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I

EL PÚBLICO Y LA MULTITUD

La multitud no solamente atrae y arrastra irresistiblemente a


su espectador, sino que su nombre ejerce un atractivo prestigioso
sobre el lector contemporáneo y algunos escritores se sienten de­
masiado incitados a designar por esta palabra ambigua toda cla­
se de agrupaciones humanas. Es preciso acabar con esta confu­
sión y, sobre todo, no confundir multitud con Público, término
asimismo susceptible de acepciones diversas, pero que voy a in­
tentar precisar. Se dice: el público de un teatro, el público de una
asamblea cualquiera; en este caso, público significa multitud. Pe­
ro esta significación no es la única ni la principal, y en tanto que
decrece su importancia o permanece estacionaria, la edad moder­
na, desde la invención de la imprenta, ha dado nacimiento a una
especie de público muy diferente, que-no cesa de aumentar y, cu­
ya extensión indefinida, es una dé-los rasgos mejor marcados de
nuestra época. Se ha hecho psicología de las multitudes; pero
queda por hacer una* psicología del público, entendido en este
otro sentido, es decir,*como una colectividad.puramente espiri­
tual, como una dispersión de-individuos, físicamente separados y
entre los.cuales existe una cohesión sólo mental. De dónde proce­
de el público, cómo ha nacido, cómo se desarrolla; sus varieda­
des; sus relaciones con sus directores; sus relaciones con la multi­
tud, con las corporaciones, con los Estados; su potencia para
bien o para mal y sus formas de sentir o de obrar: ahi está lo que
nos proponemos investigar en este estudio.
En las sociedades animales inferiores la asociación consiste,
sobre todo, en un agregado material. A medida que uno se eleva
en el árbol de la evolución de la vida, la relación social se hace
cada vez más espiritual. Pero si los individuos se alejan hasta el
punto de no verse, o si permanecen, así, alejados más allá de
cierto tiempo, aunque sea corto, han dejado de estar asociados.
Pues, en esto, la multitud presenta algo de animal. ¿No será un
haz de contagios esencialmente psíquicos producidos por contac-

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tos físicos? Pero, todas las comunicaciones de conciencia a con­
ciencia, de espíritu a espíritu no tienen por condición necesaria la
aproximación de los cuerpos. Cada vez menos esta condición se
cumple, cuando se perfilan en nuestras sociedades civilizadas
corrientes de opinión. No es en las reuniones de hombres en la
vía pública, o en la plaza pública, donde nacen y se desenvuelven
estas especies de ríos sociales1, estos grandes arrebatos que
arrastran y asaltan ahora los corazones más firmes, las razones
más resistentes, y se hacen consagrar leyes o decretos por los
Parlamentos o los Gobiernos. Cosa extraña, los hombres que se
dejan entusiasmar así, que se sugestionan mutuamente o, antes
bien, se transmiten únos a otros la sugestión desde arriba, esos
hombres no se codean, no se ven, ni se entienden: están sentados
cada uno en su casa leyendo el mismo periódico y dispersos
sobre un vasto territorio. ¿Cuál es, pues, el lazo que les une? Es­
te lazo es, con la simultaneidad de su convicción o de su pasión,
la conciencia poseída por cada uno de ellos de que esta idea o es­
ta voluntad es compartida en el momento mismo por un gran nú­
mero de hombres. Es suficiente que se sepa esto, incluso sin ver
estos;hombres para que se esté influenciado por ellos, tomados
en conjunto, y no solamente por el periodista, el inspirador co­
mún que en sí mismo es invisible y desconocido y, por tanto,
más fascinador.
El lector no tiene, en general, conciencia de sufrir esta
influencia persuasiva, casi irresistible, del periódico que lee habi­
tualmente. El periodista más bien tendría conciencia de su
complacencia hacia su público del que no olvida nunca, ni la na­
turaleza, ni los gustos. Por su parte el lector es aún menos cons­
ciente: él no duda en absoluto de la influencia ejercida sobre él
por la masa de los otros lectores. Aunque tal influencia no es
menos negable; pues, se ejerce, a la vez, sobre su curiosidad, que
se hace tanto más viva cuanto la sabe o la cree compartida por
un público más numeroso o más escogido, y sobre su juicio, que
busca poner de acuerdo con el de la mayoría o el de la élite, se­
gún los casos. Yo puedo abrir un periódico creyendo que es del
dia y leo en él con curiosidad ciertas noticias, después me doy
cuenta que es de hace un mes o, solamente, de la víspera y des­
de ese momento deja de interesarme. ¿De dónde proviene este
desagrado repentino? Los hechos relatados, ¿han perdido todo
su interés intrínseco? No, pero nos decimos o nos imaginamos•
• Hagamos notar que estas comparaciones hidráulicas vienen, naturalmente,
a la pluma cada vez que se trata de multitudes, así como de públicos; precisamen­
te, se asemejan en esto. Una multitud en marcha una tarde de Fiesta pública cir­
cula con una lentitud y con numerosos remolinos que nos traen a la memoria la
idea de un rio sin cauce preciso. Porque nada es menos comparable a una multi­
tud, si no es un público. Más bien son cursos de agua, cuyo régimen está mal de­
finido.

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que nosotros somos los únicos en leerlos y esto basta. Esto
prueba, pues, que nuestra viva curiosidad se fundaba en la ilu­
sión inconsciente de que nuestro sentimiento era común, a un
gran número de espíritus. Se trate de un periódico de la víspera o
del día anterior comparado al del día, como de un discurso leído
en casa comparado con un discurso oído en medio de una inmen­
sa multitud.
Cuando, sin saberlo, sufrimos este contagio invisible del
público del que formamos parte, nos sentimos inclinados a expli­
carlo por el simple prestigio de la actualidad. Si el periódico del
día nos interesa hasta este punto, es que él nos relata sólo hechos
actuales y sería la proximidad de estos hechos, no la simulta­
neidad de su conocimiento por nosotros o por otros, quien nos
provocaría la pasión de su relato. Pero analicemos bien esta sen­
sación de actualidad que es tan extraña y de la que la pasión cre­
ciente es una de las características más precisas de la vida civili­
zada. ¿Se considera de actualidad solamente lo que acaba de tener
lugar? No, es todo lo que inspira actualmente un interés gene­
ral e incluso aunque se trate de un hecho antiguo. En estos úl­
timos años ha estado de actualidad todo lo que se refería a N a­
poleón; es de actualidad todo lo que está de moda. Y no es de
actualidad lo que, siendo reciente, está fuera de la atención
pública, vuelta hacia otras cuestiones. Durante todo el desarrollo
del asunto Dreyfus se produjeron en África o en Asia hechos
dignos de interesarnos, pero se hubiera dicho que tales hechos no
tenían nada de actuales. En suma, la pasión.por la actualidad
progresa con la sociabilidad de la que ella no es más que-una de
las manifestaciones más chocantes; y como lo propio de la pren­
sa periódica, sobre todo de la prensa cotidiana, es de tratar sola­
mente de los temas de actualidad, uno no debe de sorprenderse
de ver anudar y estrechar entre los lectores habituales de un mis­
mo periódico una especie de asociación demasiado poco remar­
cada y de las más importantes.
Bien entendido que, para que sea posible esta sugestión a dis­
tancia de los individuos que componen un mismo público, es
preciso que hayan practicado durante largo tiempo por el hábito
de la vida social intensa, de la vida urbana, la sugestión de la
proximidad. Nosotros desde la infancia y desde la adolescencia
comenzamos a sentir vivamente la acción de las miradas de
otros, que se expresa sin nosotros saberlo en nuestra actitud, en
nuestros gestos, en el curso modificado de nuestras ideas, en la
perturbación o en la sobrexcitación de nuestras palabras, en
nuestros juicios, en nuestros actos. Solamente después de haber,
durante años, sufrido y hecho sufrir esta acción impresionante
de la mirada es cuando nos convertimos en culpables de sentir­
nos impresionados incluso por el pensamiento de la mirada de

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otro, por la idea de que nosotros somos objeto de la atención de
personas que están alejadas de nosotros. De una manera pareci­
da, después de haber conocido y practicado durante largo tiempo
el poder sugestivo de una voz dogmática y auto'ritaria, oída muy
de cerca es cuando la lectura de una afirmación enérgica basta
para convencernos, e, incluso, el simple conocimiento de la
adhesión de un gran número de nuestros semejantes a este juicio,
nos predispone a juzgar en el mismo sentido. La formación de
un público supone, pues, una evolución mental y social mucho
más avanzada que la formación de una multitud. La sugestividad
puramente ideal, el contagio sin contacto que supone esta agru­
pación puramente abstracta y, sin embargo, tan real, esta multi­
tud espiritualizada, elevada, por así decirlo, al segundo grado de
potencia no ha podido nacer más que a partir de siglos de vida
social más grosera, más elemental.

II
Es curioso que ni en latín ni en griego exista una palabra que
responda a lo que nosotros entendemos por público. Para desig­
nar el pueblo existen otros términos, como la asamblea de los
ciudadanos armados o no armados, el cuerpo electoral, todas las
variedades de multitudes. Pero, ¿qué escritor de la Antigüedad
ha soñado con hablar de su público? Ninguno de ellos ha conoci­
do-algo más-que su auditorio, en aquellas salas dispuestas para
lecturas públicas, donde los poetas contemporáneos de Plinio el
Joven -reunían una pequeña multitud de simpatizantes. Por lo
que se'refiere a los lectores dispersos de los manuscritos copiados
a mano, como se trataba solamente de algunas decenas de ejem­
plares, no tenían conciencia de constituir un agregado social, co­
rno-sucede en el presente a los lectores de un mismo periódico o,
a veces, de una misma novela de moda. ¿No existió un público
en La Edad Media? No, pero había ferias, peregrinaciones, multi­
tudes tumultuosas, a través de las que se difundían oleadas de
emociones piadosas o bélicas, oleadas de cólera o de pánico.. El
público sólo ha podido comenzar a aparecer a partir del primer
gran desarrollo de la invención de la imprenta, en el siglo xvi. El
transporte de energía a distancia no es nada comparado a es­
te transporte del pensamiento a distancia. ¿No es el pensamiento
la fuerza social por excelencia? Piénsese en las ideas fuerza de
Fouillée. Por entonces se ha vistó una novedad profunda de in­
calculable efecto, la lectura cotidiana y simultánea de un mismo
libro, la Biblia, editada por primera vez en millones de ejempla­
res, que daba a la masa unida de lectores la sensación de consti­
tuir un cuerpo social nuevo, separado de la Iglesia. Pero este
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público naciente no era todavía él mismo más que una Iglesia
aparte, con la que se presentaba confundido, y ésta es la debili­
dad del protestantismo, esto es, el haber sido, a la vez, un públi­
co y una Iglesia, dos agregados sociales, Tegidos por principios
diferentes y de naturaleza inconciliable. El público como tal no
ha surgido de una manera clara hasta la época de Luis XIV. P e­
ro en esta época había ya multitudes tan torrenciales como ac­
tualmente y tan considerables en los momentos culminantes de
las coronaciones de los príncipes, de las grandes fiestas, de las re­
vueltas provocadas por las hambres periódicas, mientras que el
público apenas se componía de una minoría escogida de «gentes
honestas» que leían la gaceta mensual y que leían sobre todo
libros, un pequeño número de libros escritos para un número re­
ducido de lectores. Incluso, en su mayor parte, estos lectores esta­
ban reunidos en París, si no queremos reducirlos más, en la
Corte.
En el siglo xviu este público crecía rápidamente y se frag­
mentaba. No creo que con anterioridad a Bayle hubiese existido
un público filosófico distinto del gran público literario, del que
comenzaba a separarse. Pues yo no llamo público a un grupo de
sabios, es verdad, a pesar de su dispersión por diversas provin­
cias o diversos estados, unidos por la preocupación de investiga­
ciones similares y de la lectura de los mismos escritos, pero tan
poco numerosos que mantienen entre todos ellos relaciones epis­
tolares y extraían de estas relaciones personales el principal ali­
mento de su comunión científica. Un verdadero público especial
sólo se perfila a partir.del momento, muy difícil de precisar, en
que hombres consagrados a los mismos estudios eran ya un nú­
mero demasiado grande para poder conocerse personalmente, de
manera que no hubieran podido establecer entre ellos lazos de
cierta solidaridad y sí solamente crear comunicaciones imperso­
nales de frecuencia y de regularidad suficientes. En la segunda
mitad del siglo xviii nace, crece un público político que bien
pronto, en sus desbordamientos, absorbe como un río absorbe a
sus afluentes, todos los otros públicos, el literario, el filosófico,
el científico, etc. Sin embargo, hasta la Revolución la vida del
público ha tenido poca intensidad por ella misma y solamente
adquiere importancia por la vida de la multitud de la cual depen­
de todavía por la animación extraordinaria de los salones y de
los cafés.
De la Revolución data el acontecimiento verdadero del pe­
riodismo y por consiguiente del público de la que aquélla fue la
fiebre de crecimiento. No es que la Revolución no haya suscitado
multitudes también, pero no es por esto por io que se distingue
de las guerras civiles del pasado, del siglo xiv al siglo xvi o
incluso de la Fronda. Las multitudes sediciosas, coaligadas, las

