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Introducción.

“Y Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos”. San Mateo 28, 20.
Con la presente investigación se busca dar a conocer cómo encontrar a Jesús en la
vida cotidiana, en el día a día, en el ahora, entender cómo podemos encontrarlo, los
métodos y sus efectos positivos en la vida de cada uno de nosotros. Comprender las
consecuencias de la misión liberadora y el liderazgo de Jesús, con el fin de asumir la
responsabilidad de las propias acciones en la iglesia, en el trabajo, en casa, en las
calles, colegios, escuelas, universidad…, consciente de que su caminar es
acompañado por el Dios de la Vida y Vida en abundancia.
Jesús mismo nos invita a interrogarnos quién es él, en San Mateo 16; ¿Y vosotros
quién decís que soy?, respondiendo Pedro: El Cristo, Hijo de Dios vivo. Y para poder
amarlo debemos conocerlo, por ello es de suma importancia el saber reconocerlo en el
día a día, de imitar su ejemplo, de saber que contamos con su presencia, con su
apoyo, su ayuda, su amor, el saber verlo sin necesidad de que los ojos perciban una
imagen, sino verlo por los sentidos del amor, de las emociones, del servicio para poder
no ser perfectos, pero sí irnos perfeccionarnos y llevar una vida como la de él. El
identificar a Jesús en lo cotidiano nos invita a seguirle, pasarlo adelante e imitarlo.
Dios se relaciona como un amigo íntimo con cada persona humana. Él, a través de los
Sacramentos de la Iglesia y de la Sagrada Escritura, comunica su "Vida", así, hace
"participar" de su "naturaleza divina a todo ser humano que se acerque a él. De este
modo, nace la amistad entre Dios y los hombres.
Marco teórico.
Presencia de Jesús en la vida cotidiana.
Dios se comunica con nosotros de múltiples maneras, solo hay que saber oírlo y verlo
en las pequeñas cosas cotidianas. Muchas veces esperamos grandes manifestaciones,
cuando en realidad Dios es el Rey de lo pequeño, lo humilde, cuando actúa aquí en la
tierra. Toda la Gloria y Omnipotencia de Dios, se transformó en humildad y pequeñez
cuando EL se manifestó, hecho hombre, entre nosotros. Una cueva en Belén, el hogar
más humilde, una vida escondida, todo señala la pequeñez como puerta hacia la
Santidad. Los hechos, las obras, las más simples expresiones de nuestra voluntad son
el signo de nuestro estado espiritual. Ni grandes manifestaciones, ni una vida
extremadamente visible u ostentosa, nada de eso fue enseñado a nosotros a través del
ejemplo dado por Jesús, a lo largo de Su vida en la tierra, como Criatura/Dios. Él nos
enseñó con los hechos, con Su Palabra. Y quienes lo juzgaron y condenaron,
simplemente miraron quien hablaba, olvidando o pasando por alto el mensaje.
La experiencia de Dios en la vida cotidiana es acercamiento apasionado al mundo de
Dios y a las cosas de Dios, en las cosas que nos pasan y por las que pasamos cada
día. Esto supone que vivimos, en efecto, dentro de una realidad concreta, hecha de
relaciones concretas, positivas, gozosas y constructoras en ocasiones y muchas veces,
demasiadas tal vez, negativas y destructoras. Y aquí entra todo: relaciones familiares,
vecinos, amigos, trabajo, acontecimientos que nos superan de manera absoluta... La
experiencia así entendida consiste en la forma peculiar en que la vida va poniendo la
realidad en nuestras manos, y supone, en este sentido, algo previo, que existe y en lo
que nos vivimos. Viene a ser algo así como la existencia de un campo visual, dentro del
cual son posibles múltiples y diversas perspectivas, según el punto desde el cual nos
