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Entrampado

Según ella, lo mejor de su vida ya había pasado. Fueron aquellos momentos incomparables
al lado de quien más amé. Y es que, en verdad, la había pasado bien. Desde el mismo

momento en que conoció a Adalberto Patiño, sintió algo así como secuencias lógicas dentro
del laberinto ilógico que la había acompañado. Era un decir. Pero, de alguna manera, el
énfasis de sus palabras estaba del lado de aquellos eufemismos sólidos que eran su
fortaleza: en todo lo que hacía vibraba una razón de ser un tanto amorfa.

Todo el tiempo en función de lo mismo. Comoquiera que lo funcional estaba metido en su

ceguera mental. Como mujer se sentía aludida por cualquier frase, aun fuera construida al
calor de conversaciones nimias o absurdas. Sentía, casi siempre, un vacío en su interior. Una
especie de incuria latente; pero que se desparramaba en cualquier momento. Una vida en

pura expresión tendencial. Negaba cualquier posibilidad de crecer en lo que siempre han
llamado algunos filósofos “la búsqueda del yo, para tratar de no desaparecer como sujeto”.

Bien entrada la noche, llegó a su casa. Había estado en el hospital, visitando a su amiga
Beatriz. Una enfermedad un tanto desconocida. El médico no había logrado descifrar el

origen de los fuertes dolores de cabeza, acompañados de espasmos corporales cada vez
más acelerados. Después de cerrar la puerta notaría que algo impreciso se movía por toda la
casa. Y no era simple percepción ligera. Sin embargo hizo todo lo posible por no desperdiciar

su racional entendido de lo que puede pasar en cualquier lugar y a cualquier hora.

De todas maneras azuzó lo que ella misma llamaba “una sorprendente capacidad para
escuchar lo que ninguno puede escuchar”. Siguió adelante con la intención de descubrir lo
que podría entenderse como secuencias incorpóreas que estarían dispersándose por toda la
casa. Y recordó que, en su infancia, le había sucedido algo similar: ese día que la habían

dejado sola en casa. Por cierto, su familia vivía en el barrio Villa Esmeralda: desde que su
padre había dejado de pertenecer a la empresa. Era todavía muy temprano en la mañana. Se
sintió arropada por vibraciones de origen desconocido. Trató de alcanzar la calle, pero la

puerta estaba cerrada. Alguien había bloqueado la cerradura desde afuera.

Sus pasos se harían cada vez más inseguros. La ventana del medio estaba abierta. Desde
ahí se proyectaba una figura azulada, sin ningún perfil definido. Ya había ocurrido antes,
cuando en una de las sesiones de trabajo del grupo de psicología clínica, el profesor

Adalberto hacía referencia a la estampación de la libido: no es otra cosa que el desasosiego


que nos recorre desde el mismo momento en que dejamos de ser infantes y nos convertimos
en sujetos que potencian su pulsión en presencia de alguien que desean.

La ventana se cerró. No supo por qué. Pero la figura no se había diluido. Simplemente había
cambiado de sitio y de color. Seguía el vuelo que siguen las sombras cuando simplemente se

enconchan en cualquier lugar. Como esa mañana que estaba sola, encerrada: estuvo
corriendo por toda la casa; hasta que se sintió presa de un dolor de cuerpo, ya que alguien la
golpeaba. Y, cerrando los ojos, trataría de imaginarse en medio de una fuga incierta,

impulsada por el viento que se había acomodado en todo el espacio.

No más entró en su cuarto, el silencio dejaría de estar presente. Unas voces encabritadas se
extendían por todo el lugar. Y se alternaban con sonidos no conocidos antes. Cada que
cerraba los ojos, su cerebro se desencajaba. Y se iba disolviendo la capacidad para recordar.

Cada lugar, en el tiempo, era algo así como un vacío precursor de la ineptitud.

Beatriz estaba en el mismo sitio. Ahora eran convulsiones cada vez más incapacitantes. En el
hospital, todas las luces estaban apagadas. Sentía que, cada giro en el universo, era el
mismo momento que ya había vivido. Como cuando era niña. Su madre la acunaba sin dejar

de recordar lo que había vivido en sus largos años. Siendo ella misma una niña que había
dejado de crecer. Encarcelada en el horizonte estrecho de su libertad comprimida. Y cada
roce de sus manos en la cara de su hija, no era diferente a las caricias que la abuela le
brindaba. De ser así estaría en el proceso de confusión que ya había sido patentado por los

precursores de la memoria inhábil. En donde el recuerdo siempre estaría asociado a la


invidencia propia de quienes todo lo veían sin ver nada. No era, en sí, una alegoría impropia.
Por el contrario: formas vinculantes que se extendían sin dejar de enhebrar las variables
creadas de antemano; por parte de quienes estaban al mando de cualquier acción de

disociación.

Viridiana despertaría algún día. Lo que pasa es que Abelardo necesitaba hablarle. No podía
esperar que la secuencia viajera de la posibilidad como latencia, aplazara la realización del
compromiso. Mucho tiempo atrás, él mismo, había vivido en escenarios brutales. Por lo

mismo que era acompañante de los oficiosos detentadores de la memoria. Tiempos aquellos
de imperiosos deseos: disociaciones como soporte de la verdad asfixiada, realizaciones que,
en perspectiva, acuñaban el espectro propio de las alucinaciones. Y recordaba su estancia
en el hogar. Un periplo en el cual la dejadez era una constante inhóspita. El padre lidiando

con su tendencial propensión a la violencia. Él mismo lo veía siempre presa de la


irascibilidad. No podría entender nunca el ensañamiento con Eloísa, su madre. Como aquel
día que quedara adportas de la ceguera; como resultado de los golpes recibidos en la frente.

Casi inaudita la severidad. Sangraba a borbotones, mientras su padre la golpeaba cada vez
con mayor dureza. Tal vez, se decía, venía de tiempo atrás; cuando Eloísa había insistido en
el desamor.

Eloísa había conocido a Horacio Pamplona el mismo día que nació Abelardo. Era asistente

del obstetra que la había atendido durante todo el embarazo. En una de la sesiones de
control fue atendida por él, ya que el doctor Mauricio Orjuela no pudo estar. Eran como de la
misma edad. Estudiante de medicina en la misma universidad. Un diálogo surtido de

recuerdos, Siendo Horacio todavía niño había vivido momentos difíciles: la impropia desidia
de sus hermanos, ante sus dolencias exacerbadas. Un cuerpo lleno de laceraciones de
origen desconocido. Sólo habría la explicación asociada a la aparición en casa de figuras de

diferentes colores, que vagaban y hendían sus espolones en su cuerpo.

Por su parte, Eloísa, se daría cuenta de las afugias originadas en la perversión de uno de

sus primos. La había abusado el mismo día que cumplió ocho años. Una brutalidad
inenarrable; habida cuenta de la agresión en su hendidura. Todo como tratando de saciar las
exigencias de su libido. El día anterior tuvo un sueño que fue premonitorio: Luces de colores
demasiado brillantes; de colores no identificados, arropaban figuras que destruían cualquier
noción la estética. Saltaban por encima de su cama, y, la herían en brazos y piernas.

Ululaban expandiendo sonidos insumisos, por lo mismo que laceraban el oído.

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La casa seguía ahí. Puertas y ventanas cerradas. Destacaba el color ocre todavía fresco.

Adalberto trataba de forzar la cerradura y denotaba ansiedad absolutamente perceptible, Sus


manos temblaban sin control. Vestía un enterizo burdo. Un tipo de dril color verde, Recordaba
la textura de las guerreras que llevaban puestas los oficiales de los marines que invadieron
Panamá. Inclusive, él mismo, había estado allí; cuando acompañaba al general Noriega. El

19 de diciembre de 1989, habían estado en ciudad Colón, tratando de reagrupar el ejército.


Iban y venían por el puerto increpando a quienes difundían la versión de que era necesaria la
intervención de tropas extranjeras, argumentando que el General habría desviado la razón de

ser de la revolución.

Por más que hendía el atornillador en la chapa, no lograba abrir la puerta. Y se exacerbaba
su lujuria; recordando los momentos de su estancia al lado de Viridiana. Por cierto, en un
aposento lúgubre, comoquiera que era un cuarto maltrecho y húmedo. Situado al lado del

refugio de las hetairas en decadencia. Un barrio de amplias calles que bordeaban las
herrumbrosas clásicas de Atenas. Acezaba sin ningún tipo de pudor cuando, al fin. logró
entrar. El interior estaba derruido. Paredes desconchadas y embadurnadas de líquido

viscoso, maloliente. El piso estaba cenagoso y púrpura, como si se hubiese mezclado barro y
sangre. El cuarto de Viridiana estaba abierto, lóbrego, distante. Yacía en la cama, en posición
inicua; como cuando un cuerpo ha sido vejado y obligado a desandar un camino, en el tiempo
pasado de los rehenes esclavos de los Señores.

