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EL PÚBLICO Y LA MULTITUD
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tos físicos? Pero, todas las comunicaciones de conciencia a con
ciencia, de espíritu a espíritu no tienen por condición necesaria la
aproximación de los cuerpos. Cada vez menos esta condición se
cumple, cuando se perfilan en nuestras sociedades civilizadas
corrientes de opinión. No es en las reuniones de hombres en la
vía pública, o en la plaza pública, donde nacen y se desenvuelven
estas especies de ríos sociales1, estos grandes arrebatos que
arrastran y asaltan ahora los corazones más firmes, las razones
más resistentes, y se hacen consagrar leyes o decretos por los
Parlamentos o los Gobiernos. Cosa extraña, los hombres que se
dejan entusiasmar así, que se sugestionan mutuamente o, antes
bien, se transmiten únos a otros la sugestión desde arriba, esos
hombres no se codean, no se ven, ni se entienden: están sentados
cada uno en su casa leyendo el mismo periódico y dispersos
sobre un vasto territorio. ¿Cuál es, pues, el lazo que les une? Es
te lazo es, con la simultaneidad de su convicción o de su pasión,
la conciencia poseída por cada uno de ellos de que esta idea o es
ta voluntad es compartida en el momento mismo por un gran nú
mero de hombres. Es suficiente que se sepa esto, incluso sin ver
estos;hombres para que se esté influenciado por ellos, tomados
en conjunto, y no solamente por el periodista, el inspirador co
mún que en sí mismo es invisible y desconocido y, por tanto,
más fascinador.
El lector no tiene, en general, conciencia de sufrir esta
influencia persuasiva, casi irresistible, del periódico que lee habi
tualmente. El periodista más bien tendría conciencia de su
complacencia hacia su público del que no olvida nunca, ni la na
turaleza, ni los gustos. Por su parte el lector es aún menos cons
ciente: él no duda en absoluto de la influencia ejercida sobre él
por la masa de los otros lectores. Aunque tal influencia no es
menos negable; pues, se ejerce, a la vez, sobre su curiosidad, que
se hace tanto más viva cuanto la sabe o la cree compartida por
un público más numeroso o más escogido, y sobre su juicio, que
busca poner de acuerdo con el de la mayoría o el de la élite, se
gún los casos. Yo puedo abrir un periódico creyendo que es del
dia y leo en él con curiosidad ciertas noticias, después me doy
cuenta que es de hace un mes o, solamente, de la víspera y des
de ese momento deja de interesarme. ¿De dónde proviene este
desagrado repentino? Los hechos relatados, ¿han perdido todo
su interés intrínseco? No, pero nos decimos o nos imaginamos•
• Hagamos notar que estas comparaciones hidráulicas vienen, naturalmente,
a la pluma cada vez que se trata de multitudes, así como de públicos; precisamen
te, se asemejan en esto. Una multitud en marcha una tarde de Fiesta pública cir
cula con una lentitud y con numerosos remolinos que nos traen a la memoria la
idea de un rio sin cauce preciso. Porque nada es menos comparable a una multi
tud, si no es un público. Más bien son cursos de agua, cuyo régimen está mal de
finido.
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que nosotros somos los únicos en leerlos y esto basta. Esto
prueba, pues, que nuestra viva curiosidad se fundaba en la ilu
sión inconsciente de que nuestro sentimiento era común, a un
gran número de espíritus. Se trate de un periódico de la víspera o
del día anterior comparado al del día, como de un discurso leído
en casa comparado con un discurso oído en medio de una inmen
sa multitud.
Cuando, sin saberlo, sufrimos este contagio invisible del
público del que formamos parte, nos sentimos inclinados a expli
carlo por el simple prestigio de la actualidad. Si el periódico del
día nos interesa hasta este punto, es que él nos relata sólo hechos
actuales y sería la proximidad de estos hechos, no la simulta
neidad de su conocimiento por nosotros o por otros, quien nos
provocaría la pasión de su relato. Pero analicemos bien esta sen
sación de actualidad que es tan extraña y de la que la pasión cre
ciente es una de las características más precisas de la vida civili
zada. ¿Se considera de actualidad solamente lo que acaba de tener
lugar? No, es todo lo que inspira actualmente un interés gene
ral e incluso aunque se trate de un hecho antiguo. En estos úl
timos años ha estado de actualidad todo lo que se refería a N a
poleón; es de actualidad todo lo que está de moda. Y no es de
actualidad lo que, siendo reciente, está fuera de la atención
pública, vuelta hacia otras cuestiones. Durante todo el desarrollo
del asunto Dreyfus se produjeron en África o en Asia hechos
dignos de interesarnos, pero se hubiera dicho que tales hechos no
tenían nada de actuales. En suma, la pasión.por la actualidad
progresa con la sociabilidad de la que ella no es más que-una de
las manifestaciones más chocantes; y como lo propio de la pren
sa periódica, sobre todo de la prensa cotidiana, es de tratar sola
mente de los temas de actualidad, uno no debe de sorprenderse
de ver anudar y estrechar entre los lectores habituales de un mis
mo periódico una especie de asociación demasiado poco remar
cada y de las más importantes.
Bien entendido que, para que sea posible esta sugestión a dis
tancia de los individuos que componen un mismo público, es
preciso que hayan practicado durante largo tiempo por el hábito
de la vida social intensa, de la vida urbana, la sugestión de la
proximidad. Nosotros desde la infancia y desde la adolescencia
comenzamos a sentir vivamente la acción de las miradas de
otros, que se expresa sin nosotros saberlo en nuestra actitud, en
nuestros gestos, en el curso modificado de nuestras ideas, en la
perturbación o en la sobrexcitación de nuestras palabras, en
nuestros juicios, en nuestros actos. Solamente después de haber,
durante años, sufrido y hecho sufrir esta acción impresionante
de la mirada es cuando nos convertimos en culpables de sentir
nos impresionados incluso por el pensamiento de la mirada de
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otro, por la idea de que nosotros somos objeto de la atención de
personas que están alejadas de nosotros. De una manera pareci
da, después de haber conocido y practicado durante largo tiempo
el poder sugestivo de una voz dogmática y auto'ritaria, oída muy
de cerca es cuando la lectura de una afirmación enérgica basta
para convencernos, e, incluso, el simple conocimiento de la
adhesión de un gran número de nuestros semejantes a este juicio,
nos predispone a juzgar en el mismo sentido. La formación de
un público supone, pues, una evolución mental y social mucho
más avanzada que la formación de una multitud. La sugestividad
puramente ideal, el contagio sin contacto que supone esta agru
pación puramente abstracta y, sin embargo, tan real, esta multi
tud espiritualizada, elevada, por así decirlo, al segundo grado de
potencia no ha podido nacer más que a partir de siglos de vida
social más grosera, más elemental.
II
Es curioso que ni en latín ni en griego exista una palabra que
responda a lo que nosotros entendemos por público. Para desig
nar el pueblo existen otros términos, como la asamblea de los
ciudadanos armados o no armados, el cuerpo electoral, todas las
variedades de multitudes. Pero, ¿qué escritor de la Antigüedad
ha soñado con hablar de su público? Ninguno de ellos ha conoci
do-algo más-que su auditorio, en aquellas salas dispuestas para
lecturas públicas, donde los poetas contemporáneos de Plinio el
Joven -reunían una pequeña multitud de simpatizantes. Por lo
que se'refiere a los lectores dispersos de los manuscritos copiados
a mano, como se trataba solamente de algunas decenas de ejem
plares, no tenían conciencia de constituir un agregado social, co
rno-sucede en el presente a los lectores de un mismo periódico o,
a veces, de una misma novela de moda. ¿No existió un público
en La Edad Media? No, pero había ferias, peregrinaciones, multi
tudes tumultuosas, a través de las que se difundían oleadas de
emociones piadosas o bélicas, oleadas de cólera o de pánico.. El
público sólo ha podido comenzar a aparecer a partir del primer
gran desarrollo de la invención de la imprenta, en el siglo xvi. El
transporte de energía a distancia no es nada comparado a es
te transporte del pensamiento a distancia. ¿No es el pensamiento
la fuerza social por excelencia? Piénsese en las ideas fuerza de
Fouillée. Por entonces se ha vistó una novedad profunda de in
calculable efecto, la lectura cotidiana y simultánea de un mismo
libro, la Biblia, editada por primera vez en millones de ejempla
res, que daba a la masa unida de lectores la sensación de consti
tuir un cuerpo social nuevo, separado de la Iglesia. Pero este
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público naciente no era todavía él mismo más que una Iglesia
aparte, con la que se presentaba confundido, y ésta es la debili
dad del protestantismo, esto es, el haber sido, a la vez, un públi
co y una Iglesia, dos agregados sociales, Tegidos por principios
diferentes y de naturaleza inconciliable. El público como tal no
ha surgido de una manera clara hasta la época de Luis XIV. P e
ro en esta época había ya multitudes tan torrenciales como ac
tualmente y tan considerables en los momentos culminantes de
las coronaciones de los príncipes, de las grandes fiestas, de las re
vueltas provocadas por las hambres periódicas, mientras que el
público apenas se componía de una minoría escogida de «gentes
honestas» que leían la gaceta mensual y que leían sobre todo
libros, un pequeño número de libros escritos para un número re
ducido de lectores. Incluso, en su mayor parte, estos lectores esta
ban reunidos en París, si no queremos reducirlos más, en la
Corte.
En el siglo xviu este público crecía rápidamente y se frag
mentaba. No creo que con anterioridad a Bayle hubiese existido
un público filosófico distinto del gran público literario, del que
comenzaba a separarse. Pues yo no llamo público a un grupo de
sabios, es verdad, a pesar de su dispersión por diversas provin
cias o diversos estados, unidos por la preocupación de investiga
ciones similares y de la lectura de los mismos escritos, pero tan
poco numerosos que mantienen entre todos ellos relaciones epis
tolares y extraían de estas relaciones personales el principal ali
mento de su comunión científica. Un verdadero público especial
sólo se perfila a partir.del momento, muy difícil de precisar, en
que hombres consagrados a los mismos estudios eran ya un nú
mero demasiado grande para poder conocerse personalmente, de
manera que no hubieran podido establecer entre ellos lazos de
cierta solidaridad y sí solamente crear comunicaciones imperso
nales de frecuencia y de regularidad suficientes. En la segunda
mitad del siglo xviii nace, crece un público político que bien
pronto, en sus desbordamientos, absorbe como un río absorbe a
sus afluentes, todos los otros públicos, el literario, el filosófico,
el científico, etc. Sin embargo, hasta la Revolución la vida del
público ha tenido poca intensidad por ella misma y solamente
adquiere importancia por la vida de la multitud de la cual depen
de todavía por la animación extraordinaria de los salones y de
los cafés.
