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TODO MODO DE EXAMINAR LA CONCIENCIA

El examen ignaciano un modo de orar la vida

Juan Manuel Martín-Moreno González


Sal Terrae, julio-agosto 1994, 559-569

El título de este trabajo está tomado del primer número de los Ejercicios. En él, S. Igna-
cio trata de dar una primera aproximación descriptiva a lo que son los Ejercicios. “Por este
nombre de Ejercicios espirituales se entiende todo modo de examinar la conciencia, de medi-
tar, contemplar, de orar vocal y mentalmente, y otras actividades espirituales...”.

1. Cara y cruz del examen de conciencia


Resalta en esta descripción que el examen es la primera de las actividades espirituales re-
señadas. No es algo casual. Continuamente en la espiritualidad ignaciana se resalta el valor que
el santo atribuía a este ejercicio del “mucho examinar”, “mucho bien examinados”.
Queremos referimos a los exámenes así, en plural. No se trata sólo de una práctica, sino
de una actitud que puede concretarse de muchas maneras. En los Ejercicios se nos habla de di-
versas clases de exámenes: examen particular y cotidiano, examen de la oración, examen para
limpiarse y mejor se confesar, examen general, primer modo de orar, y toda la pedagogía de las
reglas de discernimiento y de elección incluye un profundo proceso de análisis e interioriza-
ción.
En las Constituciones señala San Ignacio para todos los jesuitas: “Usen el examinar cada
día sus conciencias”. Y a los estudiantes, después de decides que “oraciones y meditaciones
largas no tendrán por el tal tiempo [de estudio] mucho lugar”, ordena que de ese “poco lugar”
nunca falte el “examinar sus conciencias dos veces en el día”.
Los exámenes no son, pues, una práctica sólo para el tiempo de Ejercicios o para los prin-
cipiantes. En el directorio de Granada se dice al que da los Ejercicios que “para el segundo día
le platique los exámenes particular y general, y haga que los aprenda bien... Porque son cosa de
mucho momento y que ha de durar toda la vida”.
Hasta nuestros días, la Compañía no ha dejado de exhortar a sus miembros sobre la impor-
tancia de este ejercicio. En la Congregación General XXXIII se dice: “Este género de oración,
que, según la intención de Ignacio, mucho contribuye a la pureza del alma, a la discreción espi-
ritual y a la familiaridad con Dios, hágase dos veces al día. Se recomienda que, según la tradi-
ción de la Compañía, dure un cuarto de hora”.
Sin embargo, es fácil constatar que el examen es la práctica de espiritualidad que primero
se abandona en la Compañía, muy poco después de terminar el Noviciado. En el movimiento
de regreso a la espiritualidad ignaciana del que somos testigos hoy, el “examen de conciencia”
sigue siendo el pariente pobre, del que se habla muy poco; y, cuando se habla, se hace con un
cierto sentido vergonzante y crítico, insistiendo más en sus peligros que en sus ventajas.
La mala prensa que ha tenido y tiene el “examen de conciencia” tiene que ver con las acu-
saciones más normales que se vierten contra él: narcisismo, perfeccionismo, moralismo. Fo-
menta escrúpulos y neurosis obsesivas. Refleja un espíritu contable que en su libro diario o
mayor pretende llevar el asiento de todos los movimientos. Atención excesiva a los actos y no
tanto a las actitudes profundas del corazón. Ejercita el pelagianismo de una religión de obras,
de esfuerzos, de planificaciones, que se cierra a la gratuidad del don del Espíritu...
Entre la gente joven el examen suscita el recelo de pérdida de espontaneidad, en una cul-
tura juvenil en que la espontaneidad es uno de los valores supremos. Lo importante es vivir la
propia vida y no reflexionar sobre ella. Para ellos la reflexión es como disecar la mariposa.
Efectivamente, no negamos que en ciertas personalidades con tendencias neuróticas, o en
ciertas épocas excesivamente legalistas, el examen de conciencia haya podido atraer tantas des-
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gracias. Pero no menores son las desgracias que ha traído la espontaneidad salvaje, los au-
toengaños, los procesos inconscientes que van deteriorando nuestras motivaciones, nuestros
hábitos y la sensibilidad a la voz del Espíritu.
La conciencia de la gratuidad no elimina, sino que acrecienta nuestra obligación de ser
fieles administradores de la gracia que nos ha sido confiada.
Los textos paulinos animan a, ser muy cuidadosos en esta tarea de examinar la propia con-
ciencia. “En otro tiempo fuisteis tinieblas; ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la
luz... Examinad qué es lo que agrada al Señor” (Ef 5,8-10). Es uno de los usos más típicos en
que se con juntan el imperativo y el indicativo. Al indicativo “sois luz” se junta el imperativo
“sed luz”; es decir: sed lo que ya sois. Cultivad lo que habéis recibido por gracia. Que el don
recibido se convierta en tarea.
“Mirad atentamente cómo vivís... No seáis insensatos, sino comprended cuál es la voluntad
del Señor” (Ef 5,16-17).

