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Jacques Derrida

PSYCHÉ
INVENCIONES DEL OTRO
Derrida, Jacques
Psyché. Invenciones del otro.
1a ed. - Adrogué: Ediciones La Cebra, 2017.
816 p. ; 21,5x14 cm.

ISBN 978-987-3621-25-3

1. Filosofía Francesa Contemporánea. I. Cragnolini, Mónica B. et ál, trad.


II. Título.
CDD 194

Título original: Psyché. Inventions de l’autre,


© Galilée, 1987, 1998, 2003

© Ediciones La Cebra, 2017


edicioneslacebra@gmail.com
www.edicioneslacebra.com.ar

Editorxs
Javier Pavez y Cristóbal Thayer

Traductorxs
Mónica B. Cragnolini, Patricio Peñalver, Guadalupe Lucero,
Zeto Bórquez, Cristina de Peretti, Carmen Olmedo, Javier Pavez, Raymundo Mier, Analía
Gerbaudo, Sol Gil, Alejandro Madrid Zan, Cristóbal Thayer, Javier Tusso, Emmanuel Biset,
Marcela Rivera Hutinel, Emilio Velasco, Cristóbal Durán, Renata Prati

Han colaborado en momentos de la corrección de este libro, mas no son


responsables de ningún error
Ana Asprea, Federico Rodríguez, Caroline Delgado, Alejandro Madrid Zan, Miguel
Valderrama, Manuel García y Mónica B. Cragnolini

Tapa
Ana Asprea

Diagramación
Cristóbal Thayer

Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723


ÍNDICE

Psyché
Prefacio
Psyché. invenciones del otro
La retirada de la metáfora
Lo que resta a fuerza de música
Ilustrar, dice él…
Envío
Yo ― el psicoanálisis
En este momento mismo en este trabajo heme aquí
Torres de babel
Telepatía
Ex abrupto
Las muertes de Roland Barthes
Una idea de Flaubert. “La carta de Platón”
Geopsicoanálisis “and the rest of the world”
Mis chances*. Encuentro con algunas estereofonías epicúreas
La última palabra del racismo
No apocalypse, not now. a toda velocidad, siete misiles, siete
misivas
Carta a un amigo japonés
Geschlecht I. Diferencia sexual, diferencia ontológica
La Mano de Heidegger. (Geschlecht II)
Admiración de Nelson Mandela o Las leyes de la reflexión
Punto de folie. — maintenant la arquitectura
Por qué Peter Eisenman escribe tan buenos libros
Cincuenta y dos aforismos para un prólogo
El aforismo a contratiempo
Cómo no hablar. Denegaciones
Desistencia
Cantidad de sí(es)
Interpretations at war. Kant, el judío, el alemán
Índice onomástico
Psyché
Invenciones del otro
PREFACIO

Estos escritos han acompañado, en cierto modo, las obras que he


publicado en el curso de los últimos diez años.1 Pero también han
estado disociados, separados, distraídos. Esto se marca en su
formación, si se entiende con esta palabra el movimiento que
engendra dando forma o la figura que reúne una multiplicidad móvil:
la configuración en el desplazamiento. Una formación debe avanzar
pero también avanzar agrupada. Sea cual sea la ley, dicha o no
dicha, ésta requiere espaciarse sin dispersarse demasiado. Si
hacemos de esta ley una teoría, la formación de estos escritos
procedería como una teoría distraída.
Ley de una teoría discontinua o semblante discreto de la serie, los
textos se siguen, pues, se encadenan o corresponden entre ellos, a
pesar de la diferencia visible de motivos y de temas, de la distancia
que separa lugares, momentos, circunstancias.
Y de los nombres, de los nombres sobre todo, de los nombres
propios. Cada uno de estos ensayos parece en efecto consagrado,
destinado, incluso singularmente dedicado a alguien, muy a menudo
al amigo, hombre o mujer, lejano o próximo, vivo o no, conocido o
desconocido. Algunas veces, pero no siempre, se trata de un poeta
o un pensador, el filósofo o el escritor. A veces, pero no siempre, se
trata de aquel o aquella que pone en escena en esos mundos que
se denominan la política, el teatro, el psicoanálisis, la arquitectura.
Algunos textos parecen testimoniar mejor que otros de esta
situación cuasi epistolar. La Carta a un amigo japonés, por ejemplo,
Envío, Telepatía,… La carta de Platón o... siete misivas... habrían
podido, por el juego de cierta metonimia, tomar el lugar de título o de
prefacio. Mi elección fue otra. No interrumpiendo más que una vez el
orden cronológico, pensé que Psyché, Invenciones del otro jugaría
mejor este rol. A medio camino (1983) tal psyché parece girar
alrededor de su eje, para reflejar [réfléchir], a su modo, tanto los
textos que lo preceden como los que le siguen. Al mismo tiempo, un
espejo móvil finge reunir el libro: en aquello que, en todo caso, se le
parece, su imagen o su fantasma. Esto sigue siendo [reste] después
de todo, técnica del simulacro, siempre lo propio de un prefacio.
Simulacro y especularidad. Se trata aquí de especular sobre un
espejo y sobre la lógica desconcertante de lo que tranquilamente se
llama el narcisismo. Se da la complacencia, ya, en el gesto que
consiste en publicar. Simplemente publicar. Esta primera
complacencia es elemental, ninguna denegación sabría borrarla.
¿Qué decir entonces del gesto que reúne escritos anteriores, sean
éstos inéditos o no2? Sin denegar este aumento de exposición,
decimos que también ésta es objeto de este libro. Pero el espejo
llamado psyché no figura un objeto como otro. Ni un gesto, entre
otros que se penden por querer mostrar el espejo. Que se le
reconozca o no este derecho, que haga de él o no un deber, es
preciso que se mire mostrar al escucharse hablar. ¿Es posible?
¿Y por qué exponerse a este riesgo? Dirigida cada vez al otro, la
pregunta deviene también demanda. En su forma más general y
más implícita, en unas pocas palabras se la traduciría así: ¿Qué es
una invención? y ¿qué significa la invención cuando debe ser del
otro? La invención del otro, ¿implica que el otro sigue siendo [reste]
yo, en mí, de mí, en el mejor de los casos, por mí (proyección,
asimilación, interiorización, introyección, apresentación analógica,
en el mejor de los casos, fenomenalidad)? ¿O bien que mi invención
del otro sigue siendo la invención de mí por el otro que me
encuentra, me descubre, me instituye o me constituye? Por
venir(me) de él, la invención del otro entonces le retornaría.
¿Habría que escoger entre estas modalidades? El otro sin mí,
más allá de mí en mí, en la experiencia imposible del don y del
duelo, en la imposible condición de la experiencia, ¿no es aún otra
cosa? El don, el duelo, la psyché, ¿es esto pensable más allá de
todo psicologismo? ¿Y qué quiere decir, entonces, pensar?
Si la pregunta corresponde, si corresponde siempre a alguna
demanda venida del otro, entonces está ya precedida por una
extraña afirmación. Para velar por ella, quizás hace falta primero
dirigirse [se rendre] a la víspera de la pregunta.
Traducción: Javier Pavez

1. No excluyo sino una reunión de ensayos consagrados a la institución universitaria y a la


enseñanza de la filosofía. Aparecieron en un volumen separado, Du droit à la philosophie
[Paris: Galilée, 1990].
2. Cuando no son simplemente inéditos, como el más largo y el más reciente entre ellos,
aún inédito en francés, al igual que muchos otros, estos textos nunca están en total
conformidad con la primera versión, cuyo lugar de publicación será mencionado cada vez.
PSYCHÉ. INVENCIONES DEL OTRO1

¿Qué podría inventar todavía?


He aquí, quizás, un incipit inventivo para una conferencia.
Imagínenlo: un orador se anima a presentarse de este modo ante
sus invitados. Parece no saber lo que va a decir. Declara con
insolencia que se prepara para improvisar. Va a tener que inventar
allí mismo, y todavía se pregunta: ¿qué voy a tener que inventar?
Pero simultáneamente parece presuponer, no desprovisto de
insolencia, que el discurso de improvisación permanecerá
imprevisible, es decir, como se dice habitualmente, “aún” nuevo,
original, singular, en una palabra, inventivo. Y de hecho tal orador
rompería lo suficiente con las reglas, los consensos, la cortesía, la
retórica de la modestia, en resumen, con todas las convenciones de
la sociabilidad, para haber inventado al menos algo desde la primera
frase de su introducción. Una invención supone siempre alguna
ilegalidad, la ruptura de un contrato implícito, introduce un desorden
en el apacible ordenamiento de las cosas, perturba las
conveniencias. Al parecer, sin la paciencia de un prefacio –ella
misma es un nuevo prefacio– frustra aquí las expectativas.
La pregunta del hijo
Ciertamente, Cicerón no habría aconsejado a su hijo comenzar de
este modo. Porque, como ustedes saben, es para responder a la
demanda y al deseo de su hijo que Cicerón definió un día, una vez
entre otras, la retórica de la invención oratoria.2
Se impone aquí una referencia a Cicerón. Para hablar de la
invención, siempre nos es necesario recordar una latinidad de la
palabra. Ésta marca la construcción del concepto y la historia de la
problemática. La primera solicitud del hijo de Cicerón lleva a la
lengua –y a la traducción del griego al latín: “Studeo, mi pater, Latine
ex te audire ea quae mihi tu de ratione dicendi Graece tradisti, si
modo tibi est otium et si vis” (“Yo ardía en deseos, padre, de
escucharte decir en latín esas cosas sobre la elocuencia que tú me
has dado [dispensado, informado, entregado o traducido, legado] en
griego, si al menos tienes tiempo libre y lo deseas”).
Cicerón, el padre, responde a su hijo. En primer lugar, él le dice,
como en eco o como en réplica narcisista, que su primer deseo de
padre es que su hijo sea lo más sabio posible (doctissimun). Por su
solicitud anhelante, el hijo se ha anticipado a la demanda paterna.
Su deseo arde del deseo de su padre que no tiene problemas en
satisfacerlo y reapropiárselo satisfaciéndolo. Luego, el padre enseña
a su hijo que la fuerza propia, la vis del orador, consiste tanto en las
cosas que él trata (las ideas, los objetos, los temas) como en las
palabras: es necesario entonces distinguir entre la invención y la
disposición, la invención que encuentra o descubre las cosas, la
disposición que las sitúa, las localiza, las pone disponiéndolas: “et
res, et verba invenienda sunt, et collocanda”. Sin embargo la
invención se aplica “propiamente” a las ideas, a las cosas de las que
se habla, y no a la elocución o a las formas verbales. En cuanto a la
disposición, que sitúa tanto las palabras como las cosas, la forma
como el fondo, se la adjunta a menudo a la invención, precisa
Cicerón, el padre. La disposición, la planificación de los lugares
concierne tanto a las palabras como a las cosas. Nosotros
tendríamos pues, por un lado, la pareja “invención-disposición” para
las ideas o las cosas, y, por otro lado, la pareja “elocución-
disposición” para las palabras o para la forma.
He aquí (puesto en su lugar) uno de los topoi filosóficos más
tradicionales. Es el que recuerda Paul de Man en su bello texto
titulado “Pascal’s Allegory of Persuasion”3: quisiera dedicar esta
conferencia a la memoria de Paul de Man. Permítanme hacerlo así,
muy simplemente, intentando pedirle prestado todavía, entre todas
las cosas que hemos recibido de él, algún rasgo de esta serena
discreción que marcaba la fuerza y el resplandor de su
pensamiento. Quería hacerlo en Cornell porque él enseñó aquí y
cuenta con muchos amigos entre sus antiguos colegas y
estudiantes. El año pasado, luego de una conferencia análoga4, y
poco tiempo antes de su último pasaje entre ustedes, recordé
también que él dirigió en 1967 el primer programa de esta
Universidad en París. Es entonces cuando aprendí a conocerlo, a
leerlo, a escucharlo, y cuando comienza entre nosotros (¡le debo
tanto!) una amistad cuya fidelidad jamás se ensombreció y restará,
en mi vida, en mí, como uno de los más raros rasgos de luz.
En “Pascal’s Allegory of Persuasion”, Paul de Man continúa su
incesante meditación sobre el tema de la alegoría. Y es así también,
más o menos directamente, que yo quisiera hablar hoy de la
invención como alegoría, otro nombre para la invención del otro. La
invención del otro, ¿es una alegoría, un mito, una fábula? Luego de
haber subrayado que la alegoría es “secuencial y narrativa”, aún
cuando el “tópico” de su narración no sea necesariamente
“temporal”, Paul de Man insiste sobre las paradojas de lo que podría
llamarse la tarea o la exigencia de la alegoría. Ésta porta en sí
“verdades exigentes”. Tiene como tarea “articular un orden
epistemológico de la verdad y del engaño con un orden narrativo y
composicional de la persuasión”. En el mismo desarrollo, de Man
cruza la distinción clásica de la retórica como invención y de la
retórica como disposición:
Un gran número de esos textos sobre las relaciones entre verdad y persuasión
pertenecen al corpus canónico de la filosofía y de la retórica, a menudo cristalizados
alrededor de topoi filosóficos tan tradicionales, como la relación entre juicios
analíticos y juicios sintéticos, lógica proposicional y lógica modal, lógica y
matemática, lógica y retórica, retórica como invención y retórica como disposición,
etc. (p. 2).

Si tuviéramos el tiempo, nos preguntaríamos por qué y cómo, en el


derecho positivo que se instituye entre el siglo XVII y el siglo XIX, el
derecho de autor o de inventor, en el dominio de las artes y de las
letras, no se tiene en cuenta más que la forma y la composición. Ese
derecho excluye toda consideración de “cosas”, de contenidos, de
temas o de sentidos. Todos los textos de derecho lo subrayan, a
menudo al precio de dificultades y de confusiones: la invención no
puede marcar su originalidad más que en los valores de forma y de
composición. Las “ideas” pertenecen a todo el mundo. Universales
por esencia, no podrían dar lugar a un derecho de propiedad. ¿Hay
aquí una traición, una mala traducción, o un desplazamiento de la
herencia ciceroniana? Dejemos en suspenso esta pregunta. Yo
solamente quisiera comenzar por un elogio de Cicerón padre. Aun si
él no hubiese inventado jamás otra cosa, encuentro mucho de vis,
de fuerza inventiva, en alguien que abre un discurso sobre el
discurso, un tratado sobre el arte oratoria y un escrito sobre la
invención por lo que yo llamaría la pregunta del hijo como pregunta
de ratione dicendi, que resulta ser también una escena de traditio en
tanto que tradición, transferencia y traducción, se podría llamar
también una alegoría de la metáfora. El niño que habla, interroga,
demanda con celo (studium) ¿es también el fruto de una invención?
¿Se inventa un niño? Si el niño se inventa, ¿es como la proyección
especular del narcisismo parental o como el otro que, hablando,
respondiendo, deviene la invención absoluta, la trascendencia
irreductible de lo más cercano, por tanto más heterogénea e
inventiva que la que parecería responder al deseo parental? La
verdad del niño, entonces, se inventaría en un sentido que no sería
más el del desvelamiento que el del descubrimiento, el de la
creación que el de la producción. Ella se encontraría allí donde la
verdad se piensa más allá de toda herencia. El concepto de esta
verdad misma quedaría sin herencia posible. ¿Es esto posible? Esta
cuestión resonará más lejos. ¿Concierne en primer lugar al hijo, niño
legítimo y portador del nombre?
¿Qué podría yo inventar aún?
De un discurso sobre la invención, se espera en verdad que
responda a su promesa o que honre un contrato: tendrá que tratar
de la invención. Pero se espera también –la letra del contrato lo
implica–, que adelantará algo inédito, en las palabras o en las
cosas, en el enunciado o en la enunciación, sobre el tema de la
invención. Por poco que eso sea, para no decepcionar, debería
inventar. Se espera de él que diga lo inesperado. Ningún prefacio lo
anuncia, ningún horizonte de espera prefacia su recepción.
A pesar de todo el equívoco de esta palabra o de este concepto,
invención, ustedes ya comprenden algo de lo que quiero decir.
Ese discurso debe presentarse, por tanto, como una invención.
Sin pretenderse inventivo de forma total y continuamente, debe
explotar un fondo ampliamente común de recursos y de
posibilidades reglamentadas para firmar, de algún modo, una
proposición inventiva, al menos una, y no logrará interesar el deseo
del oyente más que en la medida de esta innovación firmada. Pero,
aquí donde la alegoría y la dramatización comienzan, este discurso
tendrá siempre necesidad de la firma del otro, de su contrafirma,
digamos: la de un hijo que ya no sería invención del padre. Un hijo
deberá reconocer la invención como tal, como si el heredero
quedara como único juez (recuerden esta palabra de juicio), como si
la contrafirma del hijo retuviera la autoridad legitimante.
Pero presentando una invención y presentándose como una
invención, el discurso del que hablo deberá hacer evaluar, reconocer
y legitimar su invención por un otro que no sea de la familia: por el
otro como miembro de una comunidad social y de una institución.
Porque una invención jamás puede ser privada ya que su estatuto
de invención, su certificado*, su patente –su identificación
manifiesta, abierta, pública– le debe ser significada y conferida.
Traduzcamos: hablando de la invención, a ese viejo tema ancestral
que se trataría hoy en día de reinventar, a este discurso, debería
dársele un certificado de invención. Eso supone contrato, promesa,
compromiso, institución, derecho, legalidad, legitimación. No hay
invención natural, y sin embargo la invención supone al mismo
tiempo originalidad, originariedad, generación, engendramiento,
genealogía, valores que a menudo se han asociado a la genialidad,
por tanto a la naturalidad. De allí la cuestión del hijo, de la firma y
del nombre.
¿Ya se ve anunciarse la estructura singular de un acontecimiento
de este tipo? ¿Quién la ve anunciarse? ¿El padre, el hijo? ¿Quién
se encuentra excluido de esta escena de la invención? ¿Quién otro
de la invención? ¿El padre, el hijo, la hija, la mujer, el hermano o la
hermana? Si la invención nunca es privada: ¿cuál es entonces su
relación con todas las escenas de la familia?
Estructura singular, pues, de un acontecimiento*, porque el acto
de palabra del que yo hablo debe ser un acontecimiento: por un
lado, en la medida de su singularidad, y por otra parte, en tanto que
esta unicidad hará venir o advenir algo nuevo. El acto debería hacer
o dejar venir lo nuevo por vez primera. Tantas palabras: lo “nuevo”,
el “acontecimiento”, el “venir”, la “singularidad”, la “primera vez”
(“first time”, donde el tiempo se marca en una lengua sin hacerlo en
otra), que portan todo el peso del enigma. Una invención jamás ha
tenido lugar, jamás se dispone sin un acontecimiento inaugural. Ni
sin algún advenimiento, si se entiende por esta última palabra la
instauración para el porvenir de una posibilidad o de un poder que
quedará a disposición de todos. Advenimiento, porque el
acontecimiento de una invención, su acto de producción inaugural
debe, una vez reconocido, una vez legitimado, refrendado por un
consenso social, según un sistema de convenciones, valer para el
porvenir. No recibirá su estatuto de invención, por otra parte, más
que en la medida en que esta socialización de la cosa inventada sea
garantizada por un sistema de convenciones que le asegurará al
mismo tiempo la inscripción en una historia común, la pertenencia a
una cultura: herencia, patrimonio, tradición pedagógica, disciplina y
cadena de generaciones. La invención comienza a poder ser
repetida, explotada, reinscripta.
Para atenernos a esa red que no es solamente lexical y que no se
reduce a los juegos de una simple invención verbal, hemos visto
converger muchos modos del venir o de la venida, en la enigmática
colusión del invenire o de la inventio, del acontecimiento y del
advenimiento, del advenir, de la aventura y de la convención. A este
enjambre lexical: ¿cómo traducirlo fuera de las lenguas latinas,
protegiendo su unidad, la que liga la primera vez de la invención al
venir, a la venida del advenir, del acontecimiento, del advenimiento
de la convención o de la aventura? Todas estas palabras de origen
latino son recogidas en inglés, por ejemplo (y también en su uso
judiciario muy codificado, muy estrecho, el de “venida” y asimismo el
de “adviento” reservado a la venida de Cristo), salvo, en el foco, el
venir mismo. Sin duda, una invención retorna, dice el Oxford English
Dictionary, a “the action of coming upon or finding”. Aun si esta
colusión verbal parece aventurada o convencional, ella da que
pensar. ¿Qué da para pensar? ¿Qué, de otro? ¿Quién, de otro?
¿Qué es necesario aún inventar en lo que se refiere a venir? ¿Qué
es lo que esto quiere decir, venir? ¿Venir una primera vez? Toda
invención supone que algo o alguien viene una primera vez, algo en
alguien o alguien en alguien, y que es otro. Pero para que la
invención sea una invención, es decir, única, aún si esta unicidad
debe dar lugar a la repetición, es necesario que esa primera vez sea
también una última vez, que la arqueología y la escatología se
hagan señas en la ironía del único instante.
Estructura singular, pues, de un acontecimiento que parece
producirse hablando de sí mismo, por el hecho de hablar, desde el
momento en que él inventa sobre el tema de la invención,
franqueando un camino, inaugurando o firmando su singularidad,
efectuándola de algún modo en el momento mismo en que nombra y
describe la generalidad de su género y la genealogía de su topos:
de inventione, guardando en la memoria la tradición de un género y
de aquellos que lo han ilustrado. En su pretensión de inventar
todavía, tal discurso diría el comienzo inventivo hablando de sí
mismo, en una estructura reflexiva que no solamente no produce
coincidencia y presencia a sí, sino que proyecta sobre todo el
advenimiento de sí, del “hablar” o “escribir” de sí mismo como otro,
es decir, en la huella. Me contento aquí con nombrar este valor de
“self-reflexivity” que se encuentra a menudo en el centro de los
análisis de Paul de Man. Este valor es, sin duda, más retorcido de lo
que parece. Ha dado lugar a los debates más interesantes, sobre
todo en los estudios de Rodolphe Gasché y de Suzanne Gearhart.5
Yo mismo intentaré retornar otra vez a este tema.
Hablando de sí mismo, tal discurso intentaría, pues, hacer admitir
por una comunidad pública no solamente el valor de verdad general
de lo que dice a propósito de la invención (verdad de la invención e
invención de la verdad), sino, al mismo tiempo, el valor operatorio de
un dispositivo técnico a disposición de todos desde entonces.
Fábulas: más allá del Speech Act
Sin haberlo citado aún, describo desde el inicio, todo el tiempo, con
un dedo que señala hacia el margen de mi discurso, un texto de
Francis Ponge. Es breve: seis líneas en itálicas, siete si se incluyera
el título (volveré en un instante sobre esa cifra, siete), más un
paréntesis de dos líneas en caracteres romanos. Por más que estén
invertidas de una edición a otra, itálicas y romanas quizás recuerdan
esta descendencia latina de la que he hablado. Ponge no ha dejado
nunca de reivindicarla para él mismo y para su poética.
¿De qué género procede este texto? Se trata tal vez de una de
esas piezas que Bach llama sus Invenciones6, piezas
contrapuntísticas a dos o tres voces. Desarrollándose a partir de una
pequeña célula inicial cuyo ritmo y contorno melódico son muy
netos, estas “invenciones” se prestan a veces a una escritura
esencialmente didáctica.7 El texto de Ponge dispone de una célula
inicial, es el sintagma “Por la palabra por…” A esta “invención” yo no
la designaría por su género sino por su título, a saber por su nombre
propio: Fábula.
Este texto se llama Fábula. Ese título es su nombre propio: lleva,
si se puede decir así, un nombre de género. Un título, siempre
singular como una firma, se confunde aquí con un nombre de
género, como una novela que se titulara novela, o invenciones que
se llamaran invenciones. Se puede apostar que esta fábula titulada
Fábula, construida como una fábula hasta en su “moraleja” final,
tratará de la fábula. La fábula, la esencia de lo fabuloso de lo que
pretenderá decir la verdad, será también su tema general. Topos:
fábula. Leo, pues Fábula, la fábula Fábula.
FÁBULA
Por la palabra por comienza, pues, este texto
Cuya primera línea dice la verdad,
Pero ese azogue debajo de la una y la otra
¿Puede ser tolerado?
Querido lector, tú juzgas
Aquí mis dificultades…
(DESPUÉS de siete años de desgracias
Ella rompe su espejo)8
¿Por qué he querido dedicar la lectura de esta fábula a la memoria
de Paul de Man?
En primer lugar, porque se trata de un escrito de Francis Ponge.
Me remito entonces a un comienzo. El primer seminario que di en
Yale, con la invitación y después de la introducción de Paul de Man,
fue un seminario sobre Francis Ponge. Se llamaba La cosa, duró
tres años, y trataba de la deuda, de la firma, de la contrafirma, del
nombre propio y de la muerte. Recordando ese comienzo, yo imito
un recomienzo, me consuelo remitiéndolo a la vida por la gracia de
una fábula que es también un mito de origen imposible.
En segundo lugar, porque esta fábula parece también, en ese
cruce singular de la ironía y de la alegoría, un poema de la verdad.
Se presenta irónicamente como una alegoría, “Cuya primera línea
dice la verdad”: verdad de la alegoría y alegoría de la verdad,
verdad como alegoría. Las dos son invenciones fabulosas,
entendiendo las invenciones del lenguaje (fari o phanai es hablar,
afirmar) como invenciones de lo mismo y de lo otro, de sí mismo
como del otro. Esto es lo que nosotros vamos a demostrar.9
Lo alegórico se reconoce aquí en el tema y en la estructura.
Fábula dice alegoría, el movimiento de una palabra para pasar a la
otra, del otro lado del espejo. Esfuerzo desesperado de una palabra
desgraciada para atravesar lo especular que la constituye en sí
misma. Se diría en otro código que Fábula pone en acto la cuestión
de la referencia, de la especularidad del lenguaje o de la literatura, y
de la posibilidad de decir lo otro o de hablar a lo otro. Veremos cómo
lo hace, por ahora sabemos que se trata justamente de la muerte,
de ese momento de duelo donde la ruptura del espejo es a la vez lo
más necesario y lo más difícil. Lo más difícil porque todo lo que
decimos, hacemos, lloramos, por más dirigido que esté hacia el otro,
resta en nosotros. Una parte de nosotros está herida y es con
nosotros que nos las habemos en el trabajo del duelo y de la
Erinnerung. Aun si esta metonimia del otro en nosotros constituye ya
la verdad y la posibilidad de nuestra relación con el otro viviente, la
muerte la manifiesta en un plus de luz. Es por esto que la ruptura del
espejo es todavía necesaria. En el instante de la muerte, el límite de
la reapropiación narcisista deviene terriblemente cortante,
acrecienta y neutraliza el sufrimiento: no lloramos más por nosotros,
lamentablemente no puede tratarse más que del otro en nosotros
cuando no debe tratarse más del otro en nosotros. La herida
narcisista se acrecienta al infinito por no poder ser más narcisista y
no poder al mismo tiempo calmarse en esta Erinnerung que se llama
trabajo de duelo. Más allá de la memoria interiorizante, es necesario
entonces pensar otra manera de recordarse. Más allá de la
Erinnerung, se trataría entonces de Gedächtnis, para retomar esta
distinción hegeliana sobre la que Paul de Man no dejaba de retornar
esos últimos tiempos para introducir la filosofía hegeliana como
alegoría de un cierto número de disociaciones, por ejemplo entre
filosofía e historia, experiencia literaria y teoría literaria.10
Antes de ser un tema, antes de decir al otro, el discurso del otro o
hacia el otro, la alegoría tiene aquí la estructura de un
acontecimiento. Y en primer lugar por su forma narrativa.11 La
“moraleja” de la fábula, si se puede decir, es similar al desenlace de
una historia en curso. La palabra “después” (“DESPUÉS de siete
años de desgracias ella rompe su espejo”) viene en letras capitales
a secuenciar la singular consecuencia del “pues” [donc] inicial (“Por
la palabra por comienza, pues, este texto”), escansión lógica y
temporal que aparece en la primera línea para no concluir más que
a un inicio. El paréntesis que viene después marca el fin de la
historia, pero nosotros veremos luego invertirse los tiempos.
Fábula, esta alegoría de la alegoría, se presenta pues como una
invención. En primer lugar porque esta fábula se llama Fábula.
Antes de todo otro análisis semántico –y dejo para más tarde la
justificación–, adelanto aquí una hipótesis: en el interior de un
dominio de discurso que está más o menos estabilizado desde
alrededores de fines del siglo XVIII europeo, no hay más que dos
grandes tipos de ejemplos autorizados para la invención. Se inventa,
por un lado, historias (relatos ficticios o fabulosos) y, por otra parte,
máquinas, dispositivos técnicos en el sentido más amplio del
término. Se inventa fabulando, mediante la producción de relatos a
los que no corresponde una “realidad” por fuera del relato (una
coartada, por ejemplo) o bien se inventa produciendo una nueva
posibilidad operatoria (la imprenta o un arma nuclear, y asocio a
propósito esos dos ejemplos, la política de la invención –que será mi
tema– que es siempre a la vez política de la cultura y política de la
guerra). Invención como producción en los dos casos –y dejo a esta
última palabra en una cierta indeterminación por el momento. Fábula
y fictio, por un lado, tekhne, episteme, istoria, methodos, por otra, es
decir, arte o saber-hacer [savoir-faire], saber e investigación,
información, procedimiento, etc. He aquí, diría por el momento, de
un modo un poco dogmático o elíptico, los dos únicos registros
posibles y rigurosamente específicos para toda invención hoy en
día. Digo bien “hoy en día” porque esta determinación semántica
parece relativamente moderna. El resto puede parecerse a la
invención pero no es reconocido como tal. Y nosotros intentaremos
comprender cuál puede ser la unidad o el acuerdo invisible de esos
dos registros.
Fábula, la fábula de Francis Ponge, se inventa en tanto fábula.
Ella cuenta una historia aparentemente ficticia, que parece durar
siete años. Y la octava línea la recuerda. Pero en primer lugar
Fábula cuenta una invención, se recita y se describe a sí misma.
Desde el comienzo, se presenta como un comienzo, la inauguración
de un discurso y de un dispositivo textual. Ella hace lo que dice, no
contentándose con enunciarlo, como Valéry, justamente A propósito
de Eureka: “Al principio era la Fábula”. Esta última frase, imitando
pero también traduciendo las primeras palabras del Evangelio de
San Juan (“Al principio era el logos”) es sin duda una demostración
performativa de lo mismo que dice. Y fábula, como logos, para
decirlo bien dicho, habla de la palabra. Pero inscribiéndose
irónicamente en esta tradición evangélica, la Fábula de Ponge
revela y pervierte, o mejor dicho, pone a la luz, por una ligera
perturbación, la extraña estructura de envío o del mensaje
evangélico, en todo caso de su incipit que dice que al incipit está el
logos. Fábula, es simultáneamente, gracias a un giro de sintaxis,
una suerte de performativo poético que describe y efectúa, sobre la
misma línea, su propio engendramiento.
Los performativos no son todos, ciertamente, reflexivos, de algún
modo, ellos no se describen en espejo, ellos no se constatan como
performativos en el momento en que tienen lugar. Este performativo
lo hace, pero su descripción constatativa no es otra que el mismo
performativo. “Por la palabra por comienza, pues, este texto”. Su
comienzo, su invención o su primera venida no adviene antes de la
frase que cuenta y reflexiona justamente ese acontecimiento. El
relato no es otro que la venida de lo que él cita, recita, constata o
describe. No se puede discernir –es en verdad indecidible– el
aspecto recitado y el aspecto recitante de esta frase que se inventa
inventando el relato de su invención. El relato se da a leer, él mismo
es una leyenda, ya que lo que él cuenta no ha tenido lugar antes de
él y fuera de él: produce el acontecimiento que él cuenta. Pero es
una fábula legendaria o una ficción en un solo sentido, y en dos
versiones o dos vertientes de lo mismo. Invención de lo otro en lo
mismo –en versos, lo mismo de todos los costados de un espejo
cuyo azogue no podría ser tolerado. La segunda aparición de la
palabra “por” cuya tipografía misma recuerda que cita la primera
aparición, el incipit absoluto de la fábula, instituye una repetición o
una reflexividad originaria que, dividiendo el acto inaugural, a la vez
acontecimiento inventivo y relato o archivo de invención, le permite
también desplegarse para no decir más que lo mismo, invención
dehiscente y replegada de lo mismo, en el instante en que tiene
lugar. Y ya se anuncia, en suspenso, el deseo del otro –y el deseo
de romper un espejo. Pero el primer “por”, citado por el segundo,
pertenece en verdad a la misma frase que éste, es decir, a aquella
que constata la operación o el acontecimiento que, por tanto, no
tiene lugar más que por la citación descriptiva y en ninguna otra
parte, ni antes de ella. En la terminología de la speech act theory, se
diría que el primer “por” es utilizado (used), el segundo citado o
mencionado (mentioned). Esta distinción parece pertinente cuando
se la aplica a la palabra “por”. ¿Lo es aún a escala de la frase
entera? El “por” utilizado forma parte de la frase mencionante pero
también de la mencionada. Es un momento de la citación, y lo es en
tanto que es utilizado. Lo que cita la frase, no es otra cosa, de “por”
a “por”, que ella misma a punto de citarse, y los valores de uso no
son en ella más que subconjuntos del valor de mención. El
acontecimiento inventivo es la citación y el relato. En el cuerpo de
un solo verso, sobre la misma línea dividida, el acontecimiento de un
enunciado confunde dos funciones absolutamente heterogéneas,
“uso” y “mención”, pero también hetero-referencia y auto-referencia,
alegoría y tautegoría. ¿No es ésta toda la fuerza inventiva, la jugada
de esta fábula? Pero esta vis inventiva no se distingue de un cierto
juego sintáctico con los lugares, es también un arte de la
disposición.
Si Fábula es a la vez performativa y constatativa desde su primera
línea, este efecto se propaga en la totalidad del poema así
engendrado. Lo verificaremos, el concepto de invención distribuye
sus dos valores esenciales entre los dos polos del constatativo
(descubrir o desvelar, manifestar o decir lo que es) y del
performativo (producir, instituir, transformar). Pero toda la dificultad
apunta a la figura de la co-implicación, a la configuración de esos
dos valores. Fábula es en este sentido ejemplar desde su primera
línea. Inventa por el solo acto de enunciación que a la vez hace y
describe, opera y constata. La “y” no asocia dos gestos diferentes.
El constatativo es el performativo mismo, ya que no constata nada
que le sea anterior o extraño. Performativiza constatando,
efectuando el constatar –y nada más. Relación a sí muy singular,
reflexión que produce el sí de la autorreflexión produciendo el
acontecimiento por el gesto mismo que lo cuenta. Una circulación
infinitamente rápida: esa es la ironía, ese es el tiempo de este texto.
Éste es lo que es, un texto, este texto, en tanto hace pasar en el
instante el valor performativo al lado del valor constatativo e
inversamente. Paul de Man nos habla aquí o allá de la
indecidibilidad como aceleración infinita y por tanto insoportable. Lo
que él dice acerca de la distinción imposible entre ficción y
autobiografía12, tiene vinculación con nuestro texto. Éste juega
también entre la ficción y la intervención implícita de un cierto Yo del
que hablaré luego. En relación a la ironía, Paul de Man describe
siempre la temporalidad propia como estructura del instante, de lo
que deviene “cada vez más breve y siempre culmina en el breve y
único momento de un punto final”.13 “La ironía es una estructura
sincrónica”, pero nosotros veremos pronto cómo ella puede no ser
más que la otra cara14 de una alegoría que parece siempre
desplegada en la diacronía del relato. Y allí todavía Fábula sería
ejemplar. Su primera línea no habla más que de sí misma, es
inmediatamente metalingüística pero es un metalenguaje sin
saliente, un metalenguaje inevitable e imposible porque no hay
lenguaje antes de él, no hay objeto anterior, interior o exterior para
este metalenguaje. Aún cuando todo en esta primera línea –que
dice la verdad de (la) Fábula– es a la vez lenguaje primero y
metalenguaje segundo, nada lo es. No hay metalenguaje, repite la
primera línea. No hay más que esto, dice el eco –o Narciso. La
propiedad del lenguaje, de poder hablar siempre sin poder hablar de
sí mismo, es entonces demostrada en acto y según un paradigma.
Remito aún a ese pasaje de Allegories of Reading donde Paul de
Man retoma la cuestión de la metáfora y de Narciso en Rousseau.
He seleccionado algunas proposiciones para dejarles a ustedes
reconstituir la trama de una deconstrucción compleja.
En la medida en que todo lenguaje es conceptual, habla ya de lenguaje y no de
cosas […] todo lenguaje es lenguaje a propósito de la denominación, es decir un
lenguaje conceptual, figural, metafórico […] Si todo lenguaje es lenguaje a propósito
del lenguaje, entonces el modelo lingüístico que le sirve de paradigma es el de una
entidad que se confronta a sí misma (confronts itself).15

La oscilación infinitamente rápida entre performativo y constatativo,


lenguaje y metalenguaje, ficción y no-ficción, auto- y hetero-
referencia, etc., no solo produce una inestabilidad esencial. Esta
inestabilidad constituye el acontecimiento mismo, o sea, la obra,
cuya invención perturba normalmente, si se puede decir así, las
normas, los estatutos y las reglas. Ella remite tanto a una nueva
teoría, como a la constitución de nuevos estatutos y de nuevas
convenciones capaces de tomar nota de la posibilidad de tales
acontecimientos y de medirse con ellos. No estoy seguro de que en
su estado actual la representación dominante de la speech act
theory sea capaz de esto, no más que, por otra parte, las teorías
literarias de tipo formalista o hermenéutico (semantismo, tematismo,
intencionalismo, etc.).
Sin arruinarla totalmente, ya que también tiene necesidad de ella
para provocar ese acontecimiento singular, la economía fabulosa de
una pequeña frase muy simple (perfectamente inteligible y normal
en su gramática) deconstruye espontáneamente la lógica
oposicional que sostiene la distinción intocable de performativo y de
constatativo tanto como otras distinciones conexas.16
¿Es que en este caso el efecto de la deconstrucción se debe a la
fuerza de un acontecimiento literario? ¿Qué hay de la literatura y de
la filosofía en esta escena fabulosa de la deconstrucción? Sin poder
abordar aquí de frente este problema, me contentaría con algunas
observaciones.
1. Suponiendo que se sepa lo que es la literatura, y aun si por la
convención en uso se clasifica a Fábula dentro de la literatura, no es
seguro que sea totalmente literaria (y por ejemplo no filosófica,
desde el hecho de que ella habla de la verdad y pretende decirla
expresamente), ni que su estructura deconstructiva no pueda
reencontrarse en otros textos que ni siquiera se soñaría con
considerar literarios. Estoy persuadido de que la misma estructura,
por más paradojal que parezca, se reencuentra en enunciados
científicos y sobre todo jurídicos, y entre los más instituyentes de
ellos, por tanto entre los más inventivos.
2. Con respecto a este tema, citaré y comentaré brevemente otro
texto de Paul de Man que atraviesa de manera muy densa todos los
motivos que nos ocupan en este momento: performativo y
constatativo, literatura y filosofía, posibilidad o no de la
deconstrucción. Es la conclusión de “Rhetoric of Persuasion
(Nietzsche)”, en Allegories of Reading, p. 131:
Si la crítica de la metafísica está estructurada como una aporía entre lenguaje
performativo y lenguaje constatativo, esto quiere decir que está estructurada como la
retórica. Y por tanto, si se quiere conservar el término “literatura” no se debe dudar
en asimilarlo a la retórica, entonces se seguiría que la deconstrucción de la
metafísica, o de la “filosofía” es imposible en la medida precisa en que es “literaria”.
Esto no resuelve en nada el problema de la relación entre literatura y filosofía en
Nietzsche, pero establece al menos un punto de “referencia” más seguro desde el
cual establecer la cuestión.

Este parágrafo alberga demasiados matices, pliegues o reservas


para que nosotros podamos aquí, en tan poco tiempo, desplegar
todo lo que está en juego. Yo arriesgaría solamente esta glosa un
poco elíptica, esperando volver sobre el tema más pacientemente
otra vez: existe sin duda más ironía de lo que parece, al hablar de la
imposibilidad de una deconstrucción de la metafísica, en la medida
precisa en que ésta es “literaria”. Al menos por esta razón, pero
habría otras, es que la deconstrucción más rigurosa nunca es
presentada como extraña a la literatura, ni, sobre todo, como algo
posible. Yo diría que no pierde nada en reconocerse imposible, y
aquellos que se contentan demasiado rápido con esto, no perderían
nada por esperar. El peligro para una tarea de deconstrucción sería
sobre todo la posibilidad, y el devenir un conjunto disponible de
procedimientos regulados, de prácticas metódicas, de caminos
accesibles. El interés de la deconstrucción, de su fuerza y de su
deseo, si los tiene, es una cierta experiencia de lo imposible: es
decir –volveré sobre esto al fin de esta conferencia–, del otro, de la
experiencia del otro como invención de lo imposible, en otros
términos, como la única invención posible. En cuanto a saber dónde
situar la insituable “literatura” a este respecto, es una cuestión que
abandonaría por el momento.
Fábula se da pues, por sí-mismo, por sí-misma, una patente de
invención. Y es la invención su doble jugada. Esta singular
duplicación, de “por” en “por”, está destinada aquí a una
especulación infinita, y la especularización parece en primer lugar
atrapar o congelar el texto. Lo paraliza o lo hace girar sobre su eje a
una velocidad nula o infinita. Lo fascina en un espejo de desgracia.
La ruptura de un espejo, dice la palabra de la superstición, anuncia
la desgracia por siete años. Aquí, en otro carácter tipográfico y entre
paréntesis, es después de siete años de desgracias que ella rompe
el espejo. DESPUÉS está en capitales en el texto. Extraña
inversión. ¿Es esto también un efecto de espejo? ¿Una especie de
reflexión sobre el tiempo? Pero si esta caída de fábula, que asegura
entre paréntesis el rol clásico de una suerte de “moraleja”, conserva
algo de asombroso en la primera lectura, no es solamente a causa
de esa paradoja. No es solo porque invierte el sentido o la dirección
del proverbio supersticioso. A la inversa de las fábulas clásicas, esta
“moraleja” es el único elemento de forma explícitamente narrativa
(digamos entonces alegórica). Una fábula de La Fontaine hace en
general lo contrario: un relato, luego una moraleja en forma de
sentencia o de máxima. Pero en el relato que viene aquí entre
paréntesis y como conclusión, en lugar de la moraleja, no sabemos
dónde situar el tiempo invertido al que se refiere. ¿Cuenta lo que
habría pasado antes o lo que pasa después de la “primera línea”?
¿O aún durante todo el poema del que sería el tiempo propio? La
diferencia de tiempos gramaticales (pasado simple de “moraleja”
alegórica después de un presente continuo) no nos permite decidir.
Y no se sabrá si los siete años de “desgracias” que se está tentado
de sincronizar con las siete líneas precedentes se dejan contar por
la fábula o se confunden simplemente con esa desgracia del relato,
esa angustia de un discurso fabuloso que no puede más que
reflejarse sin salir de sí. En ese caso, la desgracia sería el espejo
mismo. Y lejos de dejarse anunciar por la ruptura de un espejo,
consistiría –de allí el infinito de la reflexión–, en la presencia misma
y la posibilidad del espejo, en el juego especular asegurado por el
lenguaje. Y jugando un poco con esas desgracias de performativos
que no lo son nunca porque se parasitan el uno al otro, se estaría
tentado de decir que esa desgracia es también la esencial “infelicity”
de esos speech acts, esta “infelicity” a menudo descripta como un
accidente por los autores de la speech act theory.
En todo caso, por todas esas inversiones y perversiones, por esta
revolución fabulosa, estamos en el entrecruzamiento de lo que Paul
de Man denomina alegoría e ironía. Podemos, a este respecto,
relevar tres momentos o tres motivos en “The Rhetoric of
Temporality”.
1. El de una “conclusión provisoria” (p. 222). Ésta liga la alegoría y
la ironía en el descubrimiento, se puede decir la invención, “of a truly
temporal predicament”. La palabra “predicament” es difícil de
traducir: situación embarazosa, dilema, aporía, callejón sin salida,
esos son los sentidos corrientes que son colocados, sin hacerlo
desaparecer, sobre el sentido filosófico de predicamentum. Lo
dejaré sin traducir en estas líneas que parecen escritas para Fábula:
El acto de ironía, tal como nosotros lo entendemos hasta ahora, revela la existencia
de una temporalidad que es en verdad no orgánica, en que ella se relaciona a su
fuente solamente en términos de distancia y de diferencia, y no deja lugar a ningún
fin, a ninguna totalidad [ésta es la estructura técnica y no orgánica del espejo]. La
ironía divide el flujo de la experiencia temporal en un pasado que es pura
mistificación y un advenir que resta para siempre asediado por una recaída en lo
inauténtico. No puede más que reafirmarla y repetirla en un nivel cada vez más
consciente, pero permanece indefinidamente encerrada en la imposibilidad de tornar
este conocimiento aplicable al mundo empírico. Se disuelve en la espiral cada vez
más estrecha de un signo lingüístico que se aleja más y más de su sentido, y no
puede escapar a esta espiral. El vacío temporal que revela es el mismo vacío que
hemos encontrado cuando descubrimos que la alegoría implica siempre una
anterioridad inaccesible. La alegoría y la ironía se asocian en su descubrimiento
común de un predicament verdaderamente temporal (subrayado mío).

Dejemos a la palabra predicament (y la palabra es un


predicament) todas sus connotaciones, y hasta las más adventicias.
El espejo es aquí el predicament: una situación necesaria o fatal,
una cuasi-naturaleza en la que el predicado o la categoría se
pueden definir con toda neutralidad, lo mismo que la maquinaria
técnica, el artificio que la constituye. Se está como presa de la
trampa fatal del espejo. Me gusta pronunciar aquí la palabra trampa:
ella fue, hace algunos años, un tema favorito de discusiones
elípticas, tan divertidas como desesperadas, entre Paul de Man y
yo.
2. Un poco más lejos, está la ironía como imagen especular
invertida de la alegoría: “La estructura fundamental de la alegoría
reaparece aquí (en uno de los Lucy Gray Poems de Wordsworth) en
la tendencia que empuja al lenguaje hacia la narración, esta
extensión de sí sobre el eje imaginario de un tiempo para conferir
duración a lo que es, de hecho, simultáneo en el sujeto. La
estructura de la ironía es sin embargo la imagen en espejo invertido
(the reversed mirror-image) de esta forma” (p. 225, subrayado mío).
3. Esas dos imágenes invertidas en espejo se reúnen en lo
mismo: la experiencia del tiempo. “La ironía es una estructura
sincrónica, mientras que la alegoría aparece como un modo
secuencial capaz de engendrar la duración en tanto que ilusión de
una continuidad que sabe ilusoria. Por tanto los dos modos, a pesar
de lo que separa profundamente su afecto y su estructura, son las
dos caras de la misma y fundamental experiencia del tiempo” (p.
226).
Fábula, pues: una alegoría que dice irónicamente la verdad de la
alegoría que ella es al presente, y lo hace diciendo a través de un
juego de personas y de máscaras. Las cuatro primeras líneas: en la
tercera persona del presente del indicativo (modo aparente del
constatativo, aún cuando el “yo”, del que Austin nos ha dicho que
tiene, en el presente, el privilegio del performativo, pueda estar aquí
implícito). De esas cuatro líneas, las dos primeras son afirmativas,
las otras dos interrogativas. Las líneas 5 y 6 podrían explicitar la
intervención implícita de un “yo” en la medida en que ellas
dramatizan la escena por un llamado al lector, por el rodeo de un
apóstrofe o parábasis. Paul de Man presta mucha atención a la
parekbase, sobre todo tal como es evocada por Schlegel en relación
con la ironía. Lo hace tanto en “The Rhetoric of Temporality” (p. 222)
como en otras partes. El “tú juzgas” es a la vez performativo y
constatativo, también él, y “nuestras dificultades” también son estas:
1) las del autor, 2) las del “yo” implícito de un firmante, 3) las de la
fábula que se presenta a sí misma, o bien 4) las de la comunidad
fábula-autor-lectores. Porque todos se desconciertan con las
mismas dificultades, todos las reflejan y las pueden juzgar.
Pero, ¿quién es ella? ¿Quién “rompe su espejo”? Quizás Fábula,
la fábula misma, que es aquí, verdaderamente, el sujeto. Quizás la
alegoría de la verdad, aún la Verdad misma, y a menudo ella es,
según la alegoría, una Mujer. Pero lo femenino puede también
contrafirmar la ironía del autor. Hablaría del autor, lo diría o lo
mostraría a él mismo en su espejo. Se diría entonces de Ponge lo
que Paul de Man, interrogándose por el “she” en uno de los Lucy
Grey Poems (She seemed a thing that could not feel), dice de
Wordsworth: “Wordsworth es uno de los raros poetas que pueden
escribir de manera proléptica a propósito de su propia muerte, y
hablar, por así decir, desde el más allá de su propia tumba. El ‘she’
es de hecho lo suficientemente vasto como para poder comprender
también a Wordsworth” (p. 225).
A ella, en esta Fábula, la llamaremos Psyché, la de las
Metamorfosis de Apuleyo, la que pierde a Eros, el marido prometido,
por haber querido contemplarlo a pesar de la prohibición. Pero una
psyché homónima o no común, es también el gran y doble espejo
instalado sobre un dispositivo pivotante. La mujer, Psyché, el alma,
su belleza o su verdad, puede reflejarse, admirarse o adornarse allí
de la cabeza a los pies. Psyché no aparece aquí, al menos con ese
nombre, pero Ponge podría muy bien haber dedicado su Fábula a
La Fontaine. Ponge señala a menudo su admiración hacia aquel que
supo ilustrar, en la literatura francesa, tanto la fábula como a
Psyché: “Si yo prefiero a La Fontaine –la fábula menor– antes que a
Schopenhauer o Hegel, sé muy bien por qué”. Esto justamente en
Proêmes, Pages bis, V.
Paul de Man no llama Psyché al espejo, sino al personaje mítico.
El pasaje nos interesa porque señala la distancia entre los dos
“selves”, los dos sí mismo, la imposibilidad de verse y de tocarse al
mismo tiempo, la “parábasis permanente” y la “alegoría de la ironía”:
Esta combinación lograda de alegoría e ironía determina también la sustancia de la
novela, en su conjunto (La cartuja de Parma), el mythos subyacente a la alegoría. La
novela cuenta la historia de dos amantes a los que, como a Eros y Psyché, la
plenitud del contacto nunca les es permitida. Cuando ellos pueden tocarse, es
necesario que sea en una noche impuesta por una decisión totalmente arbitraria e
irracional, un acto de los dioses. Es el mito de una distancia insuperable que se
sostiene siempre entre los dos yo (moi), y tematiza la distancia irónica que el escritor
Stendhal creía que portaba siempre entre sus identidades pseudonómica y nominal.
En tanto tal, reafirma la definición schlegeliana de la ironía como “parábasis
permanente” y distingue a esa novela como una de las raras novelas de novela,
como la alegoría de la ironía.