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multitudes tercas* no eran ni menos temibles, ni, quizás filenos
numerosas que las multitudes del 14 de julio o del 10 de agosto
(1789). Porque una multitud no es susceptible de incrementarse
má&.allá de un cierto grado, marcado por los limites de la voz y
de la mirada, sin peligro de fraccionarse o de hacerse incapaz pa­
ra una acción conjunta, acción siempre la misma, como barrica­
das, saqueo de palacios, asesinatos, demoliciones, incendios. No
hay nada más monótono que estas manifestaciones seculares de
la actividad de las multitudes. Pero lo que caracteriza a 1789, lo
que el pasado jamás había visto, es esta eclosión de periódicos,
devorados ávidamente, que se produjo en esta época. Si muchos
de ellos eran verdaderos muertos antes de nacer, otros ofrecieron
el espectáculo de una difusión increíble. Cada uno de estos gran­
des y odiosos publicistas*2, Marat, Desmoulins, el padre Duches-
ne, tenía su público y se puede considerar a las multitudes incen­
diarias, saqueadorás, asesinas, canibalescas que han hecho arder
a Francia de entonces, desde el norte al mediodía, del este al oes­
te, como tumores, erupciones malignas de aquellos públicos, a
los que sus escanciadores maléficos —llevados en triunfo al Pan­
teón después de su muerte— arrojaban todos los días el alcohol
venenoso de las palabras vacias y violentas. No se trata de que
las revueltas estuviesen constituidas, exclusivamente, en el mismo
París y con mayor razón en provincias y en el campo, de lectores
de periódicos, sino que ellos eran siempre su levadura, si no eran
la.pasta, la masa. Del mismo modo los clubs, las reuniones de
café, que han jugado un papel tan importante durante el período
revolucionario, han nacido del público, en tanto que, antes de la
Revolución el público era más bien el efecto que la causa de las'
reuniones de los cafés y de los salones.
Pero, por encima de todo, el público revolucionario era pari­
siense; más allá de París brillaba débilmente. En su famoso
viaje, Arthur Young se sorprende de ver tan pocas hojas públicas
difundidas en las aldeas y pueblos. Es verdad'que la observación
se aplica mejor a los comienzos de.la Revolución; un poco más
tarde esta observación perdería parte de su justeza. Sin embargo,
hasta el fin, la falta de'comunicaciones rápidas ha constituido un
obstáculo insuperable a la intensidad y a la amplitud de propaga­
ción de la vida pública. ¿Cómo unos periódicos que sólo llega­
* El autor se refiere aquí a las multitudes movilizadas por las revueltas de la
Fronda, la Liga del Duque de Guisa (1576) y la facción popular dirigida por el
carnicero Caboche (1413). [N. del r.]
2 «Publicista», según Littré, sólo aparece en el Diccionario de la Academia a
partir de 1762, y todavía no figura en él —como sucede al presente en la mayoría
de los Diccionarios— nada más que con.la acepción de autor que escribe sobre el
derecho público. En el uso corriente, el sentido de la palabra no se ha ampliado
hasta nuestro siglo, mientras que el de público, en virtud de la misma causa iba a
reducirs'e, al menos tal como lo empleo yo.
ban dos o tres veces por semana y ocho días después de su apari­
ción en París, podían dar a sus lectores del sur del país la sensa­
ción de actualidad y la conciencia de unanimidad simultánea sin
las cuales la lectura de un periódico no difiere esencialmente de
la lectura de un libro? Quedaría reservado a nuestro siglo, por
los procedimientos de locomoción perfeccionados y por la trans­
misión instantánea del pensamiento a cualquier distancia, de dar
a los públicos, a todos los públicos, la amplitud indefinida de la
que son susceptibles y que abre entre ellos (entre los públicos) y
las multitudes un contraste tan destacado. La multitud es el gru­
po social del pasado; después de la familia es la Forma más anti­
gua de todas las agrupaciones sociales. Bajo todas sus formas la
multitud, sentada o de pie, inmóvil o en marcha, es incapaz de
extenderse más allá de un débil radio de acción: cuando sus ins­
piradores dejan de tenerla bajo mano cuando deja de oir sus vo­
ces, la multitud se esfuma. El auditorio más vasto que se haya
podido ver en la antigüedad es el del Coliseo; aunque no exce­
diera más allá de cien mil personas. Los auditorios de Pericles o
de Cicerón, incluso los de aquellos grandes predicadores de la
Edad Media, de un Pedro el Ermitaño, o de un San Bernardo,
sin duda, eran muy inferiores. De manera que no se ve que la po­
tencia de la elocuencia, sea política o sea religiosa, haya progre­
sado sensiblemente desde la Antigüedad o la Edad Media. Pero
el público es extensible indefinidamente y como, a medida que él
se difunde, su vida particular se hace más intensa, no se puede
negar que no sea la agrupación social del porvenir. De este mo­
do, por la coincidencia de tres invenciones recíprocamente auxi­
liares: la imprenta, el ferrocarril, el telégrafo, se ha constituido
la formidable potencia de la prensa, este teléfono prodigioso que
ha ampliado tan desmesuradamente el auditorio antiguo de los
tribunos y de los predicadores. Por eso, yo no puedo conceder a
un escritor tan vigoroso como el doctor Le Bon, que nuestra
edad sea la «era de las multitudes». Más bien es la era del públi­
co o de los públicos lo que es muy diferente.

III
Hasta cierto punto, un público se confunde con lo que se ha
venido llamando un mundo, «el mundo literario», «el mundo
político», etc., y salvo lo que esta idea última implica, entre las
personas que forman parte de un mismo mundo, un contacto
personal, un intercambio de visitas, de recepciones, que sólo
puede existir entre los miembros de un mismo público. Pero la
distancia de la multitud al público es inmensa, como se ve ya,
aunque el público proceda, en parte; de una especie de multitud,
esto es, del auditorio de los oradores.
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Sin embargo, entre el público y la m ultitud existen diferencias
muy esclarecedoras a las que todavía no me he referido/i Por
ejemplo, se puede pertenecer al mismo tiempo y, de hecho se
pertenece siempre simultáneamente, a varios públicos como se
pertenece a varias asociaciones o sectas; pero solamente se puede
pertenecer a una única m ultitud, en cada m om ento.'En esto radi­
ca la intolerancia mucho mayor en las m ultitudes y, por consi­
guiente en las naciones, en las que dom ina el espíritu de las m ul­
titudes, porque en este caso el ser es tom ado todo entero y arre­
batado irresistiblemente por una fuerza sin contrapeso. Y en eso
radica la ventaja ligada a la sustitución gradual de las multitudes
por los públicos, transform ación que es acom pañada siempre de
un progreso en la tolerancia si no tam bién en el escepticismo. Sin
duda que de un público sobreexcitado, como ocurre a menudo,
surgen a veces multitudes fanáticas que se pasean por las calles
gritando viva o muera no im porta qué. En este sentido el público
podía ser definido como una m ultitud en potencia. Pero esta
caída del público en la m ultitud, aunque sea peligrosa en el más
alto grado, es, no obstante, bastante rara; y sin entrar a exami­
nar si estas m ultitudes nacidas de un público son solamente un
poco menos brutales, a pesar de todo, que las multitudes ante­
riores a la aparición del público, sigue siendo evidente, que la
oposición de dos públicos, siempre prestos a fusionarse por enci­
ma de sus fronteras indecisas, es un peligro mucho menor para la
paz social que el enfrentam iento de dos m ultitudes opuestas.
La m ultitud, agrupación más natural, es más sumisa a las
fuerzas de la naturaleza; depende más directamente de la lluvia o
del buen tiem po, del calor o del frío; es más frecuente en verano
que en invierno. Un claro de sol la reúne, un chaparrón la dis­
persa. Cuando Bailly era alcalde de París bendecía los días de
lluvia y se entristecía viendo despejarse el cielo. Pero el público,
agrupación social de un orden superior, no se halla sometido a
estas variaciones y a estos caprichos del medio físico, de la esta­
ción o, incluso, del clima. No solamente el nacimiento y el creci­
miento, sino, incluso, las mismas sobreexcitaciones del público,
enfermedades sociales aparecidas en este siglo y de una gravedad
siempre creciente, escapan a sus influencias.
Como se sabe, fue en pleno invierno cuando estalló en toda
Europa la crisis más aguda de este género, en nuestra opinión, la
del asunto Dreyfus. ¿H a sido más apasionada en el sur o en el
norte, vista a la m anera de las multitudes? No, fue más bien en
Bélgica, en Prusia, en Rusia donde ha agitado y conmovido a los
espíritus. En resumen, el sello de la raza se m anifiesta con menor
intensidad sobre el público, que sobre las multitudes. Y no podía
ser de otra m anera en virtud de la consideración que sigue.
¿Por qué, en efecto, un mitin (meeting) inglés difiere tan pro-

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fundamente de un club francés, una matanza de septiembre* de
un linchamiento, americano, una fiesta italiana de un coronamien­
to del zar¿ donde doscientos mil mujiks reunidos no se conmueven
ante la catástrofe que ha hecho perecer a treinta mil de entre ellos?
¿Por qué, de acuerdo con la nacionalidad .de una multitud, un
buen observador puede predecir, casi con seguridad, cómo obra­
rá —mucho más seguramente que sería capaz de predecir la ma­
nera de obrar de cada uno de los individuos que la componen—
y, por qué, a pesar de las grandes transformaciones ocurridas en
las costumbres e ideas de Francia o de Inglaterra desde hace tres
o cuatro siglos, las multitudes francesas de nuestra época
boulangistes, antisemitas se parecen tanto por sus rasgos comu­
nes a las multitudes de la Liga o de la Fronda, como las multitu­
des inglesas de hoy a las de los tiempos de Cromwell? Precisa­
mente, porque en la composición de una multitud, los individuos
entran solamente por sus semejanzas étnicas, que se suman y
constituyen la masa, y no por sus diferencias propias, que se
neutralizan y que en el movimiento de una multitud los ángulos
Je la individualidad se embotan mutuamente en beneficio del ti­
po nacional, que dan como síntesis. Y es así a pesar de la acción
individual del manipulador o de l<?s manipuladores, que se hace
sentir siempre, pero siempre contrabalanceados por la acción
recíproca de los manipulados.
"' Por consiguiente, la influencia que el publicista ejerce sobre
su público aunque mucho menos intensa en un instante dado,
por su continuidad, es muchísimo más poderosa que la impul­
sión breve y pasajera inculcada a la multitud por su inspirador;
y, además, es secundada, nunca combatida, por la influencia bas­
tante más débil que la que los miembros de un mismo público
ejercen los unos sobre los otros, gracias a la conciencia de la
identidad simultánea de sus ideas o de sus tendencias, de sus con­
vicciones o de sus pasiones atizadas cotidianamente por el mismo
fuelle.
Se ha podido negar sin razón, pero, no sin una especiosa apa­
riencia de razón, que toda multitud tenga un manipulador y, de
hecho, muy a menudo es ella quien manipula a su dirigente. Pe­
ro, ¿quién negará.que todo público tiene su inspirador e incluso,
a veces, su creador? Lo que Sainte-Beuve decía del genio, esto
es, que «el genio es un rey que crea a su pueblo», es particular­
mente verdadero del gran periodista. ¡Cuántas veces se ha visto a
publicistas crear su propio público!3. En verdad para que
* Se refiere a la matanza de presos políticos de los días 2 a 15 de septiembre
de 1792, provocada por la noticia de la invasión prusiana. [M del T.\
3 Se dirá que, si cada gran publicista hace su público, ¿cada público un poco
numeroso hace a su publicista? Esta última proposición es mucho menos verda­
dera que la primera: se ven grupos muy numerosos que durante largos años, no