Beatriz seguía al lado de su madre. Ya las caricias no expresaban la ensoñación y la ternura

de antes. Ella percibía el dolor que cruzaba su memoria. Lejano estaba ya el día que la
acompañó al nacer. Su padre miraba la bruma que reverenciaba al sol que recién salía,
embrujando de calor la ciudad. Hasta cierto punto insípido el entorno callejero. Envolvente

manifiesto a la insurgencia de los rigores societarios. Una visión aplanada, inhóspita, carente
de sosiego, como enjambre ponzoñoso; en donde tenía asiento la tristeza ante la partida de
quienes tuvieron que huir de la violencia y la miseria.

Y no es que Viridiana estuviera muerta; sucedía que su cuerpo estaba lacerado. Sus ojos

irían perdiendo el inmenso brillo celeste. Ya no convocaban a la elucidación. Adalberto


caminaba de un lugar para otro, viendo pasar la vida. Se detendría en cualquier momento. Lo
que pasa es que su tiempo exigía decisiones inmediatas. Él sabía que debía resolver el
bochornoso problema ocasionado por insensatez de quienes habían maltratado a su novia. Y

recabó en el recuerdo de las extrañas noches: siendo, como en verdad habían sido,
expresión de la dicotomía entre querer ser y la no aceptación de lo que era. Una sinonimia de
palabras envueltas para la disociación del pasado. ¡Sí, se detendría en cualquier momento!

Pero es que, ahora, necesitaba estar lúcido, para no repetir lo que hizo cuando Beatriz estuvo
a su lado. El día aquel que encontró la espina con la cual le hirió la frente, extendiéndola
hasta los ojos. Y la ceguera vendría después; sin que hubiera sido beneficiosa la acción

acariciadora de su madre.

Algún día levantaría el cuerpo. Pero, antes, tenía que resolver lo que debía hacer respecto a
su lujuriosa expectación. No había podido neutralizar su ansiedad. Seguía vagando. Iba
desde el cuarto, hasta la puerta de entrada. Desencajó la ventana que daba al patio e

inspiraba el aire frío, acerado. Caía la noche cuando se dio cuenta que el cuerpo de ella
había desaparecido. Solo quedó el vidrioso piso en donde antes había dado tantos pasos.
Volátiles sombras se escurrían por las paredes agrietadas, quejumbrosas, húmedas. El techo

surtía un líquido viscoso nauseabundo, agitado. Se entreabrió la puerta y afuera se


escucharon los mismos sonidos que antes habían apabullado toda la casa. Además, el frío
era paralizante. Entraron las insidiosas figuras interpretando danzas grotescas, absurdas, por
lo mismo eran cuerpos incompletos, muñones en vez de brazos y piernas, se desparramaron

por toda la casa en inicua malversación del tiempo.


 

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Una vez salió de la casa en compañía de Beatriz, Viridiana se instaló en el centro de la


ciudad. La habitación era espaciosa sin llegar a ser el esplendoroso refugio de su infancia.
Llegaron cuando la noche era un arrebato de lluvia intensa. El conductor del vehículo estuvo

a tiempo para recogerlas. Previamente había realizado reconocimiento de todo el perímetro;


de tal manera que ya estaba todo definido en términos del recorrido y las condiciones que
permitirían el acceso, eludiendo cualquier vigilancia; por lo mismo que ya habían advertido el
posicionamiento de los cómplices de Adalberto.

Evocaba el tiempo que había vivido con su familia. Siguiéndole el paso a la melancolía como

expresión constante, originada por el comportamiento procaz de su padre en todos los


escenarios. Era un horizonte construido paso a paso; como simple secuencia advertida, casi
siempre de la mano de acciones que ponían en evidencia la condicionalidad que conllevaba

el sometimiento autoritario. Entonces, para ella, la vida había transcurrido en un contexto de


severidad perversa; en tanto que nunca pudo elucidar las circunstancias reales en que se
desenvolvían las relaciones familiares. Mucho tendría que ver, además, el comportamiento de

su madre, como mujer con una afinidad propia respecto a quienes el sometimiento era algo
así como lugar común y necesario. Nunca, entonces, haría ningún cuestionamiento. Como
cuando no se vislumbra ninguna posibilidad de trasgresión. Por el contrario, aplicando la

sumisión como punto de partida de cualquier actuación.

Durante su permanencia en la escuela había evidenciado una tendencia al ocultamiento de lo


que era la realidad vivida en el hogar. Tal vez en la intención de construir una especie de
universo diferente, a partir de cifrar un modelo propio, en donde los referentes eran sus
propios imaginarios; sintiéndose niña amada sin ningún tipo de vulneraciones. Como mujer

involucrada en ejercicios rituales que tenían como soporte el profundo respeto por sus
pulsiones de vida, como infante lúcida, tanto en sus proyectos; como también en los juegos
de lúdica andante, brillosa, transparente. Fue en esa condición que conoció a Beatriz. Siendo
ella, a su vez, una niña inmersa en un cuadro relacional familiar parecido. Y con esas

expresiones y ansiedades comunes ellas fueron redefiniendo perspectivas.

El proceso de adaptación empezó el mismo día. Una vez despidió a Beatriz, se dio a la tarea
de redefinir su proyecto. Sin embargo no pudo controlar la memoria. Esta se abriría camino a
partir de posicionar lo sucedido aquella noche que llegó a la que era su casa; como episodios

insumisos que daban lugar a las expectaciones que la habían acompañado. Lo primero fue el
recuerdo de las alucinaciones que permitieron surgir las imágenes incorpóreas, de colores
espesos un tanto inusuales al momento de reconocer el espectro propio de la física. Y la
transportación de las mismas a través del espacio lúgubre. Una relación que no parecía

circunstancial; sino más bien un escenario que había permanecido en el tiempo, desafiando
la lógica propia del proceso de desenvolvimiento espacial e histórico. Para ella era algo así
como una sumatoria de secuencias envueltas en un todo ajeno a lo circundante. Tal vez, por

esto mismo, incorporó la noción del Ser Único, inamovible, inalterable. Otra condicionalidad
diferente a la originada por el transcurrir de hechos y acciones afines a lo que significa la
humanidad como sujeto colectivo no iterativo ni omnisciente. Recordó que se sintió presa de

la obnubilación; que accedió de manera involuntaria, a un estado de sumisión y enajenación.


Las heridas habían sido producidas por ella misma, con la ayuda de las imágenes que, aun
siendo incorpóreas, eran manipulables; tratando de convertir ese momento en la razón de ser

del redimensionamiento de su vida; con una perspectiva histórica homogénea.

En verdad no sabía si sería un reordenamiento absoluto; por lo mismo que no podría ajustar
su bitácora, sin antes ponderar de manera adecuada el punto de inflexión de la memoria
respecto al tiempo como variable asociada al transcurrir; como cuando estuvo en situación

parecida al comienzo de su relación con Beatriz. Ellas habían empezado por redefinir el
estado de la realidad, a partir de los imaginarios comunes, sin dejar de ser, en sí, cada quien.
Porque no bastaba con ser niñas circunscritas a escenarios autoritarios perversos,
soportados en la yunta propiciatoria de vulneraciones constantes. Y crecieron en cuerpo

físico, decreciendo, cada vez más, respecto a la espiritualidad entendida capacidad para
revertir el daño recibido. De todas maneras eran dos mujeres con una afinidad absoluta: la
predisposición a repudiar la inmanencia, por lo mismo que supondría la permanencia de los

condicionantes aviesos, inherentes a la perversión, casi como castigo impropio.

Una vez superada la indecisión, se dio a la tarea de posesionarse del espacio; comenzando
por entender la movilidad como insumo asociado a la localización de los puntos de
referencia; prodigándose en expresiones para sí misma y que daban cuenta de su

propensión a la identificación, casi geográfica, de espacio y tiempo. Pero tenía que ir más allá
de la simple constatación física; tendría que pensar en la recomposición, si, en verdad, quería
romper el envoltorio ideológico que la venía asfixiando. Como tozudez involuntaria, volvería
el recuerdo; esta vez de la mano de Adalberto. Lo había conocido de manera fortuita, cuando

recién cumplió diecisiete años; en un lugar un tanto ajeno: el barrio Porvenir, situado en las
afueras de la ciudad. Había ido hasta allí, acompañada de su profesora de biología, para
visitar el museo de ciencias naturales. Él estaba a cargo del mariposario; oficio que alternaba

con su rol de estudiante de medicina. Una de sus funciones era la de guiar el recorrido de los
visitantes. Ella, un tanto turbada, preguntaba por los diferentes momentos del proceso; al
tiempo que notaba algo parecido a una insinuación, en la mirada y ademanes del guía. Sin

saber el porqué, recordaba las actitudes de su padre; fundamentalmente cuando ella estaba
a solas con él en la casa: Cuando el espacio se estrechaba; cuando ella sentía encima el
calor enervante de su cuerpo al acecho, Al terminar la sesión, el guía se hizo más insinuante;

ya no solo con su mirada y el movimiento de sus manos; sino también con las palabras; como
tratando de darse a entender a través del lenguaje simbólico en el cual todo era sinonimia en
cuanto a expresión de la libido, trascendiendo la mera expectación; a través de alegorías

susurrantes. A partir de ahí todo le parecía una envoltura entre perniciosa y tierna. Y sería,
durante mucho tiempo, el pleno discernimiento acerca de lo que es su consciente en relación
con la posibilidad de acceder, en pleno, al consentimiento de cada caricia insinuada y de
cada tocamiento en sus sueños. Por más que iniciaba una fuga del cerco construido por la

actuación del guía; a cada nada sentía la necesidad de ser arropada por su mirada, por sus
brazos, por el calor de su cuerpo.
 

