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VOCACIÓN ESENCIAL DEL SER HUMANO

(Gn 1-2)

Ramón Martínez de Pisón Liébanas, OMI


Profesor de Teología Fundamental
en la Facultad de Teología de la
Saint Paul University de Ottawa (Canadá). 

Ha centrado sus investigaciones y publicaciones en el problema de las relaciones entre el


pensamiento contemporáneo y el acceso a Dios, así como en la relación entre el
crecimiento personal y la experiencia de Dios.
 
La vuelta del fenómeno religioso es fuente inagotable de reflexión y gran
cuestionamiento. Aquí se contempla como búsqueda sincera de una espiritualidad más
humana e integral, y se reconoce en la vocación constitutiva del hombre a desarrollarse
plenamente como persona responsable y libre, en solidaridad con los demás y en
comunión con el universo. Pero no en horizontalidad individualista, sino en alteridad
trascendida. Descubrir la vida en plenitud conlleva, entre otros interrogantes inherentes,
tomar conciencia de nuestra relación con la naturaleza, con el ser humano (hombre y
mujer) y, por supuesto, también con Dios.

A lo largo de los siglos, la vocación ha adquirido una connotación muy específica: una
llamada particular a una forma de vida, o a ejercer una profesión determinada. La
vocación es así entendida como lo que cada uno tiene de propio, de diferente, en relación
con otro ser humano; sin haber podido evitar el caer en una especie de jerarquización de
la vocación, incluso a nivel religioso. Sin embargo, a partir de una lectura de los dos
relatos de la creación, según el libro del Génesis, se puede decir que, anteriormente a
toda vocación particular, se encuentra la llamada de Dios al hombre por la que, de
creatura, el ser humano se convierte en ser vivo. La fidelidad adquiere su sentido
profundo únicamente en función de esta vocación ontológica; del mismo modo, sólo en
función de ella se puede hablar de fracaso del ser humano como totalidad.

Esta llamada divina está dirigida a todo ser humano, independientemente del color de su
piel, de su cultura de origen, de su sexo o de su religión. Además, la vocación a vivir en
plenitud no puede realizarse contra la naturaleza; el ser humano no es creado para
destruir su medio ambiente, sino para establecer el señorío divino en el universo. Este
artículo quiere ser una contribución a la recuperación del verdadero sentido de la
vocación humana fundamental contra el reduccionismo en el que ha caído a lo largo de
los siglos. La llamada de Dios a vivir en plenitud, dirigida a todo ser humano, no está
condicionada por nada y no es tampoco el premio de ninguna acción particular; por eso,
siguiendo a San Pablo (Rm. 8,31-39), no hay ningún horizonte cerrado definitivamente
durante nuestra existencia terrestre. Por otra parte, este artículo quiere ser una invitación
a una toma de conciencia de otras dimensiones importantes de nuestro presente: el
feminismo el reconocimiento de la diversidad cultural, la ecología y la vuelta del
fenómeno religioso con todos los cuestionamientos inherentes. Descubrir la vida en
plenitud, el don más extraordinario de Dios, no es algo individualista, sino que debe
llevarnos a aceptar nuestra alteridad constitutiva: nuestra relación fundamental con el
otro ser humano (hombre y mujer), con la naturaleza y, por supuesto, también con Dios.

El feminismo, la diversidad cultural, la ecología y la vuelta del fenómeno religioso (del que
las tendencias del tipo New Age son las más representativas) cuestionan la cultura
occidental, profundamente marcada por el cristianismo que llegó a ser muy racionalista,
machista y destructora de la naturaleza. Ahora bien, a pesar de todas las críticas contra el
cristianismo, una relectura de los dos relatos de la creación no nos permite encontrar en
ellos un fundamento para las interpretaciones reduccionistas de la cultura occidental, al
contrario, la llamada a la vida en plenitud y en solidaridad con todo ser humano, siendo al
mismo tiempo respetuosa con la naturaleza, es el denominador común del mensaje
bíblico de la creación. En consecuencia, toda espiritualidad que quiera ser cristiana tiene
que respetar la vocación fundamental del hombre a vivir en plenitud y a reconocer la
proclamación maravillosa: «Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gn 1,
31).

1. DE LA «EXISTENCIA» A LA «VIDA»

Dios es un Dios de la vida, un liberador, un salvador; ese es el contenido fundamental de


la fe judeo-cristiana. La experiencia de un Dios salvador, tanto en el Antiguo como en el
Nuevo Testamento, ha sido el punto de partida de toda la reflexión bíblica. El Dios de los
padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, es el Dios de la vida y el liberador de la
opresión (Ex 3, 7-10). Ahora bien, Dios no es sólo el Dios de la vida, sino también el
Viviente que comunica la vida; vivir significa entrar en comunión con los demás, hacerlos
participar de la vida. Por eso, no hay más grande prosperidad y abundancia que la que
viene de la comunión con Dios (Dt 7, 7-15; 8, 7-10; 28, 1-14); la vida en comunión con él
«supera todos los aspectos materiales de la esperanza».

De mismo modo, los primeros cristianos han reflexionado sobre el Dios de la vida a partir
de una experiencia de liberación. La vida, don de Dios, se hace plenitud en Jesucristo: él
es el rostro humano de Dios; en él se realiza la alianza definitiva de Dios con la
humanidad. Por eso, la vida es también el don por excelencia de Jesucristo; su misión es
la de revelarnos la plenitud de la vida: «Yo he venido para que vivan y estén llenos de
vida» (/Jn/10/10). El no sólo nos trae la vida; él mismo es la vida; en él se encuentra el
acceso al Padre: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie se acerca al Padre sino por
mí» (Jn 14, 6). Para los cristianos, Jesucristo, su vida y su mensaje, su muerte y su
resurrección se convierten en el punto de referencia para comprender el sentido de la
vida y de su plenitud.

En la presentación de la vida se puede distinguir tres dimensiones que no hay que


entender necesariamente en orden cronológico. Creándonos, Dios nos introduce en una
aventura maravillosa: la de una existencia llamada a desarrollar todas sus riquezas. Ahora
bien, el ser humano no es sólo una creatura, sino que está también llamado a ir siempre
más allá y a entrar en relación con Dios que lo invita a convertirse en su imagen y su
semejanza; es decir, a pasar de la «existencia» a la «vida». Una invitación que en
Jesucristo alcanza toda su plenitud: la filiación divina. Este es el camino que nos revela la
Biblia y que comienza con dos relatos maravillosos sobre la creación del mundo y del ser
humano.

Los dos relatos bíblicos de la creación nos presentan al hombre como un ser creado.
sacado de la tierra; es decir, como creatura (/Gn/01/27a; /Gn/02/07a); en ese sentido, el
hombre es un «existente» solidario del resto de la creación y formando parte de la
fragilidad universal. De este modo se puede comprender cómo la perfección no es una
dimensión ontológica; es decir, constitutiva del ser humano, sino una realización
continua, un camino. La fragilidad, la contingencia y la muerte forman parte de la
naturaleza humana, así pues, como finitud, el hombre es incompleto, frágil y limitado. La
muerte marca la extrema fragilidad de la realidad creada, particularmente del ser
humano.

Sin embargo, el hombre no es sólo creatura, «existente», como el resto de la realidad


creada, sino que está llamado a convertirse en imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 27b);
de existente, el ser humano se convierte en un «viviente»: «Entonces el Señor Dios
modeló al hombre de arcilla del suelo sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre se
convirtió en ser vivo» (Gn 2, 7). La diferencia entre la «existencia» y la «vida», la
transición de una a otra, está expresada por el soplo divino; un simbolismo que nos indica
que el ser humano no tiene en él mismo el fundamento de su ser: él es dependiente de
Dios, dador de la vida. Esta dependencia no es algo negativo, sino sólo la manifestación
de que el hombre ha recibido la vida de Dios, una dependencia expresada por la
prohibición divina con respecto a uno de los dos árboles del paraíso en donde Adán y Eva
fueron establecidos (Gn 2, 8. 15-17). Para Israel, la longevidad y la conservación de la vida
tienen un gran valor, ya que son signos de la comunión con Dios. «Vivir», para el israelita,
es más que «existir»; la vida se caracteriza por la relación con Dios: estar en comunión
con él, el dador de la vida (Deut 5, 16; 16, 20; 30, 19-20; Am 5, 4. 6; Ez 18, 23. 32). La vida
es, pues, sinónima de felicidad, de fuerza, de seguridad, de bienestar y de salud.

IMAGEN-SEMEJANZA:

La llamada a convertirse en imagen y semejanza de Dios constituye el fundamento de la


dignidad humana y de su trascendencia; es decir, de su tendencia al Infinito: el ser
humano no tiene en él mismo la clave para comprenderse. Por otra parte, esa llamada no
hay que considerarla como una realidad acabada desde el principio, sino más bien como
una invitación que espera una respuesta: Dios sale constantemente al encuentro del
hombre para invitarlo al diálogo, más allá de todo rechazo humano (Is 5, 1-7; Os 2, 1-25).
Así, como lo dicen Flick-Alszeghy, «todo lo que hace Dios aparece como una llamada que
solicita una respuesta cada vez más perfecta». Dios no crea al ser humano como una
marioneta, sino como «una libertad que puede decidirse contra Dios, excluirlo de su
creación, comprometer su terminación» 9. En realidad, sólo al final de la vida se puede
decir: he aquí un hombre convertido plenamente en imagen y en semejanza de Dios. A lo
largo de su existencia terrestre, el ser humano está invitado a convertirse en la epifanía
de Dios, en su palabra, como lo indica Gisel: «El camino de Dios pasa por el hombre, dicen
los hassidim; o bien: "el hombre es el lenguaje de Dios". Dios nos es conocido
indirectamente». En esa vocación a ser la transparencia de Dios echa sus raíces la
prohibición de las imágenes en el judaísmo: «No te harás ídolos, figura alguna de lo que
hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua bajo tierra» (/Ex/20/04). El hombre es
la manifestación de Dios en la creación, su sola imagen.

La llamada a la semejanza con Dios no se realiza sin la ayuda de la gracia; un itinerario


que, en Jesucristo, alcanza su plenitud. El hombre está llamado a la filiación divina
adoptiva en Jesucristo: la imagen de Dios por excelencia. Jesucristo es la clave para
comprender al hombre y el sentido de la vida; con él se da un salto ontológico: de
creatura viviente, el ser humano está llamado a la filiación divina; una invitación que
supera todo deseo y toda tendencia humana. El Espíritu Santo, don del Resucitado, es
quien nos comunica su vida (I Cor 15, 45) y quien da testimonio de nuestra filiación divina;
una filiación que es comparada a un nuevo nacimiento: el nacimiento a la vida eterna.
Una vida nueva por la fuerza del Espíritu Santo y de la Palabra de Dios (1 Pe 1, 23) que
comienza a hacerse realidad en el Bautismo Así, pues, el cumplimiento de la revelación
del don que Dios nos ofrece en su Hijo Jesucristo es la vida en plenitud. He aquí un don
que espera la respuesta del ser humano; esta es la única vocación ontológica,
constitutiva, del hombre; la única que pide una fidelidad absoluta; la única que si se
pierde sería el fracaso total; la única que hace que toda vocación particular sea relativa

Estoy profundamente convencido del momento privilegiado de nuestra historia y de


nuestro mundo, más allá de todos los profetas de mal agüero; sin embargo, podemos
seguir teniendo la tentación de encerrarnos en una visión muy limitada del ser humano,
de la creación y del mismo Dios. Por eso uno de nuestros desafíos, particularmente como
cristianos, es de abrir los horizontes; de ser capaces de descubrir toda la bondad y la
grandeza de la presencia del bien; es decir, de hacer emerger los signos de la vida y de la
presencia del Espíritu de Dios entre nosotros. La vida es más fuerte que la muerte; el bien
más atrayente que el mal; sólo que tenemos que abrir los ojos para reconocer su
presencia y convertirnos en artesanos de la vida. En ese sentido, me parece importante
liberar la vocación de un reduccionismo particularista en el que ha caído a través de los
siglos. Es verdad, esta vocación a la vida no existe en el aire, de modo abstracto; ella se
encarna en modos de vida y de ser, en vocaciones particulares. Pero se puede cambiar de
vocación, se puede incluso llegar a cambiar de orientación en la vida sin ser un traidor, un
infiel o un fracasado; para el ser humano, invitado a convertirse en un ser vivo (Gn 2, 7),
no hay ningún horizonte cerrado definitivamente durante el tiempo que dure su
existencia terrestre.
¿Cabe decir más? Si Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar en contra? Aquel que
no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible
que con él no nos lo regale todo? ¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios, el
que perdona. Y ¿a quién tocará condenarlos? Al Mesías Jesús, el que murió, o, mejor
dicho, resucitó, el mismo que está a la derecha de Dios, el mismo que intercede en favor
nuestro. ¿Quién podrá privarnos de ese amor del Mesías? ¿Dificultades, angustias,
persecuciones, hambre, desnudez, peligros, espada? Dice la Escritura: Por ti estamos a la
muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza. Pero todo eso lo superamos de
sobra gracias al que nos amó. Porque estoy convencido de que ni muerte ni vida, ni
ángeles ni soberanos, ni lo presente ni lo futuro, ni poderes, ni alturas, ni abismos, ni
ninguna otra criatura podrá privarnos de ese amor de Dios, presente en el Mesías Jesús,
Señor nuestro (/Rm/08/31-39).

Esta confianza absoluta en Dios, y en la vocación a convertirse en un viviente, no permite


ningún relativismo moral; ella nos manifiesta la gratuidad de una llamada que no
depende de ningún privilegio personal u orientación particular. He aquí una invitación
que nos lleva al reconocimiento de la igualdad constitutiva entre el hombre y la mujer,
entre las diferentes culturas de nuestro mundo y a la comunión con el universo.

2. UNA VOCACIÓN COMÚN AL HOMBRE Y A LA MUJER DE TODOS LOS PUEBLOS

La llamada a convertirse en viviente, a la imagen y semejanza de Dios, se realiza en


comunión con los demás hombres y mujeres de toda la Tierra; por consecuencia, el varón
no es un ser privilegiado en relación a la mujer: «Y creó Dios al hombre a su imagen; a
imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gn 1, 27). Así pues, la imagen y la
semejanza de Dios presentan una diferencia relacional: hombre y mujer.
Desgraciadamente, el varón ha tenido que hacer un largo y accidentado camino para
reconocer la validez de esta polaridad masculina y femenina; su alter ego, la mujer, no es
un apéndice de él mismo, sino su semejante. El varón necesita un ser humano capaz de
diálogo para reconocerse a sí mismo como humano.

El Señor Dios se dijo: «No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle el auxiliar que
le corresponde». Entonces el Señor Dios modeló de arcilla todas las fieras salvajes y todos
los pájaros del cielo, y se los presentó al hombre, para ver qué nombre les ponía. Y cada
ser vivo llevaría el nombre que el hombre le pusiera. Así, el hombre puso nombre a todos
los animales domésticos, a los pájaros del cielo y a las fieras salvajes. Pero no se encontró
el auxiliar que le correspondía. Entonces el Señor Dios echó sobre el hombre un letargo, y
el hombre se durmió. Le sacó una costilla y creció carne desde dentro. De la costilla que le
había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre. El
hombre exclamó: ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre
será Hembra, porque la han sacado del Hombre. Por eso un hombre abandona padre y
madre, se junta a su mujer y se hacen una sola carne. Los dos estaban desnudos, el
hombre y su mujer, pero no sentían vergüenza (Gn/02/18-25).
El simbolismo de la costilla representa la igualdad ontológica entre el hombre y la mujer
en una cultura que es menos conceptual que la occidental; por eso, Adán se reconoce
como ser humano sólo en presencia de Eva. Reconocerse humano frente a otro es, según
Pierre Grelot, «la expresión de la más grande semejanza (cf. 2 Sm 5, 1), que traduciríamos
hablando de una igualdad de naturaleza». Por consiguiente, no se puede buscar en los
relatos bíblicos de la creación el fundamento de un chauvinismo machista que lleve al
hombre (varón) a sentirse superior a la mujer.