Estas son las últimas palabras de “The Rethoric of Temporality”


(Blindness and Insight, p. 228).
Así, en la misma jugada, pero en una jugada doble, una fabulosa
invención se hace invención de la verdad, de su verdad de fábula,
de la fábula de la verdad, la verdad de la verdad como fábula. Y de
aquello que en ella apunta al lenguaje (fari, fábula). Es el duelo
imposible de la verdad: en y por la palabra. Porque lo hemos visto:
si el duelo no es anunciado por la ruptura del espejo sino que
sobreviene como el espejo mismo, si arriba con la especularización,
el espejo no adviene a sí mismo más que por la intercesión de la
palabra. Es una invención y una invención de la palabra, e incluso
aquí de la palabra “palabra”. La palabra misma se refleja en la
palabra “palabra” y en el nombre de nombre. El azogue, que impide
la transparencia y autoriza la invención del espejo, es una huella de
la lengua:
Por la palabra por comienza, pues, este texto
Cuya primera línea dice la verdad,
Pero ese azogue debajo de una y de la otra
¿Puede ser tolerado?
Entre los dos “por” el azogue que se deposita bajo las dos líneas,
entre una y la otra, es el lenguaje mismo, éste tiende en primer lugar
hacia las palabras, y hacia la palabra “palabra”, es la “palabra” que
reparte, separa, una parte de sí y de lo otro de sí misma, las dos
apariciones de “por”: “Por la palabra por…”. Las opone, las enfrenta
o pone frente a frente, las liga indisociablemente pero las disocia
también totalmente. Eros y Psyché. Violencia insoportable, que la
ley debería prohibir (¿ese azogue podría ser tolerado bajo las dos
líneas o entre las líneas?). La ley debería impedirlo como una
perversión de los usos, un desvío de la convención lingüística.
Ahora bien, se encuentra que esta perversión obedece a la ley del
lenguaje. Ella es totalmente normal, ninguna gramática encuentra
nada para volver a decir sobre esta retórica. Es necesario hacer su
duelo, el que constata y controla a la vez el igitur de esta fábula, el
“por tanto” a la vez lógico, narrativo y ficticio de esta primera línea:
“Por la palabra por comienza pues este texto…”
Este igitur habla para una Psyché, a ella y delante de ella, a su
sujeto mismo, y psyché no sería más que el speculum pivotante que
viene a relacionar lo mismo y lo otro: “Por la palabra por…” Esta
relación de lo mismo y lo otro, se podría decir arriesgándose: no es
más que una invención, un espejismo o un efecto de espejo
admirable, su estatuto sigue siendo el de una invención, de una
simple invención, lo que implica un dispositivo técnico. La cuestión
permanece: la psyché ¿es una invención?
El análisis de esta fábula no tendría fin, yo lo abandono aquí.
Fábula que dice que la fábula no inventa únicamente en la medida
en que cuenta una historia que no ha tenido lugar, que no ha tenido
lugar fuera de ella misma y que no es otra que ella misma en su
propia in(ter)vención inaugural. Ésta no es únicamente una ficción
poética cuya producción viene a hacerse firmar, patentar, conferir un
estatuto de obra literaria a la vez por su autor y por el lector, por el
otro que juzga (“Querido lector ya tú juzgas…”) sino que juzga
desde el apóstrofe que lo inscribe en el texto, lugar contrafirmante
aunque en primer lugar asignado al destinatario. Éste es el hijo
como el verdadero destinatario, es decir, el firmante, el autor mismo,
del que decimos que tiene derecho a comenzar. El hijo como otro,
su otro, es también la hija, quizás Psyché. Fábula no tiene este
estatuto de invención más que en la medida en que, desde la doble
posición del autor y del lector, del firmante y del contrafirmante,
propone también una máquina, un dispositivo técnico que, en ciertas
condiciones y en ciertos límites, se debe poder re-producir, repetir,
re-utilizar, transponer, comprometer en una tradición y en un
patrimonio público. Tiene, pues, el valor de un procedimiento, de un
modelo o de un método, proveería así las reglas de exportación, de
manipulación, de variación. Teniendo en cuenta otras variables
lingüísticas, una invariante sintáctica puede, de manera recurrente,
dar lugar a otros poemas del mismo tipo. Y esta factura típica, que
supone una primera instrumentalización de la lengua, es una suerte
de tekhne. Entre el arte y las bellas artes. Este híbrido de
performativo y constatativo que desde la primera línea (primer verso
o first line) a la vez dice la verdad (“cuya primera línea dice la
verdad”, según la descripción y el recordatorio de la segunda línea),
y una verdad que no es otra que la suya propia al producirse, he
aquí un acontecimiento singular pero también una máquina y una
verdad general. Haciendo referencia a un fondo lingüístico
preexistente (reglas sintácticas y tesoro fabuloso de la lengua),
provee un dispositivo regulado o regulador capaz de engendrar
otros enunciados poéticos del mismo tipo, una suerte de matriz de
imprenta. Se puede decir también: “Con la palabra con se inaugura,
por tanto, esta fábula”, u otras variantes reguladas más o menos
alejadas del modelo, y que no tengo aquí el tiempo para multiplicar.
Piensen también en los problemas de la citacionalidad a la vez
inevitable e imposible de una invención auto-citacional, si por
ejemplo digo, como ya lo he hecho: “Por la palabra por comienza,
pues, ese texto de Ponge titulado Fábula, porque él comienza así:
Por la palabra por, etc.…”. Proceso sin comienzo ni fin que no hace
por tanto más que comenzar, pero sin poder hacerlo jamás ya que
su frase o su frase inicial es ya segunda, desde ya la siguiente de
una primera que describe antes mismo de que tenga lugar, en una
suerte de exergo tan imposible como necesario. Siempre hay que
recomenzar para arribar finalmente a comenzar, y reinventar la
invención. Al borde del exergo, intentemos comenzar.
Se había entendido que hablaríamos hoy del estatuto de la
invención. Había un contrato, que ustedes sienten que ha sido
alterado por algún desequilibrio. Por lo mismo, conserva algo de
provocante. Es necesario hablar del estatuto de la invención, pero
vale más inventar algo a propósito de ese tema. Sin embargo
nosotros no estamos autorizados a inventar más que en los límites
estatutarios asignados por el contrato y por el título (estatuto de la
invención o invenciones del otro). Una invención que no se dejara
dictar, gobernar, programar por esas convenciones, sería
desplazada, fuera de formato, fuera de propósito, impertinente,
transgresora. Y por tanto algunos estarían tentados, con alguna
prisa solícita, a replicar que justamente no habrá hoy en día
invención más que en la condición de esa desviación, es decir, de
esta inoportunidad: dicho de otro modo, a condición de que la
invención transgreda, para poder ser inventiva, el estatuto y los
programas que le habrían querido asignar.
Ustedes dudan: las cosas no son tan simples. Por más poco que
retengamos de la carga semántica de la palabra “invención”, por
más indeterminación que le permitamos por el momento, tenemos al
menos el sentimiento de que una invención no debería, en tanto tal
y en su surgimiento inaugural, tener estatuto. En el momento en que
hiciera irrupción, la invención instauradora debería desbordar,
ignorar, transgredir, negar, (o, al menos, complicación
suplementaria, evitar o denegar) el estatuto que se le habría querido
asignar o reconocer de entrada, incluso en el espacio en el que ese
estatuto mismo adquiere su sentido y su legitimidad, en resumen,
todo el medio de recepción que por definición no debería estar listo
nunca para acoger una auténtica innovación. En esta hipótesis (que
por el momento no es la mía) una teoría de la recepción debería
aquí, o bien rencontrar su límite esencial, o bien complicarse en una
teoría de extravíos transgresivos, sin saberse muy bien si ésta sería
aún teoría y teoría de algo como la recepción. Permanezcamos aún
un poco más en esta hipótesis del buen sentido: una invención
debería producir un dispositivo de desregulación, abrir un lugar de
perturbación o de turbulencia para todo estatuto asignable a ella en
el momento en que sobreviene. ¿No es entonces espontáneamente
desestabilizadora, es decir, deconstructiva? La cuestión sería
entonces la siguiente: ¿cuáles pueden ser los efectos
deconstructivos de una invención? O inversamente: ¿en qué medida
un movimiento de deconstrucción, lejos de limitarse a las formas
negativas o desestructurantes que se le achacan a menudo con
ingenuidad, puede ser inventivo en sí mismo, o al menos la señal de
una inventividad a la obra en un campo socio-histórico? Y,
finalmente, ¿cómo una deconstrucción del concepto mismo de
invención, a través de toda la riqueza compleja y organizada de su
red semántica, puede aún inventar, inventar más allá del concepto y
del lenguaje mismo de la invención, de su retórica y de su
axiomática?
No intento replegar la problemática de la invención sobre la de la
deconstrucción. Además, por razones esenciales, no podría haber
problemática de la deconstrucción. Mi cuestión es otra: ¿por qué la
palabra “invención”, esta palabra clásica, usada, fatigada, conocería
hoy una nueva vía, una nueva moda y un nuevo modo de vida? Un
análisis estadístico de la doxa occidental, estoy seguro, la haría
aparecer: en el vocabulario, en los títulos de libros17, en la retórica
de la publicidad, de la crítica literaria, de la elocuencia política, y
también en las consignas del arte, de la moral, y de la religión.
Retorno extraño de un deseo de invención. “Es necesario inventar”,
hubo que hacerlo donde era necesario inventar: no tanto crear,
imaginar, producir, instituir, sino sobre todo inventar. Es en el
intervalo entre esas significaciones (inventar/descubrir,
inventar/crear, inventar/imaginar, inventar/producir, inventar/instituir,
etc.) que habita precisamente la singularidad de ese deseo de
inventar. Inventar no esto o aquello, tal tekhne o tal fábula, sino
inventar el mundo, un mundo, no América, el Nuevo Mundo, sino un
mundo nuevo, otro habitat, otro hombre, otro deseo también, etc. Un
análisis debería mostrar por qué es entonces la palabra invención la
que se impone, de forma más viva y más frecuente que otras
palabras cercanas (descubrir, crear, imaginar, producir, instituir, etc.).
Y por qué ese deseo de invención, que llega incluso hasta el sueño
de inventar un nuevo deseo, sigue siendo contemporáneo,
ciertamente, de una experiencia de fatiga, de agotamiento, de lo
exhausto, pero acompaña también un deseo de deconstrucción,
llegando hasta a superar la aparente contradicción que podría haber
entre deconstrucción e invención.
La deconstrucción o es inventiva o no es, no se contenta con
procedimientos metódicos, abre un pasaje, marcha y marca, su
escritura no es solamente performativa, produce reglas con otras
convenciones –para nuevas performatividades– y no se instala
jamás en la seguridad teórica de una oposición simple entre
constatativo y performativo. Su paso compromete una afirmación.
Ésta se liga al venir del acontecimiento, del advenimiento y de la
invención. Pero no puede hacerlo más que deconstruyendo una
estructura conceptual e institucional de la invención que habría
registrado algo de la invención, de la fuerza de invención: como si
debiera, más allá de un cierto estatuto tradicional de la invención,
reinventar el advenir.
Venir, inventar, descubrir, descubrirse
Extraña proposición. Se acaba de decir que toda invención tiende a
perturbar el estatuto que se querría asignarle en el momento en que
ella tiene lugar. Ahora se dice que se trata para la deconstrucción de
cuestionar el estatuto tradicional de la invención misma. ¿Qué
quiere decir esto?
¿Qué es una invención? ¿Qué hace? Ella viene a descubrir por
vez primera. Todo el equívoco se remonta a la palabra “descubrir”.
Descubrir es inventar cuando la experiencia de descubrir tiene lugar
por primera vez. Acontecimiento sin precedente cuya novedad
puede ser, o bien la de la cosa descubierta (inventada), por ejemplo
un dispositivo técnico que no existía hasta el momento: la imprenta,
una vacuna, una forma musical, una institución (buena o mala), un
instrumento de telecomunicación o de destrucción a distancia, etc.;
o bien el acto y no el objeto a “encontrar” o a “descubrir” (por
ejemplo, en un sentido ahora antiguo, la Invención de la Cruz –para
Helena, la madre del emperador Constantino, en Jerusalén en 326–
o la Invención del cuerpo de san Marcos del Tintoretto). Pero en
ambos casos, según los dos puntos de vista (objeto o acto) la
invención no crea una existencia o un mundo como conjunto de
existentes, no tiene el sentido teológico de una creación de la
existencia como tal, ex nihilo. La invención descubre por vez
primera, desvela lo que ya se encuentra allí, o produce lo que, en
tanto que tekhne, ciertamente no se encontraba allí pero no es por
esto creado, en el sentido fuerte de la palabra, sino solamente
agenciado a partir de una reserva de elementos existentes y
disponibles, en una configuración dada. Esta configuración, esta
totalidad ordenada que hace posible una invención y su legitimación,
establece todos los problemas que, como ustedes saben, remiten a
totalidad cultural, Weltanschauung, época, episteme, paradigma,
etc. Sea cual fuere la importancia de esos problemas y su dificultad,
todos ellos requieren una elucidación de lo que quiere decir e
implica inventar. En todo caso, la Fábula de Ponge no crea nada, en
el sentido teológico del término (al menos en apariencia), ella no
inventa si no es recurriendo a un léxico y a reglas sintácticas, a un
código en vigor, a convenciones a las que ella, de algún modo, se
somete. Pero da lugar a un acontecimiento, cuenta una historia
ficticia y produce una máquina introduciendo un desvío en el uso
habitual del discurso, desconcertando en cierta medida los hábitos
de espera y de recepción de los que, sin embargo, tiene necesidad,
ella forma un comienzo y habla de ese comienzo, y en ese doble
gesto indivisible, inaugura. Es aquí donde reside esa singularidad y
esa novedad sin las cuales no habría invención.
En todos los casos, y a través de todos los desplazamientos
semánticos del término “invención”, permanece el venir, el
acontecimiento de una novedad que debe sorprender: en el
momento en que ésta sobreviene, no podría ser previsto un estatuto
para esperarla y reducirla a lo mismo.
Pero esta sobrevenida de lo nuevo tiene que deberse a la
operación de un sujeto humano. La invención retorna siempre al
hombre como sujeto. He allí una determinación de gran estabilidad,
una cuasi-invariante semántica que debemos tener en cuenta de
manera rigurosa.
Cualesquiera fueren la historia o la polisemia del término
invención, en tanto se inscribe en el movimiento de la latinidad, si no
es en la misma lengua latina, jamás, me parece, se está autorizado
a hablar de invención sin implicar la iniciativa técnica de eso que se
llama el hombre.18 El hombre mismo, el mundo humano, se define
por la aptitud para inventar, en el doble sentido de la narración
ficticia o de la fábula, y de la invención técnica o tecno-epistémica.
Del mismo modo que relaciono tekhne y fábula, recuerdo aquí el
lazo entre historia y episteme. No se está nunca autorizado (de ahí
el estatuto y la convención) a decir de Dios que él inventa, aun si su
creación –se ha pensado– funda y garantiza la invención de los
hombres, nunca se está autorizado a decir del animal que él inventa,
aun si su producción y su manipulación de instrumentos, se
parecen, como se dice a veces, a la invención de hombres. Por el
contrario, los hombres pueden inventar a los dioses, a los animales,
y sobre todo a los animales divinos.
Esta dimensión tecno-epistémica-antropocéntrica inscribe el valor
de la invención (comprendida en su uso dominante y regulado por
convenciones) en el conjunto de las estructuras que enlazan, de
manera diferenciada, técnica y humanismo metafísico. Si es
necesario hoy en día reinventar la invención, será a través de
preguntas y perfomances deconstructivas sobre este valor
dominante de la invención, su estatuto y su historia enigmática que
relaciona, en un sistema de convenciones, una metafísica a la
tecno-ciencia y al humanismo.
Distanciémonos un poco de estas proposiciones generales,
volvamos a la cuestión del estatuto. Si parece que una invención
debe sorprender o perturbar las condiciones estatutarias, es
necesario que a su vez ella implique o produzca otras condiciones
estatutarias, no solamente para ser reconocida, identificada,
legitimada, institucionalizada como tal (patentada, se podría decir)
sino también para producirse, digamos para sobrevenir. Y ahí se
sitúa el inmenso debate, que no es solamente el de los historiadores
de las ciencias o de las ideas en general, en torno a las condiciones
de emergencia y de legitimación de las invenciones. ¿Cómo recortar
y cómo nombrar esos conjuntos contextuales que hacen posible y
admisible tal invención, desde el momento a su vez que ésta
debería modificar la estructura de ese mismo contexto? Aquí todavía
debo contentarme con situar, en su presuposición común, muchas
discusiones que se han desarrollado en el curso de los últimos
decenios alrededor del “paradigma”, de la “episteme”, del “corte
epistemológico” o de los “thémata”. Por más inventiva que fuere, y
para serlo, la Fábula de Ponge, como toda fábula, requiere reglas
lingüísticas, modos sociales de lectura y de recepción, un estado de
competencias, una configuración histórica del campo poético y de la
tradición literaria, etc.
¿Qué es un estatuto? Como “invención”, la palabra “estatuto” –y
esto no es insignificante–, se determina en primer lugar en el código
latino del derecho y por tanto también de la retórica jurídico-política.
Antes de pertenecer a ese código, designa la estancia o la estación
de lo que, disponiéndose de manera estable, se mantiene de pie,
estabiliza o se estabiliza. En ese sentido es esencialmente
institucional. Define prescribiendo, determina según el concepto y la
lengua lo que es estabilizable bajo forma institucional, en el interior
de un orden y de un sistema que son los de una sociedad, una
cultura y una ley humanas, aun si esta humanidad se piensa luego
otra cosa que ella misma, por ejemplo, Dios. Un estatuto es siempre
humano: en tanto que tal, no puede ser animal o teológico. Como la
invención, lo dijimos antes. Se ve pues agudizar la paradoja: toda
invención debería desinteresarse del estatuto, pero no hay invención
sin el estatuto. En todo caso, ni la invención ni el estatuto
pertenecen a la naturaleza, en el sentido corriente de este término,
es decir, en el sentido estatutariamente instituido por una tradición
dominante.
¿Qué se pregunta cuando se interroga sobre el estatuto de la
invención? Se pregunta en primer lugar qué es una invención, y qué
concepto conviene a su esencia. Más precisamente, se interroga
sobre la esencia que se acuerda reconocerle. Se pregunta cuál es el
concepto garantizado, el concepto considerado legítimo a propósito
de este tema. Ese momento de reconocimiento es esencial para
pasar de la esencia al estatuto. El estatuto es la esencia
considerada como estable, fijada y legitimada por un orden social o
simbólico en un código, un discurso y un texto institucionalizables. El
momento propio del estatuto es social y discursivo, supone que un
grupo quiere decir, por un contrato más o menos implícito: 1. la
invención en general, sea ésta o aquella, reconociéndose en tales
criterios y disponiendo de tal estatuto, 2. este acontecimiento
singular es una invención, tal individuo o tal grupo merece el
estatuto de inventor, habrá tenido la invención. Esto puede tomar la
forma de un premio Goncourt o de un premio Nobel.
Patentes: la invención del título
Estatuto se entiende, por tanto, en dos niveles. Uno concierne a la
invención en general, el otro a tal invención determinada que recibe
su estatuto o su premio en referencia al estatuto general. Siendo
irreductible la dimensión jurídico-política, el índice más útil aquí sería
tal vez lo que se llama “patente” [brevet] de una invención, en inglés
patent. Es en primer lugar un texto breve, un “breve” [bref], acto
escrito por el cual la autoridad real acordaba un beneficio o un título,
incluso un diploma: aún hoy no es insignificante que se hable de
patente de ingeniero o de técnico para designar una competencia
atestiguada. La patente, es, entonces, el acto por el cual las
autoridades políticas confieren un título público, es decir un estatuto.
La patente de invención crea un estatuto o un derecho de autor, un
título, y es por esto que nuestra problemática debería pasar por
aquella, más rica y más compleja, del derecho positivo de las obras,
de sus orígenes y de su historia actual, fuertemente agitada por
perturbaciones de todo tipo, en particular las que surgen de las
nuevas técnicas de reproducción y de telecomunicación. La patente
de invento, strictu sensu, no sanciona más que invenciones técnicas
dando lugar a instrumentos reproductibles, pero se puede extender
a todo derecho de autor. El sentido de la expresión “estatuto de
invención” está supuesto por la idea de “patente” pero no se reduce
a ella.
¿Por qué he insistido sobre esto último? Es que es, tal vez, el
mejor indicio de nuestra situación actual. Si la palabra “invención”
conoce una nueva vida, sobre fondo de un vaciamiento angustiado
pero también a partir del deseo de reinventar la invención misma, y
hasta su estatuto, es sin duda en una escala sin medida común con
la del pasado: lo que se llama la “invención” a patentar se encuentra
programada, es decir, sometida a fuertes movimientos de
prescripción y de anticipación autoritarios cuyos modos son de lo
más múltiples. Y esto tanto en el dominio de las artes o de las bellas
artes como en el dominio tecno-científico. En todas partes el
proyecto de saber y de investigación es en primer lugar una
programática de las invenciones. Podríamos evocar las políticas
editoriales, los pedidos de los comerciantes de libros o de cuadros,
los estudios de mercado, la política de la investigación y los
“resultados” como se dice ahora, que esta programática determina a
través de instituciones de investigación y de enseñanza, la política
cultural, sea o no estatal. Se podrían evocar también todas las
instituciones, privadas o públicas, capitalistas o no, que se declaran
ellas mismas máquinas de producir y de orientar la invención. Pero,
una vez más, no consideramos, a título de indicio, más que la
política de patentes. Se dispone hoy en día de estadísticas
comparativas con respecto a las patentes de invención depositadas
cada año por todos los países del mundo. La competencia furiosa,
por razones político-económicas evidentes, determina las decisiones
a nivel gubernamental. En el momento en que Francia, por ejemplo,
considera que debe progresar en esta carrera de patentes de
invención, el gobierno decide acrecentar tal partida presupuestaria e
inyectar fondos públicos, vía tal ministerio, para ordenar, incluir o
suscitar las invenciones patentadas. Según trayectos más
inaparentes o más sobredeterminados aún, sabemos que tales
programaciones pueden investir la dinámica de la invención que se
autodenomina “más libre”, la más salvajemente “poética” e
inaugural. La lógica general de esta programación, si existe alguna,
no sería necesariamente la de representaciones conscientes. La
programación pretende, y lo logra a veces hasta un cierto punto,
determinar hasta el margen aleatorio con el cual debería contar. Lo
integra en sus cálculos de probabilidades. Hubo algunos siglos en
los que se representó la invención como un acontecimiento errático,
el efecto de un golpe de genio individual o de un azar imprevisible.
Esto a menudo por un desconocimiento, es verdad, desigualmente
difundido, de los rodeos según los que se deja constreñir, prescribir,
sino prever, la invención. Actualmente, quizás porque nosotros
conocemos bastante la existencia por lo menos, si no el
funcionamiento, de las máquinas que programan la invención, es
que soñamos con reinventar la invención más allá de las matrices
de programas. ¿Por qué una invención programada es aún una
invención? ¿Es un acontecimiento por el que el futuro viene a
nosotros?
Retornemos modestamente sobre nuestros pasos. Tanto como el
de una invención particular, el estatuto de la invención en general
supone el reconocimiento público de un origen, más precisamente
de una originalidad. Este debe ser asignable y estar referido a un
sujeto humano, individual o colectivo, responsable del
descubrimiento o de la producción de una novedad, a partir de ese
momento disponible para todos. ¿Descubrimiento o producción?
Primer equívoco, si por lo menos no se reduce el producere al
sentido de puesta al día por el gesto de dirigir o de colocar hacia
adelante aquello que volvería a desvelar o descubrir. En todo caso,
descubrimiento o producción, pero no creación. Inventar es venir a
encontrar, descubrir, desvelar, producir por vez primera una cosa,
que quizás sea un artefacto, pero que en todo caso podría
encontrarse allí aún de manera tal vez virtual o disimulada. La
primera vez de una invención no crea nunca una existencia, y es sin
duda por una cierta reserva en relación a una teología creacionista
que se quiere hoy en día reinventar la invención. Esta reserva no es
necesariamente atea, puede por el contrario mantener reservada la
creación para Dios y la invención para el hombre. Ya no se dirá más
que Dios ha inventado el mundo, a saber, la totalidad de las
existencias. Se puede decir que Dios ha inventado las leyes, los
procedimientos o los modos de cálculo para la creación (“dum
calculat fit mundus”) pero ya no que él ha inventado el mundo. Del
mismo modo, ya no se dirá actualmente que Cristóbal Colón ha
inventado América, salvo en ese sentido devenido arcaico en el que,
como en la Invención de la Cruz, viene solamente a descubrir una
existencia que ya se encontraba allí. Pero el uso o el sistema de
ciertas convenciones modernas, relativamente modernas, nos
impediría hablar de una invención cuyo objeto fuera una existencia
como tal. Si hoy en día se hablara de la invención de América o del
Nuevo Mundo, ésta designaría más bien el descubrimiento o la
producción de nuevos modos de existencia, de nuevas maneras de
aprehender, de proyectar o de habitar el mundo, pero no la creación
o el descubrimiento de la existencia misma del territorio llamado
América.19
Una línea de división o de mutación se delinea así en el devenir
semántico o en el uso regulado de la palabra “invención”. Sería
necesario describirla sin solidificar la distinción, o al menos
manteniéndola en el interior de esta gran y fundamental referencia a
la tekhne humana, a ese poder mitopoético que asocia la fábula, el
relato histórico y la investigación epistémica. ¿Cuál es esta línea de
división? Inventar siempre ha significado “venir a encontrar por la
primera vez”, pero hasta el albor de lo que se podría llamar la
“modernidad” tecnocientífica y filosófica (a título de indicación
empírica muy grosera e insuficiente, digamos el siglo XVII), se
podría aún hablar (pero esto ya no será posible en lo sucesivo) de
invención en referencia a existencias o verdades que, sin ser,
entiéndase bien, creadas por la invención, son sin embargo por ella
descubiertas o desveladas por vez primera: encontradas allí.
Ejemplos: Invención del cuerpo de San Marcos, todavía, pero
también invención de verdades, de cosas verdaderas. Es así que la
define Cicerón en De inventione (I, VII), Primera parte del arte
oratoria, la invención es “excogitatio rerum verarum, aut verisimilium,
quae causam probabilem reddant”. La “causa” en cuestión es la
causa jurídica, el debate o la controversia entre “personas
determinadas”. Pertenece al estatuto de la invención que concierna
siempre y también a cuestiones jurídicas de estatutos.
Luego, según un desplazamiento ya iniciado pero que, me parece,
se estabiliza en el siglo XVIII, quizás entre Descartes y Leibniz, casi
no se hablará ya de invención como descubrimiento desvelante de
lo que se encontraba ya ahí (existencia o verdad) sino cada vez
más, unívocamente, como descubrimiento productivo de un
dispositivo que se puede denominar técnico en sentido amplio,
tecnocientífico o tecnopoético. No se trata simplemente de una
tecnologización de la invención. Ésta ha estado siempre ligada a la
intervención de una tekhne, pero en esa tekhne existe de aquí en
más la producción –y no solamente el desvelamiento– que va a
dominar el uso de la palabra “invención”. Producción significa
entonces la puesta en obra de un dispositivo maquínico
relativamente independiente, capaz él mismo de una cierta
recurrencia auto-reproductiva y también de una cierta simulación re-
iterante.
La invención de la verdad
Una deconstrucción de esas reglas de uso y por lo tanto de ese
concepto de invención, si quiere ser también una re-invención de la
invención, supone entonces el análisis prudente de la doble
determinación cuya hipótesis formulamos aquí. Doble
determinación, doble inscripción, que forma también una especie de
escansión que se dudará en llamar “histórica” y, sobre todo fechar,
por razones evidentes. Lo que nosotros avanzamos aquí no puede
no tener efecto sobre el concepto y la práctica de la historia misma.
La “primera línea” de división atravesaría la verdad: la relación
con la verdad y el uso de la palabra “verdad”. La decisión se
generaría aquí, así como toda la gravedad del equívoco.
Una cierta polisemia de la palabra “invención” puede, gracias a
ciertas restricciones contextuales, ser fácilmente controlada. Por
ejemplo en francés, esta palabra designa al menos tres cosas,
según los contextos y la sintaxis de la proposición. Pero cada una
de esas tres cosas se puede a su vez impresionar, incluso dividir por
un equívoco más difícil de reducir, porque es esencial.
¿Cuáles son, primeramente, esas tres primeras significaciones
que se desplazan sin gran riesgo de un lugar a otro? En primer
lugar, se puede llamar invención a la capacidad de inventar, a la
aptitud de inventar: la inventividad. Se la supone a menudo natural y
genial. Se dirá de un sabio o de un novelista que ellos poseen
invención. Luego, se puede llamar invención al momento, al acto o
la experiencia, esta “primera vez” del acontecimiento nuevo, la
novedad de ese nuevo (que no es forzosamente el otro, lo sugiero al
pasar). Y, en tercer lugar, se llamará invención al contenido de esta
novedad, a la cosa inventada. Recapitulo en un ejemplo estos tres
valores referenciales: 1. Leibniz posee invención. 2. Su invención de
la característica universal da lugar a tales fechas y tiene tales
efectos, etc. 3. La característica universal fue su invención, el
contenido y no solamente el acto de esta invención.
Si esos tres valores se dejan cómodamente discernir de un
contexto al otro, la estructura semántica general de la “invención”,
antes mismo que esta triplicidad, permanece a menudo más difícil
de elucidar. Frente a la división a la que yo hacía alusión hace un
instante, dos significaciones concurrentes parecerían coexistir: 1.
“Primera vez”, acontecimiento de un descubrimiento, invención de lo
que se encontraría ya allí y se desvela como existencia o aún como
sentido y verdad. 2. Invención productiva de un dispositivo técnico
que no se encontraría allí como tal. Entonces se le da lugar
encontrándolo, mientras que en el primer caso nosotros
encontramos su lugar, allí donde ya se encontraba. Y la relación de
la invención con la cuestión del lugar –en todos los sentidos de este
término– es evidentemente esencial. O si, como formulamos la
hipótesis, el primer sentido de la invención, el que se podría llamar
“veritativo”, tiende a desaparecer desde el siglo XVII en provecho
del segundo, nos es necesario encontrar aún el lugar donde esa
división comienza a operarse, un lugar que no sea empírico o
histórico-cronológico. ¿De dónde viene que no se hable más de la
invención de la Cruz o de la invención de la verdad (en un cierto
sentido de la verdad) para hablar cada vez más, incluso únicamente,
de la invención de la imprenta, de la navegación a vapor o de un
dispositivo lógico-matemático, es decir, de otra forma de relación
con la verdad? A pesar de esta transformación tendencial, se trata
en ambos casos de la verdad. Un pliegue o una juntura separan
todo uniendo esos dos sentidos del sentido. Son dos fuerzas o dos
tendencias que se relacionan la una con la otra, la una sobre la otra
en su diferencia misma. Nosotros tenemos quizás una instantánea
furtiva y temblorosa en esos textos donde “invención” significa
todavía invención de la verdad en el sentido del descubrimiento
desvelante de lo que en primer lugar se encuentra allí pero también,
ya, invención de otro tipo de verdad y de otro sentido de la palabra
“verdad”: el de una proposición judicativa, por tanto de un dispositivo
lógico-lingüístico. Se trata entonces de una producción, la de la
tekhne más apropiada, la construcción de una maquinaria que no
estaba allí, aún si ese nuevo dispositivo de la verdad debe en
principio regularse todavía con el del primer tipo. Los dos sentidos
permanecen muy cercanos, y hasta aparecen confundidos, en la
expresión bastante frecuente de “invención de la verdad”. Yo los
creo, sin embargo, heterogéneos. Y me parece también que ellos no
han dejado nunca de acentuar lo que los separa. El segundo
tendería desde entonces hacia una hegemonía sin compartir. Es
verdad que siempre ha asediado y por tanto magnetizado al
primero: toda la cuestión de la diferencia entre la tekhne
premoderna y la tekhne moderna reside en el corazón de lo que
acabo de denominar rápidamente el asedio [hantise] o la
magnetización [aimantation].
En los ejemplos que voy a recordar, se puede tener el sentimiento
de que solo el primer sentido (descubrimiento desvelante y no
descubrimiento productivo) es aún determinante. Pero esto jamás es
tan simple. Me limito en primer lugar a un pasaje de La lógica o el
arte de pensar de Port-Royal. Este texto fue escrito en francés y se
sabe qué rol ha jugado en la difusión del pensamiento cartesiano. Lo
he elegido porque multiplica las referencias a toda una tradición que
nos importa aquí, especialmente la del De inventione de Cicerón.
En el capítulo que trata “De los Lugares, o del método para
encontrar argumentos…” (III; XVII), se recuerda que:
Lo que los Retóricos y los Lógicos llaman Lugares, loci argumentorum, son ciertos
artículos generales, a los que se pueden referir todas las pruebas de las que se
sirven las distintas materias de las que se trata; y la parte de la Lógica que ellos
llaman invención, no es otra cosa que lo que ellos enseñan de esos Lugares. Ramus
tuvo una querella sobre este tema con Aristóteles y con otros filósofos de la escuela,
porque ellos consideraban esos Lugares después de haber dado las reglas de los
argumentos, y él pretendía, contra ellos, que es necesario explicar esos Lugares y lo
que se refiere a la invención antes de considerar esas reglas. La razón de Ramus es
que se debe haber encontrado la materia antes de pensar en disponerla. Ahora bien,
la explicación de los Lugares enseña a encontrar esta materia, mientras que las
reglas de los argumentos no se pueden aprehender más que de la disposición. Pero
esta razón es muy débil porque, aun cuando fuera necesario que la materia sea
encontrada para disponerla, no es necesario sin embargo aprender a encontrar la
materia antes de haber aprendido a disponerla.

Esta cuestión de la disposición, o de la collocatio, sobre la que se


debate si debe o no preceder al momento en el que se encuentra la
materia (o la verdad de la cosa, la idea, el contenido, etc.), no es
otra, de hecho, que la de las dos verdades para inventar: verdad de
desvelamiento, verdad como dispositivo proposicional.
Pero se trata siempre de encontrar: palabra de una potente y
enigmática oscuridad, especialmente en la irradiación de sus
relaciones a los lugares, al lugar en el cual se encuentra, al lugar
que se encuentra, al lugar de quien se encuentra o en el cual eso se
encuentra. ¿Qué quiere decir encontrar? Por más interesante que
fuere la etimología de esta palabra, la respuesta no se encuentra
allí. Dejemos por el momento dormitar a esta cuestión que es
también cuestión de la lengua.20
El ars inveniendi y el ordo inveniendi conciernen tanto al buscar
como al encontrar en el descubrimiento analítico de una verdad que
ya se encuentra allí. Para no encontrar al azar de un reencuentro o
de un “hallazgo” la verdad que ya se encuentra allí, es necesario un
programa de investigación, un método y un método analítico, que se
llama método de invención. Éste sigue el ordo inveniendi (distinto
del ordo exponendi), es decir, el orden analítico. “Hay dos tipos de
métodos: uno para descubrir la verdad, que se llama análisis, o
método de resolución, y que se puede llamar también método de
invención, y el otro para hacerla entender a los demás cuando se la
ha encontrado, que se llama síntesis, o método de composición, y
que se puede llamar también método de doctrina” (Lógica de Port-
Royal, IV, II). Transpongamos: ¿qué se diría, a partir de ese discurso
sobre la invención, de una Fábula como la de Francis Ponge? Su
primera línea: ¿descubre algo, inventa algo? ¿O bien expone,
enseña, lo que ella acaba de inventar hace un momento?
¿Resolución o composición? ¿Invención o doctrina? Todo su interés
tiende a ello: ella interesa a ambos, entre ambos, hasta hacer la
decisión imposible y la alternativa secundaria. Se puede constatar
en la Lógica de Port Royal lo que también se puede verificar en
Descartes o en Leibniz: aún si debe regularse por una verdad “que
se debe encontrar en la cosa misma independientemente de
nuestros deseos” (III, XX, a, 1-2), la verdad que nosotros debemos
encontrar allí donde se encuentra, la verdad a inventar, es ante todo
el carácter de nuestra relación con la cosa misma y no el carácter de
la cosa misma. Y esta relación se debe estabilizar en una
proposición. Es a ésta a la que se nombrará más a menudo como
“verdad”, sobre todo cuando se ponga esta palabra en plural. Las
verdades lo son de proposiciones verdaderas (II, IX; III, X; III, XX; b,
1; IV, IX; V, XIII), de los dispositivos de predicación. Cuando Leibniz
habla de “inventores de la verdad”, es necesario recordar, como lo
hace Heidegger en Der Satz vom Grund, que se trata de
productores de proposiciones y no solamente de reveladores. La
verdad califica la conexión del sujeto y del predicado. Jamás se ha
inventado algo, es decir, una cosa. En suma, jamás se ha inventado
nada. No se ha inventado una esencia de las cosas, en ese nuevo
universo de discurso, sino únicamente la verdad como proposición.
Y este dispositivo lógico-discursivo puede ser denominado tekhne
en sentido amplio. ¿Por qué? No existe invención más que a
condición de una cierta generalidad, y si la producción de una cierta
idealidad objetiva (u objetividad ideal) da lugar a operaciones
recurrentes, por tanto, a un dispositivo utilizable. Si el acto de
invención puede no haber tenido lugar más que una vez, el artefacto
inventado debe ser esencialmente repetible, transmisible y
transponible. De allí que el “una vez” o el “una primera vez” del acto
de invención se encuentra dividido o multiplicado en sí mismo, por
haber dado lugar a una iterabilidad. Los dos tipos extremos de
cosas inventadas, el dispositivo maquínico por un lado, la narración
ficticia o poemática por el otro, implican a la vez la primera vez y
todas las veces, el acontecimiento inaugural y la iterabilidad. Una
vez inventada, la invención no es inventada más que si, si se puede
decir así, en la estructura de la primera vez se anuncia la repetición:
la generalidad, la disponibilidad común y por tanto la publicidad. De
allí el problema del estatuto institucional. Si se pudiera pensar en
primer lugar que la invención deja en cuestión a todo estatuto, se ve
también que no podría haber invención sin estatuto. Inventar es
producir la iterabilidad y la máquina de reproducción, la simulación y
el simulacro. Y un número indefinido de ejemplares, utilizables fuera
del lugar de la invención, a disposición de sujetos múltiples en
contextos variados. Esos dispositivos pueden ser instrumentos
simples o complejos, pero también procedimientos discursivos,
métodos, formas retóricas, géneros poéticos, estilos artísticos. Y son
en todos los casos “historias”: una cierta secuencialidad debe poder
tomar una forma narrativa, para repetir, recitar, re-citar. Debemos
poder contarla y dar cuenta según el principio de razón. Esta
iterabilidad se marca, y por tanto se remarca, en el origen de la
instauración inventiva. Ella la constituye, ella forma un pliegue,
desde el primer instante, una suerte de anticipación retrovertida:
“Por la palabra por…”
A todo esto la estructura de la lengua –prefiero decir aquí, por
razones esenciales, la estructura de la marca o de la huella– no es
para nada extraña o inesencial. La articulación que une los dos
sentidos de la palabra “invención” en la expresión “invención de la
verdad” no es fortuita y se la percibe, mejor que en otros, en
Descartes o en Leibniz, cuando ambos hablan de la invención de
una lengua21 o de una característica universal (sistema de marcas
independiente de toda lengua natural). Ambos justifican esta
invención fundando el aspecto tecnológico o tecnosemiótico sobre el
aspecto “veritativo”, sobre verdades que son verdades descubiertas
y conexiones predicativas en proposiciones verdaderas. Pero ese
recurso común a la verdad filosófica de la invención técnica no
opera en uno y otro de la misma manera. Esta diferencia debería
importarnos aquí. Ambos hablan de invención de una lengua o de
una característica universal. Ambos piensan en una nueva
maquinaria que queda por forjar aún si la lógica de ese artefacto
debe fundarse y en verdad encontrarse en la de una invención
analítica. Descartes se sirve en dos oportunidades de la palabra
“invención” en la célebre carta a Mersenne (20 de noviembre de
1629) a propósito de un proyecto de lengua y de escritura universal:
La invención de esta lengua depende de la verdadera filosofía, porque es imposible
de otro modo enumerar todos los pensamientos de los hombres y ponerlos por
orden, y tampoco distinguirlos de suerte que ellos sean claros y simples, que es
según creo el más grande secreto que se puede tener para adquirir la buena
ciencia… Ahora bien, yo creo que esta lengua es posible, y que se puede encontrar
la ciencia de la que ella depende, por medio de la cual los campesinos podrían juzgar
mejor la verdad de las cosas, mejor de lo que lo hacen… los filósofos (subrayado
mío).

La invención de la lengua depende de la ciencia de las verdades,


pero esta ciencia debe ella misma ser encontrada por aquella, y
gracias a la invención de la lengua que habrá permitido, a todo el
mundo, incluidos los campesinos, poder juzgar mejor la verdad de
las cosas. La invención de la lengua supone y produce la ciencia,
interviene entre dos saberes como un procedimiento metódico o
tecno-científico. En este punto, Leibniz sigue a Descartes, pero
reconoce que la invención de esta lengua depende “de la verdadera
filosofía”, “ella no depende, agrega él, de su perfección”. Esta
lengua puede ser
establecida, a pesar de que la filosofía no sea perfecta: y a medida que la ciencia de
los hombres crezca, esta lengua crecerá también. Mientras tanto, será de una ayuda
maravillosa para servirse de eso que sabemos, y para ver lo que nos falta, y para
inventar los medios para llegar allí, pero sobre todo para exterminar las controversias
en las materias que dependen del razonamiento. Porque entonces razonar y calcular
será la misma cosa (Opuscules et fragments inédits, ed. Couturat, pp. 27-28).

La lengua artificial no se sitúa solamente en la llegada de una


invención de la que procedería, sino que procede también a la
invención*: su invención sirve para inventar. La nueva lengua es ella
misma un ars inveniendi o el código idiomático de este arte, su
espacio de firma como una inteligencia artificial: gracias a la
independencia de un cierto automatismo, prevendrá el desarrollo y
procederá al cumplimiento del saber filosófico. La invención
sobreviene y previene, excede el saber, al menos en su estado
actual, en su estatuto presente. Esta diferencia de ritmo confiere al
tiempo de la invención una virtud de productor posibilitador, aun si la
aventura inaugural debe ser supervisada, en última instancia
teleológica, por un analitismo fundamental.
La firma: arte de inventar, arte de enviar
Los inventores, dice Leibniz, “proceden a la verdad”, ellos inventan
el camino, el método, la técnica, el dispositivo proposicional, dicho
de otro modo, ellos plantean e instituyen. Son tanto los hombres del
estatuto como los del camino cuando éste deviene método. Y esto
no se da nunca sin posibilidad de aplicación reiterada, sin una cierta
generalidad, entonces. En ese sentido el inventor inventa siempre
una verdad general, es decir, la conexión de un sujeto a un
predicado. En los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano,
Teófilo insiste:
…si el inventor no encuentra más que una verdad particular, no es más que un
inventor a medias. Si Pitágoras solamente hubiese observado que el triángulo cuyos
lados son 3, 4, 5, tiene la propiedad de igualdad del cuadrado de la hipotenusa con
los cuadrados de los lados (es decir que 9 +16 da 25), ¿habría sido quizás el inventor
de esta gran verdad, que comprende a todos los triángulos rectángulos, y que se
convirtió en máxima entre los geómetras? (IV, VII).

La universalidad es también la objetividad ideal, por tanto la


recurrencia ilimitada. Esta recurrencia alojada en la ocurrencia única
de la invención, es la que pone en disputa de alguna manera la
firma del inventor. El nombre de un individuo o de una singularidad
empírica no puede ser asociado aquí más que de manera
inesencial, extrínseca, accidental. Incluso se debería decir aleatoria.
De allí el enorme problema del derecho de propiedad de las
invenciones a partir del momento en que, muy recientemente, en
suma, éste se ha comenzado a escribir, bajo su forma legislativa, en
la historia de Occidente, por tanto del mundo. También nosotros
celebramos un centenario. Es en 1883 que ha sido firmada la
primera gran convención nacional, la Convención de París, que
legisló sobre los derechos de propiedad industrial. Dicha convención
ha sido firmada, a su vez, por la Unión Soviética, recién en 1964, y
está en plena evolución desde la segunda guerra mundial. Su
complejidad, lo retorcido de su casuística tanto como sus
presuposiciones filosóficas, la tornan un objeto desafiante y
apasionante. Sus dispositivos jurídicos son también invenciones,
convenciones inauguradas por actos performativos. Dos distinciones
esenciales marcan la axiomática de esta legislación: distinción entre
el derecho de autor y la patente, distinción entre la idea científica, el
descubrimiento teórico de una verdad y la idea de su explotación
industrial. Es solamente en caso de una explotación de tipo
industrial que se puede pretender la patente. Y esto supone que la
invención literaria o artística, cuando un origen o un autor le son
asignables, no da lugar a una explotación industrial, esto supone
también que se debe poder diferenciar el descubrimiento teórico de
los dispositivos tecno-industriales que pueden continuarlo. Estas
distinciones no son solo difíciles de poner en práctica (de allí la
casuística tan refinada), sino que además se autorizan a partir de
“filosofemas” en general poco criticados, pero sobre todo pertenecen
a una nueva interpretación de la técnica como técnica industrial. Y
es de este nuevo régimen de invención, el que abre la “modernidad”
tecno-científica o tecno-industrial, que intentaremos aquí identificar
el advenimiento, leyendo a Descartes o Leibniz.
Firma aleatoria, dijimos hace un instante. La palabra no se ha
impuesto fortuitamente. Toda la política moderna de la invención
tiende a integrar lo aleatorio en sus cálculos programáticos. Tanto
como política de la investigación científica cuanto como política de la
cultura. Se intenta, por otra parte, ensamblar la una a la otra y
asociar ambas a una política industrial de “patentes”, lo que a la vez
les permitiría sostener la economía (“salir de la crisis por la cultura”
o por la industria cultural) y dejarse sostener por ella. A pesar de la
apariencia, esto no va contra el proyecto leibniziano: se trata de
tener en cuenta lo aleatorio, de dominarlo integrándolo como un
margen calculable. Concediendo que el azar puede, por azar, servir
a la invención de una idea general, Leibniz no reconocía aquí el
mejor camino:
Es verdad que a menudo un ejemplo, divisado por azar, sirve de ocasión a un
hombre ingenioso [subrayo esta palabra en el límite de la genialidad natural y de la
estratagema técnica] para ocuparse de buscar la verdad general, pero este es aun un
asunto más frecuente que el de encontrarla, por otro lado esa vía de invención no es
ni la mejor ni la más empleada por aquellos que proceden por orden y por método, y
éstos no se sirven de ella más que en las ocasiones en que los métodos mejores se
encuentran poco. Así es como algunos han creído que Arquímedes ha encontrado la
cuadratura de la parábola pesando una pieza de madera tallada parabólicamente, y
que esta experiencia particular le ha hecho encontrar la verdad general, pero
aquellos que conocen bien la penetración de este gran hombre saben que él no tenía
necesidad de tal recurso. Sin embargo, aún cuando esta vía empírica de verdades
particulares hubiera sido la ocasión de todos los descubrimientos, no habría sido
suficiente para provocarlos (…) Por lo demás, admito que hay a menudo diferencia
entre el método del que se sirve para enseñar las ciencias y el que las hace
encontrar (…) Algunas veces el azar ha dado ocasión a las invenciones. Si se
hubieran recordado esas ocasiones se habría conservado la memoria para la
posteridad (lo que habría sido muy útil), ese detalle habría sido una parte muy
considerable de la historia de las artes, pero no habría sido propiamente parte de los
sistemas. Algunas veces los inventores han procedido razonablemente a la verdad,
pero mediante grandes circuitos.22

(Dicho sea entre paréntesis, si un procedimiento deconstructivo


saliera de esta lógica, si lo que ésta inventa fuera del orden de las
“verdades generales” y del sistema de la ciencia, debería aplicársele
ese sistema de distinciones, sobre todo entre el azar y el método, el
método de invención y el de la exposición pedagógica. Pero es
justamente esta lógica de la invención la que remite a cuestiones
deconstructivas. En esta medida las cuestiones y la invención
deconstructivas ya no se someten a esta lógica o a su axiomática.
“Por la palabra por…” enseña, describe y performativiza a la vez eso
mismo de lo que Fábula parece tomar nota).
Sigamos acompañando el pensamiento de Leibniz. Si el azar, la
chance o la ocasión no tienen relación esencial con el sistema de la
invención, sino únicamente con su historia en tanto que “historia del
arte”, lo aleatorio no induce a la invención más que en la medida en
que la necesidad se revela –se encuentra allí. El rol del inventor
(ingenioso o genial) es el de tener precisamente esa chance. Y por
esto, no por caer por azar en la verdad, sino en alguna medida por
saber la chance, saber tener la chance, reconocer la chance de la
chance, anticiparla, descifrarla, asirla, inscribirla en la carta de lo
necesario y hacer obra de un golpe de dados. Esto es lo que a la
vez resguarda y anula un azar como tal, transfigurando el estatuto
mismo de lo aleatorio.
He aquí lo que intentan todas las políticas de la ciencia y de la
cultura modernas cuando se esfuerzan (¡y cómo podrían hacer de
otra manera!) en programar la invención. El margen aleatorio que
quieren integrar permanece homogéneo al cálculo, al orden de lo
calculable. Surge de una cuantificación de probabilidades y
permanece, se podría decir, en el mismo orden y en el orden de lo
mismo. Nada de sorpresa, en absoluto. Esto es lo que llamaría la
invención de lo mismo. Esto es toda la invención, o casi. Y no la
opondría a la invención del otro (por otra parte, no la opondría a
nada), porque la oposición, dialéctica o no, pertenece aún a este
régimen de lo mismo. Su diferencia señala hacia otra sobrevenida,
hacia otra invención en la que soñamos, la de lo totalmente otro, la
que deja venir una alteridad aún inanticipable y para la cual ningún
horizonte de espera parece aún listo, dispuesto, disponible. Es
necesario entonces prepararse, porque para dejar venir lo
totalmente otro, la pasividad, una suerte de pasividad resignada por
la cual todo vuelve a ser lo mismo, no es conveniente. Dejar venir al
otro, no es la inercia lista para cualquier cosa. Sin duda la venida del
otro, si debe permanecer incalculable y de algún modo aleatoria
(nos encontramos con el otro en el encuentro), se sustrae a toda
programación. Pero este carácter aleatorio del otro debe ser
heterogéneo tanto a lo aleatorio integrable en un cálculo, como a
esa forma de indecidible con la cual se miden las teorías de los
sistemas formales. Más allá de todo estatuto posible, a esta
invención de todo otro, la llamo todavía invención porque se
prepara, se hace ese paso destinado a dejar venir, invenir al otro. La
invención del otro, la venida del otro, no se construye ciertamente
como un genitivo subjetivo, pero tampoco como un genitivo objetivo,
aún si la invención viene del otro. Porque éste no es sujeto ni objeto,
ni un yo, ni una conciencia, ni un inconsciente. Prepararse a esta
venida del otro, es lo que se puede denominar deconstrucción. Ésta
deconstruye precisamente ese doble genitivo y retorna a sí misma,
como invención deconstructiva, al paso del otro. Inventar sería
entonces “saber” decir “ven” y responder al “ven” el otro. ¿Éste no
arribará nunca? De este acontecimiento no se está nunca seguro.
Pero nosotros lo anticipamos otra vez.
Volvamos a los Nuevos ensayos sobre el entendimiento. Desde la
integración de lo aleatorio bajo la autoridad del Principio de Razón
hasta la política moderna de la invención, la homogeneidad
permanece profunda, ya se trate de investigación tecno-científica
civil o militar (y ¿cómo distinguir entre ambas hoy en día?), ya se
trate de programación estatal o no, de las ciencias o de las artes, y
todas esas distinciones se borran progresivamente. Esta
homogeneidad es la homogeneidad misma, la ley de lo mismo, la
fuerza asimiladora que neutraliza tanto la novedad como el azar.
Esta potencia está en obra antes mismo que la integración del otro
aleatorio, del otro azar, sea efectiva: alcanza con que ella sea
posible, proyectada, significante. Alcanza con que ella adquiera
sentido sobre un horizonte económico: ley doméstica del oikos y
reino de la productividad o de la rentabilidad. La economía política
de la invención moderna, la que regula o domina el estatuto actual,
pertenece a la reciente tradición de lo que Leibniz en su tiempo
llamaba “una nueva especie de lógica”:
Sería necesario una nueva especie de lógica, que se ocupara de los grados de
probabilidad, ya que Aristóteles en sus Tópicos no ha hecho nada de eso, y se ha
contentado con poner en algún orden ciertas reglas populares, distribuidas según los
lugares comunes, que pueden servir en alguna ocasión en la que se trate de
amplificar el discurso y de darle apariencia, sin ponerse en problemas para darnos
una balanza necesaria para pesar las apariencias y para formar más allá de ellas un
juicio sólido. Sería bueno que aquello de lo que querría tratar esta materia siguiera el
examen de los juegos de azar, y generalmente yo desearía que un hábil matemático
quisiera hacer una amplia obra bien circunstanciada y razonada sobre toda especie
de juegos, lo que sería de gran uso para perfeccionar el arte de inventar, apareciendo
mejor el espíritu humano en los juegos que en las materias más serias. (IV, XVI)

Esos juegos son juegos de espejo: el espíritu humano “aparece” allí


mejor que en otra parte, tal es el argumento de Leibniz. El juego
tiene aquí el lugar de una psyché que volvería a enviar a la
inventividad del hombre la mejor imagen de su verdad. Como a
través de una fábula imaginada, el juego dice o revela una verdad.
Esto no contradice el principio de la racionalidad programadora o del
ars inveniendi como puesta en obra del principio de razón, pero
ilustra la “nueva especie de lógica”, la que integra el cálculo de
probabilidades.
Una de las paradojas de este nuevo ars inveniendi es que, al
mismo tiempo, libera la imaginación y libera de la imaginación. Pasa
la imaginación y pasa por la imaginación. Tal el caso de la
característica universal, que no representaría aquí un ejemplo más
entre otros. Ésta
ahorra el espíritu y la imaginación, cuyo uso es necesario preservar. Éste es el fin
principal de esta gran ciencia que acostumbro llamar Característica: lo que nosotros
llamamos Álgebra, o Análisis, no es más que una rama muy pequeña, ya que es la
que da las palabras a las lenguas, las letras a las palabras, las cifras a la Aritmética,
las notas a la Música, es la que nos enseña el secreto de fijar el razonamiento, y de
obligar a dejar como huellas visibles sobre el papel en pequeño volumen, para ser
examinadas en el tiempo libre, es, en fin, la que nos hace razonar a bajo costo,
poniendo caracteres en lugar de cosas, para despreocupar a la imaginación
(Opúsculos y fragmentos inéditos, ed. Couturat, pp. 98-99).

La invención de Dios
(política de la investigación, política de la cultura)
Tenemos aquí una economía de la imaginación. Ésta tiene una
historia. El estatuto de la imaginación se desplaza, como se sabe,
en Kant y después de Kant, y esto no puede no afectar el estatuto
de la invención. Se asiste a una suerte de rehabilitación de la
imaginación, como imaginación trascendental o imaginación
productiva, de Kant23 a Schelling y Hegel. Esta imaginación
productiva (Einbildungskraft, como productive Vermögen, que
Schelling y Hegel distinguen de la Imagination re-productiva), ¿se
dirá que libera la inventividad filosófica y el estatuto de la invención
de su sujeción a un orden de la verdad teológica, a un orden de la
razón infinita, es decir a lo que siempre ya se encuentra ahí? ¿Se
dirá que interrumpe la invención de lo mismo según lo mismo y que
somete el estatuto a la interrupción de lo otro? No lo creo. Una
lectura atenta mostraría que el pasaje por la finitud, tal como es
llamado por esta rehabilitación de la imaginación, sigue siendo un
pasaje, un pasaje obligado, es verdad, pero un pasaje. No se puede
decir sin embargo que no pasa nada y que el acontecimiento del
otro esté ausente. Cuando, por ejemplo, Schelling se refiere a una
poética filosófica, a una “ilusión artística de filósofo”, a la
imaginación productiva como necesidad vital para la filosofía,
cuando, volviendo contra Kant lo que él hereda de Kant, declara que
el filósofo debe inventar formas y que “cada filosofía llamada nueva
debe haber completado una novedad en la forma (einem neuen
Schritt in der Form)”, o incluso que un filósofo “puede ser original”24,
eso es muy novedoso en la historia de la filosofía. Es un
acontecimiento y una suerte de invención, una reinvención de la
invención. Nadie había dicho hasta el momento que un filósofo
puede y debe, en tanto tal, dar prueba de originalidad creando
nuevas formas.
Es original decir que el filósofo debe ser original, que es artista y
debe innovar en la forma, en una lengua y en una escritura de aquí
en adelante inseparables de la verdad en manifestación. Nadie
había dicho que la invención filosófica fuese un ars inveniendi
poética y orgánicamente sostenido mediante la vida de una lengua
natural. El mismo Descartes no lo había dicho en el momento en
que recomendaba el retorno a la lengua francesa como lengua
filosófica.
A pesar de su originalidad, el propósito schellingiano se deja
retener en los límites paradojales de una invención de lo mismo bajo
la especie del suplemento de invención. Porque la invención es
siempre suplementaria para Schelling. Se agrega, y por tanto
inaugura, se encuentra además pero para completar un todo, para
ocupar el lugar de una falta y por tanto para completar un programa.
Programa todavía teológico, el de un “saber original” (Urwissen) que
es también un “saber absoluto”, “organismo” total que debe
articularse pero también representarse y reflejarse en todas las
regiones del mundo o de la enciclopedia. E incluso en el Estado, en
el Estado moderno, a pesar de la concepción aparentemente
“liberal” de las instituciones filosóficas en estos textos de Schelling.
Se podría mostrar en las Vorlesungen a las que me he referido esta
lógica del cuadro (Bild) y de la reflexión especular25 entre lo real y lo
ideal. El saber total tiene la unidad de una manifestación absoluta
(absolute Erscheinung, invención a título de desvelamiento o de
descubrimiento), realmente finita pero idealmente infinita, necesaria
en su realidad, libre en su idealidad. La invención del otro, que es a
la vez el límite y la chance de un ser finito, se amortigua entonces al
infinito. Y nosotros reencontramos entonces la ley del humanismo26
racionalista que nos retiene desde el inicio, aquí en la lógica
espectacularmente suplementaria de un antropo-centrismo:
El hombre, el ser racional en general, está destinado por su posición (hineingestellt) a
ser un complemento (Ergänzung) de la manifestación del mundo: es de él, de su
actividad que debe desarrollarse lo que falta a la totalidad de la revelación de Dios
(zur Totalität der Offenbarung Gottes fehlt), ya que la naturaleza es ciertamente
portadora de la esencia divina en su totalidad, pero solamente en lo real; el ser
racional debe pues expresar la imagen (Bild) de esta misma naturaleza divina, tal
como es en sí y en consecuencia en lo ideal.27

La invención manifiesta: es la revelación de Dios pero la completa


cumpliéndola, la refleja suplantándola. El hombre es la psyché de
Dios, pero ese espejo no capta el todo más que supliendo una falta.
Ese espejo total que es una psyché no repite lo que se llama un
suplemento de alma, es el alma como suplemento, el espejo de la
invención humana como deseo de Dios, en ese lugar donde cada
cosa falta a la verdad de Dios, a su revelación, “zur Totalität der
Offenbarung Gottes fehlt”. Dejando sobrevenir lo nuevo, inventando
al otro, la psyché se refleja a sí misma, se extiende como un espejo
para Dios. Ella cumple de este modo, en su especulación, un
programa.
Esta lógica del suplemento de invención se podría verificar, más
allá de Schelling, en toda filosofía de la invención, incluso de la
invención filosófica, en todas las economías políticas, todas las
programáticas de la invención, en la jurisdicción implícita o explícita
que evalúa y que estatuye hoy en día cada vez que se habla de
invención. ¿Cómo es posible esto? ¿Es posible?
La invención retorna a lo mismo, y es siempre posible, desde que
puede recibir un estatuto, haciéndose así legitimar por una
institución que a su vez deviene. Porque lo que se inventa, son
siempre instituciones. Las instituciones son invenciones y las
invenciones a las que se confiere un estatuto son a su vez
instituciones. ¿Cómo una invención puede retornar a lo mismo,
como el invenire, advenimiento del advenir, puede tornar a retornar,
a replegar hacia el pasado un movimiento que siempre se denomina
innovador? Para ello es necesario que la invención sea posible y
que invente lo posible. Entonces desde su origen (“Por la palabra
por comienza este texto”) la invención encierra en sí una repetición,
no despliega más que la dynamis de eso que ya se encontraba allí,
conjunto de posibles comprehensibles que se manifiestan como
verdad ontológica o teológica, programa de una política cultural o
tecno-científica (civil y militar), etc. Para inventar los posibles a partir
de lo posible, se vuelve a traer lo nuevo (es decir, lo totalmente otro
que puede ser también archi-antiguo) a un conjunto de posibilidades
presentes, al presente de lo posible que le asegura las condiciones
de su estatuto. Esta economía estatutaria de la invención pública no
rompe la psyché, no pasa más allá del espejo. Y por lo tanto la
lógica de lo suplementario introduce hasta la estructura de la psyché
una fabulosa complicación, la complicación de una fábula que hace
más de lo que dice e inventa otra cosa de lo que da para patentar. El
movimiento mismo de esta fabulosa repetición puede, según un
cruce de chance y necesidad, producir lo nuevo de un
acontecimiento. No solamente por la invención singular de un
performativo, porque todo performativo supone convenciones y
reglas institucionales, sino volviendo esas reglas en el respeto de
esas reglas mismas, a fin de dejar al otro venir o anunciarse en la
apertura de esta dehiscencia Esto es, quizás, lo que se llama
deconstrucción. La perfomance de Fábula respeta las reglas, pero
según un gesto extraño, que otros juzgarían perverso mientras que
se remite fiel y lúcidamente a las condiciones mismas de su propia
poética. Ese gesto consiste en desafiar y exhibir la estructura
precaria de esas reglas: respetándolas totalmente y por la marca de
respeto que inventa.
Singular situación. La invención es siempre posible, es la
invención de lo posible, tekhne de un sujeto humano en un horizonte
onto-teológico, invención en verdad de ese sujeto y de ese
horizonte, invención de la ley, invención según la ley que confiere
los estatutos, invención de las instituciones y según las instituciones
que socializan, reconocen, garantizan, legitiman, invención
programada de programas, invención de lo mismo por la cual lo otro
retorna a lo mismo, porque su acontecimiento se refleja aún en la
fábula de una psyché. De este modo la invención no estaría
conforme a su concepto, al rasgo dominante de su concepto y de su
palabra más que en la medida en que, paradojalmente, la invención
no inventa nada, cuando en ella el otro no viene, y cuando nada
viene al otro y del otro. Porque el otro no es lo posible. Sería
necesario decir pues que la única invención posible sería la
invención de lo imposible. Pero una invención de lo imposible es
imposible, diría el otro. Es verdad, pero ésta es la única posible: una
invención debe anunciarse como invención de lo que no parecería
posible, sin que ella no haga más que explicitar un programa de
posibles, en la economía de lo mismo.28
Es en esta paradoja que está comprometida la deconstrucción. Es
de la invención de lo mismo y de lo posible, de la invención siempre
posible que estamos cansados. No es contra ella, sino más allá de
ella que buscamos reinventar la invención misma, una otra
invención, o sobre todo una invención del otro que vendría, a través
de la economía de lo mismo, incluso imitándola o repitiéndola (“Por
la palabra por…”) a dar lugar al otro, a dejar venir al otro. Yo digo
dejar venir porque si el otro es justamente lo que no se inventa, la
iniciativa o la inventividad deconstructiva no puede consistir más que
en abrir, desencerrar, desestabilizar estructuras de forclusión para
dejar el pasaje a lo otro. Pero no se hace venir al otro, se lo deja
venir preparando su venida. El venir del otro o su retornar es la
única sobrevenida posible, pero ésta no se inventa, aún si fuera
necesaria la más genial inventividad que existiera para prepararse a
la acogida: para prepararse a afirmar el azar [aléa] de un encuentro
que no solamente no sea calculable, sino que tampoco sea un
incalculable todavía homogéneo o calculable, un indecidible aún en
trabajo de decisión. ¿Es esto posible? No, seguramente, y he aquí
porqué es la única invención posible.
¿Buscaríamos nosotros, como se ha dicho hace un instante, re-
inventar la invención? No, eso no puede iniciarse desde la
investigación en tanto que tal, o desde alguna tradición griega o
latina que reencuentra esa palabra detrás de la política y los
programas modernos de investigación. No podemos decir que
nosotros buscamos: lo que se promete aquí, no es, no es ya más o
todavía el “nosotros” identificable de una comunidad de sujetos
humanos, con los rasgos de todo lo que conocemos bajo los
nombres de sociedad, contrato, institución. Todos esos rasgos están
ligados a ese concepto de deconstrucción que queda por
deconstruir. Es un otro “nosotros” el que se entrega a esta
inventividad, después de siete años de mala suerte, roto el azogue,
roto el espejo, un “nosotros” que no se encuentra en ninguna parte,
que no se inventa a sí mismo: no puede ser inventado más que por
el otro, desde la venida del otro que dice “ven” y al que la respuesta
de un otro “ven” parece ser la única invención deseable y digna de
interés. El otro es lo que no se inventa, y es entonces la única
invención en el mundo, la única invención del mundo, la nuestra,
pero aquella que nos inventa. Porque el otro es siempre un otro
origen del mundo y nosotros estamos para inventar. Y el ser del
nosotros, y el ser mismo. Más allá del ser.
Por el otro, más allá de la perfomance y la psyché de “Por la
palabra por…”. Es necesario el performativo pero éste no es
suficiente. En sentido estricto, un performativo supone todavía
demasiado de institución convencional para romper el espejo. La
deconstrucción de la que hablo no inventa y no afirma, no deja venir
al otro más que en la medida que, performativa, ella no lo es
únicamente, sino que continúa perturbando las condiciones del
performativo y de lo que lo distingue pacíficamente del constatativo.
Esta escritura es pasible del otro, abierta al otro y por él, por él
trabaja, trabajando en no dejarse encerrar o dominar por esta
economía de lo mismo en su totalidad, la que asegura a la vez la
potencia irrefutable y la clausura del concepto clásico de invención,
su política, su tecnociencia y sus instituciones. Éstas no están para
ser rechazadas, criticadas o combatidas, lejos de esto. Mucho
menos cuando el círculo económico de la invención no es más que
un movimiento para reapropiarse de eso mismo que lo pone en
movimiento, la diferencia del otro. Y esto no se reduce ni al sentido,
ni a la existencia, ni a la verdad.
Pasando más allá de lo posible, ella es sin estatuto, sin ley, sin
horizonte de reapropiación, de programación, de legitimación
institucional, pasa el orden del pedido, del mercado del arte o de la
ciencia, no demanda ninguna patente y no la tendrá jamás. De ahí
que quede muy fresca, extraña a la amenaza y a la guerra. Pero ella
es sentida como mucho más peligrosa.
Como el porvenir, porque esa es la única preocupación que porta:
dejar venir la aventura o el acontecimiento de todo otro. De un
totalmente otro que no puede ser confundido con Dios o con el
Hombre de la ontoteología ni con ninguna de las figuras de esta
configuración (el sujeto, la conciencia, el inconsciente, el yo, el
hombre o la mujer, etc.). Decir que éste es el único porvenir no es
llamar a la amnesia. La venida de la invención no puede tornarse
extraña a la repetición y a la memoria. Porque el otro no es lo
nuevo. Pero su venida lleva más allá de ese presente pasado que
ha podido construir (inventar, se dirá) el concepto tecno-onto-
antropo-teológico de la invención, su convención misma y su
estatuto, el estatuto de la invención y el estatuto del inventor.
¿Qué podría yo inventar aún?, preguntaban ustedes, al comienzo,
cuando era la fábula.
Y seguramente ustedes no han visto venir nada. El otro no se
inventa más.
–¿Qué quieres decir con esto? ¿Que el otro no habrá sido más
que una invención, la invención del otro?
–No, que el otro es lo que no se inventa jamás, y que no habrá
esperado jamás la invención de ustedes. El otro llama para venir y
no arriba más que en muchas voces.
Traducción: Mónica B. Cragnolini