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Adalberto salió de la casa: Noche obscura, cerrada, fría, envolvente. Dirigió sus pasos hacia

la carretera principal, con la intención de abordar algún vehículo que lo llevara al centro de la
ciudad. Tenía que recuperar el tiempo perdido; habida cuenta que no podía demorar más la
preparación de su ponencia al simposio de medicina interna. Entró a la oficina situada en el

segundo piso de la facultad, Previamente había sido informado por el portero que alguien
espera desde las siete de la noche. Era evidente que W. Finch era muy puntual; aun teniendo
en cuenta que habían pasado seis meses desde que acordaron la reunión. Venía de tiempo
atrás el proyecto relacionado con el manejo de ciertas patologías, Fundamentalmente los

espasmos asociados al funcionamiento defectuoso de los músculos abdominales. El ajuste


de los protocolos debería incluir una vigilancia de cada paciente desde el mismo momento en
que ingrese al hospital. En el caso de W. Finch había antecedentes de aplicaciones, como

médico itinerante, en varios hospitales en ciudades intermedias de algunos países. Pero, tal
vez, lo que más les había acercado desde el punto de vista científico tenía que ver con
algunas observaciones aleatorias relacionadas con cuadros puntuales que involucrarían

trastornos en el comportamiento asociados a largos periodos de hospitalización. Estuvo


durante largo rato tratando de poner orden sus ideas. No podía ocultar la ansiedad,
incentivada por los hechos recientes. Todavía daba vueltas en su mente el espacio interior de

la casa de su novia; el cuerpo que creyó inerte, su desaparición inexplicable y el deterioro


absoluto de cuanto allí se encontraba. Hasta cierto punto se sentía como sujeto cómplice; por
cuanto tuvo conocimiento previo de las alucinaciones en que se encontraba inmersa la mujer.

De esto daban cuenta los diferentes momentos vividos a su lado. Esencialmente se trataba
de advertencias prolongadas originadas en sucesivos estados de angustia, con ciertos
condicionantes vertebrados desde su infancia. Él mismo habría propiciado algunas crisis, en
tanto que la presionaba de manera inaudita. Nunca podría olvidar, a manera de ejemplo, lo

sucedido después de una de las visitas que ella hiciera al museo de ciencias naturales.
Saludó a su colega con un fuerte abrazo y lo invitó a sentarse en una de las sillas dispuestas
para los visitantes. Empezaron por revisar algunas de las notas que habían escrito en la

reunión anterior. W. Finch estaba un tanto inquieto; como si quisiera expresar algo, sin poder
precisar las palabras ni la idea. Algo parecido a una conmoción de origen ambiguo, que iría
creciendo al percibir el malestar de Adalberto. Ambos eran presa de la confusión que se hace

presente cuando la hilvanación de los conceptos se hace lenta y torpe. Pasado un tiempo, los
dos, se darían cuenta de las imprecisiones y de las falacias conceptuales que pretendían
soportar sus argumentos. Como si nunca hubiesen compartido ideas y experiencias. Entraron

en letargo. Sus voces en desarmonía absoluta; fluían las palabras, pero expresando
contenidos de otra onda e ideas: acerca de los condicionantes cuanto cada sujeto encuentra
que los rigores de la infancia se acrecentaron, de tal manera que podría hablarse de algo así
como “el asesinato del espíritu, del alma”. Y, con ejemplos, sin saber de dónde provenían,

empezaron a analizar circunstancias y acciones de esas que llaman en psiquiatría “actos


fallidos y/o repercusiones tardías que empiezan a concretar posiciones en el tiempo y el
espacio”. A pesar de ese recorrido por laberintos impersonales; Adalberto empezaría a

discernir acerca de lo sucedido respecto a Viridiana: las condiciones en las que la encontró y
los antecedentes; yendo, en puro vuelo de la memoria lejana, hasta el anecdotario conocido
a través de sus propias expresiones: ese hogar sombrío, en donde sucedieron vejámenes

individuales y colectivos; a partir de ejercicios autoritarios, mendaces. Y, ella, sujeta de


vulneraciones cada vez más letales. De tal manera que iría creciendo la subyugación;
propiciando cuadros de melancolía, neurosis, delirio y paranoia. La recurrencia en cada una

de las expresiones de Adalberto, empezaría a trastornar a W. Finch; quien, por esa misma
vía, iría cayendo en similares repeticiones y vacíos.

Cuando terminaron la conversación, era casi medianoche. Ambos, se mostraban cansados y


con la sensación de haber perdido los referentes vinculados con lo que hubiese querido
concretarse: Una seguidilla de expresiones casi inocuas. Con mayor razón, habida cuenta de

que había concertado la reunión con un propósito preciso. Estuvieron en silencio durante casi
una hora. Alguien tocó la puerta del recinto: era el vigilante del edificio, quien les informó que
en la portería principal, se encontraba una mujer. Había preguntado por el doctor Adalberto y,
según ella, se trataba de un asunto de extrema urgencia.

Eloísa había buscado a su hija durante tres días. Estuvo en todos los lugares frecuentados

por ella, sin ningún resultado positivo. El tiempo transcurrido desde la desaparición, había
sido de angustia permanente, fundamentalmente a raíz de hechos propiciados por el padre
de la niña. Era algo asi como un acumulado de perturbaciones. En este hogar en el cual se

han dilapidado los referentes morales y de respeto. Una padre de ideas retrógradas acerca
de la autoridad y de los derechos de las mujeres; el énfasis ha sido la vulneración. Una
manera abierta algunas veces, y solapadas, otras. Tal vez lo que ha pasado es que la sombra
del desasosiego nos ha acompañado de manera constante; imperando el significado avieso

de la actuación autoritaria, a partir de la cual el sujeto-padre, deja atrás la mera simbología


tendencial de la vulneración, para convertirla en arquetipo asociado al estado de
inconsciencia, ya no solo en el entendido colectivo; sino también en lo que atañe a la

individualidad. Viridiana, entonces, sufrió todo el tiempo; viéndose involucrada en acciones de


constante asedio por parte de su padre, Y era tan cierto esto, que la necesidad de fugarse se
convertiría en deseo absoluto, ya no en términos de símbolo asociado a la libertad; sino,

también, en una partición de cuerpo y de espíritu. Sería lógico, en consecuencia, entender


que lo que hizo Adalberto, al insinuarse como refugio apropiado, o al menos parte de lo que
era ella; conllevaría a desatar la pasión de ella, como adolescente; como mujer que

necesitaba ampliar el espectro de su quehacer. El problema era como manejar tiempo y


espacio para avivar la insurgencia.

“He venido a hablar contigo, porque mi hija ha desaparecido”. W. Finch observaba a su


colega, como tratando de encontrar en su mirada la razón de ser, el porqué de la expresión

de la mujer que había entrado de manera abrupta. Sin embargo, la actitud de Adalberto no le
permitía entenderlo; por lo mismo que, este se sumió en una profunda turbación. El cuerpo
lacerado estaba todavía en el piso, y él seguía caminando desde el cuarto hasta la ventana,
absorto, totalmente enajenado. Y recordó el momento de la desaparición del cuerpo de su

novia, sin explicación lógica, creíble. Nadie había entrado, nadie había salido. Y evocaría el
tiempo pasado al lado de ella; al menos aquel día que la conoció en el mariposario. Fue
determinante la acción de transferir, con la mirada y el movimiento de sus manos, el deseo de

poseerla, aun fuera en presencia de la maestra que la acompañaba. Y, después, todo aquello
del proceso de enamoramiento; a partir de involucrarla en las acciones concretas, ya no
insinuadas. Entonces la motivación se convertiría en cerco, en acoso, en aviesa actitud

envolvente; aplicando la técnica que había aprendido de su padre. En su hogar era práctica
cotidiana; así fue como su hermana fue vulnerada, violada. ¡Execrable, sí!; pero aceptado,
por lo mismo que el padre era autoridad incuestionada. Sería, para él, referente de

perversidad, como símbolo estrábico. ¡Otra vez solo en el cuarto!, mirando las paredes
húmedas y malolientes; el techo viscoso, el piso empozado.