Los prejuicios con respecto al mito de la inferioridad femenina no tienen apoyo en los dos
relatos bíblicos de la creación; lo humano precede a toda individualidad masculina o
femenina, como lo indica Vogels: «El relato bíblico habla de la creación de adán, el ser
humano, quien posteriormente está dividido en hombre (ish) y mujer (ishah), utilizando la
imagen de la costilla». Todo particularismo sexista, como sigue afirmándolo Vogels, no
tienen ningún fundamento en los dos relatos de la creación. La discusión entre la lectura
patriarcal o feminista para determinar quién es superior en la igualdad, no tiene sentido.
El texto habla al comienzo del ser humano, después, sólo al final, del hombre y de la
mujer. El texto no considera a ninguno de los dos superior al otro. Se puede incluso decir
que la igualdad no le preocupa, puesto que hablar de superioridad e incluso de igualdad
entra dentro de la línea de derechos y deberes. El texto habla de una relación entre los
dos seres, de su complementariedad y, por consiguiente, de su amor mutuo.

Habría que buscar fuera de los dos relatos bíblicos de la creación los fundamentos de la
estructura patriarcal que ha presidido las relaciones hombre-mujer; por ejemplo, en la
cultura machista que revela, en el fondo, el miedo a la mujer, como consecuencia de un
problema no resuelto del hombre (varón) con respecto al control ejercido por su madre y
que lo ha podido llevar al deseo de dominar a la mujer que represente simbólicamente a
su madre. Así, uno de los grandes desafíos de nuestra cultura, incluso a nivel religioso,
viene del feminismo. La cultura occidental vive hoy día una profunda transformación en
los sectores del pensamiento, de la vida y de las estructuras sociales. El hombre, el varón,
que ha sido el símbolo del saber y del poder, está actualmente confrontado, sobre todo
en el mundo occidental y en América del Norte, a una revolución cultural sin precedentes.
Esta crítica feminista de la imagen patriarcal y paternalista del poder y del saber ejerce
también una influencia en la vida religiosa, ya que Dios ha sido concebido como el
símbolo por excelencia del poder: un Dios varón que justifica el sometimiento de las
mujeres a los hombres y a su dominación y que atribuye a esta estructura la garantía de la
divinidad. Por eso, no hay que olvidar el holocausto que las mujeres han padecido a lo
largo de la historia; una violencia en la que las grandes Iglesias, incluso la católica, han
participado con mucha frecuencia. A pesar de las numerosas declaraciones en favor de la
igualdad de la mujer y del hombre por parte de las diferentes Iglesias, estas declaraciones
permanecen, muchas veces, letra muerta en los hechos concretos. Ahora bien, el Dios
que Jesucristo nos revela es muy diferente del Faraón celeste que impone su voluntad a
las creaturas y que justifica la dominación del hombre (varón) sobre el resto de la
creación, incluido, evidentemente, las mujeres. El Dios trinitario es la revelación del amor
eterno, la imagen más opuesta al poder y a la dominación. Por eso, el feminismo
representa en nuestros días una importante revolución en todos los sectores de la cultura
y de la existencia; el hombre, el varón, no puede continuar sometiendo al resto de la
creación a sus pulsiones posesivas, resultado de su propia inseguridad personal. La única
oportunidad de convertirse en adulto es el reconocimiento de la igualdad ontológica de
su semejante.
El ser humano está así abierto al otro en quien se reconoce como humano; él no es una
esencia cerrada, sino el resultado de las relaciones que establece y que le revelan su
identidad. Así pues, aun reconociendo que el hombre es el animal más desprovisto de
toda la creación, sin embargo, es el único creador de civilización y de historia; entre su
naturaleza y la historia se sitúa la grandeza y el desafío de su libertad. Ser histórico y
social, el hombre es también un ser cultural: la cultura es el medio ambiente del
aprendizaje humano, en donde se forja la percepción que el hombre tiene de él mismo y
de su visión del mundo. El descubrimiento de la importancia de la cultura, que la
etnología ha puesto en evidencia con el estudio de los pueblos primitivos, es de una gran
importancia. Lo que el estudio de estas culturas manifiesta es el descentramiento del yo,
que ha ocupado casi toda la escena de la reflexión filosófica en Occidente. El
reconocimiento de la influencia cultural en la vida humana lleva a la caída del
chauvinismo cultural, causa de intransigencias y de complejos de superioridad de una
cultura sobre la otra, como lo ha puesto de manifiesto Claude Lévi-Strauss de un modo
extraordinario. Según él, el humanismo occidental habría explotado vergonzosamente la
naturaleza y las otras culturas; por eso, su tarea va a consistir en disolver el yo; es decir,
reducir el hombre a la naturaleza que es el patrimonio común de todas las culturas. El
estructuralismo cultural, del que Lévi-Strauss es uno de los mejores representantes,
obligará al mundo occidental a abandonar la superioridad cultural en la que se había
encerrado; los primitivos, los indígenas, los salvajes no son pueblos sin culturas, sin
historias, o retardados, sino que poseen unas civilizaciones tan ricas e importantes como
la occidental.

Hoy día, ante el aumento de la intransigencia con respecto al otro, al extranjero, que
trabaja en nuestros países en busca de un mundo más justo y solidario; frente a la vuelta
de los nacionalismos de fáciles soluciones, la vocación de todo ser humano a vivir en
plenitud, a imagen y semejanza de Dios, nos recuerda que somos ciudadanos de una
tierra que no nos pertenece en propiedad exclusiva, sino que es el fruto de un don: el don
de Dios a todo ser humano, Así pues, la creación excluye toda relación de superioridad o
de dominación, sexual o cultural, de unos sobre otros; y también, como lo veremos a
continuación, la llamada de Dios a vivir en plenitud, nos impide toda actividad destructora
de la naturaleza.

3. UNA VIDA EN SOLIDARIDAD CON EL UNIVERSO

La vocación humana a vivir en plenitud, no se puede realizar contra el universo; el


hombre tiene que descubrir la bondad original de la creación, y establecer el señorío
divino en el mundo; es decir, hacerlo a imagen de la imagen. Sin embargo, la crisis de la
cultura occidental ha puesto en evidencia el riesgo de una destrucción de la naturaleza:
ésta no es una cantera inagotable que pueda explotarse indefinidamente. Las riquezas
naturales tienen un límite, una vida media que hay que saber proteger; de ahí la pregunta
que la ecología nos invita a hacernos: «¿En qué medida las ciencias, la actividad técnica, la
práctica institucional o personal, la ideología y la religión contribuyen a mantener o a
romper el equilibrio dinámico que existe en el conjunto del ecosistema?», El ser humano
debe cesar de ser un predador y respetar su medio ambiente; en una palabra, reconocer
que también él ha sido creado de la tierra, en solidaridad con todas las demás creaturas.

Después de haber repetido seis veces «y vio Dios que era bueno» (Gn 1, 4. 10. 12. 18. 21.
25), el autor del relato sacerdotal (P) de la creación termina diciendo: «Y vio Dios todo lo
que había hecho: y era muy bueno» (Gn 1, 31a). Así, pues, no hay ningún dualismo
maniqueísta en los relatos bíblicos de la creación del mundo y del hombre; por eso, el ser
humano no tiene el derecho de destruir la obra muy buena de Dios. El hombre, el único
llamado a convertirse a imagen y semejanza Dios, tiene la misión de hacer resplandecer el
señorío divino en todo el universo; él es responsable de la faz de la tierra. Ese es el
verdadero sentido de dominar, en el contexto bíblico del relato: «Y los bendijo Dios y les
dijo Dios: -Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad los peces del mar,
las aves del cielo y todos los vivientes que reptan sobre la tierra» (Gn/01/28). Dominar no
implica un sometimiento destructor, sino el ser re-creador con Dios de un mundo llamado
a reflejar su gloria, como Gregorio de Nisa lo percibió: «El universo, por el hombre, está
llamado a ser "la imagen de la imagen" (San Gregorio de Nisa)». No se trata, pues, de
destruir la tierra de la que el hombre mismo ha sido creado, sino de ser la imagen del
Creador para hacer resplandecer su amor y su belleza; en una palabra, la vocación
humana a la vida tiene que reflejarse igualmente en el resto de la creación. Una creación
que, por lo demás, no está terminada de una vez para siempre, sino que necesita la
contribución creadora del ser humano; la creación es una realización continua que espera
la liberación del hombre y, por ella, la del universo, como lo dice San Pablo (Rm 8, 19-22).
No se puede concebir un cielo sin la tierra, ni un cielo nuevo sin una nueva creación;
ahora bien, la realidad es muy diferente, como nos revela la ecología y la denuncia de una
espiritualidad que ha servido para mantener al hombre infantilizado.

La crisis ecológica actual no es la consecuencia de ciertos olvidos con respecto a la


naturaleza, sino la consecuencia de cosas mucho más profundas: el reflejo del ocaso de la
cultura occidental, fuertemente marcada por el cristianismo. Es, pues, una crisis del
sistema social de Occidente en su conjunto; sin embargo, esta situación nos permite
tomar conciencia de la necesidad de establecer una nueva relación, más global y menos
destructora, entre la ciencia y la fe, al mismo tiempo que descubrimos la naturalización
del ser humano, como lo puso de manifiesto Lévi-Strauss. Por consiguiente, en la base de
esta nueva relación se sitúa el descubrimiento de la dimensión cósmica de la relación con
el resto de la creación, de la vida humana; el mundo no es, como para los griegos, una
prisión de la que hay que escapar, sino que hemos sido creados en solidaridad con el
resto de las creaturas. Somos creaturas del planeta Tierra, nuestra casa, y es importante
no olvidarlo; el universo es nuestro cuerpo; de este modo, no podemos abandonarlo.
Tenemos un deber con la creación: el de integrarla en nuestro propio proceso de
convertirnos en vivientes; hacer que, por nuestra intervención, el universo se personalice.
La invitación a convertirnos en imagen y semejanza de Dios nos tiene que llevar a pensar
de modo global; es decir, teniendo en cuenta también todas las dimensiones del universo
y no sólo nuestro propio interés. Compartimos nuestra casa, la tierra con otras muchas
creaturas de quienes somos solidarios; tenemos, pues, que descubrir nuestra pertenencia
común a la tierra.
Del mismo modo, descubrir la bondad original de la creación, como la obra muy buena de
Dios, tiene que reflejarse en toda espiritualidad que quiera llamarse cristiana: ésta no
puede ser el reflejo de una visión negativa del mundo. Hoy día, los cristianos tenemos la
misión de recuperar la fe en la creación; no se puede fundar la esperanza sin tener una
visión positiva y buena de la tierra. La esperanza cristiana no nos invita al desprecio del
mundo; ni a contemplar un más allá que nos aleje de nuestra tarea de transformar la
historia cotidiana. La contemplación cristiana no es una mirada dirigida al cielo que nos
alejaría de esta tierra; ella es una mirada hacia el presente que nos permita profundizar
los acontecimientos a fin de poder descubrir toda la riqueza de vida y de esperanza que
allí se encuentran y que son signos de la presencia del Espíritu Santo que actúa en la
creación. La vocación del hombre no consiste en separarse del mundo, sino en hacer de él
la transparencia de Dios; por eso, si hemos heredado una visión negativa del universo,
ésta no procede de la tradición bíblica judeo-cristiana; el desprecio del mundo es, más
bien, el fruto de la influencia de la cultura griega en el cristianismo. La vida, según la
vocación constitutiva del hombre, está llamada a ser la transparencia del Creador por
medio de la acción humana.
La Misión educativa

1. La identidad y misión de la escuela católica a la luz del


Magisterio

La escuela católica es una institución educativa, y como tal, está sujeta al marco legislativo
correspondiente. Por el hecho de ser católica, está sustentada por una comunidad
cristiana, con una propuesta de educación vertebrada por el Evangelio. Desentrañar el
significado de estas afirmaciones es el objetivo principal de este apartado. A continuación,
ofrecemos una visión sintética de la identidad y misión de la escuela católica.

Evangelización y educación
Hablar de la identidad de la escuela católica es hacerlo de su misión. “La escuela católica
es un verdadero lugar de evangelización, de auténtico apostolado de acción pastoral, no
en virtud de actividades complementarias o extraescolares, sino por la naturaleza misma
de su misión, directamente dirigida a formar la personalidad cristiana” [DRE 33]. O, dicho
de otro modo, forma parte del dinamismo de su identidad ser evangelizadora y misionera.

Partimos de la base de que “evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a
todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar
a la misma humanidad […]. La finalidad de la evangelización es por consiguiente este
cambio interior y, si hubiera que resumirlo, en una palabra, lo mejor sería decir que la
Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de
convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad
en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos” [EN 18]. Y más
recientemente, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha insistido en afirmar que “el
término evangelización […] resume toda la misión de la Iglesia: toda su vida, en efecto,
consiste en realizar la traditio Evangelii, el anuncio y transmisión del Evangelio, que es
“fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” [Rm 1, 16] y que en última instancia
se identifica con el mismo Cristo [1 Co 1, 24]. Por eso, la evangelización así entendida
tiene como destinataria a toda la humanidad. En cualquier caso, evangelización no
significa solamente enseñar una doctrina sino anunciar a Jesucristo con palabras y
acciones, o sea, hacerse instrumento de su presencia y actuación en el mundo” [NEv 2].

Ahora bien, ¿qué forma específica adquiere la misión de evangelizar en una escuela? Ya
en nuestro documento predecesor sobre la pastoral escolar se apuntaban algunas líneas
de fuerza, centradas en el dinamismo profético, el dinamismo de integración y el
dinamismo de iniciación1. En sintonía y en continuidad con estas tres líneas de fuerza, se
señala hoy el desafío de la evangelización en una escuela pluricultural: “el hecho de que
los alumnos de numerosas escuelas católicas pertenezcan a una pluralidad de culturas
exige a nuestras instituciones ampliar el anuncio más allá del círculo de los creyentes, no
solo con palabras, sino con la fuerza de la coherencia de vida de los educadores” [EHyM
III, 1, a].

La Evangelii Gaudium nos recuerda que “las escuelas católicas, que intentan siempre
conjugar la tarea educativa con el anuncio explícito del Evangelio, constituyen un aporte
muy valioso a la evangelización de la cultura, aun en los países y ciudades donde una
situación adversa nos estimule a usar nuestra creatividad para encontrarlos caminos
adecuados” [EG 134]. Para esta misión evangelizadora, la mediación educativa es el
instrumento privilegiado con el que cuenta la escuela católica. Y para realizar de forma
eficaz esa mediación, se proponen una serie de objetivos, contenidos, acciones y
estrategias. Este proceso educativo de la persona realizado desde la óptica del Evangelio
es el centro de dicha misión, y el desarrollo de la dimensión religiosa es considerado un
aspecto fundamental del mismo.

Como puede verse, hay una estrecha relación entre educación y evangelización. La
evangelización es una dimensión constitutiva de la misión eclesial y la educación es la
mediación fundamental que se lleva a cabo de una manera particular en el ámbito escolar.
La evangelización propone a la educación un modelo de humanismo inspirado en el
Evangelio, y la educación sostiene y acompaña el proceso de evangelización abriendo el
corazón de niños, adolescentes y jóvenes a la verdad, a la belleza, a la compasión y al
sentido de la vida. “Sin educación no hay evangelización duradera y profunda, no hay
crecimiento y maduración, no es posible un cambio de mentalidad y cultura”2.