1. Texto de dos conferencias, dictadas en la Universidad de Cornell en abril de 1984 y en la


Universidad de Harvard (Renato Poggioli Lectures) en abril de 1986.
2. Cf. Partitiones oratoriae, 1-3, y De inventione, Libro I, VII.
3. En Allegory and Representation, ed. S. Greenblatt, Johns Hopkins University Press,
1981, pp. 1-25.
4. “Las pupilas de la Universidad. El principio de razón y la idea de la universidad”,
publicada luego en Diacritics (otoño 1983, “The principle of reason, The university in the
eyes of its pupils”), y luego en Le Cahier du Collège International de philosophie, 2, 1986.
[trad. cast. de C. de Peretti, en J. Derrida Cómo no hablar y otros textos, Suplementos de
Anthropos. Revista de documentación científica de la cultura, Barcelona, 1989, pp. 62-75].
5. Rodolphe Gasché, “Deconstruction as Criticism”, en Glyph, 6, 1979 (Johns Hopkins
University Press) y “Setzung und Übersetzung: Notes on Paul de Man”, en Diacritics,
invierno de 1981; Suzanne Gearhart, “Philosophy before Literature: Deconstruction,
Historicity and the Work of Paul de Man”, en Diacritics, invierno de 1983.
6. Pensemos también en las Invenciones musicales de Clément Jannequin (circa 1545).
Las de Bach no fueron solamente didácticas, aun si estaban destinadas a enseñar la
técnica del contrapunto. Se puede, y se lo ha hecho a menudo, considerarlas como
ejercicios de composición (exposición del tema en su tonalidad principal, re-exposición
según la dominante, nuevos desarrollos, exposición suplementaria o final en el tono
indicado en la clave). Hay invenciones en la mayor, fa menor y sol menor, etc. Y cuando se
pone el título Invenciones en plural, como lo he hecho, se puede pensar en la virtuosidad
técnica, en el ejercicio didáctico, en las variaciones instrumentales. Pero, ¿debemos
dejarnos llevar a pensar lo que se deja así pensar?
7. En Proêmes, 1. Natare piscem doces, Gallimard, 1948. El término proême, en su valor
didáctico señalado por la docta doces, dice algo de la invención, del momento inventivo de
un discurso: comienzo, inauguración, incipit, introducción. Segunda edición de la Fábula
(con inversión de itálicas y romanas): Tome premier, Gallimard, 1965, p. 114. Fábula
encuentra y dice la verdad que ella encuentra encontrándola, es decir: diciéndola.
Filosofema, teorema, poema. Un Eureka muy sobrio, reducido a la más grande economía
de su operación. Prefacio ficticio a Eureka de Poe: “…yo ofrezco este libro de Verdades, no
solamente por su carácter Verídico, sino a causa de la belleza que abunda en su Verdad, y
que confirma su carácter verídico. Presento esta composición simplemente como un objeto
de arte, digamos como una Novela, o si mi pretensión no se juzga demasiado elevada,
como un Poema. Lo que yo adelanto aquí es verdad, por lo tanto no puede morir” (trad.
Baudelaire, Œuvres en prose, Pléiade, p. 697). Se puede decir que Fábula es un
espongismo, porque aquí la verdad se firma (firmado: Ponge) si Eureka es un poema [aquí
Derrida juega con la idea de Ponge: esponja, como lo hace en Signéponge, Paris, Galilée,
1988, N. de la T.]. Quizás es éste el lugar para preguntarse, tratándose de Eureka, sobre lo
que ocurre cuando se traduce eurema por inventio, euretes por inventor, euriskô por “yo
encuentro, yo hallo buscando o por azar, según reflexión o por suerte, descubro u
obtengo”.
8. “FABLE: Par le mot par commence donc ce texte / Dont la première ligne dit la vérité /
Mais ce tain sous l’une et l’autre/Peut-il être toléré? / Cher lecteur dèjá tu juges / Là de mon
difficultés…// (APRÈS sept ans de malheurs / Elle brisa son miroir)”.
9. En el momento de emprender esta lectura de Fábula, debo remitir a una coincidencia, a
la vez extraña e inquietante (unheimlich, uncanny), demasiado urgente para la memoria de
una amistad como para que yo la pudiera callar. En la misma fecha, una cierta
“Observación a seguir” sella a la vez la promesa y la interrupción. Desde 1975 a 1978, por
invitación de Paul de Man, yo di en la Universidad de Yale un seminario sobre La cosa.
Cada año, yo presentaba dos cursos paralelos, uno consagrado a la cosa según
Heidegger, el otro a la cosa según Ponge (1975), Blanchot (1976), Freud (1977). La lectura
de Ponge seguía de cerca una conferencia dada en Cerisy-La-Salle durante el verano
anterior. Ella marcaba, justamente en relación a Fábula, una suerte de suspensión, en
signo de espera, por tanto yo no podía saber lo que ella tenía en reserva. Una línea de
puntos de suspensión, algo muy inhabitual, habrá consignado a la vez la memoria y el
programa. En primer lugar, en la primera publicación parcial de ese texto (“Signéponge”,
Diagraphe, 8, 1976, p, 26), luego, bajo el mismo título, en el volumen bilingüe aparecido en
1984 en Estados Unidos (Columbia University Press). Éste fue dedicado a Paul de Man,
pero apareció unos días después de su muerte. El primer ejemplar me fue llevado a Yale,
otra coincidencia, al final de una ceremonia en memoria de Paul de Man. Redescubrí,
boquiabierto, ese mismo día, esta página escrita diez años antes de su aparición: “…esta
historia resta una historia sin acontecimiento en el sentido tradicional del término, historia
de la lengua y de la escritura en su inscripción de la cosa misma en tanto otro, de la
servilleta-esponja, paradigma de la cosa misma como otra cosa, cosa otra inaccesible,
sujeto imposible. La historia de la servilleta-esponja, por lo menos como yo la cuento por mi
parte, he ahí una fábula, historia a título de ficción, simulacro y efecto de la lengua (fabula),
pero tal que solo por ella la cosa en tanto otra y en tanto otra cosa puede advenir en el
andar de un acontecimiento inapropiable (Ereignis en abismo). Fábula de un andar (yo
llamo andar a la marcha de lo que viene sin venir, por tanto lo que hay en este extraño
acontecimiento) o nada va de otro modo que en ese pequeño texto (ustedes ven que no
comento en este momento más que un pequeño poema muy singular, muy corto, pero
apropiado para hacer estallar todo discretamente, irremplazablemente), titulado Fábula y
que comienza por “Por la palabra por comienza, por tanto, este texto/Cuya primera línea
dice la verdad” (nota que sigue).
..................................................................................................................................................
..
La servilleta-esponja, historia emblemática de mi nombre como historia del otro, blasón
adorado del “sujeto imposible” (ustedes saben que la expresión mise en abyme pertenece
originalmente al código de los blasones), fábula y otra manera de hacer la historia…” (p.
103 de la edición bilingüe).
10. Paul de Man, “Sign and symbol in Hegel’s Aesthetics”, en Critical Inquiry, verano de
1982, vol. 8, 4 (retomado en Aesthetics Ideology, Minnesota, University Press, 1966, pp.
101 ss).
11. “Allegory is sequential and narrative…”, Paul de Man, Pascal’s Allegory of Persuasion,
O. C., p. 1 y ss. O también: “allegory appears as a successive mode…”, “The rhetoric of
temporality”, en Blindness and Insight, Minnesota University Press, 2da. ed., p. 226. [Hay
trad. cast.: P. de Man, Visión y ceguera, trad. Jacques Lezra y Horacio Rodríguez Vechini,
Editorial de la Universidad de Puerto Rico, Puerto Rico, 1991.]
12. Autobiography as De-Facement, Modern Language Notes, 1979, p. 921, reimpresa en
The Rhetoric of Romanticism, Columbia University Press, 1984.
13. “The Rhetoric of Temporality”, en Blindness and Insight, p. 226.
14. Ibíd.
15. Pp. 152-153. Esta frase apela a una nota. La cito a título de la psyché y de Narciso, que
nos importan aquí. Comienza así: “Esto implica que el momento de reflexión sobre sí del
cogito, la reflexión sobre sí de lo que Rilke llama ‘el Narciso satisfecho’ (exhaucé, sic) no es
un acontecimiento original sino él mismo la versión alegórica (o metafórica) de una
estructura intralingüística, con todas las consecuencias epistemológicas negativas que eso
entraña”. Esta ecuación entre alegoría y metáfora señala en este contexto algunos
problemas sobre los cuales volveremos luego.
16. “El primer pasaje (sección 516 de La voluntad de poder) sobre la identidad ha mostrado
que el lenguaje constatativo es de hecho performativo, pero el segundo pasaje (sección
477) afirma (asserts) que la posibilidad de performativizar es, para el lenguaje, tan ficcional
como la posibilidad de afirmar (to assert). […] La diferencia entre lenguaje performativo y
lenguaje constatativo (que Nietzsche anticipa) es indecidible, la deconstrucción que
conduce de un modelo al otro es irreversible, pero ella permanece siempre suspendida, por
más a menudo que se la repita”. “Rhetoric of Persuasion (Nietzsche)”, en Allegories of
Reading, pp. 129-130.
17. ¿Por qué esos títulos se han multiplicado en los últimos años? La invención de lo
social, de Donzelot, La invención de la democracia, de Lefort, La invención de Atenas, de
Loraux, La invención de la política, de Finley, (título tanto más significativo, ya que ha sido
inventado, para la traducción francesa, de otro título), La invención de América, de Petillon.
Con pocas semanas de intervalo aparecen La invención científica, de Gerald Holton
(L’invention scientifique, PUF, Paris, 1982), La invención intelectual, de Judith Schlanger
(L’invention intelectuelle, Fayard, Paris, 1983), y La invención del racismo, de Christian
Delacampagne (L’invention du racisme, Fayard, Paris, 1983). Este último libro recuerda que
la invención del mal sigue siendo, como toda invención, asunto de cultura, de lenguaje, de
institución, de historia y de técnica. En el caso del racismo en el sentido estricto, es sin
duda una invención muy reciente a pesar de sus raíces antiguas. Delacampagne vincula
por lo menos su significado a la razón y a la raza. El racismo es también una invención del
otro, pero para excluirlo y encerrarse mejor en lo mismo. Lógica de la psyché, esta tópica
de identificaciones y proyecciones ameritaría un largo discurso. Yo creo que ese es el
objeto de este libro, en todos los textos que siguen, sin excepción. En cuanto a su
ejemplificación política, cf. en particular “La última palabra del racismo”, “Geopsicoanálisis”
y “Admiración por Nelson Mandela o las Leyes de la reflexión”.
18. Descubrir o inventar, descubrir e inventar. El hombre puede inventar descubriendo,
encontrando la invención, o inventando más allá de lo que descubre y se encuentra allí.
Ejemplos: “Los sordos y los mudos descubren la invención de hablar con los dedos”
(Bossuet). “Los hombres al encontrar el mundo tal como es, han tenido la invención de
transformarlo para sus usos” (Fénelon). La invención humana tiene a menudo el sentido
negativo de la imaginación, del delirio, de la ficción arbitraria y engañosa. Spinoza privilegia
esta acepción en el Tratado teológico-político, especialmente en el capítulo VII, (“De la
interpretación de la Escritura”): “…casi todos sustituyen la palabra de Dios con sus propias
invenciones (commenta)”. “Nosotros vemos a los teólogos indiscretos, digo yo, tomar de los
Libros sagrados, violentándolos, sus propias invenciones (figmenta) y sus juicios
arbitrarios…”. “Solamente una ambición criminal ha podido hacer que la religión consistiera
menos en obedecer a las enseñanzas del espíritu Santo que en defender invenciones
humanas (commentis)”, “…y todo lo que se inventa en ese delirio (delirando fingunt) se le
atribuye al Espíritu Santo…” “…y nosotros no podemos agregar (…) invenciones humanas
(hominum figmenta) tomadas como enseñanzas divinas…” (trad. M. Frances y R. Misrahi,
Œuvres complètes, éd. de la Pléiade, Gallimard, pp. 711-712).
19. Sería necesario estudiar aquí toda la primera parte de la “Didáctica” en la Antropología
desde el punto de vista pragmático de Kant, en particular los §§ 56-57. Nos alcanza con
citar este fragmento: “Inventar (erfinden) es algo diferente que descubrir (entdecken).
Porque lo que se descubre es considerado como ya existente sin ser revelado, por ejemplo
América antes de Colón, pero lo que se inventa, la pólvora, por ejemplo, no era conocida
antes del artesano que la ha fabricado. Las dos cosas pueden tener su mérito. Se puede
encontrar alguna cosa que no se busca (como el Fósforo que encuentra el alquimista) y
esto no es un mérito. El talento del inventor se llama genio, pero no se aplica nunca ese
nombre si no es a un creador (Künstler), es decir, a aquel que intenta hacer alguna cosa, y
no a aquel que se contenta con conocer y saber muchas cosas, no se lo aplica a quien se
contenta con imitar, sino al que es capaz de hacer en sus trabajos una producción original,
en suma, a un creador, a condición solamente de que su obra sea un modelo (Beispiel)
(Exemplar). Pues el genio de un hombre es ‘la originalidad ejemplar de su talento’ (die
musterhafte Originalität seines Talents) para tal o cual género de obras de arte
(Kunstproducten). Pero se llama también genio a un espíritu que tiene una disposición
semejante: es que esta palabra no debe significar solamente los dones naturales
(Naturgabe) de una persona sino a la persona misma. Ser un genio en muchos dominios,
es ser un vasto genio (como Leonardo Da Vinci)” [Derrida cita según la traducción al
francés de M. Foucault, Vrin, p. 88, desde la cual traducimos. N. de la T.]. He citado las
palabras alemanas para subrayar en su lengua las oposiciones que nos interesan aquí y
sobre todo para mostrar que la palabra “creador” no designa, en este contexto, a aquel que
produce ex nihilo una existencia, lo que el inventor, como hemos insistido, no sabría hacer,
sino más bien al artista (Künstler). Lo que sigue a este pasaje nos interesará más tarde.
Concierne a la relación entre el genio y la verdad, la imaginación productiva y la
ejemplariedad.
20. No es únicamente difícil traducir toda la configuración que se reúne en torno a la
palabra “encontrar”. Es casi imposible reconstituir en dos palabras todos los usos del
“encontrarse”, del “si eso se encuentra” francés en una lengua no latina (“se encuentra
que…”, “yo me encuentro bien aquí”, “la carta se encuentra entre las columnas de la
chimenea…”, etc.). Ningún hallazgo de traducción será perfectamente adecuado. La
traducción, ¿es la invención? Y la carta robada, donde ella se encuentre, y si se la
encuentra allí donde ella se encuentra, ¿será descubierta, desvelada o inventada?
¿Inventada como la cruz de Cristo, allí donde se encontraba ya, o como una fábula?
¿Como un sentido o como una existencia? ¿Como una verdad o como un simulacro? ¿En
su lugar o como un lugar? Desde su incipit, “El cartero de la verdad” (en La tarjeta postal)
se liga de manera irreductible, por tanto intraducible, al idioma francés del “encontrarse” y
del “si eso se encuentra”, en todos los estados de la sintaxis (p. 441 y p. 448). La cuestión
de saber si en el momento de su descubrimiento la carta robada es una invención (y
entonces en qué sentido) no recubre exactamente, al menos no agota, la cuestión de saber
si “La carta robada” es una invención.
21. La invención del lenguaje y de la escritura –de la marca– es siempre, por razones
esenciales, el paradigma mismo de la invención, como si se asistiera allí a la invención de
la invención. Se encontrarían miles de ejemplos. Pero ya que estamos en Port Royal: “La
gramática es el arte de hablar. Hablar, es explicar los pensamientos por signos que los
hombres han inventado con ese propósito. Se ha encontrado que los más cómodos
(amables) de esos signos eran los sonidos y las voces. Pero dado que esos sonidos pasan,
se han inventado otros signos para hacerlos durables y visibles, que son los caracteres de
la escritura, que los Griegos llaman grammata, de donde viene el nombre de Gramática”,
Arnauld y Lancelot, Gramática general y razonada, 1660. Como siempre, la invención está
en la juntura de la naturaleza y de la institución: “Los diversos sonidos de los que nos
servimos para hablar, y que se llaman letras, han sido hallados de una manera totalmente
natural, y que es útil señalar”. Si prefiero decir “la invención de la marca o la huella”, más
que del lenguaje o de la escritura, para designar el paradigma de toda invención, es para
situarla a la vez en la unión de la naturaleza y la cultura, como lo quiere toda supuesta
originariedad, pero también para no acreditar más a priori la oposición del animal y del
hombre sobre la cual se ha construido el valor corriente de la invención. Si toda invención,
como invención de huella y huella de invención, deviene a la vez movimiento de diferenzia
[traduzco de esta manera la palabra “différance” para conservar el efecto de cambio gráfico
en una letra pero sonido similar que se produce en francés. N. de la T.] y de envío, como ya
he intentado demostrar en otra parte, el dispositivo postal recibe un privilegio que me
gustaría subrayar una vez más, e ilustrar según Montaigne, a quien citaré aquí, suplemento
destacado de La tarjeta postal, este fragmento de Des postes (II, XXIII) que nomina la
“invención” y la sitúa entre el socius animal y el socius humano: “En la guerra de los
Romanos contra el rey Antíochus, T. Sempronius Gracchus, dice Tito Livio, ‘per dispositos
equos prope incredibilis celeritate ab Amphissa tertio die Pellam pervenit’, que los caballos
estaban de asiento en los sitios donde se los tomaba, no ordenados para esta carrera”. “La
invención de Cecinna de reenviar las novedades a los de su casa era más rápida: él
llevaba consigo golondrinas y las soltaba hacia sus nidos cuando quería enviar sus
noticias, y las marcaba con color propio para significar lo que él quería, según lo que había
concertado con los suyos. En el teatro, en suma, los jefes de familia tenían palomas en sus
pechos, a las que ataban cartas cuando querían mandar alguna cosa a sus gentes en las
casas, y estaban amaestradas para traer las respuestas”.
22. Ibíd., IV, VII (subrayado mío). Es necesario citar lo que sigue para situar lo que podría
ser una teoría leibniziana del aforismo, es verdad, pero también de la enseñanza y de un
género que se podría llamar “memorias autobiográficas del inventor”, el taller, la fábrica, la
génesis o la historia de la invención. “Encuentro que en ocurrencias de importancia los
autores habrían hecho un servicio al público si hubieran querido indicar sinceramente en
sus escritos las huellas de sus ensayos, pero si el sistema de la ciencia debiera ser
fabricado sobre esa base, sería como si en una habitación terminada se quisiera guardar
todo el andamiaje del que su arquitecto ha tenido necesidad para poder realizarla. Los
buenos métodos de enseñanza son tales que la ciencia debería haber podido ser
encontrada ciertamente por su camino, y entonces si esos métodos no son empíricos, es
decir, si las verdades son enseñadas por razones o por pruebas obtenidas a partir de las
ideas, será siempre por axiomas, teoremas, cánones y otras proposiciones generales.
Diferente es cuando las verdades son aforismos, como los de Hipócrates, es decir,
verdades de hecho o generales, o al menos verdaderas de forma habitual, adquiridas por la
observación o fundadas en la experiencia, no teniéndose entonces razones totalmente
convincentes. Pero no es de esto de lo que se trata aquí, porque esas verdades no son
conocidas por la relación entre ideas” (Leibniz solo subraya la palabra aforismo. “Verdades
de hecho o generales”, en ese contexto, se opone evidentemente a “verdades necesarias”
o universales y conocidas a priori). Sobre el aforismo, cf. más abajo “Cincuenta y dos
aforismos para un prólogo” y “El aforismo a contratiempo”. Lamento no haber podido leer,
en el momento en que escribía esta conferencia, en 1983, la admirable obra de Geoffrey
Bennington, Sententiousness at the novel. Laying down the law in eighteen century French
fiction, Cambridge University Press, 1985. Entre todas las riquezas de este libro, pienso en
particular en lo que concierne aquí a la fábula, la verdad y la ficción: “Feinte, Fable, Fiction:
the Reading-Machine”, pp. 80 ss.
23. Cf. lo que sigue al pasaje de la Antropología… que citamos más arriba: “El campo que
es propio al genio es el de la imaginación, porque ésta es creadora (schöpferisch), y se
encuentra menos que las otras facultades bajo la contracción de las reglas, es más capaz
de ser original. El mecanismo de enseñanza que fuerza sin cesar al alumno a imitar es
evidentemente dañino para el germinar de un genio y su originalidad. Pero cada creación
(Kunst) tiene necesidad de ciertas reglas mecánicas fundamentales, para adaptar la obra a
la idea que le es subyacente, es decir, a la verdad en la presentación del objeto pensado.
Este es el rigor de la escuela que debe aprender, y seguramente es un efecto de la
imitación. Pero liberar la imaginación de esta contracción, y dejar al talento singular
volverse contra la naturaleza, escapar a las reglas y exaltarse, tal vez eso sería dar
expresión a una locura original, pero que no podría ser ejemplar (musterhaft) y no podría
entonces ser atribuida al genio. El principio espiritual (Geist) es en el hombre el principio
que vivifica (das belende Prinzip). En francés Geist y Witz tienen el mismo nombre, espíritu.
En alemán, es totalmente diferente. Se dice: un discurso, un escrito, una dama en una
reunión, etc., son bellos, pero el principio espiritual les falta (aber ohne Geist). Los recursos
de juego del espíritu (Witz) no importan, incluso ellos pueden provocar el asco (verekeln),
porque su acción no deja detrás de ellos ninguna huella duradera (nichts Bleibendes)”
(trad. M. Foucault, Vrin, p. 89).
24. Vorlesungen über die Methode des akademischen Studiums, 1803, trad. J.-F. Courtine y
J. Rivelaygue, en Philosphies de l’Université, Payot, 1978, p. 88.
25. Por ejemplo: “Así pues, poesía y filosofía, que otra especie de diletantismo opone, son
semejantes en que una y otra exigen un cuadro (Bild) del mundo, que se engendra a sí
mismo y sale a la luz espontáneamente” (Ibíd., p. 101). “Las matemáticas pertenecen en
efecto aún al mundo de lo que es simplemente imagen reflejada (abgebildete Welt), en la
medida en que no manifiestan el saber originario y la identidad absoluta más que en un
reflejo...” (p. 80). “¡Sin intuición intelectual no hay filosofía! Incluso la intuición pura del
espacio y del tiempo no está presente a la conciencia común, como tal, porque es también
intuición intelectual, pero reflejada (reflektierte) en lo sensible” (p. 81).
26. En relación a esta invariante “humanista” o “antropológica” en este concepto de
invención, es quizás aquí el lugar para citar a Bergson (afinidad schellinghiana obliga…):
“La invención es la marcha esencial del espíritu humano, la que distingue al hombre del
animal”.
27. Ibíd., pp. 49-50.
28. Esta economía no se limita evidentemente a alguna representación consciente y a los
cálculos que allí aparecen. Y si no hay invención sin el golpe de lo que se llama genio,
incluso, sin la iluminación de un Witz por el cual todo comienza, entonces es necesario que
esa generosidad no responda más a un principio de ahorro y a una economía restringida
de la diferenzia. La venida aleatoria de todo otro, más allá de lo incalculable como cálculo
aún posible, más allá del orden mismo del cálculo, esa es la “verdadera” invención, que no
es más invención de la verdad y que no puede advenir más que para un ser finito: la
chance misma de la finitud. Ella no inventa y no se aparece más que a partir de eso que
también llega por azar.
LA RETIRADA DE LA METÁFORA29

A Michel Deguy

¿Qué es lo que pasa actualmente con la metáfora?


¿Y qué es lo que pasa por alto a la metáfora?
Es un viejo tema. Ocupa a Occidente, lo habita o se deja habitar
por él: representándose en él como una enorme biblioteca dentro de
la que nos estaríamos desplazando sin percibir sus límites,
procediendo de estación en estación, caminando a pie, paso a paso,
o en autobús (estamos circulando ya, con el “autobús” que acabo de
nombrar, dentro de la traducción, y, según el elemento de la
traducción, entre Übertragung y Übersetzung, pues metaphorikos
sigue designando actualmente, en griego, como suele decirse,
moderno, todo lo que concierne a los medios de transporte).
Metaphora circula en la ciudad, nos transporta como a sus
habitantes, en todo tipo de trayectos, con encrucijadas, semáforos,
direcciones prohibidas, intersecciones o cruces, limitaciones y
prescripciones de velocidad. De una cierta forma –metafórica, claro
está, y como un modo de habitar– somos el contenido y la materia
de ese vehículo: pasajeros, comprendidos y transportados por
metáfora.
Extraña proposición para arrancar, diréis. Extraña porque implica
por lo menos que sepamos qué quiere decir habitar, y circular, y
trasladarse, hacerse o dejarse trasladar. En general y en este caso.
Extraña, a continuación, porque decir que habitamos en la metáfora
y que circulamos en ella como en una especie de vehículo automóvil
no es algo meramente metafórico. No es simplemente metafórico. Ni
tampoco propio, literal o usual, nociones que no estoy confundiendo
porque las aproxime, más vale precisarlo inmediatamente. Ni
metafórica, ni a-metafórica, esta “figura” consiste singularmente en
intercambiar los lugares y las funciones: constituye el sedicente
sujeto de los enunciados (el hablante o el escritor que decimos que
somos, o quienquiera que crea que se sirve de metáforas y que
habla more metaphorico) en contenido o en materia, y parcial
encima, y siempre ya “embarcada”, “en coche”, de un vehículo que
lo comprende, lo lleva, lo traslada en el mismo momento en que el
llamado sujeto cree que lo designa, lo expresa, lo orienta, lo
conduce, lo gobierna “como un piloto en su navío”.
Como un piloto en su navío.
Acabo de cambiar de elemento y de medio de transporte. No
estamos en la metáfora como un piloto en su navío. Con esta
proposición voy a la deriva. La figura de la nave o del barco, que tan
frecuentemente fue el vehículo ejemplar de la pedagogía retórica,
del discurso enseñante sobre la retórica, me hace derivar hacia una
cita de Descartes cuyo propio desplazamiento a su vez arrastraría
mucho más lejos de lo que puedo permitirme aquí.
Así, pues, tendría que interrumpir de forma decisoria la deriva o el
deslizamiento. Lo haría si fuese posible. Pero, ¿qué es lo que estoy
haciendo desde hace un momento? He levantado anclas y voy a la
deriva irresistiblemente. Intento hablar de la metáfora, decir algo
propio o literal a propósito suyo, tratarla como mi tema, pero estoy, y
por ella, si puede decirse así, obligado a hablar de ella more
metaphorico, a su manera. No puedo tratar de ella sin tratar con ella,
sin negociar con ella el préstamo que le pido para hablar de ella. No
llego a producir un tratado de la metáfora que no haya sido tratado
con la metáfora, la cual de pronto parece intratable.
Por eso desde hace un momento me voy trasladando de desvío
en desvío, de vehículo en vehículo, sin poder frenar o detener el
autobús, su automaticidad o su automovilidad. Al menos no puedo
frenar si no es dejándolo deslizar, dicho de otro modo, dejándolo
escapar a mi control conductor. Ya no puedo detener el vehículo o
anclar el navío, dominar completamente la deriva o el deslizamiento
(en algún sitio he llamado la atención sobre el hecho de que la
palabra “deslizamiento” [“dérapage”], antes de su más amplio
deslizamiento metafórico, tenía que ver con un cierto juego del ancla
en el lenguaje marítimo, diría más exactamente con un juego de la
baliza y de los parajes). El caso es que con este vehículo flotante,
mi discurso aquí mismo, no puedo hacer otra cosa sino parar las
máquinas, lo que sería de nuevo un buen medio para abandonarlo a
su deriva más imprevisible. El drama, pues esto es un drama, es
que incluso si decidiese no hablar ya metafóricamente de la
metáfora, no lo conseguiría, aquélla seguiría pasándome por alto
para hacerme hablar, ser mi ventrílocuo, metaforizarme. ¿Cómo no
hablar? Otras maneras de decir, otras maneras de responder, más
bien, a mis primeras cuestiones. ¿Qué pasa con la metáfora? Pues
bien, todo, no hay nada que no pase con la metáfora y por medio de
la metáfora. Todo enunciado a propósito de cualquier cosa que
pase, incluida la metáfora, se habrá producido no sin metáfora. No
habrá habido metafórica lo suficientemente consistente como para
dominar todos sus enunciados. Y, ¿qué es lo que pasa por alto a la
metáfora? Nada, en consecuencia, y habría que decir más bien que
la metáfora pasa por alto cualquier otra cosa, aquí a mí, en el mismo
momento en que parece pasar a través de mí. Pero si la metáfora
pasa por alto o prescinde de todo aquello que no pasa sin ella, es
quizá que en un sentido insólito ella se pasa por alto a sí misma, es
que ya no tiene nombre, sentido propio o literal, lo cual empezaría a
haceros legible tal figura doble de mi título: en su retirada [retrait],
habría que decir en sus retiradas, la metáfora, quizá, se retira, se
retira de la escena mundial, y se retira de ésta en el momento de su
más invasora extensión, en el instante en que desborda todo límite.
Su retirada tendría entonces la forma paradójica de una insistencia
indiscreta y desbordante, de una remanencia sobreabundante, de
una repetición intrusiva, dejando siempre la señal de un trazo
suplementario de un giro más, de un re-torno y de un re-trazo [re-
trait] en el trazo [trait] que habrá dejado en el mismo texto.
En consecuencia, si quisiese interrumpir el deslizamiento,
fracasaría. Y esto pasaría incluso en el momento en que me
resistiese a dejar que eso se notara.
La tercera de las breves frases por las que he parecido acometer
mi tema hace unos instantes era: “La metáfora es un tema muy
viejo”. Un tema (o un sujeto) es a la vez algo seguro y dudoso,
según el sentido en el que se desplace esa palabra –sujet– en su
frase, su discurso, su contexto y según la metaforicidad a la que se
le someta a él mismo, pues nada es más metafórico que ese valor
de sujeto. Dejo caer el sujeto para interesarme más bien en su
predicado, en el predicado del sujeto “sujeto” (o “tema”), a saber, su
edad. Si lo he llamado viejo es al menos por dos razones.
Y aquí voy a comenzar: es otra manera de decir que voy a hacer
como mejor pueda para reducir el deslizamiento.
La primera razón es la extrañeza ante el hecho de que un sujeto
aparentemente tan viejo, un personaje o un actor aparentemente tan
cansado, tan desgastado, vuelva hoy a ocupar la escena –y la
escena occidental de este drama– con tanta fuerza e insistencia
desde hace algunos años, y de una forma, me parece, bastante
nueva. Como si quisiera reconstruirse una juventud o prestarse a
reinventarse, como el mismo o como otro. Esto podría verse ya
simplemente a partir de una sociobibliografía que recensionase los
artículos y los coloquios (nacionales e internacionales) que se han
ocupado de la metáfora desde hace aproximadamente un decenio, o
quizás un poco menos, y todavía en este año: en el curso de los
últimos meses ha habido al menos tres coloquios internacionales
sobre el tema, si estoy bien informado, dos en Estados Unidos y uno
aquí mismo, coloquios internacionales e interdisciplinares, lo cual es
también significativo (el de Davis en California tiene por título
Interdisciplinary Conference on Metaphor).
¿Cuál es el alcance histórico o historial (en cuanto al valor mismo
de historialidad o de epocalidad) de esta preocupación y de esta
convergencia inquieta? ¿De dónde viene esta presión? ¿Qué está
en juego? ¿Qué pasa hoy con la metáfora? Otras tantas cuestiones
de las que simplemente quisiera señalar su necesidad y su amplitud,
dando por supuesto que no podré hacer aquí más que una pequeña
señal en esa dirección. La asombrosa juventud de este viejo tema
es considerable y a decir verdad un poco apabullante. La metáfora –
también en esto occidental– se retira, está en el atardecer de su
vida. “Atardecer de la vida”, para “vejez”, es uno de los ejemplos
escogidos por Aristóteles, en la Poética, para la cuarta especie de
metáfora, la que procede kata ton analogon; la primera, la que va
del género a la especie, apo genous epi eidos, tiene como ejemplo,
como por azar: “He aquí mi barco parado” (neos de moi ed esteke),
“pues estar anclado es una de las formas de estar parado”. El
ejemplo es ya una cita de la Odisea. En el atardecer de su vida, la
metáfora sigue siendo un tema muy generoso, inagotable, no se lo
puede parar, y yo podría comentar indefinidamente la adherencia, la
prepertenencia de cada uno de estos enunciados a un corpus
metafórico, e incluso, de ahí el re-tazo, a un corpus metafórico de
enunciados a propósito de este viejo tema, de enunciados
metafóricos sobre la metáfora.
Detengo aquí este movimiento.
La otra razón que me ha atraído hacia la expresión “viejo tema” es
un valor de agotamiento aparente que me ha parecido necesario
reconocer una vez más. Un viejo tema es un tema aparentemente
agotado, desgastado hasta el hueso. Pero este valor de desgaste
[usure], y por lo pronto de uso [usage], este valor de valor de uso, de
utilidad, del uso o de la utilidad como ser útil o como ser usual, en
una palabra, todo ese sistema semántico que resumiré bajo el título
del uso [us], habrá desempeñado un papel determinante en la
problemática tradicional de la metáfora. La metáfora no es quizá
solo un tema desgastado hasta el hueso, es un tema que habrá
mantenido una relación esencial con el uso, o con la usanza
(usanza es una vieja palabra, una palabra fuera de uso hoy en día, y
cuya polisemia requeriría todo un análisis por sí misma). Ahora bien,
lo que puede parecer desgastado hoy en día en la metáfora es
justamente ese valor de uso que ha determinado toda su
problemática tradicional: metáfora muerta o metáfora viva.
¿Por qué, entonces, retornar al uso de la metáfora? Y, ¿por qué,
en ese retorno, privilegiar el texto firmado con el nombre de
Heidegger? ¿En qué se une esta cuestión del uso con la necesidad
de privilegiar el texto heideggeriano en esta época de la metáfora,
retirada que la deja en suspenso y retorno acentuado del trazo que
delimita un contorno? Hay una paradoja que agudiza esta cuestión.
El texto heideggeriano ha parecido ineludible, a otros y a mí mismo,
cuando se trataba de pensar la época mundial de la metáfora en la
que decimos que estamos, mientras que el caso es que Heidegger
solo muy alusivamente ha tratado de la metáfora como tal y bajo ese
nombre. Y esa escasez misma habrá significado algo. Por eso hablo
del texto heideggeriano: lo hago para subrayar con un trazo
suplementario que para mí no se trata simplemente de considerar
las proposiciones enunciadas, los temas y las tesis a propósito de la
metáfora como tal, el contenido de su discurso cuando trata de la
retórica y de este tropo, sino realmente de su escritura, de su
tratamiento de la lengua, y más rigurosamente, de su tratamiento del
trazo, del trazo en todos los sentidos: más rigurosamente todavía
del trazo como palabra de su lengua, y del trazo como encentadura
[entame] que rasga la lengua.
Así, pues, Heidegger ha hablado bastante poco de la metáfora.
Se citan siempre dos lugares (Der Satz vom Grund y Unterwegs zur
Sprache) donde parece que toma posición en relación con la
metáfora –o más exactamente en relación con el concepto retórico-
metafísico de metáfora–, y lo hace además como de pasada,
brevemente, lateralmente, en un contexto donde la metáfora no
ocupa el centro. ¿Por qué atribuirle a un texto tan elíptico, tan
dispuesto aparentemente a eludir la cuestión de la metáfora, una tal
necesidad en su realización efectiva en cuanto a lo metafórico? O
también, reverso de la misma cuestión, ¿por qué un texto que
inscribe algo decisivo en cuanto a lo metafórico se habrá mantenido
tan discreto, escaso, reservado, retirado en cuanto a la metáfora
como tal y bajo su nombre, bajo su nombre de alguna manera
propio y literal? Pues si siempre se hablase metafóricamente o
metonímicamente de la metáfora, ¿cómo determinar el momento en
que ésta se convertiría en el tema propio, bajo su nombre propio?
¿Habría entonces una relación esencial entre esa retirada, esa
reserva, esa retención y lo que se escribe, metafóricamente o
metonímicamente, sobre la metáfora bajo la firma de Heidegger?
Habida cuenta de la amplitud de esta cuestión y de todos los
límites con que nos encontramos aquí, empezando por el del
tiempo, no voy a pretender plantearles más que una nota breve, e
incluso, para delimitar aún más mi intervención, una nota sobre una
nota. Espero poder convencerles de lo siguiente conforme vayamos
avanzando: que la llamada de esta nota sobre una nota se
encuentre en un texto firmado por mí, La mitología blanca. La
metáfora en el texto filosófico no significa que me esté remitiendo
ahí como un autor que se cita para prorrogarse indecentemente a sí
mismo. Mi gesto es tanto menos complaciente, eso espero, porque
es a partir de una cierta insuficiencia de esa nota de donde tomaré
mi punto de arranque. Y lo hago por razones de economía, para
ganar tiempo, con el fin de reconstruir muy rápidamente un contexto
tan amplio y tan estrictamente determinado como resulte posible.
Sucede, en efecto, que: 1) esta nota (19, Marges, p. 269) concierne
a Heidegger y cita largamente uno de los principales pasajes en
donde aquél parece tomar posición en cuanto al concepto de
metáfora; 2) segundo rasgo contextual, esta nota viene requerida
por un desarrollo que concierne al uso (lo usual, el uso, el desgaste)
y el recurso a ese valor de uso en la interpretación filosófica
dominante de la metáfora; 3) tercer rasgo contextual: esta nota cita
una frase de Heidegger (Das Metaphorische gibt es nur innerhalb
der Metaphysik, “Lo metafórico solo se da dentro de la metafísica”),
que Paul Ricoeur “discute” –ésa es su palabra en La metáfora viva,
precisamente en el Octavo Estudio. Metáfora y discurso filosófico. Y
esa frase, a la que llama regularmente un adagio, Ricoeur la sitúa
también en “epígrafe”, es de nuevo su expresión, para lo que define,
tras la discusión de Heidegger, como una “segunda navegación”, a
saber, la lectura crítica de mi ensayo de 1971, La mitología blanca.
Prefiero citar aquí el tercer párrafo de la introducción al Octavo
Estudio:
Debemos considerar una modalidad totalmente diferente –incluso inversa– de
implicación de la filosofía en la teoría de la metáfora. Es inversa de la que hemos
examinado en los dos párrafos anteriores, porque coloca los presupuestos filosóficos
en el origen mismo de las distinciones que hacen posible un discurso sobre la
metáfora. Esta hipótesis hace más que invertir el orden de prioridad entre metáfora y
filosofía; invierte la manera de argumentar en filosofía. La discusión anterior se habrá
desplegado en el campo de las intenciones declaradas del discurso especulativo,
incluso del ontoteológico, y no habrá puesto en juego más que el orden de sus
razones. Para una “lectura” distinta, se da una colaboración entre el movimiento no
confesado de la filosofía y el juego no percibido de la metáfora. Empleando como
epígrafe la afirmación de Heidegger de que “lo metafórico no existe más que en el
interior de la metafísica”, tomaremos como guía de esta “segunda navegación” la
“mitología blanca” de Jacques Derrida (p. 325; trad. cast., p. 347).

Incluso sin contar con lo que nos implica conjuntamente a Paul


Ricoeur y a mí mismo en este coloquio, los tres elementos
contextuales que acabo de recordar bastarían para justificar que se
vuelva aquí, una vez más, a la breve frase de Heidegger, al mismo
tiempo que me comprometen a desarrollar la nota que le dediqué
hace siete u ocho años.
Me parece que Paul Ricoeur, en su discusión, no se ha fijado en
el lugar y el alcance de esta nota; y si me permito llamar la atención
sobre esto a título puramente preliminar, no es en absoluto por
espíritu polémico, para defender o atacar posiciones, es solo para
aclarar mejor las premisas de la lectura de Heidegger que intentaré
a continuación. Lamento tener que limitarme, por falta de tiempo, a
algunas indicaciones de principio: no me será posible adecuar mi
argumentación a toda la riqueza de La metáfora viva, y dar
testimonio así de mi reconocimiento a Paul Ricoeur por medio de un
análisis detallado, aunque éste tuviese que acentuar el desacuerdo.
Cuando digo “desacuerdo”, como se va a ver, estoy simplificando.
Su lógica es a veces desconcertante: con frecuencia es porque
suscribo ciertas proposiciones de Ricoeur por lo que estoy tentado
de protestar cuando veo que me las contrapone como si no fuesen
ya legibles en lo que he escrito. Me limitaré, como ejemplo, a dos de
los rasgos más generales, de aquellos a los que se pliega toda la
lectura de Ricoeur, para resituar el lugar de un debate posible, más
que para abrirlo y todavía menos para cerrarlo. Quien quisiera entrar
en él dispone ahora a este respecto de un corpus amplio y preciso.
I. Primer rasgo. Ricoeur inscribe toda su lectura de La mitología
blanca en dependencia de su lectura de Heidegger y del llamado
“adagio”, como si yo no hubiese intentado más que una extensión o
una radicalización continua del movimiento heideggeriano. De ahí la
función del epígrafe. Todo ocurre como si yo hubiese simplemente
generalizado lo que Ricoeur llama la “crítica restringida” de
Heidegger y la hubiese extendido desmesuradamente, más allá de
todo límite. Paso, dice Ricoeur, “de la crítica restringida de
Heidegger a la ‘desconstrucción’ sin límite de Jacques Derrida en La
mitología blanca” (p. 362; trad. cast., p. 386). Un poco más adelante,
según el mismo gesto de asimilación o al menos de derivación
continua, Ricoeur confía en la figura de un “núcleo teórico común a
Heidegger y a Derrida, a saber, la supuesta connivencia entre la
pareja metafórica de lo propio y lo figurado y la pareja metafísica de
lo visible y lo invisible” (p. 73; trad. cast., p. 398).
Esta asimilación continuista o esta colocación en posición filial me
han sorprendido. Pues es justamente a propósito de estas parejas y
singularmente de la pareja visible/invisible, sensible/inteligible, por lo
que en mi nota sobre Heidegger había señalado una reserva neta y
sin equívoco; e incluso una reserva que, al menos en su literalidad,
se asemeja a la de Ricoeur. Así, pues, veo que se me objeta, tras
asimilación a Heidegger, una objeción cuyo principio había
formulado yo mismo previamente. Hela aquí (perdónenme estas
citas, pero son útiles para la claridad y la economía de este
coloquio), está en la primera línea de la nota 19: “Esto explica la
desconfianza que le inspira a Heidegger el concepto de metáfora
[subrayo: el concepto de metáfora]. En El principio de razón insiste
sobre todo en la oposición sensible/no-sensible, rasgo importante
pero no el único ni sin duda el primero en llegar ni el más
determinante del valor de metáfora”.
¿No es esta reserva lo bastante neta como para excluir, en
cualquier caso a propósito de este punto, tanto el “núcleo teórico
común” (aparte de que no hay aquí, por razones esenciales, ni
núcleo ni, sobre todo, núcleo teórico) como la connivencia entre las
dos parejas consideradas? A este respecto me atengo a lo que se
dice claramente en esta nota. Lo hago por mor de concisión, pues
en realidad toda La mitología blanca pone en cuestión
constantemente la interpretación corriente y corrientemente
filosófica (incluida en Heidegger) de la metáfora tomo transferencia
de lo sensible a lo inteligible, como también el privilegio atribuido a
este tropo (incluido por parte de Heidegger) en la desconstrucción
de la retórica metafísica.
Segundo rasgo. Toda la lectura de La mitología blanca propuesta
en La metáfora viva se anuda en torno a lo que Ricoeur distingue
como “dos afirmaciones en el apretado entretejimiento de la
demostración de Jacques Derrida” (p. 362; trad. cast. modificada, p.
386). Una de ellas sería, pues, ésta de la que acabamos de hablar,
a saber, dice Ricoeur, “la unidad profunda de la transferencia
metafórica y de la transferencia analógica del ser visible al ser
inteligible”. Acabo de subrayar que esa afirmación concerniría al uso
y a lo que llama Ricoeur “la eficacia de la metáfora gastada”. En un
primer momento, Ricoeur había reconocido que el juego trópico de
La mitología blanca a propósito de la palabra “usure”* no se limitaba
al desgaste como erosión, empobrecimiento o extenuación, al
desgaste del uso, de lo usado o de lo gastado. Pero después
Ricoeur no sigue teniendo en cuenta lo que él mismo llama “una
táctica desconcertante”. Esta no responde a una especie de
perversidad retorcida, manipuladora o triunfante por mi parte, sino a
la estructura intratable en la que nos encontramos de antemano
implicados y desplazados. Así, pues, Ricoeur no tiene a
continuación nada en cuenta esa complicación y reduce todo mi
objetivo a la afirmación que precisamente pongo en cuestión, lejos
de asumirla, a saber, que la relación de la metáfora con el concepto
y en general el proceso de la metaforicidad se podrían comprender
bajo el concepto o el esquema del desgaste como devenir-usado o
devenir-gastado, y no como usura en otro sentido, como producción
de plusvalía según otras leyes que las de una capitalización
continua y linealmente acumulativa; lo cual no solo me ha llevado a
otras regiones problemáticas (por decirlo rápidamente,
psicoanalítica, económico-política, genealógica en el sentido
nietzscheano) sino también a desconstruir lo que hay ya de
dogmatizado o de acreditado en esas regiones. Ahora bien, Ricoeur
dedica un largo análisis a criticar este motivo de la metáfora
“gastada”, a demostrar que “la hipótesis de una fecundidad
específica de la metáfora gastada está rebatida fuertemente por el
análisis semántico expuesto en los estudios anteriores [...] el estudio
de la lexicalización de la metáfora, en Le Guern por ejemplo,
contribuye mucho a disipar el falso enigma de la metáfora
gastada...”.
También aquí es en la medida en que suscribo esa proposición
por lo que no estoy de acuerdo con Ricoeur cuando me atribuye,
para “rebatirlos”, ésa es su expresión, enunciados que yo mismo
había empezado poniendo en cuestión. Ahora bien, he hecho eso
constantemente en La mitología blanca, e incluso, en un grado de
explicación literal por encima de toda duda, desde el Exergo (desde
el capítulo titulado “Exergo”), y después de nuevo en el contexto
inmediato de la nota sobre Heidegger, en el párrafo mismo donde se
encuentra la llamada de esa nota. El Exergo anuncia realmente que
no se trata de acreditar el esquema del uso, sino más bien de
desconstruir un concepto filosófico, una construcción filosófica
edificada sobre ese esquema de la metáfora gastada, o que
privilegia por razones significativas el tropo llamado metáfora:
Había también que someter a interpretación ese valor de desgaste. Este valor parece
mantener un vínculo sistemático con la perspectiva metafórica. Se lo reencontrará
por doquiera que se privilegie el tema de la metáfora. Es también una metáfora que
lleva consigo un presupuesto continuista: la historia de una metáfora no tendría
esencialmente el ritmo de un desplazamiento, con rupturas, reinscripciones en un
sistema heterogéneo, mutaciones, separaciones sin origen, sino la de una erosión
progresiva, de una pérdida semántica regular, de un agotamiento ininterrumpido del
sentido primitivo. Abstracción empírica sin extracción fuera del suelo natal [...]. Este
rasgo –el concepto de desgaste– no forma parte, sin duda, de una configuración
histórico-teórica estrecha, sino, más seguramente, del concepto mismo de metáfora y
de la larga secuencia metafísica que aquél determina o que lo determina. Es en ésta
en lo que nos vamos a interesar para empezar (p. 256).

La expresión “larga secuencia metafísica” lo señala bien, no se


trataba para mí de considerar “la” metafísica como una unidad
homogénea de un conjunto. No he creído nunca en la existencia o
en la consistencia de algo así como la metafísica. Lo recuerdo para
responder a otra sospecha de Ricoeur. Si me ha podido ocurrir, al
tener en cuenta tal o cual fase demostrativa o tal situación
contextual, que llegue a decir “la” metafísica, o “la” clausura de “la”
metafísica (expresión que constituye el blanco a que apunta La
metáfora viva), también he propuesto muy a menudo, en otros
lugares pero también en La mitología blanca, la proposición según la
cual no habría nunca “la” metafísica, no siendo aquí la “clausura” el
límite circular que bordea un campo homogéneo sino una estructura
más retorcida, estaría tentado de decir actualmente según otra
figura: “invaginada”. La representación de una clausura lineal y
circular rodeando un espacio homogéneo es justamente –y éste es
el tema en que más insisto– una autorrepresentación de la filosofía
en su lógica onto-enciclopédica. Podría multiplicar las citas, a partir
de La différance, donde se decía por ejemplo que el “texto de la
metafísica” no está “rodeado sino atravesado por su límite”,
“señalado en su interior por el surco múltiple de su margen”, “huella
simultáneamente trazada y borrada, simultáneamente viva y muerta”
(p. 25). Me limito a estas pocas líneas de La mitología blanca, en las
cercanías de la nota (p. 274):
Cada vez que define la metáfora, una retórica implica no solo una filosofía sino una
red conceptual en la que se ha constituido la filosofía. Cada hilo, en esta red,
configura, por añadidura, un giro, se diría una metáfora si esta noción no resultase
aquí demasiado derivada. Lo definido está, pues, implicado en el definiente de la
definición. Como es obvio, no se produce aquí ningún requerimiento de algún tipo de
continuum homogéneo que remitiría sin cesar a la tradición a sí misma, tanto la de la
metafísica como la de la retórica. Sin embargo, si no se comenzase prestando
atención a tales presiones más permanentes, ejercidas a partir de una muy larga
cadena sistemática, si no se hiciese el esfuerzo de delimitar su funcionamiento
general y sus límites efectivos, se correría el riesgo de tomar los efectos más
derivados por los rasgos originales de un subconjunto histórico, de una configuración
identificada apresuradamente, de una mutación imaginaria o marginal. Mediante una
precipitación empirista e impresionista hacia presuntas diferencias, de hecho hacia
recortes principalmente lineales y cronológicos, se iría de descubrimiento en
descubrimiento. ¡Una ruptura en cada paso! Se presentaría, por ejemplo, como
fisionomía propia de la retórica del “siglo XVIII” un conjunto de rasgos (como el
privilegio del nombre) heredados, aunque sin línea recta, con todo tipo de
separaciones y de desigualdades de transformación, de Aristóteles o de la Edad
Media. Nos encontramos remitidos aquí al programa, enteramente por elaborar, de
una nueva delimitación de los corpus y de una nueva problemática de las firmas.

Como se ha apuntado entre paréntesis el “privilegio del nombre”,


aprovecho para subrayar que, al igual que Paul Ricoeur, he puesto
en cuestión constantemente –en La mitología blanca y en otros
lugares, con una insistencia que se puede considerar pesada pero
que en todo caso no se puede descuidar– el privilegio del nombre y
de la palabra, como también todas esas “concepciones semióticas
que –dice con razón Ricoeur– imponen el primado de la
denominación”. A ese primado he contrapuesto regularmente la
atención al motivo sintáctico, que domina en La mitología blanca
(véase p. 317, por ejemplo). Así, pues, una vez más me he visto
sorprendido por verme criticado por el lado al que yo ya había
aplicado la crítica. Diría lo mismo y a fortiori para el problema del
etimologismo o la interpretación del idion aristotélico si tuviese
tiempo. Todos estos malentendidos están vinculados
sistemáticamente con la atribución a La mitología blanca de una
tesis, y de una tesis que se confundiría con el presupuesto contra el
que me he esforzado, a saber, un concepto de metáfora dominado
por el concepto de desgaste como estar-gastado o devenir-gastado,
con toda la máquina de sus implicaciones. Dentro de la gama
ordenada de estas implicaciones, se encuentra una serie de
oposiciones, y entre ellas precisamente la de la metáfora viva y la
metáfora muerta. Decir, como hace Ricoeur, que La mitología blanca
convierte a la muerte o a la metáfora muerta en su consigna, es
abusar al señalarla con algo de lo que aquélla se desmarca
claramente, por ejemplo cuando dice que hay dos muertes o dos
autodestrucciones de la metáfora (y cuando hay dos muertes, el
problema de la muerte es infinitamente complicado) o también, por
ejemplo, por acabar con este aparente pro domo, en ese párrafo en
el que se sitúa la llamada a esa nota que reclama actualmente otra
nota:
Al valor de desgaste (Abnutzung [palabra de Hegel sobre la que, lejos de
“apoyarme”, como querría Ricoeur, hago pesar el análisis desconstructivo: me apoyo
sobre ella como sobre un texto pacientemente estudiado, pero no me apoyo en ella]),
cuyas implicaciones hemos reconocido ya, corresponde aquí la oposición entre
metáforas efectivas y metáforas borradas. He aquí un rasgo casi constante de los
discursos sobre la metáfora filosófica: habría metáforas inactivas a las que cabe
negarle todo interés, puesto que el autor no pensaba en ellas y el efecto metafórico
se estudia en el campo de la conciencia. A la diferencia entre las metáforas efectivas
y las metáforas extinguidas corresponde la oposición entre metáforas vivas y
metáforas muertas (pp. 268-269).