De la Revolución data el acontecimiento verdadero del pe
riodismo y por consiguiente del público de la que aquélla fue la
fiebre de crecimiento. No es que la Revolución no haya suscitado
multitudes también, pero no es por esto por io que se distingue
de las guerras civiles del pasado, del siglo xiv al siglo xvi o
incluso de la Fronda. Las multitudes sediciosas, coaligadas, las
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multitudes tercas* no eran ni menos temibles, ni, quizás filenos
numerosas que las multitudes del 14 de julio o del 10 de agosto
(1789). Porque una multitud no es susceptible de incrementarse
má&.allá de un cierto grado, marcado por los limites de la voz y
de la mirada, sin peligro de fraccionarse o de hacerse incapaz pa
ra una acción conjunta, acción siempre la misma, como barrica
das, saqueo de palacios, asesinatos, demoliciones, incendios. No
hay nada más monótono que estas manifestaciones seculares de
la actividad de las multitudes. Pero lo que caracteriza a 1789, lo
que el pasado jamás había visto, es esta eclosión de periódicos,
devorados ávidamente, que se produjo en esta época. Si muchos
de ellos eran verdaderos muertos antes de nacer, otros ofrecieron
el espectáculo de una difusión increíble. Cada uno de estos gran
des y odiosos publicistas*2, Marat, Desmoulins, el padre Duches-
ne, tenía su público y se puede considerar a las multitudes incen
diarias, saqueadorás, asesinas, canibalescas que han hecho arder
a Francia de entonces, desde el norte al mediodía, del este al oes
te, como tumores, erupciones malignas de aquellos públicos, a
los que sus escanciadores maléficos —llevados en triunfo al Pan
teón después de su muerte— arrojaban todos los días el alcohol
venenoso de las palabras vacias y violentas. No se trata de que
las revueltas estuviesen constituidas, exclusivamente, en el mismo
París y con mayor razón en provincias y en el campo, de lectores
de periódicos, sino que ellos eran siempre su levadura, si no eran
la.pasta, la masa. Del mismo modo los clubs, las reuniones de
café, que han jugado un papel tan importante durante el período
revolucionario, han nacido del público, en tanto que, antes de la
Revolución el público era más bien el efecto que la causa de las'
reuniones de los cafés y de los salones.
Pero, por encima de todo, el público revolucionario era pari
siense; más allá de París brillaba débilmente. En su famoso
viaje, Arthur Young se sorprende de ver tan pocas hojas públicas
difundidas en las aldeas y pueblos. Es verdad'que la observación
se aplica mejor a los comienzos de.la Revolución; un poco más
tarde esta observación perdería parte de su justeza. Sin embargo,
hasta el fin, la falta de'comunicaciones rápidas ha constituido un
obstáculo insuperable a la intensidad y a la amplitud de propaga
ción de la vida pública. ¿Cómo unos periódicos que sólo llega
* El autor se refiere aquí a las multitudes movilizadas por las revueltas de la
Fronda, la Liga del Duque de Guisa (1576) y la facción popular dirigida por el
carnicero Caboche (1413). [N. del r.]
2 «Publicista», según Littré, sólo aparece en el Diccionario de la Academia a
partir de 1762, y todavía no figura en él —como sucede al presente en la mayoría
de los Diccionarios— nada más que con.la acepción de autor que escribe sobre el
derecho público. En el uso corriente, el sentido de la palabra no se ha ampliado
hasta nuestro siglo, mientras que el de público, en virtud de la misma causa iba a
reducirs'e, al menos tal como lo empleo yo.
ban dos o tres veces por semana y ocho días después de su apari
ción en París, podían dar a sus lectores del sur del país la sensa
ción de actualidad y la conciencia de unanimidad simultánea sin
las cuales la lectura de un periódico no difiere esencialmente de
la lectura de un libro? Quedaría reservado a nuestro siglo, por
los procedimientos de locomoción perfeccionados y por la trans
misión instantánea del pensamiento a cualquier distancia, de dar
a los públicos, a todos los públicos, la amplitud indefinida de la
que son susceptibles y que abre entre ellos (entre los públicos) y
las multitudes un contraste tan destacado. La multitud es el gru
po social del pasado; después de la familia es la Forma más anti
gua de todas las agrupaciones sociales. Bajo todas sus formas la
multitud, sentada o de pie, inmóvil o en marcha, es incapaz de
extenderse más allá de un débil radio de acción: cuando sus ins
piradores dejan de tenerla bajo mano cuando deja de oir sus vo
ces, la multitud se esfuma. El auditorio más vasto que se haya
podido ver en la antigüedad es el del Coliseo; aunque no exce
diera más allá de cien mil personas. Los auditorios de Pericles o
de Cicerón, incluso los de aquellos grandes predicadores de la
Edad Media, de un Pedro el Ermitaño, o de un San Bernardo,
sin duda, eran muy inferiores. De manera que no se ve que la po
tencia de la elocuencia, sea política o sea religiosa, haya progre
sado sensiblemente desde la Antigüedad o la Edad Media. Pero
el público es extensible indefinidamente y como, a medida que él
se difunde, su vida particular se hace más intensa, no se puede
negar que no sea la agrupación social del porvenir. De este mo
do, por la coincidencia de tres invenciones recíprocamente auxi
liares: la imprenta, el ferrocarril, el telégrafo, se ha constituido
la formidable potencia de la prensa, este teléfono prodigioso que
ha ampliado tan desmesuradamente el auditorio antiguo de los
tribunos y de los predicadores. Por eso, yo no puedo conceder a
un escritor tan vigoroso como el doctor Le Bon, que nuestra
edad sea la «era de las multitudes». Más bien es la era del públi
co o de los públicos lo que es muy diferente.
III
Hasta cierto punto, un público se confunde con lo que se ha
venido llamando un mundo, «el mundo literario», «el mundo
político», etc., y salvo lo que esta idea última implica, entre las
personas que forman parte de un mismo mundo, un contacto
personal, un intercambio de visitas, de recepciones, que sólo
puede existir entre los miembros de un mismo público. Pero la
distancia de la multitud al público es inmensa, como se ve ya,
aunque el público proceda, en parte; de una especie de multitud,
esto es, del auditorio de los oradores.
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Sin embargo, entre el público y la m ultitud existen diferencias
muy esclarecedoras a las que todavía no me he referido/i Por
ejemplo, se puede pertenecer al mismo tiempo y, de hecho se
pertenece siempre simultáneamente, a varios públicos como se
pertenece a varias asociaciones o sectas; pero solamente se puede
pertenecer a una única m ultitud, en cada m om ento.'En esto radi
ca la intolerancia mucho mayor en las m ultitudes y, por consi
guiente en las naciones, en las que dom ina el espíritu de las m ul
titudes, porque en este caso el ser es tom ado todo entero y arre
batado irresistiblemente por una fuerza sin contrapeso. Y en eso
radica la ventaja ligada a la sustitución gradual de las multitudes
por los públicos, transform ación que es acom pañada siempre de
un progreso en la tolerancia si no tam bién en el escepticismo. Sin
duda que de un público sobreexcitado, como ocurre a menudo,
surgen a veces multitudes fanáticas que se pasean por las calles
gritando viva o muera no im porta qué. En este sentido el público
podía ser definido como una m ultitud en potencia. Pero esta
caída del público en la m ultitud, aunque sea peligrosa en el más
alto grado, es, no obstante, bastante rara; y sin entrar a exami
nar si estas m ultitudes nacidas de un público son solamente un
poco menos brutales, a pesar de todo, que las multitudes ante
riores a la aparición del público, sigue siendo evidente, que la
oposición de dos públicos, siempre prestos a fusionarse por enci
ma de sus fronteras indecisas, es un peligro mucho menor para la
paz social que el enfrentam iento de dos m ultitudes opuestas.
La m ultitud, agrupación más natural, es más sumisa a las
fuerzas de la naturaleza; depende más directamente de la lluvia o
del buen tiem po, del calor o del frío; es más frecuente en verano
que en invierno. Un claro de sol la reúne, un chaparrón la dis
persa. Cuando Bailly era alcalde de París bendecía los días de
lluvia y se entristecía viendo despejarse el cielo. Pero el público,
agrupación social de un orden superior, no se halla sometido a
estas variaciones y a estos caprichos del medio físico, de la esta
ción o, incluso, del clima. No solamente el nacimiento y el creci
miento, sino, incluso, las mismas sobreexcitaciones del público,
enfermedades sociales aparecidas en este siglo y de una gravedad
siempre creciente, escapan a sus influencias.
Como se sabe, fue en pleno invierno cuando estalló en toda
Europa la crisis más aguda de este género, en nuestra opinión, la
del asunto Dreyfus. ¿H a sido más apasionada en el sur o en el
norte, vista a la m anera de las multitudes? No, fue más bien en
Bélgica, en Prusia, en Rusia donde ha agitado y conmovido a los
espíritus. En resumen, el sello de la raza se m anifiesta con menor
intensidad sobre el público, que sobre las multitudes. Y no podía
ser de otra m anera en virtud de la consideración que sigue.
¿Por qué, en efecto, un mitin (meeting) inglés difiere tan pro-
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fundamente de un club francés, una matanza de septiembre* de
un linchamiento, americano, una fiesta italiana de un coronamien
to del zar¿ donde doscientos mil mujiks reunidos no se conmueven
ante la catástrofe que ha hecho perecer a treinta mil de entre ellos?
¿Por qué, de acuerdo con la nacionalidad .de una multitud, un
buen observador puede predecir, casi con seguridad, cómo obra
rá —mucho más seguramente que sería capaz de predecir la ma
nera de obrar de cada uno de los individuos que la componen—
y, por qué, a pesar de las grandes transformaciones ocurridas en
las costumbres e ideas de Francia o de Inglaterra desde hace tres
o cuatro siglos, las multitudes francesas de nuestra época
boulangistes, antisemitas se parecen tanto por sus rasgos comu
nes a las multitudes de la Liga o de la Fronda, como las multitu
des inglesas de hoy a las de los tiempos de Cromwell? Precisa
mente, porque en la composición de una multitud, los individuos
entran solamente por sus semejanzas étnicas, que se suman y
constituyen la masa, y no por sus diferencias propias, que se
neutralizan y que en el movimiento de una multitud los ángulos
Je la individualidad se embotan mutuamente en beneficio del ti
po nacional, que dan como síntesis. Y es así a pesar de la acción
individual del manipulador o de l<?s manipuladores, que se hace
sentir siempre, pero siempre contrabalanceados por la acción
recíproca de los manipulados.
"' Por consiguiente, la influencia que el publicista ejerce sobre
su público aunque mucho menos intensa en un instante dado,
por su continuidad, es muchísimo más poderosa que la impul
sión breve y pasajera inculcada a la multitud por su inspirador;
y, además, es secundada, nunca combatida, por la influencia bas
tante más débil que la que los miembros de un mismo público
ejercen los unos sobre los otros, gracias a la conciencia de la
identidad simultánea de sus ideas o de sus tendencias, de sus con
vicciones o de sus pasiones atizadas cotidianamente por el mismo
fuelle.
Se ha podido negar sin razón, pero, no sin una especiosa apa
riencia de razón, que toda multitud tenga un manipulador y, de
hecho, muy a menudo es ella quien manipula a su dirigente. Pe
ro, ¿quién negará.que todo público tiene su inspirador e incluso,
a veces, su creador? Lo que Sainte-Beuve decía del genio, esto
es, que «el genio es un rey que crea a su pueblo», es particular
mente verdadero del gran periodista. ¡Cuántas veces se ha visto a
publicistas crear su propio público!3. En verdad para que
* Se refiere a la matanza de presos políticos de los días 2 a 15 de septiembre
de 1792, provocada por la noticia de la invasión prusiana. [M del T.\
3 Se dirá que, si cada gran publicista hace su público, ¿cada público un poco
numeroso hace a su publicista? Esta última proposición es mucho menos verda
dera que la primera: se ven grupos muy numerosos que durante largos años, no
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Edouard Drumont provocase el antisemitismo ha sido preciso
que su intento de agitación respondiese a un cierto estado de áni
mo difundido entre la población; pero en tanto que no se ele
vó una voz resonante, que prestase una expresión común a este
estado de espíritu, permaneció latente en los individuos, poco in
tensa aunque menos contagiosa, e inconsciente de sí misma.