Por primera vez, desde que ella había entrado, la miró; tratando de apaciguar su ansiedad:
“No la he visto desde hace una semana”. Pero bien sabía que no era cierto. No más el día
anterior estuvo con ella en ‘Villamaría’, el barrio que acostumbraban visitar para divertirse.

Eran famosas las fiestas de la lúdica andante. Bailes, cantores y cantoras, juegos, música.
Viridiana era invitada de honor cada año. Allí había realizado sus prácticas como educadora
en salud comunitaria recién graduada. Las organizaciones sociales habían consolidado

programas de enseñanza primaria y secundaria, de la mano de ella; además de un proceso


identitario de las comunidades afrodescendientes. Recordó, plenamente, el momento en que
se separaron. Ella lo increpó por su actitud lasciva, tratando de manosear a una de las

lideresas anfitrionas. Y saldría corriendo desesperada, acompañada por Beatriz. Después


vendría algo asi como la persecución, él, tratando de alcanzarlas; embotada su mente
producto de la ingesta excesiva de licor.

W. Finch seguía atornillado al asiento. No paraba de tratar de entender lo que percibía en la

actitud de Adalberto; por lo mismo que era evidente el extravío de su mirada y el movimiento
convulsivo de sus brazos. Vino a su memoria cuando conoció a su amigo: había pasado
mucho tiempo: estaban al lado del General. Era el día 19 de diciembre de 1989; el discurso
había sido repetido durante toda la semana: el General estaba concentrado en tratar de

demostrar su condición de sujeto con afinidades absolutas respecto al pueblo, a sus ansias
de autonomía plena. Mucho tiempo ha pasado desde que nos colocaron en condición de
súbditos. De lo que se trata, ahora, es de demostrar que nuestra libertad interior sigue viva.

Un patrimonio que desde la identidad cultural, hasta la pulsión de vida que nos ha
acompañado durante todo el proceso de construcción de país y de nación. La separación
produjo un impacto no entendido en su comienzo; por lo mismo que nos sitúo en una

condición de orfandad latente. Como cuando el sujeto individual pierde su nexo con la madre
y, por lo mismo, siente la necesidad de reacomodar su vida, buscando una compañía que la
reemplace; asi sea por vía impropia; como en verdad sucedió. Nos vimos, entonces,

inmersos en un escenario que tendría como referente la yunta económica y politica


previamente propuesta, como señuelo condicionante y absorbente. Fue algo así como
entender, de manera tardía, que nuestra ubicación geográfica daría pie a la elaboración de
proyectos vinculados con obsesivos intereses comerciales internacionales. Somos, en

consecuencia. Un sujeto colectivo que ha navegado, en veces, en la inconsciencia, íngrimo,


sufriente, presa de la neurosis.

Estuvimos, él y yo, inmersos en el concierto de las verdades absurdas: todo dando vueltas
alrededor de la invasión anunciada. Se veía venir el arrasamiento; todo porque se había

tejido la versión acerca de las actividades supuestamente criminales del General. Y, en


verdad, la definición y tipificación del delito como acción en contravía de la normativa
establecida, algo parecido al concepto de rebeldía que asume un sujeto cuando destaca su

cuestionamiento a la autoridad. Y, entonces, empieza a perfilar posturas de auto desagravio;


tratando de destruir la sumisión. Y sucede que, casi siempre, extravía el camino: se confunde
la lucha contra el control, con la implementación de acciones que, en veces, él mismo no

controla; deslizándose, así, hacia posiciones de agobio de su propio ser y de los demás; con
mayor razón cuando, como en el caso del General, el enfrentamiento con la yunta del
“gendarme universal”, no se da cuenta que existen protocolos que trascienden la esfera local
y personal, para convertirse en referentes supuestos o reales de lo que se ha dado en llamar

“ética del compromiso internacional”.


Adalberto y yo empezaríamos a posicionar un proyecto relacionado con la psicología
individual y colectiva, aplicada en entornos heterogéneos: estudiando las acciones

comportamentales de grupos humanos locales seleccionados al azar. Tal vez, a partir de las
experiencias adquiridas, fuera posible la redefinición de algunos roles en términos de la
relación sujeto-acción-retos; con énfasis en el análisis de los condicionantes exógenos,

fundamentalmente cuando el sujeto que dice ser autónomo y libertario, enfrenta situaciones
de profunda conmoción ante el avasallamiento, por la vía de la fuerza desmedida. Todo
porque, en perspectiva, se pudiese desvertebrar el acervo cultural, politico y económico de

una determinada comunidad organizada como nación. Para el caso que nos ocupaba, era
una aproximación un tanto forzada a la relación entre sociología, antropología y psicología.

El proceso entraría en crisis, cuando empezamos a percibir cierta erosión de nuestra relación
con el General: más que nada, por cuanto se fueron erigiendo fricciones entre nuestra
convicción de que la pluralidad debería incluir una convocatoria a la resistencia civil,

incluyendo a diferentes sectores políticos, así no fueran del todo afines a la posición oficial. Y,
de otra parte la tendencia del líder a hacer valer la preeminencia absoluta de su yo como
soporte básico e incuestionado en la confrontación con el invasor. Empezaríamos, en

consecuencia, a intentar la decantación de la información recibida y, por lo mismo, de la


posibilidad real de lograr impedir la debacle que avizorábamos. En nuestros análisis,
tendríamos como insumo válido la experiencia cubana cuando el “gendarme universal”

invadió y sufrió una derrota sin precedentes; en tanto que la organización de la resistencia
constituiría ejemplo de unidad de cuerpo que involucró a toda la población bajo el liderazgo
de la jefatura de la revolución. Y vendría aquello que nosotros tipificaríamos como “la

sinrazón real del “ícono decadente”; porque las evidencias empezarían a trascender y derruir
su condición de líder y promotor de la independencia. La decantación iría más allá:
involucrando aspectos como el significado de la disociación conceptual y la disonancia
cognitiva; en consideración a las actitudes del General adportas de la invasión.

Precisamente, el 19 de diciembre de 1989, asistiríamos al evento convocado por algunos


dirigentes de la resistencia: era evidente el desasosiego y la frustración. Y vendría a cuento el
significado preciso de las palabras desolación y orfandad: en un proceso que había
despertado ilusiones y que ahora, necesariamente, remitía a la catarsis como posibilidad para
curar el desencanto. Quedaría claro, para nosotros, que habíamos deambulado por

escenarios esotéricos que nos imprimieron y que dejarían una huella perniciosa en nuestra
consciencia. Tal vez esto podría explicar la absorción de un ideario confuso; tanto en
términos de nuestra profesión, como también en el tipo de relacionamiento colectivo e

individual: como sentirse inmerso en sucesivas expresiones de extravío mental que


conllevaría a desarreglos emocionales en circunstancias específicas; cuando se confunden
referentes y entramos en la bipolaridad, sin poder controlar los condicionantes.

******************************

En cualquier espacio se sentía azorada, presa de constante delirio de referencia. Desde


aquella noche en que perdió su capacidad de razonamiento y que diera lugar al

desdoblamiento de su estado emocional real; convirtiéndose en sujeto manipulador-


manipulable, de tal manera que desarrolló acciones, esa noche, vinculadas con el extravío
propio de un ente transitorio, impersonal, inicuo. Estaba inmersa en una ensoñación volátil,

señera; sin lograr acomodarse a lo real; con la vida en sucesión de momentos inconclusos.
Por lo tanto, cuando llegó Beatriz fue como sentir el retorno de la lucidez que creía perdida. Y,
al hablar con ella, su memoria empezaría a desparramarse, a reconstruir las acciones

olvidadas; en un vuelo de inmensa locomoción espiritual. “No pude venir antes, ya que
estaba tratando de resolver lo atinente a nuestro proyecto, por cuanto era necesario constatar
primero la disposición real de los tutores. No sé si recuerdas que el profesor Rodríguez tiene

algunas dudas respecto a la metodología que utilizamos para construir el formato de las
entrevistas”. Sin embargo, Viridiana, no había logrado aterrizar. Seguía en condición de
sujeto demediado; como si, todavía, no pudiese enhebrar ninguna idea o propósito. Beatriz,

impávida, trataba de entender el comportamiento de su amiga; ya había pasado antes; como


aquella noche que la encontró inerte y maltratada, y que, al hablarle, respondería con
improperios y otras expresiones incoherentes.