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Edouard Drumont provocase el antisemitismo ha sido preciso
que su intento de agitación respondiese a un cierto estado de áni­
mo difundido entre la población; pero en tanto que no se ele­
vó una voz resonante, que prestase una expresión común a este
estado de espíritu, permaneció latente en los individuos, poco in­
tensa aunque menos contagiosa, e inconsciente de sí misma.
Aquel que ha expresado esa voz, la ha creado como fuerza colec­
tiva, fáctica, con todo real. Conozco regiones francesas en las
que no se ha visto nunca a un solo judío, sin embargo, esto no
impidió que floreciera en ellas el antisemitismo, precisamente,
porque en ellas se leían los periódicos antisemitas. El estado de
espíritu socialista, el estado de espíritu anarquista, no existían,
no eran nada antes de que algunos publicistas famosos como
Carlos Marx, Pedro Kropotkin y otros hubiesen proclamado esas
teorías y las hubiesen puesto en circulación con su efigie. De to­
do esto se comprende fácilmente que la huella individual del ge­
nio de su promotor sea más marcada sobre un público que el ge­
nio de la nacionalidad y que lo inverso sea verdad para la multi­
tud. Asimismo, se comprende de igual manera que el público de
un mismo país, en cada una de sus principales ramas, aparezca
transformado en muy pocos años, cuando sus conductorr se
han renovado y que, por ejemplo, el público socialista F .ncés
del presente, no se asemeje en nada al de los tiempos de
Proudhon, a pesar de que las multitudes francesas de todo tipo
conservan la misma fisionomía reconocible a través de los siglos.
Se objetará, tal vez, que el lector de un periódico conserva
mejor su libertad de espíritu que el individuo perdido e inmerso
en una multitud. Aquél puede reflexionar sobre lo que lee, en si­
lencio y, a pesar de su pasividad habitual puede llegar a cambiar
de periódico, hasta que encuentre el que le conviene o el que cree
que le conviene. Por otro lado, el periodista se esfuerza en
complacerle y para retenerle, La estadística de suscriptores
nuevos y de los que han interrumpido la suscripción es un exce­
lente termómetro, frecuentemente consultado, que advierte a los
redactores de la línea de conducta y de pensamiento a seguir.
Frecuentemente, una indicación de esta naturaleza ha motivado
en una cuestión famosa importante, el abandono súbito de un
gran periódico y esta retractación no es excepcional. El público
reacciona pues a veces sobre el periodista, pero éste obra conti­
nuamente sobre su público. Después de algunos tanteos, el lector
ha escogido su periódico, el periódico ha escogido sus lectores,
ha habido una selección mutua, de donde resulta una mutua
adaptación. Uno ha puesto la mano sobre un periódico de su
conveniencia que halaga sus prejuicios y sus pasiones, el otro la
consiguen hacer surgir al escritor adaptado a su verdadera orientación. Tal es el
caso del mundo católico en el momento presente.

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ha puesto sobre un lector de su agrado, dócil y crédulo, al que
puede dirigir fácilmente mediante algunas concesiones a sus pre­
juicios, análogas a las precauciones oratorias de los antiguos o ra­
dores. Se ha dicho que es de temer un hombre de un solo libro,
pero, ¡qué decir del hombre de un solo periódico! Y este hombre
está en el fondo de cada uno de nosotros, a poco que se excite.
En este caso, este es el peligro de los nuevos tiempos. Por tanto,
lejos de impedir que la acción del publicista sea finalmente deci­
siva sobre su público, la doble selección, la doble adaptación,
que hace del público un grupo homogéneo, bien conocido del
escritor y bien manejable, le permite obrar con más fuerza y con
más seguridad. En general la multitud es mucho menos homogé­
nea que el público. Aquélla se acrece siempre con muchos cu­
riosos y con adhereiites a medias, que no tardan en ser ganados y
asimilados momentáneamente, pero que no dejan de hacer difícil
una dirección común de estos elementos incoherentes.

IV

Se podría negar esta homogeneidad relativa bajo el pretexto


de que «nosotros no leemos jamás el mismo libro», del mismo
modo que «nosotros no nos bañamos jamás en la misma corrien­
te». Pero, aparte de que esta paradoja antigua sea muy discu­
tible, también se podía decir que nosotros no leemos nunca el
mismo periódico. Quizás, se pensará que el periódico, al ser más
abigarrado que el libro, la sentencia citada es todavía más apli­
cable a aquél que a éste. En efecto, en tanto que todo periódico
tiene su clavo y este clavo es cada vez más puesto de relieve, fija
la atención de la totalidad de los lectores, hipnotizados por este
punto brillante. En el fondo, a pesar de su mezcolanza de artícu­
los, cada hoja tiene su color llamativo, que le es propio, su espe­
cialidad, sea pornográfica, sea difamatoria, sea política, sea
cualquier otra, a la cual todo lo demás es sacrificado y sobre la
que su público se arroja ávidamente. Al tomarlo por este cebo el
periodista, según su agrado, le lleva a donde quiere.
Otra consideración. Después de todo, el público no es nada
más que una especie de clientela comercial, pero una especie muy
particular que tiende a eclipsar el género. Pues, ya el hecho de
comprar los mismos productos en almacenes del mismo tipo, de
hacerse vestir en la misma modista o en el mismo sastre, de fre­
cuentar el mismo restaurante, establece entre las personas de un
mismo mundo o rango un cierto lazo social y supone entre ellas
afinidades, que aprietan este lazo y lo acentúan. Cada uno de
nosotros, al comprar lo que responde a nuestras necesidades,
tiene más o menos vagamente conciencia de expresar y de des­

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arrollar por ello .su unión eon la. clase social que se alimenta, se
-viste; se satisface en todo, de una manera casi análoga. El hecho
económico, el único puesto de relieve por los economistas, se
complica, pues, con una relación simpática, que también merece­
ría atraer su atención ¿ Los economistas consideran a los compra­
dores de un producto, de un servicio, solamente como rivales,
que se disputan, el objeto de su deseo; pero, al mismo tiempo y
sobre todo,, son congéneres semejantes que buscan fortalecer sus
semejanzas y distinguirse de los que no son como ellos. Su deseo
se nutre del deseo de los otros y en su misma emulación hay una
simpatía secreta que pide aumentarse. ¡Pero hasta qué punto el
'lazo;que se anuda por la lectura habitual de un mismo periódico,
entre sus lectores, es aún más íntimo y más profundo!.En este
caso nadie pensaría en hablar de concurrencia, existe solamente
una comunión de ideas sugeridas y la conciencia de esta comu­
nión, pero na de esta sugestión que, no obstante, es manifiesta.
Del mismo modo que, para todo suministrador, hay dos es­
pecies de clientela, una clientela fija y una clientela flotante, para
los periódicos o las revistas existen también' dos clases de publi­
co: un público estable, consolidado, y un público flotante, más
inestable. La .proporción entre estos dos públicos es muy desigual
de una página a otra; para,los periódicos viejos, órganos de los
viejos, partidos, el segundo público apenas cuenta o no cuenta y
hay que. admitir que aquí la acción del público es obstaculizada
especialmente por la intolerancia de lá casa en la que ha entrado
y: de. donde le expulsará una disidencia manifiesta. En cambio, es
totalmente distinto en duración y penetración cuando consigue
influir sobre, él. Observemos, p o r lo demás, que los públicos
fieles y tradicionalmente apegados a un périódico tienden a desa­
parecer con mayor frecuencia reemplazados por públicos más
móviles,, sobre los cuales la influencia del periodista de talento es
mucho más fácil, si no más sólida. Se puede lamentar, con todo
derecho, esta evolución del periodismo, porque los públicos
cerrados hacen a los periodistas honestos y convencidos, del mis­
mo modo que los públicos caprichosos hacen a los periodistas li­
geros, versátiles, inquietos: pero parece que al presente tal evolu­
ción sea irresistible, difícilmente reversible y se ven las perspecti­
vas dé potencia social creciente, que abre a los hombres de la
pluma. Es posible que someta cada vez más a los publicistas me­
diocres a los caprichos de su público, pero a buen seguro que la
prensa,somete, cada .vez. más al público subyugado al despotismo
de. los.grandes periodistas. Mucho ;más ..que los estadistas (in­
cluso los superiores), son los periodistas los que forman la opi­
nión y dirigen el mundo. Y cuando ellos se han impuesto ¡qué
sólido .trono el suyo! Comparad el desgaste tan rápido de los
hombres políticos,, incluso de los más populares, al dominio pro­

54
longado e indestructible de los periodistas de alto rango, que re­
cuerdan la longevidad de un Luis XIV, o al éxito indefinido de
los comediantes y de los trágicos ilustres. No hay vejez para estos
autócratas.
He ahí por qué es tan difícil hacer una buena ley de prensa.
Es como si se hubiese querido reglamentar la soberanía del gran
Rey o de Napoleón. Los delitos de prensa, incluso los crímenes
de la prensa, son casi impunes, del mismo modo que lo eran los
delitos del tribuno en la Antigüedad y los delitos del pulpito en la
Edad Media.
Si era verdad, como los aduladores de las multitudes repiten
con demasiada frecuencia que el papel histórico de las indivi­
dualidades estaba destinado a aminorarse cada vez más, en la
misma medida que la evolución de las sociedades democráticas,
habría que sentirse, especialmente, sorprendido de ver aumentar
de día en día la importancia de los publicistas. Con todo no es
negable que ellos forman la opinión en las circunstancias críticas:
y cuando place a dos o tres de estos grandes jefes de clanes polí­
ticos o literarios aliarse en favor de una misma causa por mala
que sea, tiene todas las seguridades de triunfar. Por eso, cosa no­
table, el último de los grupos sociales en formarse y el más pro­
picio a desplegarse en el curso de nuestra civilización democráti­
ca, dicho de otra manera, la agrupación social en públicos es la
que ofrece a los caracteres individuales más sobresalientes las
mayores facilidades de imponerse, y a las opiniones individuales
originales las mayores facilidades para difundirse.

