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Débora Kantor
CAPÍTULO 6
A propósito de
la «otra» educación
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Más aún, sin perjuicio del respeto que sostenían hacia aquello que solo la
escuela debía y podía brindar, algunas instituciones percibían necesario dife-
renciarse de las prácticas de enseñanza escolares y contrarrestar sus (nocivos)
«efectos secundarios». La apuesta era construir contextos educativos capaces
de transmitir mensajes de otro signo sobre la convivencia en los grupos, el
trabajo colectivo, el conocimiento de la realidad, la participación social; en
suma: hacer diferencia respecto de la escuela en cuanto a las experiencias y
los aprendizajes que pueden promoverse en niños, adolescentes y jóvenes. La
acumulación, la riqueza y la capacidad de transferencia de algunas de estas
experiencias educativas no formales han generado aportes valiosos para la
reflexión pedagógica y la práctica educativa en nuestro país, inspirando
incluso experiencias escolares innovadoras.
Sin embargo, pareciera que la potencia que hoy en día tiene la idea de
que «con la escuela solamente no alcanza» no está asociada a que las familias
o los/as adolescentes deseen –más que antes– ampliar el abanico de opciones
de esparcimiento o contar con ámbitos que propicien prácticas y mensa-
jes alternativos a la educación formal.
Lo educativo no escolar hoy no parece definirse tanto por lo que la
escuela no brinda (porque no le corresponde o porque no ha logrado incorpo-
rarlo a su acervo), sino por aquello que ocurre o no ocurre dentro de ella,
por lo que el contexto sí ofrece o provoca, y por lo que ciertas condiciones
de vida dificultan.
Frente a escuelas que no pueden garantizar la continuidad escolar de los
alumnos, los espacios no escolares emergen como sostén o como puente.
En contextos de oportunidades amplias, lo no formal pone a disposición
bienes culturales de diverso orden. Cuando el contexto conlleva signos de
riesgos –o es percibido de ese modo–, las propuestas extraescolares procuran
contrarrestar o atenuar los peligros. Y lo que las condiciones de vida preca-
rias restringen o inhiben busca promoverse mediante programas y proyectos
socioeducativos.
Cabe señalar aquí, como ya hemos analizado, que lo no escolar, en sen-
tido amplio, ha potenciado notablemente su capacidad de estructurar vidas
y expectativas. En tal sentido, lo que hoy en día socializa, forma, enseña y
atraviesa con sus mensajes y sus prácticas las biografías de niños, adolescen-
tes y jóvenes se constituye como complemento necesario e interpelador de la
educación, no solo de la escolar o familiar, sino también de aquella que se
ofrece en espacios no formales. Así, mientras la escuela media busca nuevos
modos de acercarse a adolescentes y jóvenes y de retenerlos en las aulas, las pro-
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Expansión y fragmentación
El territorio de lo no escolar, en tanto ámbito para desarrollar propuestas for-
mativas destinadas a adolescentes y jóvenes, se ha ampliado, se ha transformado
y continúa en expansión como resultado de las realidades acuciantes de las
últimas décadas y también como consecuencia de las demandas y las opor-
tunidades que emergen de las nuevas condiciones y prácticas culturales. La
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1 Proyecto «Ciberencuentros. Una propuesta para chicos y chicas en situación de calle», Go-
bierno de la Ciudad de Buenos Aires, Dirección General de Niñez y Adolescencia.
2 En www.buenosaires.gov.ar/areas/des_social/niniez_adolescencia/chicoscalle/ciber [consulta:
octubre de 2008].
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que en las sedes donde funcionen los espacios tecnológicos habrá otros ser-
vicios destinados a la atención de las adicciones, revinculación familiar,
deportes y juegos, formación laboral y apoyo escolar.
Con independencia de las buenas intenciones que pueden sustentar inter-
venciones de esta naturaleza y de la sensibilidad o el compromiso de quie-
nes en ese marco procuran constituirse en referentes para la formación de
los pibes, queda claro que, en tanto población objetivo, ellos, su tiempo, sus
espacios, su esparcimiento son interpelados desde su condición de pobreza.
Los pibes que viven en la calle se gastan las propinas chateando o jugando
en la cabina ubicada al lado de un «no beneficiario», y los programas sociales
«los benefician» separándolos de ellos con la intención de restituirles no solo
el derecho a internet, sino también servicios y condiciones que la situación
de calle les sustrae o les dificulta. Unos tienen acceso al ciber y ejecutan allí
los programas que eligen, otros tienen acceso al ciber-política-pública gracias
a que los gobiernos deciden ejecutar ciertos programas. Unos pueden ir al
ciber solos o con amigos, y otros, obligatoriamente con operadores.