´En verdad ya no estoy interesada en ese proyecto. Me parece demasiado insulso ese cuento
de indagar la percepción que tienen los habitantes de la ciudad acerca de las políticas
públicas en salud mental. ¡Cómo si no tuviéramos ya un itinerario definido, a partir de las
investigaciones que hemos realizado anteriormente! Creo que sería más pertinente seguir los

lineamientos básicos de Jung respecto a la psicología de los complejos; en cuanto que


hemos dado algunos pasos en esta dirección. No sé si te acuerdas de las conversaciones
con W. Finch acerca de su experiencia de trabajo con grupos humanos expuestos a

situaciones de frustración como resultado de la traición de algunos líderes políticos y


sociales, en contextos históricos precisos. Y, como recordarás, las sesiones de terapia
colectiva aleatoria con personas recluidas en el Hospital Psiquiátrico Central, permitirían la

elaboración de cuadernos de trabajo con énfasis en la profundidad del impacto de algunas


conductas agresivas derivadas de comportamientos autoritarios compulsivos.

Es como cuando se vislumbra la dicotomía entre lo permitido y lo prohibido. Aparecen


sombras que, en veces, no es posible diluir en el espasmo propio de las consecuencias.
Tanto como que somos seres que deambulan por el espacio no transparente; cuando la

desidia nos abruma, de tal manera que no podemos andar y actuar con la vehemencia propia
de la libertad. Tal vez por esto mismo no encuentra una opción clara para el manejo de las
circunstancias asociadas al quehacer cotidiano. En perspectiva es como si estuviese poseía

por una especie de malignidad. No en vano, en ese pasado un tanto borrascoso no veía otra
cosa que asociaciones conceptuales dispersas, monótonas. Lo efímero apoyado en la
elocuencia maltratada. El análisis de la condición de liderazgo comprometida en cantidad de

evocaciones profundas acerca de la connotación que adquiere la desviación, en términos de


cultura que se convierte en yunta, aproximada a la minusvalía conceptual. Cuando el
comportamiento individual se asimila al síndrome de la imbecilidad propiciada desde bien

adentro de lo que el sujeto dice tener en plenitud de convergencia societaria. Y no es para


menos: cuando yo estaba en esa situación de desarmonía vivencial, verticalizaba mi
comportamiento. Pero, al mismo tiempo, sentía que era puro desdoblamiento insensato. Sin
lograr asidero a ninguna cosa lúcida, brillante. Y en esto, Adalberto y su teoría de la

compulsión originaria de cada sujeto, nunca me permitió entrever lo que soy desde mi
condición de transeúnte enfermiza e impotente. Por lo menos, visto así, el desdoblamiento es
como supremo horizonte dañino, que me llevaría a la mezquindad propia de quienes no
entienden ni entenderán nunca el afán por una vida en equilibrio.

De todas maneras, Beatriz, yo no puedo continuar en este tipo de dispersión mental. Ya sé

que la definición de autoritarismo está más que sabida; pero no es menos cierto que, a cada
paso, sentimos la improcedencia de lo que se ha venido construyendo como política pública.
Desde que empezamos a designar como crisis vivencial las secuelas de la vulneración

recibida en la infancia, no hemos hecho otra cosa que postular la figura de sujetos
demediados. Por lo mismo, entonces, nos hemos refugiado en sucesivos diagnósticos
asociados a esa premisa. Entonces seguimos navegando entre dos aguas: de un lado la
permisividad y de otro lado construyendo variaciones en torno a los condicionantes y, por

esta vía, introduciendo procedimientos que exacerban la figura del castigo, así tratemos de
disfrazarlo de paliativos necesarios en cada momento.

En verdad, Viridiana, no alcanzo a entender lo que me dices. Y no es que quiera inducirte a


desagregar tu rol en lo que corresponde a la unidad de principios. Es más como si intuyera

que estás en otra onda en términos de lo que somos como sujetos: algo así como si
estuvieses proyectando una película en una dimensión impertinente, por lo mismo que es una
sucesión de imágenes distorsionadas en cuanto lo que significa la inestabilidad psíquica; en

tanto que los sujetos se amontonan a manera de hordas que se extinguen al momento de
dirimir sus propia contradicciones. Por esta vía, entonces, la disociación se erige como una
constante que se niega a ser sumada al momento de entender la evolución de la sociedad en

su conjunto. Ni más ni menos algo parecido al desasosiego o malestar que crece conforme
se va concretando el comportamiento individual y colectivo cuando no se enhebran de
manera lógica o, por lo menos, vinculados a un proyecto no lineal. Es ahí cuando, lo que tu

llamas condicionantes, se convierten en rutinas incoherentes, cifradas en algo parecido al


albur circunstancial. O, dicho de otra manera, lo que postulas como explicación para
reivindicar tu decisión, se convierte en perversión conceptual que elude la necesidad de
enfrentar los retos que impone el tratamiento de los desarreglos mentales, por la vía de
políticas públicas coherentes que conlleven a diagnósticos científicos y a tratamientos
asertivos.

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Cómo no recordar que, cuando fuiste referente obligado. Mi primera crisis se produjo el

martes pasado: me sentí perdido en medio de la gente que transitaba a mi lado. La calle era
algo así como sitio inapropiado, lleno de compulsivas imágenes que se aglomeraban y me
asfixiaban. No podía distinguir a nadie. Algo parecido a incorpóreas amenazas que crecían

sin ningún límite. Y, entonces, empecé a caminar sin bitácora. Llegué al parque en donde
había estado esa noche que salí después de haber intentado reanimarte. Yo había entrado
por la puerta que estaba entreabierta, y te encontré tirada en el piso. Tu cuerpo estaba
lacerado casi sin signos vitales. Por las ventanas del cuarto donde yacías entraba una luz de

colores indecisos. El viento entraba y se apoderaba de todo el espacio, inundándolo de frío


estremecedor. Y me senté a tu lado tratando de adivinar lo que había pasado. Y me mirabas
con esos ojos que tanto admiraba por su color azul. Pero no tenían ningún brillo. Como si

hubiesen perdido la capacidad para ver las cosas en la dimensión adecuada y creativa que
tanto admiraba. Cuando trataste de hablar, tus labios se movían de manera grotesca. Nada
que ver con la pulcritud y la belleza acostumbrada, cuando me hablabas del tiempo y

contabas aquellas historias que recordabas de tu infancia. Tus palabras volaban y marcaban
tonos iridiscentes como resplandor salido por el mismo sitio que nace la esperanza. Y te
escuchaba sin moverme, como tratando de no distraerte, para no perder el ritmo y la

cadencia y la lisura de lo que narrabas.

Al caer la tarde estaba en el mismo sitio: el parque seguía ahí, inamovible. Y la gente en
frenética algarabía, se aproximaba cada vez más. Me hablaban. Indagaban por lo yo no
entendía ni podía comunicar; tal vez porque me veían exhausto, con la mirada perdida. Y yo
trataba de levantarme para continuar el camino que me condujera hasta la otra calle en

donde creía que podría encontrarte. Pero todo se tornaba pesado, áspero. Creo recordar que
alguien me hablaba acerca de mi incapacidad para reconocer en donde estaba. “Este señor
no puede hablar ni identificar nada. Tal vez sería mejor llevarlo al centro de salud que queda
como a tres cuadras de aquí”. Y yo tratando de decirles que averiguaran por la casa de
Viridiana, una mujer que me conoce y que me puede ayudar a recobrar la memoria. Y me

levantaron y me ayudaron a caminar hasta un vehículo que parecía ser una ambulancia.
Empecé a sentir que rodaba en dirección desconocida, y que sonaba el ruido de las alarmas.
Me bajaron casi a empellones. Todo era un alboroto hiriente, inconexo.

Cuando traté de reanimarte me di cuenta que tu cabeza estaba sangrando. Era una herida

profunda, como si te hubiesen golpeado varias veces. Tratabas de incorporarte, pero no


podías. Y yo trataba de acomodarte en la cama, pero no tenía fuerza para hacerlo. El viento
seguía desparramándose por todo el cuarto. El frío crecía y se hacía insoportable. Fui hasta
el ropero y busqué una cobija o algo parecido, para abrigarte. Allí encontré algo que, al

mirarlo, paralizó todo mi cuerpo: una cabeza agusanada y maloliente. Los ojos estaban
expuestos, como si los hubiesen sacado a la fuerza con objeto punzante. El cabello estaba a
un lado y se notaba que había sido arrancado del cráneo. Cuando me repuse volví al sitio en

donde te había dejado y ya no estabas. Solo encontré tu ropa desgarrada. Las ventanas
estaban cerradas y la puerta de entrada estaba tapiada, como si nunca hubiera existido.

