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Capítulo 1

MESOAMÉRICA ANTES DE 1519


Los primeros capítulos de la historia de América Latina corresponden a quienes
la habitaban antes de sus primeros contactos con los europeos. Esto se cumple es-
pecialmente en Mesoamérica.1 México, Guatemala, El Salvador, Honduras y, en
menor grado, Nicaragua y Costa Rica, así como Ecuador, Perú y Bolivia en los An-
des Centrales, tienen raíces profundamente arraigadas en el subsuelo de sus civili-
zaciones precolombinas. Los objetivos de este capítulo son, en primer lugar, esbo-
zar sucintamente el desarrollo de los pueblos y las altas culturas de Mesoamérica
antes del establecimiento de los mexicas (aztecas) en el valle de México (1325); en
segundo lugar, examinar los rasgos principales de la organización política y socioe-
conómica, y las realizaciones artísticas e intelectuales conseguidas durante el período
de dominación de los mexicas (aztecas) en los siglos xrv y xv; y, por último, pre-
sentar una visión de la situación predominante en Mesoamérica, en vísperas de la
invasión europea (1519).

Situada entre las sólidas masas continentales de América del Norte y del Sur, Me-
soamérica (es decir, la zona donde se desarrolló con altibajos la alta cultura y que,
al tiempo del contacto con los españoles, alcanzó una superficie de cerca de 900.000
km2), tiene un variado carácter ístmico, con diversos rasgos geográficos, como los
golfos de Tehuantepec y Fonseca, en la costa del Océano Pacífico, la península de
Yucatán y el golfo de Honduras, en la costa del Caribe. Esta área, en la que se

1. Algunos especialistas alemanes, en particular Eduard Seler (1849-1922), introdujeron hace


más de 70 años la expresión Mittel Amerika para connotar el área donde florecieron las altas cul-
turas indígenas en México central y meridional. Muchos años después, en 1943, Paul Kirchhoff en
su «Mesoamérica: sus límites geográficos, composición étnica y caracteres culturales», Acta An-
tropológica, I, Escuela Nacional de Antropología, México, 1943, pp. 92-107, concentró la aten-
ción sobre los límites geográficos de lo que él llamó mesoamérica. Mesoamérica es más que un con-
cepto geográfico. Hace relación también al área donde altas culturas y civilizaciones indígenas se
desarrollaron y desplegaron en varías formas y diferentes períodos. En la época de la invasión euro-
pea, en 1519, sus fronteras septentrionales eran el río Sinaloa por el noroeste y el Panuco por el
noreste, al mismo tiempo en la parte centro-norte ésta se extendía más allá de la cuenca del río Lerma.
Sus límites meridionales eran el río Motagua que desembocaba en el golfo de Honduras en el Ca-
ribe, la ribera sur del lago Nicaragua, y la península Nicoya en Costa Rica.
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desarrollaron las altas culturas, muestra probablemente una mayor diversificación


geográfica y ecológica, que cualquier otra región de parecida extensión en todo el
planeta. La región tiene una historia geológica compleja. En especial, las montañas
de reciente formación y actividad volcánica, que incluyen dos ejes volcánicos (uno
que recorre en dirección este-oeste a lo largo de los límites meridionales del valle
de México y el otro que sigue la dirección noroeste-sudeste, a través de México y
América Central) han jugado un papel importante en la formación de diversas re-
giones naturales. Aunque Mesoamérica está situada dentro de los trópicos, la com-
plejidad de su relieve y la variedad de sus formaciones en suelos, los sistemas flu-
viales, junto con los efectos de las corrientes oceánicas y los vientos, tienen como
resultado una diversificación de climas, vegetación y vida animal. Tal diversifica-
ción está mucho más marcada en las cuencas de los ríos, tales como el Panuco, Coat-
zacoalcos, Grijalva, Usumacinta, Hondo, Motagua, Lerma-Santiago y Balsas, y en
las zonas de los lagos del Valle de México o Patzcuaro, en Michoacán; y ello sin
restar importancia al hecho de que los cambios culturales más importantes de Me-
soamérica se hayan producido en estas regiones. Las verdaderas zonas tropicales de
Mesoamérica comprenden las tierras bajas, bien regadas, de Veracruz y Tabasco;
la península de Yucatán, cubierta por el monte bajo; la región caribeña de bosque
lluvioso en América Central; las llanuras costeras del Pacífico y las regiones cen-
trales y meridionales de México (Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Michoacán, Colima)
y Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, junto con la península de Nicoya
y la provincia de Huanacazte, en Costa Rica. Las principales regiones de las tierras
altas, es decir de las sierras (las tierras altas de América Central, la Sierra Madre
del sur, así como algunas zonas de las Sierras Madre occidental y oriental, y los ejes
volcánicos transversales) y las dos grandes mesas o mesetas meridionales y centra-
les, aunque caen dentro de los trópicos, son templadas en cuanto al clima y la ve-
getación. La amplia región al norte de Mesoamérica, entre la meseta central y la ac-
tual frontera de México con Estados Unidos es, desde el punto de vista ecológico,
muy diferente, y en muchos aspectos parecida a los grandes desiertos de América
del Norte. La vegetación se reduce, por lo general, a una variedad de cactus y al-
gunos grupos de arbustos, yucas o palmitos y, cercanos a arroyos intermitentes, los
árboles que se conocen con el nombre de mesquites. En una época la alta cultura se
difundió de forma atenuada hacia algunas regiones de la meseta norte (como en La
Quemada y Calchichuites, en Zacatecas). Sin embargo, en general, el árido norte
siguió siendo el hogar permanente de los fieros chichimecas, los que en distintas oca-
siones amenazaron la existencia de los asentamientos septentrionales de Mesoa-
mérica.

LAS PRIMERAS CIVILIZACIONES DE MESOAMÉRICA

La prehistoria remota, en el caso de las Américas, comienza en torno a 35.000


a . C , cuando aparentemente el hombre alcanzó el continente a través del estrecho
de Bering. Existen pruebas que indican una probable presencia del hombre en lo que
actualmente es México, alrededor de 20.000 a.C. No obstante, los restos humanos
más antiguos que se han descubierto en el yacimiento de Tepexpan, a unos 40 km
al nordeste de Ciudad de México, se han fechado no antes de 9000 a.C. Durante un
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largo período, habitaron únicamente la región grupos de recolectores y cazadores.


Tendrían que transcurrir todavía tres o cuatro milenios para que el hombre iniciase
en Mesoamérica el proceso que culminaría en la agricultura, en torno a 5000 a.C.
Hallazgos hechos en algunas cuevas, en el interior de la Sierra de Tamaulipas y en
Cozcatlán, Puebla, muestran cómo, poco a poco, los primeros recolectores inicia-
ron el cultivo de la calabaza, el chile, las judías (fríjoles) y el maíz. La producción
de cerámica comenzó mucho más tarde, alrededor de 2300 a.C. En varias zonas de
México meridional y central, y en América Central empezaron a proliferar aldeas
de agricultores y ceramistas. Algunas de estas aldeas, probablemente las que se asen-
taron en los mejores habitáis, como en las riberas de los arroyos o cerca del mar,
experimentaron un temprano crecimiento de la población. Los habitantes de las al-
deas se dispersaron en un amplio territorio, diferenciándose con frecuencia desde
los puntos de vista étnico y lingüístico. Entre todos ellos, se destacó muy pronto un
grupo en particular. Los indicios arqueológicos demuestran que empezaron a pro-
ducirse una serie de cambios extraordinarios, en torno a 1300 a . C , en un área pró-
xima al golfo de México, al sur de Veracruz y el estado vecino de Tabasco. Esta área
se ha conocido desde la época precolombina como «La Tierra del Caucho», Olman,
tierra de los olmecas.
Las excavaciones hechas en centros olmecas, como Tres Zapotes, La Venta, San
Lorenzo y otros han revelado grandes transformaciones culturales. El mayor cen-
tro, La Venta, se construyó en un islote, pocos metros sobre el nivel del mar, en
una zona pantanosa, cerca del río Tonalá, a 16 km de su desembocadura en el gol-
fo de México. Aunque no se dispone de canteras en más de 60 km de distancia, se
han descubierto numerosas esculturas colosales (algunas de unos tres metros de al-
tura) y otros monumentos.
En La Venta, como en otros yacimientos olmecas, empezó a desarrollarse una
clase de protourbanismo. Los agricultores que se asentaron en las cercanías de La
Venta habrían experimentado probablemente, junto con un aumento de población,
diversos estímulos que les inclinarían a abandonar sus antiguos modos de subsisten-
cia. Sus realizaciones hacen presuponer asimismo la existencia de cambios en sus
organizaciones socioeconómicas, políticas y religiosas.
Por lo que sabemos, dentro de Mesoamérica, los olmecas fueron los primeros en
erigir grandes complejos de edificios, principalmente con fines religiosos. Así, el
centro de La Venta, hábilmente proyectado, incluía pirámides de barro, túmulos lar-
gos y circulares, altares tallados en piedra, grandes cajas de piedra, hileras de co-
lumnas basálticas, tumbas, sarcófagos, estelas, colosales cabezas de basalto y otras
esculturas más pequeñas. La existencia de amplias plazas parece indicar que las ce-
remonias religiosas se realizaban al aire libre. Máscaras de jaguar, formadas de mo-
saico verde, concebidas probablemente como ofrendas y luego cubiertas de arcilla
y adobe, se han encontrado bajo el suelo, a modo de antiguo pavimento, en algu-
nos de esos espacios abiertos situados frente a los edificios religiosos. Lo que se po-
dría denominar creaciones artísticas incluía también muchas piezas hechas en jade,
figurillas, collares y otros objetos en cuarzo tallado y pulido, obsidiana, cristal de
roca y serpentina. De todo ello cabe inferir una división del trabajo. Mientras mu-
chos individuos continuaban con la agricultura y otras actividades de subsistencia,
otros se especializaron en distintas artes y artesanías, proporcionaron la defensa del
grupo, realizaron empresas comerciales, se dedicaron al culto a los dioses o inter-
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vinieron en el gobierno, que estaba probablemente en manos de los jerarcas reli-