Ahora bien, basta con abrir los ojos para darse cuenta de que
la división de una sociedad en públicos, división completamente
psicológica, y que corresponde a diferencias en los estados de
espíritu, tiende no ya a sustituirse sin duda, sino a superponerse
cada vez más visible y eficazmente a su división religiosa, eco­
nómica, estética, política, en corporaciones, en sectas, en ofi­
cios, en escuelas, en partidos. Solamente estas variedades cons­
tituyen las multitudes de otro tiempo (del pasado), los auditorios
de los tribunos o de los predicadores, que han sido domina­
dos o agrandados por los públicos correspondientes, público
parlamentario o público religioso; pero no existe una secta que
no quiera poseer su periódico con el objetivo de rodearse de un
público que irradie muy lejos de ella la especie de atmósfera am­
biente en que ella se baña, esa especie de conciencia colectiva en
la que la secta se ilumina. Y no se trata sólo de esta conciencia,
es verdad, que se podría decir que ella es un simple epifenómeno
por sí mismo ineficaz e inactivo. No hay una sola profesión, pe­
queña o grande que no quiera tener su periódico o su revista, co­
mo en la Edad Media cada corporación tenía su predicador habi­
tual, como en la Antigüedad griega cada clase.tenía su orador
asalariado. La primera preocupación de una escuela literaria o
artística nueva que se funda, ¿no es la de tener también su diario
y no se creería completa sin él? ¿Existe un partido o un fragmen­
to de partido que no se empeñe en expresarse ruidosamente en
alguna publicación periódica cotidiana, a través de la cual espera
extenderse, a través de la cual, a buen seguro, se fortalece en la
espera que se modifique, se fusione o se fraccione? Un partido
sin un periódico, ¿no nos ofrece el efecto de un monstruo acéfa­
lo, aunque todos los partidos de la Antigüedad, de la Edad Me­
dia, de la Europa moderna, incluso hasta la Revolución France­
sa, hayan presentado normalmente esta pretendida monstruo­
sidad?
La transformación de cualquier clase de grupos en públicos
se explica por una necesidad creciente de sociabilidad, que hace
necesario el ponerse los asociados en comunicación regular me­
diante una corriente continua de informaciones y de excitaciones
comunes. Esta transformación es, por consiguiente, inevitable.
Lo importante es buscar las consecuencias que tiene o que
tendrá, según todas las apariencias, sobre los destinos de los gru­
pos transformados de esta manera, en cuanto al punto de vista
de su duración, de su solidez, de su fuerza, de sus luchas o de sus
alianzas.
Por lo que se refiere a la duración y a la solidez, es cierto que
las agrupaciones antiguas no podían ganar nada con la transfor­
mación de que se trata. La prensa moviliza todo lo que ella toca
y vivifica, y no hay Iglesia en apariencia tan inmutable que desde
el momento en que se someta a la moda de la publicación conti­
nuada no dé signos visibles de cambios interiores disimulados en
vano. Para convencerse de esta eficacia a la vez disolvente y rege­
neradora, inherente al periódico, basta comparar los partidos po­
líticos anteriores a la aparición de la prensa con los partidos polí­
ticos del presente. En otro tiempo, ¿no eran menos ardientes y
más duraderos, menos vivaces y más tenaces, más inextensibles
y menos quebradizos, más refractarios a las tentativas de renova­
ción o de fragmentación? De la antítesis secular, tan tajante y
tan persistente, de los whigs y de los tories*, ¿qué subsiste en la
Inglaterra de nuestros días? Nada más raro en la antigua Francia
que la aparición de un nuevo partido; en nuestra época los parti­
dos están en vías de continua reorganización, de palingenesia y de
generación espontánea. Por mucho que nos inquiete, o por mu­
cho que nos asuste, los cambios de etiqueta son cada vez menos
* Liberales y conservadores, respectivamente. [/V. del T.\
56
asombrosos, porque se sabe bien que, si llegan al poder, sólo lo
harán transformados a fondo. Pronto de los partidos heredita­
rios y tradicionales de entonces, no quedará más que el recuerdo.
La fuerza relativa de los antiguos agregados sociales ha sido,
también, modificada singularmente por la intervención de la
prensa. Ante todo, observemos que ella está muy lejos de favore­
cer la preponderancia de las clasificaciones profesionales. La
prensa profesional, la que está consagrada a los intereses de ofi­
cio, de profesión, judiciales, industriales, agrícolas es la menos
leída, la menos interesante, la menos activa, salvo cuando se tra ­
ta de la huelga y de la política, so capa del trabajo. Es la divi­
sión social por grupos de ideas teóricas, de aspiraciones ideales,
de sentimientos la que recibe de la prensa una acentuación y una
preponderancia visibles. Los intereses sólo se expresan a través
de ella —y ahí radica su honor— revestidos o sublimados en teo­
rías y en pasiones; incluso al hacerlos apasionados la prensa los
espiritualiza y los idealiza; y por peligrosa que a veces sea esta
transfiguración es en suma, feliz. Las ideas y las pasiones levan­
tan nubes de espuma al chocar, pero son siempre menos irre­
conciliables que los intereses.
Los partidos, religiosos o políticos, son las agrupaciones so­
ciales sobre las cuales el periódico ejerce la mayor influencia y
que pone más de relieve. Movilizados en públicos, los partidos se
deforman, se reforman, se transforman con una rapidez, que
habría dejado estupefactos a nuestros antecesores. Y es preciso
convenir que su movilización y su entrelazamiento mutuo son
poco compatibles con el funcionamiento regular de un parlamen­
tarismo a la inglesa; ¡o que es un mal menor, pero que obliga a
modificar profundamente, en consecuencia, el régimen parla­
mentario. En estos tiempos, tan pronto los partidos se reabsor­
ben o se aniquilan en pocos años, tan pronto se amplifican en
proporciones inesperadas, desconocidas; a veces, adquieren una
fuerza enorme, pero pasajera; revisten dos caracteres que no se
les conocía anteriormente: se han hecho susceptibles de interpe­
netrarse y de internacionalizarse. Se penetran fácilmente, por­
que, como lo hemos dicho más arriba, cada uno de nosotros for­
ma parte o puede formar parte de varios públicos a la vez. Se in­
ternacionalizan porque el verbo alado de la prensa traspasa sin
esfuerzo las fronteras que no ha traspasado nunca, antes, la voz
del orador más célebre, del líder de un partido4. Fue la prensa
4 Alguno de los grandes periódicos, The Times, Le Fígaro, algunas de las
grandes revistas, tienen su público disperso por el mundo entero. Los públicos re­
ligiosos, cientificos, económicos, estéticos son esencialmente y constantemente
internacionales; las multitudes religiosas, científicas, etc., sólo raramente son in­
ternacionales y bajo la forma de congresos. Incluso los congresos no han podido
hacerse internacionales más que por el hecho de que han estado precedidos en es­
ta línea por sus públicos respectivos.

5?
quien'prestó a la elocuencia parlamentaria o délos clubs sus pro­
pias alas y que la difundió por el mundo entero. Si esta amplitud
internacional de los partidos transformados en públicos hacen de
su hostilidad más temible, su penetración mutua y la indetermi­
nación de sus límites facilitan sus alianzas, incluso, inmorales y
permiten esperar un tratado de paz final. Por consiguiente, pare­
ce que la transformación de los partidos en públicos sea más
contraria a su duración, a su permanencia, que su acuerdo, al re­
poso que a la paz, y que la agitación social producida por ella
prepara más bien las vías a la unión social. Esto es tan verdad,
que, a pesar de las divergencias y dé la multiplicidad de los públi­
cos coexistentes y entremezclados en una sociedad, parecen for­
mar en conjunto un solo y único público por su conformidad
parcial sobre algunos puntos importantes; y esto es, lo que se
viene llamando la opinión, cuya preponderancia política se
agranda constantemente. En ciertos momentos críticos de la vida
de los pueblos, cuando un peligro nacional se pone de manifies­
to, ésta fusión de la que yo hablo, es sorprendente y casi comple­
ta; y se ve entonces al grupo social por excelencia, la nación,
transformarse como todos los otros en un gran haz de electores
enfebrecidos pendientes de la lectura de los despachos de noti­
cias: En época de guerra, clases, oficios, sindicatos, partidos na­
da parécé subsistir de las agrupaciones sociales en Francia, salvo
el Ejército francés y «el público francés».
Sin embargo, de todos los agregados sociales aquel que está
en relación más estrecha con el público es la multitud. Aunque el
publicó no sea frecuentemente más que un auditorio agrandado,
ampliado y disperso, las diferencias entre la multitud y el público
son múltiples y características, ya lo hemos visto; llegan incluso
hasta establecer una especie de relación inversa entre el progreso
dé las multitudes y el progreso de los públicos. Es verdad, que
del público sobreexcitado nacen reuniones tumultuosas en la
calle; y, como un mismo público puede estar disperso sobre un
vasto territorio, es posible que en muchas aldeas y pueblos, a la
vez; multitudes rüidosas nacidas de él se reúnan, griten, saqueen
y asesinen, se ha visto esto5. Pero lo que no se veson las multitu­
des que se reunirían si no existiesen los públicos. Si, por hipóte­
sis, todos los periódicos fueran suprimidos y, con ellos desapare­
cieran, sus públicos, entonces la población ¿no se manifestaría
una tendencia mucho más fuerte que en la actualidad a agrupar-
5 Incluso, se puede decir que cada público se caracteriza por la naturaleza de
la rtíültiíud que nace de él. El público piadoso se caracteriza por los peregrinajes
de Lourdes! el público mundano por las carreras de caballos de Longchamps, por
los bailes, por las fiestas; el público literario por los asistentes del teatro, a las re­
cepciones de la Academia francesa; el público industrial (laboral) por sus huel­
gas; el público político por sus reuniones electorales, sus cámaras de diputados;
el público revolucionario por sus revueltas y sus barricadas...

58
se en auditorios más numerosos y más densos, más nutridos alre­
dedor de los pulpitos de los predicadores, de las cátedras de los
profesores, incluso, a llenar los lugares públicos, cafés, clubs, sa­
lones, salas de lectura, sin contar los teatros y a comportarse,
por todas partes, más ruidosamente?
Uno no piensa en todas las discusiones de café, de salón, de
club, de cuyas polémicas la prensa nos proporciona un antídoto
relativamente inofensivo. Es un hecho, que, en general, el núme­
ro de auditores va disminuyendo o, al menos, no aumenta en las
reuniones públicas y nuestros oradores más solicitados están le­
jos de pretender el éxito de Abelardo, que traía tras de él treinta
mil alumnos y que le acompañaron hasta el fondo del triste valle
del Paracleto. Incluso, cuando los oyentes son tan numerosos es­
tán menos atentos que antes de la era de la imprenta, cuando la
consecuencia de una falta de atención era irreparable.
Nuestra Universidad no tiene idea de la afluencia y de la
atención de otros tiempos, en sus anfiteatros actualmente vacíos
en sus tres cuartas partes. La mayor parte de aquellos que en
otros tiempos se habrían sentido apasionadamente curiosos de
oír un discurso, en la actualidad, se dicen: «Ya lo leeré en mi pe­
riódico...» De esta manera, poco a poco, los públicos se agran­
dan, en tanto que las multitudes disminuyen y aún disminuye
más rápidamente su importancia.
¿Qué se ha hecho de aquellos tiempos en que la elocuencia
sagrada de un apóstol, de un Columbano, o de un Patricio, con­
vertían pueblos enteros que estaban pendientes de sus labios? En
la actualidad, son los periódicos los que llevan a cabo las grandes
conversiones de masas.
De este modo, cualquiera que sea la naturaleza de los grupos
en que se fraccione una sociedad, ya tengan un carácter reli­
gioso, económico, político o incluso nacional, la forma de públi­
co es, de alguna manera, su estado final y, por así decirlo, su de­
nominación común; es a este grupo, totalmente psicológico de
estados de espíritu, en continua mutación, a lo que todo se redu­
ce. Merece la pena notar, que la agrupación profesional, funda­
da sobre la explotación mutua y la adaptación de los deseos y de
los intereses, sea la más afectada por esta transformación civili­
zadora. A pesar de todas las diferencias que hemos hecho obser­
var, la multitud y el público, estos dos términos extremos de la
evolución social6 tienen esto de común, que los lazos de los di­
versos individuos que los componen consisten no en armonizar
por sus mismas diversidades, por sus especialidades útiles de los

6 La familia y la horda son los dos puntos de partida de esta evolución, pero
la horda, la banda rudimentaria y de pillaje, no es nada más que la multitud en
marcha.

59
unos con otros, sino en reflejarse mutuamente, en confundirse
por sus semejanzas innatas o adquiridas en una unión potente y
simple —¡pero con cuánta mayor fuerza en el público que en la
multitud!— en una comunión de ideas y de pasiones que dejan,
por otra parte, libre juego a sus diferencias individuales.