************************************

W. Finch llegó a mi lado. Habían pasado tres semanas desde el día en que fui recluido en el
Hospital Mental Central. Empezó a hablar. No recuerdo que me haya saludado. Alguien me

había anunciado su visita, creo que fue la enfermera Iris. Desde que fui internado me
sometían a interrogatorios pausados. Casi siempre lo hacía el siquiatra de planta. Siempre
impersonal, nada amable o cálido. Las preguntas eran algo así como sacadas de un

protocolo general: ¿Qué es lo que más recuerda? ¿Cuándo lo trajeron, usted supo por qué?
¿A quién tanto nombra cuando está dormido, es su novia; o su madre? Porque lo que dice es
incoherente. Una mezcla de narrativas un tanto escabrosas y expresiones monotemáticas
recurrentes y, hasta cierto punto, inverosímiles: “el autoritarismo siempre ha existido y marca

a quien lo ha sufrido. Sobre todo, cuando se ha producido en la familia, casi siempre por
parte del padre. Esto para no hablar de las niñas que han sido vulneradas y ultrajadas”.
Entiendo que usted es el señor Arcadio, el sicólogo que siempre ha trabajado en proyectos
de investigación relacionados con desarreglos comportamentales del sujeto se niega a
aceptar la vida societaria. Y que, además, ha tratado de construir una teoría novísima acerca

de la soledad interior de los dirigentes políticos y de conglomerados sociales. No sé si


recuerda que, usted, estuvo vinculado judicialmente por la muerte de dos mujeres también
investigadoras sociales, mientras desarrollaban su trabajo de campo en las afueras de la

ciudad. De todas maneras da lo mismo. Para nosotros está claro que usted es algo parecido
a un caso perdido. Fundamentalmente teniendo en cuenta la peculiar historia de “La casa
cerrada” que tanto ha dado de que hablar en la ciudad.

Tan pronto supe que estabas internado, viajé desde ciudad Panamá. Allí he vivido y trabajado
desde que estuvimos realizando la investigación fundamentada en nuestra teoría acerca de

la soledad interior de los líderes políticos y sociales. Después que nos separamos me vinculé
a un proyecto financiado por una organización internacional que promueve estudios de
psicología aplicada, particularmente relacionados con las variaciones en los comportamientos

individuales y colectivos en contextos sociales de la ciudad y el campo. Considero importante


hacer énfasis en lo siguiente: esta organización, a su vez, está financiada por la DEA y, en
perspectiva, efectúa estudios de más largo aliento. Algo así como adquirir insumos teóricos y

prácticos para postular y aplicar procedimientos que tendencialmente inhiban a los sujetos en
términos de su comportamiento ante procesos de lo que ellos denominan revolucionarizaciòn
o desestabilización de los gobiernos afines al modelo democrático de Estados Unidos y

algunos países de la Unión Europea. Pero no solo en términos de “persuasión”; si no que,


también, incluye la aplicación de procedimientos que suponen la intervención directa a través
de mecanismos militares y/o paramilitares. Precisamente en Panamá se hizo una especie de

piloto que fue replicado en otros países, particularmente de América del Sur.

He tenido conocimiento de tus actividades. Lo que más me extraña es el viraje que has dado
respecto a tu ideario. Por más que me esfuerzo no logro entender tu decisión de vincularte a
un proyecto que yo tipifico como escabroso: la psicología clínica aplicada en entornos extra
hospitalarios con pacientes cuyas patologías de base están asociadas a comportamientos

bipolares o, por lo menos, paranoides. Pero lo más grave es que interviniste esas patologías
aplicando procedimientos inapropiados faltando la ética profesional: el encerramiento de los
pacientes en lugares inhóspitos con controles un tanto represivos, sin ninguna bitácora

ortodoxa como definen los cánones fundamentales, dando lugar a extravíos trágicos; como
en el caso de tu novia y de su amiga Beatriz.

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Existe un componente ajeno en eso de precisar los condicionantes primarios. Una vez se ha
logrado establecer e identificar las líneas de comportamiento individual, aparece la

desagregación de los roles: cada sujeto empieza a enhebrar acciones sin prever los daños
colaterales. Asi, entonces, el principio societario se convierte en fragmentación y lo percibido
no es otra cosa que un escenario que puede ser excluido o inadvertido. Lo que llamamos
locomoción social se extingue y, en su lugar, se erige el albedrío absoluto. Es por esto,

Beatriz, que las reclusiones hospitalarias controladas son absolutamente innecesarias. Lo


que cabe, en su reemplazo, son las intervenciones extra hospitalarias, aplicando ciertos
procedimientos no permitidos por la ortodoxia de la psicología clínica; pero que pueden llegar

a convertirse en nuevos paradigmas. Por ejemplo: reclusiones en espacios cerrados que


aíslen totalmente al sujeto y permitan ejecutar restricciones severas a la denominada libertad
de cuerpo y espíritu. Si se quiere, el maltrato puede inducir al sujeto a que reemplace el

albedrio por una visión societaria en donde los controles están medidos y aplicados de
acuerdo a las normas establecidas. Yo sé que es una opción doctrinaria fundamentalista;
pero considero que no de otra manera se puede tratar las desviaciones a que conduce la

absolutización de la libertad individual. Cada sujeto es, en sí, una pieza que debería siempre
ajustarse a la maquinaria propia de la civilización entendida como un todo armónico.

Pero es que no alcanzo a entender, Adalberto, tu teoría. Es como si diéramos la vuelta a lo


que tanto hemos pregonado: la libertad del sujeto debe prevalecer siempre, no importa si se
exhibe como degradación o como trastrocamiento de los valore llamados universales y que

involucran la colectividad, la civilización y la moral. Es, ni más ni menos, aceptar que la


cultura y sus agregados sociales, incluye la eliminación de los condicionantes represivos al
momento de evaluar la conducta; por lo mismo que esta es algo asi como la consecuencia de
la vinculación del ser a determinados contextos sociales que existen y evolucionan de
conformidad con patrones que no es posible predeterminar.

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Ella sigue ahí, como dormida. Por más que trato de abrir la puerta no he podido. Este

encerramiento es brutal. Las ventanas siguen en el mismo sitio; pero cada vez son más
estrechas. Además, una manta obscura impide el paso de la luz. Una tiniebla constante, que
me impide la identificación de quienes han entrado, o que siempre han estado aquí. Mis

pasos son cada vez más pesados. Ir de un lado a otro en el cuarto constituye un esfuerzo
casi imposible. A cada nada tropiezo con los cuerpos que permanecen tirados en el piso,
como obstáculo inamovible que ha permanecido desde tiempo inmemorial. Ya ni siquiera
logro enhebrar conceptos por simples que puedan ser. Me he convertido en sujeto

esquizoide; cuando trato de recordar que pasó, lo único que queda claro es que la encontré
en la calle en compañía de Beatriz. Y que traté de explicarles lo que había pasado. Pero,
después, corrí hasta el parque y me sumergí en la pileta central, tratando de ahogar mis

palabras, incoherentes, insumisas, lacerantes. El recuerdo vivo de lo que había pasado en


otro tiempo: una huella cada vez más ambigua. Mi memoria, como casi siempre, se escurría,
se desdibujaba en ese laberinto de voces y de inseguras expresiones corporales. Como

cuando estaba en medio de las pacientes que emergían de cualquier lugar. Estaba en la
clínica, pero, al mismo tiempo en la casa cerrada que yo mismo había diseñado para fustigar
a las enfermas que no tenían ninguna opción; por lo mismo que habían profundizado su

locura tipificada como incurable. Y mi vuelo se haría cada vez más grotesco. Iba y venía
como sujeto perdido en la inmensidad de mi desequilibrio.

Ahí está en su condición de mujer que no atinaba a entender lo que estaba pasando. Cuando
la obligué a estar conmigo. Cuando la golpeé, ella me miraba extraviada, absolutamente
sorprendida. Recuerdo que con Beatriz había hecho lo mismo. Esta casa se hace cada vez

más estrecha, más obscura, más fría. Los muros son como bestias vivas, amenazantes. Y es
que así es la vida de quienes no hemos podido entender nuestra condición de sujetos
asociados; quienes hemos perdido todo, en términos de relacionamiento y, por esta vía,
vamos disolviendo la razón de ser. Condicionados, en extrañamiento. Casi imbéciles,
transitando sin sentido, sin orientación. Y vamos como construyendo una opción de

venganza, de resentimiento profundo. Y nos acostumbramos a la indolencia y a la dejadez.


No vemos otra cosa que la posibilidad de obligar a los demás, atándolos a nuestra visión de
vida; a nuestra perversidad, como si propusiéramos el desdoblamiento como única opción. Y

eso es lo que me he propuesto. Por lo pronto, me he erigido como promotor de


procedimientos insensatos; como actor de comedia trágica en la cual se transforma la
latencia en realidad que debe ser exterminada, comoquiera que se extiende como estado

enfermizo universal.

Y este parque me vería cruzar, ese día. Con ellas enjauladas, apaciguadas, a mi lado. Les

había dicho que el distanciamiento sería el primer paso hacia la emancipación. Que habría
una nueva percepción, en cuanto lográramos redefinir los condicionantes; la lógica de las
secuencias en tiempo y lugar. Algo así como la promoción de un nuevo demiurgo que ejerza

como liberador y conlleve a una nueva opción de vida. Un trámite que solo será posible a
partir de nuestra propia reconversión: un sacrificio necesario. En eso de entender principio de
morir para después renacer.