giosos.
Los olmecas adoraban a un dios-jaguar omnipotente. Elementos relacionados con
el simbolismo de lo que más adelante sería el dios de la lluvia en Mesoamérica, pro-
vendrían probablemente de la máscara de ese dios-jaguar. Las estelas y otros mo-
numentos muestran distintas representaciones de pájaros fantásticos, frecuentemente
relacionados con los jaguares, las serpientes o los seres humanos. Las ofrendas en-
contradas en tumbas son una clara evidencia de un culto a la muerte, junto con creen-
cias en el más allá. Los comienzos del calendario y de la escritura en Mesoamérica
debieron estar vinculados probablemente a los olmecas que vivieron a lo largo de
la costa del Golfo, aunque sea Oaxaca (en el interior, en sitios de influencia olme-
ca) donde se han descubierto los primeros vestigios de estas realizaciones.
Todo esto, unido al hecho de la temprana difusión de elementos olmecas en di-
ferentes lugares, algunos alejados de los centros de origen, parece confirmar el ca-
rácter de una alta cultura madre. La influencia de los olmecas —probablemente a tra-
vés del comercio y quizá también por una suerte de impulso religioso «misionero»—
se manifiesta en muchos yacimientos en el área cercana al golfo de México, y tam-
bién en la Meseta Central, en Oaxaca, en la tierra de los mayas y en la parte occi-
dental de México (Guerrero y Michoacán). Allí estaban los antecedentes del perío-
do Clásico de Mesoamérica.
Las extraordinarias innovaciones culturales de los olmecas no significaron la des-
aparición de ciertas limitaciones notables que continuaron afectando el desarrollo de
los distintos pueblos de Mesoamérica. Éstas incluían, en primer lugar, la permanente
ausencia de cualquier aplicación utilitaria de la rueda, con sus múltiples consecuen-
cias, como por ejemplo, en el transporte y la alfarería; en segundo lugar, la ausen-
cia (hasta 950 a . C , aproximadamente) de cualquier forma elemental de metalurgia.
Ésta se recibió de los Andes, a través de América Central. Por último, la ausencia
de animales susceptibles de domesticación: no había ni caballos, ni gatos y, excep-
to los pavos (utilizados para comer), únicamente los perros pelones mexicanos eran
la compañía del hombre en su vida cotidiana, y en la ultraterrena, cuando se sacri-
ficaban para acompañar a sus dueños a la Región de los Muertos.
Sin embargo, estas y otras limitaciones no fueron obstáculos insalvables para un
desarrollo ulterior en los grupos de Mesoamérica. La influencia de los olmecas em-
pezó a sentirse hacia 600 a . C , en lugares como Tlatilco, Zacatenco y otros, cerca
de lo que siglos más tarde sería la Ciudad de México. Procesos paralelos tuvieron
lugar en otras regiones de Mesoamérica central y meridional. La agricultura se ex-
tendió y se diversificó; entre otras cosas, se cultivó algodón con éxito. Las aldeas
crecieron y surgieron núcleos más grandes.
Teotihuacan, la «metrópoli de los dioses», es el mejor ejemplo de la culminación
de la civilización clásica en la Meseta Central. Las investigaciones arqueológicas que
se han realizado allí han revelado no sólo la existencia de un gran centro ceremo-
nial, sino todo lo que supone la idea de una ciudad. Y esto no ocurrió de la noche
a la mañana. Se necesitaron varios siglos, con generaciones de sacerdotes y arqui-
tectos, para proyectar, realizar, modificar, ampliar y enriquecer lo que quizá se con-
cibió originalmente como una metrópoli que existiera para siempre. Junto a las dos
grandes pirámides y el Templo de Quetzalcóatl se han descubierto otros recintos,
palacios, escuelas y distintos tipos de edificaciones. Los extensos barrios, donde te-
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nían sus hogares los miembros de la comunidad, rodeaban el centro religioso y ad-
ministrativo, que era más compacto. Las avenidas y calles estaban empedradas y ha-
bía también un sistema de alcantarillado de buen trazado. Las pirámides, los tem-
plos, los palacios y la mayoría de las casas de los gobernantes o miembros de la
nobleza estaban ornamentadas con pinturas murales, en las que se representaban dio-
ses, pájaros fantásticos, serpientes, jaguares y diversas plantas.
La metrópoli de Teotihuacan que, en su cénit, hacia el siglo v o vi d.C. se exten-
dió alrededor de veinte kilómetros cuadrados, tenía una población de, al menos, 50.000
habitantes. Las diferencias de status relacionadas con la división del trabajo, la exis-
tencia de un ejército eficaz, una agricultura extensiva y un comercio bien organizado,
que se efectuaba con lugares distantes, son algunas de las realizaciones que se pueden
atribuir a la estructura socioeconómica de Teotihuacan. Muchos vestigios de esta in-
fluencia, localizados en varios yacimientos distantes, como en Oaxaca, Chiapas e in-
cluso en las tierras altas de Guatemala, parecen indicar que Teotihuacan era el centro
de un gran reino o de una confederación de diferentes pueblos. Muchos de los com-
ponentes de la clase dirigente hablaban probablemente la lengua náhuat, una forma ar-
caica del náhuatl, que sería, siglos más tarde, la lengua oficial de los mexicas o aztecas.
En Teotihuacan se adoraba a varios dioses que serían después invocados por otros
pueblos de lengua náhuat: Tláloc y Chalchiuhtlicue, dios de la lluvia y diosa de las
aguas terrestres, respectivamente; Quetzalcóatl, la serpiente emplumada; Xiuhtecuh-
tli, el señor del fuego; Xochipilli, príncipe de las flores. Como en el caso de otras
instituciones, el arte que floreció en Teotihuacan iba a influir, en varias formas, sobre
otros pueblos de Mesoamérica.
Paralelamente al desarrollo de Teotihuacan, aparecieron civilizaciones en otras
regiones de Mesoamérica. Uno de los primeros ejemplos se ofrece en el yacimien-
to de Monte Albán, en la región central de Oaxaca, cuyos orígenes pueden remon-
tarse hacia 600 d.C. Allí, junto al centro religioso construido en la cima de una co-
lina, numerosas estructuras, que son visibles desde las laderas, indican la existencia
de un asentamiento urbano bastante grande. Formas de escritura más complejas, con
fechas, topónimos y signos jeroglíficos, son elementos que aparecen en varias ins-
cripciones y constituyen asimismo una prueba del alto nivel cultural alcanzado por
los zapotecas, quienes construyeron Monte Albán y gobernaron a muchos otros gru-
pos en lo que actualmente es Oaxaca.
Los mayas habitaban la península de Yucatán, las tierras bajas y las tierras al-
tas de los estados de Tabasco, Chiapas, de Guatemala, Belice y regiones de El Sal-
vador y Honduras. Gracias a la arqueología, tenemos noticia de más de cincuenta
centros mayas de una importancia considerable, que fueron habitados durante todo
el período Clásico. Algunos de los más célebres son Tikal, Uaxactún, Piedras Ne-
gras y Quiriguá en Guatemala; Copan en Honduras; Nakum en Belice; Yaxchilán,
Palenque y Bonampak en Chiapas; Dzibilchaltún, Coba, Labná, Kabah y las primeras
fases de Uxmal y Chichén-Itzá en la península de Yucatán.
Se han expuesto argumentos a favor y en contra de la naturaleza urbana de los
centros mayas. Hoy en día, se reconoce generalmente que los asentamientos esta-
blecidos en las riberas de los ríos, como los que se encuentran cerca del Usumacinta
o, en general, en un área de denso bosque tropical, comprendían no sólo santuarios
para el culto de los dioses y palacios para los jefes religiosos, sino también barrios
donde residía la gente.
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Desde el punto de vista político, parece que algunos de estos centros urbanos es-
taban asociados según varios tipos de «confederaciones» o «reinos». En la sociedad
clásica maya coexistieron dos estratos claramente diferenciados: el pueblo llano o
plebeyos (en su mayoría, dedicados a la agricultura y a realizar diversos servicios
personales) y el grupo dominante, compuesto por los gobernantes, los sacerdotes y
los guerreros de alto grado. Hay que atribuir a los sacerdotes y sabios las extraor-
dinarias creaciones artísticas. En este sentido, hay que destacar la arquitectura, re-
presentada por la bóveda falsa, la escultura, especialmente los bajorrelieves, y las
pinturas murales, como las célebres de Bonampak, en Chiapas. Miles de textos je-
roglíficos, inscritos sobre las estelas de piedra, escalinatas, dinteles, pinturas, ce-
rámica, y libros o códices confirman que los sacerdotes mayas poseían una cultura
sumamente compleja. Sabemos además que los mayas clásicos tenían varios tipos de
calendarios de gran precisión. Asimismo, tenían un concepto y un símbolo para el
cero, quizá heredados de los olmecas, varios miles de años antes de que los hindúes
hubieran desarrollado la idea. Cualquiera que logre descifrar completamente la es-
critura maya, descubrirá un universo de ideas y símbolos, el meollo del universo
maya. Por ahora, podemos afirmar, al menos, que la civilización en la Mesoaméri-
ca clásica, de la que parte cualquier desarrollo posterior, alcanzó su apogeo con los
mayas.

