabilitación de niños,
jóvenes y adultos con diferentes discapacidades: el PROIDIS. Las escuelas
especiales, los centros de día, los hogares, las terapias y el transporte
especializado, proliferaron. Este crecimiento en la financiación de los servicios
tentó a muchos nuevos profesionales; hasta ese momento, la elección del
campo de la discapacidad como opción laboral, era más azarosa que
vocacional.
En esta década, Argentina desarrolló una política pública de avanzada
comparada con el resto de los países de Latinoamérica. Desde ese entonces, el
Estado, todos los argentinos, aportan solidariamente para financiar la seguridad
social de las PCD afiliadas a las obras sociales nacionales. Y las empresas de
medicina prepaga están obligadas a brindar las mismas prestaciones que el
Estado. Federalismo mediante, las obras sociales provinciales y los gremios
pequeños o sin carácter nacional, no están obligados por esa misma ley. La
calidad de los servicios y el arancel que pagan por los mismos estos
financiadores más pequeños, a veces es muy distante del estándar nacional.
Algunas provincias pasaron veinte años sin reconocer la ley de prestaciones
básicas, otras adhirieron a los enunciados, pero la implementación y el
nomenclador de costos es propio.
El modelo profesional se estructuraba de acuerdo al paradigma del déficit: se
intervenía para suplir una falta del paciente. Nunca se exigió que los
profesionales articularan sus acciones entre sí, ni se les requirió una evaluación
integral. Luego de 30 años, en 2019, tampoco sucede. El sistema de
prestaciones siempre estuvo controlado y gerenciado por agentes de salud,
incluso en las prestaciones educativas. La palabra del médico era, y sigue
siendo, sacrorosanta: se la obedece sin cuestionar, sin preguntar cómo, para
qué o hasta cuándo. El médico indica acompañante terapéutico, transporte a
domicilio, educación especial… La lógica subyacente es: “él puede hacerlo
porque conoce el diagnóstico y sabe lo que pasa”. Los educadores comunes se
desentendieron de los alumnos con discapacidad ya que se formaban docentes
especiales, y había involucrados profesionales de otras disciplinas de mayor
rango. Aún hoy en todo el mundo los docentes y las escuelas comunes se
excusan de hacerse cargo de los alumnos con discapacidad porque no fueron
capacitados y se quedan esperando, sumisos, la evaluación de los
especialistas.

Década del 1990


Los llamados nuevos paradigmas a nivel mundial empiezan a generar un
cambio progresivo en los discursos y en las prácticas. Se reconoció la
coexistencia de capacidades y limitaciones en una misma persona, empezando
con la ponderación de las habilidades adaptativas, lo que permitió relativizar el
valor del coeficiente intelectual como parámetro supremo para el diagnóstico
de la discapacidad intelectual.
La inclusión apareció como una consigna superadora respecto de la
integración. La confusión entre ambos conceptos requirió casi una década de
discernimiento, durante la cual hubo debates estériles sobre nominaciones,
medievales en todos los sentidos, sin discutir los cambios en la praxis. Los
actores sociales más lúcidos tomaron conciencia de que las metas de las PCD
no debían circunscribirse al interior de las instituciones, sino que debían
proyectarse fuera de ellas.
La resistencia corporativa no se hizo esperar y muchas escuelas especiales
privadas y algunos gremios docentes inventaron el mito de la clausura
inminente y la fuga forzada de sus alumnos con discapacidad al desamparo de
las aulas comunes. Este mito nunca se verificó y solo sigue vigente entre los
maestros más retrógrados y algunos dueños de esas escuelas privadas,
mayoritariamente de la Ciudad de Buenos Aires. El miedo retrasó el comienzo
de la inclusión educativa de las PCD.
También fue una década de gran idealización de los marcos teóricos
norteamericanos y europeos. Entre otros motivos, porque Latinoamérica no
tenía producción teórica ni investigaciones documentadas. Irreflexivamente, se
importaban libros, métodos de tratamiento, tests, equipamientos. Tenía más
valor copiar lo foráneo que producir lo propio con seriedad. Los discípulos no
honran a sus mentores si se limitan a fotocopiarlos, sin hacer algo relevante
con lo que aprenden de ellos.
Latinoamérica se pondrá de pie ante los diversos poderes hegemónicos cuando
entable una relación de paridad, de mutuo respeto frente a los expertos
extranjeros. La fascinación lleva a que algunas personas compren buzones, en
forma de métodos onerosos y disertantes extranjeros carismáticos pero
insustanciales. Los poderes de turno, de cualquier signo político, invitan a
gurúes extranjeros, una y otra vez, como disertantes en sus eventos, por que
explican el statu quo, pero usando palabras académicas de moda. Los
gobiernos no se arriesgan a ningún cambio: nunca los contratarían como
asesores.
Hacia el fin del siglo, el paradigma del déficit seguía funcionando, pero
enfocado en las limitaciones de la sociedad, las barreras que la misma impone
a los individuos, produciendo discapacidad. El modelo social comenzó a
transformar la realidad de las PCD, afirmando que, más allá de las limitaciones
funcionales, ellas también podían ser protagonistas a partir de sus capacidades
y de las habilidades adquiridas por las intervenciones del entorno. Este es el
modelo social radical de la discapacidad, que no tiene en cuenta que la
producción subjetiva de la propia persona también moldea su discapacidad.
El movimiento transformador, impulsado por el modelo social, tiene dos límites.
En primer lugar, deja por fuera a casi la mitad de las PCD: los intelectuales y los
psiquiátricos permanecen en minoría; los líderes con discapacidad motriz y
sensorial los ningunean. Toleran que sus padres y sus profesionales a cargo los
tutelen, lo que sería un insulto si se tratara de ellos mismos. La lógica
acumulativa y la naturalización de la exclusión, no sólo están del lado de los
empresarios, se reproducen entre las PCD. Para los líderes con otras
discapacidades que son parte de la sociedad como cualquier actor, las PCDI
son los discapacitados. La otra mitad del universo de la discapacidad, como
decíamos, quedó y queda fuera de las mesas de trabajo y de las luchas por
diversas reivindicaciones. Los grupos de padres e instituciones organizados
ligados a la discapacidad intelectual forjaron sus propias luchas y plantearon
sus propias prioridades. 