situemos ante la realidad y sus complejas manifestaciones.
Si Dios fuera un Dios que solamente se acerca al hombre una vez, que nos habla una
vez, podríamos confiar solo en la historia y encontrar certezas en lo que otros afirman
que Dios ha dicho y hecho. Si nuestro Dios fuera una deidad que siempre se comunica
de la misma forma, o que solo pudiera ser conocido y experimentado por seguidores de
Dios "profesionales", entonces podríamos quedar libres de la responsabilidad de tratar
de experimentarlo por nuestros propios medios. Pero el Dios de la Biblia, el Padre
de Jesucristo y el dador del Espíritu Santo, ha estado hablando y se ha estado
comunicando con hombre y mujeres desde que los creó a ambos. Dios nunca ha
dejado de compartir su ser con su pueblo. Después de todo, él es el Dios que conversó
con Moisés a través de una zarza ardiente; el Dios que atrajo la atención del profeta de
Balaam utilizando el mismo burro en que él iba montado; el Dios cuya voz y gloria
derribaron a Saúl al suelo; el Dios que llamó al joven Samuel en su sueño; y el Dios
que vino a habitar entre su pueblo como hombre.
Desde el principio, Dios ha hablado a la humanidad. El autor de hebreos nos dice que
“Dios, que muchas veces y de varias maneras habló a nuestros antepasados en otras
épocas por medio de los profetas, en estos días finales nos ha hablado por medio de
su Hijo.
La Biblia que los cristianos consideran la Palabra de Dios—registra para nosotros las
palabras y lo actos de Dios Padre y Dios Hijo. La Biblia también promete aún más
comunicación divina de la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo: “Pero
cuando venga el Espíritu de la verdad, él los guiará a toda la verdad, porque no hablará
por su propia cuenta, sino que dirá solo lo que oiga y les anunciará las cosas por
venir. Él me glorificará porque tomará de lo mío y se lo dará a conocer a ustedes.
CIRCUNSTANCIAS ORDINARIAS
Podemos experimentar a Dios en circunstancias ordinarias: en un amanecer
asombroso o en un silencioso recorrido en el tren subterráneo. Podemos sentir su
poder en la creación y su soberanía en el orden de esta. Podemos ver su rectitud
cuando se muestra misericordia por el débil y cuando la justicia prevalece para el
malvado.
Pero Él es real y está tan presente en las batallas personales suyas y en
su dolor personal. Cuando sentimos una paz que “trasciende todo entendimiento” a la
mitad de las circunstancias difíciles, estamos experimentando la presencia de Dios en
nuestras vidas. Según vamos a aprender, Dios “se hace presente incluso cuando no
estamos ‘en retiro’ o ‘en un momento de silencio’. Él invade sectores de abarrotes y
estadios de fútbol, cuartos para niños y cafeterías. Él habla de maneras que
esperamos, y de otras que no esperamos”.
PON UN POCO DE ATENCIÓN
Si conocemos a Dios a través de su Hijo, Jesucristo, ya tenemos una relación con él.
Conectados a Dios Padre por gracia, podemos experimentarlo en maneras reales y
tangibles. Pero debemos estar atentos; debemos estar listos para reconocer su
presencia en nuestras vidas.
“No tenemos que vivir en un monasterio para experimentar el abrazo de Dios”, escribe
el profesor y dirigente de alabanza Robert Webber. “La vida espiritual no es un escape
de la vida sino una afirmación del camino de vida de Dios en las dificultades que nos
encontramos en nuestros pensamientos personales, en las relaciones que tenemos en
la familia, entre nuestros vecinos, en el trabajo y en nuestro tiempo de diversión. La
vida cristiana es una vida encarnada. Afirma que toda vida pertenece a Dios, y que
Dios está en todo punto de la vida.”