La integración entre educación y evangelización permite alentar el diálogo entre fe y


razón, entre fe y cultura, entre Evangelio y vida; apreciar la relación educativa como
“encuentro de libertades” en el respeto a la singularidad de cada alumno, que exige
personalización y acompañamiento; definir bien la relación entre contenido y método en
el proceso educativo; hacer viable la relación fecunda que existe entre tradición e
innovación, obediencia y libertad.

En definitiva, afirmamos que la misión de la escuela católica es evangelizar mediante la


educación y educar mediante la evangelización. Es decir, en primer término, transmite y
presenta la cultura desde la óptica del Evangelio, y así presenta una visión de la realidad
(persona, mundo y sociedad) desde una clave evangélica. Simultáneamente, la escuela
católica anuncia la Buena Nueva de Jesucristo, poniendo a los diferentes miembros de la
comunidad educativa en contacto con Él, como camino de vida humanizadora y feliz.

Identidad de la escuela católica

La escuela católica tiene una clara conciencia de su identidad eclesial, y como tal, se siente
partícipe de la misma misión. Como comunidad eclesial, reconoce su fundamento en
Jesucristo y participa del envío a anunciar el Evangelio a todas las gentes. La escuela
católica, por tanto, se sabe un medio específico al servicio del proyecto humanizador de la
Buena Noticia de Jesús de Nazaret. Ante el riesgo de confundir la misión con las tareas, es
imprescindible no perder el sentido de sabernos enviados para compartir esta experiencia
central de la vida cristiana. Además de tener una misión, somos sostenidos por la misión;
ella actualiza el paso de Dios en la historia, y la escuela católica trata de ser sacramento,
voz y vida de esa misión.

Su modo específico de anunciar el Evangelio es a través de una educación integral de la


persona. Esta es su finalidad fundamental, que realiza a través del acompañamiento del
proceso educativo de niños y jóvenes. Para ello, propone una visión cristiana de la vida,
fruto del diálogo fe-cultura. Desde el amor y la libertad como principios evangélicos
fundamentales, no renuncia a proponer un proceso de personalización de la fe
atendiendo a la diversidad de sus destinatarios y a las circunstancias culturales y religiosas
que vivimos.

Por último, no podemos olvidar que la propuesta evangelizadora de Jesús conlleva


irrenunciablemente un compromiso por la transformación social hacia un mundo más
justo. Al igual que hablamos hoy de una “Iglesia en salida” también la escuela sale al
encuentro de los más débiles y necesitados, siendo inclusiva, abierta, solidaria, equitativa
y misionera. La acción social y el compromiso por la justicia forman parte del currículo
presente en las escuelas católicas a través de las asignaturas, pero también a través de la
cultura organizacional, así como de otras muchas actividades y propuestas orientadas a
este fin. No se trata de un añadido a la acción evangelizadora, sino que es una cuestión
inherente al anuncio mismo del Evangelio.

Algunas acciones evangelizadoras en la escuela

La Iglesia desarrolla su misión a través de cuatro acciones evangelizadoras fundamentales:


el anuncio, la comunidad, el servicio y la celebración. Estas formas tradicionales podemos
considerarlas también como cuatro perspectivas por medio de las cuales comprendemos
el conjunto de la acción pastoral. De igual modo, la escuela católica tiene un modo
específico de vivir cada una de estas formas de evangelización.

Es misión de la escuela católica anunciar, con sus palabras y sus obras, la buena noticia de
Jesús de Nazaret. Esto significa que la comunidad educativa cristiana se hace palabra
profética de la presencia de Dios y de su amor en nuestro mundo. Cada vez es más
habitual que lleguen a nuestros centros familias que no han recibido en ningún momento
un anuncio explícito del Evangelio. La sensibilización y el despertar religioso en las
primeras etapas de la infancia adquieren cada vez más este papel de anuncio, pues a
través de los niños, con frecuencia llega también a las familias.

Una de las experiencias más positivas y que mejor ofrecen ese anuncio es precisamente el
testimonio comunitario, el clima de comunión y fraternidad que se respira en el centro
educativo y que tan valorado es cuando así se percibe. La relación comunitaria misma es
ya acción pastoral, pues se trata de un signo del misterio de la comunión trinitaria.
Efectivamente, la comunidad educativa cristiana expresa en su acción pastoral la riqueza
del amor recibido y que tiene la misión de ofrecer como don, tanto en el anuncio, como
en la celebración o el servicio.

La liturgia, “cumbre y fuente” [SC 10] de la vida de la Iglesia, tiene también su forma
propia en el ámbito educativo. La escuela vive la liturgia como expresión máxima de la
madurez comunitaria, pero además tiene un papel importante desde una perspectiva
pedagógica de la iniciación cristiana. La iniciación a la vida litúrgica y a la oración es cada
vez más necesaria, dado que es frecuente que ya no se realice en el ámbito de la familia.
Además, los distintos momentos existenciales por los que atraviesan los miembros de la
comunidad educativa constituyen una ocasión privilegiada para acompañar también con
esta forma de celebración más espontánea.

Finalmente, como también hemos expresado al hablar de los rasgos esenciales, solo desde
el servicio que se traduce en esa acción comprometida con la realidad y la transformación
del mundo, se hace creíble un proyecto cristiano de evangelización. Somos una escuela
servidora, “en salida” que se expresa a través del desarrollo de un proyecto educativo
evangelizador. “La aceptación del primer anuncio, que invita a dejarse amar por Dios y a
amarlo con el amor que Él mismo nos comunica, provoca en la vida de la persona y en sus
acciones una primera y fundamental reacción: desear, buscar y cuidar el bien de los
demás” [EG 178]. Por tanto, la acción pastoral, desde esta perspectiva del servicio, es la
forma de concretar el mandamiento nuevo del amor recibido de Jesús. El papa Francisco
nos recuerda la importancia de la dimensión social de la evangelización. “Si esta
dimensión no está debidamente explicitada, siempre se corre el riesgo de desfigurar el
sentido auténtico e integral que tiene la misión evangelizadora” [EG 176].

3. Una comunidad educativa

El sujeto de la misión que lleva adelante una escuela católica es una comunidad educativa
que propone un proyecto de educación para la persona de hoy. La comunidad educativa
es el útero donde madura el proceso educativo. Forman parte de esta comunidad una
serie de personas que comparten visiones sobre la educación, establecen relaciones entre
las instituciones, proponen procesos educativos, y se organizan alrededor de un proyecto.

Personas

La comunidad educativa está integrada por diversos miembros, cada uno de los cuales
tiene una aportación propia. Educadores –religiosos, sacerdotes y laicos–, familias,
alumnos, y todos aquellos que colaboran desempeñando distintas funciones educativas,
gracias a la misión encomendada, al trato asiduo y al trabajo compartido, establecen
vínculos afectivos que generan sentido de pertenencia.
Todos los miembros de la comunidad educativa comparten un mismo proyecto con
diferentes modos de adhesión o vinculación al mismo. La misma identidad católica es
ofrecida de modo dinámico y gradual a la pluralidad de personas que comparten la misión
educativa. En este sentido, somos muy sensibles al proceso de identificación progresivo de
los diferentes miembros de la comunidad educativa en un contexto de pluralismo
axiológico, de creciente indiferencia o sincretismo religioso. La identificación con valores,
prácticas e itinerarios de iniciación en la fe se realizará en función del ritmo y posibilidades
de cada sujeto.

En este sentido, hacemos una mención especial a la importancia de los educadores


cristianos como principales dinamizadores de un proyecto educativo evangelizador. Son
ellos los que, con su testimonio de vida y sus propuestas, constituyen la verdadera fuerza
evangelizadora de nuestras escuelas. Garantizar una preparación cualificada en todos los
terrenos, pero, sobre todo, consolidar su adhesión a la misión de la escuela católica es,
probablemente, uno de los desafíos más urgentes que tiene planteada la escuela
católica3.

Relaciones

Las relaciones que se establecen en el seno de una comunidad educativa son


especialmente relevantes. En este momento dedicamos muchos esfuerzos al
acompañamiento de los distintos miembros que la conforman: educadores, familias y
alumnos. Y tampoco descuidamos las relaciones con el barrio y con la Iglesia local. “La
educación católica se coloca en un momento de la historia personal, y es más eficaz
cuanto más sabe conectarse con esta historia, sabe construir alianzas, compartir
responsabilidad, formar comunidades que educan. […] La eficacia de la acción colectiva de
todos los educadores está dada por tener una visión de valores compartidos y ser una
comunidad que aprende, no solo que enseña” [EHyM].

Identidad cristiana de la comunidad educativa

Por otra parte, si hablamos de una escuela católica debemos afirmar que la comunidad
educativa deja ver algunos rasgos identificables de toda comunidad cristiana. Construir
dicha comunidad es don y tarea: “el proyecto de la escuela católica solo es convincente si
es realizado por personas profundamente motivadas, en cuanto testigos de un encuentro
vivo con Cristo, en el que «el misterio del hombre solo se esclarece»” [EJ 4].

No podemos dar por supuesto que toda comunidad educativa, por el hecho de pertenecer
a una escuela católica, ya es cristiana y evangelizadora, más aún, teniendo en cuenta los
contextos de diversidad cultural y religiosa que también afectan a nuestras escuelas. Para
su existencia es necesario que se dé la adhesión personal a Jesús de Nazaret. Esta
experiencia fundante de la identidad evangelizadora es imprescindible que la podamos
reconocer, al menos, en una parte significativa de la comunidad educativa, lo que
podríamos llamar su núcleo cristalizador o comunidad cristiana de referencia. Nuestra
misión brota de esta adhesión y del convencimiento de que el encuentro con Jesús da
plenitud y sentido a la existencia, y compromete en la transformación de la sociedad
según el proyecto salvador de Dios.

3. Un proyecto educativo evangelizador

“La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se


involucran, que acompañan, que fructifican y festejan” [EG 24].

El proyecto educativo evangelizador explicita la misión, la visión y los valores de la escuela


católica. No se trata de un documento más, sino de la vida propia del centro expresada
tanto en sus documentos como sobre todo en su praxis concreta. Las tres preguntas que
vertebran un proyecto evangelizador son: ¿qué aporta la escuela católica a la sociedad?,
¿qué aporta a la Iglesia? y, en definitiva, ¿qué aporta a la persona? La coyuntura histórica
de cada tiempo, determina las prioridades, los subrayados o las urgencias que demandan
una atención especial por parte de la escuela católica. El papa Francisco ha señalado tres
tareas que considera esenciales en este momento de la historia: humanizar la educación,
trabajar por una cultura del diálogo y sembrar esperanza4.

Humanizar la educación. La persona en el centro de nuestro proyecto educativo

Nuestro compromiso por humanizar la educación supone educar de manera integral a la


persona, trascendiendo miradas que la reducen a lo que hace, tiene o sabe. Nuestras
escuelas han de ser espacios apropiados para reconocer, respetar y valorar la dignidad de
cada persona. El descubrimiento de los propios talentos y el sentido vocacional de la vida
es una consecuencia de esta forma de comprender la misión educadora. En esta dirección
consideramos fundamental la educación en la interioridad, dotándola de una intención
explícita y una pedagogía eficaz.

Humanizar significa también el compromiso por generar una sociedad más humana y
saber discernir los avances que disfrutamos como humanidad, pero que ponen en peligro
nuestra supervivencia en el planeta, como advierte Francisco en Laudato Sí. En este
sentido, humanizar conlleva educar en la visión crítica del paradigma dominante que en
nombre del antropocentrismo ha desarrollado una escasa autoconciencia de nuestros
propios límites [LS 105], y ha inculcado la maximización de los beneficios económicos
impidiendo así la posibilidad de un desarrollo humano integral y la inclusión social [LS
109]. Humanizar desde la escuela nos aventura a desarrollar un paradigma que ponga en
el cuidado de la creación, de la propia persona y de los demás una posibilidad cierta de
vida en común humanizadora en esta hora del siglo XXI que atravesamos.

Trabajar por una cultura del diálogo


Trabajar por una cultura del diálogo también es urgente en un mundo en el que con tanta
facilidad se confunde el verdadero diálogo con pseudo-diálogos. En la era de la
denominada post-verdad, un auténtico diálogo está orientado a la búsqueda de la verdad
que podemos llegar a compartir, convencidos de que nadie en solitario la posee. El
diálogo, además, es el medio imprescindible para construir puentes en un mundo cada vez
más fragmentado, a pesar de las posibilidades de comunicación de las que disponemos en
la actualidad. De modo complementario, en un mundo roto y dividido, el diálogo se torna
en capacidad para crear procesos de reconciliación y de perdón, en los cuales la escuela
católica se convierta en un actor de primer orden y en una mediación imprescindible para
buscar una convivencia pacífica entre diferentes y, a veces, entre pueblos, religiones y
familias enfrentadas.

Sembrar esperanza

Finalmente, la expectativa de poder sembrar esperanza en los niños y jóvenes que


educamos es un compromiso en el presente para construir un futuro mejor. Una de las
heridas de nuestro tiempo es la dificultad para soñar, para visualizar con esperanza el
futuro, para diseñar utopías que ayuden a crecer como sociedad, como humanidad. Lo
que algunos sociólogos describen como “retropía”, esa tendencia a mirar el pasado como
el tiempo mejor, es una versión moderna de la añoranza de las “cebollas” del Egipto de la
esclavitud. Cuando nuestros jóvenes tienen dificultad para tener esperanza en el futuro,
quizá nosotros les estamos privando de un elemento imprescindible para el desarrollo de
su personalidad y vida adulta madura. Por lo tanto, el compromiso de la escuela católica
por sembrar esperanza forma parte de su misión evangelizadora.

Criterios de nuestro proyecto educativo evangelizador

Un proyecto educativo evangelizador se construye teniendo en cuenta una serie de


criterios de identidad y de actuación. Exponemos a continuación aquellos que
consideramos imprescindibles:

 Criterio evangelizador y carismático


Es el punto de partida y el corazón de toda acción educativa cristiana. En los Evangelios
encontramos la referencia fundamental de nuestro estilo educativo: el modo de ser y de
obrar de Jesús de Nazaret. La fidelidad y coherencia con su mensaje es la base de todo
proyecto educativo evangelizador; concretado, a su vez, desde el carisma que inspira el
carácter propio del centro educativo5. De hecho, nuestros fundadores nos ofrecen un
ángulo específico desde el que han encarnado el Evangelio, acentuando de una forma
especial el carácter educativo del mismo.

Para nosotros, evangelizar implica también cercanía y compromiso, humanización y


propuesta, acompañamiento y anuncio. Por eso, favorecemos una pastoral de acogida,
acompañamiento y propuesta que tiene en el testimonio de los educadores una de sus
principales fuerzas.

 Criterio educativo
La educación integral de la persona es la finalidad educativa primera. Se trata de un
proyecto que propicia procesos que ayuden a nuestros alumnos a desarrollarse como
personas de una forma integral y plena. No solo ha de atender a todas las dimensiones de
la persona contemplada en sí misma, sino que hablar hoy de educación integral adquiere
un significado amplio desde la perspectiva de la Laudato Si’, donde se afirma que “la
educación será ineficaz y sus esfuerzos serán estériles si no procura también difundir un
nuevo paradigma acerca del ser humano, la vida, la sociedad y la relación con la
naturaleza” [LS 215].

 Criterio de actuación ética


El proyecto evangelizador que promueve la escuela católica busca una formación ética
iluminada por los valores del Evangelio. Colaboramos con las familias en la formación
moral de sus hijos6. El gran reto desde este criterio es ver cómo la incorporación de los
valores propuestos deviene en una adquisición real de la virtud como disposición hacia la
búsqueda de lo bueno, al ejercicio efectivo de los valores estimados.

