Está en la página 1de 4

JOSÉ FERRATER MORA: “SAN AGUSTÍN”

Empezaremos por la visión en principio atemporal griega -cuando menos platónica o neoplatónica- con la total visión
del tiempo histórico agustiniana. El griego no le encuentra sentido a la historia, porque lo que para él cuenta son
realidades tales como la Naturaleza, la Razón, el Mundo Inteligible, lo Uno -en suma: lo que no cambia o, si cambia,
imita lo que no cambia y es, por consiguiente, como si no cambiara-. Si hay para el griego tiempos, son tiempos
«locales». Y si hay para el griego «Un» tiempo, se trata entonces de uno don-de ningún momento se distingue de
otro salvo por formar parte de un determinado ritmo. Lo que pasa en el tiempo no es, pues, propiamente hablando,
temporal; cada cosa, o cada especie de cosas, tiene su tiempo como puede tener su lugar, o su forma, o hasta su
color. Si se quiere, en el tiempo suceden muchas cosas, pero no «pasa» nada. En todo caso, no pasa nada que sea
absolutamente decisivo y, por consiguiente, absoluta-mente dramático. Para el cristiano, en cambio, hay un
acontecimiento que divide y casi enemista los tiempos, por el cual los tiempos mismos adquieren inequívoca
presencia: la llegada del Mesías, su rápido y decisivo paso por la tierra.

Hasta San Agustín el cristianismo había sido «sobre todo» vivido; desde San Agustín iba a ser, «además», pensado.
Ahora bien, pensar el cristianismo parecía imposible a menos que fuera asimilada de algún modo la tradición
intelectual griega, que la lucha entre los cristianos y los paganos, cuya violencia había sido templada ya en parte por
los esfuerzos de San Justino, de San Clemente de Alejandría y de Orígenes, llegara a convertirse en armonía. «Lo
que» en San Agustín se pensaba era el cristianismo; aquello «con lo cual» se pensaba era la tradición griega.

Lo primero con que San Agustín se encuentra al proponerse esta hazaña intelectual es la existencia de unas
realidades que el griego había excluido por ser irracionales, por no ajustarse al imperio, al despotismo y a la violencia
de la razón.

Se trata de lo infinito, del tiempo y de la historia, justamente las realidades que el griego había perseguido
encarnizadamente sin conseguir eliminarlas. Por eso el intento de San Agustín parece hoy, desde el punto de vista
religioso, una heroicidad, y desde el punto de vista filosófico, casi un despropósito. La escolástica medieval no había
concebido nunca un programa así. Obsesionada cada vez más por las soluciones «clásicas», la escolástica que
culminó en Santo Tomás fue un ensayo para recobrar la tranquilidad que el cristianismo primitivo había desterrado y
que San Agustín había ignorado. Para Santo Tomás no hay contradicción entre la razón y la fe, porque la unidad de la
verdad concilia cualquier desgarramiento de contrarios. Para San Agustín no hay tampoco, en el fondo,
contradicción, pero esta ausencia de contradicción no impide sino que exige cabalmente pensar la fe por la razón y
justificar ésta por aquélla.

Esta vindicación de la razón por la fe o, mejor dicho, este pedir incansablemente a la fe una razón que ilumine la
creencia, es característica de la meditación agustiniana sobre la historia y sobre el tiempo, y en ella se funda en
buena parte su visión de la historia. La filosofía de la historia de San Agustín es una teología de la historia. Y una
teología es siempre una teodicea, una justicia de Dios y una justificación de esta justicia. En la historia vista por San
Agustín aparece no sólo, sin embargo, la justicia divina, sino también su misericordia, tan infinita y tan
incomprensible como su justicia. Por eso la historia es, al mismo tiempo que castigo, redención de este castigo. Para
el cristiano la historia se hace, en efecto, posible mediante el pecado, es decir, mediante el quebrantamiento de la
ley divina, el afán de conocer el bien y el mal, el apartamiento de Dios, la soberbia. La historia es, para San Agustín,
historia del gran drama de la salvación.

Cuando San Agustín comenzó, hacia el año 413, a escribir su Ciudad de Dios, la penetración de los pueblos bárbaros
en el Imperio había dejado de ser una filtración pacífica. Este hecho debía de influir decisivamente en su concepción
de la historia.