La espiritualidad cristiana
Pocos conceptos son tan ricos como el de espiritualidad. Y tan expuestos a confusión.
Si formulásemos una pregunta acerca de su significado, podrían darse las respuestas
más diversas, algunas de ellas generadoras de problemas en la fe de determinados
creyentes e incluso en la vida comunitaria de más de una iglesia. Conviene, pues,
aclarar ideas, sin renunciar a los grandes beneficios que una auténtica espiritualidad
cristiana comporta.
Quizás, en primer lugar, conviene hacer notar que la preocupación por la dimensión
espiritual de la vida no es exclusiva del cristianismo. Distingue a las religiones e
ideologías orientales que, en su concepción y práctica de la espiritualidad, habrían de
hacer sonrojar al mundo occidental, dominado por el más crudo materialismo. Para los
hindúes, por ejemplo, la oración es la actividad más importante de la vida. Y para las
otras grandes religiones de Oriente (budismo, zoroastrismo y otras de la China y el
Japón), el ascetismo y la vida contemplativa son esenciales. Pero al mismo tiempo
podemos afirmar que en ninguna religión humana se hallan fuentes de espiritualidad
tan ricas como en la fe y la experiencia cristianas.
Según la enseñanza bíblica, la verdadera riqueza de un ser humano no depende de la
abundancia de bienes materiales, sino de que sea «rico para con Dios» (Lc. 12:21). La
comida, la bebida, el vestido son «añadiduras» a lo esencial de la vida humana; lo
primordial es «el reino de Dios y su justicia» (Mt. 6:33), pues ese reino es «justicia, paz
y gozo en el Espíritu Santo» (Ro. 14:17). Por el conocimiento de Cristo, el creyente
piensa que todas las demás cosas pueden ser consideradas como «pérdida», tan
despreciables como la «basura» (Fil. 3:8). En Cristo ha sido hecho hijo adoptivo de
Dios, con quien puede vivir en gozosa comunión. Esta comunión halla sus formas de
realización en la lectura de la Palabra de Dios, en la oración, en el culto, en la
comunión fraternal y en el servicio que nace del amor. En todo esto consiste
esencialmente la espiritualidad cristiana, sin que excluya hasta cierto punto -dentro de
unos límites- el elemento contemplativo y determinadas formas de ascetismo. En este
modo de vivir la piedad participan la mente, los sentimientos y la voluntad; se asocian
el entendimiento, el corazón y la acción.
La espiritualidad así entendida es un imperativo para el cristiano. Equivale a la madurez
que se espera de los discípulos de Cristo (Heb. 6:1) y constituye el mejor antídoto
contra los males causados por la carnalidad. El cristiano carnal es egocéntrico -a veces
hasta el extremo de la egolatría- y su egocentrismo engendra los pecados más
dañinos, tanto en su propia vida como en la de la iglesia. Téngase presente el patético
cuadro descrito en 1 Co. 1:10-12 y 1 Co. 3:1-18. En modo alguno puede un creyente
conformarse con ser un «cristiano carnal», como si el cristianismo auténtico y la
carnalidad fuesen compatibles. Ser cristiano implica sometimiento pleno al señorío de
Cristo, lo que equivale a un tajo profundo en las raíces de los propios criterios, de la
exaltación personal y la autocomplacencia. Así la espiritualidad deja de ser una opción
voluntaria para cristianos de primera.
Los peligros de la super espiritualidad
Ha sucedido, sin embargo, que muchos cristianos han parecido no tener suficiente con
una espiritualidad «normal», bíblica, equilibrada. No conformándose con ser
espirituales, han pretendido ser «super espirituales» y se han empeñado en ser más
puros que los demás, más fervorosos, más fieles a la Palabra, De estos movimientos
de superespirítualidad también hallamos ejemplos en la historia. Conoció alguno de
ellos el judaísmo postexílico. Los jasideos (heb. Hasidim = santos o piadosos),
empeñados en luchar contra la helenización del judaísmo y mantener la observancia de
la ley judaica, cayeron en una religiosidad meramente externa, con escasa o nula
piedad interior. De ese grupo surgió la secta de los fariseos. En la iglesia cristiana de
los primeros siglos también hubo quienes reaccionaron contra errores o debilidades
bastante extendidos, pero, en movimiento pendular, cayeron en otros errores no menos
deplorables. Recuérdense el donatismo y el montanismo. En la Edad Media, el
movimiento de los cátaros (del griego = puros, perfectos) tuvo mucho de positivo, pero,
al parecer, cayeron en errores gnósticos y maniqueos. En su afán de pureza, llegaron a
condenar la posesión de bienes terrenales y las relaciones sexuales incluso dentro del
matrimonio; sólo mediante una renuncia al mundo se podía ingresar en su iglesia, fuera
de la cual no había salvación. En días de la Reforma, los movimientos radicales
tuvieron muchos aspectos loables, pero también asumieron en algunos puntos posturas
extremas que desacreditaron el testimonio cristiano. En tiempos más recientes, algunos
movimientos de «renovación», pese a lo noble de sus propósitos y de algunos de sus
énfasis, han sido causa de problemas en muchos lugares al tratar de imponer su
teología y formas de culto como superiores en espiritualidad a las de las iglesias más
tradicionales.
La falsa espiritualidad puede aparecer bajo formas diversas, pero casi todas pueden
englobarse en cuatro: ascetismo, legalismo, antinomianismo y sentimentalismo.
El ascetismo es tan antiguo como la Iglesia misma. Ya en los orígenes del cristianismo
prevenía la enseñanza apostólica contra los extravíos de quienes intentarían someter a
los fieles a privaciones injustificadas y a estilos de vida que nada tienen que ver con la
verdadera piedad (Col. 2:16-23; 1 Ti. 4:1-3). De la inclinación al ascetismo nació el
monasticismo en los primeros siglos de la Iglesia cristiana. En nuestros días no faltan
quienes evalúan la espiritualidad de acuerdo con la capacidad de renuncia a bienes o
placeres legítimos, ya sean materiales (posesión y uso de un televisor, por ejemplo) o
culturales (asistencia a la representación de una obra de teatro o a una sala de
conciertos, lectura de libros que no sean la Biblia, etc.).