En segundo lugar, el modelo social radicalizado dificulta las alianzas


estratégicas con la sociedad. Con una lógica binaria, los activistas desconfían
de todo aquel que no tenga una discapacidad, acusándolo de negociante o
cómplice en la producción de barreras. Pasan de la consigna nada sobre
nosotros sin nosotros a nadie mejor que nosotros para saber sobre lo que
necesita una PCD. El fanatismo revanchista es otra miseria humana, y sucede
cada vez que la tortilla se vuelve, luego de prolongadas injusticias sociales.

Luego del año 2000

El modelo social de la discapacidad queda refrendado a escala mundial a partir


de la Convención de los
Derechos de las PCD de la Organización de las Naciones Unidas (en adelante la
Convención). El contenido de la misma no es novedoso, salvo por el hecho de
impulsarlos como Derechos Humanos, fijarlos como estándar para toda la
población con discapacidad y obligar a los Estados a ser garantes de esos
derechos. Es una enunciación formal clara, pese a sus circunloquios,
redundancias, declaraciones principistas y abstractas. Su extensión puede
abrumar o desorientar; su contenido se convirtió en un punto de referencia para
cualquier actor social. La Convención repite lo que ya habían dicho y hecho los
pioneros y los revolucionarios del sector durante los 30 años precedentes. La
gran mayoría de los países ratificaron la Convención, con muy llamativas
excepciones, aun sabiendo que sus gobiernos no iban a cumplir esos
estándares.
Desde 2006, la meta principal del trabajo en el campo de la discapacidad pasa
a ser la plena inclusión, que a veces se presenta como una quimera en vez de
una meta a la que se puede llegar progresivamente. Quienes utilizan el modelo
social con convicción comprenden que el individuo y la sociedad se producen
mutuamente, y que la polarización antagónica entre sociedad y PCD es estéril
en el largo plazo.
En el nuevo siglo, tomó preeminencia el paradigma de la diferencia, el cual
permite reconocer las habilidades personales y la necesidad de escuchar,
establecer y honrar las metas personales de las PCD. Consecuentemente, ellas
dejan de ser las únicas destinatarias de las intervenciones. Los ambientes
donde viven, estudian y trabajan también necesitan recursos, servicios y
apoyos: la modificación de los contextos es la clave de la inclusión. Con la
naturalidad que conlleva un cambio de modelo, los terapistas ocupacionales,
los acompañantes terapéuticos, los asistentes personales y los profesores de
educación física asumieron más protagonismo, siendo los profesionales que
utilizan nuestro modelo subjetivo de discapacidad. Todas las disciplinas se
involucran y trabajan en el campo. El cambio no se produce por la magia de un
experto individual sino por la sinergia entre actores proactivos que comparten
un plan estratégico. En esta época, se
necesitan expertos que puedan liderar el trabajo en equipos transdisciplinarios
que nos llevará a la plena inclusión.
Los expertos clásicos, concentradores de poder, toman decisiones
trascendentes sin las herramientas apropiadas y sin armar redes ni reconocer
pares. La concepción de la discapacidad mutó varias veces en sus breves 60 o
70 años de historia. Ninguna disciplina puede alojar al campo de la
discapacidad en forma autónoma.
Vale la pena distinguir, como antes hicimos con los mediocres y los fanáticos, a
los mezquinos que se desarrollan en forma individual, que sólo saben crecer
por aposición y acumulación. Este perfil de actor social viaja al exterior para
conseguir un diferencial para su organización, para abrir más sedes y tener más
clientes. Compartir no es uno de sus valores porque no conciben ni a la sinergia
ni al empoderamiento. Logran hacerse de un lugar de poder al lado de los
mediocres asesores crónicos de todos los gobiernos y se eternizan como
representantes de la sociedad civil, aunque sus propias prácticas
institucionales atrasen décadas y no sean más que la sombra de lo que fueron;
son como leyendas vivientes con algún pasado glorioso por haber sido
innovadores

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