Los chicos en situación de calle continúan, así, no teniendo derecho a
un ciber como todos… como todos los pibes, como todos los cibers. Tienen
derecho a «paradores electrónicos» con duchas, camas y merienda. ¿Es eso
un ciber para adolescentes y jóvenes o un ciber para pobres?
Mientras la lucha contra la desigualdad vira hacia la preocupación por
cómo gestionar las desigualdades bajo propósitos formativos y recreativos,
apelando a intereses y prácticas juveniles, también es posible reforzar identi-
dades de los márgenes y contribuir a la construcción de subjetividades bene-
ficiarias más que de ciudadanos de pleno derecho.
De manera similar, la intención de intervenir en la formación de adoles-
centes y jóvenes ampliando sus experiencias y horizontes culturales atraviesa
la mayor parte de las propuestas existentes. Sin embargo, cuando estas sur-
gen como respuesta a la necesidad de ofrecer algo a una población que tiene
vedado casi todo o como ámbito de reparo y de referencias significativas
en medio de la desolación, las estrategias y los sentidos que se hilvanan son
bien diferentes a los de aquellas ofertas que nacen como oportunidad para
ampliar lo que ya es amplio, para profundizar en algún aspecto de los muchos
disponibles o para enriquecer la educación general (básica, común y obliga-
toria). Presentamos, a continuación, algunos ejemplos que dan cuenta tanto
de los contrastes y los sentidos que proponemos analizar como de algunas
variaciones e improntas epocales que atraviesan las situaciones.
La comida en el campamento, un tema menor –podría pensarse–, aunque
en realidad clave –como se sabe–, concentra algunas de las diferencias y ten-
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para cincuenta personas por los propios pibes generan comentarios llama-
tivos: «Si le cuento a mi vieja que comí esto, no me lo va a creer, y si le digo
que lo hice yo, menos todavía». Los cuadernos de comida elaborados con
ellos/as, con cantidades, recetas y sugerencias, son muchas veces un bien
preciado: «Dejame llevarle el cuaderno, quiero hacer esto en mi casa, quiero
dárselo a mi mamá para que lo haga», «yo canté “pri”, sorteémoslo». Los
docentes, satisfechos.
Al mismo tiempo, la directora de una escuela a la que asisten adolescen-
tes con oportunidades y condiciones de vida bien diferentes a las del caso
anterior objeta el menú confeccionado por el equipo a cargo de un campa-
mento en el que participarán alumnos de 3º año. El menú previsto contem-
plaba un repertorio de típicas comidas de campamento y algunos «gustitos».
Argumenta que, de esa manera, se «les da el dulce» durante tres días y des-
pués tienen que volver a la dieta de la pobreza. La objeción pretende evitar
que la comida del campamento desentone con la precariedad de la ingesta
en los hogares. El objetivo es no incomodar a los alumnos, evitar, en defini-
tiva, que ellos «lean» ese menú en clave de agresión o de promesa inviable,
ya que esas cantidades y esa variedad son y seguirán siendo no solo ajenas a
su cotidianeidad, sino también inaccesibles.
Los argumentos acerca del cocinar que esgrime el equipo responsable de
la experiencia –similares a los que reseñamos en el ejemplo anterior– son
también objeto de controversia. La directora cuestiona que los chicos coci-
nen, porque eso es lo que hacen todos los días en sus casas, y el campamento
–señala– debería ser para ellos una oportunidad para la convivencia, para
la diversión y para desentenderse –al menos durante unos pocos días– de
ciertas preocupaciones y responsabilidades. Lo que la directora enfatiza es
que, para estos/as pibes/as, cocinar se vincula más al agobio que caracteriza
su cotidianeidad que al desafío y al aprendizaje que implica hacerse cargo de
dicha tarea o de otras tantas (pero) en un entorno diferente.
Es decir, pensar la comida en un campamento hoy implica repensarlo
todo, para todos y para cada quien. Como siempre –podría decirse–, pero aten-
diendo ahora a variables impensadas en tiempos no muy lejanos. El antes y
el ahora, los unos y los otros, reaparecen en asuntos tanto más álgidos en todos
los tiempos: la noche, las carpas, la sexualidad. Veamos, al respecto, dos situa-
ciones que se presentaron en los mismos contextos institucionales de los
ejemplos anteriores.
Muchas reuniones de padres de adolescentes, durante muchos años, antes
de la salida hacia el campamento, giraban en torno a un tema o se detenían en
él casi sin excepción: carpas mixtas sí o no, carpas libres (según elección de
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otra parte, si en muy diferentes contextos es cada vez más difícil sostener
proyectos a mediano y largo plazo, si adolescentes y jóvenes buscan y encuen-
tran, toman y dejan alternativamente cosas bien diferentes, la flexibilidad
y la voluntariedad que caracterizan a los espacios no formales son condicio-
nes que –más allá de lo que pueden facilitar– se muestran irrelevantes para
auspiciar continuidades propias de otras épocas.