He dicho hace un momento por qué me parecía necesario, al


margen de toda defensa pro domo, comenzar resituando la nota
sobre Heidegger que hoy quisiera anotar y relanzar. Al mostrar
hasta qué punto la lectura de La mitología blanca por Paul Ricoeur,
en sus dos premisas más generales, me parecía, digamos,
demasiado vivamente metafórica o metonímica, no pretendía, claro
está, ni polemizar, ni extender mis cuestiones a una amplia
sistemática que no se limita ya a ese Octavo Estudio de La metáfora
viva, del mismo modo que La mitología blanca no se encierra en las
dos afirmaciones aisladas que Ricoeur ha querido atribuirle. Por
repetir la consigna de Ricoeur, la “intersección” que acabo de situar
no concentra en un punto toda la diferencia, o incluso el alejamiento
inconmensurable de los trayectos que se atraviesan en él, como
unas paralelas, dirá en seguida Heidegger, pueden cortarse en el
infinito. Sería el último en rechazar una crítica bajo pretexto de que
es metafórica o metonímica o las dos cosas a la vez. De alguna
manera toda lectura lo es, y la división no pasa entre una lectura
trópica y una lectura apropiada o literal, justa y verdadera, sino entre
capacidades trópicas. Así, dejando de lado, intacta en su reserva, la
posibilidad de una lectura completamente diferente de los dos
textos, La mitología blanca y La metáfora viva, me vuelvo en fin a la
nota anunciada sobre una nota.
Se me impone ahora un problema al que le busco un título lo más
breve posible. Le busco, por economía, un título tan formalizador y
en consecuencia tan económico como sea posible: pues bien, ése
es justamente la economía. Mi problema es: la economía. ¿Cómo,
de acuerdo con los condicionamientos, por lo pronto temporales, de
este coloquio, determinar el hilo conductor más unificador y más
encabestrante posible a través de tantos trayectos virtuales en el
inmenso corpus, como suele decirse, de Heidegger, y en su
escritura encabestrada? ¿Cómo ordenar las lecturas,
interpretaciones o reescrituras que estaría tentado de proponer
sobre ella? Habría podido escoger, entre tantas otras posibilidades,
la que acaba de presentárseme bajo el nombre de
encabestramiento, de entrelazamiento, que me interesa mucho y
desde hace tiempo y en la que trabajo de otra manera en este
momento. Bajo el nombre alemán de Geflecht, desempeña un papel
discreto pero irreductible en Der Weg zur Sprache (1959) para
designar ese entrelazamiento singular, único, entre Sprache
(palabra que no traduciré, para no tener que escoger entre lenguaje,
lengua y habla) y camino (Weg, Bewegung, Bewegen, etc.);
entrelazamiento que liga y desliga (entbindende Band), hacia el que
nos veríamos sin cesar propiamente remitidos, según un círculo que
Heidegger nos propone pensar o practicar de otro modo que como
regresión o círculo vicioso. El círculo es un “caso particular” del
Geflecht. Al igual que el camino, el Geflecht no es una figura entre
otras. Estamos ya implicados en ella, de antemano entrelazados,
cuando queremos hablar de Sprache y de Weg: que están “de
antemano ante nosotros” (uns stets schon voraus).
Pero tras una primera anticipación he debido decidir dejar este
tema en suspenso: no habría sido lo bastante económico. Pero es
de un modo económico como tengo que hablar aquí de economía.
Por cuatro razones al menos, que enuncio algebraicamente.
a. Economía para articular lo que voy a decir con la otra posible
trópica de la usura [usure], la del interés, de la plusvalía, del cálculo
fiduciario o de la tasa usuraria, que Ricoeur ha designado pero ha
dejado en la sombra, siendo así que le sobreviene como suplemento
heterogéneo y discontinuo, como separación trópica irreductible a la
del estar-gastado o usado.
b. Economía para articular esa posibilidad con la ley-de-la-casa y
la ley de lo propio, oiko-nomia, lo que me había hecho reservar una
suerte particular a los dos motivos de la luz y de la morada (“Morada
prestada”, dice Du Marsais haciendo una cita en su definición
metafórica de la metáfora: “La metáfora es una especie de Tropo; la
palabra de la que nos servimos en la metáfora está tomada en otro
sentido que el sentido propio: está, por así decirlo, en una morada
prestada, dice un antiguo; lo cual es común y esencial a todos los
Tropos”).
c. Economía para poner rumbo, si así puede decirse, hacia ese
valor de Ereignis, tan difícilmente traducible, y cuya entera familia
(ereignen, eigen, eigens, enteignen) se cruza, de forma cada vez
más densa, en los últimos textos de Heidegger, con los temas de lo
propio, la propiedad, la apropiación o la des-apropiación, por una
parte, y con el de la luz, el claro, el ojo, por otra parte (Heidegger
dice que sobreentiende Er-augnis en Ereignis) y finalmente, en su
uso corriente, con lo que viene como acontecimiento: ¿cuál es el
lugar, el tener lugar, el acontecimiento metafórico o el
acontecimiento de lo metafórico? ¿Qué es lo que ocurre, qué es lo
que pasa, actualmente, con la metáfora?
d. Economía, finalmente, porque la consideración económica me
parece que tiene una relación esencial con esas determinaciones
del paso y del abrirse-paso según los modos de la trans-ferencia o
de la tra-duc-ción (Übersetzen) que creo que se deben ligar aquí a
la cuestión de la transferencia metafórica (Übertragung). Por mor de
esta economía de la economía he propuesto darle a este discurso el
título de suspensión, de retirada. No economías en plural, sino
retirada.
¿Por qué retirada y por qué retirada de la metáfora?
Estoy hablando en lo que llamo o más bien se llama mi lengua o,
de forma más oscura, mi “lengua materna”. En Sprache und Heimat
(texto sobre Hebel de 1960 del que tendríamos mucho que aprender
a propósito de la metáfora, del gleich de Vergleich y de Gleichnis,
etc., pero que se presta mal a la aceleración de un coloquio),
Heidegger dice lo siguiente: en el “dialecto”, otra palabra para
Mundart, en el idioma, se enraíza das Sprachwesen, y si el idioma
es la lengua de la madre, en él se enraíza también “das Heimische
des Zuhaus, die Heimat”. Y añade: “Die Mundart ist nicht nur die
Sprache der Mutter, sondern zugleich und zuvor die Mutter der
Sprache”. De acuerdo con un movimiento cuya ley vamos a analizar,
esa inversión nos inducirá a pensar que no solo el idion del idioma,
lo propio del dialecto, se da como la madre de la lengua, sino que,
lejos de que sepamos antes de eso qué es una madre, es una
inversión así lo que únicamente permite quizás aproximarse a la
esencia de la maternidad. Lengua materna no sería una metáfora
para determinar el sentido de la lengua sino el giro esencial para
comprender lo que quiere decir “la madre”.
¿Y el padre? ¿Y lo que se llama el padre? Éste intentaría ocupar
el lugar de la forma, de la lengua formal. Este lugar es insostenible y
en consecuencia no puede intentar ocuparlo, hablando en la lengua
del padre únicamente en esta medida, a no ser en cuanto a la
forma. Es en suma ese lugar y ese proyecto imposibles lo que
Heidegger designaría al comienzo de Das Wesen der Sprache bajo
los nombres de “metalenguaje” (Metasprache, Übersprache,
Metalinguistik) o de Metafísica. Pues, finalmente, uno de los
nombres dominantes para ese proyecto imposible y monstruoso del
padre, como para ese dominio de la forma para la forma, es
realmente Metafísica. Heidegger insiste en esto: “metalingüística” no
“resuena” solo como “metafísica”, sino que es la metafísica de la
“tecnificación” integral de todas las lenguas; aquélla está destinada
a producir un “instrumento de información único, funcional e
interplanetario”. “Metasprache y Sputnik... son la misma cosa”.
Aun sin ahondar en todas las cuestiones que se acumulan aquí,
señalaré en primer término que en “mi lengua” la palabra retrait se
encuentra dotada de una polisemia bastante rica. De momento dejo
abierta la cuestión de saber si esa polisemia está regulada o no por
la unidad de un foco o de un horizonte de sentido que le prometa
una totalización o una ensambladura en sistema. Esa palabra me
viene impuesta por razones económicas (ley del oikos y del idioma
de nuevo), teniendo en cuenta, o intentándolo, sus capacidades de
traducción o de captura o de captación traductora, de traducción o
traslación en el sentido tradicional e ideal: traslado de un significado
intacto al vehículo de otra lengua de otra patria o matria; o también
en el sentido más inquietante y más violento de una captura
captadora, seductora y transformadora (más o menos regulada y
fiel, pero, ¿cuál es entonces la ley de esta fidelidad violenta?) de
una lengua, de un discurso y de un texto, por parte de otro discurso,
de otra lengua y de otro texto que pueden al mismo tiempo como va
a ser aquí el caso, violar en el mismo gesto su propia lengua
materna en el momento de importar a ella y de exportar de ella el
maximum de energía y de información. La palabra retrait –a la vez
intacta, y forzada, a salvo en mi lengua y simultáneamente
alterada–, la he considerado la más propia para captar la mayor
cantidad de energía y de información en el texto heideggeriano
dentro de nuestro contexto aquí, y solo en los límites de este
contexto. Es esto lo que voy a intentar aquí con ustedes, poner a
prueba, de una forma evidentemente esquemática y programática,
esa transferencia (al mismo tiempo que su paciencia). Empiezo.
Primer rasgo. Vuelvo a arrancar de esos dos pasajes
aparentemente alusivos y digresivos en donde Heidegger plantea
muy rápidamente la pertenencia del concepto de metáfora, como si
no hubiese más que uno, a la metafísica, como si no hubiese más
que una, y como si toda ella fuese una unidad. El primer pasaje, lo
he recordado hace un momento, es el que cito en la nota (Das
Metaphorische gibt es nur innerhalb der Metaphysik). El otro, en la
conferencia triple Das Wesen der Sprache (1957), dice
concretamente: “Wir blieben in der Metaphysik Ungen, wollten wir
dieses Nennen Hölderlins in der Wendung ‘Worte wie Blumen’ für
eine Metapher halten” (p. 207); (“Seguiríamos dependiendo de la
metafísica si quisiéramos considerar como una metáfora esa
denominación de Hölderlin en el giro ‘palabras como flores’”).
A causa sin duda de su forma unívoca y sentenciosa, estos dos
pasajes han constituido el único foco de la discusión que se ha
entablado de la metáfora en Heidegger, por una parte en un artículo
de Jean Greisch, “Les mots et les roses, la metaphore chez Martin
Heidegger” (Revue des Sciences théologiques et philosophiques,
57, 1973), y después por otra parte en La metáfora viva (1975). Los
dos análisis se orientan de forma diversa. El ensayo de Greisch se
reconoce más próximo al movimiento emprendido por La mitología
blanca. Sin embargo, los dos textos tienen en común los motivos
siguientes, que señalo rápidamente sin repetir lo que ya he dicho
antes acerca de La metáfora viva. El primer motivo sobre el que no
me siento completamente de acuerdo pero sobre el que no me
extenderé, por haberlo hecho ya y por tener que hacerlo de nuevo
en otros lugares (particularmente en Glas, “Le sans de la coupure
pure”30, “Survivre”31, etc.), es el motivo onto-antológico de la flor.
Greisch y Ricoeur identifican lo que yo digo de las flores disecadas
al final de La mitología blanca con lo que Heidegger le reprocha a
Gottfried Benn que diga al transformar el poema de Hölderlin en
“herbario” y en colección de plantas disecadas. Greisch habla de un
parentesco entre la actitud de Benn y la mía. Y Ricoeur utiliza ese
motivo del herbario como una transición hacia el tema de La
mitología blanca. Por múltiples razones que no tengo tiempo de
enumerar, leería eso de un modo completamente diferente. Pero en
este instante me importa más el segundo de los dos motivos
comunes a Greisch y a Ricoeur, a saber, que el poder metafórico del
texto heideggeriano es más rico, más determinante que su tesis
sobre la metáfora. La metaforicidad del texto de Heidegger
desbordaría lo que éste dice temáticamente a modo de denuncia
simplificadora, acerca del concepto llamado “metafísico” de la
metáfora (Greisch, pp. 441 y sigs., Ricoeur, p. 359). Suscribiría
bastante de buen grado esa afirmación. Queda sin embargo por
determinar el sentido y la necesidad que ligan entre sí esa denuncia
aparentemente unívoca, simplificadora y reductora del concepto
“metafísico” de metáfora y por otra parte la potencia aparentemente
metafórica de un texto cuyo autor no quiere ya que se comprenda
como “metafórico”, precisamente, y tampoco bajo ningún concepto
propio de la metalingüística o de la retórica, aquello que en ese texto
pasa por alto y pretende pasar por alto a la metáfora. La primera
respuesta esquemática que voy a proponer, bajo el título de la
retirada, sería la siguiente. El concepto llamado “metafísico” de la
metáfora pertenecería a la metafísica en cuanto que ésta
corresponde, en la epocalidad de sus épocas, a una epoché, dicho
de otro modo, a una retirada que deja en suspenso el ser, a lo que
se traduce frecuentemente por retirada, reserva, abrigo, ya se trate
de Verborgenheit (estar-oculto), de disimulación o de velamiento
(Verhüllung). El ser se retiene, se esquiva, se sustrae, se retira (sich
entzieht) en ese movimiento de retirada que es indisociable, según
Heidegger, del movimiento de la presencia o de la verdad. Al
retirarse cuando se muestra o se determina como o bajo ese modo
de ser (por ejemplo como eidos, según la separación o la oposición
visible/invisible que construye el eidos platónico), sea que se
determine, pues, en cuanto que ontós on bajo la forma del eidos o
bajo cualquier otra forma, el ser se somete ya, dicho de otro modo,
por así decirlo, sozusagen, so to speak, a un desplazamiento
metafórico-metonímico. Toda la llamada historia de la metafísica
occidental sería un vasto proceso estructural en el que la epoché del
ser, al retenerse, al mantenerse éste retirado, tomaría o más bien
presentaría una serie (entrelazada) de maneras, de giros, de modos,
es decir, de figuras o de pasos trópicos, que se podría estar tentado
de describir con ayuda de una conceptualidad retórica. Cada una de
estas palabras –forma, manera, giro, modo, figura– estaría ya en
situación trópica. En la medida de esta tentación, “la” metafísica no
sería solamente el recinto en el que se habría producido y encerrado
el concepto de la metáfora. La metafísica no habría únicamente
construido y tratado el concepto de metáfora, por ejemplo, a partir
de una determinación del ser como eidos; ella misma estaría en
situación trópica respecto del ser o del pensamiento del ser. Esta
metafísica como trópica, y singularmente como desvío metafórico,
correspondería a una retirada esencial del ser: como no puede
revelarse, presentarse, si no es disimulándose bajo la “especie” de
una determinación epocal, bajo la especie de un como que borra su
como tal (el ser como eidos, como subjetividad, como voluntad,
como trabajo, etc.), el ser solo podría nombrarse dentro de una
separación metafórico-metonímica. Estaríamos tentados entonces
de decir: lo metafísico, que corresponde en su discurso a la retirada
del ser, tiende a concentrar, en la semejanza, todas sus
separaciones metonímicas en una gran metáfora del ser o de la
verdad del ser. Esa concentración sería la lengua de la metafísica.
¿Qué pasaría entonces con la metáfora? Todo, la totalidad del
ente. Pasaría lo siguiente: se la tendría que pasar por alto sin poder
pasarla por alto. Y esto define la estructura de las retiradas que me
interesan aquí. Por una parte, se debe poder pasarla por alto puesto
que la relación de la metafísica (onto-teológica) con el pensamiento
del ser, esa relación (Bezug) que señala la retirada (Entziehung) del
ser, no puede ya llamarse ya –literalmente– metafórica, desde el
momento en que su uso (y digo el uso, el hacerse-usual la palabra y
no su sentido original, al que nadie se ha referido jamás, en todo
caso yo no) se ha establecido a partir de esa pareja de oposición
metafísica para describir relaciones entre entes. Como el ser no es
nada, como no es un ente, no podrá decirse o nombrarse more
metaphorico. Y en consecuencia no tiene, dentro de ese contexto
del uso metafísico dominante de la palabra “metáfora”, un sentido
propio o literal que pudiera ser enfocado metafóricamente por la
metafísica. Y entonces, si con respecto al ser no se puede hablar
metafóricamente, tampoco puede hablarse de él propiamente o
literalmente. Del ser se hablará siempre quasi metafóricamente,
según una metáfora de metáfora, con la sobrecarga de un trazo
suplementario, de un re-trazo. Un pliegue suplementario de la
metáfora articula esa retirada, al repetir desplazándola la metáfora
intrametafísica, aquella misma que se habrá hecho posible por la
retirada del ser. La gráfica de esta retirada tomaría entonces el
aspecto siguiente, que describo muy secamente:
1. Lo que Heidegger llama la metafísica corresponde a una
retirada del ser. En consecuencia, la metáfora en cuanto concepto
llamado metafísico corresponde a una retirada del ser. El discurso
metafísico, que produce y contiene el concepto de metáfora, es él
mismo quasi metafórico con respecto al ser: es, pues, una metáfora
que engloba el concepto estrecho-restringido-estricto de metáfora
que, por sí mismo, no tiene otro sentido que el estrictamente
metafórico.
2. El discurso metafísico no puede ser desbordado, en cuanto que
corresponde a una retirada del ser, a menos que lo sea conforme a
una retirada de la metáfora en cuanto que concepto metafísico,
conforme a una retirada de lo metafísico, una retirada de la retirada
del ser. Pero como esa retirada de lo metafórico no deja el sitio libre
a un discurso de lo propio o de lo literal, aquélla tendrá a la vez el
sentido del re-pliegue, de lo que se retira como una ola en la playa,
de un re-torno, de la repetición que sobrecarga con un trazo
suplementario, con una metáfora de más, con un re-trazo de
metáfora, un discurso cuyo reborde retórico no es ya determinable
según una línea simple e indivisible, según un trazo lineal e
indescomponible. Este trazo tiene la multiplicidad interna, la
estructura plegada-replegada de un re-trazo. La retirada de la
metáfora da lugar a una generalización abismal de lo metafórico –
metáfora de metáfora en los dos sentidos– que ensancha los bordes
o que más bien los invagina. Esta paradojicidad prolifera y
sobreabunda en ella misma. De aquí saco solo, muy rápidamente,
dos conclusiones provisionales.
1. La palabra, hasta cierto punto “francesa”, retrait [retirada], no es
demasiado abusiva, creo que no lo es demasiado, si es que puede
decirse eso de un abuso, para traducir la Entziehung, el Sich-
Entziehen del ser, en cuanto que éste, al quedarse en suspenso, al
disimularse, al sustraerse, al velarse, etc., se retira en su cripta. La
palabra francesa conviene, en esta medida, la medida del “punto
(no) demasiado abusivo” [“point trop abusif”] (una “buena” traducción
debe ser siempre abusiva), para designar el movimiento esencial y
en sí mismo doble, equívoco, que hace posible en el texto de
Heidegger todo esto de lo que en este momento estoy hablando. La
retirada del ser, su estar retirado, da lugar a la metafísica como
onto-teología que produce el concepto de metáfora, que se produce
y que se denomina de manera quasi metafórica. Para pensar el ser
en su retirada, habría en consecuencia que dejar que se produjera o
que se redujera una retirada de la metáfora que, sin embargo, al no
dejar sitio a nada que sea opuesto, oponible a lo metafórico,
extenderá sin límites y recargará con plusvalía suplementaria todo
trazo metafórico. Aquí la palabra re-trazo (trazo de más para suplir
la retirada sustrayente, re-trazo que dice al mismo tiempo, en un
trazo, lo más y lo menos) no designa el retorno generalizador y
suplementario si no es en una especie de violencia quasi
catacrética, una especie de abuso que impongo a la lengua pero un
abuso que espero superjustificado por necesidad de buena
formalización económica. Retirada no es ni una traducción ni una
no-traducción (en el sentido corriente) con respecto al texto
heideggeriano; no es ni propio ni literal, ni figurado ni metafórico.
“Retirada del ser” no puede tener un sentido literal o propio en la
medida en que el ser no es algo, un ente determinado que se pueda
designar. Por la misma razón, como la retirada del ser da lugar tanto
al concepto metafísico de metáfora como a su retirada, la expresión
“retirada del ser” no es stricto sensu metafórica.
2. Segunda conclusión provisional: a causa de esta invaginación
quiasmática de los bordes, y si la palabra retirada no funciona aquí
ni literalmente ni por metáfora, no sé lo que quiero decir antes de
haber pensado, si puede decirse, la retirada del ser como retirada
de la metáfora. Lejos de proceder a partir de una palabra o de un
sentido conocido o determinado (la retirada) para pensar qué pasa
con ella en relación al ser y a la metáfora, yo no llegaré a
comprender, entender, leer, pensar, dejar que se manifieste la
retirada en general si no es a partir de la retirada del ser como
retirada de la metáfora en todo el potencial polisémico y diseminador
de la retirada. Dicho de otro modo: si se pretendiese que retirada-de
se entendiera como una metáfora, se trataría de una metáfora
curiosa, trastornadora, se diría casi catastrófica, catastrópica:
tendría como objetivo enunciar algo nuevo, todavía inaudito, acerca
del vehículo y no acerca del aparente tema del tropo. Retirada-del-
ser-o-de-la-metáfora estaría en vías de permitirnos pensar menos el
ser o la metáfora que el ser o la metáfora de la retirada, en vías de
permitirnos pensar la vía y el vehículo, o su abrirse-paso.
Habitualmente, usualmente, una metáfora pretende procurarnos un
acceso a lo desconocido y a lo indeterminado a través del desvío
por algo familiar reconocible. “El atardecer”, experiencia común, nos
ayuda a pensar la vejez, cosa más difícil de pensar o de vivir, como
atardecer de la vida, etc. Según ese esquema corriente, nosotros
sabríamos con familiaridad lo que quiere decir retirada, y a partir de
ahí intentaríamos pensar la retirada del ser o de la metáfora. Pero lo
que sobreviene aquí es que por una vez no podemos pensar el trazo
del re-trazo si no es a partir del pensamiento de esa diferencia
óntico-ontológica sobre cuya retirada se habría trazado, junto con el
reborde de la metafísica, la estructura corriente del uso metafórico.
Tal catástrofe invierte, pues, el trayecto metafórico en el momento
en que la metaforicidad, que ha llegado a hacerse desbordante, no
se deja ya contener en su concepto llamado “metafísico”. ¿Llegaría
a producir esta catástrofe un deterioro general, una
desestructuración del discurso –por ejemplo el de Heidegger–, o
bien una simple conversión del sentido, que repetiría en su
profundidad la circulación del círculo hermenéutico? No sé si esto es
una alternativa, pero si lo es, no podría responder a esa cuestión, y
no solo por razones de tiempo. Un texto, por ejemplo el de
Heidegger, lleva consigo y cruza necesariamente en él los dos
motivos.
II. Subrayaré, pues, solamente –esto será el segundo gran rasgo
anunciado– lo que une (su raya de unión o guion, si quieren
ustedes) los enunciados de Heidegger acerca del concepto llamado
metafísico de la metáfora, y por otra parte su propio texto en cuanto
que parece más “metafórico” que nunca, o quasi metafórico en el
momento justamente en que niega serlo. ¿Cómo es posible esto?
Para encontrar el camino, la forma del camino entre los dos, hay
que reparar en lo que acabo de llamar la catástrofe generalizadora.
Tomaré dos ejemplos de ésta entre otros posibles. Se trata siempre
de esos momentos típicos en los que, al recurrir a fórmulas que se
tendría la tentación de entender como metáforas, Heidegger precisa
que no lo son, y lanza la sospecha sobre lo que creemos pensar
como cosa segura y clara bajo aquella palabra. Este gesto no lo
hace solo en los dos pasajes citados por Ricoeur o Greisch. En la
Carta sobre el humanismo, en un movimiento que no puedo
reconstruir aquí aparece la frase: “Das Denken baut am Haus des
Seins” (“El pensamiento trabaja en [la construcción de] la casa del
ser”), dado que el ensamblamiento del ser (Fuge des Seins) viene a
asignar, a ordenar (verfügen) al hombre que habite en la verdad del
ser. Y un poco más adelante, tras una cita de Hölderlin: “La
expresión sobre la casa del ser (Die cede vom Haus des Seins) no
es una metáfora (Übertragung) que transfiera la imagen de ‘casa’
hacia el ser, sino que [se sobreentiende: a la inversa] es a partir de
la esencia del ser adecuadamente pensada (sondern aus dem
sachgemäss gedachten Wesen des Seins) como podremos algún
día pensar qué son ‘la casa’ y ‘el habitar’”.
“Casa del ser” no actuaría, en este contexto, a la manera de una
metáfora en el sentido corriente, usual, es decir, literal de la
metáfora, si es que lo hay. Este sentido corriente y cursivo –que
entiendo también en el sentido de la dirección– trasladaría un
predicado familiar (y aquí nada es más familiar, familiarizado,
conocido, doméstico y económico, suele creerse, que la casa) hacia
un sujeto menos familiar, más alejado, unheimlich, que se trataría de
apropiárselo mejor, de conocerlo, de comprenderlo, y que se
designaría así mediante el desvío indirecto por lo más próximo, la
casa. Pero lo que pasa aquí, con la quasi metáfora de la casa del
ser, y lo que pasa por alto a la metáfora en su dirección cursiva, es
que el ser dejaría o prometería dejar pensar, a partir de su retirada
misma, la casa o el hábitat. Cabría la tentación de utilizar todo tipo
de términos y de esquemas técnicos tomados de tal o cual
metarretórica para dominar formaliter lo que se asemeja, de acuerdo
con una insólita Übertragung, a una inversión trópica en las
relaciones entre el predicado y el sujeto, el significante y el
significado, el vehículo y la materia, el discurso y el referente, etc.
Cabría la tentación de formalizar esa inversión retórica en la que, en
el tropo “casa del ser”, el ser nos dice más, o nos promete más
sobre la casa que la casa sobre el ser. Pero se dejaría escapar
entonces lo que pretende decir el texto heideggeriano en este lugar,
lo que ese texto tiene, si se quiere, de más propio. Por medio de la
inversión considerada, el ser no se ha vuelto lo propio de ese ente
supuestamente bien conocido y familiar, próximo, eso que se creía
que era la casa en la metáfora corriente. Y si la casa se ha vuelto un
poco unheimlich, eso no es por haber sido reemplazada en el papel
de lo más próximo por “ser”. Así, pues, el asunto no está ahora en
una metáfora en el sentido usual, ni en una simple inversión que
permute los lugares de una estructura trópica usual. Tanto más
porque este enunciado (que no es por otra parte un enunciado
judicativo, una proposición corriente, del tipo constatativo S es P) no
es tampoco un enunciado entre otros que se refiera a relaciones
entre predicados y sujetos ónticos. En primer lugar porque implica el
valor económico de la morada y de lo propio que intervienen con
frecuencia o siempre en la definición de lo metafórico. Después,
aquel enunciado habla ante todo del lenguaje y, consecuentemente,
en éste, de la metaforicidad. En efecto, la casa del ser, se habrá
podido leer más arriba en la Carta sobre el humanismo, es die
Sprache (lengua o lenguaje):
Lo único (Das Einzige) que el pensamiento que pretende expresarse por primera vez
en Sein und Zeit quisiera alcanzar, es algo simple (etwas Einfaches). En cuanto tal
[simple, único], el ser permanece misterioso (geheimnisvoll), la proximidad simple de
una potencia que no fuerza. Esta proximidad west [es, se esencializa] como die
Sprache selbst...

Es otra manera de decir que no se podrá pensar la proximidad de lo


próximo (la cual, por su parte, no es próxima o propia: la proximidad
no es próxima, la propiedad no es propia) si no es a partir y dentro
de la lengua. Y más abajo:
Por eso hay que pensar das Wesen der Sprache a partir de la correspondencia con
el ser y justamente como tal correspondencia, es decir, como Behausung des
Menschenwesens (casa que alberga la esencia del hombre). Pero el hombre no es
simplemente un ser vivo que, entre otras facultades, tenga también die Sprache. Die
Sprache es más bien la casa del ser, habitando en la cual el hombre eksiste, en
cuanto que pertenece, guardándola, a la verdad del ser.

Este movimiento no es ya simplemente metafórico. 1. Se refiere al


lenguaje y a la lengua como elemento de lo metafórico. 2. Se refiere
al ser que no es nada y que hay que pensar según la diferencia
ontológica, la cual, junto con la retirada del ser, hace posibles tanto
la metaforicidad como su retirada. 3. No hay por consiguiente ningún
término que sea propio, usual y literal en la separación sin
separación de estas frases. A pesar de su traza o su aspecto éstas
no son ni metafóricas ni literales. Al enunciar no literalmente la
condición de la metaforicidad, libera tanto la extensión ilimitada
como la retirada de aquélla. Retirada por medio de la cual aquello
que se aleja (entfernt) en lo no-próximo de la proximidad se retira y
se resguarda ahí. Como se dice al comienzo de das Wesen der
Sprache, no más metalenguaje, no más metalingüística, así, pues,
no más metarretórica, no más metafísica. Siempre una metáfora
más en el momento en que la metáfora se retira ensanchando sus
límites.
La huella de esta torsión, de esta alteración de la marcha y del
paso, de este desvío del camino heideggeriano, cabe reencontrarla
siempre que Heidegger escribe, y escribe del camino. Se le puede
seguir la pista y descifrarla según la misma regla, que no es
simplemente la de una retórica o una trópica. Me limitaré a situar
otra instancia de esto, porque goza de algunos privilegios. ¿Cuáles?
1. En Das Wesen der Sprache (1957-1958) precede al pasaje citado
más arriba acerca de “Worte wie Blumen”. 2. No concierne
simplemente a la presunta metaforicidad de ciertos enunciados
acerca del lenguaje en general y, dentro de éste, acerca de la
metáfora: apunta ante todo a un discurso presuntamente metafórico
que se refiere a la relación entre pensamiento y poesía (Denken und
Dichten). 3. Determina esa relación como vecindad (Nachbarschaft)
según ese tipo de proximidad (Nähe) que se llama vecindad, en el
espacio de la morada y la economía de la casa. Ahora bien, también
ahí, llamar metáfora, como si se supiese qué es ésta, a tal
significación de vecindad entre poesía y pensamiento, proceder
como si se estuviera en primer término seguro de la proximidad de
la proximidad y de la vecindad de la vecindad, eso es cerrarse a la
necesidad del otro movimiento. A la inversa, es renunciando a la
seguridad de lo que se cree reconocer bajo el nombre de metáfora y
de vecindad como cabrá aproximarse quizás a la proximidad de la
vecindad. No es que la vecindad nos sea extraña antes de ese
acceso a la que se da entre Denken y Dichten. Nada nos resulta
más familiar que ella y Heidegger lo señala en seguida. Moramos y
nos movemos en ella. Pero, y aquí está lo más enigmático de este
círculo, hay que volver allí donde estamos sin estar propiamente
(véase p. 184 y passim). Heidegger acaba de llamar “vecindad” a la
relación marcada por el “y” entre Dichten y Denken. ¿Con qué
derecho, se pregunta entonces, hablar aquí de “vecindad”? El
vecino (Nachbar) es aquel que habita en la proximidad (in der Nähe)
de otro y con otro (Heidegger no explota la cadena vicus veicus, que
remite quizás a oikos y al sánscrito veca [casa], lo señalo con
reservas y provisionalmente). La vecindad es así una relación
(Beziehung), estemos atentos a esta palabra, que resulta de que
uno atrae (zieht) al otro a su proximidad para que se establezca en
ésta. Alguien podría creer entonces que, tratándose de Dichten und
Denken, esa relación, ese trazo que atrae al uno a la vecindad del
otro, se denomina así según una “bildliche Redeweise” (forma
figurada de hablar). Eso sería efectivamente tranquilizador. A
menos, nota entonces Heidegger, que mediante eso hayamos dicho
ya algo de la cosa misma, a saber, de lo esencial que queda por
pensar, a saber, la vecindad, mientras que permanece todavía
“indeterminado para nosotros qué es Rede, y qué es Bild y hasta
qué punto die Sprache in Bildern spricht; e incluso si éste en general
habla de esa manera”.
III. Precipitando mi conclusión en este tercer y último rasgo,
quisiera ahora llegar no a la última palabra, sino a esa misma
palabra plural rasgo [trait]. Y no llegar sino volver a ella. No a la
retirada de la metáfora sino a lo que podría en principio parecer la
metáfora de la retirada. ¿No habría en última instancia, detrás de
todo este discurso, sosteniéndolo más o menos discretamente,
retiradamente, una metáfora de la retirada que autorizaría a hablar
de la diferencia ontológica y, a partir de ésta, de la retirada de la
metáfora? A esta cuestión aparentemente un poco formal y artificial
se podrá responder, también muy rápidamente, que cuando menos
eso confirmaría la de-limitación de lo metafórico (no hay meta-
metafórico porque no hay más que metáforas de metáforas, etc.) y
confirmaría además lo que dice Heidegger del proyecto
metalingüístico como metafísica, y de sus límites, o de su
imposibilidad. No me voy a contentar con esta forma de respuesta,
aun cuando, en principio, sea suficiente.
Hay –y de forma decisiva en la instancia del “hay”, del es gibt que
así se traduce– hay el trazo, un trazarse o un trazado del trazo que
opera discretamente, subrayado por Heidegger pero cada vez en un
lugar decisivo, y lo bastante incisivo para dejarnos pensar que
nombra justamente la firma más grave, grabada, grabadora, de la
decisión. Dos familias por así decirlo, de palabras, nombres, verbos
y sincategoremas, vienen a aliarse, a comprometerse, a cruzarse en
este contrato del trazo en la lengua alemana. Está por una parte la
“familia” de Ziehen (Zug, Bezug, Gezüge, durchziehen, entziehen),
por otra parte la “familia” de Reissen (Riss, Aufriss, Umriss,
Grundriss, etc.). Que yo sepa esto no se ha advertido nunca, o al
menos no se ha tematizado a la medida del papel que juega ese
cruce. Esto es más o menos un léxico, puesto que llegará a nombrar
el trazo o la tracción diferencial como posibilidad del lenguaje, del
logos, de la lengua y de la lexis en general, de la inscripción hablada
tanto como de la escrita. Este quasi-archi-léxico se le impone muy
pronto a Heidegger, me parece a mí al menos, y bajo la reserva de
una investigación más sistemática, desde El origen de la obra de
arte (1935-1936). Pero con vistas a esta primera localización, nos
limitamos a tres tipos de observaciones.
1. Señalemos en primer lugar algo sobre el trazo que avecina. La
vecindad entre Denken y Dichten nos daba acceso a la vecindad, a
la proximidad de la vecindad, de acuerdo con un camino que, al no
ser más metafórico que literal, replantearía la cuestión de la
metáfora. Pero el trazo que avecina, digamos, el trazo que
aproxima, el trazo propio que relaciona (bezieht) el uno con el otro
Dichten (que no debe traducirse sin precauciones por poesía) y
pensamiento (Denken) en su proximidad que avecina, que los parte
y que los dos com-parten, ese trazo o rasgo común diferencial que
los atrae recíprocamente, aun sellando su diferencia irreductible,
ese trazo es el trazo: Riss, trazado que se abre paso haciendo una
incisión, que desgarra, señala la separación, el límite, el margen, la
marca (Heidegger nombra en alguna parte la marca fronteriza”,
“Mark” como límite, Grenz, Grenzland, p. 171). Y este trazo (Riss) es
un corte que se hacen, en alguna parte en el infinito, los dos
vecinos, Denken und Dichten. En la entalladura de ese corte, se
abren, podría decirse, el uno al otro, se abren desde su diferencia e
incluso, por servirme de una expresión cuyo uso he intentado
regular en otro lugar (en Glas), se recortan en su trazo y en
consecuencia en su retrazo respectivo. Este trazo (Riss) de recorte
relaciona al uno con el otro pero no pertenece a ninguno de los dos.
Pero eso no es un trazo o rasgo común o un concepto general, ni
tampoco una metáfora. Del trazo habría que decir que es más
originario que los dos (Dichten y Denken), que entalla y recorta, que
es su origen común y el sello de su alianza, manteniéndose en eso
como singular y diferente de los dos, si un trazo pudiese ser algo, si
pudiese ser propiamente y plenamente originario y autónomo. Pero
un trazo, si bien abre el paso de una separación diferencial, no es ni
plenamente originario y autónomo, ni, en cuanto que abre paso,
puramente derivado. Y en la medida en que un tal trazo abre el paso
de la posibilidad de nombrar en la lengua (escrita o hablada, en el
sentido corriente de estas palabras), él mismo no es nombrable en
cuanto que separación, ni literalmente, ni propiamente ni
metafóricamente. No tiene nada que se le aproxime en cuanto tal.
Al final de la segunda parte de Das Wesen der Sprache, acaba de
señalar Heidegger de qué modo, en el “es gibt das Wort” es, das
Wort, gibt, pero de tal manera que la joya (Kleinod) del poema que
se está leyendo (Das Wort, Stefan George), que el poema da como
un presente y que no es sino una cierta relación de la palabra con la
cosa, esa joya innombrada, se retira (das Kleinod entzieht sich). El
es gibt retira lo que da, no da más que retirando; y a quien sabe
renunciar. La joya se retira en el “asombroso secreto”, donde
secreto (geheimnisvoll) viene a cualificar lo asombroso (das
Erstaunende, was stauner lässt) y designa la intimidad de la casa
como el lugar del retiro (geheimnisvoll). Volviendo a continuación al
tema de la vecindad entre Denken y Dichten, a su alteridad
irreductible, Heidegger llama a la diferencia entre ellos “tierna”,
delicada (zart) pero “clara”, tal que no se debe dejar lugar a ninguna
confusión. Denken y Dichten son paralelos (para allelôn), el uno al
lado o a lo largo del otro, pero no separados, si es que la separación
significa “estar alejados en la carencia de relación” (ins Bezuglose
abgeschieden), no sin la tracción de ese trazo (Zug), de ese Bezug
que los relaciona o que los traslada el uno hacia el otro.
¿Cuál es, pues, el trazo de ese Bezug entre Denken y Dichten?
Es el trazo (Riss) de una encentadura, de una apertura que traza,
que se abre paso (la palabra Bahnen aparece frecuentemente en
este contexto con las figuras del Bewegen), de un Aufriss. La
palabra encentadura [entame], de la que me he servido mucho en
otro momento, me parece la más apropiada para traducir Aufriss,
palabra decisiva, palabra de la decisión en este contexto, de la
decisión no “voluntaria”, y que los traductores franceses vierten bien
por “trabajo que abre”, bien por “grabado”.
Encentadas, las dos paralelas se cortan en el infinito, se recortan,
se hacen una entalladura y se señalan de alguna manera la una en
el cuerpo de la otra, la una en el lugar de la otra, el contrato sin
contrato de su vecindad. Si las paralelas se cortan (schneiden sich)
en el infinito (im Un-endlichen), ese corte, esa entalladura (Schnitt),
no se la hacen a sí mismas, sino que recortan sin tocarse, sin
afectarse, sin herirse. Solamente se encentan y son cortadas
(geschnitten) en la encentadura (Aufriss) de su vecindad, de su
esencia que avecina (nachbarlichen Wesens). Y por medio de esa
incisión que las deja intactas, aquéllas quedan eingezeichnet,
signées [“selladas”], dice la traducción francesa publicada:
dibujadas, caracterizadas, asignadas, consignadas. Diese
Zeichnung ist der Riss, dice entonces Heidegger. Este encenta (er
reisst auf), traza abriéndola, Dichten y Denken en la aproximación
del uno al otro. Esta aproximación no los acerca a partir de otro
lugar donde estarían ya por sí mismos y de donde se dejarían atraer
(ziehen) después. La aproximación es el Ereignis que remite Dichten
y Denken a lo propio (in das Eigene) de su esencia (Wesen). El
trazo de la encentadura, pues, señala el Ereignis como apropiación,
acontecimiento de apropiación. No precede a los dos propios a los
que hace venir a su propiedad, pues no es nada sin ellos. En este
sentido no es una instancia autónoma, originaria, ella misma propia
en relación a los dos que el trazo encenta y une. Como no es nada,
ni aparece en sí mismo, ni tiene fenomenalidad alguna propia e
independiente, y como no se muestra, se retira, está
estructuralmente en retirada, como separación, apertura,
diferenciabilidad, huella, reborde, tracción, fractura, etc. Desde el
momento en que se retira saliéndose, el trazo es a priori retirada,
inapariencia, señal que se borra en su encentadura.
Su inscripción, como he intentado por mi parte articular con la
huella y con la différance, no llega más que a borrarse.
No llega y no adviene más que borrándose. A la inversa, el trazo
no es derivado. No es secundario, en su llegada, en relación con los
dominios, las esencias o las existencias que recorta, abre y repliega
en su recorte. El re– del retrazo no es un accidente que sobreviene
al trazo. Este se destaca permitiendo a toda propiedad destacarse,
como se dice de una figura sobre un fondo. Pero no se destaca ni
antes ni después de la encentadura que permite destacarse, ni
sustancialmente ni accidentalmente, ni materialmente ni
formalmente, ni según ninguna de las oposiciones que organizan el
discurso llamado metafísico. Si “la” metafísica tuviese una unidad,
ésta residiría en el régimen de esas oposiciones, el cual ni surge ni
se determina si no es a partir de la retirada del trazo, de la retirada
de la retirada, etc. El “a partir de” se abisma él mismo. Así,
acabamos de reconocer la relación entre el re– de la retirada (que
no expresa menos violentamente la repetición de la encentadura
que la suspensión negativa del Ent-ziehung o del Ent-fernung) y el
Ereignen del es gibt que focaliza todo el “último” pensamiento de
Heidegger en ese trazo precisamente en el que el movimiento del
Enteignen (des-propiación, retirada de propiedad) viene a cavar todo
Ereignis (“Dieses enteignende Vereignen ist das Spiegelspiel des
Gevierts”, Das Ding, p. 172).
2. Señalemos en segundo lugar la performance, o en un sentido
muy abierto de esta palabra, el realizativo [performatif] de escritura
por el que Heidegger nombra, llama Aufriss (encentadura) lo que
decide, decreta o deja que se decida llamar Aufriss, lo que se llama
según él Aufriss y cuya traducción bosquejo, según la tracción de un
gesto igualmente realizativo, por encentadura. La decisión tajante de
llamar Aufriss a lo que de una cierta manera se encontraba todavía
innombrado o ignorado bajo ese nombre, es ya en sí misma una
encentadura; aquélla no puede hacer otra cosa que nombrarse,
autonombrarse, y encentarse en su propia escritura. Heidegger hace
con frecuencia el mismo gesto, por ejemplo con Dasein al comienzo
de Sein und Zeit. Nada de neologismo ni de metaescritura en el
gesto que hay aquí.
He aquí lo que se firma y se encenta bajo la firma de Heidegger.
Es en el momento en que, en Der Weg zur Sprache, acaba de
sugerir que la unidad de la Sprache sigue manteniéndose
innombrada (unbennant). Los nombres de la tradición han fijado
siempre su esencia en tal o cual aspecto o predicado. Heidegger
hace punto y aparte y abre un nuevo párrafo: “Die gesuchte Einheit
des Sprachwesens heisse der Aufriss” (“La buscada unidad de la
esencia de la Sprache se llama la encentadura”). Heidegger no dice:
yo decido arbitrariamente bautizarla “encentadura”, sino que “se
llama”, en la lengua que decide, encentadura. Y mejor, con ese
nombre, eso no se llama, eso nos llama a... Prosigamos: “Der Name
heisst uns [Este nombre apela a que nos] fijemos [erblicken, como
en Satz vom Grund, en el momento de la declaración sobre la
metáfora] más distintamente (deutlicher) en lo propio (das Eigene)
des Sprachewesens. Riss is dasselbe Wort wie ritzen (Trazo es la
misma palabra que ‘rayar’)” (pp. 251-252).
Ahora bien, prosigue Heidegger, frecuentemente solo conocemos
el Riss bajo la forma “devaluada” (abgewerten) que tiene en
expresiones como rayar una pared, desbrozar y roturar un campo
(einen Acker auf-und-umreissen), para trazar surcos (Furchen
ziehen) a fin de que el campo albergue, guarde en él (berge) las
simientes y el crecimiento. La encentadura (Aufriss) es la totalidad
de los trazos (das Ganze der Züge), el Gefüge de esta
Zeichnung (inscripción, grabación, firma) que ensambla (articula,
separa y conserva junta) de parte a parte la apertura de la Sprache.
Pero esta encentadura se mantiene velada (verhüllt) en tanto que no
se advierte propiamente (eigens) en qué sentido se habla de lo
hablado y del hablar. El trazo de la encentadura está pues velado,
retirado, pero es también el trazo que reúne y separa a la vez el
velamiento y el desvelamiento, la retirada y la retirada de la retirada.
3. Acabamos de notar que el trazo hace contrato consigo mismo,
retirándose, cruzándose, recortándose a través de esas dos
circunscripciones vecinas del Reissen y del Ziehen. El recorte cruza
y une entre ellas, tras haberlas atraído a la lengua, las dos
genealogías heterogéneas del trazo, las dos palabras o “familias” de
palabras, de “logias”. En el recorte, el trazo se señala a sí mismo al
retirarse, llega hasta borrarse en otro, a reinscribirse en éste
paralelamente, en consecuencia, heterológicamente, y
alegóricamente. El trazo es retirada [Le trait est retrait]. Ni siquiera
puede decirse ya es, no puede ya someterse la retirada a la
instancia de una cópula ontológica cuya posibilidad está
condicionada por aquélla como por el es gibt. Como hace Heidegger
con Ereignis o Sprache, habría que decir de forma no tautológica: el
trazo trata o se trata, traza el trazo, en consecuencia retraza y re-
trata o retira la retirada, hace contrato, se contrata y establece
consigo mismo, con la retirada de sí mismo, un extraño contrato que
no precede ya, por una vez, a su propia firma, y que en
consecuencia la quita. Todavía tenemos, aquí mismo, que realizar
encentar, trazar, tratar, acosar no esto o aquello sino la captura
misma de este cruce de una lengua en otra, la captura (a la vez
violenta y fiel, pasiva sin embargo y que deja a salvo) de este cruce
que une Reissen y Ziehen, traduciéndolas ya en la llamada lengua
alemana. Esta captura afectaría al capturador mismo, al que lo
traduce a la otra, puesto que retrait, en francés, no ha querido decir
nunca, según el uso, re-trazamiento. Para encentar esta captación
comprensiva y este trato o esta transacción con la lengua del otro,
subrayaré todavía lo siguiente: que el trato actúa, está actuando ya
en la lengua del otro, diría en las lenguas del otro. Pues hay siempre
más de una lengua en la lengua. El texto de Heidegger en el que
parece que por primera vez, que yo sepa, se nombra (en el sentido
de heissen) ese cruce del Ziehen y del Reissen, es El origen de la
obra de arte, en ese lugar preciso donde la verdad se llama no-
verdad: Die Wahrheit ist Un-wahrheit. En la no-retirada de la verdad
como verdad, en su Unverborgenheit el Un tacha, impide, prohíbe,
hiende de una doble manera. La verdad es ese combate originario
(Urstreit) en el que forma parte de la esencia sufrir o resentir lo que
Heidegger llama la atracción de la obra, el atractivo hacia la obra
(Zug zum Werk), como su insigne posibilidad (ausgezeichnete
Möglichkeit). La obra ha sido definida más arriba, en especial, como
sumballein y allegoreuein. En esta atracción, la verdad despliega su
esencia (west) como combate entre claro y reserva o retirada
(Verbergung), entre mundo y tierra. Pero este combate no es un
trazo (Riss) como Aufreissen que abre un simple abismo (blossen
Kluft) entre los adversarios. El combate atrae a los adversarios
dentro de la atracción de una pertenencia recíproca. En un trazo que
los atrae hacia la procedencia de su unidad a partir de un fondo
unificado, aus dem einigen Grunde zusammen. En este sentido es
Grundriss: plan fundamental, proyecto, diseño, bosquejo, esbozo.
Se imprimen entonces una serie de locuciones cuyo sentido
corriente, usual, “literal” se diría, se encuentra reactivado al mismo
tiempo que discretamente reinscrito, desplazado, vuelto a poner en
juego en lo que actúa en este contexto. El Grundriss es Aufriss
(encentadura y, en el sentido corriente, perfil esencial, esquema,
proyecto) que dibuja (zeichnet) los trazos fundamentales
(Grundzüge, y aquí se cruzan los dos sistemas de trazos para decir
trazo en la lengua) del claro del ente. El trazo (Riss) no hace
hendirse a los opuestos, atrae la adversidad hacia la unidad de un
contorno (Umriss), de un marco, de un armazón (en el sentido
corriente). El trazo es “einheitliches Gezüge von Aufriss und
Grundriss, Durch– und Umriss”, el conjunto unificado, ensamblado
(Ge-) de los trazos concentrados, esas aparentes modificaciones o
propiedades del Riss (Auf–, Grund–, Durch–, Um–, etc.), entre todos
esos rasgos o trazos del trazo que no le sobrevienen como
modificaciones predicativas a un sujeto, una sustancia o un ente
(cosa que no es el trazo), sino que por el contrario abren la de-
limitación, la de-marcación a partir de la cual el discurso ontológico
sobre la sustancia, el predicado, la proposición, la lógica y la retórica
pueden entonces destacarse. Interrumpo aquí arbitrariamente mi
lectura, la corto de un trazo en el momento en que nos iba a llevar al
Ge-stell de la Gestalt en el ensamblamiento (Gefüge) de la cual der
Riss sich fügt.
Así, pues, el trazo no es nada. La encentadura del Aufriss no es ni
pasiva ni activa, ni una ni múltiple, ni sujeto ni predicado, no separa
más de lo que une. Todas las oposiciones de valor tienen su
posibilidad en la diferencia, en el entre de su separación que concilia
tanto como desmarca. ¿Cómo hablar de eso? ¿Qué escritura hay
que inventar aquí? ¿Se dirá del léxico y de la sintaxis que
circunscriben esta posibilidad en francés, en alemán o entre los dos,
que son metafóricos? ¿Se los formalizará según algún otro
esquema retórico? Cualquiera que sea la pertinencia, o la
fecundidad de un análisis retórico que determinase todo lo que pase
en un tal camino de pensamiento o de lenguaje, en ese abrirse paso
del abrirse paso, habrá habido necesariamente una línea, por otra
parte dividida, en la que la determinación retórica habrá encontrado
en el trazo, es decir, en su retirada, su propia posibilidad
(diferencialidad, separación y semejanza). Esta posibilidad no podrá
ser estrictamente comprendida en su conjunto, en el conjunto que
ella hace posible; y sin embargo ella no lo dominará. La retórica no
podrá entonces enunciarse a sí misma y su posibilidad, más que
desplazándose al trazo suplementario de una retórica de la retórica,
y por ejemplo de una metáfora de la metáfora, etc. Cuando se dice
trazo o retirada en un contexto en el que se trata de la verdad,
“trazo” no es ya una metáfora de lo que creemos usualmente
reconocer bajo esa palabra. No basta, sin embargo, con invertir la
proposición y decir que la re-tirada de la verdad como no-verdad es
lo propio o lo literal a partir de lo cual el lenguaje corriente estará en
posición de separación, de abuso, de desvío trópico, bajo cualquier
forma que sea. “Retrait” no es más propio, ni literal, que figurado. No
se confunde ya con las palabras que él hace posibles, en su
delimitación o recorte (incluidas las palabras francesas o alemanas
que se han cruzado o injertado aquí), como tampoco es extraño a
las palabras como una cosa o un referente. La retirada no es ni una
cosa, ni un ente, ni un sentido. Se retira del ser del ente como tal y
del lenguaje, sin que esté, ni sea dicho, en otra parte; encenta la
diferencia ontológica misma. Se retira pero la ipseidad del se
mediante la que se relacionarla consigo mismo con un trazo no la
precede y supone ya un trazo suplementario para trazarse, firmar,
retirar, trazar a su vez. Retiradas se escribe, pues, en plural, es
singularmente plural en sí mismo, se divide y se reúne en la retirada
de la retirada. Es lo que he intentado llamar también en otra parte
pas.32 De nuevo se trata aquí del camino, de lo que ahí pasa, lo
pasa, pasa por ahí, o no.
¿Qué es lo que pasa?, habíamos preguntando al empezar este
discurso. Nada, ninguna respuesta, sino que la retirada de la
metáfora pasa a ésta por alto, y a sí misma.
Traducción: Patricio Peñalver

29. Conferencia pronunciada el 1 de junio de 1978 en la Universidad de Ginebra, durante


un coloquio (Filosofía y metáfora) en el cual participaron Roger Dragonetti, André de Muralt
y Paul Ricoeur. Se podrá compobar durante la lectura que es a Michel Deguy a quien yo
habría, principalmente, destinado el esbozo al que se aproxima este desvío [détour],
Umriss en otra lengua, para decir, paralelamente, proximidad. Primera versión publicada en
Po&sie, 7, 1978.
30. Recogido en La vérité en peinture, Flammarion, 1979.
31. Recogido en Parages, Galilée, 1986.
32. Véase “Pas”, en Parages. Galilée, 198
LO QUE RESTA A FUERZA DE MÚSICA33

La “fuerza”, me sirvo de esta palabra de modo apresurado y un poco


oscurantista, tardíamente sobre todo, rezagado respecto del texto
de Roger Laporte: él de hecho escribe y desescribe, contraescribe el
lenguaje de la fuerza, lo interroga y prácticamente lo descalifica.
Más precisamente, no descalifica sino que inscribe y pone en
escena, en una escena no meramente representativa; inscribe y
contra-inscribe, por lo tanto, el punto de vista económico o
energético. Comienzo citando el Suplemento*: “A lo largo de este
post-scriptum, hice como si la estructura y el funcionamiento de la
empresa literaria pudieran ser descritos en términos de inversión,
desinversión, contra-inversión, sobreinversión: no renuncio a esa
interpretación (…)” De hecho, el que llamaré provisoriamente el
signatario de Fuga / Suplemento no renuncia nunca a nada, también
en esto escribe como el inconsciente, como inconsciente, pone una
atención extraordinaria, una cultura sin déficit a la medida del deseo
del inconsciente: no renuncia a nada pero reinscribe a través de una
interpretación incesante, implacable, todo aquello que finge
abandonar, tachar, perimir, en un espacio de juego más potente y
más amplio, sí, en un espacio de juego. Retomo mi cita: “ya que el
punto de vista económico, lejos de ser rechazado, se ha extendido
hacia una teoría de los juegos, o más bien se ha integrado a un
punto de vista estratégico”. Pero es una estrategia sin finalidad, sin
ganancia asegurada, donde ganar es igual a perder, donde el juego
disloca y aventura el cálculo: “Ya sabemos que Yo no solo pone
todos sus recursos (Yo escrito en tercera persona), su energía, sus
deseos al servicio del campo que debilita, sino que se pone él
mismo en juego; sabemos también que esa inversión no se hace ni
por generosidad ni con la ambición de encontrarse hábilmente del
lado del vencedor, sino, por el contrario, para que ningún campo
triunfe sobre los demás, condición necesaria para el buen
funcionamiento de la máquina”. La “fuerza”, entonces, me sirvo
tardíamente de esa palabra para designar de modo insuficiente un
avance, la fuerza fascinante e intimidante de ese texto (Fuga y
Suplemento a Fuga), será quizás cuestión de no dejarse prender,
comprender, reducir por ninguno de los discursos que se podrían
sostener hoy sobre él. La medida de esa fuerza fascinante sería
entonces aquella de un desvío. Desvío entre, por un lado, todos los
esquemas de la crítica, todos los códigos de la teoría, todos los
programas de lectura actualmente disponibles para construir un
metalenguaje que vendría a hablar sobre ese texto y, por otra parte,
ese texto en sí mismo, si esto se puede decir aún. Que esto no sea
aprehensible, controlable, comprensible, no significa que oculte un
secreto o que se esconda en una oculta reserva; tiene, por el
contrario, una especie de transparencia explicativa, de rigor analítico
y de claridad retórica impecables. Pero analiza con una paciencia y
un rigor incomparables todos los discursos que se pueden tener
actualmente sobre él, los sitúa, los anticipa en todo caso en sus
esquemas fundacionales, en sus recursos típicos, en su metáfora y
en general en su retórica. Esto no implica que deba ser siempre así
y que Fuga despiste o a su vez domine en principio el contenido de
todo metalenguaje posible en general. Pero si mi hipótesis histórica
no es demasiado imprudente, y es necesario en cualquier caso
pensar Fuga, leer Fuga como se lee Fuga, es decir inscribiéndose
en un campo históricamente determinado, libidinalmente,
económicamente, políticamente determinado, como se dice tan
frecuentemente, ningún metalenguaje es lo suficientemente potente
hoy como para dominar el curso, más bien el de-curso, de esa
escritura. Es a este desvío determinado que llamo su fuerza o su
capacidad de fascinación. Se medirá a continuación, pero esa
estructura de continuación histórica en el poder-leer o escribir es ella
misma reconocida como una ley por Fuga y sobre todo por
Suplemento. No es que estos textos sean algo más allá del
metalenguaje posible hoy, sea cual fuera el tipo (crítico, teórico-
filosófico, etc.). Simplemente tratan con el metalenguaje, hacen
pasar conjuntamente una transacción cuyo estatus, estructura y
proceso son demasiado retorcidos como para poder ser dominados.
E incluso si los contenidos metalingüísticos nuevos permitieran
algún día decir cosas que Fuga no habría dicho, inscritas o
prescritas, apuntando así a un afuera invisible a Fuga, a su
signatario o a su lector, al menos la estructura metalingüística habrá
reconocido y reescrito por anticipado. Es por ello que aquellas
categorías de la historia y el porvenir que pretendí acreditar hace un
momento deberían ser por su parte reconsideradas, al menos en su
forma ingenua. Fuga inscribe entonces y conlleva por anticipado
todo recurso metalingüístico y hace de esa cuasi-operación una
música inaudita, fuera de género. De allí la actitud espontáneamente
defensiva, de guarda, de puesta en guardia de aquel que lee y a
fortiori de aquel que debe hablar de Fuga o de Suplemento. Éste
pone y se pone en guardia –lo que hago yo aquí– contra aquello
mismo que emprende [qu’il engage], que lo comprende [qui
l’engage]*, y que tiene de antemano como carga, haciendo de su
lectura y de su discurso una representación o más bien, ya que la
representación no agota aquí los efectos abismales, una pieza
quizás no representativa, incluso no dicha, una fuerza parcial en una
puesta en abismo generalizada.
Uno se crispa, se defiende entonces contra una puesta en abismo
que ya opera. El ya importa más que la operación, y el enigma de
todo ese trabajo es quizás, lo veremos inmediatamente, el de un ya.
Uno se defiende entonces luego o demasiado tarde. Sería en vano
sin embargo desestimar lo que esa defensa y los mecanismos de
rechazo que provoca pueden inducir en el mercado actual de la
literatura. Exhibiendo anticipadamente y desmontando todos los
códigos y todos los programas por medio de los cuales la lectura –y
todas las fuerzas que se ven allí comprometidas– podrían
apoderarse de tal texto, consumirlo y reproducirlo, describiendo
esos programas con un rigor, una discreción y una suerte de
neutralidad impasible, intransigente también, el signatario se hace
rechazar, devolver, en cualquier caso se torna inaprensible, hasta
que la fuerza de su maquinación o de su estratagema sea
transformada, participada en la transformación del curso [marche] y
del mercado [marché] general de la lectura o de la escritura, lo que,
tal es el riesgo absoluto que se toma aquí sin ninguna seguridad
estratégica para la puesta en juego, siempre puede no llegar. El
riesgo de que nada llegue allí, que no llegue nada en absoluto, que
nada incluso llegue, sea lo que sea que se diga, ese riesgo está
expresamente marcado en la maquinaria musical de Fuga. Está
marcado, entre otros lugares, en el final de Fuga, como riesgo
insurreccional. Y es incluso, creo, a partir de ese riesgo, que la
palabra biografía debe ser releída. El “viviente” que se escribe, el Yo
escrito y contra-escrito* signatario que no es ya sujeto de lo que
describe, firma, designa, el signatario falsificador, que no es incluso
un verdadero falsificador, sino un falso falsificador (“singular
falsificador, dice Fuga, falseando mi propia firma, no busco engañar
a nadie pero las piezas referidas son dispares e irregulares”; más
adelante, entre todas las metáforas no descartadas, sino
deformadas o alteradas, encontramos esta: “Es posible que, desde
el principio de esta obra, haya escrito con la segunda intención de
hacer funcionar el móvil con el objetivo de leer su movimiento,
presuponiendo entonces que ese móvil era una máquina de
escritura que dejaba necesariamente una huella: su firma”), ese
falso falsificador, ese signatario ficticio no se exceptúa tampoco,
para dominarla, de la escritura, aunque fuera para mantener en su
propósito los discursos más pertinentes sobre el riesgo, el gasto, la
no-productividad, la economía y la aneconomía, etc. Esto es lo que
llama la segunda condición de lo biográfico. Entre todos los motivos
retomados y reemprendidos por Suplemento, está el siguiente:
“Hablar de la vida económica de la empresa literaria, ¿no es solo
una metáfora?” Interrumpo un instante mi cita: la cuestión crítica con
respecto a lo metafórico es incesante, vela sobre todo el discurso
con una severidad que no es solo la de la ley o la de alguna
represión con respecto a lo poético o lo retórico. Esa vigilancia, por
el contrario, reemprende la productividad de metáforas que son
probadas una tras otra, se sustituyen sin fin, de modo que, en ese
retiro general de la metáfora, ningún ribete, ningún horizonte de
propiedad protege contra la extensión al infinito de suplementos
metafóricos. Esa ausencia de ribete y de clausura de propiedad da a
esa música textual lo que llamaré –con una cita externa– su
estructura galáxica, galáctica. Por galaxia hay que entender aquí, al
menos, una multiplicidad en un espacio en perpetuo despliegue y
que no tiene límite externo, sin afuera, sin extremo, autonomía
constelada que no se vincula más que consigo misma, se nutre, se
siembra o se amamanta a sí misma. Claro que se trata aquí aún de
una metáfora que retorna insistentemente. Así, en primer lugar, en
Fuga: “El lenguaje ordinario se distingue del referente que designa o
significa: soñé con escribir una obra donde forma, contenido y
referente hubieran sido no solo inseparables, sino a la vez nunca
confundidos. Seguramente esa obra no es en absoluto el espejo del
mundo, pero, como en el ajedrez, constituye de algún modo una
galaxia autónoma y sin embargo no he creado en absoluto esa Gran
Obra, estrictamente ‘auto-referencial’…” Ante una metáfora galáctica
que supondría todavía una auto-nomía, una propiedad, una auto-
referencialidad, este movimiento de retiro o de depreciación se
acentúa hacia el final de Suplemento. La metáfora galáctica es sin
duda preferible a cualquier otra, a aquella por ejemplo de una
“fábrica de archivos originariamente derruida”: “Escribir hace
también pensar en un espacio desconocido, galaxia explorable
solamente por el inscriptor-argonauta: para calificar mi tarea he
empleado, desde hace mucho tiempo, la metáfora del cartógrafo o la
del explorador…”. Pero el Suplemento había de antemano perimido
la metáfora galáctica. Así “No sabríamos apropiarnos de una lengua
sin propiedades: su gramática no está aún fijada en ninguna regla,
su vocabulario es sin seguridad, y no tiene quizás ni gramática ni
léxico: no puedo apropiarme del escribir, ya que no me pertenece,
no se pertenece [El impersonal se usa aquí quizás como en La
Veille*]. Me faltó atención [ante la singularidad de ese impersonal**,
quizás], al identificar su espacio con aquel de una galaxia autónoma
[por lo tanto con algo o alguien que se da su ley –autónoma– como
un cielo estrellado], ya que si es cierto que escribir no remite ni a un
real que le sería externo, ni incluso a un texto que le sería
inmanente, es falso afirmar que escribir sea ‘auto-referencial’: ¡cómo
podría, el escribir, autodesignarse si no posee nada propio, ninguna
interioridad, ningún ‘sí-mismo’!” Se trataba entonces solamente de
una metáfora, pero no hay más allá de lo metafórico; en tanto la
metáfora no se opone ya a ningún límite, a ningún contrario, no
sosteniéndose sobre nada, ya no es ella misma, propiamente,
metáfora. Se trata, como se dice en Fuga, de acercarse
“indirectamente por una serie de metáforas no destinadas a ser
nunca remplazadas por un lenguaje directo”. Hay entonces que
desconfiar no solo de las metáforas y de lo propio, sino también de
un juego que, como parece producir sus desvíos sin límite, permitiría
que lo no-metafórico y lo no-propio, se ponga en posición de
esencialidad o de verdad, como si se dijera finalmente: él, el juego,
es la escritura, la escritura es el juego, he aquí la esencia de la
esencia. Nueva puesta en guardia contra esa última guarda, puesta
en guardia del Suplemento esta vez, precediendo toda guardia,
vanguardia en su concepto no cifrado: “Sin comienzo ni fin, sin
reglas, sin unidad, escribir, siempre disidente, no es asimilable a
ningún juego codificado, pero es justamente por eso que hablar del
juego insensato de escribir no es una metáfora. Se puede incluso
decir que el juego es el único elemento no metafórico de mi léxico,
¡pero que se cuide aquel que en consecuencia pretenda alcanzar la
esencia de escribir! Sólo por un abuso de lenguaje se podría atribuir
una realidad a lo que excede la oposición de lo metafórico y lo real,
a lo que se pretende cazador único que degrada al rango de presa
la movilidad, la celeridad de un vacío intersticial, a ese juego
inestable, siempre otro, que frustra toda definición, a esta contra-
escritura que quiebra toda clausura y engendra una fuga perpetua
puntuada de salvajes rupturas blancas”. Luego de este largo rodeo
sobre el rodeo sin fin, vuelvo a la cita interrumpida respecto de la
segunda condición de lo biográfico: “Hablar de la vida económica de
la empresa literaria, ¿no es solo una metáfora? ¡Bien querría yo
saberlo!”; y luego de haber tratado, retornado, alterado estas
cuestiones del trabajo, de la productividad, del gasto, etc.,
Suplemento define la segunda condición de lo biográfico: no
contentarse con sostener un discurso sobre la economía o sobre la
producción:
Que el escritor, en tanto que escritor, en consecuencia en tanto que hombre, sea
vitalmente tocado, incluso amenazado, es sin duda una condición suficiente para que
el texto sea marcado con el sello “Biografía”, pero esa sola condición no me permite
llevar a cabo el proyecto que todo el tiempo me tomé a pecho: remontar el rastro de
todo libro que se contente con hablar de escritura, de un gasto improductivo, de un
despilfarro insensato, donde el autor, en contradicción, consciente o no, con su
propio discurso, sin correr ningún peligro, retira de su empresa el beneficio de una
ciencia económica fundada sobre el potlatch, consumo que solo podría vivirse
dejando antes de escribir. Para realizar ese proyecto en el que he invertido tanto, no
basta con rechazar cualquier discurso meramente teórico, sino que es necesario que,
hacer el estudio estratigráfico del volumen, radiografiar la práctica de escriptor,
revelar el rol de agente doble sostenido por el único personaje del texto, constituyan
una aventura opaca, violenta, ardiente, dispensiosa que conforme toda la materia del
libro: tal es la segunda condición.
Prefiero en consecuencia reservar el término Biografía, incluso aquel de escribir, a
la empresa literaria en la que escribir constituya el único tema [sujet]: aquel del que
se trata, el único objeto: aquel que se busca, y la misma práctica es inseparable de
su “puesta en abismo”. No se trata de escribir un Tratado, de enumerar las
operaciones que serían efectuadas por un practicante desconocido en otro lugar y
otro tiempo, pero hay que instituir un texto práctico-teórico.