2. Los exámenes: un género de oración


El examen es un género de oración. Precisamente un ejercicio que sirve de puente entre la
oración y la vida (el rasgo más característico de la espiritualidad ignaciana). No es una mera
reflexión psicológica, ni un ejercicio de terapia, ni una contabilidad de fallos, ni una técnica al
servicio de nuestro perfeccionismo. Es, ante todo, un momento de comunicación con Dios, de
diálogo, de apertura a la gracia.
Reasigna a Dios el lugar central que debe ocupar siempre en nuestra vida. “Como están
los ojos de los siervos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor”
(Sal 123,2). El P. Arrupe decía: “El verdadero examen de conciencia debe ser la actitud cons-
tante de buscar la voluntad de Dios por un contacto ininterrumpido con él”.
Los exámenes ayudan, ante todo, a vivir como contemplativos en la acción, buscando a
Dios en todas las cosas, desplegando continuamente nuestra vida ante su mirada, recibiéndonos
de él y refiriendo a él todas y cada una de las realidades de nuestra vida. Los exámenes son una
oración que tiende a “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1,10). En ellos vivimos ese
ideal ignaciano de “en todo amar y servir”. “Sean exhortados a menudo a buscar en todas co-
sas a Dios nuestro Señor, apartando, cuanto es posible, de sí el amor de todas las criaturas, a él
en todas amando y a todas en él conforme a la su santísima y divina voluntad”.
Por eso, uno de los cinco puntos del examen es “pedir gracia para conocer”. El examen se
sitúa así en la órbita de la gracia. Se pide una iluminación que va a depender más de la luz de
Dios que de mi sutileza o mi capacidad de introspección.
Esta petición de luz para discernir la propia vida es una de las oraciones preferidas de Pa-
blo. “Lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conoci-
miento perfecto y todo discernimiento, con que podáis aquilatar lo mejor” (Flp 1,9-10). Note-
mos cómo aparece en este texto el magis ignaciano: “Cada vez más”, “aquilatar lo mejor”. Y
en la carta a los Colosenses hay una oración semejante, en la que se pide “llegar al pleno cono-
cimiento de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que viváis de una ma-
nera digna del Señor, agradándole en todo” (Col 1,9-10).
Los exámenes actualizan en nosotros la actitud de discernimiento. Cierto que esta actitud
debe ser permanente durante todo el día; pero, al igual que la oración permanente necesita unos
tiempos de oración explícita, así también la exactitud permanente de discernimiento necesita
unos tiempos de examen explícito. Decía el P. Laplace que para llegar a orar con los ojos
abiertos teníamos que pasar tiempo orando con los ojos cerrados.