Aquel que ha expresado esa voz, la ha creado como fuerza colec
tiva, fáctica, con todo real. Conozco regiones francesas en las
que no se ha visto nunca a un solo judío, sin embargo, esto no
impidió que floreciera en ellas el antisemitismo, precisamente,
porque en ellas se leían los periódicos antisemitas. El estado de
espíritu socialista, el estado de espíritu anarquista, no existían,
no eran nada antes de que algunos publicistas famosos como
Carlos Marx, Pedro Kropotkin y otros hubiesen proclamado esas
teorías y las hubiesen puesto en circulación con su efigie. De to
do esto se comprende fácilmente que la huella individual del ge
nio de su promotor sea más marcada sobre un público que el ge
nio de la nacionalidad y que lo inverso sea verdad para la multi
tud. Asimismo, se comprende de igual manera que el público de
un mismo país, en cada una de sus principales ramas, aparezca
transformado en muy pocos años, cuando sus conductorr se
han renovado y que, por ejemplo, el público socialista F .ncés
del presente, no se asemeje en nada al de los tiempos de
Proudhon, a pesar de que las multitudes francesas de todo tipo
conservan la misma fisionomía reconocible a través de los siglos.
Se objetará, tal vez, que el lector de un periódico conserva
mejor su libertad de espíritu que el individuo perdido e inmerso
en una multitud. Aquél puede reflexionar sobre lo que lee, en si
lencio y, a pesar de su pasividad habitual puede llegar a cambiar
de periódico, hasta que encuentre el que le conviene o el que cree
que le conviene. Por otro lado, el periodista se esfuerza en
complacerle y para retenerle, La estadística de suscriptores
nuevos y de los que han interrumpido la suscripción es un exce
lente termómetro, frecuentemente consultado, que advierte a los
redactores de la línea de conducta y de pensamiento a seguir.
Frecuentemente, una indicación de esta naturaleza ha motivado
en una cuestión famosa importante, el abandono súbito de un
gran periódico y esta retractación no es excepcional. El público
reacciona pues a veces sobre el periodista, pero éste obra conti
nuamente sobre su público. Después de algunos tanteos, el lector
ha escogido su periódico, el periódico ha escogido sus lectores,
ha habido una selección mutua, de donde resulta una mutua
adaptación. Uno ha puesto la mano sobre un periódico de su
conveniencia que halaga sus prejuicios y sus pasiones, el otro la
consiguen hacer surgir al escritor adaptado a su verdadera orientación. Tal es el
caso del mundo católico en el momento presente.
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ha puesto sobre un lector de su agrado, dócil y crédulo, al que
puede dirigir fácilmente mediante algunas concesiones a sus pre
juicios, análogas a las precauciones oratorias de los antiguos o ra
dores. Se ha dicho que es de temer un hombre de un solo libro,
pero, ¡qué decir del hombre de un solo periódico! Y este hombre
está en el fondo de cada uno de nosotros, a poco que se excite.
En este caso, este es el peligro de los nuevos tiempos. Por tanto,
lejos de impedir que la acción del publicista sea finalmente deci
siva sobre su público, la doble selección, la doble adaptación,
que hace del público un grupo homogéneo, bien conocido del
escritor y bien manejable, le permite obrar con más fuerza y con
más seguridad. En general la multitud es mucho menos homogé
nea que el público. Aquélla se acrece siempre con muchos cu
riosos y con adhereiites a medias, que no tardan en ser ganados y
asimilados momentáneamente, pero que no dejan de hacer difícil
una dirección común de estos elementos incoherentes.
IV
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arrollar por ello .su unión eon la. clase social que se alimenta, se
-viste; se satisface en todo, de una manera casi análoga. El hecho
económico, el único puesto de relieve por los economistas, se
complica, pues, con una relación simpática, que también merece
ría atraer su atención ¿ Los economistas consideran a los compra
dores de un producto, de un servicio, solamente como rivales,
que se disputan, el objeto de su deseo; pero, al mismo tiempo y
sobre todo,, son congéneres semejantes que buscan fortalecer sus
semejanzas y distinguirse de los que no son como ellos. Su deseo
se nutre del deseo de los otros y en su misma emulación hay una
simpatía secreta que pide aumentarse. ¡Pero hasta qué punto el
'lazo;que se anuda por la lectura habitual de un mismo periódico,
entre sus lectores, es aún más íntimo y más profundo!.En este
caso nadie pensaría en hablar de concurrencia, existe solamente
una comunión de ideas sugeridas y la conciencia de esta comu
nión, pero na de esta sugestión que, no obstante, es manifiesta.
Del mismo modo que, para todo suministrador, hay dos es
pecies de clientela, una clientela fija y una clientela flotante, para
los periódicos o las revistas existen también' dos clases de publi
co: un público estable, consolidado, y un público flotante, más
inestable. La .proporción entre estos dos públicos es muy desigual
de una página a otra; para,los periódicos viejos, órganos de los
viejos, partidos, el segundo público apenas cuenta o no cuenta y
hay que. admitir que aquí la acción del público es obstaculizada
especialmente por la intolerancia de lá casa en la que ha entrado
y: de. donde le expulsará una disidencia manifiesta. En cambio, es
totalmente distinto en duración y penetración cuando consigue
influir sobre, él. Observemos, p o r lo demás, que los públicos
fieles y tradicionalmente apegados a un périódico tienden a desa
parecer con mayor frecuencia reemplazados por públicos más
móviles,, sobre los cuales la influencia del periodista de talento es
mucho más fácil, si no más sólida. Se puede lamentar, con todo
derecho, esta evolución del periodismo, porque los públicos
cerrados hacen a los periodistas honestos y convencidos, del mis
mo modo que los públicos caprichosos hacen a los periodistas li
geros, versátiles, inquietos: pero parece que al presente tal evolu
ción sea irresistible, difícilmente reversible y se ven las perspecti
vas dé potencia social creciente, que abre a los hombres de la
pluma. Es posible que someta cada vez más a los publicistas me
diocres a los caprichos de su público, pero a buen seguro que la
prensa,somete, cada .vez. más al público subyugado al despotismo
de. los.grandes periodistas. Mucho ;más ..que los estadistas (in
cluso los superiores), son los periodistas los que forman la opi
nión y dirigen el mundo. Y cuando ellos se han impuesto ¡qué
sólido .trono el suyo! Comparad el desgaste tan rápido de los
hombres políticos,, incluso de los más populares, al dominio pro
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longado e indestructible de los periodistas de alto rango, que re
cuerdan la longevidad de un Luis XIV, o al éxito indefinido de
los comediantes y de los trágicos ilustres. No hay vejez para estos
autócratas.
He ahí por qué es tan difícil hacer una buena ley de prensa.
Es como si se hubiese querido reglamentar la soberanía del gran
Rey o de Napoleón. Los delitos de prensa, incluso los crímenes
de la prensa, son casi impunes, del mismo modo que lo eran los
delitos del tribuno en la Antigüedad y los delitos del pulpito en la
Edad Media.
Si era verdad, como los aduladores de las multitudes repiten
con demasiada frecuencia que el papel histórico de las indivi
dualidades estaba destinado a aminorarse cada vez más, en la
misma medida que la evolución de las sociedades democráticas,
habría que sentirse, especialmente, sorprendido de ver aumentar
de día en día la importancia de los publicistas. Con todo no es
negable que ellos forman la opinión en las circunstancias críticas:
y cuando place a dos o tres de estos grandes jefes de clanes polí
ticos o literarios aliarse en favor de una misma causa por mala
que sea, tiene todas las seguridades de triunfar. Por eso, cosa no
table, el último de los grupos sociales en formarse y el más pro
picio a desplegarse en el curso de nuestra civilización democráti
ca, dicho de otra manera, la agrupación social en públicos es la
que ofrece a los caracteres individuales más sobresalientes las
mayores facilidades de imponerse, y a las opiniones individuales
originales las mayores facilidades para difundirse.
Ahora bien, basta con abrir los ojos para darse cuenta de que
la división de una sociedad en públicos, división completamente
psicológica, y que corresponde a diferencias en los estados de
espíritu, tiende no ya a sustituirse sin duda, sino a superponerse
cada vez más visible y eficazmente a su división religiosa, eco
nómica, estética, política, en corporaciones, en sectas, en ofi
cios, en escuelas, en partidos. Solamente estas variedades cons
tituyen las multitudes de otro tiempo (del pasado), los auditorios
de los tribunos o de los predicadores, que han sido domina
dos o agrandados por los públicos correspondientes, público
parlamentario o público religioso; pero no existe una secta que
no quiera poseer su periódico con el objetivo de rodearse de un
público que irradie muy lejos de ella la especie de atmósfera am
biente en que ella se baña, esa especie de conciencia colectiva en
la que la secta se ilumina. Y no se trata sólo de esta conciencia,
es verdad, que se podría decir que ella es un simple epifenómeno
por sí mismo ineficaz e inactivo. No hay una sola profesión, pe
queña o grande que no quiera tener su periódico o su revista, co
mo en la Edad Media cada corporación tenía su predicador habi
tual, como en la Antigüedad griega cada clase.tenía su orador
asalariado. La primera preocupación de una escuela literaria o
artística nueva que se funda, ¿no es la de tener también su diario
y no se creería completa sin él? ¿Existe un partido o un fragmen
to de partido que no se empeñe en expresarse ruidosamente en
alguna publicación periódica cotidiana, a través de la cual espera
extenderse, a través de la cual, a buen seguro, se fortalece en la
espera que se modifique, se fusione o se fraccione? Un partido
sin un periódico, ¿no nos ofrece el efecto de un monstruo acéfa
lo, aunque todos los partidos de la Antigüedad, de la Edad Me
dia, de la Europa moderna, incluso hasta la Revolución France
sa, hayan presentado normalmente esta pretendida monstruo
sidad?
La transformación de cualquier clase de grupos en públicos
se explica por una necesidad creciente de sociabilidad, que hace
necesario el ponerse los asociados en comunicación regular me
diante una corriente continua de informaciones y de excitaciones
comunes. Esta transformación es, por consiguiente, inevitable.
Lo importante es buscar las consecuencias que tiene o que
tendrá, según todas las apariencias, sobre los destinos de los gru
pos transformados de esta manera, en cuanto al punto de vista
de su duración, de su solidez, de su fuerza, de sus luchas o de sus
alianzas.
Por lo que se refiere a la duración y a la solidez, es cierto que
las agrupaciones antiguas no podían ganar nada con la transfor
mación de que se trata. La prensa moviliza todo lo que ella toca
y vivifica, y no hay Iglesia en apariencia tan inmutable que desde
el momento en que se someta a la moda de la publicación conti
nuada no dé signos visibles de cambios interiores disimulados en
vano. Para convencerse de esta eficacia a la vez disolvente y rege
neradora, inherente al periódico, basta comparar los partidos po
líticos anteriores a la aparición de la prensa con los partidos polí
ticos del presente. En otro tiempo, ¿no eran menos ardientes y
más duraderos, menos vivaces y más tenaces, más inextensibles
y menos quebradizos, más refractarios a las tentativas de renova
ción o de fragmentación? De la antítesis secular, tan tajante y
tan persistente, de los whigs y de los tories*, ¿qué subsiste en la
Inglaterra de nuestros días? Nada más raro en la antigua Francia
que la aparición de un nuevo partido; en nuestra época los parti
dos están en vías de continua reorganización, de palingenesia y de
generación espontánea. Por mucho que nos inquiete, o por mu
cho que nos asuste, los cambios de etiqueta son cada vez menos
* Liberales y conservadores, respectivamente. [/V. del T.\
56
asombrosos, porque se sabe bien que, si llegan al poder, sólo lo
harán transformados a fondo. Pronto de los partidos heredita
rios y tradicionales de entonces, no quedará más que el recuerdo.
