eae
El cigarrillo de John Reed
La imagen es viejo celuloide en blanco y negro,
con ese grano grueso y el movimiento demasiado rapi-
do de las imagenes rancias. La magia de Eisenstein fij6
para siempre, indeleble, la reconstruccién de aquel ama-
necer: Octubre de 1917. Por la pantalla del televisor
desfilan fusiles, bayonetas, rostros tensos; marineros y
soldados barbudos, feroces e ingenuos a un tiempo, dis-
puestos a cambiar sus vidas y cambiar la Historia. Hay
disparos, humo, carreras, hombres que gritan silenciosa-
mente con la boca abierta y desgarrada, sablazos, bande-
ras que flamean frenéticas, abrazos de camaradas, pobieda
Tovarich, de enemigos que dejan de serlo, y también sa-
fia de adversarios que se matan a bocajarro, irreducti-
bles hasta el final.
Oprimo el pulsador del video y la imagen se con-
gelaen la pantalla. Un campesino ruso, un mujik con go-
rro de lana y un capote militar hecho harapos, canana de
balas cruzdndole el pecho, es alcanzado por disparos
de las tropas leales a Kerenski. Cae sin soltar su fusil, y
en el suelo, con las tiltimas fuerzas, atin se vuelve hacia
la c4mara para gritar algo que el cine mudo no llega a
recoger. Grito crispado y final, cuya interpretacién que-
da a cargo de cada uno. Quizé dice «Adelante camara-
das», 0 «Todo el poder para los soviets», que seguramente
era el texto ajustado al guién. Aunque, puestos a esta-
blecer libres interpretaciones, se puede creer que el
ruso moribundo grita lo que le da la gana. «Ivanka,
Ivanka», por ejemplo, llamando a su mujer 0 a su hija,368
que arrancan patatas de un suelo helado esperando su
regreso lejos de alli, en una miserable isba de adobe.
O quizé el agonizante mujik se encara con Eisenstein y
con la Posteridad para espetarles un sonoro insulto en
buen ruso popular. Algo del tipo: «Para qué todo esto»,
0 quizds: «Podéis iros todos al carajo».
La Historia de la Unién Soviética abarca setenta
y Cuatro afios de este siglo. Como el resto de los acon-
tecimientos que la precedieron, y como todos los que
vendran después, ocupa ahora su lugar exacto: una pe-
quefia parte en el discurrir general del mundo, del
tiempo y de la vida. Y como todas y cada una de las
aventuras emprendidas por el ser humano, se resume
en un inmenso cementerio; un largo camino lleno de
vueltas y revueltas, subidas y bajadas, donde los hom-
bres van dejando tras de sf una interminable sucesién
de fantasmas. A fin de cuentas, la Historia con maytis-
cula no es sino la suma de las historias, con mintiscula,
de todos los hombres y mujeres cuyas tumbas jalonan
los afios y los siglos. Bajo ese bosque de estelas y cruces
duermen el heroismo, el amor, la esperanza, la genero-
sidad, la abnegacién, y todas aquellas incorpéreas ma-
terias de las que estén hechos los suefios.