3. Los exámenes: tiempo de discernimiento


“Examen de conciencia”, pero ¿de qué conciencia se trata? Una de las contribuciones re-
cientes que más han ayudado a renovar el examen es un artículo de Aschenbrenner, “Examen
of consciousness”. En inglés existen dos palabras distintas para dos realidades diferentes que,
desgraciadamente, en castellano se designan con una sola palabra. “Conciencia” en castellano
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designa a la vez la conciencia moral (“conscience” en inglés) y la conciencia psicológica
(“consciousness” en inglés).
El examen, que en los tratados espirituales se había concebido como un examen moral
(conscience), de tonos muy legalistas, se presenta hoy, ante todo, como un examen de concien-
cia espiritual (consciousness).
En el discernimiento, lo que prima, ante todo, no es el poner etiquetas morales a nuestros
actos (esto es bueno, esto es malo), sino percibir “cómo Dios nos va afectando y moviendo (a
menudo muy espontáneamente) en lo hondo de nuestra conciencia afectiva. Lo que sucede en
nuestra conciencia es prioritario y más importante que nuestras acciones, que pueden ser califi-
cadas como jurídicamente buenas o malas. Cómo experimentamos la atracción del Padre (Jn
6,44) en nuestra conciencia existencial y cómo nuestra naturaleza pecadora nos está tentando
continuamente y nos seduce alejándonos del Padre en la disposición sutil de nuestra concien-
cia”.
Lo que diferencia al examen de conciencia cristiano de cualquier otro método o técnica de
perfeccionamiento de las conductas es que nuestra atención se dirige, no directamente a la eva-
luación de mis actos, sino a cómo el Señor ha ido obrando en mí, qué es lo que me pide, por
dónde me va guiando.
Más que los actos en sí mismos, lo que hay que analizar son las mociones, nuestros esta-
dos de ánimo interiores, los sentimientos, los impulsos que han precedido, acompañado o se-
guido a esas acciones nuestras. Tratamos así de descubrir el origen de estas mociones, en la ac-
ción del Espíritu.
Por eso, más que hacer un recuento de todas y cada una de las acciones que se han sucedi-
do durante la media jornada que examinamos, habría que fijarse en aquellas que puedan ser
más significativas, que revelen una cierta dinámica en relación con otros sucesos semejantes.
El P. Luis González hablaba de hacer una “lectura espiritual” de nuestra vida, “una mirada so-
bre nuestra historia sagrada tal como se ha vivido en los días u horas precedentes”.
Uno de los pasatiempos de algunos suplementos dominicales consiste en unir con una lí-
nea continua una serie de puntos numerados para que emerja una figura que estaba ahí oculta
y que, en un determinado momento, se nos desvela.
El examen debe seleccionar los puntos más significativos de nuestra jornada, relacionarlos
unos con otros, descubrir las líneas de fuerza que van emergiendo, en las que se me revela la
acción de la gracia o mi propia resistencia a la misma.
En realidad, el tiempo del examen es un momento de actualizar en mí los grandes crite-
rios de elección de los Ejercicios, del Principio y Fundamento, de las Banderas, de las Tres
Maneras de Humildad. Sin esperar hasta los ocho días de Ejercicios del año que viene. Tengo
una oportunidad para confrontar mi vida, dos veces al día, con esos criterios que la iluminan y
la disciernen.
Mientras que, en el nivel de la moral, el examen trata de revisar obligaciones genéricas de
la naturaleza humana, el discernimiento espiritual relaciona nuestra vida, no con un modelo o
un ideal abstracto de hombre, sino con una identidad espiritual, única e irrepetible, que es la de
mi propia vocación. Esta vocación exige de mí una respuesta infinitamente más matizada y
exigente que la de los preceptos morales universales. Así, mi aspiración cristiana no es llegar a
ser un superhombre, sino realizar en mí la imagen de hijo a la que Dios me llama por su gracia.