VI
Después de haber mostrado el nacimiento y el crecimiento del
público, señalado sus caracteres propios, semejanzas o deseme­
janzas (diferencias), frente a los de la multitud, y después de ha­
ber indicado sus relaciones genealógicas con los diferentes gru­
pos sociales, nos proponemos esbozar una clasificación de sus
variedades, comparadas con las de la multitud.
Se puede clasificar a los públicos, lo mismo que a las multitu­
des, desde puntos de vista muy diversos; con relación al sexo,
hay públicos masculinos y femeninos, del mismo modo que hay
multitudes masculinas y femeninas. Pero los públicos femeninos,
constituidos por lectoras de novelas o de poesías de moda, de pe­
riódicos de modas, de revistas feministas, etc., apenas se parecen
a las multitudes del mismo sexo. Estas tienen una importancia
numérica muy distinta y una naturaleza más inofensiva. No ha­
blo de los auditorios de mujeres en las iglesias; sino, cuando, por
azar, ellas se reúnen en la calle, entonces sorprenden por el grado
extraordinario de su exaltación y de su ferocidad. En este senti­
do, hay que volver a leer a Jannsen y a Taine. El primero nos ha­
bla de la Hofmanh, bruja y virago, que, en 1529, dirigía bandas
de campesinos y de:campesinas sublevadas por las predicaciones
luteranas. «Ella pensaba solamente en incendiar, saquear, y ase­
sinar», y pronunciaba sortilegios que debían convertir en invul­
nerables a sus cuadrillas de bandidos, los fanatizaba. El segundo
nos describe la conducta de las mujeres, incluso jóvenes y boni­
tas, en las jornadas del 5 y el 6 de octubre de 1789. Estas no
hablaban de otra cosa que de despedazar, de descuartizar a la
reina y de «comerle el corazón», de hacer «escarapelas con sus
joyas», a lo que' parece, no se les ocurrían otras ideas que las ca-
nibalescas que intentaban llevar a cabo ¿Significa esto que, a pe­
sar de su aparente dulzura, estas mujeres abrigaban instintos sal­
vajes, inclinaciones homicidas, que salían a flote al hallarse en
tropel? No; está claro que en estas reuniones femeninas se hace
una selección de todo lo que hay más descarado, más atrevi­
do, yo llegaría a decir, de lo que hay de más masculino entre las
mujeres. Corruptio optimipessima. Por cierto, que no es necesa­
ria tanta desvergüenza, ni tanta perversidad para leer un periódi­
co por perverso y violento que sea y, de ahí, sin duda, la mejor
composición de ios públicos de mujeres, en general, de naturale­
za más bien estética que política.
60
En relación con la edad, las multitudes juveniles —los estu­
diantes o muchachos de París desfilando en fila india o alboro­
tados— tienen mucha más importancia que los públicos juveni­
les, que, incluso, los literarios, no han ejercido nunca una
influencia seria. En cambio los públicos seniles manejan el m un­
do de los negocios donde multitudes seniles no tienen nada que
hacer. Por medio de esta gerontocracia, inadvertida, se establece
un contrapeso saludable a la efebocracia de las multitudes electo­
rales, en las que domina el elemento joven que aún no ha tenido
tiempo de desilusionarse con el derecho de sufragio... Las m ulti­
tudes seniles son, por lo pronto, muy raras. Se podían citar algu­
nos concilios tumultuosos de viejos obispos en la primitiva Igle­
sia, o algunas sesiones tormentosas de los Senados antiguos o
modernos, como ejemplo de excesos a que pueden ser arrastra­
dos los viejos reunidos, y del carácter juvenil colectivo de que lle­
gan a dar pruebas al reunirse. Parece que la tendencia a agrupar­
se en tropel va en aumento desde la infancia a la plena juventud,
decreciendo después, desde esta edad a la vejez. No se trata de la
misma tendencia a reunirse en corporación, la cual toma naci­
miento al comienzo de la juventud solamente y va creciendo has­
ta la madurez y hasta la vejez misma.
Se puede diferenciar a las multitudes según el estado del tiem­
po, la estación y la latitud... ya hemos dicho por qué esta distin­
ción no es de aplicación a los públicos. La acción de los agentes
físicos sobre la formación y desarrollo de un público es casi nula,
en tanto que es totalmente determinante del nacimiento y de la
conducta de las multitudes. Quizás, si Carlos X hubiese esperado
a diciembre o a enero para publicar sus famosas ordenanzas, el
resultado hubiese sido muy distinto. Pero la influencia de la ra­
za, entendida en el sentido nacional de la palabra, sobre el públi­
co no se puede despreciar, con más motivo sobre la multitud y
los arrebatos característicos del público francés, que se resiente
de la furia francesa.
A pesar de todo, la distinción más importante que conviene
hacer entre los diversos públicos, del mismo modo que entre las
diversas multitudes, es la que se puede extraer de la naturaleza de
su fin o de su/e. Las personas que pasan por la calle, cada una a
sus asuntos, los paisanos (campesinos) reunidos en el campo de
una feria, los paseantes se sienten inclinados a formar una masa
compacta, muy densa y no son más que una barahúnda hasta el
momento en que una fe, o un objetivo común, les conmueve y
los pone en marcha juntos. Desde el momento en que un espec­
táculo nuevo concentra sus miradas y sus espíritus, que un pe­
ligro imprevisto, una indignación súbita orienta súbitamente su
indignación, sus corazones hacia un mismo deseo, es entonces
cuando comienzan a agruparse dócilmente y a constituir el pri­

61
mer grado de un agregado social, es la multitud. Hasta se puede
decir: los lectores, incluso los habituales, de un periódico en tan­
to que leen sólo los anuncios y las informaciones prácticas que se
relacionan con sus asuntos privados, no forman un público; y si
yo puedo creer que, como a veces se lo pretende, el periódico de
anuncios está destinado a acrecentarse a expensas del periódico
tribuna, me apresuraría a borrar todo lo que he escrito más arri­
ba sobre las transformaciones sociales producidas por el pe­
riodismo. Pero no hay nada, incluso en América7. Pues, es a
partir del moménto en que los lectores de una misma hoja de pa­
pel se dejaban ganar por la idea o la pasión, que ella les provoca­
ba cuando se convirtieron verdaderamente en un público.
Por consiguiente, debemos clasificar, ante todo, a las multi­
tudes, así como a los públicos, de acuerdo con la naturaleza de
los objetivos y de la fe que los anima. Pero, en primer lugar, dis­
tingámoslos según sea la parte de la fe, de la idea, o bien, la del
objetivo, la del deseo, la que es preponderante en ellos. Hay
multitudes creyentes y multitudes ambiciosas, públicos creyentes
y públicos ambiciosos; o más bien —porque entre los hombres
reunidos o, incluso, unidos a lo lejos, todo pensamiento o deseo,
es rápidamente impulsado al último exceso— hay multitudes o
públicos convencidos, fanáticos, y multitudes o públicos apa­
sionados, despóticos. Convengamos, por tanto, que los públicos
son menos extremados que las multitudes, menos despóticos o
menos dogmáticos, pero su despotismo o su dogmatismo, si
es menos agudo, es, en cambio, en otro sentido más tenaz y cró­
nico que las multitudes.
Creyentes o acuciantes, las multitudes se diferencian según la
naturaleza de la corporación o de la secta, a la que se refieren o
con la que se relacionan y la misma distinción es aplicable a los
públicos, que, lo sabemos bien, proceden siempre de grupos so­
ciales organizados, de los que ellos son la descomposición inor­
gánica8. Pero prestemos atención por un momento a las multitu­
des solas. La multitud, agrupación amorfa, nacida en apariencia
por generación espontánea, aparece siempre alborotada, de
hecho, por un cuerpo social del que algún miembro les sirve de
7 En su espléndido libro sobre los Principios de Sociología, el americano Gid-
dings habla, incidentalmente, del papel fundamental jugado por los periódicos en
la guerra de Secesión. A este propósito, él combate la opinión popular según la
cual «desde entonces la prensa habría sumergido toda influencia individual bajo
el diluvio cotidiano de sus opiniones impersonales...». La prensa, dice, «ha pro­
ducido su máxima impresión sobre la opinión pública cuando ha sido el portavoz
de una personalidad destacada, un Garrison o un Greeley. Además, el público no
se da bien cuenta de que en las redacciones de los periódicos, el hombre de ideas,
ignorado del mundo, es conocido de sus camaradas e imprime su individualidad
sobre el cerebro y sobre su obra».
8 Una nueva prueba de que el lazo orgánico y el lazo social son diferentes, y
de que el progreso de éste no implica de ningún modo el progreso de aquél,

62
fermento y que le proporciona su color9. De esta manera, no de­
bemos confundirlas con las multitudes rurales y de parientes
reunidos en la Edad Media por el prestigio de una familia sobe­
rana y para servir a sus pasiones, con las multitudes de flagelan­
tes de la misma época, que, agitadas por las predicaciones de los
monjes, proclamaban su fe a lo largo de los caminos. Tampoco
debemos confundirlas con las multitudes orantes y procesionales
que son conducidas por miembros del clero a Lourdes, con las
multitudes revolucionarias y aullantes, sublevados por un jacobi­
no, o con las multitudes miserables y hambrientas conducidas
por un sindicato. Las multitudes rurales, más difíciles de poner
en movimiento, son las más temibles una vez que han sido pro­
vocadas; no se puede comparar ninguna revuelta parisiense con
los estragos ocasionados por una jacquerie. Las multitudes reli­
giosas son las más inofensivas de todas; sólo son capaces de rea­
lizar crímenes cuando se enfrenta con una multitud disidente,
que se manifiesta contra ella y la ofende en su intolerancia, no
superior, sino solamente igual a la de una multitud cualquiera.
Porque los individuos aislados pueden ser liberales y tolerantes,
cada uno por su parte, pero, reunidos se convierten en autorita­
rios y tiránicos. Esto se debe a que las creencias se exaltan por el
contacto mutuo y no hay convicción fuerte capaz de soportar el
ser contradichas. De ahí, por ejemplo, las matanzas de arríanos
por católicos y de católicos por arríanos, que han ensangrentado
las calles de Alejandría en el siglo iv. Las multitudes políticas, en
su mayor parte urbanas, son las más apasionadas y las más fu­
riosas; versátiles por azar, pasan del odio a la adoración, de un
exceso de cólera a un acceso de alegría, con una facilidad extre­
ma. Las multitudes económicas, industriales, son, como las mul­
titudes rurales, mucho más homogéneas que las otras, mucho
más unánimes y persistentes en sus propósitos, más masivas, más
fuertes, pero menos inclinadas, en resumen, al asesinato que a
las destrucciones materiales en la exasperación de su furor.
Las multitudes estéticas —que son, con las multitudes reli­
giosas, las únicas multitudes que podemos considerar creyentes—
han sido dejadas de lado e ignoradas por motivos que desconoz­
co. Denomino así a las que provoca una escuela antigua o una
escuela nueva de literatura o de arte en favor o en contra de una
obra dramática, por ejemplo, o musical. Estas multitudes son,
quizás, las más intolerantes; precisamente debido a lo que hay de
arbitrario y de subjetivo en los juicios sobre el gusto que ellas
proclaman. Estas multitudes experimentan, tanto más imperiosa­

9 Resulta asi, incluso, cuando, como he dicho más arriba, es una excrecencia
de un público; porque el público mismo es la transformación de un grupo social
organizado, partido, secta, o corporación.

63
mente, la necesidad de verse en continuo crecer y de propagar su
entusiasmo, por tal, o cual artista, en favor de Víctor Hugo, de
Wagner, de Zola, o a la inversa, su horror hacia Zola, hacia
Wagner, hacia Víctor Hugo, de manera que esta propagación de
la fe artística sea casi la única justificación de que es susceptible.
Asimismo, cuando se encuentran frente a contradictores tumul­
tuosamente arremolinados, su cólera puede en esta ocasión con­
vertirse en sanguinaria. Pues, ¿no ha corrido la sangre, en el
siglo XVIII, en las luchas entre partidarios y adversarios de la mú­
sica italiana?
Pero por diferentes que sean las multitudes, debido a su ori­
gen, así como por todos sus demás caracteres, las multitudes se
parecen todas unas a otras por ciertos rasgos: su prodigiosa into­
lerancia, su orgullo grotesco, su susceptibilidad enfermiza y el
sentimiento trastornado de su irresponsabilidad, nacido de la ilu­
sión de su omnipotencia y de la pérdida total del sentimiento de
la medida, que alcanza hasta el extremo de sus emociones mu­
tuamente exaltadas. Entre la execración (la condena radical) y la
adoración, entre el horror y el entusiasmo, entre los gritos de vi­
va y muera, no hay término medio para una multitud. Viva signi­
fica que viva para siempre. Se presenta ahí un deseo de inmorta­
lidad divina, un comienzo de apoteosis. Basta una insignificancia
para cambiar la divinización en condenación eterna.
Ahora bien, encuentro que muchas de estas distinciones y de
estas consideraciones pueden ser aplicadas a los diferentes públi­
cos y ello casi porque los rasgos señalados son en ellos menos
marcados. Los públicos, como las multitudes, son intolerantes,
orgullosos, fatuos, presuntuosos, y bajo el nombre de opinión
ellos creen que todo les está permitido, incluso, pueden rechazar
la verdad cuando les es contraria. ¿No es visible también, que a
medida que el espíritu de grupo, que el espíritu de público, si no
tal vez el espíritu de la multitud, se desarrolla en nuestras so­
ciedades contemporáneas, por la aceleración de las corrientes de
la circulación mental, el sentimiento de la medida se pierde cada
vez más? Tan pronto se alaba como se desprecia a las gentes y a
las obras con la misma precipitación. Los mismos críticos litera­
rios, al hacerse eco complaciente de estas tendencias de sus lecto­
res, apenas saben matizar ni medir sus apreciaciones: también
ellos aclaman o desprecian. ¡Cuán lejos estamos ya de los juicios
destellantes de un Sainte-Beuve! En esto los públicos, del mismo
modo que las multitudes, recuerdan un poco a los alcohólicos.
Y, en efecto, una vida colectiva e intensa es para el cerebro un
alcohol terrible.
Sin embargo, los públicos se diferencian de las multitudes en
que la proporción de los públicos de fe, de creencias y de ideas
es mucho mayor, cualquiera que sea su origen, que la de los
64
públicos de pasión y de acción, mientras que las multitudes cre­
yentes e idealistas son muy poca cosa comparadas con las m ulti­
tudes apasionadas y alborotadoras. No solamente el público reli­
gioso o el público estético (uno nacido de las Iglesias, y el otro
nacido de las escuelas de arte) son los que se dejan mover por un
credo y un ideal, queda todavía el público científico, más aún el
público filosófico, en sus diversas variedades, es el mismo públi­
co económico que al traducir sus deseos, los idealiza... mediante
la transfiguración de todos los grupos sociales en públicos, por
consiguiente, el mundo se va educando intelectualmente. Por lo
que se refiere a los públicos de acción, fácilmente se podría creer
que no existen, propiamente hablando, si no se tiene en cuenta
que, nacidos de los partidos políticos, imponen a los hombres de
Estado sus mandatos, excitados por algunos publicistas... Por
otra parte, como es más inteligente y más esclarecida, la acción
de los públicos puede ser y, muy a menudo, es mucho más fecun­
da que la de las multitudes10.