Acerquémonos un instante, el ofdo atento, a ese
bosque de timulos; recorramos ese camino singular
que se pierde en la distancia. Entre sus brumas, come
Eneas ante los guerreros troyanos que vagan impasibles
por las orillas del Hades, veremos pasar a legiones de
espectros. El mujik que mira desde hace tres cuartes
de siglo hacia la cémara de Fisenstein pasa ante nos
tros con el mismo grito, idéntico gesto impreso pars
siempre en el rostro. ;De qué sirvi6?, preguntan quizé
sus ojos desorbitados por el combate y la pélvora, las
ltimas sensaciones del mundo de los vivos que arrases
consigo antes de hundirse en la nada.369
Sigamos atentos. Pasan ahora los espectros de
los marinos de Kronstadt, cefiudos y hoscos. Los hom-
bres que se sublevaron Pata correr a sus casas y estar
allf cuando se repartieran las tierras del zar y de los
Sefiores. Pasan arrastrando las €speranzas muertas igual
que arrastran sus harapos y sus heridas, Precediendo a
los camaradas de las flotas del Béltico y del mar Negro,
alos hermanos del Potemkin, alos civiles muertos en la
escalera de Odesa, en los muelles del Neva, en los
puentes de San Petersburgo. A los revolucionarios ase-
sinados por la policia secreta del zar, la Ochrana, en las
cArceles y en el extranjero, Hay un rumor que surge de
la fila interminable, muy Parecido a una canci6n en
voz baja, casi entre dientes, acompasada con el arras-
trar de pies envueltos en trapos, botas descosidas, jito-
nes de tela y piel, sobre el suelo frio y duro del camino.
Escuchamos después un sonido sordo, apaga-
do. El ruido de cascos de caballos que se acercan en-
tre la niebla. Se perfilan ahora, en el atardecer inter-
minable, las siluetas de los jinetes de Budienny, de la
caballerfa roja, la de las cargas heroicas y la leyenda.
Pero no cabalgan solos. Tras ellos, sobre las osamen-
tas de sus corceles, pasan ahora los fantasmas som-
brios de los cosacos y los jinetes de los ejércitos za-
tistas de Wrangel, la infanteria que traz6 con sangre la
Ultima retirada en Crimea, el bar6én Ungern y sus ul-
timos soldados blancos de Manchuria. El zar Nicolds,
a pie desde Ekaterinburgo, lleva en brazos el cuerpo
inerte del zarevich Alexis; lo siguen silenciosas la zatina
Alejandra, Olga, Tatiana, Marina y Anastasia. Los acom-
pafian sus verdugos y la multitud interminable de
hombres, mujeres y nifios que murieron de hambre
y frio aquel invierno de 1917 y los muchos inviernos
que siguieron, tan parecidos a los muchos inviernos que
vendrén.370
Silencio ahora; llegan nuevos espectros. Son los
contrarrevolucionarios fusilados, torturados, deporta-
dos a Siberia o extinguidos en las carceles soviéticas, en
nombre de la construcci6n de la fraternidad humana,
de la guerra sin piedad en la que es necesario aniqui-
lar al hombre para liberar al hombre. Fantasmas pa-
lidos y callados, padres e hijos de la revolucién devo-
tados por ella. Los purgados por Stalin, el tiro en la
nuca y el gulag. Los del exilio, perseguidos y muertos
uno tras otro. Trostki se perfila en la bruma; camina
grave, inclinada la cabeza, escuchando a Ramén Mer-
cader que expone sus razones. Y John Reed se detiene
a encender un cigarrillo recostado en la muralla del
Kremlin mientras se pregunta si, realmente, aquellos
diez dias estremecieron al mundo.
Pasan asf unos y otros, y entre ellos siempre hay
mujeres que buscan a sus maridos e hijos entre los
muertos 0 los prisioneros, chiquillos que lloran asusta-
dos, ancianos que se sientan, exhaustos, a un lado del
camino; carniceros que les acercan el cafién de una pis-
tola a la sien. Fijaos también en esos nifios de créneo
rapado, ojos grandes y tristes, que llevan colgadas al
cuello sus fichas policiales: hijos de contrarrevolucio-
narios ejecutados, sometidos en sus orfanatos a vigi-
lancia y reeducacién especial. Les dan la mano los sol-
dados muertos en la Gran Guerra Patria, los héroes de
Smolensko, los defensores de Stalingrado, los partisanos
ejecutados por los nazis, los soldados rudos e inge-
nuos que condujeron tanques en Berlin, Budapest,
Praga; que fueron descuartizados vivos al caer prisio-
neros en las Ilanuras del Afganistén. Vedlos a todos
en el mismo camino por donde pasan ahora otros hom-
bres y mujeres amordazados, con la carne desgarrada
por las alambradas y las torturas en los sétanos de la
Lubianka. Los disidentes conocidos y los otros miles371
sin nombre ni rostro; aquellos de quienes nunca se
ocuparon los medios de comunicacién occidentales,
sepultados en vida en los campos de concentraci6n si-
berianos, en los manicomios de internamiento forzoso.