4. Los exámenes: tiempo de pacificación


Para entender uno de los objetivos del examen, podría ayudar recodar una anécdota de la
vida de San Ignacio, cuando el médico le dijo que no entretuviese pensamientos tristes. Se
puso Ignacio a considerar qué cosa le podría poner triste. “Una sola cosa se le ofreció (la que él
más tenía metida en sus entrañas) y era, si por algún caso la Compañía se deshiciese. Pero
más adelante examinando cuánto le duraría esta aflicción y pena, en caso que sucediese, pare-
cióle que si esto aconteciese sin culpa suya, dentro de un cuarto de hora que se recogiese y es-
tuviese en oración, se libraría de aquel desasosiego y se tomaría a su paz y alegría acostumbra-
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da”.
Y, tal como lo había previsto, sucedió un día que le llevaron la noticia de la elección del
cardenal Caraffa como Papa Paulo IV. Durante su tiempo de cardenal, Caraffa había sido muy
hostil a la Compañía y a los españoles, y bien se podía temer que, una vez hecho Papa, “deshi-
ciese” la obra del santo.
Cámara nos describe así lo que sucedió cuando S. Ignacio se enteró de que le habían hecho
Papa a Caraffa: “Cuando le llegó la noticia al Padre, tuvo una notable mudanza y alteración en
el rostro... Se levantó sin decir ninguna palabra, y entró a hacer oración en la capilla, y de ahí al
poco salió tan alegre y contento como si la elección fuese muy conforme a su deseo”.
Recogernos “un cuarto de hora” tiene como efecto recuperar la paz interior y la alegría que
los sucesos de la jornada pueden habernos robado. Si hemos dado lugar a la impaciencia, la
desconfianza, la ambición personal, si hemos caído en una visión demasiado humana de las co-
sas, el examen nos ofrece la oportunidad de subir al monte, trascender nuestros pensamientos y
volver a mirarlo todo con la mirada de Dios. “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos,
ni mis caminos son vuestros caminos. Como se alza el cielo sobre la tierra...” (Is 55,8).
A veces planteamos el discernimiento sólo como una búsqueda de la voluntad de Dios en
temas en los que se ofrece una alternativa, una elección entre dos cursos de acción diferentes.
Pero no olvidemos que hay muchos casos en que la voluntad de Dios se nos revela bien clara
en hechos consumados, que son ajenos a nuestra voluntad o a nuestra elección. Sólo nos queda
aceptar o rebelamos. Discernir no es sólo acertar en hacer lo que Dios quiere, sino también
querer lo que Dios hace (San J. M. Rubio) y aceptar con paz fracasos y limitaciones.
El examen nos restaura en la actitud de alabanza. Por eso el primero de los cinco puntos
es “dar gracias a Dios nuestro Señor por los beneficios recibidos”. La alabanza no es simple-
mente decir unas jaculatorias o cantar unos salmos; es un estilo de vida caracterizado por una
mirada positiva, una sensibilidad y capacidad de admiración ante la presencia de Dios en la que
vivimos sumergidos. Es, en frase de P. Berger, recuperar la confianza en el ser.
Especial importancia tiene esta dimensión en el tiempo de la noche. Ya recomienda Pablo
que “no se ponga el sol sobre vuestra ira, para no dar entrada al diablo” (Ef 4,26). El examen
de la noche es un exorcismo sobre las palabras y los sentimientos negativos de la jornada para
que no se adentren en el subconsciente durante el sueño y lleguen a anidar en nosotros.
Karl Rahner habla de la oración nocturna como una higiene teológica del espíritu que nos
desembaraza del lastre de la jornada, sin permitir que se vaya acumulando en nosotros negati-
vidad de un día para otro, ni arrastrar números rojos indefinidamente.

5. Los exámenes: tiempo de purificación


Aunque hemos visto desde un principio que no se puede reducir el examen de conciencia a
una dimensión puramente moral, de etiquetado de nuestras acciones como buenas o malas, sin
embargo, no hay que olvidar que ésta también es una responsabilidad que cada uno tiene sobre
su propia vida y que no debe abandonar fácilmente. En el texto ya citado, la Congregación
XXXI atribuye al examen “según la intención de Ignacio”, entre otros frutos, el de la “pureza
del alma”.
El pecado se define, ante todo, como un proceso, como un cáncer que crece en el hombre.
Lo importante en este cáncer no es el tamaño, sino la malignidad del proceso. Pequeños tumo-
res pueden causar una gran alarma, y es importante evaluar esta malignidad antes de que los
procesos hayan avanzado demasiado.
Dice un proverbio africano que más importante que examinar el lugar donde te has caído,
es mirar dónde has tropezado. Quizás entre el tropezón y la caída hay unos cuantos metros que
hemos recorrido tambaleándonos.
Dice otro proverbio que los lazos de las pasiones son demasiado tenues para ser sentidos,
hasta que son demasiado fuertes para ser rotos. Los tiempos de examen posibilitan el que esos
lazos sean detectados cuando están empezando a formarse. La medicina preventiva busca de-
tectar las enfermedades en sus estadios iniciales, antes de que hayan dado la cara todavía. Y no
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basta con examinar sólo la opción fundamental o las grandes actitudes básicas de nuestra vida.
Estas actitudes se van intensificando o desfigurando a través de acciones concretas.
Manaranche nos exhorta a no descuidar el examen detallado. La culpabilidad radical y di-
fusa puede enmascarar el reconocimiento de actos concretos libres. Decir que uno es muy pe-
cador puede ser una excusa para no tener que arrepentirse de ningún pecado concreto.
Nada más esterilizador que la vaguedad del alma, la imprecisión, la inatención. Al mismo
tiempo que descubro las profundas raíces del mal en las disposiciones torcidas de mi corazón,
tengo que enumerar esas acciones concretas y datables, que son las que, de hecho, causan dolor
a mis hermanos, desfiguran el rostro luminoso del Señor y retrasan la venida de su Reino.
El cuarto punto es “pedir perdón al Señor por las faltas”. Es abismamos en la misericordia
de Dios. Vivir la contrición, que no es simplemente disgusto por el deterioro de mi imagen
ante mí o ante los demás, sino el sentimiento profundo de traicionar un amor que se me ha
ofrecido y se me sigue ofreciendo. El ver cómo el amor de Dios sigue acogiendo lo más torpe
que hay en mí hace crecer mi propio amor en la experiencia de que a quien mucho se le perdo-
na mucho ama. La verdadera contrición siempre termina en un cántico de amor y de alabanza.