La fuerza relativa de los antiguos agregados sociales ha sido,
también, modificada singularmente por la intervención de la
prensa. Ante todo, observemos que ella está muy lejos de favore
cer la preponderancia de las clasificaciones profesionales. La
prensa profesional, la que está consagrada a los intereses de ofi
cio, de profesión, judiciales, industriales, agrícolas es la menos
leída, la menos interesante, la menos activa, salvo cuando se tra
ta de la huelga y de la política, so capa del trabajo. Es la divi
sión social por grupos de ideas teóricas, de aspiraciones ideales,
de sentimientos la que recibe de la prensa una acentuación y una
preponderancia visibles. Los intereses sólo se expresan a través
de ella —y ahí radica su honor— revestidos o sublimados en teo
rías y en pasiones; incluso al hacerlos apasionados la prensa los
espiritualiza y los idealiza; y por peligrosa que a veces sea esta
transfiguración es en suma, feliz. Las ideas y las pasiones levan
tan nubes de espuma al chocar, pero son siempre menos irre
conciliables que los intereses.
Los partidos, religiosos o políticos, son las agrupaciones so
ciales sobre las cuales el periódico ejerce la mayor influencia y
que pone más de relieve. Movilizados en públicos, los partidos se
deforman, se reforman, se transforman con una rapidez, que
habría dejado estupefactos a nuestros antecesores. Y es preciso
convenir que su movilización y su entrelazamiento mutuo son
poco compatibles con el funcionamiento regular de un parlamen
tarismo a la inglesa; ¡o que es un mal menor, pero que obliga a
modificar profundamente, en consecuencia, el régimen parla
mentario. En estos tiempos, tan pronto los partidos se reabsor
ben o se aniquilan en pocos años, tan pronto se amplifican en
proporciones inesperadas, desconocidas; a veces, adquieren una
fuerza enorme, pero pasajera; revisten dos caracteres que no se
les conocía anteriormente: se han hecho susceptibles de interpe
netrarse y de internacionalizarse. Se penetran fácilmente, por
que, como lo hemos dicho más arriba, cada uno de nosotros for
ma parte o puede formar parte de varios públicos a la vez. Se in
ternacionalizan porque el verbo alado de la prensa traspasa sin
esfuerzo las fronteras que no ha traspasado nunca, antes, la voz
del orador más célebre, del líder de un partido4. Fue la prensa
4 Alguno de los grandes periódicos, The Times, Le Fígaro, algunas de las
grandes revistas, tienen su público disperso por el mundo entero. Los públicos re
ligiosos, cientificos, económicos, estéticos son esencialmente y constantemente
internacionales; las multitudes religiosas, científicas, etc., sólo raramente son in
ternacionales y bajo la forma de congresos. Incluso los congresos no han podido
hacerse internacionales más que por el hecho de que han estado precedidos en es
ta línea por sus públicos respectivos.
5?
quien'prestó a la elocuencia parlamentaria o délos clubs sus pro
pias alas y que la difundió por el mundo entero. Si esta amplitud
internacional de los partidos transformados en públicos hacen de
su hostilidad más temible, su penetración mutua y la indetermi
nación de sus límites facilitan sus alianzas, incluso, inmorales y
permiten esperar un tratado de paz final. Por consiguiente, pare
ce que la transformación de los partidos en públicos sea más
contraria a su duración, a su permanencia, que su acuerdo, al re
poso que a la paz, y que la agitación social producida por ella
prepara más bien las vías a la unión social. Esto es tan verdad,
que, a pesar de las divergencias y dé la multiplicidad de los públi
cos coexistentes y entremezclados en una sociedad, parecen for
mar en conjunto un solo y único público por su conformidad
parcial sobre algunos puntos importantes; y esto es, lo que se
viene llamando la opinión, cuya preponderancia política se
agranda constantemente. En ciertos momentos críticos de la vida
de los pueblos, cuando un peligro nacional se pone de manifies
to, ésta fusión de la que yo hablo, es sorprendente y casi comple
ta; y se ve entonces al grupo social por excelencia, la nación,
transformarse como todos los otros en un gran haz de electores
enfebrecidos pendientes de la lectura de los despachos de noti
cias: En época de guerra, clases, oficios, sindicatos, partidos na
da parécé subsistir de las agrupaciones sociales en Francia, salvo
el Ejército francés y «el público francés».
Sin embargo, de todos los agregados sociales aquel que está
en relación más estrecha con el público es la multitud. Aunque el
publicó no sea frecuentemente más que un auditorio agrandado,
ampliado y disperso, las diferencias entre la multitud y el público
son múltiples y características, ya lo hemos visto; llegan incluso
hasta establecer una especie de relación inversa entre el progreso
dé las multitudes y el progreso de los públicos. Es verdad, que
del público sobreexcitado nacen reuniones tumultuosas en la
calle; y, como un mismo público puede estar disperso sobre un
vasto territorio, es posible que en muchas aldeas y pueblos, a la
vez; multitudes rüidosas nacidas de él se reúnan, griten, saqueen
y asesinen, se ha visto esto5. Pero lo que no se veson las multitu
des que se reunirían si no existiesen los públicos. Si, por hipóte
sis, todos los periódicos fueran suprimidos y, con ellos desapare
cieran, sus públicos, entonces la población ¿no se manifestaría
una tendencia mucho más fuerte que en la actualidad a agrupar-
5 Incluso, se puede decir que cada público se caracteriza por la naturaleza de
la rtíültiíud que nace de él. El público piadoso se caracteriza por los peregrinajes
de Lourdes! el público mundano por las carreras de caballos de Longchamps, por
los bailes, por las fiestas; el público literario por los asistentes del teatro, a las re
cepciones de la Academia francesa; el público industrial (laboral) por sus huel
gas; el público político por sus reuniones electorales, sus cámaras de diputados;
el público revolucionario por sus revueltas y sus barricadas...
58
se en auditorios más numerosos y más densos, más nutridos alre
dedor de los pulpitos de los predicadores, de las cátedras de los
profesores, incluso, a llenar los lugares públicos, cafés, clubs, sa
lones, salas de lectura, sin contar los teatros y a comportarse,
por todas partes, más ruidosamente?
Uno no piensa en todas las discusiones de café, de salón, de
club, de cuyas polémicas la prensa nos proporciona un antídoto
relativamente inofensivo. Es un hecho, que, en general, el núme
ro de auditores va disminuyendo o, al menos, no aumenta en las
reuniones públicas y nuestros oradores más solicitados están le
jos de pretender el éxito de Abelardo, que traía tras de él treinta
mil alumnos y que le acompañaron hasta el fondo del triste valle
del Paracleto. Incluso, cuando los oyentes son tan numerosos es
tán menos atentos que antes de la era de la imprenta, cuando la
consecuencia de una falta de atención era irreparable.
Nuestra Universidad no tiene idea de la afluencia y de la
atención de otros tiempos, en sus anfiteatros actualmente vacíos
en sus tres cuartas partes. La mayor parte de aquellos que en
otros tiempos se habrían sentido apasionadamente curiosos de
oír un discurso, en la actualidad, se dicen: «Ya lo leeré en mi pe
riódico...» De esta manera, poco a poco, los públicos se agran
dan, en tanto que las multitudes disminuyen y aún disminuye
más rápidamente su importancia.
¿Qué se ha hecho de aquellos tiempos en que la elocuencia
sagrada de un apóstol, de un Columbano, o de un Patricio, con
vertían pueblos enteros que estaban pendientes de sus labios? En
la actualidad, son los periódicos los que llevan a cabo las grandes
conversiones de masas.
De este modo, cualquiera que sea la naturaleza de los grupos
en que se fraccione una sociedad, ya tengan un carácter reli
gioso, económico, político o incluso nacional, la forma de públi
co es, de alguna manera, su estado final y, por así decirlo, su de
nominación común; es a este grupo, totalmente psicológico de
estados de espíritu, en continua mutación, a lo que todo se redu
ce. Merece la pena notar, que la agrupación profesional, funda
da sobre la explotación mutua y la adaptación de los deseos y de
los intereses, sea la más afectada por esta transformación civili
zadora. A pesar de todas las diferencias que hemos hecho obser
var, la multitud y el público, estos dos términos extremos de la
evolución social6 tienen esto de común, que los lazos de los di
versos individuos que los componen consisten no en armonizar
por sus mismas diversidades, por sus especialidades útiles de los
6 La familia y la horda son los dos puntos de partida de esta evolución, pero
la horda, la banda rudimentaria y de pillaje, no es nada más que la multitud en
marcha.
59
unos con otros, sino en reflejarse mutuamente, en confundirse
por sus semejanzas innatas o adquiridas en una unión potente y
simple —¡pero con cuánta mayor fuerza en el público que en la
multitud!— en una comunión de ideas y de pasiones que dejan,
por otra parte, libre juego a sus diferencias individuales.
VI
Después de haber mostrado el nacimiento y el crecimiento del
público, señalado sus caracteres propios, semejanzas o deseme
janzas (diferencias), frente a los de la multitud, y después de ha
ber indicado sus relaciones genealógicas con los diferentes gru
pos sociales, nos proponemos esbozar una clasificación de sus
variedades, comparadas con las de la multitud.
Se puede clasificar a los públicos, lo mismo que a las multitu
des, desde puntos de vista muy diversos; con relación al sexo,
hay públicos masculinos y femeninos, del mismo modo que hay
multitudes masculinas y femeninas. Pero los públicos femeninos,
constituidos por lectoras de novelas o de poesías de moda, de pe
riódicos de modas, de revistas feministas, etc., apenas se parecen
a las multitudes del mismo sexo. Estas tienen una importancia
numérica muy distinta y una naturaleza más inofensiva. No ha
blo de los auditorios de mujeres en las iglesias; sino, cuando, por
azar, ellas se reúnen en la calle, entonces sorprenden por el grado
extraordinario de su exaltación y de su ferocidad. En este senti
do, hay que volver a leer a Jannsen y a Taine. El primero nos ha
bla de la Hofmanh, bruja y virago, que, en 1529, dirigía bandas
de campesinos y de:campesinas sublevadas por las predicaciones
luteranas. «Ella pensaba solamente en incendiar, saquear, y ase
sinar», y pronunciaba sortilegios que debían convertir en invul
nerables a sus cuadrillas de bandidos, los fanatizaba. El segundo
nos describe la conducta de las mujeres, incluso jóvenes y boni
tas, en las jornadas del 5 y el 6 de octubre de 1789. Estas no
hablaban de otra cosa que de despedazar, de descuartizar a la
reina y de «comerle el corazón», de hacer «escarapelas con sus
joyas», a lo que' parece, no se les ocurrían otras ideas que las ca-
nibalescas que intentaban llevar a cabo ¿Significa esto que, a pe
sar de su aparente dulzura, estas mujeres abrigaban instintos sal
vajes, inclinaciones homicidas, que salían a flote al hallarse en
tropel? No; está claro que en estas reuniones femeninas se hace
una selección de todo lo que hay más descarado, más atrevi
do, yo llegaría a decir, de lo que hay de más masculino entre las
mujeres. Corruptio optimipessima. Por cierto, que no es necesa
ria tanta desvergüenza, ni tanta perversidad para leer un periódi
co por perverso y violento que sea y, de ahí, sin duda, la mejor
composición de ios públicos de mujeres, en general, de naturale
za más bien estética que política.