VII

Resulta fácil probar todo esto. Pues, tanto si se han formado


principalmente por la comunión de creencias, como por la comu­
nión de voluntades las multitudes pueden aparecer caracterizadas
por cuatro formas de ser distintas, que señalan los diversos gra­
dos de su pasividad o de su actividad. Estos cuatro rasgos son:
expectantes, o atentas, manifestantes, o actuantes. Los públicos
se clasifican asimismo bajo estos diversos aspectos.
Son multitudes expectantes aquellas que, reunidas en un tea­
tro, antes de levantar el telón o en una plaza alrededor de una
guillotina antes de la llegada del condenado esperan, ya sea que
se levante el telón o, ya sea que llegue el condenado; se en­
cuentran en el mismo caso aquellas multitudes concentradas para
recibir a su rey, a un visitante imperial, o a un tren en el que
viaja un hombre popular, en estos casos no cesan de proferir los

10 Hay que hacer notar otra diferencia. Ha sido siempre bajo la forma de p o­
lémicas de prensa, como el público ha manifestado su existencia y en este caso se
asiste a un combate de dos públicos, que se traduce muy a menudo por un duelo
entre sus publicistas. Pero es extremadamente raro que haya habido combates de
dos multitudes como esos conflictos procesionales que, según el señor
Larroumet, han tenido lugar alguna vez en Jerusalén. La multitud se complace
en marchar y en manifestar sola su fuerza y porfiar frente al vencido, sin com ba­
te. Lo que se ha visto algunas veces ha sido una tropa regular enzarzada con una
multitud, que rápidamente abandonaba el campo si era más débil o la machacaba
y la asesinaba si era más fuerte. Se ha visto también, no sólo dos multitudes, sino
una multitud bicéfala, el Parlamento, dividirse en dos partidos que se combaten
verbalmente o a puñetazos, como ha sucedido en Viena... y también en París.

65
mismos gritos, antes de iniciar la marcha. Lo mismo se puede de­
cir de los públicos, llegados a un cierto punto de excitación,i en
que se convierten en manifestantes. Estos públicos no lo son úni­
camente de una manera indirecta, por las multitudes que nacen
de ellos, sino, ante todo y directamente, por la influencia arreba­
tadora, que hacen sufrir a los .mismos que los han puesto en mo­
vimiento y ya no pueden detenerlos por medio de torrentes de li­
rismo o de injurias, de adulación o de difamación, de delirio utó­
pico ó de furor sanguinario, por mucho que hagan correr la plu­
ma de sus publicistas obedientes, convertidos de amos en siervos.
También sus manifestaciones son muy variadas, y más peligrosas
quedas manifestacioñes de las multitudes y es preciso deplorar el
genio inventivo consumido, en ciertos días en fabricar mentiras
ingeniosas, fábulas especiosas, desmentidas sin cesar y sin cesar
puestas de nuevo en circulación, por el simple placer de servir a
cada público los platos que él desea, de complacerle con lo que él
cree verdadero o quiere que sea verdadero.
Pasamos ahora a las multitudes actuantes (operantes). Pero,
¿es posible que las multitudes puedan hacer algo bien? Yo veo lo
que ellas quieren deshacer, destruir, pero, ¿qué pueden las multi­
tudes producir con la incoherencia y la incoordinación esenciales
de sus.esfuerzos? Se sabe bien que las corporaciones, las sectas,
las . asociaciones organizadas son tanto productoras, como
destructoras según los casos. Los fréres pontifes, en la Edad Me­
dia, construían puentes; los monjes de Occidente han roturado
extensas regiones, han fundado ciudades; los jesuítas en el Para­
guay, han llevado a cabo el más curioso ensayo de vida falanste-
riana, que jamás se haya intentado con éxito: las corporaciones o
hermandades de albañiles han edificado la gran mayoría de
nuestras catedrales. Pero, ¿cabe citar una casa construida por
una multitud, una tierra roturada y labrada por la misma multi­
tud, una industria cualquiera creada y puesta en marcha por una
multitud? Por unos pocos, poquísimos árboles de la Libertad
que las multitudes hayan plantado, ¿cuántos bosques incen­
diados, cuántos chalets saqueados, cuántos castillos demolidos
por las multitudes? ¿Por un prisionero político que hayan puesto
en libertad en algún momento, cuántos linchamientos, cuántos
prisioneros forzados por las multitudes americanas o revolu­
cionarias para asesinar prisioneros odiados, envidiados, o te­
midos?
Se pueden dividir las multitudes de acción, en multitudes
inclinadas al odio, y multitudes .proclives al amor. Pero, ¿en qué
obra verdaderamente fecunda han empleado las multitudes pro­
picias al amor su actividad? No se sabe que es más desastroso,
los odios o los amores, las condenas inapelables o los entusias­
mos de la multitud. Cuando la multitud aúlla, presa de un delirio
66
canibalesco, es horrible, es verdad, pero cuando ella se precipita,
adorante, a los pies de uno de sus Ídolos humanos, cuando de­
tiene su coche, lo levanta sobre el pavés de sus espaldas, es fre­
cuentemente un medio loco como Masaniello, una bestia salvaje
como Marat, un general charlatanesco como Boulanger todo lo
que es objeto de su adoración, madre de dictadura y de tiranías.
Incluso cuando la multitud ofrece oraciones delirantes a un hé­
roe naciente como a Bonaparte cuando vuelve de Italia, no sabe
hacer otra cosa que preparar sus desastres por el exceso de or­
gullo que genera en él y que hace hundirse su genio en la demen­
cia. Pero es sobre todo en torno un Marat que la multitud
despliega todo su entusiasmo. La apoteosis de este monstruo, el
culto rendido a su «corazón sagrado», expuesto en el Panteón,
es un brillante paradigma de la potencia del mutuo cegamiento,
de la mutua alucinación, de que son capaces los hombres reuni­
dos. En este irresistible arrebato, la cobardía ha tenido su parte,
más bien débil, en suma, como ahogada en la sinceridad general.
Pero, yo me apresuro a decirlo, hay una variedad de multitu­
des de amor, muy difundida, que juega un papel social de los
más necesarios y de los más saludables, y que sirve de contrapeso
a todo el mal consumado por todas las otras especies de reunio­
nes multitudinarias. Quiero hablar de la multitud de las fiestas,
de la multitud de la alegría, de la multitud amorosa consigo mis­
ma, ebria únicamente del placer de reunirse por reunirse. En este
punto quiero tachar apresuradamente lo que hay de materialista
y de estrecho en lo que yo he dicho más arriba del carácter
improductivo de las multitudes. Sin duda, no toda producción
consiste, solamente, en construir casas, en fabricar muebles, ves­
tidos o en producir alimentos: y la paz social, la unión social,
impulsadas por las fiestas populares, por las romerías, por los
negocios periódicos de una aldea, un barrio o de una villa, donde
toda disidencia se borra momentáneamente en la comunión en
un mismo deseo, el deseo de verse, de codearse, de simpatizar,
esta paz, esta unión son productos no menos preciosos que todos
los frutos de la tierra, que todos los artículos de la industria.
Incluso, se puede decir que las fiestas de la Federación en 1790,
por pequeña que sea la calma entre dos ciclones, han tenido la
virtud pasajera de la pacificación. Añadamos que el entusiasmo
patriótico —otra variedad dél amor, del amor a sí mismo, del yo
colectivo, nacional— han inspirado también muy frecuentemen­
te, la generosidad de las multitudes y, si no les ha llevado nunca
a ganar batallas, sí ha tenido como efecto hacer invencible el Ím­
petu de los ejércitos exaltados por ellas.
¿Podría yo olvidarme, por último, después de las muche­
dumbres en fiesta, de las multitudes de duelo, aquellas que si­
guen bajo la opresión de un dolor común el entierro de un ami­

67
go, de un gran poeta, de un heroe nacional? Indudablemente, és­
tas constituyen enérgicos estimulantes de la vida social; y por es­
tas tristezas tanto como por estas alegrías, sentidas conjuntamen­
te, un pueblo se ejercita en constituir un solo haz de todas las vo­
luntades.
En resumen, las multitudes, en su conjunto, están lejos de
merecer el mal que se ha dicho de ellas y el que yo haya podido
decir en alguna ocasión. Si se pone en un plato de la balanza la
obra cotidiana y universal de las multitudes del amor, especial­
mente las multitudes en fiesta, con la obra intermitente y locali­
zada de las multitudes del odio, habrá que reconocer, con toda
imparcialidad, que las primeras han contribuido mucho más a te­
jer y a apretar los lazos sociales, que las segundas a rasgar por
diversos puntos este tejido. Se puede imaginar un país en el que
jamás haya habido una revuelta o alguna sublevación odiosa de
cualquier tipo, pero en el que, al mismo tiempo, sean desconoci­
das las fiestas públicas, las manifestaciones gozosas de la calle,
los entusiasmos populares: un pais así, insípido e incoloro, estará
con seguridad menos impregnado del sentimiento profundo de su
nacionalidad, que el país más agitado del mundo por turbulen­
cias políticas, incluso por asesinatos, pero que, en el intervalo de
sus delirios, de la misma manera que Florencia en la Edad Me­
dia, haya conservado la costumbre tradicional de las grandes ex­
pansiones y regocijos religiosos o profanos, de la alegría en co­
mún, juegos, procesiones, escenas de carnaval. En este caso, las
multitudes, las reuniones, el codearse mutuamente, los entreteni­
mientos recíprocos de los hombres son mucho más útiles, que
perjudiciales para el desarrollo de la sociabilidad. Pero aquí, co­
mo por todas partes lo que se ve impide pensar en lo que no se
ve. Sin duda, esto despierta la severidad habitual del sociólogo
para con las multitudes. Los buenos efectos de las multitudes del
amor y de la alegría se ocultan en los repliegues del corazón,
donde, mucho tiempo después de la fiesta, subsiste un aumento
de.la disposición simpática y conciliadora, que se transparenté
bajo mil formas inadvertidas en los gestos, en las palabras y en
las relaciones corrientes de la vida cotidiana. Al contrario, la
obra antisocial de las multitudes del odio chocan a la vista de to­
dos y el espectáculo de las destrucciones criminales que han lle­
vado a cabo les sobreviven largo tiempo para hacer abominar de
su memoria.
¿Puedo hablar ahora de los públicos actuantes sin abusar de
la metáfora? El público, esta multitud dispersa, ¿no es esencial­
mente pasivo? En realidad, cuando el público ha alcanzado cier­
to tono de exaltación, del que sus publicistas se han hecho cons­
cientes por la costumbre cotidiana de auscultar, actúa por ellos,
como se manifiesta por ellos, se impone a los hombres de estado,