La fe de un cristiano

La fe cristiana plasma en un credo, pero, ante todo, es un modo de creer. La fe


cristiana enhebra otra vez el credo de Israel en la medida que mueve a confiar y a
obedecer a un Dios que merece ser creído. Aquello que hace las veces de fides que, el
concepto del Dios de la Antigua y de la Nueva Alianza, el Dios de la creación y de la
historia, proviene de una experiencia de Dios mismo y sirve a nuevas experiencias
suyas. La fides qua, la experiencia del amor, la liberación y perdón de Dios, constituye
el único fin de la teología cristiana y el remedio exacto contra la esclerosis del
cristianismo.
Por esta razón la fe de Jesús prepas cual constituye el paradigma de la fe cristiana en
estos dos aspectos, el subjetivo y el objetivo. Lo que la Iglesia cree de Cristo, el credo,
hunde sus raíces en el modo que tuvo Jesús de creer en Dios. Habría sido un engaño
que la Iglesia inventara su creencia. Pero sin la experiencia espiritual de la Iglesia
salvaguardada en su credo, jamás nos habríamos enterado de la experiencia espiritual
de Jesús. No habríamos conocido el camino que nos abrió ni la manera de recorrerlo.
Entre la experiencia de Dios de Jesús y la experiencia de Cristo de la Iglesia, un mismo
Espíritu establece la conexión y la compenetración vital que nutre a los cristianos
contemporáneos. A lo largo de la historia de Israel, de la Iglesia y de la nuestra, ha
debido prevalecer la vida espiritual que el Espíritu genera inmediatamente en cada
creyente, pero que solo se hace inteligible para él mismo y para los demás en
mediaciones culturales y religiosas que la encauzan.

Por otra parte, el contenido de la fe en Dios es determinado históricamente. Dicho en


breve, el judeocristianismo sabe que Dios es el "Dios de la vida". Yahvé, el Abbá de
Jesús, ama la vida de Israel, la de Jesús y la nuestra. Esto es lo que hay que creer:
Dios siempre quiere la vida, nunca la muerte. Si San Juan sostiene que "Dios es amor",
la fe consiste en creer que Dios nos ama. Así de claro, pero no de fácil. La historia del
pueblo elegido, la historia de la Iglesia y la historia humana, doquiera la encontremos, a
menudo son un mentís del amor de Dios o de la bondad del Creador. Y si no lo son, así
se lo percibe y se lo sufre. La tragedia griega, podríamos decir, todavía resiste al
monoteísmo. Tantas veces, a tantos, la enfermedad, la venganza, la culpa y la muerte
los persiguen como acosaron a los griegos las furias implacables. La fuerza de un mal
infinito, enigmático, el espanto que produce, su horror, apagan a la humanidad y
obligan a Dios mismo a comparecer en el sillón de los acusados. La fe judeocristiana
no coincide con la pistis helénica. Pero se parece a ella, porque se parecen los
tormentos que afligieron a los hombres de esos tiempos. Frente al mysterium
iniquitatis los cristianos no confiesan que "Dios existe", sino que Dios es el "Dios de la
vida" y el "Dios liberador". Lo hacen, sin embargo, con fatiga, venciendo la fatiga de
una existencia permanentemente amenazada, apostando por el Dios de Jesús, por el
Dios bueno, por el que Jesús apostó. Es que no es obvio que la creación tenga sentido
o, dicho con mayor precisión, no es evidente que el mundo sea creación.

A ratos solo predomina la "descreación", la impresión del éxito de las ruinas y de la


irracionalidad, contra la cual solo la fe puede triunfar. Pero no cualquier fe.