Hay que insistir en ello, esta puesta en abismo es práctica –y más


que práctica ya que ella trabaja incluso una noción tradicional de
práctica, una teoría o una tesis sobre la práctica. Esa puesta en
abismo no implica una tesis sobre una tesis, una teorización sobre la
teoría, una representación de la representación. Fuga y Suplemento,
no más que el trayecto que los ha precedido y que allí se pliega, no
son parte de esos numerosos discursos saturados y saturantes que,
en el campo literario actual, se sostienen si podemos decirlo así
ellos mismos sobre ellos mismos, se representan y se postulan ellos
mismos en ellos mismos o en todo caso se dan a su espectáculo. Y
al mismo tiempo suturan su propio espacio. En el topos moderno de
la puesta en abismo, en su extensión modernista más bien, se
puede percibir esa autodefensa del texto que, al explicarse, al
enseñarse, al postularse a sí mismo, al instalarse plácidamente en
su auto-telismo y su auto-tetismo, en la representación de sí al
infinito, se cuida precisamente de ese abismo del que se contenta
entonces con hablar, del que tiene la boca llena luego de haber
llenado el abismo. Cuando, por el contrario, leemos aquí que el texto
que se pone en abismo es “práctico-teórico”, toda la estructura en
fuga y suplemento marca que el poner-se no es allí auto-posición,
auto-producción, reapropiación por parte del sujeto de su tesis, de
su producción y de su apuesta. Una cierta malapuesta, un cierto
quien-gana-pierde, una cierta improductividad práctica (que no es
negativa), una reinscripción de lo teórico en un campo agónico que
lo desborda, todo eso impide que la escritura sea una armoniosa y
plena coextensión de lo práctico y de lo teórico, de ser eso que Fuga
llama en alguna parte “máquina teórica homotética de la práctica de
la escritura”. Al analizar su modo de producción, al escribir, “para
producir su modo de producción” y para transformarlo –aquello en lo
que ese trabajo es también político (más allá de los códigos y
estereotipos despolitizantes con los que se satisfacía a menudo
cierta vanguardia literaria)–, la contra-escritura introduce
regularmente e irregularmente un disfuncionamiento y desvíos en la
marcha de la máquina. Esos desvíos no son negativos, no abren
vacíos. Como la contra-escritura que la trabaja y la determina, la
escritura desobedece sin cesar la lógica de la oposición lleno/vacío.
El blanco no se determina nunca como falta o vacío que una suerte
de teología negativa o hipernegativa vendría a aislar, purificar, poner
en posición trascendental. Contra la teología negativa de la que
Laporte habría creído erróneamente o más bien fingió creer que
marcaba aún demasiado sus libros anteriores, Fuga – música. Fuga
no se contenta con edificar puestas en guardia, negaciones o
denegaciones (en algún lado se trata explícitamente la denegación),
Fuga música. La irreductibilidad de lo musical aquí no depende de
ningún melocentrismo. E intentaría ya mismo poner ese efecto
musical inaudito en relación con un resto inasimilable por cualquier
discurso posible, es decir por cualquier presentación filosófica en
general. He aquí en primer lugar, un poco después de haber
denunciado la “trampa tendida por la teología incluso negativa”, la
“dimensión insurreccional”:
No cedería a una vieja nostalgia; no caería nuevamente en el mismo error que al
principio; no afirmaría que no hay ni decir sin hacer, ni hacer sin decir, o más aún
afirmaría esta tercera condición sabiendo incluso que la experiencia de escribir es lo
imposible. El juego de escribir, que no coincide consigo mismo, inseparable de su
recusación, no se marca, pero puede únicamente ser trazado nuevamente: se debe,
necesariamente, luego, reinscribir el blanco de la escritura*, afirmar fielmente el
desfase constituyendo una nueva copia no conforme de un texto irreconocible
devenido una banal pieza de archivo. La diferencia como proceso, la contra-escritura
“corazón sin corazón” de escribir, sin ser nunca el objeto de una intuición inmediata,
no constituye un vivido, y en consecuencia escribir se inscribe en falso frente a la
Biografía como género, o más bien, la conduce a su justa proporción al no darle más
que un lugar en una sistasis [systase] [sistasis es quizás el único neologismo o
palabra extranjera que Laporte introduce, en el largo debate analítico que despliega y
que habría que seguir respecto de su monoglotismo y en el ataque de la lengua
materna, debate riguroso y sin soberbia, suspicaz respecto de todas las pseudo-
transgresiones inmediatamente recodificadas], sistasis que por definición ningún
término puede englobar ni encabezar. Nada más que un lugar, sí, ¿pero cuál
exactamente?
La dimensión insurreccional de la vida…

Esta reinscripción del blanco de la escritura tiene una relación


esencial con la música y el ritmo. El ritmo vale más que todos los
temas que implica y remite y escande sin cesar. Es por eso que en
lugar de hacer el inventario – lo que es a la vez imposible y no
pertinente– de todos los “temas” puestos en Fuga y en Suplemento
(la fuga y el suplemento son a la vez el título, la forma y el tema de
esa exaltación musical de escritura), en lugar de hacer una falsa
lista de temas tratados (la firma, el privilegio de lo psicoanalítico, la
metáfora, la contra-escritura, la fiesta, la sutura, la denegación, la
referencia, el juego, el código, la castración, la pregunta y la
respuesta, la verdad y la ficción, la pérdida, la ley, lo económico, lo
maquínico, el funcionamiento, la fuga, el suplemento, etc.) señalaría
brevemente, para remitir lo más rápido posible al texto mismo, si se
puede aún decir, la afinidad entre lo musical o el “latido rítmico de un
blanco” (casi las últimas palabras de Suplemento) y el resto. Lo
marcaría no para cerrar un propósito sino como obertura, es decir, a
penas bajo la forma de una pregunta, de una pregunta incompleta,
no elaborada, abierta, casi sin programa. Una vez que todos los
códigos, todos los programas, todas las metáforas de escritura han
sido agotadas, denunciadas en su insuficiencia, excedidas,
entonces, una vez que un inmenso trabajo se ha hecho como a pura
pérdida, que todas las huellas determinadas han sido borradas o
arrebatadas, que todo el trayecto se ha como minado a sí mismo,
hasta la pregunta “¿qué ha pasado?” “¿qué me ha sucedido?”, ¿ha
tenido lugar un acontecimiento? etc., ¿qué resta? No [pas] nada.
Pero ese no nada no se presenta jamás, no es algo que existe y
aparece. Ninguna ontología lo domina. Un “haber pasado” arranca
ese extraño resto –que hace que haya algo para leer– a toda
presentación temática e incluso a toda referencia a algún pasado
que haya podido ser presente, que haya podido ser. De ahí la forma
siempre retomada de ciertos enunciados que ponen en pasado algo
o más bien alguna escritura o algún funcionamiento que nunca fue,
que nunca fue presente, que no depende del verbo ser. Por ejemplo:
“La máquina funcionó” o “hubo escritura”. ¿Qué relaciona ese resto
sin ser, sin sustancia, sin forma, sin contenido, sin esencia, “gloriosa
tumba a la memoria de nada”?, ¿qué relación establece esa firma
sin nombre propio, dado que ningún nombre la porta, con lo que es
afectado y nos afecta aquí musicalmente? Tampoco podemos decir
que la música ha llegado, ni que algo como la música ha llegado a
alguien (Laporte cuestiona y hace temblar en alguna parte el me, el
me reflexivo o auto-afectivo en la expresión “algo me sucedió”) y sin
embargo el pasado extraño e inquietante del “hubo escritura” pasa
aquí irreductiblemente por lo musical y lo rítmico, y nos obliga –tal
es también la fuerza singular de Fuga– a repensar, a reinventar eso
que disponemos bajo estas palabras: música-ritmo. Tal
señalamiento de Suplemento nos pone en camino, pero su
argumento también debe ponerse en Fuga: “Escribir no conduce a
un puro significado, y podría ser que la Biografía se distinga de la
filosofía y por el contrario se acerque a la pintura y sobre todo a la
música, por cuanto no conlleva sin duda nunca un verdadero
contenido…”
Traducción: Guadalupe Lucero

33. Una primera versión de este artículo fue publicada en Digraphe (número especial
dedicado a Roger Laporte, 18/19, abril 1979).
* Los textos de Roger Laporte referidos en este artículo son Fugue (Paris, Gallimard, 1970)
y Fugue. Supplément (Paris, Gallimard, 1973). Traduzco cada vez fugue por “fuga” y
supplément por “suplemento”, manteniendo la mayúscula cuando se refiere al título de la
obra.
ILUSTRAR, DICE ÉL…34

En el principio, es la ficción, y habría escritura. O sea, una fábula, de


la escritura. El otro lee y, por tanto, escribe a su vez, según su turno.
A partir, entienda bien, de su lectura. Dejándola también alejarse o
perderse, restituyéndose en otro lugar. En el mejor de los casos
siempre habrá de reiterar, el proceso de ambas inscripciones será
interminable. Siempre llamará su suplemento, algún añadido de
discurso, porque hablaba de textos verbales, quiero decir, palabras.
Ahora imagine, otra fábula, que un texto leído sea escrito, y de
modo muy diferente, imagínelo transfigurado por el dibujo o el color.
Transformado, cambiado en su línea o sus formas, pero
transportado en otro elemento hasta perder algo como su lugar y su
relación a sí. Entonces puede ocurrirle (algunas veces) parecer
precedido por lo que lo secunda, como doblado por su consecuencia
–y una suerte de paz viene a inmovilizar de un solo trazo ambos
cuerpos, el cuerpo de las palabras y el de los espacios, el uno por el
otro fascinado. Ambos fuera de ellos mismos, una suerte de éxtasis.
Usted tiene el sentimiento que, singular éxtasis, el organismo verbal
ha sido radiografiado según el espacio a pesar del espacio, en el
instante atravesado por los trazos del pintor o del dibujante, quiero
decir filmado, fijado, sometido a revelado antes incluso del tiempo
de su producción, en vísperas del comienzo, anticipadamente.
François Loubrieu, sea, quiere guardar para estos rayos, los
suyos, la palabra de “ilustración”. Sí, a condición de cambiarla un
poco de empleo y de someterla todavía al mismo proceso. De
pasarla al revelado y de insistir, en efecto, sobre lo inseparable, lo
inrecortable de una ilustración. De una que sea una y no valga sino
una vez, para un solo corpus.
Aunque esta alianza indestructible reciba toda su energía de una
interrupción, de un abismo infranqueable y de una disimetría
absoluta entre lo visible y lo legible.
Aún más: este reparto entre lo visible y lo legible, no estoy seguro,
no creo en el rigor de sus límites, ni sobre todo qué pasa entre la
pintura y las palabras. De entrada, atraviesa cada uno de los
cuerpos sin duda, el pictórico y el lexical, según la línea –única cada
vez pero laberíntica– de un idioma.
Espolones: en primer lugar preparados para la escena, afilados
para la cripta de un teatro. Jugaba yo ahí los efectos de una lectura
pública, un verano de 1972, en el castillo de Cerisy-la-Salle. Y ya en
vistas de un cierto cuadro viviente cargado de jeroglíficos. Lo que
entonces se ofrecía para disimularse en la escena, en los pliegues
de un simulacro –tal “paraguas” de Nietzsche–, era ya una
multiplicidad de objetos, todo un catálogo. Los ponía delante de los
ojos como enigmas silenciosos, los acercaba a través de los
enredos de una argumentación lenta, precavida pero discontinua
también, con brincos y blancos – y estos objetos, otros podían creer
que esperaban su representación para prestarse a eso
naturalmente: plumas, estilos y estiletes, veleros y velas de todos
tipos, dagas o dardos, arañas, grullas, mariposas, toro, la llama y el
hierro, las rocas, orejas, un laberinto, el embarazo o no de todas las
mujeres de Nietzsche, una matriz enorme, vientres de virgen, el ojo
y los dientes, el mismo que esperaba a Wagner en Basilea – o un
pliegue secreto, un pequeño paquete confiado al correo un día por
el signatario de la frase “he olvidado mi paraguas”. En resumen, una
salva de tarjetas postales en la retórica de una sombrilla en Cerisy-
la-Salle, no lejos de una “máquina de recoser sobre una mesa de
castración”.
Y sin embargo, con el propósito de una demostración al fin
suspendida, sin objeto, exhibiendo solo su secreto, rechazando la
imagen. Nada debía dejarse detener por el ícono, reconocer en la
presencia de un espectáculo, los contornos detenidos de un cuadro
o, al fin, situable, la posición de un tema. Sobre todo no la mujer, el
imposible tema del discurso (“Pero – la mujer será mi tema”, está al
principio, y más lejos, a partir de ahí, “La mujer no habrá sido mi
tema”). Heidegger se muestra incluso sospechoso de abandonarla,
a la mujer, en un escrito de Nietzsche, y tratarla como una imagen,
“un poco como se saltaría una imagen sensible en un libro de
filosofía, como se arrancaría también una página ilustrada o una
representación alegórica en un libro serio. Lo que permite ver sin
leer o leer sin ver”.
François Loubrieu no ha procurado restituir. Su gesto surca en
todos los sentidos un espacio ajeno a la deuda: nada que devolver
de estos espolones, de estas huellas o de estas estelas (Spuren)
que se dan para anular el intercambio, la circulación, el mercado, la
exposición. Lo que él llama, en una palabra finalmente demasiado
nueva, la ilustración.
El dulce ensañamiento del injerto, la incisión hostigadora del
dibujo, el choque en expansión, no han trabajado sobre objetos
presentes, sobre el pasado anterior de un escrito que se los habría
tendido al grabador, al dibujante, al pintor. Loubrieu giró todo esto
con una violencia discreta, puso en obra todos estos objetos
posibles, los maniobró como instrumentos más bien que como
imágenes: instrumentos, los suyos en lo sucesivo, para roturar un
nuevo espacio y para trazarse allí con ellos – de imprevisibles
encarrilamientos. Formas totalmente otras y sin embargo punto por
punto parecidas, el retrato de un libro, parecidas como un sueño, el
suelo por el escrito soñado que por otra parte me corresponde aquí.
Por la invención del otro.
Loubrieu ha “atacado”, es su palabra.
Ha atacado lo que llama una “materia” (pero ésta no es un soporte
pasivo, como se querría creer a veces, no que ella no se figure de
preferencia en femenino).
Lo ha hecho con cuerpos hermafroditas, quizá, según el “tercer
sexo” del cual, en este lugar, justamente, habla Nietzsche: plumas,
espolones, un paraguas.
Si usted quiere saber cómo se dibuja, graba o pinta con un
paraguas, con este paraguas y ningún otro, siga a Loubrieu en su
taller. Usted todavía vería allí otra cosa, cualquier otra cosa que Las
vacaciones de Hegel, ese paraguas de Magritte suspendido bajo su
vaso de agua en el virtuosismo de un discurso.
Y usted sabría que armado por esta cosa, él pasa a través de
todas las palabras a las que me había prendado, por las que me
había dejado tomar, impresionar directamente el cuerpo, por
haberlas amado primero, los dos espolones por ejemplo.
Pero pasando a través de las palabras, él prescinde también de
eso y está bien.
Ahí donde esto acababa de llegarme, él ya sabía.
Y ello todavía me llega, como la primera vez, cuando fui dejado
estupefacto. Era hace algunos años, él venía de mostrarme
esbozos, puntas secas y aguas fuertes, pruebas para una edición
veneciana en cuatro lenguas, un trabajo común con Stefano Agosti.
Después, en torno de focos diferentes, el espacio de Loubrieu
habrá ganado otras elipses, no ha dejado de extenderse – vea.
Traducción: Zeto Bórquez

34. Texto publicado en 1979 por el Centre Georges-Pompidou (Musée national d'Art
moderne). Acompañaba, en los Ateliers Aujourd'hui, una exposición conjunta de algunos
manuscritos de mi libro Espolones. Los estilos de Nietzsche y dibujos con pluma de
François Loubrieu, destinados, según la palabra del autor, a “ilustrar” el libro.
ENVÍO35

A principios de siglo, en 1901, el filósofo francés Henri Bergson,


dedicó unas palabras a lo que llamó entonces “nuestra palabra
representación”, nuestra palabra francesa representación: “Nuestra
palabra representación es una palabra equívoca que, de acuerdo
con su etimología, no debería designar nunca un objeto intelectual
que se presente al espíritu por primera vez. Habría que
reservarla...”, etc.
Abandono de momento estas palabras de Bergson. Las dejo
esperando en el umbral de una introducción que propongo titular de
la manera más simple envío, en singular.
La simplicidad y la singularidad de este envío designarán quizá la
última implicación de las cuestiones que quisiera proponer a ustedes
para someterlas también a su discusión.
Imaginen que el francés sea una lengua muerta. También habría
podido decir: represéntense esto, el francés, una lengua muerta. Y
que en algún archivo de piedra o de papel, en alguna cinta de
microfilm, pudiéramos leer una frase. La leo aquí, sería la primera
frase del discurso de envío de este congreso, ésta por ejemplo: “Se
diría entonces que estamos en representación”. Repito: “Se diría
entonces que estamos en representación”.
¿Estamos realmente seguros de entender lo que quiere decir eso
actualmente? No nos apresuremos a creerlo. Quizás habrá que
inventarlo o re-inventarlo: descubrirlo o producirlo.
He empezado deliberadamente dejando aparecer la palabra
“representación” ya engastada en un idioma, engarzada en la
singularidad de una locución (“estar en representación”). Su
traducción a otro idioma resultaría problemática, dicho de otra
manera, no podría evitar dejar residuos. No analizaré todas las
dimensiones de este problema, me atengo a su señalización más
aparente.
¿Qué sabemos, nosotros mismos, al pronunciar o al escuchar la
frase que acabo de leer? ¿Qué sabemos de este idioma francés?
Al decir “nosotros”, de momento, estoy designando la comunidad
que se relaciona consigo misma como sujeto del discurso,
comunidad de aquellos que dominan el francés, que se conocen
como tales y se entienden hablando lo que llamamos nuestra
lengua.
Ahora bien, lo que sabemos ya es que si estamos aquí, en
Estrasburgo, en representación, este acontecimiento mantiene una
relación esencial con un doble cuerpo, ya entiendan esa palabra en
el sentido del corpus o en el de la corporación. Pienso por una parte
en el cuerpo de la filosofía que a su vez puede considerarse como
un corpus de actos discursivos o de textos, pero también como el
cuerpo o la corporación de los sujetos, de las instituciones y de las
sociedades filosóficas. Se considera que estamos aquí
representando esas sociedades, de un modo o de otro, bajo tal
forma o con tal grado de legitimidad. Nosotros seríamos sus
representantes, más o menos bien acreditados, sus delegados, sus
embajadores, sus emisarios, prefiero decir sus enviados. Pero por
otra parte, esta representación mantiene también una relación
esencial con el cuerpo o el corpus de la lengua francesa. El contrato
que ha dado lugar a este XVIII congreso se estableció en francés
entre sociedades filosóficas llamadas “de lengua francesa”, y cuyo
estatuto mismo se refiere a un área lingüística, a una diferencia
lingüística que no coincide con una diferencia nacional.
Está claro que no podremos sustraer a nuestra discusión aquello
que en esta circunstancia, en el acto filosófico o filosófico-
institucional, depende de una lengua o de un grupo de lenguas
llamadas latinas. Tanto menos debemos sustraerlo a la discusión
porque el tema escogido por esta institución, la representación, no
se puede, y aún menos que otros, desprender o disociar de su
instancia lingüística, o lexical, y sobre todo nominal, otros se
apresurarían a decir de su representación nominal.
De la frase con la que se habría abierto un discurso como ése
(“Se diría entonces que estamos en representación”), y de la que he
dicho que no voy a analizar todos sus recursos idiomáticos,
retengamos al menos todavía esto: a los representantes más o
menos representativos, a los enviados que se considera que somos,
los evoca la frase bajo el aspecto y en el tiempo muy regulado de
una especie de espectáculo, de exhibición o de performance
discursiva, si no oratoria, en el curso de intercambios ceremoniosos,
codificados, ritualizados. Estar en representación, para un enviado,
es también en francés mostrarse, representar-de-parte-de, hacerse-
visible-para, en una ocasión a la que se llama a veces manifestación
para reconocer en ella, con esa palabra, algún tipo de solemnidad.
El aparecer, entonces, no se produce sin aparato, en él se hace de
repente señalable la presencia o la presentación, ésta se presta a
quedar señalada en la representación. Y lo señalable produce un
acontecimiento, una reunión consagrada, una fiesta o ritual
destinada a renovar el pacto, el contrato o el símbolo. Pues bien,
permítanme, al darle las gracias a nuestros anfitriones, que salude
con alguna insistencia el lugar de lo que, aquí mismo, tiene lugar, el
lugar de este tener-lugar. Este acontecimiento tiene lugar, gracias a
la hospitalidad de una de nuestras sociedades, en una ciudad que,
sin estar fuera de Francia, como fue a veces el caso, muy
simbólicamente, no es tampoco sin embargo una ciudad cualquiera
de Francia. Esta ciudad-frontera es un lugar de paso y de
traducción, una marca, un sitio privilegiado para el cruce o la
concurrencia entre dos inmensos territorios lingüísticos, dos de entre
los mundos más habitados también por el discurso filosófico. Y se
encuentra uno (al decir “se encuentra uno”, dejo en reserva una
ocasión del idioma que vacila entre el azar y la necesidad) con que
al tratar de la representación, no podríamos en cuanto filósofos
encerrarnos en la latinidad. No será ni posible ni legítimo ignorar el
enorme alcance histórico de la traducción latino-germánica, de la
relación entre la re-praesentatio y el Stellen de la Vorstellung, de la
Darstellung o del Gestell. Desde hace siglos, desde que un filósofo,
cualquiera que sea su área lingüística, se pregunta por la re-
praesentatio, el Vor o el Dar-stellen, y por cierto desde los dos lados
de la frontera, en las dos orillas del Rin, se encuentra ya desde
siempre cogido, sorprendido, precedido, prevenido por la co-
destinación soldada, la co-habitación extraña, la contaminación y la
co-traducción enigmática de esos dos léxicos. Lo filosófico –y son
sociedades filosóficas las que nos envían aquí como sus
representantes– no se puede encerrar ya en este caso en la
clausura de un solo idioma, sin que sin embargo flote, neutro y
desencarnado, lejos del cuerpo de toda lengua. Dicho
sencillamente, lo filosófico se encuentra de antemano atrapado en
un cuerpo múltiple, en una dualidad o en un duelo [duel] lingüístico,
en la zona de un bilingüismo que aquello no puede ya borrar sin
borrarse a sí mismo. Y uno de los numerosos pliegues
suplementarios de este enigma sigue la línea de esta traducción, y
de esta tarea del traductor. No es solo que estemos en
representación como representantes, delegados o lugartenientes
enviados a una asamblea decidida a tratar de la representación. El
problema de la traducibilidad, que no podremos evitar, será también
un problema de la representación. ¿Pertenece la traducción al orden
de la representación? ¿Consiste aquélla en representar un sentido,
el mismo contenido semántico, por medio de otra palabra de otra
lengua? ¿Se trata en ese caso de una sustitución de estructura
representativa? Y como ejemplo privilegiado, suplementario y
abismal, ¿desempeñan Vorstellung, Darstellung, el papel de
representaciones alemanas de la representación francesa (o más
generalmente latina) o viceversa, es “representación” el
representante pertinente de Vorstellung o de Darstellung? ¿O bien
escapa la relación llamada de traducción o de sustitución a la órbita
de la representación, y entonces cómo hay que interpretar ésta?
Volveré a esta cuestión, pero me contento con situarla aquí. Más de
una vez, para entregar el envío, cumpliendo muy mal con la tarea
que me han concedido el honor de asignarme, tendré que proceder
así, y limitarme a reconocer, sin hacer más, ciertos topoi que
actualmente me parece que no deberíamos evitar.
Supongan que el francés sea una lengua muerta. Creemos que
sabemos distinguir una lengua muerta y que disponemos a este
respecto de criterios lo suficientemente rigurosos. Confiando en esa
muy ingenua presunción, represéntense una escena de
desciframiento en este caso: unos filósofos, atareados en torno a un
corpus escrito, una biblioteca o un archivo mudo, tendrían no solo
que reconstruir una lengua francesa, re-inventada, sino que tendrían
al mismo tiempo que fijar el sentido de ciertas palabras, establecer
un diccionario, o al menos fichas de diccionario. Por ejemplo para la
palabra representación, cuya unidad nominal habría quedado
identificada en algún momento. Sin otro contexto que el de los
documentos escritos, en ausencia de los sujetos llamados vivos e
interviniendo en ese contexto, el lexicólogo tendría que elaborar un
diccionario de palabras; se distinguen los diccionarios de palabras y
los diccionarios de cosas, un poco como Freud había distinguido las
representaciones de palabras (Wortvorstellungen) y las
representaciones de cosas (Sach– o Dingvorstellungen). Confiando
en la unidad de la palabra y en la doble articulación del lenguaje, un
léxico así tendría que clasificar los diferentes ítems de la palabra
“representación” en razón de su sentido y de su funcionamiento en
un cierto estado de la lengua, habida cuenta de una cierta riqueza o
diversidad de los corpus, de los códigos, de los contextos. Se tiene
que presuponer entonces una unidad profunda de estos diferentes
sentidos, y que una ley llega a regular esa multiplicidad. Un núcleo
semántico mínimo y común justificaría cada vez la elección de la
“misma” palabra “representación” y quedaría justamente
“representado” por esa palabra en los contextos más diferentes. En
el orden político, se puede hablar de representación parlamentaria,
diplomática, sindical. En el orden estético, se puede hablar de
representación en el sentido de la sustitución mimética,
especialmente en las artes llamadas plásticas, y, de manera más
problemática, de representación teatral en un sentido que no es
forzosa ni únicamente reproductivo o repetitivo sino para nombrar la
representación (Darstellung) de una noche, la sesión, una
exhibición, una performance. Acabo de evocar dos códigos, el
político y el estético, dejando provisionalmente en suspenso las
demás categorías (metafísica, historia, religión, epistemología)
inscritas en el programa de nuestro congreso. Pero hay también
toda clase de sub-contextos y de sub-códigos, toda clase de usos
de la palabra “representación” que parece entonces significar
imagen, eventualmente no-representativa, no-reproductiva, no-
repetitiva, simplemente presentada y puesta ante los ojos, la mirada
sensible o la mirada del espíritu, según la figura tradicional que se
puede también interpretar y sobredeterminar como una
representación de la representación. Más ampliamente, se puede
también buscar lo que hay de común entre las ocurrencias
nominales de la palabra “representación” y tantas locuciones
idiomáticas en las que el verbo “representar” o “representarse” no
tiene el aire de modular simplemente, al modo del “verbo”, un núcleo
semántico que se podría identificar con el modo nominal de la
representación. Si el nombre “representación”, los adjetivos
“representante”, “representativo”, los verbos “representar” o
“representarse” no son solo las modulaciones gramaticales de un
único y mismo sentido, si núcleos de sentido diferentes están
presentes, actuando o producidos, en esos modos gramaticales del
idioma, entonces realmente se le puede desear suerte al lexicólogo,
al semántico o al filósofo, que intentase clasificar esas variedades
de “representación” y de “representar”, y dar razón de las variables o
de las separaciones en relación con la identidad de un sentido
invariante.
La hipótesis de la lengua muerta me sirve solamente de revelador.
Aquélla exhibe una situación en la que un contexto no llega nunca a
ser saturable para la determinación o la identificación de un sentido.
Ahora bien, a este respecto la llamada lengua viva está
estructuralmente en la misma situación. Si hay dos condiciones para
fijar el sentido de una palabra o para dominar la polisemia de un
vocablo, a saber, por una parte, la existencia de un invariante bajo la
diversidad de las transformaciones semánticas y, por otra parte, la
posibilidad de determinar un contexto de forma saturante, esas dos
condiciones me parecen en todo caso tan problemáticas para una
lengua viva como para una lengua muerta.
Y ésa es un poco, aquí mismo, nuestra situación, la de los que
estamos en representación. Se pretenda o no un uso filosófico de la
lengua llamada natural, la palabra “representación” no tiene el
mismo campo semántico y el mismo funcionamiento que una
palabra aparentemente idéntica (representation en inglés,
Repräsentation en alemán) o que las diferentes palabras a las que
se considera equivalentes en las traducciones corrientes (y una vez
más, volveré a ello, Vorstellung no es aquí un ejemplo entre otros).
Si queremos entendernos, si queremos saber de qué hablamos en
torno a un tema verdaderamente común, tenemos ante nosotros dos
tipos de grandes problemáticas. Por una parte podemos
preguntarnos qué significó en nuestra lengua común el discurso que
se apoya en la representación. Y entonces tendremos que hacer un
trabajo que no es fundamentalmente diferente del propio del
lexicólogo semántico que proyecta un diccionario de palabras. Pero
por otra parte podemos pensar, presuponiendo un saber implícito y
práctico en ese punto, y apoyándonos en un contrato o en un
consensus vivo, que a fin de cuentas todos los sujetos competentes
de nuestra lengua entienden bien esa palabra, que las variaciones
son solamente contextuales y que ninguna oscuridad esencial llega
a ofuscar el discurso sobre la representación; intentaríamos hacer,
como suele decirse, el balance acerca de la representación
actualmente, acerca de la cosa o las cosas llamadas
“representaciones” más que acerca de las palabras mismas.
Tendríamos como objetivo una especie de diccionario filosófico
razonado de las cosas más que de las palabras. Presupondríamos
que no puede haber ningún malentendido en cuanto al contenido y
al destino del mensaje denominado o del envío denominado
“representación”. En una situación “natural” (como se dice también
lengua natural) siempre se podría corregir la indeterminación o el
malentendido, quiero decir los malos efectos de la filosofía. Estos
residirían en ese gesto tan corriente y aparentemente tan
profundamente filosófico: pensar lo que quiere decir un concepto en
sí mismo, pensar lo que es la representación, la esencia de la
representación en general. En primer término este gesto lleva la
palabra a su mayor oscuridad, de forma muy artificial, haciendo
abstracción de todo contexto y de todo valor de uso, como si una
palabra se regulase sobre un concepto al margen de todo
funcionamiento conceptualizado y en el límite externo de toda frase.
Reconocerán ustedes ahí un tipo de objeción (llamémosle
aproximadamente “wittgensteiniano”, y si quisiéramos desarrollarlo
en el curso del coloquio, no olvidemos que, en Wittgenstein, en un
momento dado de su trayectoria, ha ido acompañado de una teoría
de la representación en el lenguaje, una teoría del cuadro que debe
interesarnos aquí en lo que pueda tener de “problemática”). En esta
situación, un coloquio de filósofos intenta siempre detener el vértigo
filosófico que les afecta muy cerca de su lengua, e intenta hacerlo
mediante un movimiento del que decía hace un momento que era
filosófico (filosofía contra filosofía) pero que es realmente pre-
filosófico, puesto que se actúa entonces como si se supiese lo que
quiere decir “representación” y como si solo hubiese que ajustar ese
saber a una situación histórica presente, distribuir los artículos, los
tipos o los problemas de la representación en regiones diferentes
pero pertenecientes al mismo espacio. Gesto a la vez muy filosófico
y pre-filosófico. Se comprende la legítima preocupación de los
organizadores de este congreso, más precisamente del Consejo
científico que, para evitar, cito, “una dispersión demasiado grande”,
propone secciones para la distribución del tema (estética, política,
metafísica, historia, religión, epistemología). “Evitar una dispersión
demasiado grande” es aceptar una cierta polisemia con tal de que
no sea excesiva y de que se preste a una regla, que se deje medir y
dominar en esa lista de seis categorías o en esta enciclopedia como
círculo de seis círculos o de seis jurisdicciones. Nada más legítimo,
en teoría y prácticamente, que esa preocupación del Consejo
científico. Sin embargo, esa lista de seis categorías resulta
problemática, todo el mundo lo sabe. No se las puede colocar en el
mismo plano, como si una no implicase o no recubriese nunca a
otra, como si dentro de cada una de las categorías todo fuese
homogéneo o como si esa lista fuese a priori exhaustiva. Y se
representarán ustedes a Sócrates llegando en la madrugada de este
simposio, ebrio, retrasado, y planteando su pregunta: “Me dice usted
que hay la representación estética, y la política, y la metafísica y la
histórica y la religiosa y la epistemológica, como si cada una fuese
una entre otras, pero en fin, aparte de que quizás haya olvidado
alguna, de que haya enumerado demasiado o demasiado pocas, no
ha respondido a la cuestión: ¿qué es la representación en sí misma
en general? ¿Qué es lo que hace que a todas esas
representaciones se les llame con el mismo nombre? ¿Cuál es el
eidos de la representación, el ser-representación de la
representación?”. Por lo que se refiere a ese esquema bien
conocido de la cuestión socrática, lo que limita la posibilidad de esta
ficción, es que por razones esenciales, cuestiones de lengua que no
se pueden asignar a una simple región limitada, Sócrates no habría
podido plantear ese tipo de cuestión acerca de la palabra
“representación”, y creo que tenemos que partir de esta hipótesis de
que la palabra “representación” no traduce ninguna palabra griega
de forma transparente, sin residuo [reste], sin reinterpretación y
reinscripción histórica profunda. Esto no es un problema de
traducción, es el problema de la traducción y del pliegue
suplementario que señalaba yo hace un momento. Antes de saber
cómo y qué traducir por “representación”, debemos preguntarnos
por el concepto de traducción y de lenguaje, concepto dominado
frecuentemente por el concepto de representación, ya se trate de
traducción interlingüística, intralingüística (dentro de una única
lengua) o incluso, recurriendo aquí por comodidad a la tripartición de
Jacobson, de traducción intersemiótica (entre lenguajes discursivos
y lenguajes no-discursivos), en el arte por ejemplo. En cada caso
nos volvemos a encontrar el presupuesto o el deseo de una
identidad de sentido invariable, presente ya tras los usos y que
regule todas las variaciones, todas las correspondencias, todas las
relaciones interexpresivas (utilizo deliberadamente este lenguaje
leibniziano, ya que lo que llama Leibniz la “naturaleza
representativa” de la mónada constituye esa relación constante y
regulada de interexpresividad). Esa relación representativa
organizaría no solo la traducción de una lengua natural o filosófica a
otra, sino también la traducibilidad de todas las regiones, por
ejemplo también de todos los contenidos distribuidos en las
secciones previstas por el Consejo científico. Y la unidad de este
tablero de las secciones estaría asegurada por la estructura
representativa del tablero.
Esta hipótesis o este deseo serían justamente los de la
representación, los de un lenguaje representativo cuyo destino sería
representar algo (representar en todos los sentidos de la delegación
de presencia, de la reiteración que hace presente una vez más
sustituyendo con una presentación otra in absentia, etc.). Un
lenguaje así representaría algo, un sentido, un objeto, un referente,
o incluso ya otra representación en cualquier sentido que sea, los
cuales serían anteriores y exteriores a ese lenguaje. Bajo la
diversidad de las palabras de lenguas diversas, bajo la diversidad de
los usos de la misma palabra, bajo la diversidad de los contextos o
de los sistemas sintácticos, el mismo sentido o el mismo referente,
el mismo contenido representativo conservarían su identidad
inencentable. El lenguaje, todo lenguaje sería representativo,
sistema de representantes, pero el contenido representado, lo
representado de esta representación (sentido, cosa, etc.) sería una
presencia y no una representación. Lo representado (el contenido
representado) no tendría, a su vez, la estructura de la
representación, la estructura representativa del representante. El
lenguaje sería un sistema de representantes o también de
significantes, de lugartenientes que sustituyen aquello que dicen,
significan o representan, y la diversidad equívoca de los
representantes no afectaría a la unidad, la identidad, o incluso la
simplicidad última de lo representado. Ahora bien, es solo a partir de
esas premisas –a saber, un lenguaje como sistema de
representación– como se habría montado la problemática que nos
preocupa. Pero determinar el lenguaje como representación, no es
el efecto de un prejuicio accidental, una falta teórica o una manera
de pensar, un límite o un cierre entre otros, justamente una forma de
representación que ha sobrevenido un día y de la que podríamos
deshacernos mediante una decisión llegado el momento. Se piensa
mucho, actualmente, contra la representación. De forma más o
menos articulada o rigurosa, se cede fácilmente a una evaluación: la
representación es mala. Y eso sin que ni el lugar ni la necesidad de
esa evaluación sean en última instancia determinables. Debemos
preguntarnos cuál es ese lugar y sobre todo cuáles pueden ser los
riesgos de todo orden (políticos en particular) para una evaluación
tan repartida, repartida en el mundo pero también entre los campos
más diversos, desde la estética a la metafísica (por volver a tomar
las distinciones de nuestro programa), pasando por la política,
donde el ideal parlamentario, con el que se vincula tan
frecuentemente la estructura de la representación, no es ya muy
movilizador, en el mejor de los casos. Y sin embargo, cualesquiera
que sean la fuerza y la oscuridad de esta corriente dominante, la
autoridad de la representación nos fuerza, se impone a nuestro
pensamiento a través de toda una historia densa, enigmática,
fuertemente estratificada. Esa autoridad nos programa, nos precede
y nos previene demasiado como para que podamos hacer de ella un
objeto, una representación, un objeto de representación frente a
nosotros, ante nosotros como un tema. Incluso es bastante difícil
plantear una cuestión sistemática e histórica a este respecto (una
cuestión del tipo: “¿Cuál es el sistema y la historia de la
representación?”) desde el momento en que nuestros conceptos de
sistema y de historia estarían precisamente marcados en su esencia
por la estructura y el cierre de la representación.
Cuando se propone actualmente pensar qué pasa con la
representación, al mismo tiempo la extensión de su reino y su
puesta en cuestión, no se puede eludir, al margen de cómo se tenga
en cuenta finalmente, ese motivo central de la meditación
heideggeriana que intenta determinar una época de la
representación en el destino del ser, época posthelénica en la que la
relación con el ser habría sido fijada como repraesentatio y
Vorstellung, en la equivalencia de una y otra. Entre los numerosos
textos de Heidegger que tendríamos que releer aquí, tendré que
limitarme a algún pasaje de Die Zeit des Weltbildes en los Holzwege
(“La época de la imagen del mundo”, en Sendas perdidas). Ahí se
pregunta Heidegger por qué es lo que mejor se expresa, qué
significado (Bedeutung) alcanza expresión (Ausdruck) mejor que
nada en la palabra repraesentatio así como en la palabra Vorstellen
(p. 84; trad. cast. p. 81). Este texto data de 1938, y quisiera en
primer término atraer vuestra atención hacia un rasgo
particularmente actual de esta meditación. Concierne a la publicidad
y a la publicación, a los medios de comunicación, a la tecnificación
acelerada de la producción intelectual o filosófica (esto es, a su
carácter justamente productivo), en dos palabras, a todo aquello que
se podría colocar actualmente bajo el título de sociedad de la
productividad, de la representación y del espectáculo, con todas las
responsabilidades que eso reclama. Heidegger esboza en ese
mismo lugar un análisis de la institución de investigación, de la
universidad y de la publicación en relación con la instalación
dominante del pensamiento representativo, de una determinación
del aparecer o de la presencia como imagen-ante-sí o de una
determinación de la imagen misma como objeto instalado ante
(vorgestell) un sujeto. Reduzco y simplifico excesivamente un
cambio de pensamiento que se interesa en el asunto de la
determinación del ente como objeto y del mundo como campo de
objetividad para una subjetividad, siendo impensable la
institucionalización del saber sin ese poner en representación
objetiva. De paso, Heidegger evoca por otra parte la vida del
intelectual convertido en “investigador” y que tiene que participar en
congresos programados, del investigador vinculado a los “encargos
de los editores, siendo estos últimos en adelante los que deciden
qué libros deben escribirse o no”. Heidegger añade ahí una nota que
quiero leer en razón de su fecha y puesto que forma parte con pleno
derecho de nuestra reflexión sobre la época de la representación:
La creciente importancia de los editores tiene por fundamento no solo la
circunstancia de que ellos (quizás a través de los libreros) conozcan mejor que los
autores el aspecto comercial. Más bien su propio trabajo tiene la forma de un
proceder planificado que se organiza con vistas a cómo, mediante la edición
solicitada y acordada de libros y obras, debe llevarse el mundo a la imagen de la
publicidad (ins Bild der Offentlichkeit) y mantenérselo fijo en ella. El predominio de
obras de recopilación, series de libros, entregas periódicas de libros y ediciones de
bolsillo, es ya consecuencia de esa labor editorial que a su vez conviene a las
intenciones del investigador, pues éste no solo es conocido y apreciado más fácil y
rápidamente en una serie o colección, sino que además puede influir en seguida en
la orientación deseada en un frente más amplio (pp. 90-91; trad. cast., p. 87).