68
que se convierten en sus ejecutores. A esto es a lo que se llama la
potencia de la opinión. Es verdad que la opinión da testimonio
sobre todo de sus conductores que la han puesto en movimiento;
pero una vez soliviantada la multitud los arrastra por vías y ca­
minos que no habían previsto. De este modo, esta acción de los
públicos es ante todo una reacción, a veces formidable, contra su
inspirador, que sufre el ímpetu desencadenado por sus excita­
ciones. Esta acción es, por otra parte, totalmente espiritual, co­
mo la realidad misma del público. Como la acción de las multi­
tudes, es inspirada por el amor y por el odio; pero a diferencia
de la acción de las multitudes, tiene frecuentemente, cuando el
amor la inspira, una eficacia de producción directa, porque es
mucho más reflexiva y más calculada, incluso, en sus violencias;
el bien que realiza no se limita al ejercicio cotidiano de la simpa­
tía social de los individuos, excitada por las sensaciones diarias
renovadas a través de su contacto espiritual; ha suscitado algu­
nas leyes buenas de asistencia mutua y de piedad. Si las alegrías y
las penas del público no tienen nada de periódico y de regulado
por la tradición, no poseen menos que las fiestas de la multitud
el don de apaciguar las luchas y de pacificar los corazones, y se
hace preciso bendecir a la prensa frívola, no quiero decir por­
nográfica, cuando entretiene al público y le pone de buen humor
casi constante y favorable a la paz. Por lo que se refiere a los
públicos del odio, nosotros también les conocemos y el mal que
hacen o que obligan a hacer es muy superior a los estragos pro­
vocados por las multitudes furiosas. El público es una multitud
mucho menos ciega y mucho menos duradera, cuya rabia más
perspicaz se amasa y se sostiene durante meses e, incluso, duran­
te años.
De esta manera, me ha sorprendido que, después de haber
hablado tanto de los crímenes de la multitud, todavía no he
dicho nada de los crímenes del público. Porque, sin duda ningu­
na, existen públicos criminales, feroces, que alteran la sangre,
del mismo modo que hay multitudes criminales: y si la criminali­
dad de los primeros es menos evidente que la criminalidad de las
segundas ¡hasta qué punto es más real, más refinada, más pro­
funda, y menos disculpable! Pero de ordinario solamente se ha
prestado atención a los crímenes y delitos cometidos contra el
público, a las mentiras, a los abusos de confianza, a las verdade­
ras estafas, en una escala inmensa, de las que tan frecuentemente
es víctima por parte de sus inspiradores. Asimismo, se debe
hablar de los crímenes y de los delitos cometidos contra la multi­
tud y que no son menos odiosos, ni, posiblemente, menos fre­
cuentes. Se miente en las asambleas electorales, se roba sus votos
con promesas engañosas, con compromisos solemnes, que de an­
temano se ha decidido no cumplir, con calumnias difamatorias

69
que se inventa a cada paso. Es más fácil embaucar a las multitu­
des que a los públicos, porque el orador que abusa de ellas casi
nunca se enfrenta con un contradictor, mientras que los periódi­
cos se comportan en cada momento unos como antídoto frente a
los otros. Pero de cualquier modo que sea, el público puede ser
la víctima de un verdadero crimen, ¿se sigue de ahí, que el públi­
co mismo no pueda ser criminal?
Puesto que se acaba de plantear la cuestión del abuso de con­
fianza de que el público es objeto, abramos un paréntesis para
remarcar hasta qué punto la noción muy individualista de lazo
de derecho (vínculo de derecho), tal como los juristas lo han
comprendido siempre hasta ahora, es insuficiente y exige ser mo­
dificada para responder a los cambios sociales, que el nacimiento
y el desarrollo de los públicos han producido en nuestros usos y
en nuestras costumbres. Para que haya vínculo de derecho, por
el mero efecto de una promesa, de acuerdo con las ideas admiti­
das hasta aquí, es preciso que haya sido aceptado por aquél o
aquéllos a los que se dirige y que se supone existe una relación
personal entre ellos. Esto estaba bien y era normal antes de la
aparición de la imprenta, cuando la promesa humana no llegaba
más lejos que la voz humana y que, dados los estrechos límites
del grupo social con el que se estaba en relaciones de negocio,
siendo el cliente siempre conocido personalmente por el sumi­
nistrador, el donatario del donador, el deudor del acreedor, el
contrato bilateral podía pasar por la forma más eminente y casi
exclusiva'de la obligación. Pero, habida cuenta de los progresos
de la prensa, se trata, cada vez menos, con personas determina­
das, si no que más bien cada vez se dirige uno a colectividades a
través de la prensa, que se está en relaciones de todo género, que
se entablan relaciones comercialmente por medio de anuncios, y
políticamente por medio de programas. Lo lamentable es que
esos compromisos, incluso, los más solemnes, son simples volun­
tades unilaterales, no respaldadas por la reciprocidad de volunta­
des simultáneas, de simples promesas no aceptadas ni suscep­
tibles de aceptación y, como tales, desprovistas de toda sanción
jurídica11. Nada más adecuada para favorecer lo que se podia
llamar el bandidaje social. Todavía se puede decir, cuando se
trata de una promesa hecha a una multitud, que es difícil de san­
cionarla jurídicamente, en razón del carácter esencialmente pasa­
jero de la multitud, que no se ha reunido más que un instante y
que no se puede demostrar que sea siempre la misma (que esté
siempre constituida por los mismos componentes o personas). Se

11 Véase a este respecto Transformations du droit, pp. 116 y 307, y también


la tesis de René Worms sobre la Volonté unilatérale.

70
me ha citado que cierto candidato a diputado ante cuatro mil
personas había jurado retirarse •frente a su concurrente republi­
cano en la segunda vuelta del escrutinio si no conseguía obtener
un número de votos mayor que el de su contrincante. En reali­
dad tuvo un número de votos menor, pero no se retiró y lo
sorprendente es que fue elegido. He ahí lo que puede envalento­
nar a los charlatanes políticos. Me gustaría que se negara la con­
sagración en derecho del efecto de esta promesa, por la razón de
que, una vez la multitud dispersada, ya no hay nadie, incluso,
entre las personas que han formado parte de ella, que pueda ac­
tuar como su representante y plantear exigencias en su nombre.
Pero el público es permanente, y no veo por qué, después de que
una información, voluntariamente engañosa, haya sido publica­
da como verdadera, los lectores confiados, que han sido llevados
a conclusiones deformadas o algún desastre financiero por esa
mentira artificiosa, interesada, venal, no tendrían el derecho de
llevar ante los tribunales al publicista bribón que les ha engañado
para obligarle a devolver por la fuerza lo mal adquirido. Quizás,
entonces, el carácter público de una mentira, en lugar de ser una
circunstancia atenuante o absolutoria, como ahora lo es, sería
considerada como un agravante tanto más grave cuanto más nu­
meroso fuese el público engañado12. Es inconcebible que un
escritor, que tiene escrúpulos para mentir en su vida privada,
mienta impúdicamente, con verdadera alegría y gozo, a cien mil
o a quinientas mil personas que le lean; y que muchas personas
conocedoras de esto continúen considerándole como una persona
honesta.
Pero dejemos esta cuestión de derecho y volvamos a los crí­
menes y delitos del público. Es indudable que hay públicos locos;
así debió de ocurrir, sin duda, cuando el público ateniense hace
algunos años obligó a su gobierno a declarar la guerra a Turquía.
Tampoco es menos cierto que existen públicos delincuentes,
¿no existen ministerios que bajo la presión del público, de una
prensa dominante han debido -—no queriendo caer o dimitir
honorablemente— proponer y hacer votar leyes de persecución y
de expoliación contra tal o cual categoría de ciudadanos? Sin du­
da ninguna; los crímenes de los públicos tienen menos aspecto y
son, aparentemente, menos atroces que los crimenes de las multi­
tudes. Se diferencian de los crímenes de éstas por cuatro rasgos
característicos: 1) son menos repulsivos; 2) son menos vengativos
y menos interesados; menos violentos y más astutos; 3) son du­
rante más tiempo y más extensamente opresivos, y 4) finalmente,
están todavía más seguros de su impunidad.

12 Porque existen públicos, como las asambleas, que son tanto más fáciles de
engañar cuanto más numerosas son, como lo saben muy bien los prestidigitadores.

71
¿Se quiere un ejemplo típico de crímenes de la multitud? La
Revolución de Taine nos suministra mucho más de los que pu­
diéramos desear. En septiembre de 1789, en Troyes, se fabrica
una leyenda contra Huez, el alcalde: se le acusa de ser un acapa­
rador y de que quería hacer comer salvado al pueblo. Huez era
un hombre conocido por sus actos de beneficencia y por haber
prestado grandes servicios a la ciudad. Pero, esto no importó na­
da; el 9 de septiembre se descubrió que tres carros de harina esta­
ban en malas condiciones, el pueblo se amotinó, y gritó: «¡Aba­
jo.el alcalde! ¡Muerte al alcalde!» Al salir del tribunal, Huez es
derribado y muerto a patadas, puñetazos y golpeado en la cabeza
con un zueco. Una mujer se arrojó sobre el anciano caído al
suelo, le pateó el rostro, le clavó tijeras en los ojos varias veces;
fue arrastrado con una cuerda al cuello hasta un puente y lanza­
do al Vacío, después retirado y arrastrado de nuevo por las calles
y por los arroyos con un poco de salvado en la boca. Prosi­
guieron los saqueos y las demoliciones de casas y en la de un no­
tario encontraron más de seiscientas botellas que fueron bebidas
o robadasl3.
Estos asesinatos colectivos no son, como se puede ver, inspi­
rados por el deseo, por la envidia, como los de nuestros ladrones
y asesinos o como los de los públicos revolucionarios, que, por la
misma época, por indicación de sus periódicos, por la voz de sus
representantes aterrorizados hacían elaborar listas de proscrip­
ción o votar leyes de confiscación para apoderarse de los despo­
jos de sus víctimas. No; aquéllos no eran inspirados por la ven­
ganza, como los asesinatos familiares de los clanes bárbaros, por
la necesidad de castigar crímenes réales o imaginarios, como en
los linchamientos norteamericanos. En todos los tiempos y en to­
dos los países, la multitud homicida o saqueadora se considera a
sí misma como justiciera, y la justicia sumarísima que ella
cumple recuerda, especialmente, por la naturaleza vindicativa de
sus penas, y por su crueldad inaudita, incluso por su simbolismo
—como lo muestra el puñado de salvado en la boca del alcalde
Huez— se asemeja y aparenta a la justicia de los tiempos pri­
mitivos.
A decir verdad, ¿se puede llamar criminal a una multitud
trastornada p'or la persuasión, que se la ha traicionado y que se
la ha sitiado por hambre y a la que se quiere exterminar? En este
caso, no hay criminal, en general, no hay nada más que el insti­
gador o el grupo de instigadores, el autor o los autores de las ca­
lumnias que llevan al asesinato. La gran excusa de las multitu­

13 Révolutlon, t. I, p. 88. Por la misma época, la multitud habla hecho algo


peor en Caen: el mayor o alcalde de Belsunce fue descuartizado, igual que La Pé-
rouse en las islas Fidji, y una mujer se le comió el corazón.