Este asunto tiene enorme relevancia. La Iglesia y la modernidad se han distanciado en


buena medida porque, de una y otra parte, se han comportado como si la fe pudiese
operar independientemente de la razón y viceversa. La razón moderna perfecciona los
medios, pero pierde los fines. La Iglesia Católica insiste en los fines, pero tiene
dificultades para poner los medios. Puesto que aquí la perspectiva es la de un anuncio
del Evangelio a un mundo que sufre, el peligro inmediato no será tanto el racionalismo,
aunque este no deje de serlo, cuanto el fideísmo que puede expresarse en fugas,
reacciones sentimentales o en posturas proféticas pero irresponsables. Si iniciado el
Tercer Milenio la Iglesia no encara esta amenaza, cualquier conversión que obtenga en
el mundo actual, especialmente en el mundo en cuanto moderno, solo acumulará
puntos en la cuenta del extravío. También otras veces las generaciones han tenido la
impresión de un fin de mundo. Recuérdese el desmoronamiento del Imperio romano.
Ayer como hoy, el fideísmo y su sustentación fundamentalista hacen presa fácil de los
fieles, de los infieles y de numerosos pastores que sufren los males de la época.

En este artículo, la fe israelita que siguió el curso que Jesús le dio; la fe de Abraham, la
de Job y la de los Macabeos que terminó por triunfar sobre la injusticia y la muerte con
la resurrección de Jesús, debe ser considerada la fragua de la fe cristiana en su
referencia fundamental a Dios y al mundo. Siendo que la fe bíblica en la resurrección
de los muertos es primariamente la fe de los mártires, la resurrección de Jesús, la más
inocente de las víctimas y el mártir de la fe por excelencia, obliga a asumir como
horizonte más amplio de la experiencia cristiana de Dios la creencia en una "vida
eterna" que, sin embargo, no se verifica sino como "justicia" para las víctimas. Es en el
horizonte de la fe y la justicia que se hace necesario establecer un vínculo entre fe y
razón. Y más concretamente, un vínculo entre fe y cultura, y entre fe y ciencia. En el
título se ha enunciado que la fe de Jesús constituye la clave de la fe cristiana. Esto es
así, sin embargo, solo en la medida que esta fe sea mediada a estos niveles. A este
artículo no se le puede pedir más que dejar planteado el tema. Dicho, en otros
términos, la fe de Jesús y la fe en Cristo constituye la piedra angular de la
espiritualidad, de la moral y de la liturgia cristiana toda vez que la Iglesia media esta fe
con el auxilio de la razón, en los planos de la cultura y de la ciencia, y como esperanza
de justicia y de vida eterna para los pobres antes que para nadie.

Relación personal con Jesús

Relacionarse con Dios es, siempre, algo personal. Nadie puede obligar, ni sustituir, ni
suplantar a otros en ese encuentro de cada hijo con su Padre.

Ciertamente, podemos aconsejar a alguien que lea la Biblia, que participe en los
sacramentos, que dedique algún tiempo al día para la oración mental o al rosario. Pero
luego es cada uno quien, con un mejor acompañamiento o de modos
sorprendentemente originales, aprende a tratar de tú a Tú con quien nos ama desde
toda la eternidad. En la vida del espíritu, por lo tanto, ayuda mucho respetar a los otros
en su camino personal, sin presiones, sin injerencias que pueden ser dañinas. Es
verdad que, en ocasiones, a causa del cariño que tenemos hacia alguna persona,
quisiéramos darle un “empujoncito” para que logre una mejor vida espiritual.