Los intentos de explicar lo que ocurrió a los mayas, zapotecas, teotihuacanos y,


en general, a los que dieron origen y promovieron la civilización durante el perío-
do Clásico, son todavía meras hipótesis. La decadencia y el abandono final de las
magníficas metrópolis antiguas, entre los siglos vn y x, se produjeron probablemen-
te de formas distintas. Las evidencias arqueológicas parecen indicar un derrumba-
miento repentino en el caso de Teotihuacan. ¿Se incendió la ciudad, como indican
algunos restos existentes de muros, vigas y otros fragmentos de madera? ¿O bien,
esta destrucción fue efectuada por fuerzas exteriores que, quizás, comprendiendo que
la decadencia ya había comenzado, decidieran tomar posesión de las fértiles tierras
del valle? ¿O tal vez, la ruina de la ciudad fue una consecuencia de las luchas in-
ternas, tanto políticas como religiosas? ¿O simplemente, como algunos autores han
reiterado, el abandono de la metrópoli fue un efecto de los cambios climáticos re-
lacionados con la deforestación y la desecación de los lagos, consecuencia de los pro-
cesos naturales o de la propia acción humana?
Mientras parece que Teotihuacan llegó a un rápido final, hacia 650 d.C., se sabe
que la ciudad zapoteca construida en Monte Albán, Oaxaca, entró en un período de
prolongada decadencia antes de que también fuera abandonada. En el caso de los cen-
tros mayas, parece como si hubiese llegado un momento irrevocable, cuando los sa-
cerdotes dejaron de erigir más estelas. Entonces, quizá durante un cierto período,
las ciudades antiguas empezaron a quedar desiertas gradualmente. No existen señales
de ataques exteriores o de una posible destrucción por incendios. Los centros fue-
ron abandonados, y sus habitantes buscaron otros lugares para establecerse. Sería
difícil probar que esto se debió a un cambio climático brusco y generalizado, a un
colapso de la agricultura o a epidemias universales.
Conjeturas aparte, queda el hecho de que el período comprendido entre 650 y 950
d.C. marcó la caída de las civilizaciones clásicas en Mesoamérica. No obstante, la
desolación no significó la muerte de las altas culturas en esta parte del Nuevo Mundo.
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Hoy en día, sabemos que otros pueblos heredaron y desarrollaron muchas de las rea-
lizaciones clásicas, algunas dignas de particular mención ya que iban a influir en la
siguiente evolución cultural de los habitantes de Mesoamérica. No pocas de esas rea-
lizaciones sobrevivieron a la conquista española, y todavía constituyen ingredien-
tes de la cultura de muchos pueblos en México y América Central.
Unos de los rasgos principales del legado clásico fue el urbanismo. Ninguna ciu-
dad se construyó sin la existencia de un núcleo en el que destacaban los elementos
jerárquicos religiosos. Los templos y palacios estaban circundados por espacios abier-
tos. Como las tradiciones y la enseñanza formal correspondían a los jefes religio-
sos, las escuelas comunales tenían que erigirse en los distintos barrios de la ciudad.
Otro establecimiento importante era el mercado, lugar que servía no sólo para comer-
ciar, sino para reunir a la gente. Las viviendas del pueblo llano, que estaban muy dis-
persas, formaban amplios barrios alrededor de la parte central de la ciudad. La ma-
yoría de los habitantes poseían, además de una casa con un solo piso, un pequeño
terreno donde cultivaban algunos vegetales. Los mesoamericanos amaban todo tipo de
plantas. Así pues, muchas de sus ciudades, vistas de lejos, parecían como una combi-
nación de bosquecillos y jardines, salpicados con techos de paja aquí y allá, los tem-
plos pintados y los palacios elevados entre la capa verde del paisaje circundante. Esta
forma de urbanismo sigue siendo típica de Mesoamérica. Un ejemplo extraordinario
recibió a los conquistadores en la metrópoli azteca de México-Tenochtitlan.
Como en los modelos de la vida urbana, asimismo en la esfera del arte encon-
tramos más tarde la fuerte influencia del período Clásico, y lo mismo sucede con
las creencias fundamentales y las formas de culto. Una explicación satisfactoria de
la aparición, a veces idéntica, de mitos, ritos y dioses en grupos diferentes que vi-
vieron en el período Postclásico, puede tal vez darse pensando en un posible origen
común, como parte del legado clásico. Otros elementos culturales pertenecientes a
la misma herencia fueron el calendario, la escritura jeroglífica, los conocimientos
astronómicos y astrológicos, una visión del mundo, formas elementales de organi-
zación socioeconómica, política y religiosa, la institución del mercado y un tipo de
comercio que llegaba a apartadas regiones.
Entre los pueblos que se beneficiaron de este legado cultural, algunos ejercieron
un poder considerable hasta la llegada de los españoles. En cambio, existían muchos
otros grupos en el norte, más allá de los territorios dominados por Teotihuacan. Al-
gunos ya practicaban la agricultura en un grado limitado, como los actuales coras,
huicholes, tepehuanos, cahitas y pimas del noroeste de México. Más allá del área
que habitaban había otros grupos, algunos de desarrollo especialmente escaso, como
los que pertenecían a la familia lingüística de los hokan, y otros que habían alcan-
zado niveles más avanzados, como los denominados indios pueblos del actual Nue-
vo México y parte de Arizona.
La arqueología muestra que los teotihuacanos ejercieron, al menos indirectamen-
te, cierta influencia sobre algunos de estos grupos. Esto parece ser cierto en el caso
de los indios pueblos, los más adelantados en los inmensos territorios del norte de
México. Asimismo, existen pruebas de la presencia de algunos grupos relacionados
culturalmente, y quizá también políticamente, con Teotihuacan, los cuales se esta-
blecieron en el norte, como puestos avanzados, para proteger la frontera de las in-
cursiones de los denominados generalmente chichimecas, «bárbaros» seminómadas,
recolectores y cazadores.
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Los que más tarde se llamarían toltecas estuvieron tal vez entre los colonizado-
res de los puestos avanzados. Cuando llegaron a conocer la caída de Teotihuacan,
parece que decidieron «regresar», como indican los textos nativos, a la tierra de su
origen cultural, es decir, México Central. Varios testimonios relatan su deambular
antes de que alcanzasen las pequeñas ciudades todavía habitadas por gentes de ori-
gen teotihuacano. Los toltecas se instalaron finalmente en Tula, un lugar situado a
unos 80 km al norte de la actual Ciudad de México. Tula o Tollan significa, en rea-
lidad, «metrópoli», y esto era lo que precisamente los toltecas estaban a punto de
construir.
La figura principal en la historia de los toltecas es el célebre Quetzalcóatl, una
especie de héroe cultural, cuyo nombre procede de un dios (la serpiente empluma-
da), a quien se había rendido culto desde los tiempos de Teotihuacan. Varios anti-
guos libros y textos indígenas, escritos en náhuatl, relatan su presagiado nacimien-
to, su vida y hazañas. Se dice que, cuando Quetzalcóatl era todavía joven, se retiró
a Huapalcalco, un antiguo asentamiento de los teotihuacanos, para dedicarse a la me-
ditación. Allí fue escogido por los toltecas para que fuese su gobernante y sumo sa-
cerdote. Se construyeron palacios y templos, y muchos pueblos aceptaron el gobierno
de Quetzalcóatl (el dios y el sacerdote). La causa que condujo al final de la edad do-
rada de los toltecas y el derrumbamiento final de Tula hacia el 1150 no está del todo
clara. Sin embargo, la decadencia de los toltecas significó la difusión de su cultura
y su penetración en varios pueblos alejados. La presencia de los toltecas se recogió
en anales como los de los mixtecas de Oaxaca y los mayas de Yucatán y Guatemala.
Los mixtecas sucedieron a los zapotecas en el valle de Oaxaca tras su decaden-
cia cultural y política. Podemos atribuirles la fundación de nuevas ciudades, como
Tilantongo y Teozacualco, así como la reconstrucción parcial de las famosas ciudades
y fortalezas zapotecas. También sobresalieron en las artes, especialmente como jo-
yeros. El trabajo realizado con metales como el oro, la plata, el cobre y, en menor
grado, el estaño, se introdujo en Mesoamérica en torno a 950 d.C. Los mixtecas son
asimismo conocidos por sus libros de contenido histórico. Algunos de éstos nos han
llegado con antecedentes que nos trasladan hasta 692 d.C.2
Los mayas no habían recobrado su antiguo esplendor. No obstante, algunos pe-
queños reinos —quiche y cakchiquel en las tierras altas de Guatemala, Uxmal y
Chichén-Itzá, Mayapán y Tulum en la península de Yucatán— manifestaron ciertos
signos de prosperidad. La llegada de grupos de origen tolteca a Yucatán y Guate-
mala contribuyó a este renacimiento. Los que penetraron en Guatemala eran segui-
dores de Gucumatz, la traducción al quiche y cakquichel del nombre de Quetzalcóatl.
En Yucatán el jefe que guiaba a los invasores se llamaba Kulkucán, palabra que tiene
la misma connotación. Estos nuevos Quetzalcóatl estaban más inclinados hacia lo mi-
litar que lo religioso. En Guatemala —según el libro sagrado de los quichés, el Po-
pol Vuh—, Gucumatz y sus partidarios se impusieron a los mayas. De este modo, se
produjo una nueva mezcla de pueblos y culturas. Los guatemaltecos se convirtieron
en gentes toltequizadas en varios grados. En Yucatán sucedió algo parecido. Se creó
una llamada «Liga de Mayapán», que comprendía esta ciudad y las de Chichén-

