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Licenciadas para seguir siendo buenas mujeres

Al día de hoy, en América Latina, y en la mayoría de los países desarrollados, las mujeres superamos en porcentaje a los
varones en la formación terciaria y universitaria. Según un informe del Banco de Desarrollo para América Latina , en la
mayoría de los países latinoamericanos, en el rango etario que suele considerarse central para el mercado de trabajo (25 a
54 años de edad), las mujeres tenemos, en promedio, cerca de un trimestre más de educación formal que los hombres.
Pero el avance educativo no se ha extendido a todas las mujeres por igual, y ha sido menor en las zonas rurales. De
hecho, el índice de analfabetismo de las mujeres supera al de los hombres, particularmente en las áreas rurales donde
más del 8% de las mujeres de entre 25 y 34 años declara no saber leer ni escribir.
Según estadísticas de la UNESCO, actualmente solo el 10% de las mujeres que se matriculan en estudios terciarios en
América Latina lo hace en áreas de ingeniería o de tecnología de la comunicación e información, cifra que en el caso de
los hombres asciende al 33%. En el mismo orden los puestos mejor pagos en el mercado del trabajo, como ya vimos, son
los basados en las matemáticas: ingeniería, física, finanzas. En Argentina, según los datos de la Secretaría de Políticas
Universitarias, la presencia de las mujeres en la carrera de Ingeniería en 2009 era del 22%, diez años después, la cifra
solo sumó un 2% más.
De alguna manera nuestras áreas de formación, también terminan formando parte del aparato primario que nos educa
sobre los roles de las mujeres. Terminamos especializándonos, siendo universitarias en lo que la educación cultural nos
formó, es decir realizando elecciones asentadas con más fuerza en estudios y trabajos refractarios a nuestros roles como
cuidadoras, contenedoras, pedagogas, etc.
Somos enfermeras, psicólogas, médicas, docentes, y tenemos una especial predilección por las ciencias sociales, porque
trasladamos la educación que recibimos desde la infancia y la profesionalizamos en áreas del desarrollo que nos terminan
sirviendo para insertarnos en el mercado laboral, claro, pero también para seguir reproduciendo de manera más eficiente
ese estereotipo de la buena mujer, o de lo que se espera de nosotras.
China es el ejemplo perfecto para ilustrar cómo la profesionalización de los roles tradicionales puede terminar dentro del
claustro universitario. La política tradicional del hijo único varón que por años tuvo este país para poder sostener el
crecimiento demográfico, más los avances en materia legislativa sobre los derechos de las mujeres, conformó una nueva
generación de mujeres jóvenes que posponen el matrimonio y la maternidad.
A raíz de esto, en marzo del 2018 la facultad Zhenjiang, ubicada al sur del gigante asiático, junto a la Federación Nacional
de Mujeres de China abrieron un curso de «virtud femenina» en el que preparan a las estudiantes que están ocupadas
formándose en otras carreras a vestirse, servir el té y sentarse a la perfección. Esta cátedra se creó por pedido expreso del
presidente Xi Jinping, quién instó a volver a brindar a las mujeres una educación básica y transversal sobre cultura
tradicional china.
En una entrevista dada al diario The Washington Post una de las profesoras que intervienen en el programa declaró:
«Según la cultura tradicional, las mujeres deberían ser modestas y tiernas, y el rol de los hombres es trabajar fuera de
casa y mantener a la familia». El presidente en varias declaraciones discursivas instó a volver a los valores expresados por
el filósofo Confucio (551-479 ac) donde la familia convive en armonía si se respeta la división sexual y tradicional del
trabajo.
Podemos ver de forma contundente cómo el control sobre los cuerpos y el comportamiento de las mujeres, no refiere solo
a lo reproductivo, a las barreras en el mercado laboral, a las exigencias de los mandatos, sino también a los contenidos en
los que cuales se elige aún hoy educarnos para no salir del papel que se nos es ha asignado.
Las escuelas y las universidades arrastran programas viejos, y sobre todo conservadores. La innumerable viralización de
escuelas de base cristianas en todo el mundo, son además una barrera para poder acceder a un conocimiento laico que
no refuerce la moral tradicional de la iglesia, en donde las mujeres debemos ser esas buenas señoritas bíblicas a imagen y
semejanza de la Virgen María.
La historia de la transformación de la educación la estamos viviendo en pleno siglo XXI, porque aún los contenidos, libros
de estudio, e incluso la pedagogía de los docentes, está orientada a seguir reforzando — inconscientemente o no— las
desigualdades. Al día de hoy, la educación en muchas partes del mundo sigue segmentada. En Argentina, yo misma fui a
un colegio de monjas, solo para niñas, hasta el año 1998. Luego pasé a un colegio que había comenzado a ser mixto
apenas unos tres años atrás, pero que sin embargo conservaba el ala técnica exclusivamente para varones. Recién en el
año 2002, este colegio, de una congregación de sacerdotes, aceptó la incorporación de mujeres a las filas de la formación
especializada en oficios mecánicos, construcción y motores.
En su libro El origen del Patriarcado, la historiadora Gerda Lerner explica que la hegemonía masculina en todo el sistema
de símbolos, más allá de los países o las distintas culturas, se debió a dos grandes factores. Primero, este monopolio
masculino de las definiciones, es decir: el mundo explicado por hombres. Y segundo, la privación de educación de las
mujeres. «Durante toda la historia han existido siempre vías de escape para las mujeres de las clases elitistas, cuyo
acceso a la educación fue uno de los principales aspectos de sus privilegios de clase», escribe. «Pero el dominio
masculino de las definiciones ha sido deliberado y generalizado, y la existencia de unas mujeres muy instruidas y creativas
apenas ha dejado huella después de cuatro mil años».

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