60
En relación con la edad, las multitudes juveniles —los estu
diantes o muchachos de París desfilando en fila india o alboro
tados— tienen mucha más importancia que los públicos juveni
les, que, incluso, los literarios, no han ejercido nunca una
influencia seria. En cambio los públicos seniles manejan el m un
do de los negocios donde multitudes seniles no tienen nada que
hacer. Por medio de esta gerontocracia, inadvertida, se establece
un contrapeso saludable a la efebocracia de las multitudes electo
rales, en las que domina el elemento joven que aún no ha tenido
tiempo de desilusionarse con el derecho de sufragio... Las m ulti
tudes seniles son, por lo pronto, muy raras. Se podían citar algu
nos concilios tumultuosos de viejos obispos en la primitiva Igle
sia, o algunas sesiones tormentosas de los Senados antiguos o
modernos, como ejemplo de excesos a que pueden ser arrastra
dos los viejos reunidos, y del carácter juvenil colectivo de que lle
gan a dar pruebas al reunirse. Parece que la tendencia a agrupar
se en tropel va en aumento desde la infancia a la plena juventud,
decreciendo después, desde esta edad a la vejez. No se trata de la
misma tendencia a reunirse en corporación, la cual toma naci
miento al comienzo de la juventud solamente y va creciendo has
ta la madurez y hasta la vejez misma.
Se puede diferenciar a las multitudes según el estado del tiem
po, la estación y la latitud... ya hemos dicho por qué esta distin
ción no es de aplicación a los públicos. La acción de los agentes
físicos sobre la formación y desarrollo de un público es casi nula,
en tanto que es totalmente determinante del nacimiento y de la
conducta de las multitudes. Quizás, si Carlos X hubiese esperado
a diciembre o a enero para publicar sus famosas ordenanzas, el
resultado hubiese sido muy distinto. Pero la influencia de la ra
za, entendida en el sentido nacional de la palabra, sobre el públi
co no se puede despreciar, con más motivo sobre la multitud y
los arrebatos característicos del público francés, que se resiente
de la furia francesa.
A pesar de todo, la distinción más importante que conviene
hacer entre los diversos públicos, del mismo modo que entre las
diversas multitudes, es la que se puede extraer de la naturaleza de
su fin o de su/e. Las personas que pasan por la calle, cada una a
sus asuntos, los paisanos (campesinos) reunidos en el campo de
una feria, los paseantes se sienten inclinados a formar una masa
compacta, muy densa y no son más que una barahúnda hasta el
momento en que una fe, o un objetivo común, les conmueve y
los pone en marcha juntos. Desde el momento en que un espec
táculo nuevo concentra sus miradas y sus espíritus, que un pe
ligro imprevisto, una indignación súbita orienta súbitamente su
indignación, sus corazones hacia un mismo deseo, es entonces
cuando comienzan a agruparse dócilmente y a constituir el pri
61
mer grado de un agregado social, es la multitud. Hasta se puede
decir: los lectores, incluso los habituales, de un periódico en tan
to que leen sólo los anuncios y las informaciones prácticas que se
relacionan con sus asuntos privados, no forman un público; y si
yo puedo creer que, como a veces se lo pretende, el periódico de
anuncios está destinado a acrecentarse a expensas del periódico
tribuna, me apresuraría a borrar todo lo que he escrito más arri
ba sobre las transformaciones sociales producidas por el pe
riodismo. Pero no hay nada, incluso en América7. Pues, es a
partir del moménto en que los lectores de una misma hoja de pa
pel se dejaban ganar por la idea o la pasión, que ella les provoca
ba cuando se convirtieron verdaderamente en un público.
Por consiguiente, debemos clasificar, ante todo, a las multi
tudes, así como a los públicos, de acuerdo con la naturaleza de
los objetivos y de la fe que los anima. Pero, en primer lugar, dis
tingámoslos según sea la parte de la fe, de la idea, o bien, la del
objetivo, la del deseo, la que es preponderante en ellos. Hay
multitudes creyentes y multitudes ambiciosas, públicos creyentes
y públicos ambiciosos; o más bien —porque entre los hombres
reunidos o, incluso, unidos a lo lejos, todo pensamiento o deseo,
es rápidamente impulsado al último exceso— hay multitudes o
públicos convencidos, fanáticos, y multitudes o públicos apa
sionados, despóticos. Convengamos, por tanto, que los públicos
son menos extremados que las multitudes, menos despóticos o
menos dogmáticos, pero su despotismo o su dogmatismo, si
es menos agudo, es, en cambio, en otro sentido más tenaz y cró
nico que las multitudes.
Creyentes o acuciantes, las multitudes se diferencian según la
naturaleza de la corporación o de la secta, a la que se refieren o
con la que se relacionan y la misma distinción es aplicable a los
públicos, que, lo sabemos bien, proceden siempre de grupos so
ciales organizados, de los que ellos son la descomposición inor
gánica8. Pero prestemos atención por un momento a las multitu
des solas. La multitud, agrupación amorfa, nacida en apariencia
por generación espontánea, aparece siempre alborotada, de
hecho, por un cuerpo social del que algún miembro les sirve de
7 En su espléndido libro sobre los Principios de Sociología, el americano Gid-
dings habla, incidentalmente, del papel fundamental jugado por los periódicos en
la guerra de Secesión. A este propósito, él combate la opinión popular según la
cual «desde entonces la prensa habría sumergido toda influencia individual bajo
el diluvio cotidiano de sus opiniones impersonales...». La prensa, dice, «ha pro
ducido su máxima impresión sobre la opinión pública cuando ha sido el portavoz
de una personalidad destacada, un Garrison o un Greeley. Además, el público no
se da bien cuenta de que en las redacciones de los periódicos, el hombre de ideas,
ignorado del mundo, es conocido de sus camaradas e imprime su individualidad
sobre el cerebro y sobre su obra».
8 Una nueva prueba de que el lazo orgánico y el lazo social son diferentes, y
de que el progreso de éste no implica de ningún modo el progreso de aquél,
62
fermento y que le proporciona su color9. De esta manera, no de
bemos confundirlas con las multitudes rurales y de parientes
reunidos en la Edad Media por el prestigio de una familia sobe
rana y para servir a sus pasiones, con las multitudes de flagelan
tes de la misma época, que, agitadas por las predicaciones de los
monjes, proclamaban su fe a lo largo de los caminos. Tampoco
debemos confundirlas con las multitudes orantes y procesionales
que son conducidas por miembros del clero a Lourdes, con las
multitudes revolucionarias y aullantes, sublevados por un jacobi
no, o con las multitudes miserables y hambrientas conducidas
por un sindicato. Las multitudes rurales, más difíciles de poner
en movimiento, son las más temibles una vez que han sido pro
vocadas; no se puede comparar ninguna revuelta parisiense con
los estragos ocasionados por una jacquerie. Las multitudes reli
giosas son las más inofensivas de todas; sólo son capaces de rea
lizar crímenes cuando se enfrenta con una multitud disidente,
que se manifiesta contra ella y la ofende en su intolerancia, no
superior, sino solamente igual a la de una multitud cualquiera.
Porque los individuos aislados pueden ser liberales y tolerantes,
cada uno por su parte, pero, reunidos se convierten en autorita
rios y tiránicos. Esto se debe a que las creencias se exaltan por el
contacto mutuo y no hay convicción fuerte capaz de soportar el
ser contradichas. De ahí, por ejemplo, las matanzas de arríanos
por católicos y de católicos por arríanos, que han ensangrentado
las calles de Alejandría en el siglo iv. Las multitudes políticas, en
su mayor parte urbanas, son las más apasionadas y las más fu
riosas; versátiles por azar, pasan del odio a la adoración, de un
exceso de cólera a un acceso de alegría, con una facilidad extre
ma. Las multitudes económicas, industriales, son, como las mul
titudes rurales, mucho más homogéneas que las otras, mucho
más unánimes y persistentes en sus propósitos, más masivas, más
fuertes, pero menos inclinadas, en resumen, al asesinato que a
las destrucciones materiales en la exasperación de su furor.
Las multitudes estéticas —que son, con las multitudes reli
giosas, las únicas multitudes que podemos considerar creyentes—
han sido dejadas de lado e ignoradas por motivos que desconoz
co. Denomino así a las que provoca una escuela antigua o una
escuela nueva de literatura o de arte en favor o en contra de una
obra dramática, por ejemplo, o musical. Estas multitudes son,
quizás, las más intolerantes; precisamente debido a lo que hay de
arbitrario y de subjetivo en los juicios sobre el gusto que ellas
proclaman. Estas multitudes experimentan, tanto más imperiosa
9 Resulta asi, incluso, cuando, como he dicho más arriba, es una excrecencia
de un público; porque el público mismo es la transformación de un grupo social
organizado, partido, secta, o corporación.
63
mente, la necesidad de verse en continuo crecer y de propagar su
entusiasmo, por tal, o cual artista, en favor de Víctor Hugo, de
Wagner, de Zola, o a la inversa, su horror hacia Zola, hacia
Wagner, hacia Víctor Hugo, de manera que esta propagación de
la fe artística sea casi la única justificación de que es susceptible.
Asimismo, cuando se encuentran frente a contradictores tumul
tuosamente arremolinados, su cólera puede en esta ocasión con
vertirse en sanguinaria. Pues, ¿no ha corrido la sangre, en el
siglo XVIII, en las luchas entre partidarios y adversarios de la mú
sica italiana?
Pero por diferentes que sean las multitudes, debido a su ori
gen, así como por todos sus demás caracteres, las multitudes se
parecen todas unas a otras por ciertos rasgos: su prodigiosa into
lerancia, su orgullo grotesco, su susceptibilidad enfermiza y el
sentimiento trastornado de su irresponsabilidad, nacido de la ilu
sión de su omnipotencia y de la pérdida total del sentimiento de
la medida, que alcanza hasta el extremo de sus emociones mu
tuamente exaltadas. Entre la execración (la condena radical) y la
adoración, entre el horror y el entusiasmo, entre los gritos de vi
va y muera, no hay término medio para una multitud. Viva signi
fica que viva para siempre. Se presenta ahí un deseo de inmorta
lidad divina, un comienzo de apoteosis. Basta una insignificancia
para cambiar la divinización en condenación eterna.
Ahora bien, encuentro que muchas de estas distinciones y de
estas consideraciones pueden ser aplicadas a los diferentes públi
cos y ello casi porque los rasgos señalados son en ellos menos
marcados. Los públicos, como las multitudes, son intolerantes,
orgullosos, fatuos, presuntuosos, y bajo el nombre de opinión
ellos creen que todo les está permitido, incluso, pueden rechazar
la verdad cuando les es contraria. ¿No es visible también, que a
medida que el espíritu de grupo, que el espíritu de público, si no
tal vez el espíritu de la multitud, se desarrolla en nuestras so
ciedades contemporáneas, por la aceleración de las corrientes de
la circulación mental, el sentimiento de la medida se pierde cada
vez más? Tan pronto se alaba como se desprecia a las gentes y a
las obras con la misma precipitación. Los mismos críticos litera
rios, al hacerse eco complaciente de estas tendencias de sus lecto
res, apenas saben matizar ni medir sus apreciaciones: también
ellos aclaman o desprecian. ¡Cuán lejos estamos ya de los juicios
destellantes de un Sainte-Beuve! En esto los públicos, del mismo
modo que las multitudes, recuerdan un poco a los alcohólicos.
Y, en efecto, una vida colectiva e intensa es para el cerebro un
alcohol terrible.