Asimismo, nuestra propuesta evangelizadora ha de estar contrastada con una práctica


ética ejemplar, de modo que el testimonio de vida, las decisiones organizativas e
innovaciones de todo tipo respiren calidad y calidez ética, por encima de apegos a
burocracias y a valores meramente instrumentales.

 Criterio vocacional
Además de buenos ciudadanos y profesionales preparados, nuestro proyecto educativo
quiere ayudar a nuestros alumnos a descubrir y articular su opción fundamental en la vida.
Por eso, nos proponemos ayudar a niños y jóvenes a vivir su existencia humana en
plenitud. Cuando los educadores ayudamos a alguien en su proceso vocacional
propiciamos el descubrimiento de la verdad de su ser personal. La dimensión vocacional
no es una opción más entre otras posibles, sino que es núcleo vertebrador de la persona.
Todos estamos invitados a reconocer, interpretar y elegir aquello a lo que nos sentimos
llamados.

En este sentido, la visión que ofrece la fe cristiana es de gran belleza porque entiende la
vida de todo hombre y mujer como una llamada de Dios que bien merece ser respondida:
“Solo Jesús conoce la misión concreta que piensa para vosotros. Dejad que su voz resuene
en lo más profundo de vuestro corazón: incluso ahora mismo, su corazón está hablando a
vuestro corazón”.

En definitiva, la escuela católica quiere ayudar a que cada joven descubra su propio
proyecto de vida que concrete su opción fundamental donde está incluido el servicio para
transformar y humanizar nuestro mundo. Para llevar a cabo esta finalidad se sirve de los
conocimientos que le ofrece la pedagogía, el testimonio de los educadores y cuantas
herramientas ayuden a hacer un buen discernimiento.

 Criterio familiar y comunitario


En la escuela católica se reconoce y se potencia la natural vocación de la familia a educar a
los hijos para que crezcan en la responsabilidad de sí mismos y con los demás. La sinergia
entre familia y escuela es clave para fortalecer la educación de los hijos. “La familia es el
ámbito de la socialización primaria, porque es el primer lugar donde se aprende a
colocarse frente al otro, a escuchar, a compartir, a soportar, a respetar, a ayudar, a
convivir. La tarea educativa tiene que despertar el sentimiento del mundo y de la sociedad
como hogar, es una educación para saber «habitar», más allá de los límites de la propia
casa. En el contexto familiar se enseña a recuperar la vecindad, el cuidado, el saludo” [AL
276].

La escuela ha de dar continuidad a las familias educando la dimensión comunitaria. Por


otra parte, el modo de relación familiar inspira nuestros modos de relación interpersonal
dentro de la comunidad educativa, nuestras pedagogías y, en definitiva, la relación
educativa en la que creemos que pueden crecer y desarrollarse nuestros alumnos.

 Criterio de interculturalidad y pluralismo religioso


Formamos parte de un mundo caracterizado por la diversidad cultural y la pluralidad
religiosa; algunos de nuestros destinatarios pertenecen a otras confesiones religiosas o a
ninguna. Nuestra propuesta educativa quiere acompañar en su crecimiento personal a
todos los alumnos respetando sus creencias, ayudándoles a crecer como personas en un
mundo que queremos que se caracterice por el diálogo, el reconocimiento mutuo y el
respeto a las convicciones del otro sin renunciar a las propias. Este diálogo es, en primer
lugar, una conversación sobre la vida humana estando abiertos a ellos, compartiendo su
modo de ver y estar en el mundo, sus deseos y esperanzas, sus valores religiosos, siendo
este ejercicio de diálogo un mutuo enriquecimiento8. Como escuelas abiertas y
acogedoras, por tanto, contribuimos a la creación de la cultura del encuentro en la que
“se trata de construir una nueva actitud intercultural orientada a una integración de las
culturas en recíproca aceptación” [EDI 28]. En este mutuo enriquecimiento no debe faltar
la propuesta, decidida a la vez que respetuosa, de los principios cristianos que dan sentido
a la propia identidad de la escuela católica.

 Criterio de compromiso sociopolítico


Queremos promover un cambio de mentalidad y colaborar en la transformación de la
realidad social y política, en el compromiso por la justicia. En este sentido, promovemos
una cultura social que suscite cambios de criterios y de comportamientos. Se trata de
potenciar una cultura de la acogida, del respeto, de la generosidad, de la gratuidad, de la
austeridad, de la justicia y de la paz. Este compromiso sociopolítico forma parte inherente
del compromiso cristiano.
En todo este proceso hay que garantizar el contacto directo de nuestras escuelas y de sus
agentes educativos con el lugar en donde viven los alumnos, la presencia activa en su
ambiente, en nuestra comunidad y en la sociedad en general, para defender los derechos
humanos y especialmente de la infancia, promover políticas educativas, familiares,
juveniles, laborales, urbanísticas, en las que sea posible prevenir y superar las causas
estructurales de las situaciones críticas juveniles.

Una tarea urgente a la que la escuela católica debe prestar atención es la de suscitar y
promover el afán por servir al bien común, es decir, la llamada a la participación política
responsable y, en particular, al compromiso explícito de algunos por dedicarse a esta
actividad. Nuestra sociedad está necesitada de políticos y líderes sociales competentes y
honrados, y de recuperar el prestigio de la profesión política.
 Criterio de trabajo en red
Necesitamos crear sinergias y conexiones con todos aquellos que intervienen en el
proceso educativo de nuestros niños y jóvenes, de manera particular en la propia red de
colegios de una misma titularidad y en el conjunto de la escuela católica; y al mismo
tiempo, educar para generar esta apertura y capacidad de relación en nuestros alumnos.
Esta colaboración, en la medida de lo posible, ha de darse de un modo específico con la
parroquia, principalmente en lo relativo a la educación de la fe y a la inserción en la vida
eclesial de los alumnos.

Por otra parte, el trabajo en red busca también la cooperación entre todos los servicios
socioeducativos del territorio donde se encuentra la escuela; propone establecer y
compartir un sistema de seguimiento educativo; acepta la globalidad de la persona para
no compartimentarla en áreas, aspectos o parcelas; trabaja en secuencia, actúa uno
donde acaba el otro.

Todos estos criterios constituyen un marco de referencia para el discernimiento necesario


e imprescindible de nuestra misión educativa en las escuelas concretas. Se trata de
criterios que nos marcan el camino correcto. Esta tarea de discernimiento corresponderá
a toda la comunidad educativa, pero prioritariamente a quienes desempeñan el papel de
la titularidad de los centros, últimos responsables de los mismos. El proceso de
discernimiento requerirá de nosotros hacer buenos análisis de la realidad de los centros,
en diálogo permanente con el “ágora de las culturas actuales” y con el Evangelio como
criterio primero y fundamental.

4. Una escuela en permanente transformación: llamada a la conversión pastoral y


ecológica

La escuela católica siente la responsabilidad de mantener un permanente diálogo entre el


momento presente y la visión de un futuro que emerge. Este diálogo le obliga a una
permanente revisión de sus proyectos educativos, preguntándose qué ha de hacer para
continuar siendo un lugar privilegiado de evangelización, de aprendizaje y de crecimiento
personal. Esta revisión puede llevar a cambios de menor o mayor intensidad que afectan a
alguno de los elementos o estructuras educativas, como pueden ser las metodologías, la
cultura organizacional, los contenidos y la formación de los educadores, entre otros.

¿Cómo afecta esta dinámica de cambio a la escuela católica? En primer lugar, puesto que
formamos parte del mismo contexto, también nos vemos urgidos a esta transformación
para un adecuado desempeño de nuestro trabajo y misión. Pero ahí está la clave, el
criterio del cambio es la fidelidad creativa a la misión recibida. Nuestra pregunta no se
reduce a ver cómo adecuarnos a las exigencias de la sociedad del conocimiento, sino que
tiene de base el convencimiento de la necesaria conversión pastoral y conversión
ecológica, con una actitud de salida que nos libere del riesgo de crear “microclimas”
sociales, refugios que nos aíslen del mundo. Precisamos de una conversión que genere
una escuela más misionera, más expansiva y abierta.
Esta conversión pastoral se alimenta por los cuatro principios pastorales que propone la
Evangelii Gaudium. En primer lugar, el tiempo es superior al espacio, y ello nos anima a
generar procesos a largo plazo, que tengan vocación de crear auténtica comunidad y no se
pierdan en la búsqueda de resultados cortoplacistas. En segundo término, la unidad
prevalece sobre el conflicto, lo cual habla del modo como asumimos los conflictos sin
quedarnos atrapados ni divididos; nos avisa de nuestra capacidad de ser agentes de
reconciliación y de perdón, como forma privilegiada de desarrollar la cultura del
encuentro. El tercer principio señala que la realidad es más importante que la idea,
convencidos de que “el criterio de realidad es esencial a la evangelización” [EG 233], y
sabiendo que esa realidad no está fijada, sino que es dinámica y hemos de saber
afrontarla y leerla sin prejuicios. Y, por último, el todo es superior a la parte, lo cual nos
plantea portar visiones globales que faciliten trabajar en lo pequeño con mirada amplia,
en la conciencia de que construimos una escuela para todos en un nuevo escenario
histórico.

Es oportuno poner en relación tres palabras clave para comprender más a fondo este
cambio en la escuela católica: conversión, transformación e innovación. Las dos primeras
nos hablan del cambio de mentalidad, de prácticas y de rutinas como dinámica continua
de crecimiento y mejora en las personas. Además, hablar de conversión, desde una
perspectiva creyente, implica el reconocimiento del propio límite y vulnerabilidad, al
tiempo que se confiesa la acción de la Gracia en el proceso de transformación personal. Y
supone que la orientación del cambio es la utopía evangélica. Tener una actitud personal
de apertura es condición necesaria para que se produzca la conversión.

Por otra parte, la innovación en nuestras escuelas está necesariamente vinculada a la


continua recreación del carisma fundacional. Efectivamente, el referente primero para la
innovación lo encontramos en nuestros fundadores, los cuales, con una actitud
totalmente abierta a la acción del Espíritu, y en permanente diálogo con los signos de los
tiempos que les tocó vivir, dieron “forma nueva” a la acción apostólica a través de las
instituciones educativas que crearon. En este marco de comprensión, la necesidad de
innovación surge como respuesta al desequilibrio, mayor o menor, entre lo que se ofrece
en la escuela católica y lo que se debería ofrecer. Si este desajuste, desde un punto de
vista pedagógico, es compartido por la escuela en general, hablamos de la necesidad de
innovación pedagógica. Si, además, como estamos constatando, el desajuste afecta de
una forma explícita a la misión evangelizadora, hablamos de la necesaria innovación
pastoral que pretendemos impulsar a través de esta reflexión compartida. Poner la mirada
en dicha innovación pastoral significa hacer todo lo que está en nuestra mano, sabiendo
que el principal agente evangelizador es el Espíritu, que opera en nosotros, por nosotros y
con nosotros.

El deseo y las posibilidades de innovar, lejos de ser algo ajeno a la escuela católica, están
inscritos en su propio ADN. Nuestros fundadores fueron auténticos innovadores en su
tiempo y han dejado esa traza en sus seguidores. No se trata de volver la vista al pasado
para retrotraernos a él y tampoco de considerar la propia tradición educativa como un
peso del que hay que liberarse, sino de contar con ella como fuente inspiradora y de
sentido para seguir innovando, fieles a unos principios carismáticos y educativos sólidos.

EL ESPÍRITU QUE NOS ANIMA

Nos dejamos impulsar por el Espíritu que animó a Jesús

El Espíritu Santo que nos anima (cf. RM 21-30) es el mismo que impulsó a Jesús. Él nos
hace participar de la vida y de la misión del Salvador. Sin Él la evangelización es imposible.
Pero con su ayuda podemos ser testigos de Jesús en medio del mundo, para transformar
la sociedad. Por eso, desde nuestras dudas, temores, cansancios y debilidades le pedimos:

Ven, padre de los pobres,


ven a darnos tus dones,
ven a darnos tu luz.

Como Iglesia nos preguntamos ahora cuáles son las notas de la espiritualidad que ha de
animar nuestra vida misionera en donde estemos. Dicho de otro modo, cómo los
bautizados debemos traducir la vida del Espíritu para contagiar la alegría de la salvación
de Cristo en la Iglesia y en el mundo.

Amados por Dios — Vivir cada día sostenidos por los brazos del Padre

Ante la tristeza de la soledad, la desilusión o la insatisfacción, los cristianos no olvidamos


que «Dios es amor» (1 Jn 4,8). Tenemos la certeza de ser amados y de vivir cada día
sostenidos por los brazos del Padre. Esta convicción interior nos mantiene firmes en
medio de un mundo desbordado por la desconfianza, la inestabilidad y la inseguridad.
Aunque nos sabemos pobres y débiles, nos fortalece el amor de Dios que siempre toma la
iniciativa. Porque «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído
en él» (1 Jn 4,16).
El Espíritu nos ilumina para que reconozcamos el amor infinito del Padre contemplando el
rostro de Jesucristo. Así vislumbramos el sentido último de nuestras vidas. Porque la
máxima perspectiva de la dignidad humana es el llamado a vivir en amistad con Dios que
Jesús nos hace.

Firmes en la esperanza — Animados por la esperanza que no defrauda

Jesús está presente entre nosotros en su Palabra, en la Eucaristía, en el hermano que


sufre, en las alegrías cotidianas y de otras tantas maneras que nos ayudan a encontrarlo y
que nos fortalecen para el camino. Él lo prometió y en esa promesa confiamos: «Yo estaré
siempre con ustedes» (Mt 28,20). Él ha triunfado sobre el pecado y la muerte. Por eso,
seguimos buscando construir una historia más justa, y nos alentamos unos a otros para no
desanimarnos. En el trato frecuente con el Resucitado, recibimos un verdadero impulso
que nos sostiene. Él es el manantial vivo de nuestra esperanza.

Un auténtico espíritu de esperanza implica esfuerzo firme y creativo. No es lamento, sino


fortaleza que no se deja vencer; no es pesimismo, sino confianza generosa; no es
pasividad, sino compromiso lleno de magnanimidad y de «pasión por el bien» (Rom 12,9).
Ella misma nos ayuda a discernir y reconocer las semillas del Reino que nunca faltan en
medio de la oscuridad.

Además, el poder transformador de Dios que se manifestó en la Pascua, nos invita a


esperar con toda la Iglesia su perfección en la gloria del cielo. Porque el que resucitó a
Jesús, también nos hará participar de su vida sin fin y para siempre, más allá de la muerte.

Con entrañas de misericordia — La misericordia que busca la felicidad de los hermanos

No podemos olvidar que Dios quiere la felicidad de cada ser humano. Él creó todo para
que lo disfrutemos (1 Tim 6,17), para que a nadie le falte lo necesario. Imitando su
generosidad, que se manifestó hasta el fin en la entrega de Jesucristo, los creyentes
queremos ser instrumentos de su vida para los demás. Por eso, venciendo la tentación del
egoísmo, intentamos salir de nosotros mismos, revistiéndonos de entrañas de
misericordia, de bondad, «humildad, mansedumbre, paciencia» (Col 3,12) para procurar la
felicidad de los hermanos.

El espíritu evangelizador está marcado por un intenso amor a cada persona. A veces se
expresa como compañía silenciosa y compasiva, otras veces es palabra que alienta, abrazo
que consuela, paciencia que perdona, disposición a compartir lo que se posee, o se torna
indignación por la injusticia, y la denuncia proféticamente. Se trata, siempre, de hacernos
cercanos y solidarios con el que sufre. En este mundo donde frecuentemente nos
sentimos desamparados, ignorados, utilizados, excluidos, ¿no es indispensable oír el
llamado del Espíritu a cuidarnos y sostenernos unos a otros con entrañas de misericordia?