Sin embargo, en un ámbito tan personal, nadie puede obligar a otros a creer, ni a
confiar, ni a amar a Dios y al prójimo. Nos quedamos, entonces, a las puertas del
corazón de un familiar, un amigo, un conocido. Respetamos su libertad: solo desde la
libertad cada uno se coloca ante el Dios que no nos quiere esclavos, sino hijos. La
relación con Dios es, por lo tanto, algo muy personal, íntimo, que se construye cada
día. Porque también Dios es libre y lleva a cada uno por caminos insospechados.
Cuando esa relación es algo real, entonces la vida en las familias y los grupos resulta
mucho más hermosa, porque cada uno de los miembros de una asociación estamos
abiertos a la verdadera libertad del amor.
Comenzamos nuestra relación con Dios al recibir a su Hijo Jesús, creer que
es Dios y que pagó la pena por nuestros pecados para restaurarnos a una
relación con Él (Juan 1:12; Romanos 10:9). Aceptamos la muerte de Jesús
como un reemplazo por el castigo que nosotros deberíamos haber pagado
por nuestro pecado (Romanos 3:23; 6:23; Hebreos 10:10) y Su resurrección
como una victoria sobre el pecado y la muerte ( 1 Corintios 15:54-57; 1
Corintios 15:22, 54-57). Cuando lo hacemos, recibimos la vida eterna ( Juan
3:16). Esta vida eterna no solo se refiere a la cantidad sino a la calidad. Lo
que recibimos de Jesús no es solamente el Cielo, pero vida verdadera ( Juan
10:10). 1 Pedro 1:8 habla del júbilo de la salvación: “Aunque no le ven
ahora, creen en él y se alegran con un gozo indescriptible y glorioso.”

Cuando comenzamos una relación con Dios, nos llama a cultivarla. El


Espíritu de Dios vive dentro de nosotros ( Juan 14:15-17) y nos enseña la
verdad (Juan 16:13), nos hace crecer en el fruto del Espíritu (amor, júbilo, y
paz; ver Gálatas 5:22-23), nos deja usar nuestras habilidades para ayudar a
los demás (Efesios 2:10;4:12-13), y nos hace vivir como luz y sal en un
mundo de tiniebla (Mateo 5:14-16). Una relación personal con Dios cambia
nuestras vidas ahora y por toda la eternidad.

Señales de la presencia de Jesús.

Es innegable que hoy en día el hombre da un valor muy grande a la acción que
transforma su entorno y que lo realiza a sí mismo. Podemos considerar esto como un
importante signo de los tiempos que nos invita a reflexionar sobre el quehacer humano,
su relación con el Plan de Dios y la importancia en nuestro camino de santidad.
El ser humano está llamado a su realización plena a través del Plan que Dios ha
dispuesto para él. Nuestra Espiritualidad se caracteriza por vivir la acción procurando
integrarla armónicamente con la oración, y de esta manera escuchar atentos los
designios divinos en la vida cotidiana. Algunas de las maneras en las cuales se
muestra son:

1. A través del encuentro personal con Jesús. Él está «con nosotros» de


cuerpo presente en la Santísima Eucaristía, y también están «en nosotros»
por medio del Espíritu, en cómo nos expresamos, en las obras buenas que
hacemos.
2. Desarrollar nuestros sentidos (ver, oír, tocar, etc.) para saborear la
presencia del Señor crucificado y resucitado en nosotros mismos, en la gente
buena que nos rodea y en cualquier signo de esperanza y amor que nos sale
al camino.
3. Presentar en la oración al Señor todos los problemas de nuestra vida, y
preguntarle: "¿Qué piensas de esto? ¿Cómo harías Tú en mi lugar?"
4. Salpicar nuestra conversación con frases como «Gracias a Dios»,
«Gracias a Dios y a la Virgen», «Providencialmente», «¡Dios mío que
bueno!». «¡Santísimo Jesús!».
5. Conservar la tradición de pedir la bendición; de decir al despedirse en la
noche "Hasta mañana", respondiendo: "Si Dios lo permite". Y decir al
encontrarse en la mañana "Buenos días", respondiendo: "Buenos días
en Dios". Los cónyuges también deben pedirse la bendición a diario al
despedirse cada uno a sus labores o cuando alguno salga por un mandado.
Es muy importante la bendición de los cónyuges el uno con el otro en el
Matrimonio.
6. Poner a los hijos nombres de santos/as, y contarles acerca de su vida.
Esto no puede perderse.
7. Antes de las comidas al menos hacer la señal de la cruz. Pero también
hacer que el más pequeño de la casa rece algún verso fácil. Por ejemplo: "El
Niño Jesús nació en Belén; bendiga la mesa y a nosotros también". "Familia
que reza unida, se mantiene unida".
8. Tener cuadros o símbolos religiosos en la casa, en la habitación, en
el cuello o muñecas. Algunos muy valientes les he visto con un Rosario como
empuñado en su mano y le van rezando a la Virgen y a Jesús.
9. Y, sobre todo, amarlo y servirlo cada día, con sencillez y esperanza, en
nuestros hermanos más sencillos, más pobres, más necesitados. Sabiendo
que en ellos es a Él a quien estamos amando y sirviendo. Tratar a todos con
respeto y alegría