No debe olvidarse en ningún momento que San Agustín siente, habla y escribe desde un tiempo que había logrado
poco a poco, tras enormes esfuerzos, reconocer la existencia de culturas actuales o desaparecidas a las cuales no se
podía confundir, como hicieron los griegos, con una indistinta masa de bárbaros.

Toda época de crisis parece ser siempre el crepúsculo de la historia, la preparación para la llegada del «prime-ro, del
último y del viviente». Tal sentimiento resulta mucho más explicable todavía en aquellos siglos en que parecía
advenir, con la rápida difusión del cristianismo, el desquiciamiento del Imperio y el establecimiento de los bárbaros,
un fin previsto, el acto último de un drama que había comenzado en un jardín idílico e iba a terminar en lo que es
más radicalmente distinto de un idilio: en un juicio. Ante el gran teatro del mundo, en medio de las ruinas del pasado
y con la esperanza y el temor de ese juicio final, escribe San Agustín su teología de la historia, y todo el contenido de
esa visión de nuestro «visionario» debe ser entendido partiendo de esta única situación

Todo debe ser comprendido desde aquí, no sólo la visión cristiana y agustiniana de la historia, sino la misma visión
de la naturaleza. Si, como hemos dicho, la naturaleza era para el griego lo permanente, el gran todo al cual cada ser
individual vuelve en cumplimiento de la universal justicia de la restitución, para el cristiano es el mal, pero el mal
necesario e indispensable, porque tiene su sentido en la realización del drama de la historia.

El hombre es para el griego y, sobre todo, para el estoico, una par te de la naturaleza; para el cristiano, en cambio, la
naturaleza es una parte del hombre, el cual es definido justamente como un compuesto de dos elementos
contradictorios y, sin embargo, coexistentes: su miseria natural y su grandeza divina, su radicación en el mundo y en
la tierra y su posibilidad de llegar, por la gracia, hasta la contemplación de Dios.

La historia comienza propiamente cuando nace, por la voluntad de Dios, el tiempo y, con él, el mundo y, con el
mundo, el hombre. Lo que había antes del mundo y del hombre era para el griego un caos sin forma, una materia sin
perfil, una masa sin figura. La misión de Dios era entonces simplemente la de dar forma a esta masa informe, la de
plasmar y no la de crear, porque el Dios que ha hecho el mundo es, como afirma explícitamente Platón, un
demiurgo, un obrero. El Dios del cristiano no es un obrero, sino un arquitecto, porque de él surge, al dictado
imperioso de su voz, la forma y la materia, la figura de la masa y la masa misma. El hombre antiguo se encuentra con
un mundo al cual atribuye la eternidad; el cristiano se encuentra con un universo que ha surgido por la creación, que
ha tenido no sólo un fundamento real, sino un comienzo en el tiempo. Pero el tiempo no tiene sentido si no sirve
justamente para que, a lo largo de él, se desenvuelva lo que es esencialmente temporal: la persona humana y su
dramática historia.

El hombre es así para el cristiano el ser vil por excelencia, el más abyecto de los abyectos, pero a la vez el centro del
mundo, la cumbre de la creación, el barro, mas barro hecho a imagen y semejanza de Dios.

Al hombre le es dado lo que ningún ser hasta entonces había recibido: la facultad de regirse por sí mismo, de elegir
entre instancias opuestas, en suma, de hacerse. El hombre recibe, por la liberalidad de Dios, la posibilidad de
dirigirse hacia Dios o hacia el mundo, hacia la luz o hacia las tinieblas. Criatura de Dios, es al mismo tiempo señor de
las cosas y, ante todo, señor y dueño de sí mismo.

Sin ese señorío y esa simultánea dependencia no podría haber eso que llamamos una historia, un drama de la
humanidad. Sin la libertad, el hombre hubiera sido bestia o ángel. Con la libertad sola, sin auxilio divino, habría sido
ángel rebelde, demonio. Por esa extraña superposición de la libertad y de la dependencia, de la gracia y de la
naturaleza, puede ser el más grande de los misterios de este mundo: un hombre.