Y el rumor que dejan tras de si es el de las voces so-
metidas al silencio, las canciones nunca cantadas, las
paginas no escritas, las palabras que no pronunciaron
jams.
En ese camino, poblado de siluetas que se dan la
mano con otros millones de sombras errantes en el
tiempo y la memoria, quedan tras el eco de sus pasos
muchas cuestiones sin respuesta. Los rostros graves que
forman esa columna, larga de setenta y cuatro afios, pa-
recen preguntarnos para qué sirvid todo aquello. Dénde
fue a parar el fruto, si es que lo hubo, de tanto sufri-
miento, tanto herofsmo, tanto sacrificio. Para qué los
muertos, los huérfanos, los cementerios. Y en qué oscu-
ra tumba se pudren todos ellos mientras sobre sus hue-
sos, como siempre al cumplirse el plazo que establece la
miserable condicién humana, chalanean los mercaderes,
los tiburones de rio revuelto, los oportunistas del estra-
perlo y la politica, los que viven de apropiarse causas
ajenas, fabrican himnos, banderas y arengas, y a su con-
veniencia levantan o destruyen monumentos a la me-
moria de las pobres sombras que pueblan los desvanes
de la Historia.
Y sin embargo, algo queda de todos ellos. En la
senda perdida por la que se alejan, entre la bruma que
cubre el paso y las huellas de los rezagados, de tantas
victimas y héroes que jamés pretendieron ser lo uno ni
lo otro y, a menudo, fueron ambas cosas a la vez, vibra
en el aire como una nota, un eco peculiar, un senti-
miento. Junto a lo peor que es capaz de ejecutar el
hombre, queda también lo mejor que éste puede dar
de si: la emocién de la esperanza, la abnegacién, el372
ansia de libertad, la solidaridad ingenua y magnifica
que late en el corazén humano. No el triunfo que no
existi6, que nunca existe; sino el espfritu de rebelién y
de lucha, la suma de las conciencias y los corajes indi-
viduales. Quizé todo no fue mds que un inmenso error,
una de esas trégicas piruetas que, de vez en cuando,
nos depara la cruel rutina de los siglos. Pero no hubo
error ninguno en el valor oscuro, enternecedor y andéni-
mo, de quienes en manos de unos o de otros, pero
empujados por la fe de un suefio, apretaron los dientes
y se pusieron de pie, en su fugaz instante de gloria,
para dejarse matar y padecer por la libertad del hom-
bre. De ese hombre al que creyeron necesario salvar; no
en el cielo sino aqui, en la tierra.
Mienten como bellacos. quienes afirman que
tanto sacrificio fue intitil; que todo se derrumbé con las
estatuas y los simbolos. Entre sus pedazos permanece in-
tacto lo que de verdad sobrevive a cada revolucién, a
cada suefio condenado al fracaso. Aunque sobre los tro-
nos demolidos con sangre honrada se alcen, tarde o tem-
pfano, nuevos canallas y nuevos tiranos, siempre queda-
14 aquello de lo que es capaz el corazén del hombre
cuando se rebela y lucha. Y en la huella de todos esos
pobres fantasmas olvidados resonar4, eternamente, el
aldabonazo terrible que dieron en la puerta cerrada de la
Historia. En el mundo habra otros zares y otros tiranos;
pero quienes pretendan dormir en sus camas siempre
velaran con miedo. Tal vez eso decia el grito silencioso
del mujik agonizante, aquel 17 de Octubre en la ciudad
que hoy se llama, de nuevo, San Petersburgo.