Aplicación práctica.
Es muy importante tomar a Jesús como centro en nuestras vidas, debemos cultivar esa
consciencia de su presencia. No verlo como símbolo sino como realidad. Es el traer a
Jesús a nosotros, viviendo los valores cristianos y por medio de las prácticas
espirituales
Siendo esencial el conocer a Jesús de muchas fuentes, como por ejemplo en el
encuentro personal, en la oración, en los rezos, en la biblia, en fuentes no cristianas, la
meditación, la reflexión, el percibir nuestro contexto, en el amor, es el tener un
encuentro con él y aprender a verlo en todo lo que nos rodea.
Debemos entender que Jesús es Dios, es la fuente perfecta de amor, pero no tenemos
que ver a Jesús como un inalcanzable, como una persona que está en el cielo a
millones de años luz de nosotros, sino como un amigo, hermano, un todo que está
presente en cada acción cotidiana que nosotros llevemos acabo.
Es esencial el término “aplicación” debido a que el traer a Jesús a la vida cotidiana
implica un testimonio, él es el referente necesario, e. vaciarnos del mundo para
llenarnos de la divinidad.
Jesús mismo nos dice que está con nosotros, pero para poder percibirlo necesarios
tomar en cuenta varios aspectos, como la oración, ese diálogo entre nosotros con el
Creador del mundo, un lazo invisible, rápido, accesible, que logra conectar la frontera
de lo divino y lo humano, sin duda la oración, los rezos, son formas de conectar, de
traer y hacer presente a Jesús en nuestro día a día, recordando que él está, pero
debemos ser nosotros quienes abran la puerta y lo dejemos pasar.
Para ello debemos vivir esos valores cristianos, para que nos encontremos en un
estado de gracia, de virtud, que nos sean lentes que nos permitan ver con más claridad
al Señor
Orar es decirle a Jesús, a Dios: Quisiera encontrarte, ayúdame a no buscar ilusorios
"en otro lado" del tiempo y del espacio, sino amar lo que pones en mis manos.
A veces buscamos a Dios en lo extraordinario, pero lo cierto es que Él está en todas
partes, también en los sitios donde transcurre nuestra vida cotidiana. En la panadería,
en la habitación de los niños, en la biblioteca, en el metro, …
Podemos encontrar a Jesús en nuestra jefa, en el bebé que llora en el ascensor,
incluso «entre pucheros», como diría santa Teresa de Ávila.
Jesús no permanece quieto, esperando a que alguien llegue hasta Él. Me gusta este
Jesús inquieto, caminante, peregrino. No le basta con lo que ya ha conquistado.
Y allí me encuentro con Dios oculto en lo cotidiano. En medio de mis pasos, del
cansancio, de los miedos y de las dudas. El camino fascina y a la vez puede
confundirme.
Hay formas de poder conseguir la paz de Jesús en lo cotidiano, y son las siguientes:

Dejar de correr.

Nuestras vidas están atropelladas, sobrecargadas, saturadas… la paz se adapta mal al


ruido y la precipitación. Ciertamente, nuestro ritmo de vida no depende de nosotros, al
menos no por completo, porque tenemos tendencia a inventarnos obligaciones. No
sabemos parar. Olvidamos que el señor no nos pide nunca más de lo que nuestros
días pueden contener. Y olvidamos sobre todo que él hizo del descanso un
mandamiento: nos da seis días para trabajar y el domingo para descansar. El reposo
dominical no es un lujo reservado a los jubilados. Es el mandamiento de un padre que
sabe mejor que nosotros lo que necesitamos.
Vivir el momento presente.

Jesús nos dice: “a cada día le basta su aflicción” (mt 6, 34). Entonces, ¿por qué
envenenamos la vida con preocupaciones inútiles? “nadie puede servir a dos señores,
porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y
menospreciará al segundo. No se puede servir a dios y al dinero. Por eso les digo: no
se inquieten por su vida, pensando qué van a comer, ni por su cuerpo, pensando con
qué se van a vestir. (…) ¿quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir
un solo instante al tiempo de su vida? (…) busquen primero el reino y su justicia, y todo
lo demás se les dará por añadidura” (mt 6, 24-33). Vivir en el resucitado es apostar
todo por dios. Es depositar toda nuestra confianza en él, no en nuestra libreta de
ahorros o nuestros contratos de seguros. Es vivir como hijos de rey, que no se
preocupan de nada porque su padre, infinitamente bueno y todopoderoso, no deja de
velar por ellos.