En la mística de comunión — Espiritualidad de la comunión


Jesús, antes de entregarse a la pasión, imploró ardientemente al Padre «que todos
seamos uno para que el mundo crea» (Jn 17,21). La comunión de la Trinidad nos interpela
y nos convoca a estrechar vínculos. Por eso, el Papa nos ha recordado que hace falta
promover una «espiritualidad de la comunión», que parte de nuestra comunión con Dios,
antes de programar cualquier acción pastoral en concreto.

Desde una auténtica conversión hacia cada hermano y hermana, los cristianos aceptamos
vivir en fraternidad cuando oramos juntos, dialogamos, trabajamos, compartimos
fraternalmente y planificamos. Esta espiritualidad de comunión nos permite valorarnos
unos a otros de corazón y apreciar la riqueza de la unidad en la diversidad de vocaciones,
carismas y ministerios. Y cuando caemos en la tentación de hacernos daño, nos mueve a
optar una vez más por la reconciliación.

En un mundo donde reina la competencia despiadada, que a veces nos contagia, los
cristianos sentimos el llamado de Dios a hacer juntos el camino, a buscar las coincidencias
y superar los desencuentros para convivir como hermanos. De este modo podremos ser
testigos de Jesucristo en nuestra sociedad, para ofrecer el signo del amor que estimule un
estilo de sociedad más fraterna, justa y solidaria.

Con fervor misionero — Valientes y fervorosos testigos de Jesucristo

Somos misioneros porque hemos recibido un bien que no queremos retener en la


intimidad. Es lo que todo ser humano necesita encontrar. Lo que hemos visto y oído
reclama que lo transmitamos a quienes quieran escucharnos. La Iglesia existe para
evangelizar. Tiene como centro de su misión convocar a todos los hombres al encuentro
con Jesucristo.

Esta misión que Dios nos confía exige luchar contra nuestras inclinaciones egoístas y
contra cualquier desánimo. La riqueza de la Buena Noticia reclama evangelizadores
convencidos y entusiastas, como los primeros cristianos, que daban testimonio de su fe
con clara coherencia. Cuando somos testigos valientes y fervorosos, experimentamos que
evangelizar es verdaderamente «la dicha y la vocación propia de la Iglesia». Porque somos
depositarios de un tesoro que humaniza, que aporta vida, luz y salvación. «Conservemos
el fervor espiritual». No perdamos «la dulce y confortadora alegría de evangelizar». Nada
en la Iglesia tiene sentido si no se orienta a esta ardiente audacia misionera, ya que ella es
evangelizadora por naturaleza (AG 2).

En la entrega cotidiana — La santidad vivida en la misión de cada día

La santidad se vive especialmente cuando procuramos evangelizar en medio de las


actividades y preocupaciones de cada día. El Espíritu Santo, a través de la Iglesia, suscita
en cada fiel un anhelo de santidad, un fuerte deseo de renovación personal que no sólo se
alimenta en la oración, sino también en la misión cotidiana.
Toda la Iglesia crece en santidad comunitaria y misionera gracias a la misión cotidiana de
cada madre o padre de familia, a la tarea incesante de catequistas, maestros, misioneros
de manzana, voluntarios de Caritas y a las otras muchas formas de entrega: en el laborioso
empeño de los laicos por realizar bien su trabajo, en el testimonio heroico y humilde de
consagradas y consagrados, en el ministerio fiel de cada presbítero o diácono al preparar
la homilía o atender a un enfermo, en cada visita pastoral del obispo y en todo cuanto
forma parte de la planificación pastoral de la diócesis.

La clave de la espiritualidad de comunión para la nueva evangelización es el amor fiel y


perseverante, vivido y comunicado en la pastoral ordinaria (NMI 29). En la simplicidad de
lo cotidiano, expresamos el ardor misionero e intentamos responder comunitariamente a
las exigencias de los tiempos nuevos.

Esta es la mística que ha de impulsar toda la acción evangelizadora de la Iglesia en la


Argentina (LPNE 33). Desde este espíritu evangélico íntegro, debemos discernir los
grandes desafíos del mundo de hoy, profundizar la verdad que comunicamos y asumir
criterios comunes para realizar, con humilde perseverancia, las acciones destacadas.

Otra Opción

CAPÍTULO QUINTO
EVANGELIZADORES CON ESPÍRITU

259. Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que se abren sin temor a la
acción del Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los
Apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios, que cada uno
comienza a entender en su propia lengua. El Espíritu Santo, además, infunde la fuerza
para anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía), en voz alta y en todo
tiempo y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy, bien apoyados en la oración,
sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de
alma. Jesús quiere evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras
sino sobre todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios.

260. En este último capítulo no ofreceré una síntesis de la espiritualidad cristiana, ni


desarrollaré grandes temas como la oración, la adoración eucarística o la celebración de la
fe, sobre los cuales tenemos ya valiosos textos magisteriales y célebres escritos de
grandes autores. No pretendo reemplazar ni superar tanta riqueza. Simplemente
propondré algunas reflexiones acerca del espíritu de la nueva evangelización.

261. Cuando se dice que algo tiene «espíritu», esto suele indicar unos móviles interiores
que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria. Una
evangelización con espíritu es muy diferente de un conjunto de tareas vividas como una
obligación pesada que simplemente se tolera, o se sobrelleva como algo que contradice
las propias inclinaciones y deseos. ¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar una
etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y
de vida contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los
corazones el fuego del Espíritu. En definitiva, una evangelización con espíritu es una
evangelización con Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia evangelizadora. Antes
de proponeros algunas motivaciones y sugerencias espirituales, invoco una vez más al
Espíritu Santo; le ruego que venga a renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia en una
audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos.

I. Motivaciones para un renovado impulso misionero

262. Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan. Desde
el punto de vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte
compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una
espiritualidad que transforme el corazón. Esas propuestas parciales y desintegradoras sólo
llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza de amplia penetración, porque mutilan el
Evangelio. Siempre hace falta cultivar un espacio interior que otorgue sentido cristiano al
compromiso y a la actividad[205]. Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro
orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de
sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia
necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se
multipliquen en todas las instituciones eclesiales los grupos de oración, de intercesión, de
lectura orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la Eucaristía. Al mismo tiempo,
«se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco
tiene que ver con las exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación»[206].
Existe el riesgo de que algunos momentos de oración se conviertan en excusa para no
entregar la vida en la misión, porque la privatización del estilo de vida puede llevar a los
cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad.

263. Es sano acordarse de los primeros cristianos y de tantos hermanos a lo largo de la


historia que estuvieron cargados de alegría, llenos de coraje, incansables en el anuncio y
capaces de una gran resistencia activa. Hay quienes se consuelan diciendo que hoy es más
difícil; sin embargo, reconozcamos que las circunstancias del Imperio romano no eran
favorables al anuncio del Evangelio, ni a la lucha por la justicia, ni a la defensa de la
dignidad humana. En todos los momentos de la historia están presentes la debilidad
humana, la búsqueda enfermiza de sí mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la
concupiscencia que nos acecha a todos. Eso está siempre, con un ropaje o con otro; viene
del límite humano más que de las circunstancias. Entonces, no digamos que hoy es más
difícil; es distinto. Pero aprendamos de los santos que nos han precedido y enfrentaron las
dificultades propias de su época. Para ello, os propongo que nos detengamos a recuperar
algunas motivaciones que nos ayuden a imitarlos hoy[207].

El encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva


264. La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa
experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor
es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo
conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en
oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día, pedir su
gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos
ante Él con el corazón abierto, dejando que Él nos contemple, reconocemos esa mirada de
amor que descubrió Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas
debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48). ¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas
delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que
Él vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar su vida nueva! Entonces, lo
que ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos visto y oído es lo que anunciamos» (1 Jn
1,3). La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con
amor, es detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa manera,
su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para eso urge recobrar un
espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos depositarios de
un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No hay nada mejor para
transmitir a los demás.

265. Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su
generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es precioso y le habla
a la propia vida. Cada vez que uno vuelve a descubrirlo, se convence de que eso mismo es
lo que los demás necesitan, aunque no lo reconozcan: «Lo que vosotros adoráis sin
conocer es lo que os vengo a anunciar» (Hch 17,23). A veces perdemos el entusiasmo por
la misión al olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las
personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la
amistad con Jesús y el amor fraterno. Cuando se logra expresar adecuadamente y con
belleza el contenido esencial del Evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las
búsquedas más hondas de los corazones: «El misionero está convencido de que existe ya
en las personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una espera, aunque sea
inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el camino que
lleva a la liberación del pecado y de la muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva
de la convicción de responder a esta esperanza»[208].

El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro de


vida y de amor que es lo que no puede engañar, el mensaje que no puede manipular ni
desilusionar. Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser humano y que puede
sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí
donde nada más puede llegar. Nuestra tristeza infinita sólo se cura con un infinito amor.

266. Pero esa convicción se sostiene con la propia experiencia, constantemente renovada,
de gustar su amistad y su mensaje. No se puede perseverar en una evangelización
fervorosa si uno no sigue convencido, por experiencia propia, de que no es lo mismo
haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a
tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder
contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de
construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón. Sabemos bien
que la vida con Él se vuelve mucho más plena y que con Él es más fácil encontrarle un
sentido a todo. Por eso evangelizamos. El verdadero misionero, que nunca deja de ser
discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él. Percibe
a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera. Si uno no lo descubre a Él presente en
el corazón mismo de la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar
seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está
convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie.

267. Unidos a Jesús, buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama. En definitiva, lo
que buscamos es la gloria del Padre; vivimos y actuamos «para alabanza de la gloria de su
gracia» (Ef 1,6). Si queremos entregarnos a fondo y con constancia, tenemos que ir más
allá de cualquier otra motivación. Éste es el móvil definitivo, el más profundo, el más
grande, la razón y el sentido final de todo lo demás. Se trata de la gloria del Padre que
Jesús buscó durante toda su existencia. Él es el Hijo eternamente feliz con todo su ser
«hacia el seno del Padre» (Jn 1,18). Si somos misioneros, es ante todo porque Jesús nos ha
dicho: «La gloria de mi Padre consiste en que deis fruto abundante» (Jn 15,8). Más allá de
que nos convenga o no, nos interese o no, nos sirva o no, más allá de los límites pequeños
de nuestros deseos, nuestra comprensión y nuestras motivaciones, evangelizamos para la
mayor gloria del Padre que nos ama.

El gusto espiritual de ser pueblo

268. La Palabra de Dios también nos invita a reconocer que somos pueblo: «Vosotros, que
en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios» (1 Pe 2,10). Para ser
evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca
de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior.
La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo.
Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos
dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que
esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo.
Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más
cerca de su pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal
modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia.

269. Jesús mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el
corazón del pueblo. ¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a todos! Si hablaba con alguien,
miraba sus ojos con una profunda atención amorosa: «Jesús lo miró con cariño» (Mc
10,21). Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52) y
cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin importarle que lo traten de
comilón y borracho (cf. Mt 11,19). Lo vemos disponible cuando deja que una mujer
prostituta unja sus pies (cf. Lc 7,36-50) o cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-
15). La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó
toda su existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la
sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos
material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están
alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un
mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que
nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga
identidad.

270. A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia
de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos
la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos
personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la
tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia
concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida
siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo,
la experiencia de pertenecer a un pueblo.

271. Es verdad que, en nuestra relación con el mundo, se nos invita a dar razón de nuestra
esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan. Se nos advierte muy
claramente: «Hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pe 3,16), y «en lo posible y en cuanto de
vosotros dependa, en paz con todos los hombres» (Rm 12,18). También se nos exhorta a
tratar de vencer «el mal con el bien» (Rm 12,21), sin cansarnos «de hacer el bien» (Ga 6,9)
y sin pretender aparecer como superiores, sino «considerando a los demás como
superiores a uno mismo» (Flp 2,3). De hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la
simpatía de todo el pueblo» (Hch 2,47; 4,21.33; 5,13). Queda claro que Jesucristo no nos
quiere príncipes que miran despectivamente, sino hombres y mujeres de pueblo. Ésta no
es la opinión de un Papa ni una opción pastoral entre otras posibles; son indicaciones de la
Palabra de Dios tan claras, directas y contundentes que no necesitan interpretaciones que
les quiten fuerza interpelante. Vivámoslas «sine glossa», sin comentarios. De ese modo,
experimentaremos el gozo misionero de compartir la vida con el pueblo fiel a Dios
tratando de encender el fuego en el corazón del mundo.

272. El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios
hasta el punto de que quien no ama al hermano «camina en las tinieblas» (1 Jn 2,11),
«permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8). Benedicto XVI
ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios»,
[209] y que el amor es en el fondo la única luz que «ilumina constantemente a un mundo
oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar»[210]. Por lo tanto, cuando vivimos la mística
de acercarnos a los demás y de buscar su bien, ampliamos nuestro interior para recibir los
más hermosos regalos del Señor. Cada vez que nos encontramos con un ser humano en el
amor, quedamos capacitados para descubrir algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos
abren los ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios.
Como consecuencia de esto, si queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar de
ser misioneros. La tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón, nos abre
horizontes espirituales, nos hace más sensibles para reconocer la acción del Espíritu, nos
saca de nuestros esquemas espirituales limitados. Simultáneamente, un misionero
entregado experimenta el gusto de ser un manantial, que desborda y refresca a los
demás. Sólo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los
demás, deseando la felicidad de los otros. Esa apertura del corazón es fuente de felicidad,
porque «hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa
de los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la
comodidad. Eso no es más que un lento suicidio.

273. La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me
puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no
puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para
eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa
misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí aparece la enfermera de
alma, el docente de alma, el político de alma, esos que han decidido a fondo ser con los
demás y para los demás. Pero si uno separa la tarea por una parte y la propia privacidad
por otra, todo se vuelve gris y estará permanentemente buscando reconocimientos o
defendiendo sus propias necesidades. Dejará de ser pueblo.

274. Para compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente, necesitamos


reconocer también que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto
físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que
nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo
de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita
en su vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de toda
apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra
entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la
entrega de mi vida. Es lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando
rompemos las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!

La acción misteriosa del Resucitado y de su Espíritu

275. En el capítulo segundo reflexionábamos sobre esa falta de espiritualidad profunda


que se traduce en el pesimismo, el fatalismo, la desconfianza. Algunas personas no se
entregan a la misión, pues creen que nada puede cambiar y entonces para ellos es inútil
esforzarse. Piensan así: «¿Para qué me voy a privar de mis comodidades y placeres si no
voy a ver ningún resultado importante?». Con esa actitud se vuelve imposible ser
misioneros. Tal actitud es precisamente una excusa maligna para quedarse encerrados en
la comodidad, la flojera, la tristeza insatisfecha, el vacío egoísta. Se trata de una actitud
autodestructiva porque «el hombre no puede vivir sin esperanza: su vida, condenada a la
insignificancia, se volvería insoportable»[211]. Si pensamos que las cosas no van a
cambiar, recordemos que Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte y está lleno
de poder. Jesucristo verdaderamente vive. De otro modo, «si Cristo no resucitó, nuestra
predicación está vacía» (1 Co 15,14). El Evangelio nos relata que cuando los primeros
discípulos salieron a predicar, «el Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra» (Mc
16,20). Eso también sucede hoy. Se nos invita a descubrirlo, a vivirlo. Cristo resucitado y
glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos faltará su ayuda para
cumplir la misión que nos encomienda.