72
des, en sus más abominables excesos, es su prodigiosa credulidad
que recuerda al comportamiento de un hipnotizado. La creduli­
dad del público es mucho menor y, por eso, su responsabilidad
es mucho más grande. Una multitud de hombres reunidos es
mucho más crédula que cada uno de ellos por separado; porque
el hecho sólo de tener su atención concentrada sobre un único
objeto, en una especie de monoideísmo colectivo, los acerca al
estado de sueño o de hipnosis, donde el campo de la conciencia,
singularmente reducido, es invadido por entero por la primera
idea que se le ofrezca. De suerte que en ese momento toda afir­
mación emitida por una voz decidida y fuerte lleva consigo, por
así decirlo, la prueba que la demuestra. Durante la guerra de
1870, después de nuestros primeros desastres, circuló el rumor,
en muchas comarcas, de que algunos grandes propietarios y al­
gunos clérigos enviaban enormes sumas de dinero a los pru­
sianos: cien, doscientos mil francos, etc. Esto se ha oído decirlo
de gentes muy honorables y a la vez muy endeudadas, que se ha­
brían visto con muchas dificultades para reunir ni siquiera la dé­
cima parte de esas cantidades. Algunas de esas personas acusa­
das tenían a sus hijos en el frente.
Pues, estas fábulas homicidas, que no debieran de haber en­
contrado crédito entre los campesinos, en tanto que ellos viven
dispersos en los campos, pero, reunidos en ferias y en mercados,
de golpe se hicieron crédulos a estas inepcias odiosas y de ellas
constituyó un sangrante testimonio el crimen de Hautefaye.
No solamente las multitudes son crédulas, son, a la vez, lo­
cas; varios de los caracteres que hemos observado en ellas, son
comunes con los caracteres que se manifiestan en los internados
en nuestros asilos: hipertrofia del orgullo, intolerancia y falta de
moderación en todo. Como los locos las multitudes van de un
extremo al otro de la excitación y de la depresión, tan pronto he­
roicamente furiosas, tan pronto aniquiladas por el pánico. Las
multitudes padecen de verdaderas alucinaciones colectivas: los
hombres reunidos creen ver o creen oír cosas que aisladamente
no verían ni oirían nunca. Y cuando las multitudes se creen per­
seguidas por enemigos imaginarios su fe aparece fundada sobre
razonamientos de alienados. Hemos descubierto un ejemplo lla­
mativo en Taine. Hacia el fin de julio de 1789, bajo el impacto
de la conmoción nacional, que se había suscitado por todas par­
tes, en las calles, en las plazas públicas, en reuniones enfebreci­
das, se extendió el rumor, cada vez mas insistente, hasta el punto
de que se divulgó por toda la región del Angoumois, del Péri-
gord, y de la Auvernia: que se estaban reuniendo grupos de diez
mil, veinte mil bandidos; se les había visto, por lo menos, allá en
el horizonte se veía la polvareda que levantaban, y que venían a
asesinarles. «En una parte parroquias enteras, durante la noche,

73
buscan refugio en los bosques, abandonando su casa y llevando
consigo sus muebles.» Más tarde la evidencia apareció clara, no
había nada; y las gentes volvían a sus pueblos y aldeas. Pero en­
tonces, los campesinos empezaron a pensar que. todo había sido
consecuencia de persecuciones delirantes y que constataban en sí
mismos un sentimiento de angustia, de origen enfermizo al ima­
ginar enemigos para justificarlo. «Puesto que las gentes se han
ido, se decían, es que había un peligro; y si el peligro no venía de
los bandidos, vendría de otra parte»; de otra parte, es decir, de
los supuestos conspiradores. Y de aquí surgieron persecuciones
muy reales.
¿Quiere decir esto que los crímenes colectivos solamente exis­
ten de nombre? ¿No sería necesario considerar que los crímenes
individuales tienen sus inspiradores? Esto nos llevaría demasiado
lejos y empujar hasta el límite de la verdad muy relativa, las con­
sideraciones que preceden. Cuando la multitud, en un circo ro­
mano mediante una señal, para su propio placer, condenaba a
muerte al gladiador vencido, ¿no era en este caso la multitud fe­
rozmente homicida, a pesar de las circunstancias atenuantes,
procedentes de la costumbre hereditaria? Por de pronto, hay
multitudes criminales natas y no criminales por accidente, y
otras multitudes tan criminales como los agitadores que ellas
han escogido para que las reúnan: éstas son las multitudes com­
puestas de malhechores, a quienes ha reunido una afinidad se­
creta y cuya perversidad aumenta mediante la agrupación; és­
tos son exaltados hasta tal extremo, que son menos criminales a
decir verdad que locos criminales, por aplicar a la criminalidad
colectiva una expresión tomada de la criminalidad individual. El
criminal alienado, ese loco peligroso y repugnante, que mata o
viola por impulso enfermizo, pero en el cual la enfermedad es
menos la desviación que la exageración de las tendencias de su
carácter normal, de su naturaleza falsa, egoísta y.maligna, se
realiza en grande bajo forma colectiva, cuando, en tiempos re­
vueltos, los huidos de presidio se entregan a orgías sanguinarias.
¡Cuánto nos aleja todo esto de los crímenes del público!
El público, cuando es criminal, lo es por interés de partido
más que por venganza, más por cobardía que por crueldad; es
terrorista por miedo, no por un acceso de cólera. Sobre todo es
capaz de complacencia criminal hacia sus jefes, es capaz de ma-
nutengolisme, como dicen los italianos. Pero, ¿a qué viene ocu­
parse de crímenes del público, puesto que es la opinión y que, di­
gámoslo, una vez más, la opinión es soberana, irresponsable co­
mo tal? Es sobre todo, cuando son intentados y no consumados,
cuando pueden ser perseguidos: todavía sólo pueden serlo contra
los publicistas, que los han inspirado o contra los agitadores de
las multitudes que nacidas del público se han entregado a tales
74
tentativas. Ahora bien, por lo que se refiere al público mismo,
permanece en la sombra, inaprensible, a la espera de la hora de
volver a comenzar. No siempre que una multitud comete críme­
nes —para comenzar por los parlamentos, multitudes semicorpo-
rativas, que se han mostrado cómplices de tantos déspotas— ,
hay detrás de ella un público que la mueve. Acaso el público
electoral, que ha elegido diputados sectarios y fanáticos, ¿no es
también responsable de sus prevaricaciones, de sus atentados
contra las libertades, contra los bienes, contra las vidas de los
ciudadanos? ¿Acaso no los ha reelegido frecuentemente y no les
ha confirmado de nuevo en su prevaricaciones. Solamente el
público electoral ha sido cómplice de los criminales. Incluso el
público electoral, en apariencia puramente pasivo, en realidad
obra en favor de aquellos que buscan halagarle, a cautivarle.
¡Fue casi siempre en complicidad con un público criminal, desde
la época en que el público comenzaba a nacer, cuando se come­
tieron los más grandes crímenes de la historia: la noche de San
Bartolomé, quizás, y, sin duda, las persecuciones contra los pro­
testantes bajo Luis XIV, y tantos otros! Los asesinatos de sep­
tiembre han recibido la aprobación entusiasta de un cierto públi­
co, y sin la existencia, sin las provocaciones de este público, esos
asesinatos no se hubieran producido. En un nivel inferior del de­
lito, los fraudes electorales, tal como son practicados corriente y
abundantemente en ciertas ciudades, ¿no son delitos de grupo,
cometidos con la complicidad, más o menos consciente, de todo
un público? Por regla general: detrás de las multitudes criminales
existen públicos más criminales todavía y, a la cabeza de estos
públicos están los publicistas, que son todavía mucho más cri­
minales.
La influencia de los publicistas se basa, ante todo, en el cono­
cimiento instintivo que poseen de la psicología del público; los
publicistas conocen sus gustos y sus aversiones; que, por
ejemplo, pueda permitirse con el público impunemente un atrevi­
miento de imágenes pornográficas, que la multitud no soporta­
ría: pues hay en las multitudes teatrales un pudor colectivo
opuesto a los cinismos individuales de las gentes de las que
aquéllas se componen14 y este pudor está ausente en el público
especial de ciertos periódicos. Incluso, se puede decir que hay en
ese público un impudor colectivo constituido por pudores relati­

14 La multitud presenta también, a veces, una honestidad colectiva compues­


ta de faltas de probidad reunidas. En 1720, a continuación de una fiebre de espe­
culaciones financieras, el Parlamento inglés, «del que casi todos los miembros,
cada uno por sí, habían tomado parte en este negocio bolsista, condenó la espe­
culación en cuanto cuerpo colectivo y ordenó la persecución judicial contra sus
promotores por haber corrompido a personajes públicos» (Claudio J a n n e t , Le
Capital).

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vos. Pero, público o multitud, todas las colectividades se aseme­
jan en un punto, por desgracia: su deplorable tendencia a sufrir
las excitaciones de la envidia y del odio. Para las multitudes la
necesidad de odiar, corresponde a la necesidad de obrar. Excitar
su entusiasmo no conduce demasiado lejos; pero ofrecerle un
motivo y un objeto de odio, es dar vía libre a su actividad que,
como nosotros lo sabemos bien, es esencialmente destructiva,
siempre que se exprese por medio de actos concretos. De ahí, él1
éxito de las listas de proscripción en todas las revueltas o moti­
nes. Lo que reclaman las multitudes encolerizadas es siempre una
cabeza o algunas cabezas. Felizmente, la actividad del público es
menos sensible y se orienta hacia un ideal de reformas o de uto­
pías tan fácilmente, como hacia las ideas de ostracismo, de per­
secución y de saqueo. Pero, al dirigirse a su malignidad nativa,
sus inspiradores le conducen demasiado fácilmente a los mismos
fines de su maldad. Descubrir o inventar un objeto nuevo y gran­
de de odio para uso del público, es todavía uno de los medios
más seguros para convertirse en uno de los grandes reyes del pe­
riodismo. En ningún país y en ningún tiempo la apologética ha
tenido tanto éxito como la difamación.
Pero no me gustaría acabar esta reflexión pesimista, de esta
manera, A pesar de todo, me inclino a creer que las profundas
transformaciones sociales de las que somos deudores a la prensa
han sido hechas en el sentido de la unión y de la pacificación fi­
nales. Al sustituir o al superponer, tal como lo hemos visto, a los
grandes grupos más antiguos, las nuevas agrupaciones, siempre
más amplias y más masivas, a las que nosotros llamamos públi­
cos, no han hecho más que hacer pasar del reino de la moda al
reino de la costumbre, o sea de la influencia de la innovación a la
influencia de la tradición; de esta manera, se reemplazan tam­
bién las divisiones precisas y persistentes entre las múltiples va­
riedades de asociación humana con sus conflictos sin fin, por
medio de una. segmentación incompleta y variable, con límites in­
distintos, en vía de renovación perpetua y de mutua compenetra­
ción. Así me parece que es la conclusión de este largo estudio.
Quizá pueda añadir que sería un gran error hacer honor a
las colectividades, incluso, bajo su forma más espiritual del
progreso humano. Porque, en definitiva, toda iniciativa fecunda
sólo puede emanar de un pensamiento individual, independíente
y vigoroso; pues, como lo ha dicho Lamartine, para pensar es
preciso aislarse no solamente de la multitud, sino del público.
Esto es lo que olvidan los grandes aduladores del pueblo tomado
en conjunto, sin darse cuenta de una especie de contradicción,
que aparece implicada en sus alabanzas apologéticas. Porque los
aduladores no dan testimonio, en general, tanto de admiración
por las grandes obras, por así decirlo, anónimas y colectivas, co­
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mo para expresar su desprecio por los genios individuales distin­
tos del suyo. También es preciso señalar que estos célebres admi­
radores de las multitudes solas, denigradores al mismo tiempo de
todos los hombres, en particular, han sido muy pródigos en or­
gullo. Ninguno, aparte de Wagner, si no es Víctor Hugo, des­
pués de Chateaubriand, quizás, y de Rousseau, no ha profesado
la teoría según la cual «el pueblo es la fuerza eficiente de la obra
de arte» y «el individuo aislado no sería capaz de inventar nada,
sino solamente de apropiarse una invención común». No se trata
solamente de estas admiraciones colectivas, que no cuestan nada
al amor propio de nadie, como de sátiras impersonales que no
ofenden a nadie, porque están dirigidas a todo el mundo indis­
tintamente.
El peligro de las nuevas democracias está en la dificultad cre­
ciente para los hombres de pensamiento de escapar a la obsesión
y a la agitación fascinadora. Es muy peligroso descender en una
campana de inmersión en un mar muy agitado. Las individuali­
dades dirigentes, que nuestras sociedades contemporáneas ponen
de relieve, son cada vez más los escritores que viven en continuo
contacto con ellas; y la poderosa influencia que ejercen, prefe­
rible seguramente a la ceguedad de las multitudes acéfalas, cons­
tituye ya un desmentido infligido a la teoría de las masas creado­
ras. Pero esto no es bastante y, como no basta difundir por to­
das partes una cultura media, sino que es preciso, ante todo, lle­
varla siempre más alta la cultura más elevada, se puede, con
Sumner Maine, preocuparse ya de la suerte, que les será depara­
da en el porvenir a los últimos in te le c tu a le s , cuyos servicios a lar­
go plazo no sean menos sobresalientes. Lo que impide que las
montañas sean aplanadas y transformadas en tierras de labor, en
viñas o en prados de alfalfa, por las poblaciones montañesas, no
es solamente el sentimiento de los servicios prestados por esos re­
servados de agua naturales; es simplemente la solidez de sus pi­
cos, la dureza de la sustancia que los componen, demasiado cos­
tosa de dinamitar. Lo que preservará de la destrucción y del ni-
velamiento democrático a las cimas intelectuales y artísticas de la
humanidad no será, yo lo creo, el reconocimiento por el bien que
el mundo les debe, la justa valoración del coste de sus descubri­
mientos. ¿Qué será, pues...? Yo quiero creer que será su fuerza
de resistencia. ¡Cuidado con ellas [las cimas) si ellas acaban por
dispersarse!

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