La visión actual de la historia nos presenta un origen que se confunde con lo que nuestros abuelos llamaban, no sin
cierto estremecimiento, la noche de los tiempos. La visión cristiana, coincidiendo en ello dentro de su gran
disparidad con la judía y la griega, nos presenta, en cambio, un origen tan increíblemente claro y transparente que
cuesta esfuerzo inclusive pensarlo. Para el progresista moderno, en un principio fue la dispersión, y la historia
consiste casi exclusivamente en el proceso en que lo disperso se va concentrando, en que la multiplicidad se
transforma en unidad. Para el cristiano, la unidad ha sido el principio y origen de la historia y toda ella ha consistido
en el desgajamiento de esa unidad primitiva, hasta que, con la venida de Cristo, y por ella, lo confuso y lo múltiple se
hace nuevamente unitario. Visión que es, por tanto, lo más radicalmente distinto que puede darse de la idea del
hombre sostenida por el progresista moderno. Para éste, el hombre ha surgido como un producto final del
desenvolvimiento del universo y es, a la vez que un ser natural, un comienzo de la conciencia que el universo tiene
de sí mismo.

La imagen de la historia bosquejada por San Agustín es a la vez que un intento de comprender dentro de una unidad
la variedad de las épocas y de los pueblos, el primer es fuerzo que se hizo en el mundo antiguo para no convertir la
historia universal en una crónica doméstica. La «filosofía de la historia» de los judíos, de los griegos y de los romanos
es la narración de las vicisitudes de un pueblo que existe sin preocuparse de los de-más, excepto en la medida en
que ello es requerido por la necesidad de la defensa de la conservación de su independencia y dominio. La filosofía
de la historia de San Agustín es, en cambio, la filosofía de la historia de «toda» sociedad humana, la cual se halla
ligada, según sus propias palabras, por «la comunión y lazo indisoluble de una misma naturaleza».

Ahora bien, ello no es posible si no se toma como punto de referencia algo que se halla más allá y por encima de la
historia misma, de la evolución de un pueblo o de la comunidad de una raza. Este punto de referencia, que consistió
en gran parte para el judío en su propia evolución como pueblo destinado a transmitir su revelación de Dios al
mundo, fue transformado en el cristianismo por una finalidad trascendente. Por eso la visión cristiana de la historia,
decididamente apoyada en la visión judaica, es, en el fondo, muy distinta de ésta. Muy distinta de ésta y muy distinta
de todas en virtud de la idea agustiniana de separar la ciudad terrena de la ciudad divina, de dar, según una
incomparable justicia, lo que corresponde a cada una de ellas: a César y a Dios.

Se ha llamado a San Agustín el primer filósofo cristiano, el primer hombre moderno y el primer europeo. En él
comienza la madurez de Europa, una madurez que se alcanza precisamente cuando el hombre de Occidente confiesa
que no tiene patria. La coincidencia del estoicismo, del neoplatonismo y del cristianismo tiene lugar, ante todo, en el
palenque común de un cosmopolitismo que debía resultar, aun entonces, después de haberse todo confundido un
poco, terriblemente subversivo. Pero el cosmopolitismo de los estoicos y de los filósofos griegos de la última hora se
parece, por lo menos, tanto como se diferencia del cristiano. Mientras los primeros sostienen que su patria es el
universo, el segundo afirma que no hay otra patria que la invisible, que esa patria que San Agustín, siguiendo los
precedentes de la historia antigua, ha llamado «ciudad», Ciudad divina. El filósofo griego entiende ciertamente
también por «universo» algo más que el conjunto de las tierras conocidas, pero se detiene siempre antelo que ha
sido durante siglos su obsesión máxima: la naturaleza. El filósofo cristiano comienza por combatir esta naturaleza,
que sien el orden material es concebida como barro, polvo y ceniza, en el orden histórico es llamada también una
ciudad, pero con un calificativo de menosprecio: la ciudad del diablo, la ciudad terrena. La historia no es dramática
para el neoplatónico y el estoico porque, en última instancia, no hay historia, sino historia. Y aun historias siempre
iguales, repetidas eternamente a lo largo de ciclos que vuelven. La historia es la misma naturaleza que evoluciona
penetrada por el fuego divino que destruye y construye incesantemente los mundos, y por eso el hombre no debe
tener otra preocupación que la de dejarse regir por esa naturaleza, la naturaleza verdadera, en el fondo idéntica a la
razón. El hombre debe llegar a ser sí mismo, a no depender de nada más que de él, pero una vez lograda esta
independencia se encuentra con que su ser coincide con el ser total de aquel universo al cual llama indistintamente
«cosmos» o «patria». El drama de la historia consiste, en cambio, para el cristiano, en que no ocurre más que una
sola vez. Por eso la historia es verdaderamente dramática y no cabe pedir, mientras se está en ella, la paz y la
tranquilidad que el estoico busca y una vez encuentra, pues la historia es, por principio, la in-quietud misma, el vivir
sin reposo hasta que el corazón descanse en Dios.