He aquí ahora la articulación más sensible, que destaco de un largo


y difícil trayecto que no puedo reconstituir aquí. Si se sigue a
Heidegger, el mundo griego no tenía relación con el ente como con
una imagen concebida o con una representación (aquí Bild). Allí el
ente es presencia; y eso, en el origen, no por el hecho de que el
hombre mirase al ente y tuviese de éste lo que se llama una
representación (Vorstellung) como modo de percepción de un
sujeto. Igualmente, otra época (y es acerca de esa secuencia de las
épocas o de las edades, Zeitalter, ordenadas de forma no
teleológica, ciertamente, pero ordenadas bajo la unidad de un
destino del ser como envío, Geschick, sobre lo que quisiera plantear
más adelante una cuestión), la Edad Media se relaciona
esencialmente con el ente como con un ens creatum. “Ser-un-ente”
significa pertenecer al orden de lo creado. Esto corresponde así a
Dios según la analogía del ente (analogia entis) pero nunca, dice
Heidegger, consiste el ser del ente en un objeto (Gegenstand) traído
ante el hombre, fijado, detenido, disponible para el sujeto-hombre
que tendría la representación de aquél. Eso será la marca propia de
la modernidad. “Que el ente llegue a ser ente en la representación
(literalmente en el ser-representando, in der Vorgestelltheit), es eso
lo que hace que la época (Zeitalter) a la que le ocurre esto sea una
época nueva en relación con la precedente”. Es, pues, solo en la
modernidad (cartesiana y poscartesiana) cuando el ente se
determina como ob-jeto ante y para un sujeto en la forma de la
repraesentatio o del Vorstellen. Heidegger analiza, pues, la
Vorgestelltheit des Seienden. ¿Qué quiere decir Stellen y qué quiere
decir Vorstellen? Traduzco, o más bien, y por razones esenciales,
tengo que acoplar las lenguas: “Es algo completamente distinto lo
que, a diferencia de la concepción griega, significa (meint) el
representar moderno (das neuzeitliche Vorstellen), cuya significación
(Bedeutung) llega a su mejor expresión (Ausdruck) en la palabra
repraesentatio. Vorstellen bedeutet hier, representar significa aquí:
das Vorhandene als ein Entgegenstehendes vor sich bringen, auf
sich, den Vorstellenden zu, beziehen und in diesen Bezug zu sich
als den massgebenden Bereich zurückzwingen, hacer venir ante sí
lo existente (que es ya ante sí: Vorhandene) en cuanto algo que
hace frente, relacionarlo consigo, con el que lo representa, y
reflejarlo en esa relación consigo en cuanto región que establece la
medida” (p. 84). Es el sí mismo, aquí el sujeto-hombre, el que en
esta relación es la región, el dominio y la medida de los objetos
como representaciones, sus propias representaciones.
Así, pues, Heidegger se sirve de la palabra latina repraesentatio y
se instala inmediatamente en la equivalencia entre repraesentatio y
Vorstellung. Eso no es ilegítimo, todo lo contrario, pero requiere
alguna explicitación. En cuanto que “representación”, en el código
filosófico o en el lenguaje corriente, Vorstellung parece no implicar
inmediatamente el valor que se aloja en el re- de la repraesentatio.
Vorstellen parece querer decir solamente, como subraya Heidegger,
poner, disponer ante sí, una especie de tema sobre el tema. Pero
ese sentido o ese valor del ser-ante está ya actuando en “presente”.
La praesentatio significa el hecho de presentar, y la repraesentatio el
hecho de volver presente, de hacer-venir como poder-de-hacer-
volver-a-venir, y ese poder-de-hacer-volver-a-venir-a-la-presencia de
forma repetitiva, conservando la disposición de esa indicación, está
marcado a la vez en el re- de la representación y en esa
posicionalidad, ese poder-poner, disponer, colocar, situar, que se lee
en el Stellen y que de golpe remite realmente a sí, es decir, al poder
de un sujeto que puede hacer que de nuevo venga a la presencia y
que puede volver presente, volver algo para sí presente, o incluso
simplemente volverse presente. El volver-presente se lo puede
entender en dos sentidos al menos. Esta duplicidad trabaja la
palabra representación. Por una parte, volver presente sería hacer
venir a la presencia, en presencia, hacer o dejar venir presentando.
Por otra parte, pero este segundo sentido habita el primero en la
medida en que hacer o dejar venir implica la posibilidad de hacer o
dejar venir de nuevo, volver presente, como todo “volver” [“rendre”],
como toda restitución, sería repetir, poder repetir. De ahí la idea de
repetición y de retorno que habita el valor mismo de representación.
Diré, en una palabra de la que no se hace uso nunca de forma
temática en este contexto, que es el “volver” lo que se divide,
significando tan pronto, en “volver presente”, simplemente presentar,
dejar o hacer venir a la presencia, en la presentación, tan pronto
hacer o dejar venir de nuevo, restituir en un segundo momento a la
presencia, eventualmente en efigie, espectro, signo o símbolo, lo
que no estaba o ya no estaba ahí, pudiendo tener por otra parte ese
no o ya-no una gran diversidad de modalidades. Ahora bien, ¿de
dónde viene, en el lenguaje filosófico más o menos científico, esa
determinación semántica de la repraesentatio como de algo que
tiene su lugar en el espíritu y para el espíritu, en el sujeto y frente a
él, en él y para él, objeto para un sujeto? Dicho de otro modo, ¿de
qué forma sería contemporáneo de la época cartesiana y
cartesiano-hegeliana del subjectum ese valor de repraesentatio, tal
como lo afirma Heidegger? En la re-presentación, el presente, la
presentación de lo que se presenta vuelve a venir, retorna como
doble, efigie, imagen, copia, idea, en cuanto cuadro de la cosa
disponible de ahora en más, en ausencia de la cosa, disponible,
dispuesta y predispuesta para, por y en el sujeto. Para, por y en: el
sistema de estas preposiciones marca el lugar de la representación
o de la Vorstellung. El re- marca la repetición en, para y por el
sujeto, a parti subjecti, de una presencia que, de otro modo, se
presentaría al sujeto sin depender de él o sin tener en él su lugar
propio. Sin duda el presente que así vuelve a venir tenía ya la forma
de lo que es ante y para el sujeto, pero no estaba a su disposición
en esta preposición misma. De ahí la posibilidad de traducir
repraesentatio por Vorstellung, palabra que, en su literalidad, y aquí
por metáfora, cabría decir un poco rápidamente (pero dejo en
suspenso ese problema), señala el gesto que consiste en poner, en
hacer mantenerse de pie ante sí, en instalar ante sí, en guardar a su
disposición, en localizar en la disponibilidad de la preposición. Y la
idealidad de la idea como copia en el espíritu es precisamente lo
que hay de más disponible, de más repetible, aparentemente de
más dócil a la espontaneidad reproductora del espíritu. El valor
“pre”, “estar ante”, estaba ya ciertamente presente en “presente”. Se
trata solo del poner a la disposición del sujeto humano que da lugar
a la representación, y ese poner a la disposición es justamente lo
que constituye al sujeto en sujeto. El sujeto es aquello que puede o
cree poder darse representaciones, disponerlas y disponer de ellas.
Cuando digo “darse representaciones”, podría decir también,
cambiando apenas de contexto, darse representantes (por ejemplo
políticos) o incluso, volveré sobre ello, darse a sí mismo en
representación o como representante. Esta iniciativa posicional –que
estará siempre en relación con un cierto concepto muy determinado
de la libertad– la vemos marcada en el Stellen de Vorstellen. Y
tengo que contentarme con situar aquí, en este lugar preciso, la
necesidad de toda la meditación heideggeriana sobre el Gestell y la
esencia moderna de la técnica.
Si volver presente se entiende como la repetición que restituye
gracias a un sustituto, nos reencontramos con el continuum o la
coherencia semántica entre la representación como idea en el
espíritu que enfoca la cosa (por ejemplo, como “realidad objetiva” de
la idea), como cuadro en lugar de la cosa misma, en el sentido
cartesiano o en el sentido de los empiristas, y por otra parte la
representación estética (teatral, poética, literaria o plástica) o en fin
la representación política.
El hecho de que haya [il y ait] representación o Vorstellung no es,
según Heidegger, un fenómeno reciente y característico de la época
moderna de la ciencia, de la técnica y de la subjetividad de tipo
cartesiano-hegeliano. Lo que sí sería característico de esta época
en cambio es la autoridad, la dominación general de la
representación. Es la interpretación de la esencia del ente como
objeto de representación. Todo lo que deviene presente, todo lo que
es, es decir, todo lo que es presente, se presenta, todo lo que
sucede es aprehendido en la forma de la representación. La
experiencia del ente deviene esencialmente representación.
Representación deviene la categoría más general para determinar la
aprehensión de cualquier cosa que concierna o interese en una
relación cualquiera. Todo el discurso postcartesiano e incluso
posthegeliano, si no justamente el conjunto del discurso moderno,
recurre a esa categoría para designar las modificaciones del sujeto
en su relación con un objeto. La gran cuestión, la cuestión matricial,
es entonces para esta época la del valor de la representación, la de
su verdad o adecuación a lo que representa. E incluso la crítica de
la representación o al menos su de-limitación y su desbordamiento
más sistemático –en Hegel al menos– no parece poner en cuestión
la determinación misma de la experiencia como subjetiva, es decir,
representacional. Creo que esto se podría ver en Hegel, el cual sin
embargo recuerda regularmente los límites de la representación en
cuanto que ésta es unilateral, procede solo del lado del sujeto (“esto
no es todavía más que una representación”, dice siempre en el
momento de proponer una nueva Aufhebung). Volveré a esto en
unos instantes. Mutatis mutandis, Heidegger diría lo mismo de
Nietzsche, el cual sin embargo se ha encarnizado contra la
representación. ¿Hubiera dicho otro tanto, si lo hubiese leído, de
Freud, en el que los conceptos de representación, de Vorstellung,
Repräsentanz e incluso Vorstellungsrepräsentanz desempeñan
señaladamente un papel tan organizador en la oscura problemática
de la pulsión y de la represión, y en el que, a través de vías más
apartadas, el trabajo del duelo (introyección, incorporación,
interiorización, idealización, otros tantos modos de Vorstellung y de
Erinnerung), las nociones de fantasma y de fetiche conservan una
estrecha relación con una lógica de la representación o del
representar? Dejo en suspenso esta cuestión todavía por un
momento.
Claro está, este reino de la representación, Heidegger no lo
interpreta como un accidente, aún menos como una desgracia ante
la que hubiese que replegarse frioleramente. El final de Die Zeit des
Weltbildes es muy nítido a este respecto, desde el momento en que
Heidegger evoca un mundo moderno que empieza a sustraerse al
espacio de la representación y de lo calculable. Se podría decir en
otro lenguaje que una crítica o una desconstrucción de la
representación resultaría [resterait] débil, vana y sin pertinencia si
llevase a algún tipo de rehabilitación de la inmediatez, de la
simplicidad originaria, de la presencia sin repetición ni delegación, si
indujese a una crítica de la objetividad calculable, de la ciencia, de la
técnica o de la representación política. Ese prejuicio
antirrepresentativo puede impulsar las peores regresiones.
Volviendo al propio discurso heideggeriano, precisaré algo que
prepara de lejos una cuestión orientada retrospectivamente al
camino o la trayectoria de Heidegger. Para no ser el accidente de un
falso paso, ese reino de la representación tiene que haber sido
destinado, pre-destinado, geschickte, es decir, literalmente enviado,
dispensado, asignado por un destino como conjunción de una
historia (Geschick, Geschichte). El advenimiento de la
representación tiene que haber sido preparado, prescrito, anunciado
de lejos, emitido, yo diría telefirmado en un mundo, el mundo griego,
en el que sin embargo no reinaba la representación, la Vorstellung o
la Vorgestelltheit des Seienden. ¿Cómo es posible eso? La
representación es ciertamente una imagen o una idea como imagen
en y para el sujeto, una afección del sujeto bajo la forma de una
relación con el objeto que está en él en tanto que copia, cuadro o
escena, una idea, si quieren ustedes, en un sentido más cartesiano
que spinozista, y dicho sea de paso, es sin duda por eso por lo que
Heidegger se refiere siempre a Descartes sin nombrar a Spinoza –o
a otros, quizá– para designar esta época. La representación no es
solo esa imagen, pero en la medida en que lo es, eso supone que
previamente el mundo se haya constituido en mundo visible, es
decir, en imagen no en el sentido de la representación reproductiva,
sino en el sentido de la manifestación de la forma visible, del
espectáculo formado, informado, como Bild.
Ahora bien, si para los griegos, según Heidegger, el mundo no es
esencialmente Bild, imagen disponible, forma espectacular que se
ofrece a la mirada o a la percepción de un sujeto; si el mundo era en
primer lugar presencia (Anwesen) que tiene tomado al hombre o
está prendado de éste, más que presencia que esté a la vista,
intuida (angeschaut) por él; si es más bien el hombre el que está
investido y concernido por el ente, sin embargo ha sido realmente
necesario que en los griegos se anunciase el mundo como Bild, y
después como representación, y en eso consistió nada menos que
el platonismo. La determinación del ser del ente como eidos no es
todavía su determinación como Bild, para el eidos (aspecto, vista,
figura visible) sería la condición lejana, el presupuesto, la mediación
secreta para que un día el mundo llegue a ser representación. Todo
ocurre como si el mundo del platonismo (y, al decir el mundo del
platonismo estoy excluyendo tanto que algo así como la filosofía
platónica haya producido un mundo como que, a la inversa, aquella
haya sido la simple presentación como reflejo o como síntoma de un
mundo que la sostiene) hubiese preparado, dispensado, destinado,
enviado, puesto en vía o en camino el mundo de la representación:
hasta nosotros, pasando por el relevo de las posiciones o de las
postas de tipo cartesiano, hegeliano, schopenhaueriano,
nietzscheano incluso, etc., es decir, el conjunto de la historia de la
metafísica en su presunta unidad como unidad indivisible de un
envío.
En todo caso, y sin ninguna duda para Heidegger, el hombre
griego antes de Platón no habitaba un mundo dominado por la
representación; y es con el mundo del platonismo como se anuncia
y se envía la determinación del mundo como Bild que ella misma, a
su vez, prescribirá, enviará el predominio de la representación.
“Frente a eso (Dagegen), el que para Platón el ser-ente del ente (die
Seiendhiet des Seienden) se determine como eidos (aspecto, vista,
Aussehen, Anblick) es el presupuesto, dispensado (enviado) con
una gran anticipación (die weit woraus geschickte Voraussetzung), y
que desde hace tiempo reina, domina mediatamente, de forma
oculta (lang im Verborgenen mittelbar waltende), para que el mundo
haya podido llegar a ser imagen (Bild)” (p. 84).
Así, el mundo del platonismo habría hecho el envío para el reino
de la representación, habría destinado a éste, lo habría destinado
sin estar sometido a su vez a él. Habría sido, en el límite de este
envío, como el origen de la filosofía. Ya y todavía no. Pero ese ya-
todavía-no tendría que ser el ya-todavía-no dialéctico que organiza
toda la teleología de la historia hegeliana y en particular el momento
de la representación (Vorstellung) que es ya lo que no es todavía, su
propio desbordamiento. El Geschick, el Schicken y la Geschichte de
los que habla Heidegger no son envíos del tipo representativo. La
historialidad que constituyen no es un proceso representativo o
representable, y para pensar esto es necesaria una historia del ser,
del envío del ser que no esté ya regulada o centrada en la
representación.
Así pues, queda aquí por pensar una historia que no sea ya de
tipo hegeliano o dialéctico en general. Pues la crítica hegeliana o
neohegeliana de la representación (Vorstellung) parece que ha sido
siempre un relevo (Aufhebung) de la representación que mantiene a
ésta en el centro del devenir, como la forma misma, la estructura
formal más general del relevo de un momento a otro, y esto además
en la forma presente del-ya-todavía-no. Así, aunque se podrían
multiplicar los ejemplos entre la religión estética y la religión
revelada, entre la religión revelada y la filosofía como saber
absoluto, es siempre la Vorstellung la que marca el límite que hay
que relevar. El sintagma típico es entonces el siguiente: eso no es
todavía más que una representación, es ya la etapa siguiente, pero
eso permanece [reste] todavía en la forma de la Vorstellung, no es
más que la unilateralidad subjetiva de una representación. Pero la
forma “representativa” de esta subjetividad está solamente relevada,
ella sigue dándole su forma a la relación con el ser después de su
desaparición. Es en este sentido y de acuerdo con esa
interpretación del hegelianismo –al mismo tiempo fuerte y clásica–
por lo que éste pertenecería a la época de la subjetividad y de la
representacionalidad (Vorgestelltheit) del mundo cartesiano.
Lo que quiero retener de los dos últimos puntos que acabo de
evocar demasiado superficialmente es que, para empezar a pensar
las múltiples implicaciones de la palabra “representación” y la
historia, si es que la hay y si es que ésta es unitaria, de la
Vorgestelltheit, la condición mínima sería la de suprimir dos
presupuestos, el de un lenguaje de estructura representativa o
representacional y el de una historia como proceso escandido según
la forma o el ritmo de la Vorstellung. No hay ya que pretender
representarse la esencia de la representación, la Vorgestelltheit. La
esencia de la representación no es una representación, ella no es
representable, no hay representación de la representación, la
Vorgestelltheit no es solo una Vorstellung. Y no se presta a ésta. Es
en cualquier caso por medio de un gesto de este tipo como
Heidegger interrumpe o descalifica, en diferentes dominios, la
reiteración especular o el remitir al infinito.
Este paso de Heidegger no conduce solo a pensar la
representación como lo que ha llegado a ser el modelo de todo
pensamiento del sujeto, de toda idea, de toda afección, de todo lo
que le sucede al sujeto y lo modifica en su relación con el objeto. El
sujeto no está ya solo definido en su esencia como el lugar y el
emplazamiento de sus representaciones. Él mismo, como sujeto y
en su estructura de subjectum, queda también aprehendido como un
representante. El hombre, determinado en primer término y sobre
todo como sujeto, como ente-sujeto, se encuentra él mismo
interpretado de parte a parte según la estructura de la
representación. Y a este respecto, él no es solo sujeto representado
por ejemplo en el sentido en que, todavía en la actualidad, y de un
modo u otro, se puede decir del sujeto que está representado, por
ejemplo por medio de un significante para otro significante: “El
sujeto –dice Lacan– es lo que el significante representa (...) para
otro significante”. (“Posiciones del inconsciente”, Écrits, p. 835.)
Toda la lógica lacaniana del significante trabaja también con esta
estructuración del sujeto por medio de, y como, la representación:
sujeto “enteramente calculable”, dice Lacan, desde el momento en
que “se reduce a la fórmula de una matriz de combinaciones
significantes” (“La ciencia y la verdad”, Écrits, p. 860). Lo que de tal
manera asigna el reino de la representación al reino de lo calculable
es, justamente, el tema de Heidegger, quien insiste en el hecho de
que solo la calculabilidad (Berechenbarkeit) garantiza la certeza
anticipada de lo que hay que representar (des Vorzustellenden); y
es hacia lo incalculable adonde pueden ser desbordados los límites
de la representación. Estructurado por la representación, el sujeto
representado es también sujeto representante. Un representante del
ente y en consecuencia también un objeto, Gegenstand. El trayecto
que lleva a este punto sería esquemáticamente el siguiente: por
medio del Vorstellen o la repraesentatio “modernas” el sujeto hace
que el ente vuelva a venir ante él mismo. El re que no tiene
forzosamente valor de repetición significa al menos la disponibilidad
del hacer-venir o devenir-presente como lo que está-ahí, delante,
pre-puesto. El Stellen traduce el re en cuanto que designa la puesta
a disposición o la colocación, mientras que el vor traduciría el prae
de praesens. Ni Vorstellung ni repraesentatio podrían traducir un
pensamiento griego sin arrastrar a éste a otra parte, cosa que por
otro lado hace toda traducción. Se ha llegado a que, por ejemplo en
francés, se traduzca phantasia o phantasma por representación; eso
hace un léxico de Platón, por ejemplo, y habitualmente se traduce la
phantasia kataleptiké de los estoicos por “representación
comprensiva”. Pero eso sería suponer anacrónicamente que el
subjectum y la repraesentatio sean posibles y pensables para los
griegos. Heidegger discute ese supuesto y el apéndice 8 de Die Zeit
des Weltbildes tiende a demostrar que el subjetivismo era algo ajeno
al mundo griego, incluida la sofística: en ese mundo el ser era
aprehendido como presencia, el aparecer en la presencia y no en la
representación. Phantasia designa un modo de ese aparecer que no
es representativo. “En el desocultamiento (Unverborgenheit)
ereignet sich die Phantasie, le alcanza a la phantasia su carácter
propio, es decir, el llegar-a-aparecer (das zum Erscheinen-Kommen)
del presente como tal (des Anwesenden als eines solchen) para el
hombre que, por su lado, está presente para aquello que aparece”
(p. 98). Este pensamiento griego de la phantasia (cuyo destino y
cuyos desplazamientos tendríamos que seguir aquí en su totalidad,
hasta llegar a la problemática llamada moderna de la “ficción” y del
“fantasma”) no se orienta más que hacia la presencia, presencia del
ente para presencia del hombre, sin que el valor de re-producción
representativa o el de objeto imaginario (producido o reproducido
por el hombre como representación) llegue a marcar el sentido de la
phantasia. La enorme cuestión filosófica de lo imaginario, de la
imaginación productiva o reproductiva, incluso aunque recupere,
como en Hegel por ejemplo, el nombre griego de Phantasie, no
pertenece al mundo griego sino que sobreviene más tarde, en la
época de la representación y del hombre como sujeto representante:
“Der Mensch als das vorstellende Subjekt jedoch phantasiert. El
hombre como sujeto representante, en cambio, se entrega a la
fantasía, es decir, se mueve en la imaginatio [es siempre la palabra
latina la que marca el acceso al mundo de la representación], en la
medida en que su representación (sein Vorstellen) imagina al ente
como lo objetivo en el mundo en cuanto imagen concebida [el
alemán sigue siendo indispensable: insofern sein Vorstellen das
Seiende als das Gegenständliche in die Welt als Bild einbildet]”.
¿Cómo es que el hombre que ha llegado a ser representante en el
sentido de Vorstellend es también y al mismo tiempo representante
en el sentido de Repräsentant, dicho de otro modo, no solo alguien
que tiene representaciones, que se representa, sino alguien que a
su vez representa algo o alguna otra cosa? No solo alguien que se
envía o se da a sí objetos, sino que es el enviado de otra cosa o de
lo otro. Cuando tiene representaciones, cuando determina todo lo
ente como representable en una Vorstellung, el hombre se
establece dándose una imagen del ente, se hace una idea de éstos,
está en él (Der Mensch setzt über das Seiende sich ins Bild, dice
Heidegger). Desde ese momento él mismo se pone en escena, dice
literalmente Heidegger, setzt er sich selbst in die Szene, es decir, en
el círculo abierto de lo representable, de la representación común y
pública. Y en la frase siguiente, la expresión puesta en escena
queda desplazada o replegada; y, como en la traducción,
Übersetzen, la puesta (Setzen) no importa menos que la escena.
Poniéndose o situándose en escena, el hombre se pone, se
representa él mismo como la escena de la representación (Damit
setzt sich der Mensch selbst als die Szene, in der das Seiende
fortan sich vorstellen, präsentieren, d. h. Bild sein muss.): con ello, el
hombre se pone a sí mismo como la escena en la que el ente debe
en adelante representarse, presentarse, es decir, ser imagen. Y
Heidegger concluye: “El hombre deviene el representante (esta vez
Repräsentant, con toda la ambigüedad de la palabra latina) del ente
en el sentido de objeto (im Sinne des Gegenständigen)”.
Veríamos así reconstituirse la cadena consecuente que remite de
la representación como idea o realidad objetiva de la idea (relación
con el objeto) a la representación como delegación, eventualmente
política, y en consecuencia a la sustitución de sujetos identificables
los unos con los otros y tanto más reemplazables cuanto que son
objetivables (y aquí tenemos el reverso de la ética democrática y
parlamentaria de la representación, a saber, el horror de las
subjetividades calculables, innumerables pero numerables,
computables, las muchedumbres en los campos o en los
ordenadores de las policías –estatales u otras–, el mundo de las
masas y los mass media que sería también un mundo de la
subjetividad calculable y representable, el mundo de la semiótica, de
la informática y de la telemática). La misma cadena, si se le supone
su consecuencia y si se sigue, desarrollándolo, el motivo
heideggeriano, atraviesa un cierto sistema de la representación
política, pictórica, teatral o estética en general.
Algunos de ustedes considerarán quizá que esta referencia
reverente a Heidegger es excesiva y, sobre todo, que el alemán se
está haciendo un poco invasor para abrir un Congreso de filosofía
en lengua francesa. Antes de proponer algunos tipos de cuestión
para los debates que van a abrirse, quisiera justificar de tres
maneras este recurso a Heidegger y al alemán de Heidegger.
Primera justificación. La problemática abierta por Heidegger es, que
yo sepa, la única que trata actualmente de la representación en su
conjunto. Y ya tengo que exceder incluso esa fórmula: el trayecto o
el paso, el camino de pensamiento llamado heideggeriano es aquí
más que una problemática (pues una problemática o una
Fragestellung debe todavía demasiado a la pre-posicionalidad
representativa; es el valor mismo de problema lo que se presta aquí
a ser pensado). Tenemos ahí algo más que una problemática y ésta
concierne más que a un “conjunto”; en cualquier caso aquélla no
concierne al conjunto o a la conjunción solamente como sistema o
como estructura. Ese camino de pensamiento heideggeriano es el
único que pone en relación la conjunción de la representación con
este mundo de la lengua o de las lenguas (griego, latín y alemán) en
donde aquélla se ha desplegado y el único en hacer de las lenguas
una cuestión, una cuestión que no esté pre-determinada por la
representación. Que la fuerza de esa conjunción en el camino de
pensamiento heideggeriano abra otro tipo de problema y siga
dejando que pensar, es precisamente lo que voy a intentar sugerir
en seguida, pero creo que no es posible hoy en día desconocer,
como se hace con demasiada frecuencia en las instituciones
filosóficas francófonas, el espacio al que ha abierto paso Heidegger.
Segunda justificación. Si, al designar –y más no lo he podido hacer–
la necesidad de la referencia a Heidegger, he hablado alemán con
frecuencia, ha sido porque unos filósofos francófonos que se
planteen la cuestión de la representación, deben sentir la necesidad
filosófica de salir de la latinidad para pensar ese acontecimiento de
pensamiento que se produce bajo la palabra repraesentatio. No salir
por salir, para descalificar una lengua o para exilarse, sino para
pensar la relación con su propia lengua. Por no indicar más que este
punto, es verdad que esencial, lo que Heidegger sitúa “antes”, si
puede decirse así, de la repraesentatio o de la Vorstellung no es ni
una presencia ni una praesentatio simple, ni una praesentatio sin
más. Lo que con frecuencia se traduce en este contexto por
presencia es Anwesen, Anwesenheit, cuyo prefijo, en este contexto
(debo insistir en este punto) anuncia el llegar a desocultamiento, a
aparición, a patencia, a fenomenalidad, más bien que la
preposicionalidad del estar-ante objetivo. Y es sabido cómo a partir
de Sein und Zeit el cuestionamiento que concierne a la presencia
del ser se relaciona profundamente con el de la temporalidad,
movimiento éste que la problemática latina de la representación,
dicho sea demasiado de prisa, ha inhibido sin duda por razones
esenciales. No basta con decir que Heidegger no apela en nosotros
a la nostalgia de una presentación oculta bajo la representación.
Incluso si persiste la nostalgia, ésta no lleva de nuevo a la
presentación. Ni siquiera, añadiría yo, a la presunta simplicidad de la
Anwesenheit. La Anwesenheit no es simple, está ya dividida y es
diferente, marca el lugar de una escisión, de una división, de una
disensión (Zwiespalt). Implicado en la abertura de esta disensión, y
más bien a través de ella, bajo su requerimiento, el hombre se ve
concernido por el ente, dice Heidegger, y ésa sería la esencia
(Wesen) del hombre “durante la gran época griega”. El hombre
aspira entonces a reunir en el decir (legein) y a salvar, a conservar
(sozein, bewahren), aun quedando expuesto al caos de la disensión.
El teatro o la tragedia de esta disensión no pertenecerían todavía ni
al espacio escénico de la presentación (Darstellung) ni al de la
representación, sino que el pliegue de la disensión abriría,
anunciaría, enviaría todo lo que después llegará a determinarse
como mimesis, y luego imitación, representación, con todo el cortejo
de las parejas opositivas que constituirá la teoría filosófica:
producción/reproducción, presentación/representación,
originario/derivado, etc. “Antes”, si puede decirse así, de todas esas
parejas no habría habido jamás simplicidad presentativa, sino otro
pliegue, otra diferencia impresentable, irrepresentable, yectiva quizá,
pero ni objetiva, ni subjetiva, ni proyectiva. ¿Qué pasa con lo
impresentable o lo irrepresentable? ¿Cómo pensarlo? Esta es ahora
la cuestión, a ella volveré dentro de un instante.
Tercera justificación. Ésta está flotando verdaderamente en el Rin.
En principio, para este congreso de las sociedades de filosofía de
lengua francesa en Estrasburgo sobre el tema de la representación,
había pensado en tomar la medida europea del acontecimiento
refiriéndome a lo que pasaba hace ochenta años, en el cambio de
siglo, en el momento en que Alsacia estaba al otro lado de la
frontera, si puede decirse así. En principio había pensado remitirme
a lo que pasaba y a lo que se decía de la representación en la
Sociedad de filosofía francesa. En ésta el altercado lingüístico con el
otro como alemán producía todo un debate para fijar el vocabulario
filosófico francés, e incluso llegó a hacerse la propuesta de destruir
la palabra filosófica francesa “representación”, tacharla de nuestro
vocabulario, ni más ni menos, ponerla fuera de uso puesto que no
era más que la traducción de una palabra venida de más allá de la
línea azul de los Vosgos; o en rigor, y poniendo buena cara a la
mala fortuna histórica, “tolerar” el uso de esa palabra que es, se
decía entonces con cierto resentimiento xenófobo, “apenas
francesa”.
Se encuentra el archivo de este corpus galocéntrico en el Boletín
de la sociedad francesa de Filosofía de 1901, a la que remite lo que
se llama justamente el Vocabulario técnico y crítico de la filosofía de
Lalande. En el muy denso artículo sobre la palabra “presentación”
se ve formarse la propuesta de un doble rechazo, de la palabra
presentación y de la palabra representación. En el curso de la
discusión que tuvo lugar en la Sociedad de filosofía el 29 de mayo
de 1901 a propósito de la palabra “presentación” , Bergson escribió
lo siguiente: “Nuestra palabra representación es una palabra
equívoca que, de acuerdo con su etimología, nunca tendría que
designar un objeto intelectual que se presente al espíritu por primera
vez. Habría que reservarla para las ideas o las imágenes que llevan
consigo la marca de un trabajo llevado a cabo con anterioridad por
el espíritu. Eso permitiría entonces introducir la palabra presentación
(empleada igualmente por la psicología inglesa) para designar de
una manera general todo aquello que se le presenta pura y
simplemente a la inteligencia”. Esta propuesta de Bergson
recomendando la autorización de la palabra presentación despertó
dos tipos de objeciones del más alto interés. Leo: “No pongo
objeción a que se emplee esa palabra (presentación); pero me
parece muy dudoso que el prefijo re, en la palabra francesa
representación, haya tenido primitivamente un valor duplicativo. Este
prefijo tiene otros muchos usos, por ejemplo en recoger, retirar,
revelar, requerir, recurrir, etc. ¿No es su verdadero papel, en
representación, más bien marcar la oposición del sujeto y el objeto,
como en las palabras revuelta, resistencia, repugnancia, repulsión,
etc.?” (esta última cuestión me parece a la vez aberrante e
hiperlúcida, ingenuamente genial). Y así M. Abauzit rechaza, como
lo va a hacer a continuación Lachelier, la propuesta de Bergson de
introducir la palabra presentación en lugar de representación. Aquél
discute que el re de representación implique un redoblamiento. Si
hay duplicación, no es, dice, en el sentido que indica Bergson
(repetición de un estado mental anterior), sino “reflejo, en el espíritu,
de un objeto concebido, como existente en sí”. Conclusión: “Así,
pues, presentación no se justifica”. En cuanto a Lachelier, éste
preconiza una vuelta al francés, y el abandono puro y simple, en
consecuencia, del uso filosófico de la palabra representación:
Me parece que representación no era primitivamente en francés un término filosófico,
y que solo ha llegado a serlo cuando se ha querido traducir Vorstellung [aquí
Lachelier, aun cuando hasta cierto punto no esté completamente equivocado, parece
al menos que no tiene en cuenta el hecho de que Vorstellung era también traducción
del latín repraesentatio]. Pero sí se decía representarse algo y creo que la partícula
re, en esa palabra, indicaba, de acuerdo con su sentido ordinario, una reproducción
de lo que estaba dado anteriormente, pero quizá sin que le prestase atención... La
crítica de H. Bergson está justificada, pues, en rigor; pero no hay que ser tan
rigurosos en la etimología. Lo mejor sería no hablar en absoluto en filosofía de
representaciones, y contentarse con el verbo representarse; pero si se tiene absoluta
necesidad de un sustantivo, más vale representación, en un sentido ya consagrado
por el uso, que presentación, que despierta en francés ideas de un orden
completamente diferente.

Habría mucho que decir sobre los considerandos de esta


conclusión, sobre la distinción necesaria, según Lachelier, entre el
uso corriente y el uso filosófico, sobre la desconfianza frente al
etimologismo, sobre la transformación del sentido y el convertirse en
filosófico un sentido cuando se pasa de una forma verbal idiomática
a una forma nominal, sobre la necesidad de hablar “filosofía” en la
propia lengua y de desconfiar de las violencias introducidas por la
traducción, sobre el respeto a los usos consagrados, sin embargo,
como más válidos que el neologismo o el artificio de un nuevo uso
decretado por la filosofía, etc. Quisiera solamente señalar que esta
desconfianza propiamente xenófoba frente a la importación filosófica
en el idioma no concierne solo, en el texto sintomático de Lachelier,
a la invasión del francés por el alemán, sino de manera más general
y más intestina, a la contaminación violenta: el injerto mal soportado,
y que a decir verdad habría que rechazar, de la lengua filosófica en
el cuerpo de la lengua natural y ordinaria. Pues no es solo en
francés, y teniendo como procedencia la lengua alemana, como
habría actuado ese mal y habría dejado malas huellas. El mal ha
empezado ya en el cuerpo de la lengua alemana, en la relación
consigo mismo del alemán, en el germano-germano. Y se ve cómo
Lachelier llega a pensar en una terapéutica de la lengua que no solo
prevendría el mal francés procedente de Alemania, sino que se la
exportaría bajo la forma de un consejo europeo de las lenguas.
Pues, murmura aquél, nuestros amigos alemanes han sufrido quizás
a su vez los efectos del estilo filosófico. Se han sentido quizá
“chocados” por el uso filosófico de la palabra Vorstellung:
... En el sentido ordinario, estar en lugar de..., este prefijo (re) parece más bien
expresar la idea de una segunda presencia, de una repetición imperfecta de la
presencia primitiva y real. Esto ha podido decirse de una persona que actúa en
nombre de otra, y de una simple imagen que nos vuelve presente a su manera una
persona o una cosa ausente. De ahí el sentido de representarse interiormente a una
persona o una cosa imaginándola, de donde se ha pasado finalmente al sentido
filosófico de representación. Pero me parece que ese paso tiene algo de violento y de
ilegítimo. Habría habido que poder decir se-representación, y, al no poder, habría
habido que renunciar a esa palabra. Además me parece probable que nosotros
mismos no hayamos sacado representación de representarse, sino que hayamos
calcado simplemente Vorstellung para traducirlo. Realmente estamos obligados,
actualmente, a tolerar ese uso de la palabra, pero ésta apenas me parece francesa.
(...)

Y tras unas interesantes alusiones a Hamelin, Leibniz y Descartes


acerca del uso que éstos hacen, sin embargo, de la misma palabra,
Lachelier concluye además:
Sería oportuno investigar si Vorstellung no ha salido de sich etwas vorstellen
(representarse algo), y si los alemanes no se han visto “chocados” cuando se la ha
empezado a emplear en el estilo filosófico.

Advierto de pasada el interés de esa insistencia en el se del


representarse, como también en el sich del sich vorstellen. Esa
insistencia señala hasta qué punto es justamente sensible Lachelier
a esa dimensión autoafectiva que es sin duda lo esencial de la
representación y que se señala mejor en el verbo reflexivo que en el
nombre. En la representación importa ante todo que un sujeto se dé,
se procure, dé sitio para él y ante él a objetos: aquél se los
representa y se los envía, y por eso es por lo que dispone de ellos.
Las reflexiones que acabo de presentarles, si bien las considero
como considerandos (más o menos esperados), son los
considerandos de cuestiones y no de conclusiones. He aquí, pues,
sin embargo, para concluir, un cierto número de cuestiones que
quisiera plantearles en su formulación más económica, o en el estilo
telegráfico que corresponde a un envío así.
Primera cuestión. Afecta a la historia de la filosofía, de la lengua y
de la lengua filosófica francesa. ¿La hay realmente? ¿Y es unitaria?
¿Qué ha pasado en ella o en sus bordes desde el debate de 1901
en torno a las palabras presentación y representación en la
Sociedad francesa de filosofía? ¿Qué supone la elaboración de esa
cuestión?
Segunda cuestión. Se relaciona con la legitimidad misma de una
interrogación general acerca de la esencia de la representación,
dicho de otro modo, del uso del nombre y del título “representación”
en un coloquio en general. Esa es mi cuestión principal, y aunque
deba dejarla en estado de mínimo esquematismo, tendré que
explicarla un poco más que la anterior, tanto más porque me llevará
quizás a bosquejar otra relación con Heidegger. Sigue tratándose de
lenguas y de traducción. Se podría objetar, y me tomo esta objeción
en serio, que en las situaciones ordinarias del lenguaje ordinario (si
las hay, como se cree de ordinario), la cuestión de saber a qué se
apunta con el nombre de representación tiene pocas ocasiones de
surgir, y si lo hace, no dura un segundo. Para esto basta con un
contexto que esté, si no saturado, al menos razonablemente
determinado como lo está justamente en lo que se llama la
experiencia ordinaria. Si leo, si oigo en la radio, si alguien me dice
que la representación diplomática o parlamentaria de un país ha
sido recibida por el jefe de estado, que los representantes de los
trabajadores en huelga o de los padres de alumnos han ido en
delegación al ministerio, si leo en el periódico que esta tarde habrá
una representación de la Psyché de Molière o que tal cuadro
representa a Eros, etc., comprendo sin el menor equívoco y no me
tomo la cabeza con la dos manos para entender lo que quiere decir
eso. Basta evidentemente con que tenga una relación de
competencia media exigida en un cierto estado de la sociedad, de
su escolarización, etc. Y que el destino del mensaje enviado sea de
una gran probabilidad, esté lo suficientemente determinado. Puesto
que las palabras funcionan siempre en un contexto (supuesto)
destinado a asegurar normalmente la normalidad de su
funcionamiento, preguntarse qué pueden querer decir aquéllas
antes y al margen de todo contexto determinado de esa manera, es
interesarse (podría decir alguien quizá) por una patología o un
disfuncionamiento lingüístico. El esquema es muy conocido. El
cuestionamiento filosófico acerca del nombre y de la esencia de
“representación” antes y al margen de todo contexto particular sería
el paradigma mismo de este disfuncionamiento. Este llevaría
necesariamente a aporías o a juegos de lenguaje sin importancia, o
más bien a juegos de lenguaje que el filósofo se tomaría en serio sin
darse cuenta de lo que, en el funcionamiento del lenguaje, hace
posible ese juego. En esta perspectiva, no se trataría de excluir el
estilo o el tipo filosófico fuera del lenguaje ordinario, sino de
reconocerle un lugar entre otros. Lo que hacemos con la palabra
“representación” como filósofos desde hace siglos o decenios
vendría a integrarse, mejor o peor, en el conjunto de los códigos y
de los usos. Esa sería también una posibilidad contextual entre
otras.
Este tipo de problemática –respecto a la que no hago más que
indicar su principal apertura– puede dar lugar, como se sabe, a los
desarrollos más diversos, por ejemplo, por el lado pragmático del
lenguaje, para el que el núcleo representacional o referencial de los
enunciados no sería lo esencial, y es significativo que estos
desarrollos hayan encontrado un terreno cultural favorable fuera del
duelo [duel], del diálogo o de la Auseinandersetzung galo-
germánica, de los anales franco-alemanes en los que me he
confinado un poco aquí. Cualesquiera que sean los representantes
más o menos anglosajones, desde Peirce (con su problemática de
lo representado como, ya, del representamen) o de Wittgenstein, si
éste fuese inglés, hasta los partidarios más diversos de la filosofía
analítica o de la speech act theory, ¿no se produce ahí un
descentramiento en relación con esa Auseinandersetzung que
tenemos excesiva tendencia a considerar como un lugar de
convergencia absoluta? Y en ese descentramiento, incluso si no se
procede a él necesariamente según las vías anglosajonas a las que
acabo de hacer simplemente alusión, incluso si se sospecha que
éstas son todavía demasiado filosóficas en el sentido centralizador
del término, y si, a decir verdad, la excentricidad comienza en el
centro del continente, ¿no se podrá encontrar quizás una incitación
hacia una problemática de otro estilo? No se trataría entonces
simplemente de volver a llevar o de someter el lenguaje llamado
filosófico a la ley ordinaria y de hacer simplemente que comparezca
ante esta última instancia contextual, sino de preguntarse si, dentro
incluso de lo que se ofrece como uso filosófico o simplemente
teórico de la palabra representación, hay que presumir la unidad de
algún centro semántico, que ordenaría toda una multiplicidad de
modificaciones y de derivaciones. Pero, ¿no es acaso esa
presunción eminentemente filosófica, justamente una de tipo
representativo, en el sentido presuntamente central del término, a
saber, la presunción de que una única y misma presencia se delega
en ese sentido, se envía, se junta, y finalmente se reencuentra?
Esta interpretación de la representación presupondría una pre-
interpretación representacional de la representación, seguiría siendo
una representación de la representación. Esta presunción
unificadora, conjuntadora, derivacionista, ¿acaso no sigue actuando
hasta en los desplazamientos más fuertes y necesarios de
Heidegger? ¿No podría verse una señal de eso en el hecho de que
la época de la representación o de la Vorstellung aparezca en aquél
como una época en el destino o en el envío conjuntado (Geschick)
del ser? ¿Y en que el Gestell siga estando en relación con eso?
Aunque la época no sea un modo, una modificación, en sentido
estricto, de un ente o de un sentido sustancial, aunque no sea
tampoco un momento o una determinación en el sentido hegeliano,
realmente aquélla está anunciada por medio de un envío del ser
que, en primer término, se desoculta como presencia, más
rigurosamente como Anwesenheit. Para que la época de la
representación tenga su sentido y su unidad de época, es necesario
que pertenezca a la conjunción de un envío más originario y más
poderoso. Y si no se produjese la conjunción de ese envío, el
Geschick del ser, si ese Geschick no se hubiese anunciado primero
como Anwesenheit del ser, ninguna interpretación de la época de la
representación llegaría a colocar a ésta en la unidad de una historia
de la metafísica. Sin duda –y ahora habría que redoblar la prudencia
y la lentitud, mucho más de lo que puedo hacerlo aquí– la
conjunción del envío y de la destinalidad, el Geschick, no tiene la
forma de un telos, todavía menos de una certeza (cartesiana o
lacaniana) de la llegada a destino del envío. Pero al menos hay (gibt
es) un envío. Al menos se da un envío, el cual está en conjunción
consigo mismo; y esa conjunción es la condición, el ser-en-conjunto
de lo que se presta a ser pensado para que una figura epocal –aquí
la de la representación– se destaque en su contorno y se coloque
con su ritmo dentro de la unidad de un destinarse, o más bien de
una destinalidad del ser. Sin duda, el ser-en-conjunto del Geschick,
y esto puede decirse también del Gestell, no es ni el de una
totalidad, ni el de un sistema, ni el de una identidad comparable a
ninguna otra. Sin duda se deben tomar las mismas precauciones
con respecto a la conjunción de toda figura epocal. Sin embargo
persiste la cuestión: si, en un sentido que no es ni cronológico, ni
lógico, ni intrahistórico, toda la interpretación historial o destinal
coloca la época de la representación (dicho de otro modo, la
modernidad, y en el mismo texto Heidegger traduce: la era del
subjectum, del objetivismo y del subjetivismo, de la antropología, del
humanismo estético-moral, etc.) en relación con un envío originario
del ser como Anwesenheit que a su vez se traduce en presencia, y
después en representación según traducciones que son otras tantas
mutaciones en lo mismo, en el ser-en-conjunto del mismo envío,
entonces el ser-en-conjunto del envío originario llega de alguna
manera hasta sí mismo, hasta lo más próximo de sí mismo, en la
Anwesenheit. Incluso si hay disensión (Zwiespalt) en lo que
Heidegger llama la gran época griega y en la experiencia de la
Anwesenheit, esta disensión se reúne en el legein. Aquélla se salva,
se conserva, y asegura así una especie de indivisibilidad de lo
destinal. Es apoyándose en esa especie de indivisibilidad reunida
del envío como la lectura heideggeriana puede destacar épocas, y
entre ellas la más poderosa, la más larga, la más peligrosa también
de todas las épocas, la época de la representación en los tiempos
modernos. Como no es una época entre otras, y puesto que se
destaca, privilegiadamente, de un modo muy singular, ¿no tendrá
alguien la tentación de decir que a su vez está destacada, enviada,
delegada, sustituyendo aquello que se disimula, se queda en
suspenso o se reserva en ella, contrayéndose o retirándose en ella,
a saber, la Anwesenheit o incluso la presencia? De ese destacarse
podrán encontrarse varios tipos (metáfora, metonimia, modo,
determinación, momento, etc.), pero todos ellos serán
insatisfactorios por razones esenciales. Pero difícilmente podrá uno
evitar preguntarse si la relación de la época de la representación
con la gran época griega no sigue siendo interpretada por Heidegger
de un modo representativo, como si la pareja
Anwesenheit/repraesentatio siguiese dictando la ley de su propia
interpretación, de manera que ésta no haría otra cosa sino
redoblarse y reconocerse en el texto historial que pretende descifrar.
Tras o bajo la época de la representación, estaría retirado lo que
aquélla disimula, recubre, olvida como el envío mismo que sigue
representando, la presencia o la Anwesenheit en su conjunción en el
legein griego que la habrá salvado, y ante todo salvado de la
dislocación. Mi cuestión es entonces la siguiente, y la formulo
demasiado de prisa: allí donde el envío del ser se divide, desafía el
legein, desbarata su destino, ¿no se hace, por principio, discutible el
esquema de lectura heideggeriano, no queda historialmente
desconstruido, y desconstruido en la historialidad que sigue
implicando ese esquema? Si ha habido representación, es quizá
porque, justamente (y Heidegger lo reconocería) el envío del ser
estaba originariamente amenazado en su ser-en-conjunto, en su
Geschick, por la divisibilidad o la disensión (lo que yo llamaría la
diseminación). ¿No puede entonces concluirse que si ha habido
representación, la lectura epocal que de ella propone Heidegger se
convierte, por ese hecho, en problemática de entrada, al menos
como lectura ordenadora (cosa que ésta pretende ser también), si
no como cuestionamiento abierto de aquello que se presta a ser
pensado más allá de la problemática e incluso más allá de la
cuestión del ser, del destino conjuntado o del envío del ser?
Lo que acabo de sugerir no concierne solo a la lectura de
Heidegger, a la que éste hace del destino de la representación o a la
que haríamos nosotros de su propia lectura. Esto no concierne solo
a toda la ordenación de las épocas o de los períodos dentro de la
presunta unidad de una historia de la metafísica o de Occidente.
Está ahí en juego también hasta el crédito que se quisiera conceder,
como filósofos, a una organización centrada, centralizada, de todos
los campos o de todas las secciones de la representación, alrededor
de un sentido tutor y de una interpretación fundamental. Si ha
habido representación, es que la división habrá sido más fuerte, lo
bastante fuerte como para que ese sentido tutor no guarde, no
salve, no garantice ya nada de forma lo bastante rigurosa.
Las problemáticas o las metamorfosis llamadas “modernas” de la
representación no serían ya en absoluto representaciones de lo
mismo, difracciones de un sentido único a partir de una sola
encrucijada, de un solo lugar de encuentro o de cruce para
trayectorias convergentes, a partir de una sola congresión o de un
solo congreso.
Si no temiese abusar de su tiempo y de su paciencia, habría
intentado quizá poner a prueba una diferencia así de la
representación, una diferencia que no se ordenaría ya con la
diferencia de la Anwesenheit o de la presencia, o con la diferencia
como presencia, una diferencia que no representaría ya a lo mismo
o la relación consigo del destino del ser, una diferencia que no sería
repatriable en el envío de sí, una diferencia como envío que no sería
uno, ni un envío de sí. Sino envíos del otro, de los otros.
Invenciones del otro. Habría intentado esta prueba no proponiendo
algún tipo de demostración científica a través de las diferentes
secciones previstas por nuestro consejo científico, a través de
diferentes tipos de problemática de la representación. Más bien, y
preferentemente, fijándome en el lado de lo que no está
representado en nuestro programa. Dos ejemplos de lo que no está
representado, y habré terminado.
Primer ejemplo. ¿Hay, en las diferentes secciones previstas, un
topos al menos virtual para lo que, bajo el nombre de psicoanálisis y
bajo la firma de Freud, nos ha legado un corpus tan extraño y tan
extrañamente cargado de “representaciones” en todas las lenguas?
En cuanto al léxico de la Vorstellung, del Vorstellungsrepräsentant,
con su abundancia, su complejidad, las prolijas dificultades del
discurso que lo sostiene, ¿manifiesta un episodio de la época de la
representación, como si Freud se debatiese confusamente entre las
imposiciones implacables de un programa y de una herencia
conceptual? El concepto mismo de pulsión y de “destino de pulsión”
(Triebschicksal), que Freud sitúa en la frontera entre lo somático y lo
psíquico, parece que no puede construirse si no es recurriendo a un
esquema representativo, y en primer lugar en el sentido de la
delegación. Igualmente, el concepto de represión (originaria o
secundaria, propiamente dicha) se construye sobre la base de un
concepto de representación: la represión se refiere esencialmente a
representaciones o a representantes, a delegados. Ese valor de
delegación, si se quiere seguir aquí a Laplanche y Pontalis en su
preocupación de sistematicidad, daría lugar a dos interpretaciones o
a dos formulaciones por parte de Freud. Tan pronto la pulsión misma
sería un “representante psíquico” (psychische Repräsentanz o
psychischer Repräsentant) de las excitaciones somáticas; tan pronto
la pulsión sería el proceso mismo de excitación somática, y ella, la
pulsión, sería representada por lo que Freud llama “representantes
de la pulsión” (Triebrepräsentanz o Triebrepräsentant). Estos, a su
vez, se enfocan o bien –principalmente– como representantes en la
forma de la representación en el sentido de Vorstellung
(Vorstellungsrepräsentant o –repräsentant), con una mayor
insistencia en el aspecto ideativo, o bien bajo el aspecto del
quantum de afecto del que Freud llegó a decir que era más
importante en el representante de la pulsión que el aspecto
representativo (intelectual o ideativo). Laplanche y Pontalis
proponen superar las aparentes contradicciones u oscilaciones de
Freud en lo que llaman sus “formulaciones” recordando que, sin
embargo, “una idea se mantiene siempre presente: la relación de lo
somático con lo psíquico no se concibe ni al modo del paralelismo ni
al modo de una causalidad, sino que debe comprenderse
comparándola con la relación que existe entre un delegado y su
mandante”. Y en nota: “Se sabe que, en un caso así, el delegado,
aunque en principio no sea otra cosa que un ‘apoderado’ de su
mandante, entra en un nuevo sistema de relaciones que corre el
riesgo de modificar su perspectiva y de desviar las directivas que le
han sido dadas”. Todo el problema reside en lo que Laplanche y
Pontalis llaman una comparación. Si es a partir de esta comparación
con la estructura de la delegación como se interpretan cosas tan
escasamente descuidables como las relaciones del cuerpo y el
alma, del destino de las pulsiones, de la represión, etc., el término
de la comparación no debe ya considerarse como una evidencia que
cae por su propio peso. ¿Qué es legar o delegar, si ese movimiento
no se puede derivar, interpretar o comparar a partir de ninguna otra
cosa? ¿Qué es una misión o un envío? Este tipo de cuestión puede
tener como pretexto otros lugares del discurso freudiano, y más
estrictamente otros recursos a la palabra o al concepto de
representación (por ejemplo, la representación de finalidad
(Zielvorstellung), o sobre todo la distinción entre representación de
palabra y representación de cosa (Wort- y Sach- o Dingvorstellung),
distinción de la que es sabido qué papel le asigna Freud entre el
proceso primario y el proceso secundario, o en la estructura de la
esquizofrenia). Cabe preguntarse, como sugieren en varias
ocasiones, de forma un poco confusa, Laplanche y Pontalis, si la
traducción de representación o de representante por “significante”
permite una clarificación de las dificultades freudianas. Ahí está
evidentemente el envite fundamental, hoy en día, de la herencia
lacaniana de Freud. Ese envite, que he intentado situar en otro
lugar, aquí no puedo hacer más que señalarlo. Y la cuestión que
planteo a propósito de Freud (en su relación con la época de la
representación) puede en principio valer también para Lacan. En
todo caso, cuando Laplanche y Pontalis dicen a propósito de la
palabra Vorstellung que “Freud no modifica su acepción en el punto
de partida, pero el uso que hace de ella es original”, el punto
problemático está justamente en esa distinción entre la aceptación y
el uso. ¿Cabe distinguir entre el contenido semántico
(eventualmente estable, continuo, idéntico consigo) y la diversidad
de los usos, de los funcionamientos, de las determinaciones
contextuales, suponiendo que estos últimos no pueden desplazar o
incluso desconstruir totalmente la identidad de los primeros? Dicho
de otro modo, ¿acaso los desarrollos llamados “modernos” –como el
del psicoanálisis freudiano, pero se podrían citar otros– solo son
pensables en relación con una tradición semántica fundamental, o
incluso con una determinación epocal unificadora de la
representación que aquellos desarrollos seguirían representando
todavía? ¿O bien debemos encontrar en ellos una incitación que nos
permita pensar de un modo completamente diferente la difracción de
los campos, y en primer lugar de los envíos o de las remisiones?
¿Se está autorizado a decir, por ejemplo, que la teorización
lacaniana de la Vorstellung-repräsentanz en términos de significante
binario que produce la desaparición, la aphanisis del sujeto, está
contenida toda ella dentro de lo que Heidegger llama la época de la
representación? Sólo puedo aquí designar el lugar de este
problema. Este no trae consigo una respuesta simple. Remito
especialmente a dos de los capítulos del seminario sobre Los cuatro
conceptos fundamentales del psicoanálisis (“Tuché y automaton”,
por una parte; “La aphanisis”, por otra). Es muy importante que, en
estos capítulos en particular, Lacan defina su relación con el Yo
pienso cartesiano y con la dialéctica hegeliana, es decir, con las dos
instancias mandatarias y mandantes más fuertes que Heidegger le
atribuye al reino de la representación. Las nervaduras de la
problemática a la que remito aquí han sido reconocidas por primera
vez e interpretadas de forma fundamental en los trabajos de
Lacoue-Labarthe y de Nancy, a partir de El título de la letra, su obra
común, hasta sus últimas publicaciones, respectivamente El sujeto
de la filosofía y Ego sum.
El segundo y último ejemplo anunciado concierne a la cuestión-
límite de lo irrepresentable. Pensar el límite de la representación es
pensar lo irrepresentado o lo irrepresentable. Hay aquí muy
numerosas maneras de poner el acento. El desplazamiento de
acento puede dar lugar a potentes desviaciones. Si pensar lo
irrepresentable es pensar más allá de la representación para pensar
la representación a partir de su límite, entonces puede entenderse
esto como una tautología. Y ésa es una primera respuesta, que
podría ser tanto la de Hegel como la de Heidegger. Los dos piensan
el pensamiento, ése del que la representación tiene miedo (según la
expresión de Heidegger, que se pregunta si, simplemente, no se
tiene miedo de pensar), como lo que se abre o da un paso más allá
o más acá de la representación. Esta es incluso la definición tanto
de la representación como del pensamiento para Hegel: la
Vorstellung es una mediación, un medio (Mitte) entre el intelecto no
libre y el intelecto libre, dicho de otro modo, el pensamiento. Es una
manera doble y diferenciada de pensar el pensamiento como lo más
allá de la representación. Pero es la forma de ese paso, la
Aufhebung de la representación, lo que Heidegger sigue
interpretando como perteneciente a la época de la representación.
Y, sin embargo, aunque Heidegger y Hegel no piensen aquí de la
misma manera el pensamiento como más allá de la representación,
me parece que a Hegel y Heidegger los aproxima una cierta
posibilidad de la relación con lo irrepresentable (o al menos aquello
a lo que remiten esos nombres propios, si no a lo que representan).
Esta posibilidad no concerniría solo a lo irrepresentable como
aquello que es extraño a la estructura misma de lo representable,
como lo que no se puede representar sino más bien, y además, a lo
que no se debe representar, tenga o no esto la estructura de lo
representable. Estoy nombrando aquí el inmenso problema de la
prohibición que afecta a la representación, a lo que se ha podido
traducir más o menos legítimamente (otro problema inaudito) a partir
de un mundo judío o islámico por “representación”. Ahora bien, este
inmenso problema, que concierna a la representación objetivadora,
a la representación mimética o incluso a la simple presentación, o
hasta a la simple nominación, no diré que esté simplemente omitida
por pensamientos de tipo hegeliano o heideggeriano. Pero me
parece que en principio está secundarizado y derivado en Heidegger
(en cualquier caso, que yo sepa al menos, no constituye el objeto de
ninguna atención específica para él). Y en cuanto a Hegel, que
habla del problema más de una vez, en particular en sus Lecciones
de Estética, quizá no es injustificado decir que la interpretación de
esa prohibición se encuentra derivada y reinscrita en un proceso
más vasto, de estructura dialéctica, y en el curso del cual la
prohibición no constituye un acontecimiento absoluto procedente de
algo completamente otro, que desgarraría de manera absoluta o que
al menos le daría la vuelta disimétricamente a la trama de un
proceso dialectizable. Eso no quiere necesariamente decir que los
rasgos esenciales de la prohibición queden por eso ignorados o
disimulados. Por ejemplo se toman en cuenta la desproporción entre
la infinidad de Dios y los límites de la representación humana y en
eso puede verse que se anuncia lo completamente-otro. A la
inversa, si se concluyese en algún tipo de supresión dialéctica del
corte de la prohibición, eso no implicaría que, a la inversa, toda toma
en consideración de ese corte (por ejemplo, en un discurso
psicoanalítico) no acabase en un resultado análogo, a saber,
reinscribiendo la génesis y la significación de la prohibición sobre la
representación, dentro de un proceso inteligible y más vasto en
donde volvería a desaparecer lo irrepresentable como lo
completamente-otro. Pero, ¿no es la desaparición, la no-
fenomenalidad, el destino de lo completamente-otro y de lo
irrepresentable, o de lo impresentable? Una vez más (y refiriéndome
a un trabajo que se prolongó durante todo este año con estudiantes
y colegas) aquí no puedo hacer otra cosa sino marcar la abertura y
la necesidad de una interrogación para la que nada está asegurado
en lo más mínimo, y no lo está sobre todo por medio de lo que se
traduce tranquilamente por prohibición o por representación.
¿Hacia qué, hacia quién, hacia dónde he remitido sin cesar, en el
curso de esta introducción, de forma a la vez insistente y elíptica?
Me atreveré a decir que hacia envíos, y hacia remisiones, ya, que no
siguiesen siendo representativos. Más allá de una clausura de la
representación cuya forma no podía ser ya lineal, indivisible, circular,
enciclopédica o totalizante, he intentado retrazar una vía abierta a
un pensamiento del envío que, aun siendo, como el Geschick des
Seins del que habla Heidegger, de una estructura extraña todavía a
la representación, no se conjuntaba todavía consigo mismo como
envío del ser a través de la Anwesenheit, la presencia, y después la
representación. Este envío pre-ontológico, de alguna manera, no se
junta. No se junta más que dividiéndose, difiriéndose. No es
originario u originariamente envío-de (envío de un ente o de algo
presente que le precedería, todavía menos de un sujeto, o de un
objeto por y para un sujeto). No constituye unidad y no comienza
consigo mismo, aunque no haya nada presente que le preceda; no
emite más que remitiendo ya, no emite más que a partir de lo otro,
de lo otro en él sin él. Todo comienza con el remitir, es decir, no
comienza. Desde el momento en que esa fractura o esa partición
divide de entrada todo remitir, hay no un remitir sino, de aquí en
adelante, siempre, una multiplicidad de remisiones, otras tantas
huellas diferentes que remiten a otras huellas y a huellas de otros.
Esta divisibilidad del envío no tiene nada de negativo, no es una
falta, es algo completamente diferente del sujeto, del significante, o
de esa letra/carta de la que Lacan dice que no soporta su partición y
que llega siempre a su destino. Esta divisibilidad o esta différance es
la condición para que haya envío, eventualmente un envío del ser,
una dispensación o un don del ser y del tiempo, del presente y de la
representación. Estas remisiones de huellas o estas huellas de
remisiones no tienen la estructura de representantes o de
representaciones, ni de significantes ni de símbolos, ni de metáforas
ni de metonimias, etc. Pero como estas remisiones de lo otro a lo
otro, estas huellas de différance no son condiciones originarias y
trascendentales a partir de las cuales la filosofía pretende
tradicionalmente derivar unos efectos, unas subdeterminaciones o
unas épocas, no podrá decirse que, por ejemplo, la estructura
representativa (o significante, o simbólica, etc.) les sobrevenga; no
se podrá periodizar o hacer seguir a partir de esas remisiones
alguna época de la representación. Desde que hay remisiones, y ya
desde siempre las hay, algo así como la representación no espera
más, y hay que arreglárselas quizá para contarse de otro modo esta
historia, de remisiones a remisiones de remisiones, en un destino
que no está nunca seguro de juntarse, de identificarse o de
determinarse. No sé si esto puede decirse con o sin Heidegger, e
importa poco. Es la única ocasión –pero no es más que una
ocasión– para que haya historia, sentido, presencia, verdad, habla,
tema, tesis y coloquio. Todavía es necesario aquí pensar la ocasión
dada y la ley de esta ocasión. Queda abierta la cuestión de saber si
es lo irrepresentable de los envíos lo que produce la ley (por
ejemplo la prohibición de la representación) o si es la ley lo que
produce lo irrepresentable al prohibir la representación. Cualquiera
que sea la necesidad de esa cuestión acerca de la relación entre la
ley y las huellas (las remisiones de huellas, las remisiones como
huellas), tal cuestión se sofoca quizá cuando se cesa de
representarse la ley, de aprehender la ley misma bajo la especie de
lo representable. Quizá la ley misma desborda toda representación,
quizá no está jamás ante nosotros como aquello que se sitúa en una
figura o se compone una figura. (El guardián de la ley y el hombre
del campo solo están “ante la ley”, Vor dem Gesetz, dice el título de
Kafka,36 al precio de no llegar jamás a verla, de no poder llegar
jamás a ella. La ley no es ni presentable ni representable y la
“entrada” en ella, según una orden que el hombre del campo
interioriza y se da, se difiere hasta la muerte.) A menudo se ha
pensado en la ley como en aquello mismo que pone, se pone y se
junta en la composición (thesis, Gesetz, dicho de otro modo, lo que
rige el orden de la representación) y la autonomía supone siempre la
representación, como la tematización, el hacerse-tema. Pero la ley
misma no llega quizá, no nos llega, sino transgrediendo la figura de
toda representación posible. Cosa difícil de concebir, como es difícil
de concebir cualquier cosa que esté más allá de la representación,
pero que obliga quizás a pensar completamente de otro modo.
Traducción: Patricio Peñalver

35. Conferencia pronunciada en julio de 1980 en la universidad de Strasbourg, en la


apertura del XVIII congreso de las Sociétés de Philosophie de Langue Française. Asunto
general del congreso: la representación.
36. Cf., “Préjugés –devant la loi”, en La faculté de juger, Minuit, 1985.
YO ― EL PSICOANÁLISIS37

Introduzco aquí –yo– a una traducción.