276. Su resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado
el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los
brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable. Verdad que muchas veces parece que
Dios no existiera: vemos injusticias, maldades, indiferencias y crueldades que no ceden.
Pero también es cierto que en medio de la oscuridad siempre comienza a brotar algo
nuevo, que tarde o temprano produce un fruto. En un campo arrasado vuelve a aparecer
la vida, tozuda e invencible. Habrá muchas cosas negras, pero el bien siempre tiende a
volver a brotar y a difundirse. Cada día en el mundo renace la belleza, que resucita
transformada a través de las tormentas de la historia. Los valores tienden siempre a
reaparecer de nuevas maneras, y de hecho el ser humano ha renacido muchas veces de lo
que parecía irreversible. Ésa es la fuerza de la resurrección y cada evangelizador es un
instrumento de ese dinamismo.

277. También aparecen constantemente nuevas dificultades, la experiencia del fracaso, las
pequeñeces humanas que tanto duelen. Todos sabemos por experiencia que a veces una
tarea no brinda las satisfacciones que desearíamos, los frutos son reducidos y los cambios
son lentos, y uno tiene la tentación de cansarse. Sin embargo, no es lo mismo cuando uno,
por cansancio, baja momentáneamente los brazos que cuando los baja definitivamente
dominado por un descontento crónico, por una acedia que le seca el alma. Puede suceder
que el corazón se canse de luchar porque en definitiva se busca a sí mismo en un
carrerismo sediento de reconocimientos, aplausos, premios, puestos; entonces, uno no
baja los brazos, pero ya no tiene garra, le falta resurrección. Así, el Evangelio, que es el
mensaje más hermoso que tiene este mundo, queda sepultado debajo de muchas
excusas.

278. La fe es también creerle a Él, creer que es verdad que nos ama, que vive, que es
capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal con su
poder y con su infinita creatividad. Es creer que Él marcha victorioso en la historia «en
unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles» (Ap 17,14). Creámosle al
Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está presente en el mundo, y está
desarrollándose aquí y allá, de diversas maneras: como la semilla pequeña que puede
llegar a convertirse en un gran árbol (cf. Mt 13,31-32), como el puñado de levadura, que
fermenta una gran masa (cf. Mt 13,33), y como la buena semilla que crece en medio de la
cizaña (cf. Mt 13,24-30), y siempre puede sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra
vez, lucha por florecer de nuevo. La resurrección de Cristo provoca por todas partes
gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la
resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús no
ha resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la esperanza viva!
279. Como no siempre vemos esos brotes, nos hace falta una certeza interior y es la
convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en medio de
aparentes fracasos, porque «llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2 Co 4,7). Esta
certeza es lo que se llama «sentido de misterio». Es saber con certeza que quien se ofrece
y se entrega a Dios por amor seguramente será fecundo (cf. Jn 15,5). Tal fecundidad es
muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida
dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de
que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de
sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no
se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia. Todo eso
da vueltas por el mundo como una fuerza de vida. A veces nos parece que nuestra tarea
no ha logrado ningún resultado, pero la misión no es un negocio ni un proyecto
empresarial, no es tampoco una organización humanitaria, no es un espectáculo para
contar cuánta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más profundo,
que escapa a toda medida. Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar
bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca iremos. El Espíritu Santo obra
como quiere, cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos, pero sin pretender
ver resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega es necesaria. Aprendamos a
descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la entrega creativa y
generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos
nuestros esfuerzos como a Él le parezca.

280. Para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el
Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rm 8,26). Pero esa
confianza generosa tiene que alimentarse y para eso necesitamos invocarlo
constantemente. Él puede sanar todo lo que nos debilita en el empeño misionero. Es
verdad que esta confianza en lo invisible puede producirnos cierto vértigo: es como
sumergirse en un mar donde no sabemos qué vamos a encontrar. Yo mismo lo
experimenté tantas veces. Pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar por el
Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe,
nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe bien lo que hace falta en cada
época y en cada momento. ¡Esto se llama ser misteriosamente fecundos!

La fuerza misionera de la intercesión

281. Hay una forma de oración que nos estimula particularmente a la entrega
evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de los demás: es la intercesión. Miremos por
un momento el interior de un gran evangelizador como san Pablo, para percibir cómo era
su oración. Esa oración estaba llena de seres humanos: «En todas mis oraciones siempre
pido con alegría por todos vosotros [...] porque os llevo dentro de mi corazón» (Flp 1,4.7).
Así descubrimos que interceder no nos aparta de la verdadera contemplación, porque la
contemplación que deja fuera a los demás es un engaño.
282. Esta actitud se convierte también en agradecimiento a Dios por los demás: «Ante
todo, doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo por todos vosotros» (Rm 1,8). Es un
agradecimiento constante: «Doy gracias a Dios sin cesar por todos vosotros a causa de la
gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús» (1 Co 1,4); «Doy gracias a mi Dios
todas las veces que me acuerdo de vosotros» (Flp 1,3). No es una mirada incrédula,
negativa y desesperanzada, sino una mirada espiritual, de profunda fe, que reconoce lo
que Dios mismo hace en ellos. Al mismo tiempo, es la gratitud que brota de un corazón
verdaderamente atento a los demás. De esa forma, cuando un evangelizador sale de la
oración, el corazón se le ha vuelto más generoso, se ha liberado de la conciencia aislada y
está deseoso de hacer el bien y de compartir la vida con los demás.

283. Los grandes hombres y mujeres de Dios fueron grandes intercesores. La intercesión
es como «levadura» en el seno de la Trinidad. Es un adentrarnos en el Padre y descubrir
nuevas dimensiones que iluminan las situaciones concretas y las cambian. Podemos decir
que el corazón de Dios se conmueve por la intercesión, pero en realidad Él siempre nos
gana de mano, y lo que posibilitamos con nuestra intercesión es que su poder, su amor y
su lealtad se manifiesten con mayor nitidez en el pueblo.

Consagrados por el Bautismo a la Santidad

A LA LUZ DEL MAESTRO

63. Puede haber muchas teorías sobre lo que es la santidad, abundantes explicaciones y
distinciones. Esa reflexión podría ser útil, pero nada es más iluminador que volver a las
palabras de Jesús y recoger su modo de transmitir la verdad. Jesús explicó con toda
sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12;
Lc 6,20-23). Son como el carnet de identidad del cristiano. Así, si alguno de nosotros se
plantea la pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?», la respuesta es
sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las
bienaventuranzas[66]. En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a
transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas.

64. La palabra «feliz» o «bienaventurado», pasa a ser sinónimo de «santo», porque


expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la
verdadera dicha.

A contracorriente

65. Aunque las palabras de Jesús puedan parecernos poéticas, sin embargo, van muy a
contracorriente con respecto a lo que es costumbre, a lo que se hace en la sociedad; y, si
bien este mensaje de Jesús nos atrae, en realidad el mundo nos lleva hacia otro estilo de
vida. Las bienaventuranzas de ninguna manera son algo liviano o superficial; al contrario,
ya que solo podemos vivirlas si el Espíritu Santo nos invade con toda su potencia y nos
libera de la debilidad del egoísmo, de la comodidad, del orgullo.
66. Volvamos a escuchar a Jesús, con todo el amor y el respeto que merece el Maestro.
Permitámosle que nos golpee con sus palabras, que nos desafíe, que nos interpele a un
cambio real de vida. De otro modo, la santidad será solo palabras. Recordamos ahora las
distintas bienaventuranzas en la versión del evangelio de Mateo (cf. Mt 5,3-12)[67].

«Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos»

67. El Evangelio nos invita a reconocer la verdad de nuestro corazón, para ver dónde
colocamos la seguridad de nuestra vida. Normalmente el rico se siente seguro con sus
riquezas, y cree que cuando están en riesgo, todo el sentido de su vida en la tierra se
desmorona. Jesús mismo nos lo dijo en la parábola del rico insensato, de ese hombre
seguro que, como necio, no pensaba que podría morir ese mismo día (cf. Lc 12,16-21).

68. Las riquezas no te aseguran nada. Es más: cuando el corazón se siente rico, está tan
satisfecho de sí mismo que no tiene espacio para la Palabra de Dios, para amar a los
hermanos ni para gozar de las cosas más grandes de la vida. Así se priva de los mayores
bienes. Por eso Jesús llama felices a los pobres de espíritu, que tienen el corazón pobre,
donde puede entrar el Señor con su constante novedad.

69. Esta pobreza de espíritu está muy relacionada con aquella «santa indiferencia» que
proponía san Ignacio de Loyola, en la cual alcanzamos una hermosa libertad interior: «Es
menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la
libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos
de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor,
vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás»[68].

70. Lucas no habla de una pobreza «de espíritu» sino de ser «pobres» a secas (cf. Lc 6,20),
y así nos invita también a una existencia austera y despojada. De ese modo, nos convoca a
compartir la vida de los más necesitados, la vida que llevaron los Apóstoles, y en definitiva
a configurarnos con Jesús, que «siendo rico se hizo pobre» (2 Co 8,9).

Ser pobre en el corazón, esto es santidad.

«Felices los mansos, porque heredarán la tierra»

71. Es una expresión fuerte, en este mundo que desde el inicio es un lugar de enemistad,
donde se riñe por doquier, donde por todos lados hay odio, donde constantemente
clasificamos a los demás por sus ideas, por sus costumbres, y hasta por su forma de hablar
o de vestir. En definitiva, es el reino del orgullo y de la vanidad, donde cada uno se cree
con el derecho de alzarse por encima de los otros. Sin embargo, aunque parezca
imposible, Jesús propone otro estilo: la mansedumbre. Es lo que él practicaba con sus
propios discípulos y lo que contemplamos en su entrada a Jerusalén: «Mira a tu rey, que
viene a ti, humilde, montado en una borrica» (Mt 21,5; cf. Za 9,9).
72. Él dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis
descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). Si vivimos tensos, engreídos ante los demás,
terminamos cansados y agotados. Pero cuando miramos sus límites y defectos con ternura
y mansedumbre, sin sentirnos más que ellos, podemos darles una mano y evitamos
desgastar energías en lamentos inútiles. Para santa Teresa de Lisieux «la caridad perfecta
consiste en soportar los defectos de los demás, en no escandalizarse de sus
debilidades»[69].

73. Pablo menciona la mansedumbre como un fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,23).
Propone que, si alguna vez nos preocupan las malas acciones del hermano, nos
acerquemos a corregirle, pero «con espíritu de mansedumbre» (Ga 6,1), y recuerda:
«Piensa que también tú puedes ser tentado» (ibíd.). Aun cuando uno defienda su fe y sus
convicciones debe hacerlo con mansedumbre (cf. 1 P 3,16), y hasta los adversarios deben
ser tratados con mansedumbre (cf. 2 Tm 2,25). En la Iglesia muchas veces nos hemos
equivocado por no haber acogido este pedido de la Palabra divina.

74. La mansedumbre es otra expresión de la pobreza interior, de quien deposita su


confianza solo en Dios. De hecho, en la Biblia suele usarse la misma palabra anawin para
referirse a los pobres y a los mansos. Alguien podría objetar: «Si yo soy tan manso,
pensarán que soy un necio, que soy tonto o débil». Tal vez sea así, pero dejemos que los
demás piensen esto. Es mejor ser siempre mansos, y se cumplirán nuestros mayores
anhelos: los mansos «poseerán la tierra», es decir, verán cumplidas en sus vidas las
promesas de Dios. Porque los mansos, más allá de lo que digan las circunstancias, esperan
en el Señor, y los que esperan en el Señor poseerán la tierra y gozarán de inmensa paz (cf.
Sal 37,9.11). Al mismo tiempo, el Señor confía en ellos: «En ese pondré mis ojos, en el
humilde y el abatido, que se estremece ante mis palabras» (Is 66,2).

Reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad.

«Felices los que lloran, porque ellos serán consolados»

75. El mundo nos propone lo contrario: el entretenimiento, el disfrute, la distracción, la


diversión, y nos dice que eso es lo que hace buena la vida. El mundano ignora, mira hacia
otra parte cuando hay problemas de enfermedad o de dolor en la familia o a su alrededor.
El mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas,
esconderlas. Se gastan muchas energías por escapar de las circunstancias donde se hace
presente el sufrimiento, creyendo que es posible disimular la realidad, donde nunca,
nunca, puede faltar la cruz.

76. La persona que ve las cosas como son realmente, se deja traspasar por el dolor y llora
en su corazón, es capaz de tocar las profundidades de la vida y de ser auténticamente
feliz[70]. Esa persona es consolada, pero con el consuelo de Jesús y no con el del mundo.
Así puede atreverse a compartir el sufrimiento ajeno y deja de huir de las situaciones
dolorosas. De ese modo encuentra que la vida tiene sentido socorriendo al otro en su
dolor, comprendiendo la angustia ajena, aliviando a los demás. Esa persona siente que el
otro es carne de su carne, no teme acercarse hasta tocar su herida, se compadece hasta
experimentar que las distancias se borran. Así es posible acoger aquella exhortación de
san Pablo: «Llorad con los que lloran» (Rm 12,15).

Saber llorar con los demás, esto es santidad.

«Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados»

77. «Hambre y sed» son experiencias muy intensas, porque responden a necesidades
primarias y tienen que ver con el instinto de sobrevivir. Hay quienes con esa intensidad
desean la justicia y la buscan con un anhelo tan fuerte. Jesús dice que serán saciados, ya
que tarde o temprano la justicia llega, y nosotros podemos colaborar para que sea posible,
aunque no siempre veamos los resultados de este empeño.

78. Pero la justicia que propone Jesús no es como la que busca el mundo, tantas veces
manchada por intereses mezquinos, manipulada para un lado o para otro. La realidad nos
muestra qué fácil es entrar en las pandillas de la corrupción, formar parte de esa política
cotidiana del «doy para que me den», donde todo es negocio. Y cuánta gente sufre por las
injusticias, cuántos se quedan observando impotentes cómo los demás se turnan para
repartirse la torta de la vida. Algunos desisten de luchar por la verdadera justicia, y optan
por subirse al carro del vencedor. Eso no tiene nada que ver con el hambre y la sed de
justicia que Jesús elogia.

79. Tal justicia empieza por hacerse realidad en la vida de cada uno siendo justo en las
propias decisiones, y luego se expresa buscando la justicia para los pobres y débiles. Es
cierto que la palabra «justicia» puede ser sinónimo de fidelidad a la voluntad de Dios con
toda nuestra vida, pero si le damos un sentido muy general olvidamos que se manifiesta
especialmente en la justicia con los desamparados: «Buscad la justicia, socorred al
oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda» (Is 1,17).

Buscar la justicia con hambre y sed, esto es santidad.

«Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»

80. La misericordia tiene dos aspectos: es dar, ayudar, servir a los otros, y también
perdonar, comprender. Mateo lo resume en una regla de oro: «Todo lo que queráis que
haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella» (7,12). El Catecismo nos recuerda
que esta ley se debe aplicar «en todos los casos»[71], de manera especial cuando alguien
«se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y la
decisión difícil»[72].
81. Dar y perdonar es intentar reproducir en nuestras vidas un pequeño reflejo de la
perfección de Dios, que da y perdona sobreabundantemente. Por tal razón, en el
evangelio de Lucas ya no escuchamos el «sed perfectos» (Mt 5,48) sino «sed
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados;
no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará»
(6,36-38). Y luego Lucas agrega algo que no deberíamos ignorar: «Con la medida con que
midiereis se os medirá a vosotros» (6,38). La medida que usemos para comprender y
perdonar se aplicará a nosotros para perdonarnos. La medida que apliquemos para dar, se
nos aplicará en el cielo para recompensarnos. No nos conviene olvidarlo.

82. Jesús no dice: «Felices los que planean venganza», sino que llama felices a aquellos
que perdonan y lo hacen «setenta veces siete» (Mt 18,22). Es necesario pensar que todos
nosotros somos un ejército de perdonados. Todos nosotros hemos sido mirados con
compasión divina. Si nos acercamos sinceramente al Señor y afinamos el oído,
posiblemente escucharemos algunas veces este reproche: «¿No debías tú también tener
compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» (Mt 18,33).