Confiarse a la misericordia.

El remordimiento y la desazón perturban la paz. Lo que Jesús espera de nosotros es el


arrepentimiento: “el corazón contrito y humillado” (sal 51, 19). El corazón del hijo
pródigo que vuelve a su padre. El remordimiento y la desazón son estériles,
pero arrepentirnos nos pone en las manos de dios, nos permite recibir su perdón y su
paz. Hay que mirar nuestros pecados para pedir perdón por ellos y reparar, tanto como
sea posible, el mal que hayamos cometido. Pero no tenemos que “rumiar” nuestro
pecado indefinidamente: una vez que dios nos ha perdonado, volver sobre ello sería
dudar de su misericordia.

Aprender a perdonar.

Lo sabemos bien: nadie puede recibir el perdón de dios si no perdona a sus


hermanos. Nada perturba más la paz que los perdones rechazados. Rechazados por
mala voluntad (y no por impotencia: decidir perdonar es ya vivir el perdón mismo si no
nos sentimos capaces de perdonar de inmediato) o rechazados por ignorancia, porque
hemos olvidado o reprimido antiguas heridas. Para vivir en la paz, pidamos al señor
que nos ilumine sobre los perdones que debamos dar.
Para recibir la paz, hay que construirla.

En la paz sucede como con el perdón: nadie puede recibirla como consumidor. Para
disfrutar la paz, hay que participar de ella, ser artesanos de la paz. La familia, la
comunidad donde se construye siempre la paz, es una buena escuela para ello.
Convertirnos en artesanos de la paz se aprende a diario a través de la escuela,
del saber compartir, del perdón, de la paciencia, del respeto, etc. La paz se enseña en
familia, pero también a partir de la familia: cuanto más armoniosa y apaciblemente
pueda crecer el niño en su familia, más capaz será de acercarse a los demás y
recibirlos tal y como son, con sus diferencias y sus riquezas propias.

Llenar la vida de silencio y el silencio de amor.

Somos como pilas: si no nos recargamos diariamente, nos “descargamos”


rápidamente. La oración nos permite reaprovisionarnos de paz. Cuanto más fieles
seamos a la oración, más nos arraigaremos en la paz. “sólo damos aquello que
rebosamos: si quieres ser un canal, antes debes ser un embalse”, decía san bernardo.
Para ser capaces de extender a nuestro alrededor la paz de Jesús resucitado,
comencemos por recibirla sin reservas.
Conclusiones.
Jesús se hace presente ante todos nosotros en la vida del día a día, Él mismo lo ha
dicho en la biblia, mostrando dos aspectos, primero su presencia en nosotros, su
acompañamiento hasta el fin del mundo, y segundo, su presencia por medio de los
demás, específicamente en los marginados, en el desnudo, en el hambriento, en todo
necesitado, en los niños, en la Creación entera, por ello podemos reflexionar y
preguntarnos: ¿Dónde podemos ver a Jesús en la vida cotidiana?
“Los padres que se dedican a los hijos haciendo sacrificios y renunciando al tiempo
para sí mismos”.
Las personas “que se ocupan de los demás y no solo de sus propios intereses”.
La persona que “se dedica al servicio de los ancianos, de los más pobres y de los más
frágiles”.
“Quien sigue trabajando con esfuerzo, soportando dificultades y tal vez
incomprensiones”.
El cristiano que “sufre a causa de la fe, pero continúa rezando y amando”.
Los fieles que, “en lugar de seguir sus instintos, responden al mal con el bien,
encuentran la fuerza para perdonar y el coraje para volver a empezar”.

En conclusión, si nosotros
amamos y seguimos a Jesús de
corazón podremos ver su actuar
sobre nuestras vidas en cualquier
situación, como por ejemplo ser
fiel y elevar oraciones todos los
días, lo cual creará una relación
amorosa y fuerte entre Jesús y
nosotros. El seguir su ejemplo es
fundamental para entender
cuando es el señor quién está
obrando en nuestras vidas ya sea
con algo pequeño o algo grande,
por ello debemos ser agradecidos
y entregarnos a Jesús para poder
ver misericordia de parte del
Reino de Dios.
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