El hecho de que, como venimos señalando, muchos espacios formativos
no escolares constituyen verdaderos lugares de encuentro, de anclaje indivi-
dual y de construcción colectiva no obsta para advertir que, a menudo, es
más lo que fluye y lo que cambia que lo que se consolida y se sostiene, lo
que provoca acercamientos (temporarios) y adhesiones (cambiantes) de ado-
lescentes y jóvenes que lo que asegura pertenencias totales y duraderas.
Así, con independencia de las buenas intenciones de adultos que convo-
can o de instituciones que ofrecen, no resulta efectivo ni relevante interpe-
larlos desde concepciones cristalizadas acerca del tiempo libre –y de su posible
y necesaria institucionalización– o desde representaciones acerca de ellos
desacopladas de los modos en que transitan el mundo y se apropian de él.
Ahora bien, no solo parroquias, antiguos clubes de barrio o instituciones
de colectividades buscan reencontrarse con adolescentes y jóvenes y consti-
tuirse en un «lugar» para ellos. Una nueva búsqueda atraviesa también a la
escuela media en el intento por redefinir su lugar y su sentido: reconocer y
convocar a sus alumnos… en tanto jóvenes; y apela para ello a lo no formal.
Los modos de convocar, lo que se ofrece como experiencia, los sentidos que
se ponen en juego, ciertos conflictos fronterizos, la centralidad de lo joven y
otros asuntos que analizamos en los capítulos anteriores reaparecen de la
mano de este tema.
Afueradentro de la escuela3
La paranoia «mixofóbica» se autoalimenta y
funciona como profecía autocumplida. Si se
adopta la segregación como cura radical del
peligro que representan los extraños, la coha-
bitación con extraños se hace cada día más
difícil […]. La «fusión» requerida por la mutua
son clásicas en la escuela media. Por ejemplo: las innovaciones vía proyectos
especiales que, a menudo, resultan tan exitosas en el afueradentro escolar
como difíciles de ser implementadas en el marco de la propuesta habitual.
O las instancias de apoyo y recuperación de los aprendizajes adosadas a la
escuela o escindidas de ella. Instancias que desplazan incumbencias y respon-
sabilidades de adentro hacia afuera (o hacia el borde) procurando compensar
las propias insuficiencias de la escuela sin poner en cuestión los motivos
por los cuales los problemas se producen, se agravan o no se resuelven. Así,
los alumnos «en riesgo» encuentran afueradentro propuestas pensadas para
prevenir o compensar el fracaso en (o de) la escuela.
Recurrir al afueradentro para contemplar y convocar lo joven resulta consis-
tente con la lógica que sustenta dichas situaciones y con las estrategias que se
ponen en juego. Sin embargo, el tema que nos ocupa remite a otros asuntos,
ya que lo que se pone afuera, en este caso, no es una responsabilidad, una tarea
o una actividad (aunque finalmente se traduzca en eso), sino la propia condi-
ción de los alumnos. Es en ese sentido que decimos que un nuevo sujeto (no
ya) alumno pretende reconocerse mediante esa operación en esos espacios.
En torno a intervenciones de esta naturaleza circulan fundamentos y pro-
pósitos que dan cuenta de asuntos pendientes y desafíos. No solamente por
cuanto habilitan capacidades de los alumnos usualmente obturadas por las
formas clásicas de lo escolar, sino también por el hecho de que –como suele
enunciarse– contribuyen a instalar o a tornar visibles temas y problemas
relevantes, por lo general, soslayados. Esto último constituye un punto clave
toda vez que los nuevos dispositivos procuran interpelar a la escuela apoyán-
dola, al mismo tiempo, en la construcción de una nueva cultura institucio-
nal más acogedora y respetuosa de los alumnos.
Frente a ello, cabe detenernos en dos cuestiones. La primera alude a un
riesgo conocido en el ámbito educativo: que, bajo el supuesto y el propósito
de propiciar nuevas miradas y otras prácticas, lo que se instale sea –sobre
todo– un nuevo discurso; ahora: las culturas juveniles, las producciones y los
consumos culturales, el protagonismo y la participación. La segunda cues-
tión a explorar puede expresarse mediante una pregunta y una hipótesis de
respuesta: ¿estos nuevos lugares tornan visible algo invisible o acaso promue-
ven que aquello que ya es visible, pero calificado como disfunción o como
«problema» adentro, devenga valor, ley, objeto de reconocimiento afueradentro?
Propongo pensar ese movimiento, más que como pasaje de lo invisible a lo
visible, como cambio de estatus de lo que ya es posible observar: de síntoma
a condición, de adjetivo a sustantivo, de señalamiento a reconocimiento, de
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Vidas paralelas