Mirar y actuar con misericordia, esto es santidad.

«Felices los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios»

83. Esta bienaventuranza se refiere a quienes tienen un corazón sencillo, puro, sin
suciedad, porque un corazón que sabe amar no deja entrar en su vida algo que atente
contra ese amor, algo que lo debilite o lo ponga en riesgo. En la Biblia, el corazón son
nuestras intenciones verdaderas, lo que realmente buscamos y deseamos, más allá de lo
que aparentamos: «El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón» (1 S
16,7). Él busca hablarnos en el corazón (cf. Os 2,16) y allí desea escribir su Ley (cf. Jr
31,33). En definitiva, quiere darnos un corazón nuevo (cf. Ez 36,26).

84. Lo que más hay que cuidar es el corazón (cf. Pr 4,23). Nada manchado por la falsedad
tiene un valor real para el Señor. Él «huye de la falsedad, se aleja de los pensamientos
vacíos» (Sb 1,5). El Padre, que «ve en lo secreto» (Mt 6,6), reconoce lo que no es limpio,
es decir, lo que no es sincero, sino solo cáscara y apariencia, así como el Hijo sabe también
«lo que hay dentro de cada hombre» (Jn 2,25).

85. Es cierto que no hay amor sin obras de amor, pero esta bienaventuranza nos recuerda
que el Señor espera una entrega al hermano que brote del corazón, ya que «si repartiera
todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo
amor, de nada me serviría» (1 Co 13,3). En el evangelio de Mateo vemos también que lo
que viene de dentro del corazón es lo que contamina al hombre (cf. 15,18), porque de allí
proceden los asesinatos, el robo, los falsos testimonios, y demás cosas (cf. 15,19). En las
intenciones del corazón se originan los deseos y las decisiones más profundas que
realmente nos mueven.
86. Cuando el corazón ama a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,36-40), cuando esa es su
intención verdadera y no palabras vacías, entonces ese corazón es puro y puede ver a
Dios. San Pablo, en medio de su himno a la caridad, recuerda que «ahora vemos como en
un espejo, confusamente» (1 Co 13,12), pero en la medida que reine de verdad el amor,
nos volveremos capaces de ver «cara a cara» (ibíd.). Jesús promete que los de corazón
puro «verán a Dios».

Mantener el corazón limpio de todo lo que mancha el amor, esto es santidad.

«Felices los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios»

87. Esta bienaventuranza nos hace pensar en las numerosas situaciones de guerra que se
repiten. Para nosotros es muy común ser agentes de enfrentamientos o al menos de
malentendidos. Por ejemplo, cuando escucho algo de alguien y voy a otro y se lo digo; e
incluso hago una segunda versión un poco más amplia y la difundo. Y si logro hacer más
daño, parece que me provoca mayor satisfacción. El mundo de las habladurías, hecho por
gente que se dedica a criticar y a destruir, no construye la paz. Esa gente más bien es
enemiga de la paz y de ningún modo bienaventurada[73].

88. Los pacíficos son fuente de paz, construyen paz y amistad social. A esos que se ocupan
de sembrar paz en todas partes, Jesús les hace una promesa hermosa: «Ellos serán
llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Él pedía a los discípulos que cuando llegaran a un hogar
dijeran: «Paz a esta casa» (Lc 10,5). La Palabra de Dios exhorta a cada creyente para que
busque la paz junto con todos (cf. 2 Tm 2,22), porque «el fruto de la justicia se siembra en
la paz para quienes trabajan por la paz» (St 3,18). Y si en alguna ocasión en nuestra
comunidad tenemos dudas acerca de lo que hay que hacer, «procuremos lo que favorece
la paz» (Rm 14,19) porque la unidad es superior al conflicto[74].

89. No es fácil construir esta paz evangélica que no excluye a nadie, sino que integra
también a los que son algo extraños, a las personas difíciles y complicadas, a los que
reclaman atención, a los que son diferentes, a quienes están muy golpeados por la vida, a
los que tienen otros intereses. Es duro y requiere una gran amplitud de mente y de
corazón, ya que no se trata de «un consenso de escritorio o una efímera paz para una
minoría feliz»[75], ni de un proyecto «de unos pocos para unos pocos»[76]. Tampoco
pretende ignorar o disimular los conflictos, sino «aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y
transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso»[77]. Se trata de ser artesanos de la paz,
porque construir la paz es un arte que requiere serenidad, creatividad, sensibilidad y
destreza.

Sembrar paz a nuestro alrededor, esto es santidad.

«Felices los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos»
90. Jesús mismo remarca que este camino va a contracorriente hasta el punto de
convertirnos en seres que cuestionan a la sociedad con su vida, personas que molestan.
Jesús recuerda cuánta gente es perseguida y ha sido perseguida sencillamente por haber
luchado por la justicia, por haber vivido sus compromisos con Dios y con los demás. Si no
queremos sumergirnos en una oscura mediocridad no pretendamos una vida cómoda,
porque «quien quiera salvar su vida la perderá» (Mt 16,25).

91. No se puede esperar, para vivir el Evangelio, que todo a nuestro alrededor sea
favorable, porque muchas veces las ambiciones del poder y los intereses mundanos
juegan en contra nuestra. San Juan Pablo II decía que «está alienada una sociedad que, en
sus formas de organización social, de producción y consumo, hace más difícil la realización
de esta donación [de sí] y la formación de esa solidaridad interhumana»[78]. En una
sociedad así, alienada, atrapada en una trama política, mediática, económica, cultural e
incluso religiosa que impide un auténtico desarrollo humano y social, se vuelve difícil vivir
las bienaventuranzas, llegando incluso a ser algo mal visto, sospechado, ridiculizado.

92. La cruz, sobre todo los cansancios y los dolores que soportamos por vivir el
mandamiento del amor y el camino de la justicia, es fuente de maduración y de
santificación. Recordemos que cuando el Nuevo Testamento habla de los sufrimientos que
hay que soportar por el Evangelio, se refiere precisamente a las persecuciones (cf. Hch
5,41; Flp 1,29; Col 1,24; 2 Tm 1,12; 1 P 2,20; 4,14-16; Ap 2,10).

93. Pero hablamos de las persecuciones inevitables, no de las que podamos ocasionarnos
nosotros mismos con un modo equivocado de tratar a los demás. Un santo no es alguien
raro, lejano, que se vuelve insoportable por su vanidad, su negatividad y sus
resentimientos. No eran así los Apóstoles de Cristo. El libro de los Hechos cuenta
insistentemente que ellos gozaban de la simpatía «de todo el pueblo» (2,47; cf. 4,21.33;
5,13) mientras algunas autoridades los acosaban y perseguían (cf. 4,1-3; 5,17-18).

94. Las persecuciones no son una realidad del pasado, porque hoy también las sufrimos,
sea de manera cruenta, como tantos mártires contemporáneos, o de un modo más sutil, a
través de calumnias y falsedades. Jesús dice que habrá felicidad cuando «os calumnien de
cualquier modo por mi causa» (Mt 5,11). Otras veces se trata de burlas que intentan
desfigurar nuestra fe y hacernos pasar como seres ridículos.

Aceptar cada día el camino del Evangelio, aunque nos traiga problemas, esto es santidad.

96. Por lo tanto, ser santos no significa blanquear los ojos en un supuesto éxtasis. Decía
san Juan Pablo II que «si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo,
tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo
ha querido identificarse»[79]. El texto de Mateo 25,35-36 «no es una simple invitación a la
caridad: es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo»[80]. En este
llamado a reconocerlo en los pobres y sufrientes se revela el mismo corazón de Cristo, sus
sentimientos y opciones más profundas, con las cuales todo santo intenta configurarse.
La escuela católica en los umbrales del tercer milenio

Introducción

1. En los umbrales del tercer milenio la educación y la escuela católicas se encuentran


ante desafíos nuevos lanzados por los contextos socio-cultural, y político. Se trata en
especial de la crisis de valores, que sobre todo en las sociedades ricas y desarrolladas,
asume las formas, frecuentemente propaladas por los medios de comunicación social, de
difuso subjetivismo,
de relativismo moral y de nihilismo. El profundo pluralismo que impregna la conciencia
social, da lugar a diversos comportamientos, en algunos casos tan antitéticos como para
minar cualquier identidad comunitaria. Los rápidos cambios estructurales, las profundas
innovaciones técnicas y la globalización de la economía repercuten en la vida del hombre
de cualquier parte de la tierra. Contrariamente, pues, a las perspectivas de desarrollo para
todos, se asiste a la acentuación de la diferencia entre pueblos ricos y pueblos pobres, y a
masivas oleadas migratorias de los países subdesarrollados hacia los desarrollados. Los
fenómenos de la multiculturalidad, y de una sociedad que cada vez es más plurirracial,
pluriétnica y plurirreligiosa, traen consigo enriquecimiento, pero también nuevos
problemas. A esto se añade, en los países de antigua evangelización, una creciente
marginación de la fe cristiana como referencia y luz para la comprensión verdadera y
convencida de la existencia.

2. En el campo específico de la educación, las funciones se han ampliado, llegando a ser


más complejas y especializadas. Las ciencias de la educación, anteriormente centradas en
el estudio del niño y en la preparación del maestro, han sido impulsadas a abrirse a las
diversas etapas de la vida, a los diferentes ambientes y situaciones allende la escuela.
Nuevas necesidades han dado fuerza a la exigencia de nuevos contenidos, de nuevas
competencias y de nuevas figuras educativas, además de las tradicionales. Así educar,
hacer escuela en el contexto actual resulta especialmente difícil.

3. Frente a este panorama, la escuela católica está llamada a una renovación valiente. La
herencia valiosa de una experiencia secular manifiesta, en efecto, la propia vitalidad sobre
todo por la capacidad para adecuarse sabiamente. Es, por tanto, necesario que también
hoy la escuela católica sepa definirse a sí misma de manera eficaz, convincente y actual.
No se trata de simple adaptación, sino de impulso misionero: es el deber fundamental de
la evangelización, del ir allí donde el hombre está para que acoja el don de la salvación.

4. Por esto, la Congregación para la Educación Católica, en estos años de preparación


inmediata al gran jubileo del 2000, en la grata concurrencia de cumplirse los treinta años
de la creación de la Oficina para las escuelas y de los veinte años de la publicación del
documento La Escuela Católica, el 19 de marzo de 1977, con el fin de 􀂩concentrar la
atención sobre la naturaleza y características de una escuela que quiere definirse y
presentarse como católica», se dirige, por la presente carta circular, a cuantos están
comprometidos en la educación escolar, a fin de hacerles llegar una palabra de aliento y
de esperanza. En particular esta carta se propone compartir tanto la satisfacción por los
resultados positivos logrados por la escuela católica, como sus preocupaciones por las
dificultades que encuentra. Además, respaldados por la enseñanza del Concilio Vaticano II,
por las numerosas intervenciones del Santo Padre, por las Asambleas ordinarias y
especiales del Sínodo de los Obispos, por las Conferencias Episcopales y por la solicitud de
los Ordinarios diocesanos, así como por los Organismos internacionales católicos con fines
educativos y escolares, nos parece oportuno llamar la atención sobre algunas
características fundamentales de la escuela católica que consideramos importantes para la
eficacia de su labor educativa en la Iglesia y en la sociedad: la escuela católica como lugar
de educación integral de la persona humana a través de un claro proyecto educativo que
tiene su fundamento en Cristo; su identidad eclesial y cultural; su misión de caridad
educativa; su servicio social; su estilo educativo que debe caracterizar a toda su
comunidad educativa.

Éxitos y dificultades

5. Es con satisfacción que recorremos el camino positivo que la escuela católica ha trazado
en estos últimos decenios. Ante todo, se debe considerar la ayuda que ella presta a la
misión evangelizadora de la Iglesia en todo el mundo, incluso en aquellas zonas en las que
no es posible otra acción pastoral. Además, la escuela católica, a pesar de las dificultades,
ha querido seguir siendo corresponsable del desarrollo social y cultural de las diferentes
comunidades y pueblos, de los que forma parte, compartiendo los éxitos y las esperanzas,
los sufrimientos, las dificultades y el esfuerzo para un auténtico progreso humano y
comunitario. En tal contexto, es preciso resaltar la valiosa ayuda que ella, poniéndose al
servicio de los pueblos menos favorecidos, presta a su progreso espiritual y material. Nos
sentimos obligados a reconocer el impulso dado por la escuela católica a la renovación
pedagógica y didáctica, y el gran esfuerzo prodigado por tantos fieles, sobre todo por
cuantos, consagrados y laicos, viven su función docente como vocación y auténtico
apostolado. En fin, no podemos olvidar la contribución de la escuela católica a la pastoral
de conjunto, y a la familiar en particular, subrayando al respecto, la prudente labor de
inserción en las dinámicas educativas entre padres e hijos y, muy especialmente, el apoyo
sencillo y profundo, lleno de sensibilidad y delicadeza, ofrecido a las familias “débiles” o
“rotas”, cada vez más numerosas, sobre todo, en los países desarrollados.

6. La escuela es, indudablemente, encrucijada sensible de las problemáticas que agitan


este inquieto tramo final del milenio. La escuela católica, de este modo, se ve obligada a
relacionarse con adolescentes y jóvenes que viven las dificultades de los tiempos actuales.
Se encuentra con alumnos que rehúyen el esfuerzo, incapaces de sacrificio e inconstantes
y carentes, comenzando a menudo por aquellos familiares, de modelos válidos a los que
referirse. Hay casos, cada vez más frecuentes, en los que no sólo son indiferentes o no
practicantes, sino faltos de la más mínima formación religiosa o moral. A esto se añade en
muchos alumnos y en las familias, un sentimiento de apatía por la formación ética y
religiosa, por lo que al fin aquello que interesa y se exige a la escuela católica es sólo un
diploma o a lo más una instrucción de alto nivel y capacitación profesional. El clima
descrito produce un cierto cansancio pedagógico, que se suma a la creciente dificultad, en
el contexto actual, para hacer compatible ser profesor con ser educador.
7. Entre las dificultades hay que contar también las situaciones de orden político, social y
cultural que impiden o dificultan la asistencia a la escuela católica. El drama de la extrema
pobreza y del hambre extendido por el mundo, los conflictos y guerras civiles, el degrado
urbano, la difusión de la criminalidad en las grandes áreas metropolitanas de tantas
ciudades, no permiten la total realización de proyectos formativos y educativos. En
algunas partes del mundo son los propios gobiernos los que obstaculizan, cuando no
impiden de hecho, la acción de la escuela católica, a pesar del progreso de ideas y
prácticas democráticas, y de una mayor sensibilización por los derechos humanos. Otras
dificultades provienen de problemas económicos. Tal situación repercute especialmente
sobre la escuela católica en aquellos países que no tienen prevista ninguna ayuda
gubernativa para las escuelas no estatales. Esto hace que la carga económica de las
familias que no eligen la escuela estatal, sea casi insostenible, y compromete seriamente
la misma supervivencia de las escuelas. Además, las dificultades económicas, a más de
incidir sobre la contratación y sobre la continuidad de la presencia de los educadores,
pueden hacer que los que no tienen
medios económicos suficientes, no puedan frecuentar la escuela católica, provocando, de
este modo, una selección de alumnos, que hace perder a la escuela católica una de sus
características fundamentales, la de ser una escuela para todos.