En la historia no hay para San Agustín ninguna paz y ningún sosiego. El sosiego se encuentra únicamente en aquella
ciudad de los elegidos en que no hay tiempo, variación ni discordia, ciudad divina cuyos arrabales llegan hasta este
mundo bajo la forma y el aspecto de la Iglesia. Para el primitivo griego había muchas ciudades y una sola patria: la
suya. Para el romano del Imperio había una sola ciudad e infinitas patrias, porque todo lugar era patria para el
ciudadano. Para el cristiano había dos ciudades y una sola patria verdadera: la patria de la ciudad de Dios.

La diferencia entre la ciudad de Dios y la ciudad del diablo, su nacimiento, su lucha y la victoria final y definitiva de la
primera constituyen así el eje de la teología agustiniana de la historia. La ciudad divina es la ciudad de los ángeles
que han perseverado y de los hombres destinados a la salvación; la ciudad terrena es la ciudad de los ángeles que
han caído y de los hombres a quienes la gracia no ha alcanzado, la verdadera y auténtica sociedad de los impíos, los
amadores del mundo. Pero estas dos ciudades no aparecen en la tierra claramente separadas, como lo están una
ciudad terrena de otra. La separación es sólo interna y, en realidad, sólo de Dios es conocida, porque sólo en Él están
desde siempre los nombres de los habitantes de los dos mundos separados por un invisible abismo.

La salvación, la pertenencia a la patria eterna y divina, a aquella donde «Se nace, pero no se muere», está sólo en
manos de Dios y está en ella desde siempre y para siempre. La presciencia divina de las cosas futuras, la providencia
de Dios rige la historia de tal modo que no hay ni puede haber en ella nada que no estuviera pre-visto y señalado
desde la eternidad. Y, sin embargo, el hombre es libre, y lo es de tal suerte, que es definido justamente como un ser
que goza, por graciosa dádiva, de la libertad. El conflicto entre la minuciosa presciencia divina y la ancha libertad
humana, sobre el cual ha escrito San Agustín muchas y muy agitadas páginas, es, ciertamente, incomprensible para
una razón que no vea en la libertad sino lo que existe sin trabas y no, como realmente es, aquello que «está en el
orden de las causas». El hombre es libre, pero es libre sólo en tanto que hace libremente lo que Dios sabe que ha de
hacer libremente.

La historia comienza con Adán, pero sólo con un momento de la existencia de Adán: con el pecado. En los mismos
límites del paraíso terrenal, pasada la frontera que el Arcángel señalaba con su espada de fuego, se levantaban los
muros de la ciudad terrena, del Estado temporal, cuyo primer fundador fue el vencedor de una terrible guerra civil y
fratricida, de la guerra fraternal, principio de innumerables guerras, entre Caín y Abel. Desde aquel momento la
historia iba a quedar iniciada y, al punto que iniciada, dividida por las eternas disposiciones del cielo. Disposiciones
del cielo más que acontecimientos de la tierra, pues los seis grandes períodos de que San Agustín da cuenta,

Coinciden sólo muy imperfectamente con la expansión de los grandes imperios. Lo que caracteriza las etapas de la
historia no es tanto lo que ocurre en ellas como lo que sucede por encima de ellas; lo que hace de la historia un
progreso no es el aumento del poder y del dominio del hombre, sino la excesiva revelación del Dios escondido. Todo
lo que queda fuera de esta revelación, queda fuera de la «historia eterna», y por eso ante la existencia de los
grandes imperios que se desarrollaron conjuntamente con el pueblo judío y, sobre todo, ante la respectiva luminosa
y tiránica presencia de Grecia y de Roma, no se puede hacer sino declararla eminente-mente contingente, hacer de
estos Estados los herederos de la ciudad fundada por Caín y, en algunos pocos casos, los partícipes de una revelación
que tiene, como en Platón, contenido pagano, pero claro acento cristiano.