Esto dice ya bastante acerca de adónde me van a conducir
ambas vías: a esfumarme en el umbral con el fin de facilitar la
lectura que ustedes van a hacer. Escribo en “mi” lengua pero, en el
idioma de ustedes, yo debería introducir. Dicho de otro modo, y de
nuevo en “mi” lengua, presentar a alguien. Alguien que, en muchos
sentidos todos ellos singulares, no está aquí, aunque esté lo
suficientemente cercano y presente como para prescindir de
cualquier introducción.
Se presenta alguien a alguien o a varios y, por deferencia para
con los anfitriones e invitado –aquellos que reciben en su lengua y
aquel que es introducido–, la cortesía más elemental exige que no
nos situemos en primera línea. Ahora bien, nos ponemos en primera
línea, hasta el punto de tornarnos indispensables, en el momento en
que multiplicamos las dificultades de traducción (una a cada paso,
desde la primera palabra) y en que ponemos en un aprieto al
intérprete del intérprete, aquel que debe introducir a su vez, en su
propia lengua, al introductor. Parece como si quisiéramos prolongar
indefinidamente las maniobras dilatorias, distraer la atención,
centrarla en nosotros mismos, acapararla al insistir: esto es lo que
me corresponde a mí, al introductor, y a mi estilo, a mi modo de
hacer, de decir, de escribir, de interpretar; el desvío vale la pena,
créanme, me permito decírselo a ustedes, se lo aseguro, etc.
A menos que, asumiendo la indiscreción, al hacer hincapié en la
maniobra, yo no me retire más eficazmente tras la lengua así
llamada y presuntamente materna, puesto que todo parece volver a
ella finalmente –pese a lo que se diga al respecto– y ser de su
competencia.
Ahora bien, ¿acaso no es de lo que aquí se trata? ¿Dónde aquí?
Entre La corteza y el núcleo.
Porque, al instigarles a ustedes de antemano a pensar en ello, ya
he nombrado aquello de lo que enseguida oirán hablar a Nicolas
Abraham: la presencia, el ser-ahí (fort-da)38 o no, la presunta
presencia a sí en la autopresentación, todas las modalidades de la
introducción o de la hospitalidad otorgada en mí, por mí, al
extranjero, la introyección o la incorporación, todas las operaciones
“dilatorias” (los “medios, por así decirlo convencionales,
implícitamente brindados por todo el contexto cultural, con el fin de
permitir mejor –salvo en caso de fijación– desvincularse de la madre
maternante, al tiempo que se le muestra un apego dilatorio”); de
todo esto oirán hablar enseguida a Nicolas Abraham, al mismo
tiempo que de la traducción. Porque es acerca de la traducción de lo
que habla simultáneamente y no solo cuando utiliza la palabra, de la
traducción de una lengua a otra (con palabras extranjeras), e incluso
de una lengua a sí misma (con las “mismas” palabras que cambian
de pronto de sentido, que desbordan de sentido y desbordan incluso
el sentido y que, no obstante, permanecen impasibles, idénticas a sí
mismas, imperturbables, haciendo que de nuevo leamos, en el
nuevo código de esta traducción anasémica, lo que hubiera sido
preciso leer con la otra palabra, la misma, antes del psicoanálisis,
esa otra lengua que utiliza las mismas palabras imponiéndoles un
“cambio semántico radical”). Al hablar simultáneamente de la
traducción en todos los sentidos y más allá y más acá del sentido, al
traducir simultáneamente el viejo concepto de traducción a la lengua
del psicoanálisis, Nicolas Abraham les hablará también a ustedes de
la lengua materna y de todo lo que se dice asimismo de la madre,
del niño, del falo, de toda esa “pseudología” que somete a un
determinado discurso sobre el Edipo, la castración, el deseo y la ley,
etc., a una “teoría infantil”.
Pero si Abraham parece hablar de estas cosas archi-antiguas no
es únicamente con el fin de proponer una nueva “exégesis” de
éstas, sino también con el fin de descifrar o de descomponer su
sentido y seguidamente reconducirlas, según las nuevas vías de la
anasemia y de la asemántica, a un proceso previo al sentido y a la
presencia. Y también con el fin de introducirnos al código que nos
permitirá traducir la lengua del psicoanálisis, su nueva lengua que
altera radicalmente las palabras, las mismas palabras, las de la
lengua corriente, que todavía utiliza y que traduce a aquélla, a una
lengua radicalmente otra: entonces, entre el texto traductor y el texto
traducido, aparentemente nada habría cambiado y, sin embargo,
¡entre ambos ya no habría sino relaciones de homonimia! Pero,
como veremos, con una homonimia incomparable a cualquier otra.
De lo que se trata, por lo tanto, es de los conceptos de sentido y de
traducción. Y, al hablarnos de la lengua psicoanalítica, de su
necesidad de traducirse de otro modo, Abraham proporciona la regla
para leer La corteza y el núcleo: no entenderemos nada si no
leemos este texto como él mismo enseña a leer, teniendo en cuenta
la “escandalosa antisemántica”, la de “los conceptos de-significados
en virtud del contexto psicoanalítico”. Este texto debe descifrarse,
pues, con ayuda del código que propone y que pertenece a su
propia escritura.
Ahora bien, se supone que introduzco –yo– a una traducción, la
primera sin duda, al inglés, de un ensayo crucial de Nicolas
Abraham. Yo debería, por consiguiente, esfumarme en el umbral y,
para facilitar la lectura, limitar los obstáculos de traducción que
dependen de mi escritura o del idioma de mi práctica lingüística. De
acuerdo. Pero ¿qué hacer con lo que depende de la lengua misma?
Moi [yo-me], por ejemplo.
Como ocurre siempre con las lenguas, se trata de la alianza de un
límite con una oportunidad.
En mi lengua, a diferencia del Ich alemán y del I inglés, “moi” le va
como un guante al sujeto que dice je (“yo”) (“moi, je dis, traduis,
introduis, conduis... etc.” [“yo digo, traduzco, introduzco, conduzco...
etc.”]) y a aquel que se considera, deja o hace que se lo considere
un objeto (“prends-moi, par exemple comme je suis [“considérame,
por ejemplo, como soy”] o traduis-mois, conduis-moi, introduis-moi...
etc. [“tradúceme, condúceme, introdúceme... etc.”]). Un guante a
través del cual, incluso, yo me toco, o los dedos, como si yo
estuviera presente a mí mismo en el contacto. Pero je-me [“yo-me”]
se puede declinar, en mi lengua, de otro modo: por ejemplo, je me
souviens [“yo me acuerdo”], je me moque [“yo me burlo”], je me fais
plaisir [“yo me doy gusto”], etc.
La apariencia de este “como si” no es un fenómeno entre otros.
“Entre el ‘yo’ y el ‘me’”, el capítulo así titulado establece un “hiato”,
aquel que, al separar “yo” y “me”, escapa a la reflexividad
fenomenológica, a la autoridad de la presencia a sí y a todo aquello
que rige. Este hiato de la no-presencia a sí condiciona el sentido
que la fenomenología convierte en su tema, pero él, a su vez, no es
ni un sentido ni una presencia. “El ámbito del psicoanálisis, por su
parte, se sitúa precisamente en este terreno impensado de la
fenomenología”. Si cito esta frase no es únicamente para marcar
una etapa esencial en el trayecto del texto, el momento en el que no
queda más remedio que preguntarse: “¿cómo incluir en un discurso,
cualquiera que éste sea, aquello mismo que, por constituir su
condición, se le escaparía por esencia?”. Y justo después: “Si la no-
presencia, núcleo y razón última de todo discurso, se torna habla,
¿acaso puede –o debe– hacerse oír en y por la presencia a sí? Así
aparece la paradójica situación inherente a la problemática
psicoanalítica”. La cuestión atañe en efecto a la traducción, a la
transposición en un discurso de su propia condición. Esto ya es muy
difícil de pensar puesto que este discurso, al traducir así su propia
condición, todavía estará condicionado y, en esta medida, fallará
tanto en su fin como en su comienzo. Pero esta traducción todavía
será más extraña: habrá de traducir a discurso aquello que “se le
escaparía por esencia”, esto es, algo perteneciente al no-discurso,
dicho de otro modo, algo intraducible. E impresentable. Aquello
impresentable que mediante el discurso hay que traducir a
presencia sin traicionar nada de esa estructura Abraham lo
denomina “núcleo”. ¿Por qué? Demos a la pregunta tiempo para
descansar.
Si he citado esa frase es también para recordar que el “hiato”
reproduce asimismo necesariamente un intervalo, el momento de un
salto en el trayecto del propio Nicolas Abraham. De él mismo, es
decir, en la relación consigo mismo, el yo-me de su propia
investigación: en primer lugar, lo más lejos posible, una
aproximación original que compagina las cuestiones de tipo
psicoanalítico y de tipo fenomenológico en un campo en el que no
se han aventurado ni los fenomenólogos ni los psicoanalistas. Todos
los ensayos anteriores a 1968, fecha de La corteza y el núcleo,
conservan una huella todavía muy productiva. Pienso,
especialmente, en las Reflexiones fenomenológicas acerca de las
implicaciones estructurales y genéticas del psicoanálisis (1959) y en
El símbolo o el más-allá del fenómeno (1961). Todos estos textos
están ahora recopilados en el volumen que lleva por título La
corteza y el núcleo (1978). En dicho volumen, éstos arropan o
envuelven el ensayo de 1968 (al que podríamos llamar homónimo) y
permitirían ver, desde una perspectiva teleológica, cómo desde los
primeros ensayos se anuncian todas las transformaciones por venir.
Y no resultaría injustificado. Pero, en torno a 1968, la necesidad de
una quiebra, espacio a la vez de juego y de articulación, marca una
nueva relación del psicoanálisis con la fenomenología, una nueva
“lógica” y una nueva “estructura” de esa relación. Éstas afectarán
tanto a la idea de sistema estructural como a los cánones de lo
“lógico” en general. Tenemos un indicio explícito de ello al final del
ensayo de 1968, cuando se acaba de demostrar que los “conceptos
claves del psicoanálisis” “no se pliegan a las normas de la lógica
formal: no conciernen a ningún objeto ni colección de objetos, no
poseen, en sentido estricto, ni extensión ni comprensión”.
En 1968, por consiguiente, nuevo punto de partida, nuevo
programa de investigaciones, pero el recorrido anterior habrá sido
indispensable. En adelante ninguna lectura podrá prescindir de esas
premisas.
Pese a toda la fecundidad, pese al rigor del cuestionamiento
fenomenológico, se impone una ruptura, y es contundente, o, más
bien, una extraña vuelta del revés, la conversión de una
“conversión” que lo trastoca todo. Una nota del capítulo “Entre el ‘yo’
y el ‘me’” sitúa el “contrasentido” de Husserl “relativo al
Inconsciente”. El tipo de contrasentido es esencial y da a leer el
hiato que nos interesa: Husserl entendió el Inconsciente a partir de
la experiencia, del sentido, de la presencia, como “el olvido de
experiencias otrora conscientes”. Será preciso pensar el
Inconsciente sustrayéndolo a aquello mismo que él torna posible, a
toda esa axiomática fenomenológica del sentido y de la presencia.
La frontera, harto singular en efecto puesto que va a dividir dos
territorios absolutamente heterogéneos, pasa a partir de entonces
entre dos tipos de “conversión semántica”. Aquella que opera en el
interior del sentido con el fin de hacerlo aparecer y de conservarlo
se marca en la traducción discursiva por medio de las comillas
fenomenológicas: la misma palabra, la de la lengua corriente, una
vez entrecomillada, designa el sentido intencional puesto en
evidencia por la reducción fenomenológica y por todos los
procedimientos que la acompañan. La otra conversión, la efectuada
por el psicoanálisis, es absolutamente heterogénea a la anterior. En
cierto sentido da aquella por supuesta ya que, de derecho, no se la
puede entender sin haber llegado, y de la forma más consecuente
posible, hasta el final del proyecto fenomenológico (también desde
este punto de vista la tarea de Nicolas Abraham me parece de una
necesidad ejemplar). Pero, a la inversa, permite acceder a aquello
que condiciona la fenomenalidad del sentido desde una instancia
asemántica. El origen del sentido no es aquí un sentido originario
sino pre-originario, por así decirlo. Por así decirlo, y para decirlo, el
discurso psicoanalítico, que sigue utilizando las mismas palabras –
las de la lengua corriente y las de la fenomenología
entrecomilladas–, las cita una vez más para decir algo radicalmente
distinto, y algo distinto del sentido. Esta segunda conversión es la
que señalan las mayúsculas con las que los traductores franceses
han dotado a las nociones metapsicológicas; y es de nuevo un
fenómeno de traducción el que le sirve aquí a Abraham de indicio
revelador. Podemos reconocer la singularidad de lo que aquí se
denomina traducción: ésta ya puede operar en el interior de la
misma lengua, en el sentido lingüístico de la identidad. En el interior
del mismo sistema lingüístico, el francés por ejemplo, la misma
palabra, por ejemplo, plaisir [“placer”], puede traducirse como en sí
misma y, sin “cambiar” verdaderamente de sentido, pasar a otra
lengua, la misma en la que no obstante la alteración habrá sido total
ya sea porque, en la lengua fenomenológica y entre comillas, la
“misma” palabra funciona de otra manera que en la lengua “natural”
aunque revele su sentido noético-noemático, ya sea porque, en la
lengua psicoanalítica, este mismo quedar en suspenso quede en
suspenso y la misma palabra se encuentre traducida a un código en
donde ya no tiene sentido, en donde, tornando por ejemplo posible
lo que se siente como placer o lo que se entiende por placer, placer
ya no signifique a su vez “lo que experimentamos” (en Más allá del
principio del placer, Freud habla de un placer vivido como
sufrimiento, y habrá sido preciso sacar la consecuencia rigurosa de
una afirmación que resulta tan escandalosamente insostenible para
la lógica clásica, para la filosofía, para el sentido común y también
para la fenomenología). Pasar de la palabra placer en la lengua
corriente al “placer” del discurso fenomenológico y, después, al
“Placer” de la teoría psicoanalítica es proceder a unas traducciones
insólitas. Por supuesto, se trata de traducciones puesto que
pasamos de una lengua a otra y puesto que cierta identidad (o no-
alteración semántica) es la que efectúa este trayecto, la que se deja
transponer o transportar. Pero ésta es la única “analogía” con lo
que, normalmente o fenomenológicamente, denominamos
“traducción”. Y toda la dificultad se debe a esta “analogía”, palabra
que a su vez habrá que someter a la transformación anasémica. En
efecto, la “traducción” en cuestión no pasa de verdad de una lengua
natural a la otra: es, en efecto, la misma palabra (placer) la que
reconocemos en los tres casos. No sería falso decir que se trata de
un homónimo, pero el efecto de este “homónimo” no consiste en
designar, con su misma forma, sentidos diferentes. No son sentidos
diferentes como tampoco son sentidos idénticos, ni siquiera
análogos, y si las tres palabras escritas de distinto modo (placer,
“placer”, Placer) no son homónimas, menos todavía son sinónimas.
La última de ellas excede el orden del sentido, de la presencia y de
la significación y “esta de-significación psicoanalítica precede a la
posibilidad misma de la colisión de los sentidos”. Precesión que
debe igualmente entenderse, yo diría que incluso traducirse, de
acuerdo con la relación de anasemia. Ésta remonta a la fuente e
incluso más arriba, a la fuente pre-originaria y pre-semántica del
sentido. La traducción anasémica no concierne a intercambios entre
significaciones, entre significantes y significados, sino a
intercambios entre el orden de la significación y aquello que,
volviéndola posible, debe asimismo traducirse a la lengua de aquello
que ésta torna posible, y en ella debe ser retomada, empleada de
nuevo, re-interpretada. Esta necesidad es la que señalan las
mayúsculas de la metapsicología traducida a nuestra lengua.
¿Qué es, pues, la anasemia? Y la “figura” que habrá parecido
más “apropiada” para traducir su necesidad ¿es una “figura”? y
¿qué es lo que legítima su “propiedad”?
Yo debería detenerme aquí y dejar que ahora trabaje el traductor
y que ustedes lean.
No obstante quisiera añadir algo.
Introduzco aquí –yo– a una traducción y, por consiguiente, con
esta sola dificultad, no dejo ya –de decir moi [“yo-me”] en todas las
lenguas– de introducir al psicoanálisis en persona.
¿Cómo presentar el psicoanálisis en persona? Para ello sería
preciso que el psicoanálisis pudiese de alguna forma presentarse él
mismo. ¿Alguna vez lo ha hecho? ¿Alguna vez ha dicho “yo”? ¿”Yo,
el psicoanálisis”? Sabemos que no viene a ser lo mismo decir “yo” y
decir “el yo”. Y se puede ser “yo” sin decirlo, sin decirlo en todas las
lenguas y según todos los códigos. ¿Y yo acaso no es siempre una
especie de homónimo? Sin duda algo que identificamos como el
psicoanálisis ha dicho “el yo”. Lo habrá identificado, definido, situado
–y descentrado–. Pero el movimiento que asigna un lugar en una
tópica no escapa forzosamente, en cualquier caso no sin más, a la
jurisdicción de esa tópica. En el momento en que se presentase
como el sujeto reflexivo, crítico, autorizado, nombrado de un
“movimiento”, de una “causa”, de un discurso “teórico”, de una
“práctica”, de una “institución” multinacional que comercia más o
menos bien con él, no por ello el psicoanálisis quedaría sustraído, a
priori, a las leyes de estructura ni, sobre todo, a la tópica cuya
hipótesis habrá conformado. ¿Por qué no hablar, por ejemplo, de un
“Yo” del psicoanálisis? Y ¿por qué no reconocer que en él están
funcionando las leyes de la metapsicología? Hay que reconocer el
repliegue de esa estructura aunque a primera vista parezca
constituirse según una simple analogía: de la misma manera que el
psicoanálisis se propone enseñarnos que, además del Ello y del
Superyo, hay un Yo, así también el psicoanálisis, en cuanto
estructura psíquica de una identidad colectiva, comporta unas
instancias que se pueden denominar Ello, Superyo y Yo. Lejos de
hacer que derivemos hacia un vago analogismo, la figura de esta
relación quizá nos diga todavía mucho más acerca de los términos
de la relación analógica de lo que lo haría la simple inspección
interna de su contenido. El Yo del psicoanálisis quizá no sea una
mala introducción al Yo del que habla el psicoanálisis: ¿qué ha de
ser un Yo si algo como el psicoanálisis puede decir: Yo?
Aplicar de nuevo a un corpus, cualquiera que éste sea, la ley que
constituye su objeto, analizar las condiciones y las consecuencias
de esta operación singular: éste es, en mi opinión, el gesto inaugural
de Nicolas Abraham en este campo. Inaugurador porque abre el
ensayo a cuya traducción yo soy supuesto –como se dice en inglés–
introducir: introduce a ella. Inaugural asimismo por la problemática
que ahí se establece.
Tomando aparentemente como pretexto –pero haciendo en
verdad más y algo diferente– el Vocabulario del psicoanálisis de J.
Laplanche y J.B. Pontalis, Abraham plantea en efecto la cuestión del
“derecho” y de la “autoridad” de semejante “corpus juris” que
pretende detentar “fuerza de ley” en lo que concierne a los “estatus
de la “cosa” psicoanalítica”. Y Abraham añade una precisión
esencial: “de la “cosa” psicoanalítica, tanto en sus relaciones con el
mundo exterior como en su relación consigo misma”. Esta doble
relación es esencial ya que permite la “comparación” y la “imagen”
que después van a desempeñar un papel en la organización. Se
trata de la figura corteza-núcleo que, en el origen de toda traducción
figurativa, de toda simbolización y de toda figuración, no sería un
dispositivo trópico o tópico entre otros. Antes bien, se muestra, en
primer lugar, como una “imagen” o como una “comparación”:
He aquí, por consiguiente, una realización que, para todo el psicoanálisis, está
llamada a desempeñar las funciones de esa instancia a la que Freud confirió la
prestigiosa designación de Yo. Ahora bien, al referirnos con esa comparación a la
teoría freudiana misma, queremos evocar esa imagen del Yo que lucha en dos
frentes: hacia el exterior, moderando las cargas y los ataques; hacia el interior,
canalizando los impulsos excesivos e incongruentes. Freud concibió esa instancia
como una capa protectora, ectodermo, córtex cerebral, corteza. Este papel cortical de
doble protección, hacia el interior y hacia el exterior, se reconocerá sin dificultad en el
Vocabulario, papel que siempre va unido –como podemos comprender– a cierto
enmascaramiento de aquello mismo que ha de ser salvaguardado. Pese a que la
corteza queda marcada por aquello que pone a salvo, por aquello que, escondido por
ella, en ella se detecta. Aunque el núcleo mismo del psicoanálisis no tiene por qué
manifestarse en las páginas del Vocabulario, eso no impide que su acción, oculta e
inaprensible, quede patente a cada paso por su resistencia a plegarse a una
enciclopédica sistemática.

El núcleo del psicoanálisis: lo que éste a su vez designó, con


palabras de Freud, como el “núcleo del ser”, el Inconsciente, y su
“propio” núcleo, su “propio” Inconsciente. Subrayo “propio” y lo dejo
entre comillas: aquí ya nada es propio, ni en el sentido de la
propiedad como pertenencia (una parte del núcleo por lo menos no
corresponde a ningún Yo), ni en el sentido de la propiedad de una
figura, en el sentido del sentido propio (la “figura” de “la corteza y el
núcleo”, a partir del momento en que se la entiende por medio de la
anasemia, no funciona como ninguna otra figura; forma parte de
esas “figuras nuevas, ausentes en los tratados de retórica”).
Esta extraña figura sin figura, la corteza-y-el-núcleo, acaba de
tener lugar, de hallar su sitio, de anunciar su título: éste es doble y
doblemente analógico. 1. La “comparación”: entre el corpus juris, el
discurso, el aparato teórico, la ley del concepto, etc., en una palabra,
entre el Vocabulario razonado, por una parte, y el Yo del
psicoanálisis, por otra parte. 2. La “imagen”: el Yo –del que habla el
psicoanálisis– parece luchar en dos frentes, garantizar una doble
protección, interna y externa; se parece a una corteza. Hay que
añadir por lo menos un tercer título oculto como un núcleo bajo la
corteza de esta última imagen (y esta figura singular ya está
abriendo a su “propio” abismo, puesto que se comporta consigo
misma como una corteza que resguarda, protege, encripta otra
figura de la corteza y del núcleo, la cual a su vez etc.): el “córtex
cerebral” o el ectodermo evocado por Freud ya era una “imagen”
tomada prestada del registro “natural”, recolectada como una fruta.
Pero no solo debido a su carácter abisal va la “corteza-y-el-
núcleo” a exceder muy pronto cualquier límite y a medirse a
cualquier apuesta posible; podría decirse que va a cubrir la totalidad
del campo si esta última figura no implicase una teoría de la
superficie y de la totalidad que, como vamos a ver, pierde aquí toda
pertinencia.
Nos preguntaremos: ¿cuál es la relación entre esta estructura
“corteza-núcleo” y la “conversión” que reclama Abraham? ¿Cómo
introduce ésta a ese “cambio semántico radical”, a esa “escandalosa
antisemántica”, que marcarían el advenimiento del lenguaje
psicoanalítico? ¿Acaso la “corteza-y-el-núcleo” no es una figura
trópica y tópica entre otras, un dispositivo muy particular que
resultaría abusivo que tornásemos general con el fin de otorgarle
tantos poderes? ¿No podríamos llevar a cabo la misma operación a
partir de otra estructura trópica y tópica? Estas preguntas y también
otras del mismo tipo quizá fuesen legítimas hasta cierto punto.
¿Hasta qué punto?
Hay un punto y un momento en que la imagen, la comparación, la
analogía cesan. La “corteza-y-el-núcleo” se parece y ya no se
parece a su procedencia “natural”. El parecido, que remitía a la fruta
y a las leyes del espacio natural u “objetivo”, se interrumpe. En la
fruta, el núcleo se puede convertir en una superficie a su vez
accesible. En la “figura”, esa vez no llega nunca.
En cierto punto, en cierto momento, se impone una disimetría
entre los dos espacios de esa estructura, entre la superficie de la
corteza y la profundidad del núcleo que, en el fondo, no pertenecen
ya al mismo elemento y se tornan inconmensurables dentro de la
relación misma que no dejan de mantener. El núcleo, por estructura,
no puede nunca salir a la superficie. “Este núcleo”, no el de la fruta
tal y como se me puede presentar, a mí, que lo tengo en mi mano, lo
muestro, tras haberle quitado la corteza, etc. A mí, a quien se le
puede aparecer un núcleo; y para que un núcleo pueda aparecerse
a mí, yo sigo siendo la corteza de un núcleo inaccesible. Esta
disimetría no prescribe solo un cambio de régimen semántico, yo
diría más bien textual levantando así acta de que asimismo y al
mismo tiempo, en contrapartida, aquélla prescribe otra ley de
interpretación de la “figura” (la corteza y el núcleo) que la habrá
provocado.
Precisemos el sentido (ya sin sentido) de esta disimetría. El
núcleo no es una superficie oculta que, una vez atravesada la
corteza, podría aparecer. Es inaccesible y, a partir de ahí, lo que lo
marca con la no-presencia absoluta supera el límite del sentido, de
aquello que siempre habrá vinculado el sentido con la
presentabilidad. La inaccesibilidad de un núcleo impresentable (que
escapa a las leyes de la presencia misma), intocable y no
significable –no significable si no es por medio del símbolo y de la
anasemia–: ésa es la premisa, a su vez impresentable, de esta
insólita teoría de la traducción. Será preciso, habrá sido preciso
traducir lo impresentable al discurso de la presencia, lo no
significable al orden de la significación. Una mutación acontece en
este cambio de orden y la heterogeneidad absoluta de los dos
espacios (traducido y traductor) deja en la traducción la marca de
una transmutación. En general, se admite que la traducción opera
del sentido al sentido, por medio de otra lengua o de otro código.
Aquí, la traducción anasémica, que se ocupa del origen asemántico
del sentido así como de la fuente impresentable de la presencia, ha
de obligar a la lengua a decir las condiciones no lingüísticas del
lenguaje. Y puede hacerlo –de ahí lo más extraño– a veces en la
“misma” lengua, en el mismo corpus del léxico (por ejemplo: placer,
“placer”, Placer). El placer que Nicolas Abraham experimentó, toda
su vida, al traducir sobre todo a poetas (Babits, G.M. Hopkins,
Shakespeare39, etc.) y al reflexionar acerca de la traducción, lo
comprenderemos y lo compartiremos mejor si nos trasladamos, si
nos traducimos nosotros mismos, hacia aquello que él nos dice de la
anasemia y del símbolo, y si lo leemos retrotrayendo a su texto sus
propios protocolos de lectura. Al mismo tiempo, y como ejemplo
ejemplar, la “figura” corteza-núcleo debería ser leída según la nueva
regla, anasémica y simbólica, a la que, sin embargo, ésta nos había
introducido. Es preciso convertir y retrotraer hacia ella la ley que ella
había dado a leer. Al hacerlo, no accedemos a nada que sea o esté
presente, más allá de la corteza y de su figura. Más allá de la
corteza (es) “la no-presencia, núcleo y razón última de todo
discurso”, lo “intocado nucleico de la no-presencia”. Los “mensajes”
mismos que el texto nos hace llegar deben ser reinterpretados a
partir de los nuevos “conceptos” (anasémico y simbólico) del envío,
de la emisión, de la misión o de la misiva. El símbolo freudiano del
“mensajero”, o del “representante”, debe sobre todo ser sometido a
la misma reinterpretación (“Se ha visto cómo [...] el procedimiento
anasémico de Freud crea, gracias a lo Somato-Psíquico, el símbolo
del mensajero y, más adelante, comprenderemos que aquél es
capaz de revelar el carácter simbólico del mensaje mismo. En virtud
de su estructura semántica, el concepto del mensajero es un
símbolo en la medida en que alude a lo incognoscible por medio de
algo desconocido, aunque no esté dada sino la sola relación entre
los términos. En último análisis, todos los conceptos psicoanalíticos
auténticos se reducen a estas dos estructuras, por otra parte
complementarias: símbolo y anasemia”). El valor mismo de
autenticidad, en mi opinión (“conceptos auténticos”), no saldrá
indemne, en su sentido corriente, de esta transmutación.
Traducir de otro modo el concepto de traducción, traducirlo en sí
mismo fuera de sí mismo. La heterogeneidad absoluta, marcada por
el “fuera de sí mismo” que lleva más allá o más acá del sentido,
debe a su vez ser traducida, anasémicamente, al “en sí mismo”.
“Traducción” conserva una relación simbólica y anasémica con la
traducción, con lo que se denomina “traducción”. Y si insisto en eso
no es únicamente para poner el acento en lo que se dice y se hace
aquí mismo, a saber, que se está leyendo la traducción de un texto
que se dedica a su vez a traducir otro texto. Es también porque este
último, el primero, el que firma Nicolas Abraham, ya es arrastrado
por la misma temática. Una temática sin tema puesto que el tema
nuclear nunca es un tema, dicho de otro modo, un objeto presente a
la conciencia atenta, puesto ahí a la vista. El “tema” de la
“traducción” brinda, no obstante, todos los signos de su presencia, y
con su nombre, con sus homónimos en todo caso, en La corteza y el
núcleo. Con regularidad, ya se trate de la “vocación de la
metapsicología” (“Ésta ha de traducir [soy yo quien subraya, J.D.]
los fenómenos de la conciencia [auto– o hetero-percepción,
representación o afecto, acto, razonamiento o juicio de valor] a la
lengua de una simbólica rigurosa que revela las subyacentes
relaciones concretas que conjugan, en cada caso particular, los dos
polos anasémicos: Núcleo y Envoltorio. Entre estas relaciones
existen formaciones típicas o universales. Nos detendremos aquí en
una de ellas, sobre todo porque ésta constituye el eje tanto de la
cura analítica como de las elaboraciones teóricas y técnicas que
derivan de ella”), ya se trate, precisamente, de la formación mítica o
poética, cada vez es preciso aprender a desconfiar de cierta
ingenuidad traductora y traducir de otro modo: “El beocio pretende
traducir [soy yo quien subraya, J.D.] y parafrasear el símbolo literario
y, así, acaba con él irremediablemente”. Y, más adelante: “Este
modo de ver se impone aún más cuando el mito es considerado
ejemplar de una situación metapsicológica. Harto ingenuo sería
aquel que lo tomara al pie de la letra y lo transpusiera [soy yo quien
subraya, J.D.] pura y simplemente al ámbito del Inconsciente. Y, sin
duda, los mitos corresponden a numerosas y variadas “historias”
que se “relatan” en los confines del Núcleo”.
Cierto “trans-” garantiza el paso en dirección al Núcleo o
procedente de él a través de la traducción, las transposiciones
trópicas de acuerdo con unas “figuras nuevas, ausentes de los
tratados de retórica”, todas las transferencias anasémicas. En su
relación con el Núcleo impresentable y que no aparece, aquél
procede de esa transfenomenalidad cuyo concepto ya había sido
establecido desde El símbolo o el más allá del fenómeno (inédito de
1961, recopilado en el volumen Anasemia II, titulado La corteza y el
núcleo. Tendremos, pues, que consultar el comienzo de la obra).
En 1968, la interpretación anasémica recae ciertamente, en
primer lugar, sobre unas temáticas freudianas y post-freudianas: la
metapsicología, el “pansexualismo” de Freud que sería “el –
anasémico– del Núcleo”, ese “Sexo nucleico” que no tendría
“ninguna relación con la diferencia de los sexos” y del que Freud
habría dicho, “por anasemia también, que es de esencia viril” (éste
es, en mi opinión, uno de los pasajes más provocativos y más
enigmáticos del ensayo), ciertas elaboraciones posteriores a Freud y
cuyas “dependencias” e “implicaciones” (“pseudología infantil”,
“teoría infantil”, “inmovilismo” y “moralismo”, etc.) sitúa Abraham.
Otras tantas vías abiertas a un desciframiento histórico e
institucional del ámbito psicoanalítico. Y también, por consiguiente,
de las formas de introyección, de recepción o de asimilación, de
desvío, de rechazo o de incorporación que aquél puede reservar a
semejantes investigaciones.
Porque esa interpretación anasémica recae también, podríamos
decir, sobre sí misma. Se traduce y exige ser leída según los
protocolos que ella misma constituye o realiza. Lo que se dice aquí,
en 1968, de la anasemia, del símbolo, de la duplicidad de la huella,
prescribe retrospectiva y anticipadamente cierto tipo de lectura de la
corteza y el núcleo de La corteza y el núcleo. Todos los textos
anteriores y todos los textos posteriores a 1968 se hallan, en cierto
modo, envueltos ahí, entre la corteza y el núcleo. A esa lectura que
exige mucho tiempo y esfuerzos es a la que quiero incitar aquí.
Naturalmente, no se trata solo de leer sino, en el sentido más
laborioso del término, de traducir.
¿Cómo habría introducido –yo– a una traducción? Quizá se
esperaba que yo respondiese al menos a dos expectativas. En
primer lugar, que “situase” el ensayo de 1968 dentro de la obra de
Nicolas Abraham. El caso es que aquél ocupa, cronológicamente,
un lugar intermedio entre las primeras investigaciones de 1961 y las
teorizaciones más célebres (la incorporación y la introyección, la
criptoforía, el efecto de “fantasma”, etc.) ahora accesibles en
Anasemias I (El verbario del Hombre de los lobos) (1976) y en los
capítulos II a IV de Anasemias II (La corteza y el núcleo) (1978).
Pero una situación cronológica siempre es insuficiente y el trabajo
de Abraham, que comenzó en colaboración con María Torok,
prosigue. Las próximas publicaciones de María Torok nos ofrecerán
asimismo otras razones más para que lo consideremos abierto a la
más asombrosa fecundidad. Por eso no he podido “situar”: ¿cómo
situar aquello que está demasiado cercano y que no deja de tener
lugar, aquí, en otra parte, allí, ayer, hoy, mañana? También se
esperaba de mí, quizá, que dijese cómo había que traducir esta
nueva traducción. Para hacerlo no he podido sino añadir otra más y
con el fin de decirles en resumidas cuentas: ahora les toca a
ustedes traducir. Y hay que leerlo todo, traducirlo todo, esto no ha
hecho más que empezar.
Una última palabra antes de retirarme del mismo umbral. Al citar a
Freud, Abraham habla ahí de un “territorio ajeno, interno”. Y
sabemos que la “cripta”, cuyo nuevo concepto propondrá con María
Torok, tiene su lugar en el Yo. Ésta se aloja, como un “falso
inconsciente”, como la prótesis de un “inconsciente artificial”, en el
interior del yo hendido. Constituye, al igual que toda corteza, un
doble frente. Ahora bien, puesto que aquí hemos hablado como de
una dificultad de traducción, en suma, de la homonimia de los “Yo” y
de la singular locución “el Yo del psicoanálisis”, la cuestión se habrá
planteado por sí misma: ¿y si hubiera cripta o fantasma en el Yo del
psicoanálisis? Si digo que la cuestión se habrá planteado, por sí
misma, como piedra angular, no es con intención de presuponer el
saber de lo que quiere decir “piedra”.
Ni con intención de decidir con qué entonación dirían ustedes en
la falsa intimidad de unas declinaciones tan múltiples del Yo-me: Yo
–el psicoanálisis–, ya saben ustedes...
Traducción: Cristina de Peretti

37. Este ensayo fue publicado por primera vez en lengua inglesa como introducción a la
traducción inglesa de un artículo de Nicolas Abraham, “L’Écorce et le Noyau”, en Diacritics,
Johns Hopkins University Press, primavera de 1979. El texto francés fue publicado más
tarde en Confrontation (“Les fantômes de la psychanalyse”, Cahiers, 8 [1982]).
38. El “juego del fort-da que ha alimentado tantas especulaciones” queda esclarecido a
partir del proceso de la introyección en un notable manuscrito inédito de 1963, Le “crime”
de l’introjection, ahora accesible en L’Écorce et le Noyau (véase, por ejemplo, p. 128 del
volumen del mismo título. París, Aubier-Flammarion, 1978).
39. Véase, por ejemplo, Le fantôme d’Hamlet ou le VI acte, precedido de L’entr’acte de la
“vérité”, en L’Écorce et le Noyau (Anasémies, II. Aubier-Flammarion, 1978). Este volumen
comporta en exergo un extracto de L’Écho de plomb et l’Écho d’or, traducido de G.
M.Hopkins por Abraham. El exergo del Verbier de l’Homme aux loups era una traducción
de Babits. El tomo III de Anasémies se titula Jonas, traducción y comentario psicoanalítico
del Libro de Jonas de Mihaly Babits. Y el tomo V: Poésies mimées, traducciones de poetas
húngaros, alemanes, ingleses…
EN ESTE MOMENTO MISMO EN ESTE TRABAJO HEME
AQUÍ40

–Él habrá obligado.


En el mismo instante, me estás oyendo, acabo de decirlo. Él
habrá obligado. Si me oyes, ya eres sensible al extraño
acontecimiento. No has sido visitada, pero como tras el paso de un
visitable singular, ya no reconoces los lugares, incluso aquellos en
los que sin embargo la pequeña frase –¿de dónde viene, quién la ha
pronunciado?– deja todavía perderse su resonancia.
Como si, desde ahora, ya no habitásemos ahí, como si, a decir
verdad, no hubiésemos estado nunca en nuestra casa. Pero no
estás inquieta, eso que sientes, algo tan inaudito pero tan antiguo,
no es un malestar, y si algo te afecta sin haberte tocado, no por eso
se te priva de nada. Ninguna negación debería poder medirse, para
describirlo, con lo que aquí pasa.
Fíjate, puedes de nuevo oírte completamente sola repitiendo las
tres palabras (“Él habrá obligado”), no dejas de oír su rumor y su
sentido. Ya no estás sin ellas, sin esas palabras discretas, y por eso
mismo ilimitadas, desbordantes de discreción. Yo mismo no sé ya
dónde pararlas. ¿Qué las rodea? Los bordes de la frase quedan
anegados en la bruma. Parece, sin embargo, muy neta y claramente
recortada en su brevedad autoritaria, completa, sin apelación, sin la
espera de ningún adjetivo, de ningún complemento, ni siquiera de
ningún nombre: él habrá obligado. Pero justamente nada la rodea lo
bastante para asegurarnos de sus límites. La sentencia no es
evasiva, pero su borde se sustrae. De ella, de ese movimiento que
no se resume en ninguna de esas, una, dos, tres palabras (“Él habrá
obligado”), de una, dos, cuatro sílabas, de ella ya no podrás decir
que no sucede nada en este momento mismo. Pero ¿qué? Falta la
orilla, los bordes de una frase pertenecen a la noche.
Él habrá obligado –alejado de todo contexto–.
Oyes bien, alejado, lo cual no impide, al contrario, la proximidad.
Lo que ellos llaman un contexto, que viene a estrechar el sentido de
un discurso, siempre más o menos, eso no está nunca simplemente
ausente, solo es más o menos estricto. Pero no hay ahí ningún
corte, ningún enunciado está nunca cortado de todo contexto, no lo
anula nunca sin resto. Así pues, hay que negociar, tratar, transigir
con los efectos de borde. Hay incluso que negociar lo que no se
negocia y desborda todo contexto.
Aquí, en este momento mismo en que heme aquí, intentando
darte a entender, el borde de un contexto es menos estrecho,
menos estrictamente determinante de lo que suele creerse, se tiene
costumbre. “Él habrá obligado”, he aquí una frase que puede
parecer –terriblemente para algunos– indeterminada. Pero el
alejamiento que se nos ofrece aquí no vendría tanto de una cierta
ausencia de borde muy aparente (“Él habrá obligado” sin sujeto
nombrable, sin complemento, sin atributo, sin pasado ni futuro
identificables en esta página, en este trabajo en el momento en que
te las entiendes para leerla actualmente). Más bien a causa de un
cierto adentro, de lo que se dice y del decir de lo que se dice en la
frase, y que, desde dentro, si puede decirse de nuevo, desborda
infinitamente, de un golpe, todo contexto posible. Y esto en el
momento mismo en que, por ejemplo en un trabajo –pero tú no
sabes todavía lo que quiero decir con esa palabra, trabajo
(ouvrage)–, lo completamente otro que habrá visitado esta frase
negocia lo no-negociable con un contexto, negocia su economía
como la de lo otro.
Él habrá obligado.
Debes encontrarme enigmático, un poco complaciente o perverso
en la cultura del enigma, cada vez que repito esa pequeña frase,
siempre la misma, y, a falta de contexto, cada vez más oscura. No,
lo digo sin pretender producir efecto, es justo la posibilidad de esa
repetición lo que me interesa, lo que te interesa también a ti antes
incluso de que tengamos que encontrarla interesante, y quisiera
aproximarme lentamente (a ti, quizás, pero según esa proximidad
que liga, diría él, a primera vista, con el otro desparejado, antes de
todo contrato, sin que ningún presente pueda juntar ningún
contacto), aproximarme lentamente a esto, que ya no llego a
formalizar desde el momento en que el acontecimiento (“Él habrá
obligado”) habrá desafiado precisamente, en la lengua, esta
potencia de formalización. Él habrá obligado a comprender, digamos
más bien a recibir puesto que la defección, una defección más
pasiva que la pasividad, forma parte del juego en este caso, él habrá
obligado a recibir completamente de otro modo la pequeña frase.
Que yo sepa él no la ha pronunciado jamás tal cual, eso importa
poco. Él habrá obligado a “leerla” completamente de otro modo. Y
para hacernos (sin hacer nada) recibir de otro modo, y recibir de otro
modo el de-otro-modo, no ha podido actuar de otro modo más que
negociando con el riesgo: en la misma lengua, en la lengua de lo
mismo, puede siempre recibirse mal ese dicho de otro modo.
Antes incluso de esta falta, su riesgo contamina toda proposición.
¿En qué se convierte entonces esa falta? Y si ésta es inevitable ¿de
qué clase de acontecimiento se trata? ¿Dónde tendrá éste lugar?
Él habrá obligado. Por alejado que resulte, ciertamente hay
contexto en esta frase.
Lo oyes resonar, en este momento mismo, en este trabajo.
Lo que llamo así –este trabajo– no está, sobre todo no está,
dominado por el nombre de Emmanuel Levinas.
En su ánimo, más bien le está dado. Está dado según su nombre,
en su nombre tanto como a su nombre. Hay, pues, ocasiones
múltiples, probabilidades, no puedes evitar acudir a ellas, de que el
sujeto de la frase “Él habrá obligado” sea Emmanuel Levinas.
Pero no es seguro. E incluso si se pudiese estar seguro de eso,
¿se habría respondido así sin embargo a la cuestión: quién es “Él”
en esta frase?
Después de un título extraño que parece una cita cifrada en sus
comillas invisibles, la situación de esta frase “princeps” no te deja
todavía saber a título de qué lleva Él una mayúscula. Quizás no solo
a título del incipit, y en esa hipótesis de otra mayúscula o de la
mayúscula del Otro, está atenta a todas las consecuencias. Éstas
arrastran al juego del irreemplazable Él, que se somete a la
sustitución, como un objeto, en lo irreemplazable mismo. Él, sin
cursivas.
Me pregunto de dónde viene que deba dirigirme a ti para decir
esto. Y ¿por qué, después de tantos ensayos, de tantos fracasos,
heme aquí obligado a renunciar a la neutralidad anónima de un
discurso propuesto, en su forma al menos, a no importa quién,
pretendiéndose dominar a sí mismo y a su objeto en una
formalización sin resto? No pronunciaré tu nombre, no lo inscribiré
tampoco, pero tú no eres anónima en el momento en que heme aquí
diciéndote esto, enviándotelo como una carta, dándotela a oír o a
leer, importándome infinitamente más dártela que lo que ella podría
trasmitir, en el momento en que me llega de ti el deseo que tienes
de la carta, en el momento en que me dejo dictar por ti lo que
querría darte desde mí mismo. ¿Por qué? ¿Por qué en este
momento mismo?
Supón que al darte –poco importa qué–, quiera darle, a él, a
Emmanuel Levinas. No tributarle algo, por ejemplo, un homenaje, ni
siquiera entregarme a él, sino darle algo que escape al círculo de la
restitución o de la “cita” ["rendez-vous"] (“La proximidad –escribe–
no entra en ese tiempo común de los relojes que hace posible las
citas. La proximidad es trastorno”). Querría hacerlo sin falta, con un
“sin-falta” que no pertenece ya al tiempo ni a la lógica de la cita.
Haría falta, pues, que, más allá de toda restitución posible, mi gesto
actuase, sin deuda, en la ingratitud absoluta. La trampa está en que
entonces estoy rindiendo homenaje, el único homenaje posible a su
obra, a lo que su obra dice de la Obra: “La obra pensada hasta el
fondo exige una generosidad radical del movimiento que, en lo
Mismo, va hacia lo Otro. La Obra exige, por consiguiente, una
ingratitud del otro”. Lo habrá escrito dos veces, dos veces en
apariencia literalmente idéntica, en La huella del otro y en La
significación y el sentido. Pero no puede hacerse, volveré a esto, la
economía de esta serialidad.
Supón, pues, que quiera dar, a E.L., y más allá de toda
restitución. De mi parte o de la suya. Tendré que hacerlo, sin
embargo, conforme a lo que él habrá dicho de la Obra en su obra,
en la Obra de su obra. Seguiré estando tomado en el círculo de la
deuda y de la restitución con las que habrá que negociar lo no-
negociable. Me debatiré interminablemente y desde siempre, y
antes incluso de haberlo sabido, hasta el momento en que afirmaría
quizás la disimetría absolutamente anacrónica de una deuda sin
préstamo, sin reconocimiento, sin restitución posible.
Según la cual él habrá inmemorablemente obligado, antes incluso
de llamarse con el nombre que sea, antes de pertenecer al género
que sea. La conformidad del conforme no es ya pensable en la
lógica de la verdad que domina –sin poder mandar sobre ellas–
nuestra lengua y la lengua de la filosofía. Si, para dar sin restituir,
debo conformarme a lo que dice de la Obra en su obra, a lo que da
en ésta también como nuevo trazado del dar, si más precisamente
debo conformar mi gesto a lo que hace la Obra en su Obra, que es
más viejo que su obra, y cuyo Decir, según sus mismos términos, no
se reduce a lo Dicho, henos aquí empeñados, antes de cualquier
empeño, en una increíble lógica, formal y no formal. Si restituyo, si
restituyo sin falta, estoy en falta. Y si no restituyo, dando más allá
del reconocimiento, corro el riesgo de la falta. Por el momento dejo a
esta palabra –la falta– toda la libertad de estos registros, desde el
crimen a la falta de ortografía: en cuanto al nombre propio de lo que
se encuentra aquí en juego, en cuanto al nombre propio de lo otro,
eso vendrá a ser quizás lo mismo. ¿Habrá que inventarlo, el nombre
de lo otro? Pero ¿qué quiere decir inventar?, ¿encontrar, describir,
desvelar, hacer venir allí donde aquel estaba, sobrevenir allí donde
aquel no estaba? ¿Siempre sin prevenir?
Ya estás prevenida, ese es el riesgo o la ocasión de esa falta que
me fascina o me obsesiona en este momento mismo, y en lo que
puede convertirse un escrito fallido, una carta fallida (ésta que te
escribo), lo que puede quedar de ella, lo que da que pensar de un
texto o de un resto la ineluctable posibilidad de una falta o un fallo
como ése. Ineluctable desde el momento en que la estructura de
“falibilidad” es a priori más vieja que todo a priori. Si alguien (Él) te
dice desde un principio: “no me devuelvas lo que yo te dé”, estás en
falta antes incluso de que haya acabado de hablar. Basta con que lo
oigas, con que empieces a comprender y a reconocer. Has
empezado a recibir su conminación, a rendirte a lo que dice, y
mientras más le obedezcas no restituyéndole nada mejor le
desobedecerás y te volverás sordo a lo que te dirige. Esto podría
parecer una paradoja lógica o una trampa. Pero es “anterior” a toda
lógica. Hace un instante, he hablado por error de trampa. Esto no se
siente como una trampa más que a partir del momento en que, por
voluntad de dominio y de coherencia, se pretendiese escapar a la
disimetría absoluta. Sería una manera de reconocer el don para
rehusarlo. Nada es más difícil que aceptar un don. Ahora bien, lo
que “quiero” “hacer” aquí es aceptar el don, afirmarlo y reafirmarlo
como lo que he recibido. No de alguien que, él, habría tenido la
iniciativa de eso, sino de alguien que habría tenido la fuerza de
recibirlo, de reafirmarlo. Y si es así como yo te doy (a mi vez), eso
no formará una cadena de restituciones, sino otro don, el don del
otro. La invención del otro. ¿Es eso posible? ¿Habrá sido eso
posible? Pero ¿no debe haber tenido ya lugar eso, antes que todo,
para que la cuestión pueda surgir de ahí, cosa que la hace caduca
por anticipado?
El don no es, no se puede preguntar “qué es el don”, pero es con
esa condición como habrá habido bajo ese nombre o bajo otro un
don.
Supón, pues: más allá de toda restitución, en la ingratitud radical
(pero, cuidado, no sin que importe cuál, no la que sigue
perteneciendo al círculo del reconocimiento y la reciprocidad), deseo
(ello desea en mí pero el ello no es no-yo neutro) intentar dar a E.L.
¿Esto o aquello? ¿Tal o cual cosa? ¿Un discurso, un pensamiento,
un escrito? No, eso seguiría dando lugar a intercambio, comercio,
reapropiación económica. No, sino darle el dar mismo del dar, un
dar que ni siquiera sea ya un objeto o un llamado presente, puesto
que todo presente permanece en la esfera económica de lo mismo,
ni un infinitivo impersonal (así, hace falta que el “dar” horade aquí el
fenómeno gramatical dominado por la interpretación corriente de la
lengua), ni alguna operación o acción lo bastante idéntica a sí
misma como para volver a lo mismo. Este “dar” no debe ser ni una
cosa ni un acto: de una cierta forma debe ser alguno (o alguna) que
no sea yo: ni él (“él”). Extraño, ¿no?, este exceso que desborda la
lengua en todo instante y que sin embargo la requiere, la pone en
movimiento incesante en el momento mismo de atravesarla. Esta
travesía no es una transgresión, el paso de un límite cortante, la
misma metáfora del desbordamiento no le conviene ya desde el
momento en que implica todavía alguna linealidad.
Antes incluso de que lo intente o desee intentarlo, supón que el
deseo de este don sea reclamado en mí por el otro, sin que no
obstante esté obligado a eso, al menos antes de toda obligación de
coacción, contrato, gratitud o reconocimiento: un deber sin deuda,
una deuda sin contrato. Esto tendría que pasar al margen de él, o
tendría que pasar con no importa quién. Pero eso exige a la vez
este anonimato, esta posibilidad de sustitución indefinidamente
equivalente, y la singularidad, no, la unicidad absoluta del nombre
propio. Más allá de cualquier cosa, de todo lo que podría extraviarlo
o seducirlo hacia otra cosa, más allá de todo lo que podría regresar
a mí de una manera u otra, un don tal tendría que ir derecho a lo
único, a lo que su nombre habrá nombrado únicamente, a eso único
que habrá dado su nombre. Ese derecho no depende de ningún
derecho, de ninguna jurisdicción trascendente al don mismo, es el
derecho de lo que él llama, en un sentido que quizás no
comprendes todavía porque él trastorna la lengua cada vez que la
visita, la rectitud o la sinceridad.
Eso que su nombre habrá nombrado o dado únicamente. Pero
(pero habrá que decir siempre pero en cada palabra) únicamente en
otro sentido que el de la singularidad que guarda celosamente su
propiedad de sujeto irreemplazable en un nombre propio de autor o
de propietario, en la suficiencia del yo seguro de su firma. Y supón
en fin que en el trazado de ese don cometa una falta, que la deje,
como suele decirse, deslizarse, que no escriba rectamente, que no
llegue a dar como hay que hacerlo (pero hay que, hay que entender
de otro modo el hay que) o que no llegue a darle a él un don que no
sea de él. No estoy pensando en este momento mismo en una falta
sobre su nombre, su nombre de pila o su nombre patronímico, sino
en tal defecto de escritura que acabaría por constituir una especie
de falta de ortografía, un mal tratamiento infligido a su nombre
propio, lo haga yo o no en conciencia, adrede.
Como en esta falta está implicado tu cuerpo, y como, lo acabo de
decir, el don que le haré viene de ti que me lo dictas, entonces tu
inquietud se acrecienta. Esa falta, ¿en qué podría consistir? ¿Se la
podrá evitar alguna vez? Si fuese inevitable –y en consecuencia
irreparable a fin de cuentas– ¿por qué habría que pedir su
reparación? Y sobre todo, sobre todo, en esta hipótesis, ¿qué es lo
que tendría lugar? Quiero decir: ¿qué pasaría (y al margen de qué,
de quién)? ¿Cuál sería el lugar propio de este texto, de este cuerpo
fallido? ¿Tendrá propiamente lugar? ¿Dónde? ¿Dónde deberíamos,
tú y yo, dejarle ser?
–No, no dejarlo ser. Enseguida tendremos que darle de comer, de
beber, y tú me escucharás.
–¿Tiene lugar el cuerpo de un texto fallido? Él, él tiene una
respuesta a esta cuestión. Eso parece. No debe haber protocolo a
un don, ni preliminares que se demoren en las condiciones de
posibilidad. O bien entonces los protocolos deben ya hacer don. Así
pues, es a título de protocolo, y sin saber hasta qué punto es
probable que haya ahí un don, como quisiera en primer término
interrogar por su respuesta a la cuestión del texto fallido. Su
respuesta es en primer término práctica. Trata la falta, trata con la
falta, escribiendo: de una cierta manera y no de otra. El interés que
pongo en la manera como escribe sus trabajos puede parecer fuera
de lugar: escribir, en el sentido corriente de esta palabra, producir
frases y componer, explotar una retórica o una poética, etc., no es lo
que a él le importa en última instancia; eso es para él un conjunto de
gestos subordinados. Y, sin embargo, la obligación que se encuentra
en juego en la pequeña frase de hace un momento, creo que se
anuda en una cierta manera de ligar: no solo el Decir a lo Dicho,
como dice él, sino el Escribir a lo Dicho y el Decir a lo escrito, y de
ligar, ceñir, encadenar, entrelazar según una estructura serial de un
tipo singular. Acerca de lo que yo mismo enlazo a esa palabra serie
insistiré más tarde.
Así pues, ¿cómo escribe él? ¿Cómo lo que escribe produce
trabajo y Obra en el trabajo? ¿Qué hace, por ejemplo y por
excelencia, cuando escribe en presente, en la forma gramatical del
presente, para decir lo que no se presenta y no habrá sido jamás
presente, como que el llamado presente no se presenta más que en
nombre de un Decir que lo desborda, por fuera y por dentro,
infinitamente, como una especie de anacronía absoluta, la de algo
completamente otro que, siendo inconmensurablemente
heterogéneo a la lengua del presente y al discurso de lo mismo, deja
ahí sin embargo una huella: siempre improbable, pero cada vez
determinada, ésta y no otra? ¿Qué hace para inscribir o dejar que
se inscriba lo completamente otro en la lengua del ser, del presente,
de la esencia, de lo mismo, de la economía, etc., en su sintaxis y en
su léxico, bajo su ley? ¿Qué hace para dar lugar, inventándolo, a
eso que, más allá del ser, del presente, de la esencia, de lo mismo,
de la economía, etc., permanece absolutamente extraño a ese
médium, absolutamente desligado de esa lengua? ¿No habrá que
invertir la cuestión, al menos aparentemente, y preguntarse si esta
lengua no estará desligada de ella misma, y así, abierta a lo
completamente otro, a su propio más allá, de tal suerte que se
trataría menos de excederla, esta lengua, que de tratar de otro
modo con sus propias posibilidades? Tratar de otro modo, es decir,
calcular la transacción, negociar el compromiso que dejará intacto lo
no-negociable y actuar de forma que la falta, consistente en inscribir
lo completamente otro en el imperio de lo mismo, altere lo mismo lo
suficiente como para absolverse de sí misma. Esa es a mi juicio su
respuesta; y esta respuesta de hecho, si se puede decir, esta
respuesta en acto, en obra más bien en la serie de las
negociaciones estratégicas, esta respuesta no responde a un
problema o a una cuestión, responde al Otro –para el Otro– y
aborda la escritura orientándose a ese para-el Otro. Es a partir del
Otro como entonces la escritura da lugar a, y produce,
acontecimiento, inventa el acontecimiento, por ejemplo, éste: “Él
habrá obligado”.
Es esta respuesta, la responsabilidad de esta respuesta lo que yo
querría interrogar a su vez. Interrogar no es la palabra, sin duda, y
sigo sin saber calificar lo que pasa aquí entre él, tú y yo, que no
pertenece al orden de las cuestiones y las respuestas. Sería más
bien su responsabilidad –y lo que él dice de la responsabilidad– lo
que nos interroga por encima de todos los discursos codificados
sobre el tema.
Así pues, ¿qué hace él? Cómo actúa cuando, bajo una falsa
apariencia de presente, en un más-que-presente, habrá escrito esto,
en donde leo lentamente para ti, en este momento mismo, escucha,
lo que dice de Psyché, del “psiquismo como grano de locura”.
La responsabilidad para con el Otro [Autrui] –a contrapelo de la intencionalidad y del
querer que la intencionalidad no alcanza a disimular– no significa el desvelamiento
de algo dado y su recepción o percepción, sino mi exposición al otro [autrui], que es
previa a toda decisión. Reivindicación del Mismo por el otro en el corazón de mí
mismo, tensión extrema del mandato que el otro [autrui] ejerce en mí sobre mí, toma
traumática del Otro sobre el Mismo, tensa hasta el punto de no dejar al Mismo tiempo
de esperar al Otro. [...] El sujeto se aliena en la responsabilidad en los trasfondos de
su identidad con una alienación que no vacía al Mismo de su identidad, sino que lo
constriñe ahí, con una asignación irrecusable, se constriñe como persona allí donde
nadie podría reemplazarlo. La unicidad, fuera de concepto, psiquismo como grano de
locura, el psiquismo que es ya psicosis, no un Yo, sino yo bajo asignación.
Asignación a identidad para la respuesta de la responsabilidad en la imposibilidad de
hacerse reemplazar sin carencia. A este mandamiento mantenido sin relajo solo
puede responder “heme aquí”, en donde el pronombre “yo” está en acusativo,
declinado antes de toda declinación, poseído por el otro, enfermo41, idéntico. Heme
aquí –decir propio de la inspiración que no es ni el don de bellas palabras, ni de
cánticos–. Constricción a dar, a manos llenas, y por consiguiente a la corporeidad.
[...] Subjetividad del hombre de carne y sangre, más pasiva en su extradición al otro
que la pasividad del efecto en una cadena causal; pues está más allá de la
actualidad misma que es la unidad de la apercepción del yo pienso, arrancarse-a-sí-
mismo-para-otro en el dar-al-otro-el-pan-de-su-boca; no una relación formal, anodina,
sino toda la gravedad del cuerpo extirpado de su conatus essendi en la posibilidad
del dar. La identidad del sujeto se acusa aquí no por medio de un descansar sobre sí,
sino por una inquietud que me persigue fuera del núcleo de mi sustancialidad.
(Habría querido considerar lentamente el título del trabajo que
acabo de citar, Autrement qu’être ou au-delà de l’essence [De otro
modo que ser o más allá de la esencia]: en una singular locución
comparativa que no forma una frase, un adverbio [de-otro-modo]
prevalece desmesuradamente sobre un verbo [y qué verbo: ser]
para decir un “otro”, que no puede formar, ni siquiera modificar un
nombre o un verbo, ni ese nombre-verbo que corresponde siempre
a ser, para decir un “otro” que no es ni adjetivo ni nombre, sobre
todo no la simple alteridad que pondría de nuevo el de-otro-modo,
esta modalidad sin sustancia, bajo la autoridad de una categoría, de
una esencia, de un ser de nuevo. El más allá de la verbalización
(constitución en verbo) o de la nominalización, el más allá de la
symploké que liga los nombres y los verbos para producir el juego
de la esencia, ese más allá deja una cadena de huellas, otra
symploké, ya “en” el título, más allá de la esencia, sin dejarse incluir
en él sin embargo, deformando más bien la curvatura de sus bordes
naturales.)
Lo que acabas de oír, el “presente” del “Heme aquí” entregado al
otro y declinado antes de toda declinación. Este “presente” era ya
muy complicado en su estructura, se diría casi que estaba
contaminado por aquello mismo de lo que habría tenido que
apartarse. No es el supuesto firmante del trabajo, E.L., quien dice
“Heme aquí”, yo actualmente. Él cita un “heme aquí”, tematiza lo no-
tematizable (para utilizar ese vocabulario al que habrá atribuido una
función conceptual regular –y un poco singular– en sus escritos).
Pero más allá del Cantar de los cantares o del Poema de los
poemas, la cita de cualquiera que dijera “heme aquí” debe marcar
esta extradición en que la responsabilidad por el otro me entrega al
otro. Ninguna marca gramatical en cuanto tal, ninguna lengua,
ningún contexto bastarán para determinarlo. Esta cita-presente que,
en cuanto cita, parece borrar el acontecimiento presente de un
“heme aquí” irreemplazable, sirve también para decir que en “heme
aquí” el Yo no se presenta ya como un sujeto presente a sí, que se
hace presente a sí desde sí mismo (yo-me): está declinado, antes
de toda declinación, “en acusativo” y él.
–¿Él o ella, ya que se requiere la interrupción del discurso? ¿No
es “ella” en el Cantar de los cantares? ¿Y quién sería “ella”? ¿Es
eso indiferente? ¿Quién es E.L.? ¿Emmanuel Levinas? ¿Dios?
Casi siempre, en él, así es como fabrica su trabajo,
interrumpiendo el tejido de nuestra lengua y tejiendo después las
propias interrupciones, de manera que otra lengua viene a trastornar
ésta. No la habita: la encanta. Otro texto, el texto del otro viene
entonces en silencio, según una cadencia más o menos regular, a
dislocar la lengua de traducción, a convertir su versión, a hacer que
se dé la vuelta, a plegarla a aquello precisamente que pretende
introducir. Aquella lengua la desasimila. Pero entonces, esta frase
traducida y citada del Cantar de los cantares, de la que habría que
recordar en primer término que es ya una respuesta, y una
respuesta más o menos ficticia en su retórica, y encima una
respuesta dada para ser a su vez citada, trasmitida, comunicada en
discurso indirecto, en donde el acusativo encuentra mejor su
verosimilitud gramatical (distintas traducciones lo trasmiten con
mayor o menor exactitud: “He abierto a mi amado; / pero mi amado
se había ido, había desaparecido. / Estaba fuera de mí cuando me
habló [...]. Le he llamado y él no me ha respondido [...]. Los guardias
de las murallas me quitaron el velo. / Muchachas de Jerusalén, os
conjuro / que si encontráis a mi amado le digáis..., / ¿qué le diréis?...
/ Que estoy enferma de amor”. O bien: “Yo misma abro a mi amado /
pero mi amado se ha marchado ya. / Salgo a su llamada: / lo busco
y no lo encuentro. / Lo llamo: no me responde. [...] / A mí, me quitan
el manto, / los guardianes de las murallas. Os conjuro, hijas de
Jerusalén: si encontráis a mi amado, ¿qué le anunciaréis? / –Que
enferma de amor, yo...”), esta frase traducida y citada (en nota, para
abrir así y deportar allí el texto principal) es a una boca de mujer de
donde se arranca para ser entregada al otro. ¿Por qué no lo precisa
en este trabajo?
Sin duda porque eso resulta, en este contexto y de acuerdo con
su propósito más urgente, secundario. Así pues, no parece que él
responda a esta cuestión al menos aquí. En el pasaje que cita el
“heme aquí”, y que a mi vez yo te he leído, la estructura de los
enunciados se complica con la “constricción a dar”. Lo que se
encuentra citado ahí es lo que ninguna cita debería ya poder
amortiguar, lo que cada vez no se dice más que una vez y desde
ese momento excede, no el decir sino lo dicho en la lengua. La frase
describe o dice lo que, en el interior de lo dicho, lo interrumpe, lo
hace de golpe anacrónico al decir, a la vez negocia entre lo dicho y
el decir e interrumpe la negociación, negociando enseguida la
interrupción misma. Esta negociación trata con una lengua, con el
orden de gramática y de un léxico, con un sistema de coerciones
normativas que tiende a prohibir lo que hay que decir aquí, a saber,
la constricción a dar y la extradición de la subjetividad al otro. La
negociación tematiza lo que no se deja tematizar en el trayecto
mismo de esta transacción, fuerza a la lengua a contraerse con lo
extraño, con aquello que ella solo puede incorporarse, sin llegar a
asimilársela De golpe, de forma apenas legible, el otro falta a su
compromiso en la negociación contaminante, marca furtivamente la
fractura de un decir que, aun no estando ya dicho en la lengua, no
queda sin embargo reducido al silencio. El enunciado gramatical
está ahí, pero se ha dislocado para hacer sitio, aunque sin domicilio,
a una especie de agramaticalidad del don asignado a partir del otro:
yo en el acusativo, etc. La lengua prohibidora está prohibida pero
continúa hablando, no puede hacerlo pero ya no puede más que
continuar extrañamente interrumpiéndose, desconcertada por lo que
la atraviesa en un solo paso, la arrastra después tras él aun
dejándola en el mismo lugar. De ahí la función esencial de una cita,
la singular operación que lleva a cabo y que consiste en, citando lo
irrecitable, acusar a la lengua, al citarla a toda ella para que
comparezca a la vez como testigo y como acusada en sus límites,
ofrecida a un don, como un don al que ella no puede abrirse por sí
misma. No se trata, pues, simplemente de una transgresión, de un
simple paso [passage] más allá de la lengua y de sus normas. No es
un pensamiento del límite, al menos no ese límite demasiado
fácilmente reprentado por medio de la palabra “más allá”, tan
necesaria para la transacción. El paso [passage] más allá de la
lengua requiere la lengua o más bien el texto como lugar de las
huellas para un paso [pas] que no está (presente) en otra parte. Por
eso el movimiento de esta huella al pasar más allá de la lengua no
es clásico, no instrumetaliza, no secundariza el logos. Éste sigue
siendo indispensable como el pliegue que se pliega al don, y como
la lengua de mi boca cuando le arranco el pan para dárselo al otro.
Es también mi cuerpo.
Se podría afinar más, pero importa poco, la descripción de esta
estructura discursiva. Cualquiera que sea su complicación, el
ejemplo que acabamos de encontrarnos se mantiene todavía dentro
de límites bastante estrictos. Debido a la cita de primer grado, de
alguna manera, del “heme aquí” que no es la exhibición
complaciente del yo sino la exposición sin reserva de su secreto que
se mantiene secreto, el presunto firmante, E.L., no dice
directamente Yo [Je] en el texto. Habla del “yo pienso” ciertamente
de otro modo, y algunas veces se mantiene [reste] irreductible la
indecisión en cuanto a saber si dice “yo” [je], “yo” [moi] o el “yo” [moi]
(por ejemplo: “La identidad del sujeto se acusa aquí no por medio de
un descansar sobre sí, sino por una inquietud que me persigue fuera
del núcleo de mi sustancialidad”. Más arriba, en el mismo libro,
escribe: “No he hecho nada y siempre he estado encausado:
perseguido. La ipseidad, en su pasividad sin arché de la identidad,
es rehén. La palabra Yo [Je] significa heme aquí respondiendo de
todo y de todos” [La exposición, IV. La sustitución, 4]), de acuerdo
con una retórica que puede parecer tradicional en el discurso
filosófico. Pero en el pasaje que has oído no hay nada que señale
un cierto presente de la inscripción, en este momento mismo, el
mantenimiento fenoménico de la escritura, el “estoy diciendo ahora
que estoy diciendo (el Decir)” o “estoy escribiendo ahora que estoy
escribiendo (el Decir)”, lo que estáis leyendo en este momento
mismo. Al menos no está tematizado. Cuando eso ocurra, y eso
ocurre, habrá que complicar una vez más los protocolos de la
negociación con las potencias contagiosas o contaminantes de una
lengua reapropiadora, de la lengua de lo Mismo, extraña o alérgica a
lo Otro. Y producir o reconocer en ella los síntomas de esta alergia.
Sobre todo cuando algo así como un “he aquí lo que pasa en este
momento”, “he aquí lo que quiero decir y cómo lo digo en este
trabajo”, “he aquí como escribo algunos de mis libros” viene a
describir la ley de esta negociación y al mismo tiempo a
interrumpirla no sin referir la interrupción. Pues esta negociación no
es una negociación como cualquier otra. Ésta negocia lo no-
negociable y no con tal o cual compañero o adversario, sino con la
negociación misma, con el poder negociador que cree que puede
negociar todo. Esta negociación (que interrumpe pasivamente, casi
se diría ociosamente, la actividad negociadora, que la ciega con una
doble negación) debe negociar el tratamiento de lo no-negociable
para reservarle a éste su ocasión, es decir, para que dé y no se
reserve intacto, como lo mismo.
He aquí un ejemplo de esto (yo mismo me limitaré a algunos
ejemplos, habida cuenta de la economía regulada en este momento
mismo por el tiempo de escritura, el modo de composición y la
factura editorial de este trabajo). Escucha:
Pero ¿acaso la razón de la justicia, del Estado, de la tematización, de la
sincronización, de la re-presentación del logos y del ser no termina por absorber en
su coherencia la inteligibilidad de la proximidad en la que se ilumina? ¿No es
necesario subordinar ésta a aquella, ya que el mismo discurso que en este momento
[la cursiva es mía, J.D.] desarrollamos vale por su Dicho, puesto que al tematizarlo
sincronizamos los términos, formamos un sistema entre ellos, utilizamos el verbo ser,
situamos en el ser toda significación que pretenda significar más allá del ser? ¿O
bien habrá que reclamar la alternancia y la diacronía como tiempo de la filosofía? [...]

