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Intentaré ser igual de esquemático al analizar el efecto que esta transformación de la esfera
de la cultura -su transformación en mero apéndice de la industria de entretenimiento allí
donde no se constituye estrictamente como sostén de un orden civilizatorio
institucionalizado- tiene sobre el sistema de lo artístico, y más en concreto sobre la
problemática que se refiere a la creación misma.
Avanzando una fórmula sucinta, diría que el efecto es el siguiente: difuminar cualquier
horizonte de esperanza a la resolución de las tensiones programáticas que constituían al
arte en el contexto antinómico definido en el horizonte moderno. Suspenso ese horizonte, la
tensión a que queda sometido el arte está definida por dos polos: el que le atrae a
constituirse dócilmente en apéndice de la industria del entretenimiento, sometida a los
requerimientos del contemporáneo devenir massmediático de toda la esfera de la cultura, y
el que le atrae a perseverar en un orden de aspiraciones antinómicas cuya resolubilidad se
ha vuelto, en todo caso, imposible.
Con tiralíneas de nuevo, voy a intentar trazar el esquema de esa irresolubilidad en cuanto a
tres ejes, a mi modo de ver los principales que definen la situación de hallazgos heredada
legítima y aún obligadamente por el arte actual: me refiero a la lógica de la relación
arte/vida, a la dialéctica de autonegación de la apariencia estética y, finalmente, a la
aporética definición de la misma economía de la representación de lo artístico.
economía de la representación
Tercer eje en el que podemos encontrar el sistema del arte estancado en una tensión
irresoluble: su economía de la representación. Parece como si el arte contemporáneo
hubiera hecho definitivamente suyo el programa contenido en la célebre provocación
nietzscheana que aseguraba: “tenemos el arte para no perecer a causa de la verdad”. En su
estela, la ideología estética que impregna la filosofía del arte desde comienzos de siglo
viene tendiendo a resolverse sólo en la forma de una inversión negativa. A saber:
manteniendo la revaluación del valor cognoscitivo de la experiencia de lo artístico, pero
proyectando éste en un orden no fijable ni estabilizado, imposible de poner al servicio de lo
que Adorno denunciaba como “loca ilusión de la verdad”. Abandonada ella, el valor
cognoscitivo del arte se vincula precisamente a su fuerza de resistencia contra tal ilusión. Lo
artístico se constituye entonces en el orden de una grammatología, ese campo movedizo
que, según Derrida, “abarcaría a todos aquellos sistemas de lenguaje, cultura y
representación que exceden a la comprensión de la razón logocéntrica o de la “metafísica
de la presencia” occidental”. Y su potencial específico se desplegaría como eficacia para
resistir a la pretensión de someter la producción del sentido a los regímenes de cualquier
economía estable.
Al igual que la escritura -concebida no ya como sistema suplementario del habla, sino
precisamente como la instancia que desplaza la totalidad del espacio de la representación a
un lugar en que la ilusión de la presencia plena del sentido ligada a la experiencia del habla
se desvanece y dispersa infinitamente- lo artístico irrumpe en el espacio de la significancia
desbaratando todo régimen estable, para mostrar que la producción de sentido es proceso
sujeto a una economía transformacional inagotable. Al igual que la escritura, la producción
artística se revela entonces puro envío, potencia de significancia que sólo se irá
actualizando a lo largo de un proceso inagotable de sucesivas lecturas. Y su potencia de
resistencia a la economía logocéntrica de la representación -que todavía pretendería leer la
obra como símbolo, “presencia real” y plena del sentido- dependerá entonces de su
incorporación de un dispositivo que haga transparente su propia ilegibilidad radical.
Este dispositivo deberá entonces producir un efecto de suspensión de la representación.
Efecto que sólo podrá en última instancia darse como tal “efecto”, como pura “simulación de
suspensión”, como suspensión provisoria -y no como auténtica clausura: dado que, en
efecto, y con palabras del propio Derrida, “una vez comenzada la representación, su
clausura es precisamente lo impensable”.
Indudablemente, esta tensión de suspensión de la representación -aproximación al grado
cero de la significancia, a la materialidad absoluta del grafo- constituye un polo más de
permanente atracción para la investigación de los lenguajes de las vanguardias. Pero una
vez más su realizabilidad es aporética, irresoluble: la suspensión de la enunciación no
puede enunciarse, la clausura de la representación no puede representarse.
Entre su constituirse como “alegoría de la ilegibilidad” radical y su darse a leer como tal,
nuevamente, se abre una distancia insuperable y crítica: la misma que separa la extrema
mudez de la obra, tomada en su rala materialidad, de su condición pletórica de
potencialidad significante. Oscilando a uno y otro borde de esa distancia infraleve, la obra
promueve un movimiento de simultánea ceguera y visión, de opacidad y transparencia, de
ilegibilidad y lectura -que destila su específico rango “artístico”. Es precisamente por este no
darse pleno, cerrado, como entrega cumplida de sentido, por lo que la obra pertenece al
orden de lo que resiste a la economía logocéntrica de la representación -y, por ende, por lo
que el arte place, por lo que surte un plús de gozo.
Ese plús que justamente se constituye en la aprehensión instantánea y desvaneciente de la
lógica por la que su experiencia es necesariamente ciega a la luz que ella misma emite.
conclusiones