Alrededor del símbolo de la patria celestial, en torno a la Iglesia se reúnen los elegidos, aquellos que, tras el período
funesto en que no había libertad sino para el mal, han alcanzado por la gracia la libertad verdadera y por ello puede
decirse que están salvados. Pero si la Iglesia es condición no es causa suficiente, y por eso aun en ella son pocos los
elegidos y son muchos los condenados. Llamado a la salvación ha sido todo el género humano en la persona de
Adán; condenado ha sido también todo el género humano en la misma persona; definitivamente salvada será sólo,
empero, una pequeña parte de él, precisamente esta parte que, mientras vive en la historia y en el mundo, tiene
fuera su alma y sus entrañas. Esta justicia de condenar a todos y esta misericordia de salvar a algm1es es lo que da
su angustioso sentido a la visión agustiniana de la historia y lo que hace de ella, al tiempo que el reino de la
desesperación, el fundamento de la esperanza. Pues, en último término, si no hubiera historia, esto es, si no hubiera
lucha entre las dos ciudades, aquí confundidas y allá estrictamente separadas, no habría ni siquiera perdón para esos
pocos que han sido a la vez llamados y elegidos, que constituyen ya desde este momento el núcleo con el cual se
formará, terminados los tiempos con el juicio, la patria celestial.

Esta teodicea de la historia, esta justificación de una providencia que, aun sabiendo de antemano a cuán horribles
padecimientos eternos será sometida la mayor parte de los hombres, no ha detenido su impulso creador, no ha
vuelto a sepultar en el barro lo que del barro había nacido, puede parecer a muchos una cruel pesadilla. Así han
opinado quienes, como Orígenes, han sobrepuesto al castigo eterno, a la separación radical entre las dos ciudades, la
última y definitiva unidad de todas las cosas en todo, la apocatástasis, recapitulación o vuelta de todo a Dios. Pero a
esta distinta y más apacible imagen opondrá siempre la visión agustiniana el hecho tremendo de que la condenación
de los más no es prueba de crueldad, sino de justicia, y de que la salvación de los menos no es manifestación de
justicia, sino de misericordia. Orígenes se limita a señalar el castigo del pecado original y de los pecados derivados
con la inmersión en la materia, con la extinción de la llama divina por ese mal que es el poseer una realidad
defectuosa, por esa impureza que es el mundo hollado por la culpa. Pero el mal no es para él definitivo, porque la
gracia alcanza, en última instancia, a todos, y la muerte de Cristo es la muerte por la cual el género humano, en su
integridad, sin separación ni elección, volverá a reunirse con su primitiva fuente, con el hontanar que le dio
sucesivamente vida, muerte y resurrección. Mas si esta visión es más reconfortante que la agustiniana, suprime todo
lo que constituye la raíz y el principio de la historia, el ser constitutivamente un drama y no una comedia en la cual,
como corresponde al género, «todo acaba bien». En la visión agustiniana no acaba todo bien, como en la comedia, ni
todo mal, como en la tragedia; en ella mueren, con una eterna muerte sin reposo, los réprobos o los condenados,
pero viven con una vida sin más inquietud y desasosiego los que, debiendo ser también condenados, han resultado,
por una elección que escapa a la razón humana y acaso a toda razón, inscritos en el registro de una ciudad que está
constituida desde siempre, pero que sólo quedará colmada cuando la historia, ese sueño que es una pesadilla, haya
terminado de ser soñada. Puede que no haya que acusar demasiado a Dios de su aterrador dictado, porque acaso la
pesadilla también a Él alcanza y somos nosotros la visión que aparece constantemente en sus sueños. En los sueños
de Dios, que si tal fuera cierto, serían para el hombre más reales que la realidad.

También podría gustarte