Sin embargo, los públicos se diferencian de las multitudes en
que la proporción de los públicos de fe, de creencias y de ideas
es mucho mayor, cualquiera que sea su origen, que la de los
64
públicos de pasión y de acción, mientras que las multitudes cre
yentes e idealistas son muy poca cosa comparadas con las m ulti
tudes apasionadas y alborotadoras. No solamente el público reli
gioso o el público estético (uno nacido de las Iglesias, y el otro
nacido de las escuelas de arte) son los que se dejan mover por un
credo y un ideal, queda todavía el público científico, más aún el
público filosófico, en sus diversas variedades, es el mismo públi
co económico que al traducir sus deseos, los idealiza... mediante
la transfiguración de todos los grupos sociales en públicos, por
consiguiente, el mundo se va educando intelectualmente. Por lo
que se refiere a los públicos de acción, fácilmente se podría creer
que no existen, propiamente hablando, si no se tiene en cuenta
que, nacidos de los partidos políticos, imponen a los hombres de
Estado sus mandatos, excitados por algunos publicistas... Por
otra parte, como es más inteligente y más esclarecida, la acción
de los públicos puede ser y, muy a menudo, es mucho más fecun
da que la de las multitudes10.
VII
10 Hay que hacer notar otra diferencia. Ha sido siempre bajo la forma de p o
lémicas de prensa, como el público ha manifestado su existencia y en este caso se
asiste a un combate de dos públicos, que se traduce muy a menudo por un duelo
entre sus publicistas. Pero es extremadamente raro que haya habido combates de
dos multitudes como esos conflictos procesionales que, según el señor
Larroumet, han tenido lugar alguna vez en Jerusalén. La multitud se complace
en marchar y en manifestar sola su fuerza y porfiar frente al vencido, sin com ba
te. Lo que se ha visto algunas veces ha sido una tropa regular enzarzada con una
multitud, que rápidamente abandonaba el campo si era más débil o la machacaba
y la asesinaba si era más fuerte. Se ha visto también, no sólo dos multitudes, sino
una multitud bicéfala, el Parlamento, dividirse en dos partidos que se combaten
verbalmente o a puñetazos, como ha sucedido en Viena... y también en París.
65
mismos gritos, antes de iniciar la marcha. Lo mismo se puede de
cir de los públicos, llegados a un cierto punto de excitación,i en
que se convierten en manifestantes. Estos públicos no lo son úni
camente de una manera indirecta, por las multitudes que nacen
de ellos, sino, ante todo y directamente, por la influencia arreba
tadora, que hacen sufrir a los .mismos que los han puesto en mo
vimiento y ya no pueden detenerlos por medio de torrentes de li
rismo o de injurias, de adulación o de difamación, de delirio utó
pico ó de furor sanguinario, por mucho que hagan correr la plu
ma de sus publicistas obedientes, convertidos de amos en siervos.
También sus manifestaciones son muy variadas, y más peligrosas
quedas manifestacioñes de las multitudes y es preciso deplorar el
genio inventivo consumido, en ciertos días en fabricar mentiras
ingeniosas, fábulas especiosas, desmentidas sin cesar y sin cesar
puestas de nuevo en circulación, por el simple placer de servir a
cada público los platos que él desea, de complacerle con lo que él
cree verdadero o quiere que sea verdadero.
Pasamos ahora a las multitudes actuantes (operantes). Pero,
¿es posible que las multitudes puedan hacer algo bien? Yo veo lo
que ellas quieren deshacer, destruir, pero, ¿qué pueden las multi
tudes producir con la incoherencia y la incoordinación esenciales
de sus.esfuerzos? Se sabe bien que las corporaciones, las sectas,
las . asociaciones organizadas son tanto productoras, como
destructoras según los casos. Los fréres pontifes, en la Edad Me
dia, construían puentes; los monjes de Occidente han roturado
extensas regiones, han fundado ciudades; los jesuítas en el Para
guay, han llevado a cabo el más curioso ensayo de vida falanste-
riana, que jamás se haya intentado con éxito: las corporaciones o
hermandades de albañiles han edificado la gran mayoría de
nuestras catedrales. Pero, ¿cabe citar una casa construida por
una multitud, una tierra roturada y labrada por la misma multi
tud, una industria cualquiera creada y puesta en marcha por una
multitud? Por unos pocos, poquísimos árboles de la Libertad
que las multitudes hayan plantado, ¿cuántos bosques incen
diados, cuántos chalets saqueados, cuántos castillos demolidos
por las multitudes? ¿Por un prisionero político que hayan puesto
en libertad en algún momento, cuántos linchamientos, cuántos
prisioneros forzados por las multitudes americanas o revolu
cionarias para asesinar prisioneros odiados, envidiados, o te
midos?
Se pueden dividir las multitudes de acción, en multitudes
inclinadas al odio, y multitudes .proclives al amor. Pero, ¿en qué
obra verdaderamente fecunda han empleado las multitudes pro
picias al amor su actividad? No se sabe que es más desastroso,
los odios o los amores, las condenas inapelables o los entusias
mos de la multitud. Cuando la multitud aúlla, presa de un delirio
66
canibalesco, es horrible, es verdad, pero cuando ella se precipita,
adorante, a los pies de uno de sus Ídolos humanos, cuando de
tiene su coche, lo levanta sobre el pavés de sus espaldas, es fre
cuentemente un medio loco como Masaniello, una bestia salvaje
como Marat, un general charlatanesco como Boulanger todo lo
que es objeto de su adoración, madre de dictadura y de tiranías.
Incluso cuando la multitud ofrece oraciones delirantes a un hé
roe naciente como a Bonaparte cuando vuelve de Italia, no sabe
hacer otra cosa que preparar sus desastres por el exceso de or
gullo que genera en él y que hace hundirse su genio en la demen
cia. Pero es sobre todo en torno un Marat que la multitud
despliega todo su entusiasmo. La apoteosis de este monstruo, el
culto rendido a su «corazón sagrado», expuesto en el Panteón,
es un brillante paradigma de la potencia del mutuo cegamiento,
de la mutua alucinación, de que son capaces los hombres reuni
dos. En este irresistible arrebato, la cobardía ha tenido su parte,
más bien débil, en suma, como ahogada en la sinceridad general.
Pero, yo me apresuro a decirlo, hay una variedad de multitu
des de amor, muy difundida, que juega un papel social de los
más necesarios y de los más saludables, y que sirve de contrapeso
a todo el mal consumado por todas las otras especies de reunio
nes multitudinarias. Quiero hablar de la multitud de las fiestas,
de la multitud de la alegría, de la multitud amorosa consigo mis
ma, ebria únicamente del placer de reunirse por reunirse. En este
punto quiero tachar apresuradamente lo que hay de materialista
y de estrecho en lo que yo he dicho más arriba del carácter
improductivo de las multitudes. Sin duda, no toda producción
consiste, solamente, en construir casas, en fabricar muebles, ves
tidos o en producir alimentos: y la paz social, la unión social,
impulsadas por las fiestas populares, por las romerías, por los
negocios periódicos de una aldea, un barrio o de una villa, donde
toda disidencia se borra momentáneamente en la comunión en
un mismo deseo, el deseo de verse, de codearse, de simpatizar,
esta paz, esta unión son productos no menos preciosos que todos
los frutos de la tierra, que todos los artículos de la industria.
Incluso, se puede decir que las fiestas de la Federación en 1790,
por pequeña que sea la calma entre dos ciclones, han tenido la
virtud pasajera de la pacificación. Añadamos que el entusiasmo
patriótico —otra variedad dél amor, del amor a sí mismo, del yo
colectivo, nacional— han inspirado también muy frecuentemen
te, la generosidad de las multitudes y, si no les ha llevado nunca
a ganar batallas, sí ha tenido como efecto hacer invencible el Ím
petu de los ejércitos exaltados por ellas.
¿Podría yo olvidarme, por último, después de las muche
dumbres en fiesta, de las multitudes de duelo, aquellas que si
guen bajo la opresión de un dolor común el entierro de un ami
67
go, de un gran poeta, de un heroe nacional? Indudablemente, és
tas constituyen enérgicos estimulantes de la vida social; y por es
tas tristezas tanto como por estas alegrías, sentidas conjuntamen
te, un pueblo se ejercita en constituir un solo haz de todas las vo
luntades.
En resumen, las multitudes, en su conjunto, están lejos de
merecer el mal que se ha dicho de ellas y el que yo haya podido
decir en alguna ocasión. Si se pone en un plato de la balanza la
obra cotidiana y universal de las multitudes del amor, especial
mente las multitudes en fiesta, con la obra intermitente y locali
zada de las multitudes del odio, habrá que reconocer, con toda
imparcialidad, que las primeras han contribuido mucho más a te
jer y a apretar los lazos sociales, que las segundas a rasgar por
diversos puntos este tejido. Se puede imaginar un país en el que
jamás haya habido una revuelta o alguna sublevación odiosa de
cualquier tipo, pero en el que, al mismo tiempo, sean desconoci
das las fiestas públicas, las manifestaciones gozosas de la calle,
los entusiasmos populares: un pais así, insípido e incoloro, estará
con seguridad menos impregnado del sentimiento profundo de su
nacionalidad, que el país más agitado del mundo por turbulen
cias políticas, incluso por asesinatos, pero que, en el intervalo de
sus delirios, de la misma manera que Florencia en la Edad Me
dia, haya conservado la costumbre tradicional de las grandes ex
pansiones y regocijos religiosos o profanos, de la alegría en co
mún, juegos, procesiones, escenas de carnaval. En este caso, las
multitudes, las reuniones, el codearse mutuamente, los entreteni
mientos recíprocos de los hombres son mucho más útiles, que
perjudiciales para el desarrollo de la sociabilidad. Pero aquí, co
mo por todas partes lo que se ve impide pensar en lo que no se
ve. Sin duda, esto despierta la severidad habitual del sociólogo
para con las multitudes. Los buenos efectos de las multitudes del
amor y de la alegría se ocultan en los repliegues del corazón,
donde, mucho tiempo después de la fiesta, subsiste un aumento
de.la disposición simpática y conciliadora, que se transparenté
bajo mil formas inadvertidas en los gestos, en las palabras y en
las relaciones corrientes de la vida cotidiana. Al contrario, la
obra antisocial de las multitudes del odio chocan a la vista de to
dos y el espectáculo de las destrucciones criminales que han lle
vado a cabo les sobreviven largo tiempo para hacer abominar de
su memoria.
¿Puedo hablar ahora de los públicos actuantes sin abusar de
la metáfora? El público, esta multitud dispersa, ¿no es esencial
mente pasivo? En realidad, cuando el público ha alcanzado cier
to tono de exaltación, del que sus publicistas se han hecho cons
cientes por la costumbre cotidiana de auscultar, actúa por ellos,
como se manifiesta por ellos, se impone a los hombres de estado,
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que se convierten en sus ejecutores. A esto es a lo que se llama la
potencia de la opinión. Es verdad que la opinión da testimonio
sobre todo de sus conductores que la han puesto en movimiento;
pero una vez soliviantada la multitud los arrastra por vías y ca
minos que no habían previsto. De este modo, esta acción de los
públicos es ante todo una reacción, a veces formidable, contra su
inspirador, que sufre el ímpetu desencadenado por sus excita
ciones. Esta acción es, por otra parte, totalmente espiritual, co
mo la realidad misma del público. Como la acción de las multi
tudes, es inspirada por el amor y por el odio; pero a diferencia
de la acción de las multitudes, tiene frecuentemente, cuando el
amor la inspira, una eficacia de producción directa, porque es
mucho más reflexiva y más calculada, incluso, en sus violencias;
el bien que realiza no se limita al ejercicio cotidiano de la simpa
tía social de los individuos, excitada por las sensaciones diarias
renovadas a través de su contacto espiritual; ha suscitado algu
nas leyes buenas de asistencia mutua y de piedad. Si las alegrías y
las penas del público no tienen nada de periódico y de regulado
por la tradición, no poseen menos que las fiestas de la multitud
el don de apaciguar las luchas y de pacificar los corazones, y se
hace preciso bendecir a la prensa frívola, no quiero decir por
nográfica, cuando entretiene al público y le pone de buen humor
casi constante y favorable a la paz. Por lo que se refiere a los
públicos del odio, nosotros también les conocemos y el mal que
hacen o que obligan a hacer es muy superior a los estragos pro
vocados por las multitudes furiosas. El público es una multitud
mucho menos ciega y mucho menos duradera, cuya rabia más
perspicaz se amasa y se sostiene durante meses e, incluso, duran
te años.