Mirando al futuro

8. La mirada dirigida a los éxitos y a las dificultades de la escuela católica, sin pretender
tratar cabalmente su amplitud y profundidad, nos mueve a reflexionar sobre la ayuda que
ella puede prestar a la formación de las nuevas generaciones en los umbrales del tercer
milenio, consciente de que, como escribe Juan Pablo II, 􀂩el futuro del mundo y de la
Iglesia pertenece a las nuevas generaciones que, nacidas en este siglo, alcanzarán la
madurez en el próximo, el primero del nuevo milenio». La escuela católica, por tanto,
debe estar en condiciones de proporcionar a los jóvenes los medios aptos para encontrar
puesto en una sociedad fuertemente caracterizada por conocimientos técnicos y
científicos, pero al mismo tiempo, diremos, ante todo, debe poder darles una sólida
formación orientada cristianamente. Por esto, estamos convencidos de que para hacer de
la escuela católica un instrumento educativo en el mundo de hoy, sea preciso reforzar
algunas de sus características fundamentales.

La persona y su educación

9. La escuela católica se configura como escuela para la persona y de las personas. “La
persona de cada uno, en sus necesidades materiales y espirituales, es el centro del
magisterio de Jesús: por esto el fin de la escuela católica es la promoción de la persona
humana”. Tal afirmación, poniendo en evidencia la relación del hombre con Cristo,
recuerda que en su persona se encuentra la plenitud de la verdad sobre el hombre. Por
esto, la escuela católica, empeñándose en promover al hombre integral, lo hace,
obedeciendo a la solicitud de la Iglesia, consciente de que todos los valores humanos
encuentran su plena realización y, también su unidad, en Cristo. Este conocimiento
manifiesta que la persona ocupa el centro en el proyecto educativo de la escuela católica,
refuerza su compromiso educativo y la hace idónea para formar personalidades fuertes.

10. El contexto socio-cultural actual corre el peligro de ocultar “el valor educativo de la
escuela católica, en el cual radica fundamentalmente su razón de ser y en virtud del cual
ella constituye un auténtico apostolado”. En efecto, si es cierto que en los últimos años se
ha prestado mayor atención y ha crecido la sensibilidad por parte de la opinión pública, de
los organismos internacionales y de los gobiernos hacia los problemas de la escuela y de la
educación, también hay que señalar una extendida reducción de la educación a los
aspectos meramente técnicos y funcionales. Las mismas ciencias pedagógicas y educativas
aparecen más centradas en los aspectos del reconocimiento fenomenológico y de la
práctica educativa, que no en aquéllos del valor propiamente educativo, centrado sobre
los valores y perspectivas de profundo significado. La fragmentación de la educación, la
ambigüedad de los valores, a los que frecuentemente se alude obteniendo amplio y fácil
consenso, a precio, sin embargo, de un peligroso ofuscamiento de los contenidos, tienden
a encerrar la escuela en un presunto neutralismo, que debilita el potencial educativo y
que repercute negativamente sobre la formación de los alumnos. Se quiere olvidar que la
educación presupone y comporta siempre una determinada concepción del hombre y de
la vida. La pretendida neutralidad de la escuela, conlleva, las más de las veces, la práctica
desaparición, del campo de la cultura y de la educación, de la referencia religiosa. Un
correcto planteamiento pedagógico está llamado, por el contrario, a situarse en el campo
más decisivo de los fines, a ocuparse no sólo del “cómo”, sino también del “porqué”, a
superar el equívoco de una educación aséptica, a devolver al proceso educativo aquella
unidad que
impide la dispersión por las varias ramas del saber y del aprendizaje, y que mantiene en el
centro a la persona en su compleja identidad, trascendental e histórica. La escuela
católica, con su proyecto educativo inspirado en el Evangelio, está llamada a recoger este
desafío y a darle respuesta con la convicción de que “el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado”.

La escuela católica en el corazón de la Iglesia

11. La complejidad del mundo contemporáneo nos convence de cuán necesario sea dar
peso a la conciencia de la identidad eclesial de la escuela católica. De la identidad católica,
en efecto, nacen los rasgos peculiares de la escuela católica, que se “estructura” como
sujeto eclesial, lugar de auténtica y específica acción pastoral. Ella comparte la misión
evangelizadora de la Iglesia, y es lugar privilegiado en el que se realiza la educación
cristiana. En este sentido, “las escuelas católicas son al mismo tiempo lugares de
evangelización, de educación integral, de inculturación y de aprendizaje de un diálogo vital
entre jóvenes de religiones y de ambientes sociales diferentes”. La eclesialidad de la
escuela católica está, pues, escrita en el corazón mismo de su identidad de institución
escolar. Ella es verdadero y propio sujeto eclesial en razón de su acción escolar, “en la que
se funden armónicamente fe, cultura y vida” Es preciso, por tanto, reafirmar con fuerza
que la dimensión eclesial
no constituye una característica yuxtapuesta, sino que es cualidad propia y específica,
carácter distintivo que impregna y anima cada momento de su acción educativa, parte
fundamental de su misma identidad y punto central de su misión. La promoción de tal
dimensión es el objetivo de cada uno de los elementos que integran la comunidad
educativa.

12. En virtud, pues, de su identidad la escuela católica es lugar de experiencia eclesial, de


la que la comunidad cristiana es la matriz. En este contexto se recuerda que ella realiza la
propia vocación de ser experiencia verdadera de Iglesia sólo si se sitúa dentro de una
pastoral orgánica de la comunidad cristiana. De modo muy particular la escuela católica
permite encontrar a los jóvenes en un ambiente favorable a la formación cristiana. No
obstante, es preciso señalar que, en ciertos casos, la escuela católica no es sentida como
parte integrante de la realidad pastoral: a veces, se la considera extraña, o casi, a la
comunidad. Es urgente, por tanto, promover una nueva sensibilidad en las comunidades
parroquiales y diocesanas para que se sientan llamadas en primera persona, a
responsabilizarse de la educación y de la escuela.

13. En la historia eclesial se tiene a la escuela católica sobre todo como manifestación de
Institutos religiosos, los cuales, por carisma religioso o por expresa dedicación, se han
entregado a ella generosamente. En los momentos actuales tampoco escasean las
dificultades debidas, unas, a la preocupante disminución numérica, y otras, a la
subrepticia difusión de graves incomprensiones, que pueden inducir al abandono de la
misión educativa. Por esto, viene separado, por una parte, el empeño escolar de la acción
pastoral, mientras que, por otra, la actividad concreta encuentra dificultad en
compaginarse con las exigencias específicas de la vida religiosa. Las intuiciones fecundas
de los santos Fundadores demuestran mejor y más radicalmente que cualquier otro
razonamiento, la falta de fundamento y lo precario de tales afirmaciones. Nos parece,
pues, oportuno recordar que la presencia de los consagrados en la comunidad educativa
es indispensable porque ellos “están en condiciones de llevar a cabo una acción educativa
particularmente Eficaz”, y son ejemplo de cómo “darse” sin reservas y gratuitamente al
servicio de los otros en el espíritu de la consagración religiosa. La presencia
contemporánea de religiosas y religiosos, y también de sacerdotes y de laicos, ofrece a los
alumnos “una imagen viva de la Iglesia y hace más fácil el conocimiento de sus riquezas”.

Identidad cultural de la escuela católica

14. De la naturaleza de la escuela católica deriva también uno de los elementos más
expresivos de la originalidad de su proyecto educativo: la síntesis entre cultura y fe. En
efecto, el saber, considerado en la perspectiva de la fe, llega a ser sabiduría y visión de
vida. El esfuerzo para conjugar razón y fe, llegado a ser el alma de cada una de las
disciplinas, las unifica, articula y coordina, haciendo emerger en el interior mismo del
saber escolar, la visión cristiana del mundo y de la vida, de la cultura y de la historia. En el
proyecto educativo de la escuela católica no existe, por tanto, separación entre momentos
de aprendizaje y momentos de educación, entre momentos del concepto y momentos de
la sabiduría. Cada disciplina no presenta sólo un saber que adquirir, sino también valores
que asimilar y verdades que descubrir. Todo esto, exige un ambiente caracterizado por la
búsqueda de la verdad, en el que los educadores, competentes, convencidos y
coherentes, maestros de saber y de vida, sean imágenes, imperfectas desde luego, pero
no desvaídas del único Maestro. En esta perspectiva, en el proyecto educativo cristiano
todas las disciplinas contribuyen, con su saber específico y propio, a la formación de
personalidades maduras.

«El cuidado de la instrucción es amor» (Sab 6,17)

15. En la dimensión eclesial se fundamenta también la característica de la escuela católica


como escuela para todos, con especial atención hacia los más débiles. La historia ha visto
surgir la mayor parte de las instituciones educativas escolares católicas como respuesta a
las necesidades de los sectores menos favorecidos desde el punto de vista social y
económico. No es una novedad afirmar que las escuelas católicas nacieron de una
profunda caridad educativa hacia los niños y jóvenes abandonados a sí mismos y privados
de cualquier forma de educación. En muchas partes del mundo, todavía hoy, es la pobreza
material la que impide que muchos niños y jóvenes sean instruidos y que reciban una
adecuada formación humana y cristiana. En otras, son nuevas pobrezas las que interpelan
a la escuela católica, la que, como en tiempos pasados, puede encontrarse con
incomprensiones, recelos y carente de medios. Las pobres muchachas que en el siglo XV
eran instruidas por las Ursulinas, los muchachos que Calasanz veía correr y alborotar por
Francia, o que Don Bosco acogía, los podemos encontrar hoy en aquellos que han perdido
el sentido auténtico de la vida y carecen de todo impulso por un ideal, a los que no se les
proponen valores y desconocen totalmente la belleza de la fe, que tienen a sus espaldas
familias rotas e incapaces de amor, viven a menudo situaciones de penuria material y
espiritual, son esclavos de los nuevos ídolos de una sociedad, que, no raramente, les
presenta un futuro de desocupación y marginación. A estos nuevos pobres dirige con
espíritu de amor su atención la escuela católica. En tal sentido, ella, nacida del deseo de
ofrecer a todos, en especial a los más pobres y marginados, la posibilidad de instruirse, de
capacitarse profesionalmente y de formarse humana y cristianamente, puede y debe
encontrar, en el contexto de las viejas y nuevas pobrezas, aquella original síntesis de
pasión y de amor educativos, expresión del amor de Cristo por los pobres, los pequeños,
por las multitudes en busca de la verdad.

La escuela católica al servicio de la sociedad

16. La escuela católica no debe ser considerada separadamente de las otras instituciones
educativas y gestionada como cuerpo aparte, sino que debe relacionarse con el mundo de
la política, de la economía, de la cultura y con la sociedad en su complejidad. Concierne,
por tanto, a la escuela católica afrontar con decisión la nueva situación cultural,
presentarse como instancia crítica de proyectos educativos parciales, modelo y estímulo
para otras instituciones educativas, hacerse avanzadilla de la preocupación educativa de la
comunidad eclesial. De este modo se pone de manifiesto claramente el rol público de la
escuela católica, que no nace como iniciativa privada, sino como expresión de la realidad
eclesial, por su naturaleza revestida de carácter público. Ella desarrolla un servicio de
utilidad pública y, aunque siendo clara y manifiestamente configurada según la
perspectiva de la fe católica, no está reservada a solo los católicos, sino abierta a todos los
que demuestren apreciar y compartir una propuesta educativa cualificada. Esta dimensión
de apertura, es especialmente evidente en los países de mayoría no cristiana y en vía de
desarrollo, en los que desde siempre las escuelas católicas son, sin discriminación alguna,
promotoras de progreso social y de promoción de la persona. Las instituciones escolares
católicas, además, al igual que las escuelas estatales, desarrollan una función pública,
garantizando con su presencia el pluralismo cultural y educativo, y sobre todo la libertad y
el derecho de la familia a ver realizada la orientación educativa que desean dar a la
formación de los propios hijos.

17. En esta perspectiva, la escuela católica establece un diálogo sereno y constructivo con
los Estados y con la comunidad civil. El diálogo y la colaboración deben basarse en el
mutuo respeto, en el reconocimiento recíproco del propio rol y en el servicio común al
hombre. Para llevar a cabo esto, la escuela católica se integra de buen grado en los planes
escolares y cumple la legislación de cada país, siempre que éstos sean respetuosos de los
derechos fundamentales de la persona, comenzando del respeto a la vida y a la libertad
religiosa. La relación correcta entre Estado y escuela, no sólo católica, se establece a partir
no tanto de las relaciones institucionales, cuanto, del derecho de la persona a recibir una
educación adecuada, según una libre opción. Derecho al que se responde según el
principio de la subsidiaridad. En efecto, “el poder público, a quien corresponde amparar y
defender las libertades de los ciudadanos, atendiendo a la justicia distributiva, debe
procurar distribuir los subsidios públicos de modo que los padres puedan escoger con
libertad absoluta, según su propia conciencia, las escuelas para sus hijos”. En el marco no
sólo de la proclamación formal, sino del efectivo ejercicio de este derecho fundamental
del hombre se pone, en algunos países, el problema crucial del reconocimiento jurídico y
financiero de la escuela no estatal. Hacemos nuestro el deseo recientemente expresado
una vez más por Juan Pablo II, de que en todos los países democráticos “se ponga en
práctica una verdadera igualdad para las escuelas no estatales, que al mismo tiempo
respete su proyecto educativo”.

Estilo educativo de la comunidad educadora

18. Terminando ya esta carta, quisiéramos pararnos brevemente en el estilo y en el rol de


la comunidad educativa constituida por el encuentro y la colaboración de los diversos
estamentos: alumnos, padres, docentes, entidad promotora y personal no docente. A este
propósito se llama justamente la atención sobre la importancia del clima y del estilo de las
relaciones. A lo largo de la etapa evolutiva del alumno son necesarias relaciones
personales con educadores significativos, y las mismas enseñanzas tienen mayor
incidencia en la formación del estudiante si van impartidas en un contexto de compromiso
personal, de reciprocidad auténtica, de coherencia en las actitudes, estilos y
comportamientos diarios. En esta perspectiva se promueve, en la también necesaria
salvaguardia de los respectivos roles, la figura de la escuela como comunidad, que es uno
de los enriquecimientos de la institución escolar de nuestro tiempo. Además, es preciso
recordar, en sintonía con el Concilio Vaticano II, que la dimensión comunitaria de la
escuela católica no es una mera categoría sociológica, sino que tiene también un
fundamento teológico. La comunidad educativa, considerada en su conjunto, está, por lo
tanto, llamada a promover un tipo de escuela que sea lugar de formación integral
mediante la relación interpersonal.

19. En la escuela católica “los educadores cristianos, como personas y como comunidad,
son los primeros responsables en crear el peculiar estilo cristiano”. La docencia es una
actividad de extraordinario peso moral, una de las más altas y creativas del hombre: el
docente, en efecto, no escribe sobre materia inerte, sino sobre el alma misma de los
hombres. Adquiere, por esto, un valor de extrema importancia la relación personal entre
educador y alumno, que no se limite a un simple dar y recibir. Además, se ha de ser cada
vez más consciente de que los docentes y educadores viven una específica vocación
cristiana y una otro tanto específica participación en la misión de la Iglesia y “que de ellos
depende, sobre todo, el que las escuelas católicas puedan realizar sus propósitos e
iniciativas”.

20. En la comunidad educativa, los padres, primeros y naturales responsables de la


educación de los hijos, tienen un rol de especial importancia. Por desgracia, hoy se va
extendiendo la tendencia a delegar este deber primero. De ahí que se haga necesario no
sólo dar impulso a las iniciativas que inciten al compromiso, sino que ofrezcan una ayuda
concreta y adecuada, y comprometan a las familias en el proyecto educativo de la escuela
católica. Objetivo constante de la formación escolar es, por tanto, el encuentro y el
diálogo con los padres y las familias, que se ven favorecidos también a través de la
promoción de las asociaciones de padres, para establecer, con su insubstituible aporte,
aquella personalización educativa que hace eficaz el proceso educativo.

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