**************************************

Y es que usted no nos entiende: lo que ha pasado no puede ser revertido. Los daños son

irreparables. Las dos mujeres han estado retenidas en condiciones aberrantes. Y no es solo
que hayan sido vejadas corporalmente. Es que, además, han estado sometidas a
procedimientos supuestamente soportados en la ortodoxia de la psicología clínica para

sujetos con patologías graves asociados al comportamiento. Han tenido trastornos profundos
originados en su más temprana infancia; han vivido en una especie de dicotomía entre su
condición de personas vinculadas a un entorno social concreto; y un proceso de mistificación
de su consciencia, diluyéndose en acciones paranoides y esquizoides. Y se han perdido para

siempre. Ya no vale la pena que usted siga con ese discurso ampuloso. Lo que hemos visto
bastaría para reseñarlo como persona que no ha sido capaz de dilucidar el alcance de sus
actuaciones. El hecho de que esté internado e incomunicado no supone que nosotros
estemos inhibidos para presentar cargos. Es más, nadie cree que usted sea sujeto

inimputable.

No sigas insistiendo, Beatriz. Para mí está absolutamente claro que no puedo seguir en esto.
El tiempo me ha dado la razón: los hospitales psiquiátricos no ofrecen ninguna garantía. El
solo hecho de realizar procedimientos pretendiendo establecer que la conducta es ajena al

entorno y al relacionamiento, supone que estamos de vuelta. Como si los experimentos que
han pautado el desarrollo de la psicología clínica no hubieran aportado los insumos
necesarios para entender que la psicopatía deriva, precisamente, de la permisividad respecto
a la conducta de sujetos que desde su infancia evidencian una clara tendencia anti-social.

Por mucho que pretendamos auscultar el origen y tratar de definir como atenuantes el
impacto de las vulneraciones recibidas bien sea en la familia o en entornos de estrecha
relación con esta.

Esta casa me aprisiona. Ella sigue en el mismo sitio; como si el tiempo se hubiera detenido.

W. Finch seguía observando: tal vez no era cierto lo que me dijo Adalberto. Al entrar percibí
que aquí se estafaría realizando un procedimiento irregular. Beatriz y Viridiana, desnudas, me
miraban sin verme. Sus ojos, desmesuradamente abierto, no acertaban un punto fijo; ni

siquiera podían seguir la dirección de mis pasos. No hablaban. Emitían sonidos guturales.
Sus movimientos son inapropiados, como respondiendo a estimulaciones imprecisas.

Como le hemos venido diciendo, no se trata de recomponer su conducta. Todo en usted es


grotesco, desvertebrado. Enhebrar ideas es una acción consciente, vinculada con el hecho

de reconocerse a sí mismo. El ser en sí, no es algo asimilado al albur; lo estados mentales no


aparecen así no más. Derivan de hechos que pueden ser referenciados e identificados. Por lo
mismo, entonces, cada sujeto debería entender su dinámica. Cuando esto no sucede,
estamos adportas de trastornos livianos o severos; dependiendo de circunstancias y

condiciones concretas. Lo suyo, señor Adalberto, lo hemos tipificado como síndrome de


disincronía presentada en su infancia y que no fue diagnosticado ni atendido en su momento,
dando lugar a una especie de ausencia respecto al entorno y, en general, con afectación en
su relacionamiento social. Con un agravante no circunstancial: el entramado de sus
actuaciones es algo que podríamos asimilar a la perversidad.

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De lo que somos, el comienzo. En este laberinto inhóspito que se prolonga. Toda la vida

inmerso en la desazón inherente a la pérdida de referentes benévolos. La memoria


transitando vericuetos hasta ahora desconocidos. Mi aventura erosionada a mitad de camino.
Justo cuando creí que iba tras la pista de la verdad. Ya, de tiempo atrás, he perdido la

capacidad de discernir. Otrora tenía suficiente talante para enfrentar cualquier situación.
Como cuando estuve en el hospital San Egidio: Se trataba de entender la dinámica del
tiempo, en el cuerpo de una paciente que estaba perdida en sus alucinaciones desde que
tenía trece años. Y diseccioné sus vivencias, atrapadas en la desventura. Había crecido al

lado de su abuela paterna. Y no fue propiamente una experiencia benévola. Era, más bien,
un trajín asociado a circunstancias derivadas de la enajenación que era algo así como la
razón de ser de la señora Hermenegilda. Ella había vivido en una especie divertimento como

música acompañante de extrañas historias. Todas tejidas en una perspectiva obscura; por lo
mismo que el extrañamiento era su soporte. Recuerdo, además, que la niña había quedado
atrapada durante cuarenta días en “la casa de los tormentos”. Era un sitio reservado para

quienes habían trasgredido las normas internas del reclusorio. Su Estancia le produjo
traumas. Afectaciones que involucraron su consciente, casi en términos irreversibles. Y, a
partir de ahí, empezaría a deambular en el espectro de lo sensible. Aturdida en su imaginario;

además de las profundas heridas en su cuerpo que la inhabilitarían por el resto de su vida. Y,
entonces, Viridiana se haría cómplice de los detentadores del poder universal de la
logoterapia; por una vía impropia en tanto que ejercería como punta de lanza para penetrar

en los sentidos de sus compañeras de infortunio. Y se dice que, en todo el contexto de su


forzoso tratamiento experimental, fue presentada como la discípula amada por el director del
hospital. Y vendrían en romería los practicantes. Y su experiencia en el encierro, sin ventanas
precisas, sin puertas que posibilitaran algún escape latente; pasaría a ser la cartilla

dogmática impuesta, sin ninguna contemplación.


 

*************************************

Pasaría mucho tiempo antes que pudiera resarcirme: Finch actuaba como tutor. Como

curador de las desilusiones. En una pasarela inhóspita. Y recorrí con él la memoria obstruida
de Viridiana y la mía. Una enervación vinculante; por lo mismo que ejercería como tejido
hirsuto, punzante. Y volvería a mi primera infancia: la condicionalidad como segregación

constante; como impertinente presencia de las aplicaciones terapéuticas. Y estaba yo en “la


casa de los tormentos”, al lado de Viridiana. Y, en algunas ocasiones, nos visitaba Beatriz. En
algún momento del tránsito perentorio, Finch me obligaba a vulnerarlas. Varias veces agolpeé
a Viridiana. Y propicié su encierro dentro del encierro. Todo, pues, en una sucesión de

aventuras azarosas. Esa casa fría, inacabada: Memoria precluida casi desde el momento de
la iniciación. Porque, ella y yo, fuimos forzados a subsumirnos en el tiempo del olvido. Y
volvimos al nuestro primer tiempo: un frenesí de acontecimientos. Yo volví a ver a mi madre y

a su amante furtivo, necesario para que el instante de mi nacimiento fuera una realidad
permitida. Y, ella, envanecida por su triunfo sobre mi padre. Y los golpes recibidos harían
mella en su cuerpo y en su perspectiva como mujer insumisa.

Cada quien, decía Finch, es una oportunidad para trasegar en el tiempo; en la cotidianidad de

la vida. Que, en fin de cuentas, es eso: posibilidad latente que es necesario despertar;
apuntalar. Es un manifiesto siempre inédito; comoquiera que somos solo instante que se
concreta en cada paso que damos. Es decir, como enhebraciòn que se hace visible solo en

razón a la ausencia de los mecanismos de control. En el tiempo, en el quehacer prefigurado;


en las circunstancias asociadas al embeleso lúdico o doliente. Algo así como una
malversación del acumulado histórico. Y somos itinerantes. Hemos pervertido la razón como

primigenia verdad heredada. Nada que ver con el Absoluto ideado para domesticar al sujeto
individual y colectivo.

Ya en la tarde, Finch cerraba las puertas que no había abierto; pero que nos había obligado a
imaginarlas traslúcidas; a mirar desde adentro a todos los personajes pasantes, en
aceleración invertida: como en afanosa carrera hacia el lugar en que comenzó la vida. Y
cerraba las ventanas que tampoco había abierto, simplemente porque no existían. Algo así
como dibujar cualquier entorno con el lápiz del olvido. Y me fui diluyendo en el desierto

creado sin que yo supiera.

El sueño fue creciendo con nosotros. Sumergidos en la impotencia para contener las
imágenes, en veces bochornosas; personajes y escenarios ya conocidos, pero reconstruidos
a partir de lo éramos en manos de Finch y de sus historias desmembradas. Cuerpos vagando

sin horizonte, pero propiciadores de alienantes sortilegios. Aventuras sin pausa denotaban
alegorías enfermizas en las cuales la pulsión del sujeto se inhibía en términos absolutos.
Reyertas insumisas, la libido dando saltos asincrónicos; la prepotencia de los estorninos en
sus fulgurantes maniobras desafiando la regla básica       de la geometría del espíritu.