De esta manera, me ha sorprendido que, después de haber
hablado tanto de los crímenes de la multitud, todavía no he
dicho nada de los crímenes del público. Porque, sin duda ningu
na, existen públicos criminales, feroces, que alteran la sangre,
del mismo modo que hay multitudes criminales: y si la criminali
dad de los primeros es menos evidente que la criminalidad de las
segundas ¡hasta qué punto es más real, más refinada, más pro
funda, y menos disculpable! Pero de ordinario solamente se ha
prestado atención a los crímenes y delitos cometidos contra el
público, a las mentiras, a los abusos de confianza, a las verdade
ras estafas, en una escala inmensa, de las que tan frecuentemente
es víctima por parte de sus inspiradores. Asimismo, se debe
hablar de los crímenes y de los delitos cometidos contra la multi
tud y que no son menos odiosos, ni, posiblemente, menos fre
cuentes. Se miente en las asambleas electorales, se roba sus votos
con promesas engañosas, con compromisos solemnes, que de an
temano se ha decidido no cumplir, con calumnias difamatorias
69
que se inventa a cada paso. Es más fácil embaucar a las multitu
des que a los públicos, porque el orador que abusa de ellas casi
nunca se enfrenta con un contradictor, mientras que los periódi
cos se comportan en cada momento unos como antídoto frente a
los otros. Pero de cualquier modo que sea, el público puede ser
la víctima de un verdadero crimen, ¿se sigue de ahí, que el públi
co mismo no pueda ser criminal?
Puesto que se acaba de plantear la cuestión del abuso de con
fianza de que el público es objeto, abramos un paréntesis para
remarcar hasta qué punto la noción muy individualista de lazo
de derecho (vínculo de derecho), tal como los juristas lo han
comprendido siempre hasta ahora, es insuficiente y exige ser mo
dificada para responder a los cambios sociales, que el nacimiento
y el desarrollo de los públicos han producido en nuestros usos y
en nuestras costumbres. Para que haya vínculo de derecho, por
el mero efecto de una promesa, de acuerdo con las ideas admiti
das hasta aquí, es preciso que haya sido aceptado por aquél o
aquéllos a los que se dirige y que se supone existe una relación
personal entre ellos. Esto estaba bien y era normal antes de la
aparición de la imprenta, cuando la promesa humana no llegaba
más lejos que la voz humana y que, dados los estrechos límites
del grupo social con el que se estaba en relaciones de negocio,
siendo el cliente siempre conocido personalmente por el sumi
nistrador, el donatario del donador, el deudor del acreedor, el
contrato bilateral podía pasar por la forma más eminente y casi
exclusiva'de la obligación. Pero, habida cuenta de los progresos
de la prensa, se trata, cada vez menos, con personas determina
das, si no que más bien cada vez se dirige uno a colectividades a
través de la prensa, que se está en relaciones de todo género, que
se entablan relaciones comercialmente por medio de anuncios, y
políticamente por medio de programas. Lo lamentable es que
esos compromisos, incluso, los más solemnes, son simples volun
tades unilaterales, no respaldadas por la reciprocidad de volunta
des simultáneas, de simples promesas no aceptadas ni suscep
tibles de aceptación y, como tales, desprovistas de toda sanción
jurídica11. Nada más adecuada para favorecer lo que se podia
llamar el bandidaje social. Todavía se puede decir, cuando se
trata de una promesa hecha a una multitud, que es difícil de san
cionarla jurídicamente, en razón del carácter esencialmente pasa
jero de la multitud, que no se ha reunido más que un instante y
que no se puede demostrar que sea siempre la misma (que esté
siempre constituida por los mismos componentes o personas). Se
70
me ha citado que cierto candidato a diputado ante cuatro mil
personas había jurado retirarse •frente a su concurrente republi
cano en la segunda vuelta del escrutinio si no conseguía obtener
un número de votos mayor que el de su contrincante. En reali
dad tuvo un número de votos menor, pero no se retiró y lo
sorprendente es que fue elegido. He ahí lo que puede envalento
nar a los charlatanes políticos. Me gustaría que se negara la con
sagración en derecho del efecto de esta promesa, por la razón de
que, una vez la multitud dispersada, ya no hay nadie, incluso,
entre las personas que han formado parte de ella, que pueda ac
tuar como su representante y plantear exigencias en su nombre.
Pero el público es permanente, y no veo por qué, después de que
una información, voluntariamente engañosa, haya sido publica
da como verdadera, los lectores confiados, que han sido llevados
a conclusiones deformadas o algún desastre financiero por esa
mentira artificiosa, interesada, venal, no tendrían el derecho de
llevar ante los tribunales al publicista bribón que les ha engañado
para obligarle a devolver por la fuerza lo mal adquirido. Quizás,
entonces, el carácter público de una mentira, en lugar de ser una
circunstancia atenuante o absolutoria, como ahora lo es, sería
considerada como un agravante tanto más grave cuanto más nu
meroso fuese el público engañado12. Es inconcebible que un
escritor, que tiene escrúpulos para mentir en su vida privada,
mienta impúdicamente, con verdadera alegría y gozo, a cien mil
o a quinientas mil personas que le lean; y que muchas personas
conocedoras de esto continúen considerándole como una persona
honesta.
Pero dejemos esta cuestión de derecho y volvamos a los crí
menes y delitos del público. Es indudable que hay públicos locos;
así debió de ocurrir, sin duda, cuando el público ateniense hace
algunos años obligó a su gobierno a declarar la guerra a Turquía.
Tampoco es menos cierto que existen públicos delincuentes,
¿no existen ministerios que bajo la presión del público, de una
prensa dominante han debido -—no queriendo caer o dimitir
honorablemente— proponer y hacer votar leyes de persecución y
de expoliación contra tal o cual categoría de ciudadanos? Sin du
da ninguna; los crímenes de los públicos tienen menos aspecto y
son, aparentemente, menos atroces que los crimenes de las multi
tudes. Se diferencian de los crímenes de éstas por cuatro rasgos
característicos: 1) son menos repulsivos; 2) son menos vengativos
y menos interesados; menos violentos y más astutos; 3) son du
rante más tiempo y más extensamente opresivos, y 4) finalmente,
están todavía más seguros de su impunidad.
12 Porque existen públicos, como las asambleas, que son tanto más fáciles de
engañar cuanto más numerosas son, como lo saben muy bien los prestidigitadores.
71
¿Se quiere un ejemplo típico de crímenes de la multitud? La
Revolución de Taine nos suministra mucho más de los que pu
diéramos desear. En septiembre de 1789, en Troyes, se fabrica
una leyenda contra Huez, el alcalde: se le acusa de ser un acapa
rador y de que quería hacer comer salvado al pueblo. Huez era
un hombre conocido por sus actos de beneficencia y por haber
prestado grandes servicios a la ciudad. Pero, esto no importó na
da; el 9 de septiembre se descubrió que tres carros de harina esta
ban en malas condiciones, el pueblo se amotinó, y gritó: «¡Aba
jo.el alcalde! ¡Muerte al alcalde!» Al salir del tribunal, Huez es
derribado y muerto a patadas, puñetazos y golpeado en la cabeza
con un zueco. Una mujer se arrojó sobre el anciano caído al
suelo, le pateó el rostro, le clavó tijeras en los ojos varias veces;
fue arrastrado con una cuerda al cuello hasta un puente y lanza
do al Vacío, después retirado y arrastrado de nuevo por las calles
y por los arroyos con un poco de salvado en la boca. Prosi
guieron los saqueos y las demoliciones de casas y en la de un no
tario encontraron más de seiscientas botellas que fueron bebidas
o robadasl3.
Estos asesinatos colectivos no son, como se puede ver, inspi
rados por el deseo, por la envidia, como los de nuestros ladrones
y asesinos o como los de los públicos revolucionarios, que, por la
misma época, por indicación de sus periódicos, por la voz de sus
representantes aterrorizados hacían elaborar listas de proscrip
ción o votar leyes de confiscación para apoderarse de los despo
jos de sus víctimas. No; aquéllos no eran inspirados por la ven
ganza, como los asesinatos familiares de los clanes bárbaros, por
la necesidad de castigar crímenes réales o imaginarios, como en
los linchamientos norteamericanos. En todos los tiempos y en to
dos los países, la multitud homicida o saqueadora se considera a
sí misma como justiciera, y la justicia sumarísima que ella
cumple recuerda, especialmente, por la naturaleza vindicativa de
sus penas, y por su crueldad inaudita, incluso por su simbolismo
—como lo muestra el puñado de salvado en la boca del alcalde
Huez— se asemeja y aparenta a la justicia de los tiempos pri
mitivos.
A decir verdad, ¿se puede llamar criminal a una multitud
trastornada p'or la persuasión, que se la ha traicionado y que se
la ha sitiado por hambre y a la que se quiere exterminar? En este
caso, no hay criminal, en general, no hay nada más que el insti
gador o el grupo de instigadores, el autor o los autores de las ca
lumnias que llevan al asesinato. La gran excusa de las multitu
72
des, en sus más abominables excesos, es su prodigiosa credulidad
que recuerda al comportamiento de un hipnotizado. La creduli
dad del público es mucho menor y, por eso, su responsabilidad
es mucho más grande. Una multitud de hombres reunidos es
mucho más crédula que cada uno de ellos por separado; porque
el hecho sólo de tener su atención concentrada sobre un único
objeto, en una especie de monoideísmo colectivo, los acerca al
estado de sueño o de hipnosis, donde el campo de la conciencia,
singularmente reducido, es invadido por entero por la primera
idea que se le ofrezca. De suerte que en ese momento toda afir
mación emitida por una voz decidida y fuerte lleva consigo, por
así decirlo, la prueba que la demuestra. Durante la guerra de
1870, después de nuestros primeros desastres, circuló el rumor,
en muchas comarcas, de que algunos grandes propietarios y al
gunos clérigos enviaban enormes sumas de dinero a los pru
sianos: cien, doscientos mil francos, etc. Esto se ha oído decirlo
de gentes muy honorables y a la vez muy endeudadas, que se ha
brían visto con muchas dificultades para reunir ni siquiera la dé
cima parte de esas cantidades. Algunas de esas personas acusa
das tenían a sus hijos en el frente.
Pues, estas fábulas homicidas, que no debieran de haber en
contrado crédito entre los campesinos, en tanto que ellos viven
dispersos en los campos, pero, reunidos en ferias y en mercados,
de golpe se hicieron crédulos a estas inepcias odiosas y de ellas
constituyó un sangrante testimonio el crimen de Hautefaye.