2. En una publicación postuma del estudioso mexicano, Alfonso Caso, se ofrece un análisis de
los contenidos de diversos libros originales mixtecas que contenían un buen número de biografías
de gobernantes y miembros de la nobleza desde el año 692 d.C. hasta el 1515 d.C. Reyes y Reinos
de la Mixteca, 2 vols., México, 1977-1978, II.
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Itzá y Uxmal. La influencia tolteca fue tan intensa allí, que en el postclásico de
Chichén-Itzá se construyeron pirámides y otros templos y palacios que imitaban a
los de la metrópoli de Tula. Sin embargo, ni la nueva sangre ni los elementos cul-
turales que habían llegado a la Meseta Central de México produjeron un renacimiento
en el mundo maya. Su destino era sobrevivir, pero sin esplendor, hasta los días de
la conquista española, que en Guatemala se consumó en 152S y en Yucatán en 1546.
El abandono final de Tula, como había sucedido antes con el derrumbamiento de
Teotihuacan, facilitó la entrada en el valle de México de grupos procedentes del otro
lado de la frontera norte de Mesoamérica. En este tiempo, los «bárbaros» chichimecas
fueron los primeros que penetraron en los que habían sido dominios de los toltecas.
Diversos textos nativos describen lo sucedido. Los chichimecas, cuando intentaron
tomar posesión de los ricos territorios abandonados, se enfrentaron a algunos gru-
pos y familias toltecas que todavía permanecían allí. Aunque los primeros contac-
tos no fueron nada amistosos, poco a poco las cosas fueron mejorando. Varias fuentes
documentales indican la existencia de procesos de aculturación.3 Los recolectores
y cazadores empezaron a establecerse en las cercanías de las antiguas ciudades tol-
tecas. Los chichimecas dominaron desde el punto de vista político y militar. Sin em-
bargo, la alta cultura tolteca influyó sobre ellos profundamente. Al principio de mala
gana y con complacencia más tarde, los chichimecas aceptaron la agricultura, la vida
urbana, la religión tolteca, el calendario y el arte de escribir.
A finales del siglo xm, existían nuevos estados o señoríos en México Central.
Algunos eran resultado de una especie de renacimiento de las ciudades toltecas, o
incluso de origen teotihuacano. Otros eran estrictamente nuevas entidades en las que
las culturas de chichimecas y toltecas se habían mezclado. Esta era la situación en
el interior del valle de México y en sus inmediaciones, cuando llegaron otros gru-
pos procedentes del norte. Por entonces, los recién venidos no hablaban la lengua
de los chichimecas, sino el náhuatl, que habían hablado los toltecas y buen número
de teotihuacanos. Los distintos grupos nahuas —las llamadas «Siete Tribus»— recor-
daban, en algunos aspectos culturales, a los toltecas que habían vivido anteriormente
en los puestos de avanzada, en la frontera septentrional de Mesoamérica. Los tex-
tos que algunos de ellos nos han legado, como los tlaxcalnos y los mexicas (azte-
cas), repiten frecuentemente: «[Nosotros] estamos regresando del norte, volvemos
a donde solíamos vivir».
La penetración azteca, o, como se suele calificar, su «peregrinaje», tuvo que su-
perar numerosos obstáculos. Muchos fueron los apuros, las persecuciones, los ata-
ques y demás adversidades a las que tuvieron que hacer frente antes de instalarse
finalmente en la isla de Tenochtitlan, en la región de lagos que cubrían gran parte
del valle de México. Esto sucedía, de acuerdo con varias fuentes, en 1325.