En fin que lo que eran Beatriz y mi amante Viridiana, era algo asi como figuras simbólicas en

conexión con la falsa réplica de del epicureísmo. Ellas imbuidas de relacionamiento libertario
fingido; forzando realizaciones en contextos sociales insubstanciales: como cuando se daban
a la tarea de proporcionar soluciones en perspectiva de un tipo de psicología clínica

vinculada con teorías de la sociología del sujeto inveteradamente sometido. Tal vez por esto
empecé a vislumbrar la posibilidad de retrasar todo el proyecto que habían iniciado. En esa
latente tendencia que me ha acompañado en lo que concierne al entendido de propiciar la

muerte independientemente de cualquier connotación moral y/o criminal. En mi era la razón


de ser de mi teoría acerca de la relación entre albedrío y los principios que cimentaron la
propuesta de Epicuro al fundar “El Jardín”. Inclusive en promoción de reacciones vinculantes

respecto a la psicología profunda de Jung. Tal vez, entonces, se originó en mi la necesidad


de matarlas. Y sí que lo hice, de a poquito. Empezando por Viridiana. En una encerrona
como réplica del Segundo Circulo de Dante.

*****************************************

Ha pasado mucho tiempo. El vigor de mi cuerpo se ha transformado en mezcla gelatinosa. Y


no fui, en fin de cuentas lo que quise ser: enhebraciòn lógica en concordancia con la teoría

de sujeto cobijado por el manto freudiano, Más que nada porque la distancia entre la razón
en sí y la sinrazón, ha devenido en pura fantasía ominosa: fui descorriendo el velo tratando
de hallar transparencia; pero me encontraría siempre en el mismo sitio obscuro. Casi al tenor
de lo descrito por Rodolfo Urribarri en su obra “Descorriendo el velo so de la latencia”. Y sí

que, entonces, lo había leído y me había subsumido en él. Casi como navegando adormilado;
presa de la nostalgia por el vuelo primero de mi sexualidad. Y en esto habría de llegar al
túmulo que cubre la memoria sepultada durante todo mi periplo. Y avergonzado tendría que

reconocer que mi pulsión estaba centrada en mi recóndita misoginia. Tal vez por eso la
encerré y la vejé tanto tiempo. Es decir, Viridiana sufriría en cuerpo y espíritu mi actuar
ignominioso. Proceloso sujeto; yo perdido, apertrechado en mi desvarío.

Finch escribió un texto acerca de la envidia como fatalidad que ha acompañado a la


humanidad desde siempre. Dice que no es otra cosa (la envidia) que la aproximación a la

posibilidad de emulación. Según él todos los científicos han logrado sus hallazgos
excepcionales, por lo mismo que se han fijado en los otros. Cada uno en perspectiva de
“imitación” en sus diferentes ámbitos. Y yo me pregunto si lo mío respecto a Viridiana había

sido eso: es decir una constante envidia; por lo mismo que ella había logrado la aceptación
de todos sus proyectos. Y, tal vez, lo más importante, que hubiera alcanzado éxito en la
aplicación de su teoría acerca del desdoblamiento del sujeto en términos de sus pulsiones;

hasta convertirse en itinerante sombrío bipolar y, al mismo tiempo en acucioso protagonista


de infinitas expresiones asimiladas a lo que pudiera entenderse como cotidianidad vivificante;
casi como esperanza de transformación redentora.

*******************************

Nunca supe que fue primero. Si este silencio mío, derivado de mi profunda tristeza. O el yo

que difiere de todo lo que se pudo haber contado. Y esta opción dubitativa que no me deja
asir la ternura, ni la esperanza. Esto es lo mismo que vagar por ahí. Entornos de asfixia. Que
recuento ahora. Y que me han asediado. Decir, entonces, otraparte es tanto como que no
entiendo lo que me cruza la piel y mi cabeza. He estado a la espera de revivir lo mío. Desde

el momento mismo de haber nacido. Tratando de recordar sí, ese tiempo pasado, tuve alguna
ilusión. Sí, por ejemplo, no pude localizar lo que era. Y, esto, me ha generado una angustia,
en todo mi tránsito por lo que llevo de vida. Metiéndome en este cuerpo. Y tratando de
exhibirlo como trofeo de mí mismo. Es una sensación de vértigo. Y, por lo mismo, no recuerdo
si tuvo su origen desde allí. Desde ese desprendimiento con respecto a mi madre. Y, el

silencio, me lleva a estar más lejos. Desde que se inauguró la palabra. Como si volviese a
ese pasado absoluto de todos y todas. Siendo así, manifiesto que lo que soy, no sé si era
proyecto mío. O de quien. Como relámpago, mi memoria se torna cada vez más obsoleta.

Nunca supe que fue primero. Si este silencio mío, derivado de mi profunda tristeza. O el yo
que difiere de todo lo que se pudo haber contado. Y esta opción dubitativa que no me deja
asir la ternura, ni la esperanza. Esto es lo mismo que vagar por ahí. Entornos de asfixia. Que

recuento ahora. Y que me han asediado. Decir, entonces, otraparte es tanto como que no
entiendo lo que me cruza la piel y mi cabeza. He estado a la espera de revivir lo mío. Desde
el momento mismo de haber nacido. Tratando de recordar sí, ese tiempo pasado, tuve alguna
ilusión. Sí, por ejemplo, no pude localizar lo que era. Y, esto, me ha generado una angustia,

en todo mi tránsito por lo que llevo de vida. Metiéndome en este cuerpo. Y tratando de
exhibirlo como trofeo de mí mismo. Es una sensación de vértigo. Y, por lo mismo, no recuerdo
si tuvo su origen desde allí. Desde ese desprendimiento con respecto a mi madre. Y, el

silencio, me lleva a estar más lejos. Desde que se inauguró la palabra. Como si volviese a
ese pasado absoluto de todos y todas. Siendo así, manifiesto que lo que soy, no sé si era
proyecto mío. O de quien. Como relámpago, mi memoria se torna cada vez más obsoleta.

Por cuanto no atina a establecer, siquiera, los referentes primarios que pudiesen desatar mi

cuerpo, del yo sujeto. Es como una incandescencia milenaria. Como sí el Sol no me hubiera
alumbrado, desde el momento en que prefiguré como ser. En la latencia propia de quienes
hicimos camino. Desde ahí, al comienzo del tiempo.

Hoy, en la mañana, me propuse salir de viaje. En esa nave de papel que heredé de mi padre.

Como, el mismo decía “no vaya a ser que te extravíes en la vida que te ha sido dada”. Y
rogué, en este hoy, que me fuera impuesta la brújula navegante, sin par. Esa que he tenido
en mis sueños. Pero que, cuando despierto ya no estaba. O está. No sé, en verdad lo que
pueda decir y pensar. En este mediodía ligero, coloqué mi barquita en el lago inmenso

situado junto a mi casa. Y la soplé, como intentando que hiciera mar en lo que no es ahora. Y,
su fragilidad, la hizo naufragar. Menos mal que no la había montado. O, mejor sería decir, lo
debí hacer; para ver si este desasosiego se hunde y se ahoga. Y que, yo como sujeto herido,

no me levantara jamás, del fondo grasoso que creí intuir primero. Busqué un reparador de
ilusiones dañadas, como para ver si la podía rescatar. Y, este, me la entregó casi recién
hecha.

Entonces, me fui con ella debajo de mi brazo. Llegué al mar verdadero, en la tarde de este

día. Y toqué, con mis pies, la laminita de agua en la orilla-playa. Y sentí que ascendía hacia
el espacio abierto. Que empecé a flotar como sujeto herido de muerte, en esta vida. Y que
busca la otra en cualquier parte. Es un unísono lenguaje cantado. El límite de mi ascenso fue
la pesadez de mi cuerpo y el yo sujeto. Empecé a notar que me hacía falta el suelo. Y el agua

de mar, para seguir navegando en mi reconstruida barquita. Bajé en la noche. Escuchaba el


trepidar del agua. Y la fuerza del viento que se erigía como potencia mayor. Y que
transportaba las olas, por la vía de enseñarles sus caminos. Y yo fui señalado y las olas me

pegaban como fuerza casi inaudita. Toda la noche en eso. Sin poder dormir. Tal vez porque
temía que, al llegar el otro día, se haría más fuerte mi desazón y mi incapacidad para seguir
yendo con mi barquita.

Empecé a sentir que no podía moverme. No sé si era todavía noche. O si era el otro día. Lo

cierto es que estaba inmóvil. Desarropado. En una miseria de vida dolorosa. Pero podía
hablar. Y traté de expresar algo, por la vía de mis palabras aprendidas al nacer. Y sentí que
solo era un balbuceo insípido, irrelevante. Un vuelo de lenguaje asido al piso. Como no

entendedera construida aquí en este presente, que heredé de quienes fueron primero que yo.
Y, en el desvarío siguiente, entendí que eso era mi muerte,

 
 

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