No solamente las multitudes son crédulas, son, a la vez, lo
cas; varios de los caracteres que hemos observado en ellas, son
comunes con los caracteres que se manifiestan en los internados
en nuestros asilos: hipertrofia del orgullo, intolerancia y falta de
moderación en todo. Como los locos las multitudes van de un
extremo al otro de la excitación y de la depresión, tan pronto he
roicamente furiosas, tan pronto aniquiladas por el pánico. Las
multitudes padecen de verdaderas alucinaciones colectivas: los
hombres reunidos creen ver o creen oír cosas que aisladamente
no verían ni oirían nunca. Y cuando las multitudes se creen per
seguidas por enemigos imaginarios su fe aparece fundada sobre
razonamientos de alienados. Hemos descubierto un ejemplo lla
mativo en Taine. Hacia el fin de julio de 1789, bajo el impacto
de la conmoción nacional, que se había suscitado por todas par
tes, en las calles, en las plazas públicas, en reuniones enfebreci
das, se extendió el rumor, cada vez mas insistente, hasta el punto
de que se divulgó por toda la región del Angoumois, del Péri-
gord, y de la Auvernia: que se estaban reuniendo grupos de diez
mil, veinte mil bandidos; se les había visto, por lo menos, allá en
el horizonte se veía la polvareda que levantaban, y que venían a
asesinarles. «En una parte parroquias enteras, durante la noche,
73
buscan refugio en los bosques, abandonando su casa y llevando
consigo sus muebles.» Más tarde la evidencia apareció clara, no
había nada; y las gentes volvían a sus pueblos y aldeas. Pero en
tonces, los campesinos empezaron a pensar que. todo había sido
consecuencia de persecuciones delirantes y que constataban en sí
mismos un sentimiento de angustia, de origen enfermizo al ima
ginar enemigos para justificarlo. «Puesto que las gentes se han
ido, se decían, es que había un peligro; y si el peligro no venía de
los bandidos, vendría de otra parte»; de otra parte, es decir, de
los supuestos conspiradores. Y de aquí surgieron persecuciones
muy reales.
¿Quiere decir esto que los crímenes colectivos solamente exis
ten de nombre? ¿No sería necesario considerar que los crímenes
individuales tienen sus inspiradores? Esto nos llevaría demasiado
lejos y empujar hasta el límite de la verdad muy relativa, las con
sideraciones que preceden. Cuando la multitud, en un circo ro
mano mediante una señal, para su propio placer, condenaba a
muerte al gladiador vencido, ¿no era en este caso la multitud fe
rozmente homicida, a pesar de las circunstancias atenuantes,
procedentes de la costumbre hereditaria? Por de pronto, hay
multitudes criminales natas y no criminales por accidente, y
otras multitudes tan criminales como los agitadores que ellas
han escogido para que las reúnan: éstas son las multitudes com
puestas de malhechores, a quienes ha reunido una afinidad se
creta y cuya perversidad aumenta mediante la agrupación; és
tos son exaltados hasta tal extremo, que son menos criminales a
decir verdad que locos criminales, por aplicar a la criminalidad
colectiva una expresión tomada de la criminalidad individual. El
criminal alienado, ese loco peligroso y repugnante, que mata o
viola por impulso enfermizo, pero en el cual la enfermedad es
menos la desviación que la exageración de las tendencias de su
carácter normal, de su naturaleza falsa, egoísta y.maligna, se
realiza en grande bajo forma colectiva, cuando, en tiempos re
vueltos, los huidos de presidio se entregan a orgías sanguinarias.
¡Cuánto nos aleja todo esto de los crímenes del público!
El público, cuando es criminal, lo es por interés de partido
más que por venganza, más por cobardía que por crueldad; es
terrorista por miedo, no por un acceso de cólera. Sobre todo es
capaz de complacencia criminal hacia sus jefes, es capaz de ma-
nutengolisme, como dicen los italianos. Pero, ¿a qué viene ocu
parse de crímenes del público, puesto que es la opinión y que, di
gámoslo, una vez más, la opinión es soberana, irresponsable co
mo tal? Es sobre todo, cuando son intentados y no consumados,
cuando pueden ser perseguidos: todavía sólo pueden serlo contra
los publicistas, que los han inspirado o contra los agitadores de
las multitudes que nacidas del público se han entregado a tales
74
tentativas. Ahora bien, por lo que se refiere al público mismo,
permanece en la sombra, inaprensible, a la espera de la hora de
volver a comenzar. No siempre que una multitud comete críme
nes —para comenzar por los parlamentos, multitudes semicorpo-
rativas, que se han mostrado cómplices de tantos déspotas— ,
hay detrás de ella un público que la mueve. Acaso el público
electoral, que ha elegido diputados sectarios y fanáticos, ¿no es
también responsable de sus prevaricaciones, de sus atentados
contra las libertades, contra los bienes, contra las vidas de los
ciudadanos? ¿Acaso no los ha reelegido frecuentemente y no les
ha confirmado de nuevo en su prevaricaciones. Solamente el
público electoral ha sido cómplice de los criminales. Incluso el
público electoral, en apariencia puramente pasivo, en realidad
obra en favor de aquellos que buscan halagarle, a cautivarle.
¡Fue casi siempre en complicidad con un público criminal, desde
la época en que el público comenzaba a nacer, cuando se come
tieron los más grandes crímenes de la historia: la noche de San
Bartolomé, quizás, y, sin duda, las persecuciones contra los pro
testantes bajo Luis XIV, y tantos otros! Los asesinatos de sep
tiembre han recibido la aprobación entusiasta de un cierto públi
co, y sin la existencia, sin las provocaciones de este público, esos
asesinatos no se hubieran producido. En un nivel inferior del de
lito, los fraudes electorales, tal como son practicados corriente y
abundantemente en ciertas ciudades, ¿no son delitos de grupo,
cometidos con la complicidad, más o menos consciente, de todo
un público? Por regla general: detrás de las multitudes criminales
existen públicos más criminales todavía y, a la cabeza de estos
públicos están los publicistas, que son todavía mucho más cri
minales.
La influencia de los publicistas se basa, ante todo, en el cono
cimiento instintivo que poseen de la psicología del público; los
publicistas conocen sus gustos y sus aversiones; que, por
ejemplo, pueda permitirse con el público impunemente un atrevi
miento de imágenes pornográficas, que la multitud no soporta
ría: pues hay en las multitudes teatrales un pudor colectivo
opuesto a los cinismos individuales de las gentes de las que
aquéllas se componen14 y este pudor está ausente en el público
especial de ciertos periódicos. Incluso, se puede decir que hay en
ese público un impudor colectivo constituido por pudores relati
75
vos. Pero, público o multitud, todas las colectividades se aseme
jan en un punto, por desgracia: su deplorable tendencia a sufrir
las excitaciones de la envidia y del odio. Para las multitudes la
necesidad de odiar, corresponde a la necesidad de obrar. Excitar
su entusiasmo no conduce demasiado lejos; pero ofrecerle un
motivo y un objeto de odio, es dar vía libre a su actividad que,
como nosotros lo sabemos bien, es esencialmente destructiva,
siempre que se exprese por medio de actos concretos. De ahí, él1
éxito de las listas de proscripción en todas las revueltas o moti
nes. Lo que reclaman las multitudes encolerizadas es siempre una
cabeza o algunas cabezas. Felizmente, la actividad del público es
menos sensible y se orienta hacia un ideal de reformas o de uto
pías tan fácilmente, como hacia las ideas de ostracismo, de per
secución y de saqueo. Pero, al dirigirse a su malignidad nativa,
sus inspiradores le conducen demasiado fácilmente a los mismos
fines de su maldad. Descubrir o inventar un objeto nuevo y gran
de de odio para uso del público, es todavía uno de los medios
más seguros para convertirse en uno de los grandes reyes del pe
riodismo. En ningún país y en ningún tiempo la apologética ha
tenido tanto éxito como la difamación.
Pero no me gustaría acabar esta reflexión pesimista, de esta
manera, A pesar de todo, me inclino a creer que las profundas
transformaciones sociales de las que somos deudores a la prensa
han sido hechas en el sentido de la unión y de la pacificación fi
nales. Al sustituir o al superponer, tal como lo hemos visto, a los
grandes grupos más antiguos, las nuevas agrupaciones, siempre
más amplias y más masivas, a las que nosotros llamamos públi
cos, no han hecho más que hacer pasar del reino de la moda al
reino de la costumbre, o sea de la influencia de la innovación a la
influencia de la tradición; de esta manera, se reemplazan tam
bién las divisiones precisas y persistentes entre las múltiples va
riedades de asociación humana con sus conflictos sin fin, por
medio de una. segmentación incompleta y variable, con límites in
distintos, en vía de renovación perpetua y de mutua compenetra
ción. Así me parece que es la conclusión de este largo estudio.
Quizá pueda añadir que sería un gran error hacer honor a
las colectividades, incluso, bajo su forma más espiritual del
progreso humano. Porque, en definitiva, toda iniciativa fecunda
sólo puede emanar de un pensamiento individual, independíente
y vigoroso; pues, como lo ha dicho Lamartine, para pensar es
preciso aislarse no solamente de la multitud, sino del público.
Esto es lo que olvidan los grandes aduladores del pueblo tomado
en conjunto, sin darse cuenta de una especie de contradicción,
que aparece implicada en sus alabanzas apologéticas. Porque los
aduladores no dan testimonio, en general, tanto de admiración
por las grandes obras, por así decirlo, anónimas y colectivas, co
76
mo para expresar su desprecio por los genios individuales distin
tos del suyo. También es preciso señalar que estos célebres admi
radores de las multitudes solas, denigradores al mismo tiempo de
todos los hombres, en particular, han sido muy pródigos en or
gullo. Ninguno, aparte de Wagner, si no es Víctor Hugo, des
pués de Chateaubriand, quizás, y de Rousseau, no ha profesado
la teoría según la cual «el pueblo es la fuerza eficiente de la obra
de arte» y «el individuo aislado no sería capaz de inventar nada,
sino solamente de apropiarse una invención común». No se trata
solamente de estas admiraciones colectivas, que no cuestan nada
al amor propio de nadie, como de sátiras impersonales que no
ofenden a nadie, porque están dirigidas a todo el mundo indis
tintamente.
El peligro de las nuevas democracias está en la dificultad cre
ciente para los hombres de pensamiento de escapar a la obsesión
y a la agitación fascinadora. Es muy peligroso descender en una
campana de inmersión en un mar muy agitado. Las individuali
dades dirigentes, que nuestras sociedades contemporáneas ponen
de relieve, son cada vez más los escritores que viven en continuo
contacto con ellas; y la poderosa influencia que ejercen, prefe
rible seguramente a la ceguedad de las multitudes acéfalas, cons
tituye ya un desmentido infligido a la teoría de las masas creado
ras. Pero esto no es bastante y, como no basta difundir por to
das partes una cultura media, sino que es preciso, ante todo, lle
varla siempre más alta la cultura más elevada, se puede, con
Sumner Maine, preocuparse ya de la suerte, que les será depara
da en el porvenir a los últimos in te le c tu a le s , cuyos servicios a lar
go plazo no sean menos sobresalientes. Lo que impide que las
montañas sean aplanadas y transformadas en tierras de labor, en
viñas o en prados de alfalfa, por las poblaciones montañesas, no
es solamente el sentimiento de los servicios prestados por esos re
servados de agua naturales; es simplemente la solidez de sus pi
cos, la dureza de la sustancia que los componen, demasiado cos
tosa de dinamitar. Lo que preservará de la destrucción y del ni-
velamiento democrático a las cimas intelectuales y artísticas de la
humanidad no será, yo lo creo, el reconocimiento por el bien que
el mundo les debe, la justa valoración del coste de sus descubri
mientos. ¿Qué será, pues...? Yo quiero creer que será su fuerza
de resistencia. ¡Cuidado con ellas [las cimas) si ellas acaban por
dispersarse!
77