LOS MEXICAS (AZTECAS)

Una de las realizaciones más notables de los mexicas, en el cénit de su evolu-


ción política y cultural (unos 60 años antes del contacto con los europeos), fue for-

3. Véase Miguel León-Portilla, «La aculturación de los Chichimecas de Xótotl», Estudios de


Cultura Náhuatl, Universidad Nacional de México, vol. VII, 1968, pp. 39-86.
12 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

jarse una imagen de sus propios orígenes, su desarrollo e identidad. Alrededor del
1430, su soberano, el rey Itzcóatl, ordenó que se quemaran todos los libros antiguos,
tanto los anales como los libros de contenido religioso, debido a que: «No es nece-
sario que el pueblo conozca estos escritos: el gobierno sería difamado, y sólo ser-
virían para difundir la hechicería porque contienen muchas falsedades».4 En su lu-
gar se desarrolló e impuso una nueva tradición que transmitía una imagen del pasado
que se ajustaba a las necesidades e ideales del grupo, cuyo dominio estaba en pro-
ceso de rápida expansión. Consultando las fuentes de origen mexica, podemos re-
construir la nueva imagen que presentaba su élite.
Los mexicas son explícitos acerca de la clase de existencia que tenían que soportar
en Aztlan Chicomóztoc, el lugar de donde decían ser originarios. Sus descripciones
revelan que, en Aztlan (o de cualquier forma, antes de su entrada en el valle de Mé-
xico), poseían numerosos rasgos de la cultura mesoamericana (una afirmación que
confirman los datos arqueológicos). Un factor importante es que, en su lugar de ori-
gen, estaban sometidos a un grupo dominante. Describen ellos a dicho grupo como
el de los tlatoque (gobernantes) y pipiltin (nobles) de Aztlan Chicomóztoc. Los me-
xicas se refieren a ellos mismos como macehualtin (plebeyos, con la connotación de
siervos). Estaban ellos obligados a trabajar para los tlatoque y a pagarles tributos.
Los mexicas abandonaron Aztlan Chicomóztoc y a sus antiguos gobernantes por-
que ya estaban cansados de ellos. El sacerdote Huitzilopochtli tuvo que comunicarles
que su dios Tetzahuiü Teotl (una manifestación de Tezcatlipoca, el Espejo Humeante)
les había buscado un lugar privilegiado. La intención era liberar a «su pueblo» de
la opresión y darles la prosperidad. El dios había anunciado que «allí [en el lugar
prometido] os convertiré en pipiltin y tlatoque de todos los que habitan la tierra ...
Vuestros macehualtin os pagarán tributos».3 Tan simple como parece, los relatos y
pinturas mexicas describen cómo, poco a poco, la profecía se cumplió. El sacerdo-
te a través del cual el dios habló, se deificó a sí mismo. Los atributos que Huitzilo-
pochtli y Tezcatlipoca muestran una sorprendente similitud iconográfica como, por
ejemplo, en las representaciones halladas en los códices Borbónico y Matritense. Se
desarrolló un ciclo completo de cantos y mitos, que evocaban las proezas de Huit-
zilopochtli, desde el anuncio de su nacimiento, su victoria sobre los Cuatrocientos
Guerreros del Sur, haberse apropiado de los destinos de ellos en favor de su pue-
blo, su identificación con el Sol, entendido como el «Dador de la Vida».6 Las rea-
lidades hicieron verdaderas las profecías. Y ya que el destino de los mexicas esta-
ba intrínsecamente vinculado al de su dios, anunciaban lo que sería el futuro del
«pueblo escogido».
Los mexicas cuentan cómo en Aztlan Chicomóztoc, y durante su deambular en
busca de la tierra prometida, eran en extremo pobres. En Aztlan se dedicaban a la
agricultura para beneficio de otros. Más tarde, vivieron como recolectores y caza-

4. A. M. Garibay y M. León-Portilla, eds., Codex Matritensis, México, 1958-1969, 4 vols.,


fol. 192 v.
5. Cristóbal del Castillo, Fragmentos de la obra general sobre historia de los mexicanos, Flo-
rencia, 1908.
6. Véase Florentine Codex (en adelante citado como FQ, 12 vols., Santa Fe, N.M., 1950-1982,
Libro III, cap. I. (Hay traducción castellana: fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las
cosas de Nueva España, Madrid, 1988, p. 202).
MESOAMÉRICA ANTES DE 1519 13

dores. Sólo ocasionalmente interrumpían su peregrinaje para cultivar algunas tierras.


Los mexicas siguieron a sus guías (sacerdotes y jefes). Formaban grupos que reci-
bían el nombre de calpulli (calli: casa; calpulli: gran casa, en el sentido de «la gente
que pertenecía a la misma casa»). Quizá —aunque esto no se haya demostrado— se
trataba de grupos de familias relacionadas por vínculos de parentesco. Una de las
crónicas indígenas dice que, al principio, había siete calpulli mexicas.7 Otras ase-
guran que todas sumaban unas 10.000 personas.8 Sus leyendas refieren que el dios
Huitzilopochtli, al hacerles promesas, dio su palabra de proteger a los que pertene-
cían a las «casas» (calpulli), los que tenían vínculos de sangre: «vuestros hijos, vues-
tros nietos, vuestros biznietos, vuestros hermanos, vuestros descendientes».9 En
contra de las dudas expresadas por algunos estudiosos, la tradición persiste en la idea
que, tanto en aquel pasado remoto como en el presente (inmediatamente después de
la conquista española), los miembros de un calpulli tenían una ascendencia co-
mún.10 La tradición oral y los libros indígenas coinciden ampliamente en numero-
sas anécdotas sobre las muchas penalidades que los calpulli de los mexicas tuvieron
que superar, guiados por sus sacerdotes y guerreros. De vez en cuando, algunos me-
xicas desobedecían los mandatos de Huitzilopochtli, con consecuencias desastrosas.
Seguir el consejo divino tenía como resultado el cumplimiento de sus promesas.
Los mexicas (según su propia versión del pasado) parecen disfrutar describién-
dose a sí mismos como un pueblo que, en esa época, no era estimado por otro al-
guno. Por su parte, ya creían tener un destino único. Entre otras cosas, ellos mis-
mos se representaban aceptando con veneración esas formas de gobierno que tenían
un origen divino, vinculado directamente con el sumo sacerdote de los toltecas, Quet-
zalcóatl. Otros grupos anteriores o contemporáneos de los mexicas se habían dado
cuenta de la importancia (religiosa y política) de recibir la investidura del poder de
una fuente común de origen tolteca. Así, varios pueblos del México Central y de lu-
gares situados en regiones tan distantes como Oaxaca, Guatemala y Yucatán, habían
recibido las insignias del gobierno de manos del «Señor del Oriente», uno de los tí-
tulos de Quetzalcóatl.11 Naturalmente, los mexicas ya establecidos en su isla prome-
tida, decidieron seguir el consejo de sus antiguos guías y relacionarse ellos mismos
con Quetzalcóatl y la nobleza tolteca. La nobleza mexica comenzó a través de un
descendiente de los toltecas-culhuacanos, el señor Acamapichtli. Él y otros pipiltin
de Culhuacán se casaron con las hijas de antiguos sacerdotes y guerreros mexicas.
Otros miembros de las familias que habían conducido a los mexicas se incorpora-
ron también al grupo escogido. Cuando los padres de familia del estrato de los no-
bles (pipiltin) aconsejaban a sus hijos con sus discursos (huehuetlatolli), les recor-
daban su origen insistentemente: descendían de los toltecas y, en último término, de
Quetzalcóatl.
De este modo, las tradiciones y los libros de los mexicas propagaron esta su «ver-
7. Fernando Alvarado Tezozómoc, Crónica Mexicáyotl, México, 1972, pp. 22-27.
8. Diego Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin Segunda Relación, reproducción facsímil en Corpus
Codicum Americanum Medii Aevi, Ernst Mengin , ed., Copenhague, 1949, III, fol. 28 r.
9. C. del Castillo, Fragmentos, pp. 66-67.
10. Alonso de Zorita, Breve y Sumaria Relación, México, 1942, p. 36.
11. Véanse, entre otros, los casos registrados en Anales de Cuauhtitlan en el Códice Chimal-
popoca, México, 1975, fol. 10-11; Popol Vuh, trad. de A. Recinos, México, 1953, pp. 218-219;
Anales de los Cakchiqueles, trad. de A. Recinos, México, 1950, pp. 67-68; Caso, Reyes y Reinos
de la Mixteca, I, pp. 81-82.
14 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

dadera imagen». En esa época, la vida de la nación azteca estaba transformándose;