6. Los exámenes: tiempo de proyección


El examen se centra en la media jornada recién vivida, pero se proyecta hacia la media jor-
nada que voy a iniciar. Actualizo para el concreto de los momentos previsibles en la jornada
las opciones fundamentales que he ido tomando en mi vida.
“El quinto punto, proponer enmienda con su gracia”. Vemos cómo tampoco en este punto
nos salimos de la esfera de la gracia, para apoyamos en nuestra fuerza de voluntad o en nues-
tras técnicas.
Hay una bonita oración que gustaba de repetir Juan XXIII y se titula “Sólo por hoy”. Co-
mienza así: “Puedo hacer bien durante doce horas, lo que me descorazonaría si pensase en te-
ner que hacerlo durante toda la vida. SÓLO POR HOY trataré de vivir exclusivamente el día,
sin querer resolver el problema de mi vida todo de una vez”. Sigue enumerando muchas otras
cosas con las que me puedo enfrentar por cortos espacios de tiempo.
Aunque, como explicábamos, el examen ignaciano no coincide con técnicas conductistas
para mejorar el comportamiento, no cabe duda de que puede tener ciertos puntos de contacto
con ellas.
Los psicólogos conductistas las aplican para solucionar conductas concretas que estorban o
dañan al sujeto y a los que conviven con él. Puede aplicarse tanto a eliminar una fobia a un de-
terminado animal, una adicción a una droga o a comerse las uñas, a sentimientos de baja au-
toestima, a dominar exabruptos temperamentales...
¿Qué tiene que ver la modificación de estas conductas con el Reino? En algunos casos
pueden ser totalmente indiferentes. En otros casos se trata de limitaciones insalvables sobre las
que no tenemos dominio alguno, y nos ayudan a vivir en humildad y a ser misericordiosos con
nosotros mismos y los demás. Pero habrá ocasiones en que el cristiano deberá utilizar los re-
cursos a su alcance para cambiar estos comportamientos.
Es lo que pretende San Ignacio con el Examen particular. Liberamos de “pequeños” de-
fectos, que en ocasiones pueden ser ese pequeño hilo que está impidiendo que el ave pueda vo-
lar, o ese pequeño tapón que obtura el paso del agua abundante.
Las técnicas conductistas a las que me refería antes invitan a vivir anticipadamente, por
medio de la imaginación, los sucesos que prevemos en la jornada. Imaginativamente nos vivi-
mos a nosotros mismos “en situación”, dando la respuesta que querríamos dar en una determi-
nada circunstancia que se anticipa. Cuando luego, en el curso de la jornada, se produce esta si-
tuación, uno está ya como programado interiormente para actuar.
Igualmente estas técnicas nos hablan de revivir las escenas de la jornada que acaba de
transcurrir. Cuando detectamos que hemos dado una respuesta inadecuada, revivimos retros-
pectivamente la escena y nos la imaginamos con un final distinto: la respuesta que habríamos
querido dar y que no dimos.
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Creo que el uso de las “adiciones” ignacianas representa la utilización sistemática de re-
cursos de una sana psicología al servicio de la obra de la gracia. Poner los medios como si de-
pendiera de nosotros, y luego esperarlo todo de Dios, porque en realidad todo depende de él.
Nuestro servicio al Reino nos obliga a utilizar todos los medios de la naturaleza y de la
gracia en la búsqueda de la voluntad de Dios y en la transformación del hombre viejo por la
docilidad al Espíritu. El don recibido tiene que transformarse en tarea. El indicativo se conjuga
junto con el imperativo. Sois luz; sed luz.
El “revival” actual de la espiritualidad ignaciana tiene todavía como tarea pendiente la in-
tegración y revalorización de los exámenes de conciencia, que son uno de los instrumentos in-
dispensables para ser realmente contemplativos en la acción y buscar y hallar a Dios en todas
las cosas.

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