muchos pueblos pagaban tributo a los tlatoque y pipiltin de Tenochtitlan; la profe-
cía de Huitzilopochtli se había cumplido; entre los descendientes de quienes habían
sido «plebeyos y siervos» en Aztlan Chicomóztoc, salieron después los tlatoque y
pipiltin mexicas. Todo esto lo refieren la tradición oral, los libros, poemas y dis-
cursos de los ancianos.
Ahora veremos cómo cabe comparar esta «verdadera imagen» con lo que pode-
mos descubrir acerca de la historia, la política, la economía, la sociedad y la cultu-
ra de los mexicas (aztecas) durante el último capítulo de su existencia autónoma, a
partir de las fuentes arqueológicas, etnohistóricas, lingüísticas y otros documentos
disponibles.
Hacia 1390 murió Acamapichtli, el primer soberano (huey tlatoni) de linaje tol-
teca y fundador de la casa real de los tlazo-pipiltin, los «preciados nobles». Acama-
pichtli y sus sucesores inmediatos, Huitzililuitl (1390-1415) y Chimalpopoca
(1415-1426), todavía estuvieron sometidos a los tepanecas de Azcapotzalco, un se-
ñorío en el que gentes de Teotihuacan, descendientes de toltecas y chichimecas, se
habían mezclado y que, en esa época, ejercían su hegemonía en la meseta central.
La isla de Tenochtitlan, donde los mexicas se habían establecido, había perteneci-
do a los tepanecas. De hecho, durante más de un siglo —desde su llegada en 1325—,
los mexicas habían pagado tributo y realizado servicios personales para Azca-
potzalco.
En 1426 murió Chimalpopoca, probablemente asesinado por los tepanecas. Al-
gún tiempo más tarde, estalló la guerra entre tepanecas y mexicas. Estos últimos
triunfaron gracias a la ayuda de varios pueblos que también estaban sometidos a Az-
capotzalco. La «verdadera imagen» subraya, en este aspecto, un episodio extraor-
dinariamente significativo. Cuando los tepanecas habían iniciado las hostilidades, la
mayor parte del pueblo mexica, sobre todo los macehualtin o plebeyos, insistían en
que era mejor rendirse. Como respuesta, los pipiltin hicieron un trato. Si no eran
capaces de vencer a Azcapotzalco, obedecerían a los macehualtin eternamente. Pero,
si los pipiltin lograban vencer a los tepanecas, los macehualtin les obedecerían cie-
gamente.12 La victoria sobre los tepanecas hacia 1430 hizo que se sentaran las ba-
ses para realzar el status político y socioeconómico de los pipiltin mexicas.
La victoria significó además la total independencia del señorío mexica y el pun-
to de partida de sus realizaciones futuras. Itzcóatl (1426-1440), ayudado por su sa-
gaz consejero, Tlacaélel, inició una era de cambios y conquistas. Moctezuma Ilhui-
camina, «el viejo» (1440-1469), consolidó el poder y dio renombre al pueblo de
Huitzilopochtli. Bajo el reinado de Axayácatl (1469-1484), Tízoc (1481-1485),
Ahuitzotl (1486-1502) y Moctezuma II (1502-1520) el dominio azteca se extendió
todavía más lejos. El extraordinario fortalecimiento de su poder militar, junto con
la convicción de su propio destino, tuvo como resultado una continua expansión po-
lítica y económica. Numerosos señoríos habitados por pueblos de diferentes lenguas,
entre otros los totonacas y huaxtecas, en los actuales estados de Puebla y Veracruz,
y los mixtecas y zapotecas en Oaxaca, fueron sometidos en varias maneras por los

12. Diego Duran, Historia de las Indias de Nueva España, A. M. Garibay, ed., 2 vols., Mé-
xico, 1967, vol. I, pp. 65-75.
MESOAMÉRICA ANTES DE 1519 15

aztecas. De sus formas organizadas de comercio se derivó la creciente prosperidad


del «imperio» de los mexicas.
La sólida estructura económica de la política de los mexicas, que se había for-
mado esencialmente a fines del gobierno de Moctezuma I (hacia 1460), ha sido ob-
jeto de varias interpretaciones divergentes. La mayoría de los cronistas españoles
(e historiadores del siglo XIX, como Prescott, Bancroft, Ramírez, y Orozco y Be-
rra) han aceptado que la sociedad mexica era en muchos sentidos similar a la de los
reinos de la Europa feudal. Así, para describirla, no dudaron en usar términos como
los de reyes y príncipes; corte real, hidalgos y cortesanos; magistrados, senadores,
cónsules, sacerdotes y pontífices; miembros de la aristocracia, nobles de alto y bajo
rango, terratenientes, plebeyos, siervos y esclavos. Lewis H. Morgan inició un re-
visionismo crítico, a partir de las ideas expresadas en su conocida obra Ancient So-
ciety (1877).

La organización azteca —escribió— era claramente una confederación de tribus in-


dias, antes de la llegada de los españoles. Nada, excepto la más tosca alteración de los
hechos, pudo permitir a los escritores españoles la invención de la monarquía azteca,
a partir de lo que era una organización democrática ...
[Los cronistas españoles] inventaron descaradamente una monarquía para los az-
tecas, con características intensamente feudales... Esta equivocación ha permanecido,
a través de la indolencia americana, tanto tiempo como se lo merecía.13

Las ideas de Morgan, aceptadas y difundidas por Adolph F. Bandelier (1878-1880),


ejercieron una profunda influencia. La mayoría de los investigadores aceptaron que
los mexicas y otros pueblos que habitaron el sur de México y América Central no
tenían clases sociales diferenciadas y no habían desarrollado formas de organización
política, como reinos u otras variedades de estado. Se aceptó así que los pueblos me-
soamericanos eran simplemente grupos relacionados por vínculos sanguíneos (va-
rios tipos de «tribus» o «clanes»), algunas veces unidos en confederaciones.
Medio siglo más tarde, un estudio más serio de las fuentes indígenas, con fre-
cuencia desconocidas antes, llevó a un nuevo revisionismo. Manuel M. Moreno, Ar-
turo Monzón, Paul Kirchhoff, Alfonso Caso, Friedrich Katz y otros llegaron a unas
conclusiones que coinciden en los siguientes puntos: los macehualtin, agrupados en
calpulli, constituyeron organizaciones sociales con vínculos de parentesco; su sta-
tus socioeconómico difería tan radicalmente del de los pipiltin que hay que aceptar
la existencia de clases sociales; entre las muchas distinciones que prevalecían entre
los macehualtin y los pipiltin, una, muy importante, se refiere a la posesión de la
tierra. Tan sólo los pipiltin podían ser propietarios de ella. Además hubo de reco-
nocerse la existencia de un auténtico estado (especie de reino) en la organización po-
lítica de los mexicas.
La aceptación general de estas conclusiones hizo que se consideraran durante al-
gún tiempo como si se hubiera tocado suelo firme, en lo que concierne al carácter
de las estructuras sociales y económicas de los mexicas. Sin embargo, las recientes
investigaciones de Pedro Carrasco y otros, realizadas en un marco teórico marxis-
ta y utilizando el concepto de «modo de producción asiático» como clave analítica,

13. Lewis H. Morgan, «Montezuma's Dinner», American Review (abril, 1876), p. 308.
16 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

han cuestionado muchas de las conclusiones generalmente aceptadas. En definitiva,


se sostiene que esas sociedades se basaban en primitivas aldeas comunales que po-
seían y trabajaban la tierra de un modo colectivo. Periódicamente, esas entidades se
organizaban bajo el gobierno de un grupo dominante y despótico que se apropiaba
del valor excedente y distribuía arbitrariamente el usufructo de la tierra entre sus pro-
pios miembros, de acuerdo con su cargo. Y como se postula que no existía una pro-
piedad privada de la tierra, surge la duda, en cuanto al uso del concepto de clase.
Se prefieren así los términos de «estratos» o «sectores». El pueblo, o los estratos do-
minados, continuaron integrándose en los organismos comunales, trabajando la tierra
para subsistir, y sosteniendo las demandas crecientes del grupo dominante. Estos jus-
tificaban su existencia rigiendo al pueblo, y dirigiendo la realización de trabajos pú-
blicos que eran impuestos, principalmente la construcción de centros urbanos, ca-
minos y obras de regadío.
El punto central en el debate sobre la naturaleza y la estructura de la sociedad
y la economía mexicas es el status y las realizaciones del grupo gobernante, los pi-
piltin, una vez que se impusieron, no sólo en Tenochtitlan, sino en una amplia zona
de Mesoamérica. Los pipiltin consideraban que estaban predestinados por su dios
para liberar a su pueblo (las antiguas entidades comunales de aldeanos antes some-
tidos a los tlatoque y a otros pipiltin en Aztlan Chichomóztoc). Un ejemplo de esto
se puede derivar de los textos del Huehuetlatolli («la palabra antigua»). Estas son
las palabras de un anciano dignatario que, dirigiéndose a los habitantes de la ciu-
dad, respondía a un discurso del soberano:

¡Oh, serenísimo y humanísimo señor nuestro! Aquí ya ha oído vuestro pueblo y


vuestros vasallos aquí ya han notado las palabras muy preciosas y muy dignas de ser
encomendadas a la memoria, que por vuestra boca han salido y nuestro señor Dios os
ha dado. ...Aquí yam recibido todos los principales y nobles y generosos que aquí es-
tán, preciosos como piedras preciosas y hijos y descendientes de señores y reyes y se-
nadores, y hijos y criados de nuestro señor y hijo Quetzalcóatl, los cuales los tiem-
pos pasados regieron y gobernaron el imperio y señoríos, y para esto nacieron señalados
y elegidos de nuestro señor y hijo Quetzalcóatl...14

Dentro del grupo dominante, existían varios rangos, posiciones y títulos: los
tlazo-pipiltin, «preciados nobles», eran los descendientes de los que habían sido los
gobernantes supremos. De entre este grupo selecto eran escogidos los huey tlatoa-
ni. Los pipiltin (no en sentido genérico, como se utilizó antes, sino como una de-
signación específica) eran los relacionados en otros sentidos (no como descendien-
tes directos) con el mismo grupo gobernante. También pretendían ellos un linaje de
origen tolteca. Los cuauh-pipiltin, «nobles águilas», eran individuos asimilados de
alguna manera por el grupo dominante (un indicio de «movilidad social»), a causa
de sus actos, principalmente en las batallas. Los tequihuaque (traducido por Alon-
so de Zorita como «hidalgos»), eran los hijos de los que desempeñaban importantes
funciones administrativas, como los teteuctin (señores), algunos de ellos pipiltin y
otros, miembros distinguidos de un calpulli.
Los pipiltin eran sumamente conscientes de estas diferencias de rango entre ellos

14. FC, Libro VI, cap. 16. (Trad. cast. cit., vol. I, pp. 361-362.)
MESOAMÉRICA ANTES DE 1519 17

mismos, y de los posibles cargos que se les podían conceder en la administración


política y económica del estado mexica. Esto se refleja en el siguiente fragmento de
un discurso dirigido por un noble a su hijo:

Ya sabes, hijo mío, bien tienes en la memoria que el señor es como corazón del
pueblo. A éste le ayudaban dos senadores para lo que toca al regimiento del pueblo:
uno de ellos era pilli y otro era criado en las guerras. El uno dellos se llamaba tlaco-
tecuhtli y el otro tlacochtecuhtli. Otros dos capitanes ayudaban al señor para en las co-
sas de la milicia: el uno dellos era pilli [y el otro] criado en la guerra, aunque no era
pilli; el uno dellos se llamaba tlacatéccatl, y el otro se llamaba tlacochcálcatl. Desta
manera, hijo mío, va el regimiento de la república. Y estos cuatro ya dichos, tlacate-
cuhtli y tlacochtecuhtli y tlacatéccatl y tlacochcálcatl, no tenían estos nombres y es-
tos oficios por heredad o propiedad, sino que eran electos por la inspiración de nues-
tro señor, porque eran más hábiles para ellos.15

Cuando Moctezuma I comenzó su reinado, los mexicas y sus aliados ya eran los
señores en un amplio territorio que abarcaba la mayor parte de la Meseta Central.
Para hacer frente a la nueva situación se amplió la organización política para que
fuese más efectiva. Mucho más que en el pasado, los huey tlatoani (gobernantes su-
premos) llegaron a posesionarse del poder absoluto y supremo. Aunque a Moctezuma
se le consideraba como la representación divina sobre la tierra, no era tenido como
una reencarnación o descendiente de un dios. Era el jefe del ejército y pontífice re-
ligioso, así como el supremo juez y señor, a quien nadie osaba contradecir. Desem-
peñaba su supremo papel por elección, no por sucesión hereditaria. La elección del
huey tlatoani era la obligación y el privilegio de un número limitado de pipiltin. Estos
representaban a la antigua nobleza que había recibido la solemne promesa de obe-
diencia por parte de los plebeyos cuando estuvieron en peligro de ser aniquilados
por los tepanecas. La elección del señor supremo era obligación y privilegio de un
número limitado de pipiltin. Los electores examinaban cuidadosamente los atribu-
tos personales del candidato. No hacían una verdadera votación, ya que tenían por
objeto lograr una decisión unánime, para lo cual dedicaban varios días consultando
a distintas personas y deliberando entre ellos mismos. Finalmente, llegaban al mo-
mento en que aceptaban a quien, incluso aunque pudiera ser superado por otros en
algunos aspectos, satisfacía mejor los distintos intereses, y podía considerarse ade-
más suficientemente dotado para ser el jefe de toda la nación.16 Desde Moctezu-
ma I hasta la invasión española todos los huey tlatoani se elegían por este procedi-
miento, cuyos vestigios —en la opinión de algunos investigadores— persisten toda-
vía en las elecciones presidenciales del México actual.
Posiblemente, como una imagen de la creencia en un supremo dios dual, Ome-
teotl, la función del soberano se complementaba con la de un ayudante y conseje-
ro, el cihuacóatl. Aunque el significado más claro del término es «la mujer serpien-
te», también puede entenderse como «la mujer gemela». Las obligaciones más
importantes del cihuacóatl eran sustituir al soberano durante su ausencia o muerte
y presidir el consejo de electores y el tribunal supremo.

15. FC, libro VI, cap. 20. (Trad. cast. cit., vol. I, p. 377.)
16. Véase la descripción detallada de este «proceso electoral» en FC, libro VIII, cap. 18. (Trad.
cast. cit., vol. n, pp. 493-534.)
18 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

Otros destacados dignatarios eran el tlacochcalcatl («señor de la casa de las lan-


zas») y el tlacatécatl («jefe de los guerreros»). El dualismo aparecía asimismo en los
dos jueces principales, los dos sumos sacerdotes y los dos guardianes del tesoro de
la nación. Todos estos dignatarios presidían sus correspondientes altos consejos y
participaban en el consejo supremo presidido por el huey tlatoani o su sustituto, el
cihuacóatl.
En todas las ciudades, tanto en las de los mexicas y sus aliados (Tezcoco y Tla-
copan), como en las conquistadas, había gobernadores nombrados por el soberano.
Eran los tlatoque (plural de tlatoani). En algunos casos, el soberano enviaba a uno
de los pipiltin desde la metrópoli azteca para ejercer de gobernador de un señorío
sometido. En otros casos, se autorizaba al anterior gobernante de las ciudades con-
quistadas, a continuar después de haber hecho solemne promesa de obediencia.
Para administrar algunos calpulli, el tlatoani supremo nombraba a unos oficia-
les conocidos como teteuctin. Como ya se ha dicho, frecuentemente eran pipiltin.
En otra época, no siendo nobles, estaban al servicio de las familias de pipiltin. El
grupo de unidades de producción administradas por un teuctli se conocía como un
teccalli («la casa de los de palacio»), es decir, quienes eran nombrados por el huey
tlatoani. Los deberes de los teteuctin eran muy importantes. Eran responsables de
la producción en cada unidad socioeconómica que se les «confiaba». Su producción,
además de mantener a los macehualtin que trabajaban la tierra, tenía que proporcionar
los tributos para los pipiltin y, por último, también al huey tlatoani.
Los cargos administrativos más importantes estaban reservados a los pipiltin, a
quienes se les otorgaban títulos y la posesión y el usufructo de las tierras. Los pi-
piltin no pagaban tributo. Podían alquilar tantos mayeques («trabajadores») para cul-
tivar la tierra, como fueran necesarios. A algunos de los pipiltin se confiaban tam-
bién las teccalli, que incluían la tierra y los macehualtin que la trabajaban. Los
miembros del grupo dominante podían tener tantas esposas como pudieran mante-
ner, y otros privilegios, como insignias y vestuarios especiales, formas de diversión
e incluso algunas variedades de comidas y bebidas más variadas y finas. Por últi-
mo, estaban sujetos únicamente a la jurisdicción de tribunales especiales.
Los hijos de los pipiltin asistían a los calmécac o «centros de enseñanza superior».
Allí, se conservaba, aumentaba y transmitía el saber antiguo. Ingresaban y pasaban
varios años preparándose para los cargos que se consideraban como una parte obli-
gada de su destino. Los textos indígenas nos relatan lo que se enseñaba en los cal-
mécac. Los jóvenes pipiltin aprendían formas elegantes de lenguaje, himnos anti-
guos, poemas y relatos históricos, doctrinas religiosas, el calendario, astronomía,
astrología, preceptos legales y el arte de gobernar. Cuando los jóvenes nobles de-
jaban el calmécac, estaban preparados para desempeñar un papel activo en la admi-
nistración pública.
La educación recibida en la casa y en los calmécac, junto con la experiencia ad-
quirida como miembros del grupo dominante, inculcaba en los pipiltin un gran sen-
tido de responsabilidad y dignidad. Algunos fragmentos del Huelhuetlatolli nos in-
dican lo conscientes que eran los pipiltin de su status. El padre dice a su hijo:

Mira a tus parientes y a tus afines, que no tienen ser ninguno en la república ...
Y aunque tú seas noble y generoso y de claro linaje, conviene que tengas delante tus
MESOAMÉRICA ANTES DE 1519 19

ojos como has de vivir. Nota, hijo, que la humildad y el abraxamiento de cuerpo y
del alma, y el lloro y las lágrimas, y el suspirar. Esta es la nobleza y el valer y la
honra ... n

La actitud de los pipiltin hacia los macehualtin aparece con frecuencia en estos
discursos. En una anécdota sobre uno que abusaba de la bebida, encontramos lo si-
guiente: «O por ventura dirán: "Gran bellaquería ha hecho éste." Y aunque seas no-
ble y del palacio, ¿dexarán de decir de ti? ¿Aunque seas generoso y ilustre? No, por
cierto». O bien, aconsejando a una noble hija, solían decirse palabras como éstas:
«Nota, hija mía, quiérate declarar lo que digo: sábete que eres noble y generosa...;
mira que no avergüences y afrendes a nuestros antepasados, señores y senadores;
mira que no hagas alguna vileza; mira que no te hagas persona vil, pues que eres
noble y generosa». Prácticamente en todos los aspectos de la conducta que se espe-
raba de los que tenían noble linaje se insiste en la misma comparación: «Conviene
que hables con mucho asosiego; ni hables apresoradamente ni con desasosiego, ni
alces la voz, porque no se diga de ti que eres vocinclero y desentonado, o bobo o
alocado o rústico ... ».18
El tema de los pipiltin y la propiedad de la tierra es particularmente complejo y
controvertido. La primera distribución de la tierra que los mexicas hicieron fue in-
mediatamente después de su victoria sobre los tepanecas de Azcapotzalco alrededor
del 1430. El registro histórico de ella resulta de especial interés:

Los primeros a quienes se asignaron las tierras fueron los de la casa real; las tie-
rras que pertenecían a los caciques, destinadas al mantenimiento del soberano ... Once
parcelas de tierra se daban al consejero del soberano, Tlacaelel; y también dos o
tres parcelas eran concedidas a los distintos pipiltin, en proporción a sus méritos y car-
gos ..."

A través de otras fuentes conocemos la designación náhuatl de las diversas tie-


rras repartidas: tlatocatlalli, «tierras del soberano»; pil + tlalli (pilalli), «tierra de
los pipiltin». Estrechamente relacionadas con las tlatocatlalli, había otras tierras es-
pecíficamente reservadas para cubrir los gastos de palacio (teopantlalli), de los tem-
plos (teopantlalli) y de las guerras (yaotlalli). Las tierras que se poseían de una forma
comunal por los calpulli, comprendidos los macehualtin, se conocían como calpul
+ tlalli (calpullalli).
¿Había tierras que el soberano y los pipiltin tenían en propiedad privada, o sim-
plemente las poseían como privilegios que estaban asociados a sus cargos particu-
lares? Quienes sigan a Morgan y Bandelier sostienen que todas las tierras sencilla-
mente pertenecían a la «tribu» o «confederación de tribus». Otros, como Alfonso
Caso, Paul Kirchhoff y Friedrich Katz, admiten abiertamente que, en el caso del huey
tlatoani y los pipiltin, poseían las tierras como una propiedad privada.
Las fuentes existentes, aunque no siempre son precisas en este punto, parecen
apoyar la idea de que la posesión de la tierra estaba en relación directa con el car-

17. FC, libro VI, cap. 20. (Trad. cast. cit., vol. I, pp. 376-377.)
18. FC, libro VI, cap. 14. (Trad. cast. cit., vol. I, pp. 351, 366-367, 383.)
19. Duran, Historia de las Indias, 1, p. 101.
20 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

go y el puesto administrativo de los individuos favorecidos: «... el señor (tlatoani)


tiene tierras en varios territorios anexionados a su reino, y los macehualtin las cul-
tivan para él, y lo veneran como señor, y esas tierras las poseerá el que le suceda
como soberano ...». 20
Como en algunos casos el sucesor de un tlatoani no era descendiente directo, el
significado del texto parece ser que la tierra se poseía y transmitía en función del
cargo. Por otra parte, es cierto que había familias de pipiltin, algunos de cuyos miem-
bros ocupaban el mismo puesto administrativo durante varias generaciones. De este
modo, disfrutaban de una forma de posesión continua de las tierras asignadas. En
este contexto, tiene interés un episodio que sucedió en tiempos del soberano mexi-
ca Ahuitzotl. Los mexicas habían conquistado el señorío de Chalco, y Ahuitzotl había
instalado allí un nuevo gobernante local. Éste privó a muchos pipiltin locales de sus
puestos administrativos. Como consecuencia, se apropió él de las tierras que habían
pertenecido a aquellos. Los pipiltin despojados, se quejaron ante el huey tlatoani.
La reacción de Ahuitzotl fue ambivalente. Dijo a los pipiltin desposeídos: «Tornad
vuestras tierras». Y cuando el señor que había nombrado para gobernar en Chalco
explicó su punto de vista, Ahuitzotl le dijo: «Ya sabes lo que debes hacer. Mátalos,
cuélgalos ... a todos los que quieren ser como los pipiltin ...». 21

En cuanto a las empresas y realizaciones del grupo dominante, en el contexto de


la sociedad que gobernaba, Ángel Palerm ha argumentado, dentro del marco teóri-
co desarrollado por Karl A. Wittfogel, que «la relación causal entre el apoyo ofre-
cido a [una] sociedad asiática y el despotismo a través de una agricultura de rega-
dío, está bastante clara ...». 22 Buscando la existencia de obras de regadío, económi-
camente significativas en Mesoamérica, Palerm ha catalogado numerosos yacimientos
en donde existen evidencias de esta clase de empresas.
Sin embargo, en el caso concreto de los mexicas, Palerm reconoce que «la vida
económica de los tenochcas bajo sus tres primeros soberanos no indica la existen-
cia de cultivos agrícolas».23 Esto se debió —según él— entre otras razones, al redu-
cido tamaño de la isla que habitaban los mexicas y a las inundaciones de agua salo-
bre a la que estaba expuesta. En su opinión, la situación cambió tras la victoria sobre
Azcapotzalco. Entonces, los soberanos mexicas (con el consejo de Nezahualcoyotl,
el sabio señor de Tetzcoco) introdujeron importantes obras hidráulicas. Se constru-
yeron diques para separar las aguas dulces de las salobres, y acueductos para con-
ducir el agua potable a la ciudad. Las chinampas, pequeñas islas artificiales, cons-
truidas en un proceso de recuperación de tierras, donde se cultivaban diferentes tipos
de vegetales y flores, recibían los beneficios del sistema de riego.
Aceptando todo esto, se puede pensar todavía en la importancia de las irrigadas
chinampas en comparación con la cantidad de recursos (maíz, fríjoles, calabazas, le-

20. Sebastián Ramírez de Fuenleal, «Carta al Emperador, de fecha 1 de noviembre de 1532»,


Colección de Documentos Inéditos, 42 vols., vol. XIII, Madrid, 1864-1884, p. 254.
21. Anales de Cuauhtitlan, fol. 39.
22. Ángel Palerm, «Teorías sobre la evolución en Mesoamérica», en Las civilizaciones anti-
guas del Viejo Mundo y de América, Theo R. Crevenna, ed., Washington, 1955, p. 79.
23. Palerm, «La base agrícola de la civilización de Mesoamérica», en Las civilizaciones anti-
guas, p. 177.

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