Y un poco más lejos, lo siguiente, en donde advertirás, en torno al


“en este momento mismo”, la metáfora del hilo reanudado. Ésta
pertenece a una fábrica muy singular, la de una relación (en el
sentido de relato, esta vez, relación de lo mismo que recupera en
sus nudos las interrupciones de la Relación con el Otro) por medio
de la cual el logos filosófico se reapropia, recupera en su tela la
historia de todas sus rupturas:
Toda contestación e interrupción de este poder del discurso es inmediatamente
relatada e invertida por el propio discurso. Así, éste vuelve a comenzar desde que se
lo interrumpe [...]. Este discurso se afirmará como coherente y uno. Al relatar la
interrupción del discurso o mi arrobamiento en el discurso, reanudo su hilo. [...]. ¿Y
no estamos nosotros, en este momento mismo [la cursiva es mía, J.D.] a punto de
cortar la salida a la que tiende todo nuestro ensayo y de encerrar en un círculo por
todas partes nuestra posición? Las palabras excepcionales mediante las que se dice
la huella de la pisada y la extravagancia del acercamiento –Uno, Dios– se convierten
en términos, vuelven al vocabulario, y se ponen a disposición de los filólogos, en
lugar de desmontar el lenguaje filosófico. Incluso se refieren sus explosiones. [...]. Así
significa el equívoco indesmallable que teje el lenguaje [De otro modo que ser..., pp.
213-215; trad. cast. modificada, pp. 247-250].

En la cuestión que acaba de plantearse (“¿Y no estamos nosotros,


en este momento mismo...?”) el “en este momento mismo” sería la
forma envolvente, la tela de un texto que recupera incesantemente
en él todas sus desgarraduras. Pero dos páginas más adelante, el
mismo “en este momento mismo”, dicho de otra manera en el texto,
tomado en otro encadenamiento-desencadenamiento, viene a decir
algo totalmente diferente, a saber, que “en este momento mismo”
tiene lugar la brecha interruptora, ineluctable, en el momento mismo
en que la relación discursiva, el relato filosófico pretende
reapropiarse la desgarradura en el continuum de su textura:
[...] los intervalos no son recuperados. El discurso, que suprime las interrupciones del
discurso relatándolas, ¿no mantiene la discontinuidad bajo los nudos en los que se
reanuda el hilo?
Las interrupciones del discurso reencontradas y relatadas en la inmanencia de lo
dicho se conservan como en los nudos de un hilo reanudado, huella de una sincronía
que no entra en el presente, que se rehúsa a la simultaneidad.
Pero el último discurso, en el que se enuncian todos los discursos, lo vuelvo a
interrumpir al decírselo a aquel que lo escucha y que se sitúa fuera de lo Dicho que
dice el discurso, fuera de lo que éste abarca. Lo cual es verdadero también respecto
al discurso que en este momento mismo [la cursiva es mía] estoy en trance de
sostener. Esta referencia al interlocutor horada de un modo permanente el texto que
el discurso pretende tejer tematizando y envolviendo todas las cosas. Al totalizar el
ser el discurso como Discurso aporta así un desmentido a la misma pretensión de
totalización [pp. 216 y 217; tr. p. 251].

Con dos páginas de intervalo, de un intervalo que ni puede ni debe


reducirse y que constituye aquí una serialidad absolutamente
singular, el mismo “en este momento mismo” no parece repetirse
sino para dislocarse sin remisión. Lo “mismo” del “mismo” de “en
este momento mismo” ha señalado su propia alteración, aquella que
desde siempre lo habrá abierto a lo otro. El “primero”, aquel que
constituía el elemento de la reapropiación en el continuum, habrá
sido obligado por el “segundo”, el otro, el de la interrupción, antes
incluso de producirse y para producirse. Habrá formado texto y
contexto con él, pero en una serie en la que el texto compone con
su propia (si se puede decir todavía) desgarradura. El “en este
momento mismo” no compone con él mismo más que según una
anacronía desmesurada, inconmensurable consigo misma. La
textualidad singular de esta “serie” no encierra al Otro, por el
contrario, se abre desde la irreductible diferencia, la pisada o la
huella [la passée] anterior a todo presente, anterior a todo momento
presente, anterior a todo lo que creemos entender cuando decirnos
“en este momento mismo”.
Esta vez, el “en este momento mismo”, que sin embargo se ha
citado (re-citado de una página a otra para marcar la interrupción del
relato), no habrá sido, como el “heme aquí” de hace un instante, una
cita. Su iteración pues es iterable y está repetido en la serie– no es
del mismo tipo. Si la lengua está ahí a la vez (como dirían los
teóricos de los speech acts) utilizada y mencionada, la mención no
es de la misma especie que la del “heme aquí” que se encontraba
también, hace un instante, citado, en el sentido tradicional de este
término. Es, pues, un extraño acontecimiento. En él las palabras
describen (constatan) y producen (realizan) indecidiblemente. Un
escrito y un escribir implican inmediatamente el “yo-ahora-aquí” del
escritor. El extraño acontecimiento lleva consigo una repetición
serial, pero se repite de nuevo en otra parte, como serie,
regularmente. Por ejemplo, al final de “Le nom de Dieu d’après
quelques textes talmudiques” (Archivio di Filosofía, Roma, 1969). La
expresión “en este momento mismo” o “en este momento” aparece
ahí dos veces, con tres líneas de intervalo, ofreciéndose la segunda
como repetición deliberada, si no estrictamente citadora, de la
primera. La alusión calculada señala ahí en todo caso el mismo
momento (que es cada vez ahora) y la misma expresión, aunque
entre un momento y otro el mismo momento no sea ya el mismo.
Pero si no es ya el mismo, el asunto no está en que, como en la
“certeza sensible” de la Fenomenología del espíritu, el tiempo ha
pasado (desde que escribí das Jetzt ist die Nacht) y que el ahora no
es ya el mismo ahora. El asunto está primeramente en otra cosa, en
la cosa como Otro. Escucha, es de nuevo el alma, o psyché:
Responsabilidad que, antes del discurso que se apoya en lo dicho, es probablemente
la esencia del lenguaje.
[Entrecorto aquí mi lectura para admirar ese “probablemente”: que
no tiene nada de empírico o de aproximativo, que no hace perder
ningún rigor al enunciado que determina. Como responsabilidad
(ética anterior a la ontología), la esencia del lenguaje no pertenece
al discurso sobre lo dicho, el cual solo puede determinar
seguridades. Aquí la esencia no define el ser de lo que es, sino lo
que debe ser o habrá sido, y que no puede ser probado en la lengua
del ser presente, en la lengua de la esencia en cuanto que ésta no
soporta ninguna improbabilidad. Aunque el lenguaje sea también
aquello que, al acompañar a la presencia, a lo mismo, a la economía
del ser, etc..., no tendrá seguramente su esencia en esta
responsabilidad que responde (a) del otro como pasado que no
habrá sido jamás presente, “es” sin embargo esa responsabilidad lo
que pone en movimiento el lenguaje. No habría lenguaje sin esa
responsabilidad (ética) pero no es jamás seguro que el lenguaje se
rinda a la responsabilidad que lo hace posible (a su esencia
simplemente probable): siempre puede (y es incluso probablemente,
hasta un cierto punto, ineluctable) traicionarlo y tender a encerrarlo
en lo mismo. Hace falta que esta libertad para traicionar le sea
dejada para que pueda rendirse a su esencia que es la ética. La
esencia por una vez, la única vez, se ve entregada a la probabilidad,
al riesgo y a la incertidumbre. A partir de lo cual la esencia de la
esencia queda por pensar de nuevo desde la responsabilidad del
otro, etc.]:
Ciertamente se objetará: si entre el Alma y lo Absoluto puede existir otra relación que
la tematización, el hecho de hablar de ello y de pensarlo en este momento mismo [la
cursiva es mía, J.D.] el hecho de envolverlo con nuestra dialéctica, ¿no significa eso
que pensamiento, lenguaje y dialéctica son soberanos con respecto a esa Relación?
Pero el lenguaje de la tematización, del que hacemos uso en este momento [la
cursiva es mía, J.D.], quizás esa Relación tan solo lo ha hecho posible, y aquel es
meramente ancilar.

Un “quizás” (“quizás esa Relación tan solo lo ha hecho posible...”)


afecta de nuevo a esta afirmación: ésta concierne sin embargo a
una condición de posibilidad, justo aquello que la filosofía sustrae a
todo “quizás”. Este consuena con el “probablemente” de hace un
instante, y el “solo” del hacer posible se lee además de dos
maneras, quizás: 1) no se ha hecho posible más que por medio de
esa Relación (forma clásica de un enunciado sobre la condición de
posibilidad); 2) se ha hecho solamente posible (probable), lectura
que corresponde mejor al orden sintáctico corriente, y a la
inseguridad del quizás.
Habrás notado que los dos casos del “en este momento” están
inscritos e interpretados, están producidos de acuerdo con dos
gestos diferentes. En el primer caso, el momento presente está
determinado a partir del movimiento de una tematización presente,
de una presentación que pretende envolver en ella a la Relación que
sin embargo la excede, pretende excederla, precederla,
desbordarla. Ese primer “momento” hace que el otro vuelva a lo
mismo. Pero el otro, el segundo “momento”, si bien es la excesiva
relación de la psyché lo que lo hace posible, no es ya más, no habrá
sido jamás un presente “mismo”. Su “mismo” es (habrá sido)
dislocado por aquello mismo que habrá sido (probablemente,
quizás) su “esencia”, a saber, la Relación. Aquel es anacrónico, en
sí mismo disparatado, no se cierra ya sobre sí mismo. No es lo que
es, en esta extraña, y solamente probable, esencia, más que
dejándose de antemano abrir y deportar por la Relación que lo hace
posible. Ésta lo habrá hecho posible; y al mismo tiempo imposible
como presencia, mismidad, esencia segura.
Hay que precisarlo. Entre los dos casos del “en este momento” no
hay sin embargo una relación de distinción. Es el “mismo” momento
el que se repite y el que se divide cada vez en su relación con su
propia esencia, con la responsabilidad que lo hace posible. En el
primer caso, E.L. tematiza la tematización que envuelve, recubre,
disimula la Relación. En el segundo caso, E.L. tematiza lo no-
tematizable de una Relación que no se deja ya envolver en el tejido
de lo mismo. Pero aunque haya entre los dos “momentos” un
intervalo cronológico, retórico, lógico –e incluso ontológico, en la
medida en que el primero pertenece a la ontología y el segundo
escapa a ésta haciéndola posible–, es el mismo momento el que se
escribe y se lee en su diferencia, en su doble diferencia, la una, que
pertenece a la dialéctica, y la otra, que difiere (de) la primera, que la
desborda infinitamente, y por anticipado. El segundo momento lleva
un avance infinito sobre el primero. Y sin embargo es el mismo.
Pero hace falta una serie, un comienzo de serie de ese “mismo”
(al menos dos instancias) para que la escritura de dislocación de lo
Mismo hacia la Relación tenga una ocasión y una posición. E.L. no
habría podido dar a entender la esencia probable del lenguaje sin
esa singular repetición, ese citar o ese re-citar que hace venir lo
Mismo al otro, más bien que volverse lo Mismo al Otro. He dicho
una “ocasión”, puesto que nunca se está coaccionado, incluso si se
está obligado, a leer lo que se da aquí a leer. Ciertamente, parece
claro, y dicho claramente, que en la segunda instancia, el “en este
momento” que determina el lenguaje de la tematización se
encuentra a su vez, no se puede decir ya que determinado, sino
trastornado, en su significación corriente de presencia, por esa
Relación que lo hace posible abriéndolo (habiéndolo abierto) al Otro,
fuera de tema, fuera de presencia, más allá del círculo de lo Mismo,
más allá del Ser. Esa abertura no abre algo (que tendría una
identidad) a otra cosa. Quizás no es ni siquiera una abertura, sino
más bien lo que ordena hacia el Otro, a partir de la orden del otro,
un “este momento mismo” que no puede ya volver a sí mismo. Pero
no hay nada que fuerce a leer así. Cabe siempre interpretarlo sin ir
más allá, puesto que el más allá no abre a nada que sea. Cabe
siempre hacer que el segundo “en este momento” vuelva al primero,
lo envuelva de nuevo, cabe ignorar el efecto de serie o reducirlo a
un concepto homogéneo de la serialidad, ignorar lo que esa
serialidad comporta de singularmente diferente, y fuera de serie.
Entonces todo volvería a ser lo mismo.
Pero ¿qué quiere eso decir? ¿Que triunfaría la dialéctica del
primer momento? Ni siquiera. La Relación habrá tenido lugar sin
embargo, habrá ya hecho posible la relación (como relato de las
interrupciones) que pretende volver a coser todo en el texto
discursivo. Todo volvería a ser lo mismo, pero el mismo puede
igualmente también ser ya el otro, el del segundo “en este
momento”, el de –probablemente– la responsabilidad. De ahí se
sigue que la responsabilidad en cuestión no está solamente dicha,
nombrada, tematizada en una u otra instancia de “este momento”:
esa responsabilidad es en primer lugar la tuya, la de la lectura a la
que “este momento” está dado, confiado, entregado. Por
consiguiente tu lectura no es ya una simple lectura que descifra el
sentido de lo que se encuentra ya en el texto, sino que tiene una
iniciativa (ética) sin límite. Esa lectura se obliga libremente a partir
del texto del Otro, del que hoy se diría abusivamente que aquella lo
produce, o que lo inventa. Pero que esa lectura se obligue
libremente no significa ninguna autonomía. Tú eres el autor del texto
que lees aquí, sin duda, eso puede decirse, pero permaneces en la
heteronomía absoluta. Eres responsable del otro, que te hace
responsable. Que te habrá obligado. E incluso si no lees como hay
que hacerlo, como E.L. dice que hay que leer, más allá de la
interpretación dominante (la de la dominación) que forma cuerpo
con la filosofía de la gramática y la gramática de la filosofía, la
Relación de dislocación habrá tenido lugar, ahí ya no puedes hacer
nada, y sin saberlo habrás leído eso que habrá hecho posible,
solamente, desde el Otro, lo que pasa: “en este momento mismo”.
He aquí la extraña fuerza de un texto que se entrega a ti sin
defensa aparente; la fuerza no está en lo escrito, desde luego, en el
sentido corriente de ese término, sino que obliga a lo escrito en
cuanto que ella solamente lo hace posible. El trastorno que aquella
refiere (la Relación que aquella relata al Otro proporcionando el
relato) no es jamás seguro, perceptible, demostrable: ni una
conclusión demostrativa ni una mostración fenoménica. Ningún
trastorno controlable por definición, nada legible en el interior de la
lógica, de la semiótica, de la lengua, dentro de la gramaticalidad, del
léxico, de la retórica, con sus criterios internos, presuntamente
internos, pues nada hay menos seguro que los límites rigurosos de
un tal interior.
Hace falta que ese elemento interno haya sido agujereado,
horadado (calado), desgarrado, y además más de una vez, de forma
más o menos regular, para que esta regularidad de la desgarradura
(yo diría la estrategia de la desgarradura, si esa palabra estrategia
no siguiese haciendo alusión demasiado –para él, no para mí– al
cálculo económico, a la astucia de la estratagema y la violencia
guerrera allí donde por el contrario hay que calcularlo todo para que
el cálculo no dé razón de todo) haya obligado a recibir la orden que
dulcemente te ha sido dada, confiada, de leer así y no de otro modo,
de leer de otro modo y no así. Lo que yo quisiera darte aquí (de leer,
de pensar, de amar, de comer, de beber, y como tú quieras) es lo
que habrá dado él, y cómo da “en este momento mismo”. El gesto
es muy sutil, casi imperceptible. A la vista de lo que con él se pone
en juego, debe permanecer casi imperceptible, solamente probable,
no para ser decisivo (cosa que no debe ser) sino para responder de
la ocasión ante el Otro. También el segundo “en este momento”, el
que da su tiempo a este lenguaje que “quizás tan solo ha hecho
posible esa Relación” con lo otro que toda presencia, no es otro que
el primero, es el mismo en la lengua, lo repite con algunas líneas de
intervalo y su referencia es la misma. Y sin embargo todo habrá
cambiado, la soberanía se habrá vuelto ancilar. El primer “momento”
daba su forma o su lugar temporal, su “presencia” a un
pensamiento, un lenguaje, una dialéctica “soberanos con respecto a
esta Relación”. Entonces habrá –quizás, probablemente– pasado
esto: que el segundo “momento” haya forzado al primero hacia su
propia condición de posibilidad, hacia su “esencia”, más allá de lo
Dicho y del Tema. Aquel habrá desgarrado por anticipado pero con
posterioridad en la retórica serial– la envoltura. Pero esta
desgarradura misma no habrá sido posible sino según una cierta
escotadura del segundo momento y una especie de contaminación
analógica entre las dos, una relación entre dos inconmensurables,
una relación entre la relación como relato ontológico y la Relación
como responsabilidad del Otro.
Él ama aparentemente la desgarradura pero detesta la
contaminación. Mas lo que mantiene en vilo su escritura es que hay
que acoger la contaminación, el riesgo de contaminación,
encadenando las desgarraduras, recuperándolas regularmente en el
tejido o el texto filosófico de un relato. Esa recuperación es incluso
la condición para que el más allá de la esencia conserve su
oportunidad contra la costura envolvente de lo temático y de lo
dialéctico. Hay que salvar la desgarradura, y para eso hay que
oponer costura contra costura. Hay que aceptar regularmente (en
serie) el riesgo de la contaminación para dejarle su oportunidad a la
no-contaminación de lo otro por la regla de lo mismo. Su “texto” (y
yo diría incluso el texto sin borrar un idioma irreemplazable) es
siempre ese tejido heterogéneo que entrelaza, sin juntar, la textura y
la no textura. Y que (como escribió en otro lugar de un otro, muy
próximo y muy alejado) “se aventura a tramar el absoluto
desgarramiento, desgarra absolutamente su propio tejido que se ha
vuelto a hacer sólido y servil por darse de nuevo a leer”. Propongo
este acercamiento sin complacencia, para intentar pensar una
necesidad: aquella que, sin ser formalizable, reproduce
regularmente la relación de lo formalizable con lo no-formalizable.
Las “metáforas” de la costura y de la desgarradura obsesionan su
texto. ¿Se trata solamente de “metáforas” desde el momento en que
aquellas envuelven o desgarran el elemento mismo (el texto) de lo
metafórico? Por el momento esto no tiene importancia. En todo caso
aquellas parecen organizarse de la siguientemanera. Llamemos con
una palabra, la interrupción (de la que él se sirve a menudo), a
aquello que pone fin regularmente a la autoridad de lo Dicho, de lo
temático, de lo dialéctico, de lo mismo, de lo económico, etc., a
aquello que se desmarca de esta serie para ir derecho más allá de
la esencia: al Otro, hacia el Otro. La interrupción habrá venido a
desgarrar el continuum de un tejido que tiende naturalmente a
envolver, a volver a cerrarse, a volver a coserse, a recuperar sus
propias desgarraduras, a hacer precisamente como si éstas
siguiesen siendo suyas y pudiesen volver a él. Por ejemplo, en El
nombre de Dios..., el primer “momento” parece el continuum de un
tejido que “envuelve” el más allá en lo mismo y que prohíbe la
interrupción. Ahora bien, en la frase siguiente, pero en el lenguaje
de la tematización, el otro momento, el momento de lo Otro, señala
la instancia de la desgarradura según una Relación que habrá
hecho “solamente posible” el continuum mismo, que en
consecuencia no habrá sido (no habrá de ser) el continuum que
parecía ser. El futuro absolutamente anterior de esta desgarradura –
como pasado absolutamente anterior– habrá hecho posible el efecto
de costura. Y no a la inversa. Pero con la condición de dejarse
contaminar, recuperar, recoser en aquello que él ha hecho posible.
De lo que se sigue que la recuperación no es ya más lógica que la
interrupción. De otro modo que ser...:
¿Puede la simple lógica volver, a coser las desgarraduras del texto lógico? Es en la
asociación de la filosofía y del Estado, de la filosofía y de la medicina, donde se
supera la ruptura del discurso. El interlocutor que no se pliega a la lógica se ve
amenazado de prisión o de asilo, o bien sufre el prestigio del maestro y la medicación
del médico. [...] Es gracias al Estado por lo que la Razón y el saber son fuerza y
eficacia. Pero el Estado no descuenta ni la locura sin retorno, ni siquiera los
intervalos de la locura. No desata los nudos, sino que los corta. Lo Dicho tematiza el
diálogo interrumpido o el diálogo aplazado por silencios, por fracasos o por delirios;
pero los intervalos no se recuperan. El discurso que suprime las interrupciones del
discurso relatándolas, ¿no mantiene la discontinuidad bajo los nudos en que se
reanuda el hilo? Las interrupciones del discurso, vueltas a encontrar y relatadas en la
inmanencia de lo dicho, se conservan como en los nudos de un hilo reanudado,
huella de una diacronía que no entra en el presente, que rechaza la simultaneidad [p.
216; tr. pp. 250-251].

Tanto si corta como si reanuda, el discurso de la filosofía, de la


medicina o del Estado guarda a pesar suyo la huella de la
interrupción. A pesar suyo. Pero para re-marcar la interrupción, cosa
que hace la escritura de E.L., hay también que reanudar, a pesar
suyo, en el libro, que no está intacto de filosofía, de medicina y de
lógica estatal. Es muy fuerte la analogía entre el libro, la filosofía, la
medicina, la lógica y el Estado. “El discurso interrumpido que
recupera sus propias rupturas es el libro. Pero los libros tienen su
destino, forman parte de un mundo que no engloban, pero que
reconocen al escribirse, y al imprimirse, y al hacerse prologar y al
hacerse preceder de pró-logos. Se interrumpen y apelan a otros
libros, y se interpretan a fin de cuentas en un decir distinto de lo
dicho”.
Ahora bien, él escribe libros, que no deben ser libros de Estado
(de filosofía, de medicina, de lógica). ¿Cómo lo hace? En sus libros,
como en los otros, la interrupción deja sus marcas, pero de otro
modo. En ellos se forman nudos, que reparan las desgarraduras,
pero de otro modo. Dejan aparecer lo discontinuo en su huella, pero
como la huella no debe concentrarse en su aparecer, aquella puede
seguir pareciendo la huella que lo discontinuo deja en el discurso
lógico del Estado, de la filosofía, de la medicina. Así pues, la huella
tiene que “presentarse” en ellos, sin presentarse, de otro modo.
Pero ¿cómo? ¿Cómo se entrega al otro de otro modo este libro,
este libro, el que componen los suyos más allá de toda totalidad?
Entre un momento y otro –la diferencia habrá debido ser
infinitamente sutil– aquel que recupera lo otro en sus mallas debe
dejar otra huella de la interrupción en sus mallas y, al tematizar la
huella, hacer otro nudo (dejado a la discreción del otro en la lectura).
Pero otro nudo resulta [reste] insuficiente, hace falta otra cadena de
nudos múltiples que tengan la singularidad de que no anuden hilos
continuos (como finge hacerlo un libro de Estado), sino de que
anuden hilos cortados que guardan la huella (quizás,
probablemente) casi inaparente, de interrupciones absolutas, de lo
ab-soluto como interrupción. La huella de esta interrupción en el
nudo no es nunca simplemente visible, sensible, segura. No
pertenece al discurso y no llega a éste más que desde el Otro. Esto
es verdad también para el discurso de Estado, cierto, pero aquí la
no-fenomenalidad debe obligar, sin forzar, a leer la huella como
huella, la interrupción como interrupción, según un como tal que no
sea ya reapropiable como fenómeno de la esencia. La estructura del
nudo debe ser otra, aunque se parezca mucho. No estás nunca
forzada a leerla, a reconocerla, no adviene más que por ti, a quien
está entregada, y sin embargo habrá obligado, completamente de
otro modo, a leer lo que no se está obligado a leer. Él no hace solo,
como todo el mundo, como el Estado, la filosofía, la medicina, nudos
e interrupciones en su texto. Digo como todo el mundo pues si hay
interrupción en todas partes hay nudos por todas partes. Pero hay
en su texto, quizás, una complicación nodal suplementaria, otra
manera de reanudar sin reanudar.
¿Cómo figurar ese suplemento de nudo? Él debe encadenar los
nudos de tal forma que el texto se sostenga, pero también de forma
que las interrupciones, y en número (una sola no basta jamás),
“queden” [“restent”]: no que quede un resto [non pas de une
restance] presente o aparente o sustancial, lo cual sería para ella
otra manera de desaparecer, sino lo bastante trazadora en su
pisada como para dejar la mayor oportunidad a la huella del otro.
Pero para esto un solo nudo que guarde la huella de una sola
interrupción no basta, ni una cadena que exhiba la huella de un solo
hiato. Una sola interrupción en un discurso no realiza su labor, y se
deja reapropiar inmediatamente. El hiato debe insistir, de ahí la
necesidad de la serie, de la serie de nudos. La paradoja absoluta
(de lo ab-soluto), es que esta serie, inconmensurable con ninguna
otra, serie fuera de serie, no anuda hilos sino interrupciones entre
los hilos, huellas de intervalos que el nudo debe solo remarcar, dar
para remarcar. Para nombrar esa estructura he escogido la palabra
serie, para anudar a ella a mi vez series (fila, sucesión, hilera
consecuente, encadenamiento ordenado de una multiplicidad
regular, entrelazamiento, línea, descendencia) y seir£ (cuerda,
cadena, lazo, cordón, etc.). Se aceptará la ocasión de encontrar en
la red de la misma línea uno al menos de los cuatro sentidos del
sero latino (entrelazar, trenzar, encadenar, atar) y el œirw griego que
dice (o anuda) el entrelazamiento del cordón y del decir, la symploké
del discurso y del lazo. Esta serie ab-soluta permanece sin un solo
nudo, pero anuda una multiplicidad de nudos reanudados, que no
re-anudan hilos sino interrupciones sin hilo que dejen abierta la
interrupción entre las interrupciones. Esta interrupción no es un
corte, no depende de una lógica del corte sino de la de-stricturación
ab-soluta. Por eso la abertura de la interrupción no es jamás pura. Y
para distinguirse, por ejemplo, de lo discontinuo como síntoma en el
discurso de Estado o en el libro, no puede romper el parecido más
que no siendo no importa cuál, y en consecuencia determinándose
también en el elemento de lo mismo. No importa cuál: es aquí donde
se sitúa la enorme responsabilidad de una obra –en el Estado, la
filosofía, la medicina, la economía, etc.–. Y el riesgo es ineluctable,
está inscrito en la necesidad (otra palabra para decir el lazo que no
se puede cortar) de la estrictura, la necesidad de encadenar los
momentos, aunque sean de ruptura, y de negociar la cadena,
aunque sea de forma no dialéctica. Ese riesgo está él mismo
regularmente tematizado en su texto. Por ejemplo, y tratándose
precisamente de abertura: “¿Cómo pensar la abertura a lo otro que
el ser sin que la abertura, como tal, signifique enseguida una
reunión en coyuntura, en unidad de la esencia, donde enseguida se
hundiría el sujeto mismo a quien se desvelaría esa reunión,
tendiéndose el lazo con la esencia enseguida en la intimidad de la
esencia?”, etc. (De otro modo que ser...).
Hay, pues, varias maneras de encadenar las interrupciones y los
pasos [passage] más allá de la esencia, de encadenarlos no
simplemente en la lógica de lo mismo sino en el contacto (en el
contacto sin contacto, en la proximidad) de lo mismo y de Otro; hay
varias maneras de confeccionar tal indesmallable más bien que tal
otro, pues el riesgo reside en que no valen igual todos. Ahí se
siguen negociando una filosofía, una estética, una retórica, una
poética, una psicagogia, una economía, una política: entre, si
pudiese decirse todavía, el más acá y el más allá. Con una vigilancia
que se diría probablemente de cada instante, para salvar la
interrupción sin que al guardarla a salvo se la pierda todavía más,
sin que la fatalidad de reanudamiento venga estructuralmente a
interrumpir la interrupción, E.L. asume a este respecto riesgos
calculados, tan calculados como es posible. Pero ¿cómo calcula?
¿Cómo calcula lo Otro en él para dejar sitio a lo incalculable? ¿Cuál
habrá sido el estilo de este cálculo, si se debe llamar estilo a este
idioma que marca la negociación con un sello singular e
irreemplazable? ¿Y si los testimonios que da al otro de lo Otro, lo
que le constituye a él mismo, según su propia palabra, en rehén, no
son absolutamente irreemplazables?
Lo que llamo aquí el riesgo de la negociación obligada (pues si no
se negocia la interrupción es todavía más seguro que aquella se
interrumpe y que abandona lo no-negociable al mercado), aquello
hacia lo que quizás se vuelve su atención en último extremo, es
también lo que él llama la inevitable “concesión” (“‘Va más allá’ es ya
hacer concesiones al lenguaje ontológico y teorético, como si lo
más-allá fuese todavía un término o un ente o un modo de ser o el
contrapeso negativo de todo eso”. De otro modo que ser..., p. 123;
tr. p. 161), el riesgo siempre amenazante de la “traición” (p. 214; ir.
p. 249) o de la “contaminación” (“... he aquí las proposiciones de
este libro que nombra lo más allá de la esencia. Noción que
ciertamente no podría pretender originalidad, pero cuyo acceso no
ha perdido nada de su antigua escarpadura. Las dificultades de la
ascensión –y sus fracasos y sus repeticiones– se inscriben en una
escritura que, sin duda también, atestigua el sofoco del investigador.
Pero oír un Dios no contaminado por el ser es una posibilidad
humana no menos importante y no menos precaria que sacar el ser
del olvido en el que habría caído en la metafísica y en la
ontoteología”, p. X; tr. p. 42. Cf. también El nombre de Dios, p. 160).
Cediendo por una parte a lo arbitrario, el del ejemplo en la serie, por
otra parte, a la economía del discurso que encadeno aquí,
tematicemos la “contaminación”. Habitualmente ésta implica la
mancha y el envenenamiento en el contagio de un cuerpo impropio.
Aquí habrá bastado el simple contacto, desde el momento en que
este habrá interrumpido la interrupción. El contacto sería a priori
contaminante. Todavía más grave, el riesgo de contaminación
aparecería antes del contacto, en la simple necesidad de anudar
juntas unas interrupciones como tales, en la serialidad misma de las
huellas y la insistencia de las rupturas. E incluso si esta cadena
inaudita no reanuda hilos sino hiatos. La contaminación entonces no
es ya un riesgo sino una fatalidad que hay que asumir. Los nudos de
la serie contaminan sin contacto, como si a distancia los dos bordes
restableciesen la continuidad gracias al simple estar frente a frente
sus líneas. Además no se trata ya de bordes puesto que ya no hay
línea, solo puntas enhebradas absolutamente separadas de una
orilla a la otra de la interrupción.
Una vez anudada, la punta de cada hilo queda sin contacto con la
otra, pero la contaminación habrá tenido lugar entre los bordes
(interno y externo), entre las dos puntas aproximadas de lo mismo y
de lo otro, el uno manteniendo al otro en la diacronía del “momento”.
El cordón de la obligación tiene empleo. No es una trampa, he
dicho por qué hace un instante. Su estrictura incomparable
contamina una obligación por medio de la otra, la que desliga por
medio de la que liga, sin reciprocidad sin embargo. Jugando –
apenas, quizás–, se diría que la obligación liga y desliga. Él habrá
obligado: ligado y desligado, ligado desligando “conjuntamente”, en
la “misma” seriatura, la misma dia-sincronía, en una vez serial, ese
“varias veces” que no habrá tenido lugar más que una vez.
Ligado/desligado una obligación que obliga, una religión y una ob-
ligación que desliga pero que, sin constituir simplemente ob-stáculo
u ob-jeción a la ligadura, abre la religión en el desligamiento mismo.
Este cordón de la obligación sostiene el lenguaje. Lo mantiene, le
impide que se deshaga pasando a través del ojete de una textura:
alternativamente dentro y fuera, abajo y arriba, por un lado y por
otro. Lo hace a medida, ciñe regularmente el cuerpo en su forma. Es
dejando actuar a ese cordón como él habrá obligado.
Pero ¿quién es ese “él”? ¿Quién dice el “hay que” de esta
obligación que se retira para estar entregada a tu discreción?
He aquí ahora otro ejemplo. Él habla de “este libro”, aquí mismo,
de la fábrica de “este trabajo”, del “presente trabajo”, repitiéndose
esas expresiones como antes el “en este momento” pero
entrelazándose esta vez con una serie de “hay que”. Un “yo” y un
“heme aquí” se deslizan ahí sin cesar desde la cita a una oscilación
interminable entre el “uso” y la “mención”. Se trata de las dos últimas
páginas de De otro modo que ser... (Dicho de otro modo, cap. VI,
Afuera, p. 232; tr. p. 265). De ahí destaco lo siguiente, no sin alguna
abstracción artificial: “La significación el-uno-para-el-otro, la relación
con la alteridad ha sido analizada en el presente trabajo [la cursiva
es mía, J.D.] como proximidad, la proximidad como responsabilidad
por el otro [autrui], y la responsabilidad por el otro [autrui] como
sustitución: en su subjetividad, en su porte mismo de sustancia
separada, el sujeto se ha mostrado expiación-por-el-otro [autrui],
condición o incondición de rehén”. Interrumpo un instante: “en el
presente trabajo” se ha presentado, pues, lo impresentable, una
relación con lo Otro que hace fracasar toda reunión en la presencia,
hasta el punto de que ningún “trabajo” puede enlazarse o cerrarse
sobre su presencia, no puede tramarse o encadenarse para formar
libro. El presente trabajo hace presente de aquello que no puede
darse más que fuera de libro. E incluso fuera de marco. “El
problema desborda el marco de este libro”: éstas son las últimas
palabras del último capítulo de Totalidad e infinito (inmediatamente
antes de las “Conclusiones”). Pero lo que desborda acaba de
anunciarse –es el anuncio mismo, la consciencia mesiánica– sobre
el borde interno de este enunciado, sobre el marco del libro si no en
él. Y sin embargo lo que se labra con el presente trabajo no forma
obra más que fuera del libro. La expresión “en el presente trabajo”
imita la tesis y el código de la comunicación universitaria, es irónica.
Debe ser tan discreta como posible: seguiría habiendo demasiada
confianza y complacencia en romper ese código con estrépito. La
efracción no pone en ridículo, realmente hace el presente de este
“trabajo presente”.
Prosigamos: “Este libro interpreta el sujeto como rehén y la
subjetividad del sujeto como sustitución que rompe con la esencia
del ser. La tesis se expone imprudentemente al reproche de
utopismo en medio de una opinión en la que el hombre moderno se
toma por un ser entre los seres, cuando su modernidad estalla como
una imposibilidad de permanecer en sí mismo. Al utopismo como
reproche –si el utopismo es reproche, si ningún pensamiento escapa
al utopismo– este libro se escapa recordando que lo que tuvo
humanamente lugar no ha podido jamás quedar encerrado en su
lugar”. Así pues, “la tesis” no se plantea, se expone,
imprudentemente y sin defensa, y sin embargo esa vulnerabilidad
misma es (“hace falta esa debilidad”, leeremos más adelante) la
provocación a la responsabilidad por el otro, aquella da lugar a ésta,
en un tener-lugar de este libro, en el que el esto no se encierra ya
sobre sí mismo, sobre su propio tema. La misma dehiscencia que
abría la serie de los “en este momento”, hela aquí operando en “el
presente trabajo”, “este libro”, “la tesis”, etc. Pero la serie se
complica siempre por el hecho de que el equívoco indesmallable, la
contaminación, dentro de un instante se dirá la “hipocresía”, está a
la vez descrita y denunciada en su necesidad por medio de “este
libro”, por medio de “este presente trabajo”, por medio de “la tesis” y
en ellos, fuera de ellos en ellos pero consagrados en ellos a un
afuera que ninguna dialéctica podrá reapropiarse en su libro. Así
(cursiva mía en: hace falta, hacía falta):
[...] cada individuo es virtualmente un elegido, llamado a salir, a su vez –o sin esperar
su vez– del concepto del Yo, de su extensión en el pueblo, llamado a responder de
responsabilidad: yo, es decir, heme aquí para los otros, llamado a perder
radicalmente su sitio, su abrigo en el ser, llamado a entrar en la ubicuidad que es
también una utopía. Heme aquí para los otros; respuesta enorme cuya desmesura se
atenúa de hipocresía desde el momento en que entran en mis propios oídos,
advertidos como están de la esencia del ser, es decir, de la forma como éste lleva su
juego. Hipocresía denunciada de inmediato. Pero las normas a las que se refiere la
denuncia se han oído en la enormidad del sentido y en la plena resonancia de su
enunciado, verdaderas como un testimonio irrefrenable. De eso no hace falta, en
todo caso, menos, para el poco de humanidad que adorna la tierra [...]. Ahí hace falta
un desajuste de la esencia por el cual ésta no repugne solo a la violencia. Esa
repugnancia solo atestigua el estadio de una humanidad debutante o salvaje, presta
a olvidar sus asqueos, a investirse de “esencia del desajuste”, a rodearse como toda
esencia, inevitablemente celosa de su perseverancia, de los honores y virtudes
militares. Para el poco de humanidad que adorna la tierra, hace falta un aflojamiento
de la esencia en segundo grado: en la justa guerra hecha contra la guerra, temblar –
hasta estremecerse– en todo instante, por causa de esa justicia misma. Hace falta
esa debilidad. Hacía falta ese aflojamiento sin cobardía de la virilidad para el poco de
crueldad que repudiaron nuestras manos. Ese es el sentido, principalmente, que
debían sugerir las fórmulas repetidas en este libro [la cursiva es mía, J.D.] relativas a
la pasividad más pasiva que toda pasividad, a la fisión del Yo hasta mí, a su
consumación para el otro [autrui] sin que, de las cenizas de esta consumación, pueda
renacer el acto.

Interrumpo de nuevo: ningún fénix hegeliano tras esta consumación.


Este libro no es singular solo porque no se unifica como ningún otro.
Su singularidad está en esta serialidad, encadenamiento ab-soluto,
riguroso pero con un rigor que sabe aflojarse como hace falta para
no volverse a hacer totalitario, o incluso viril, y para entregarse a la
discreción del otro en el hiato. Es en esta serialidad y no en otra (la
fila en su colocación homogénea), en esta serialidad de trastorno,
como hay que entender cada filosofema descolocado, desencajado,
desarticulado, inadecuado y anterior a sí mismo, absolutamente
anacrónico a lo que se dice de él, por ejemplo, “la pasividad más
pasiva que toda pasividad” y toda la “serie” de las sintaxis análogas,
todas las “fórmulas repetidas en este libro”. Tú oyes ahora la
necesidad de esta repetición. Tú te acercas así al “él” que (se) pasa
en este trabajo desde el que se dice que “hace falta”, “hay que” [dit
qu‘“il faut”]. Éstas son las últimas líneas:
En este trabajo [la cursiva es mía, J.D.] que no aspira a restaurar ningún concepto
arruinado, la destitución y la des-situación del sujeto no quedan sin significación: tras
la muerte de un cierto dios, habitante en los trasmundos, la sustitución del rehén
descubre la huella –escritura impronunciable– de aquello que siempre ya pasado –
siempre “él”– no entra en ningún presente, y a lo que ya no convienen los nombres
que designan seres, ni los verbos en los que resuena su esencia sino que, Pro-
nombre, marca con su sello todo lo que puede llevar un nombre.

–¿Se dirá de “este trabajo” que crea obra? ¿A partir de qué


momento? ¿De qué? ¿De quién? Cualesquiera que sean los
relevos, la responsabilidad le corresponde a él, “él” que suscribe
toda firma, Pro-nombre sin nombre pronunciable y que “marca con
su sello todo lo que puede llevar un nombre”. Esta última frase viene
al final del libro, como en el sitio de la firma. Emmanuel Levinas
recuerda el Pro-nombre que precede, reemplaza, hace posible toda
firma nominal, en el momento mismo en que Él la deja todavía firmar
en su lugar. Le da y le sustrae, de una misma doble vez, su firma.
¿Es él, “él”, entonces, quien crea obra? ¿De él de lo que la obra
responde? ¿De él de quien se habrá dicho “él habrá obligado”? No
creo que entre tal pro-nombre y un nombre o el portador de un
nombre haya lo que se llama una diferencia, una distinción. La
relación entre “él” y el portador de un nombre es otra. Diferente cada
vez, nunca anónimo, “él” es (sin sostenerlo con una presencia
sustancial) el portador del nombre. Si ahora transformo el enunciado
venido de no sé dónde y del que hemos partido (“Él habrá obligado”)
en éste: “La obra de Emmanuel Levinas habrá obligado”, ¿lo
suscribiría él? ¿Aceptaría que reemplace “él” por Emmanuel Levinas
para decir (aquello) que habrá creado obra en su obra? ¿Será esto
una falta, en cuanto a “él” [“il”] o en cuanto a él [lui], E.L.?
–Ahora, escribo, bajo tu dictado, “la obra de E.L. habrá obligado”.
Tú me lo has dictado y sin embargo lo que escribo en este
momento mismo, “la obra de E.L. habrá obligado”, articulando
nombre común y nombre propio, tú no sabes todavía qué es lo que
significa. No sabes todavía cómo hay que leer. No sabes ni siquiera
cómo, en este momento, hay que entender ese “hay que”.
La obra de E.L. comprende otra manera de pensar la obligación
del “hay que”, otra manera de pensar la obra, e incluso de pensar el
pensar. Hay pues que leerla de otro modo, leer en ella de otro modo
el “hay que” y de otro modo “de otro modo”.
La dislocación a la que habrá obligado esta obra es una
dislocación sin nombre. En dirección a otro pensamiento del
nombre, pensamiento completamente diferente puesto que abierto
al nombre del otro. Dislocación inaugural e inmemorial, que no
habrá tenido lugar –otro lugar, en lugar del otro– más que bajo la
condición de otra tópica. De una tópica extravagante (de una u-
tópica dirán quienes creen saber lo que tiene lugar y lo que sirve de
lugar) y absolutamente diferente. Pero para entender lo absoluto de
ese “absolutamente” habrá habido que leer la obra serial que
desplaza, reemplaza, sustituye esa palabra “absoluto”. Y en primer
lugar la palabra “obra”. Continuamente nos atrapamos en la red de
las comillas. Ya no sabemos cómo borrarlas o acumularlas unas
encima de las otras. No sabemos ni siquiera ya como citar su “obra”,
desde el momento en que esta cita ya, entre comillas, toda la
lengua, la francesa, la occidental e incluso más allá de ésta, aunque
ya no fuera sino a partir del momento y como consecuencia del
hecho de que “él” debe poner entre comillas al firmante pronominal,
al firmante sin nombre y sin firma de autor, “él” que suscribe toda
obra, pone en acción todo trabajo y “marca con su sello todo lo que
puede llevar un nombre”. Si “él” está entre comillas, ya no se dice
nada –de él, para él, a partir de él, en su lugar o ante él– que no
requiera una serie cosida, anudada, trabajada, una fábrica de
comillas enganchando un texto sin ribete. Texto que excede la
lengua y sin embargo intraducible en pleno rigor de una lengua a
otra. La serialidad lo anuda irreductiblemente a una lengua.
Si quieres hablar de la operación de E.L. cuando éste se pone en
“este trabajo”, cuando escribe “en este momento”, y si preguntas
“¿qué hace?” y “¿cómo lo hace?”, entonces te hará falta no solo dis-
locar el “él” que no es ya el sujeto de una operación, su agente, su
productor, su trabajador, sino precisar enseguida que la Obra, tal
como su obra la da y la vuelve a dar a pensar, no pertenece ya al
orden técnico o productor de la operación (poiein, facere, agere, tun,
wirken, erzeugen o de cualquier manera que se traduzca). Así pues,
ya no puedes hablar –pertinentemente– de la Obra antes de lo que
“su” obra dice de la Obra, en su Decir y más allá de su Dicho,
puesto que esa separación permanece irreductible. Y no hay ahí
ningún círculo, sobre todo no un círculo hermenéutico pues la Obra
–según su obra– “es” precisamente lo que rompe toda circularidad.
Ahí, próxima pero infinitamente alejada, se encuentra la dis-
locación, en el interior sin adentro de la lengua, pero abierta hacia
fuera de lo completamente otro. La ley infinita de las comillas parece
suspender toda referencia y cerrar la obra en el contexto sin borde
que aquella se da a sí misma; pero he aquí que esta ley hace
referencia absoluta al mandamiento de lo completamente otro, que
obliga más allá de todo contexto delimitable.
Si, en consecuencia, escribo ahora “la obra de E.L. habrá
obligado a una dislocación absoluta”, la obligación, como la obra
enseña, y enseña lo que requiere la enseñanza, habrá sido sin
apremio, sin contrato, anterior a todo compromiso, a toda firma
nominal, sino que, al otro, responde del otro antes de toda cuestión
y de toda petición ab-soluta por eso mismo, ab-solutoria. La
responsabilidad disimétrica, “él” la habrá sustraído al círculo, a la
circulación del pacto, de la deuda, del reconocimiento, de la
reciprocidad sincrónica, me atreveré incluso a decir de la alianza
anular, de la vuelta, de lo que da la vuelta, de un dedo, y, me
atreveré a decir, de un sexo.
¿Se puede decir eso? Así es de difícil, probablemente imposible,
escribir, aquí, describir lo que parezco empezar a describir.
Imposible quizás sostener un discurso que se sostenga en este
momento, que diga, explique, describa, constate (un discurso
constatativo) la obra de E.L. Ahí haría falta una escritura que realice
[performe], pero con un “realizativo” [performatif] sin presente
(¿quién ha podido definir alguna vez un realizativo así?), que
responda del suyo, un realizativo sin acontecimiento presente, un
realizativo cuya esencia no se resuma en la presencia (“en este
momento mismo”, en este momento presente escribo esto, digo yo,
presentemente: y se ha dicho que la simple enunciación de un yo
era realizativa y también que el verdadero realizativo se enuncia en
primera persona), un realizativo como no se ha descrito nunca, pero
cuya realización [performance] no debe tampoco vivirse como un
éxito complaciente, una proeza. Pues es al mismo tiempo el
ejercicio más cotidiano en un discurso o en otro, la condición de la
escritura menos virtuosa. Esta realización no responde a la
descripción canónica del realizativo, quizás. Entonces, ¡que se
cambie esa descripción o que se renuncie aquí a la palabra
“realizativo”! Lo que es casi seguro es que aquella realización no
depende más de la proposición “constatativa”, ni de la proposición
sin más; y que inversamente, disimétricamente, toda proposición
llamada constatativa, toda proposición en general, presupone ante
todo esta estructura, esta responsabilidad de la huella (realizadora o
realizada).
Por ejemplo. He escrito hace un instante: “‘él’ la habrá sustraído al
círculo...”. Pero haría falta ya –y hasta el infinito– que yo retome y
desplace en serie cada palabra escrita. Como el desplazamiento no
es suficiente, hace falta que arranque cada palabra de sí misma,
que la arranque absolutamente de sí misma, como, por ejemplo, en
su manera de escribir “pasividad más pasiva que la pasividad”,
expresión que se indetermina, y que puede también convertirse en
su contraria, salvo si el arrancamiento se limita en alguna parte,
como para un trozo de piel arrancado simbólicamente del cuerpo y
que guarda, bajo el corte, la adherencia. Hace falta que la suelte y la
absuelva de sí misma dejando sin embargo en ella una señal
vinculante (la expresión “pasividad más pasiva que la pasividad” no
se convierte en no importa qué, no significa “actividad más activa
que la actividad”). Para que dos anulaciones o dos excesos no
resulten equivalentes, en la indeterminación, hace falta que la
tachadura ab-solutoria no sea absolutamente absoluta. Hace falta,
pues, que haga aparecer cada átomo de enunciado como fallido y
absuelto. ¿Fallido con respecto a quién? ¿Respecto a qué? Y ¿por
qué? Cuando he escrito, por ejemplo, “‘él’ la habrá sustraído... etc.”,
la sintaxis misma de mi frase según las normas dominantes que
interpretan la lengua francesa, parece constituir el “él” en sujeto
activo, autor e iniciador de una operación. Si “él” fuese el pronombre
simple del firmante (y no “el Pro-nombre que marca con su sello
todo lo que puede llevar un nombre”...), se podría pensar entonces
que el firmante tiene la autoridad de un autor y que “él” es el agente
de la acción que “habrá sustraído”, etc. Pero habría hecho falta,
hace falta pues decir que “él” no ha sustraído cualquier cosa, “él” ha
hecho aparecer la posibilidad de esta sustracción; no la ha hecho
aparecer, la ha dejado aparecer; no la ha dejado aparecer pues lo
que ha dejado (no ser sino hacer señal y no señal sino enigma), lo
que ha dejado producirse como enigma, producirse es todavía
demasiado, no pertenece al orden de los fenómenos; él ha “dejado”
“aparecer” lo que no aparece como tal (pero lo que no aparece no
des-aparece jamás en su “como tal”, etc.), en el límite de lo más
allá, límite que no es una línea determinable, visible, pensable, y
que no tiene bordes definibles en el “límite”, pues, de lo “más allá”
del fenómeno y de la esencia: es decir (!) el “él” mismo. Es eso, el
“él” mismo, es decir (!) lo Otro. “Él” ha dicho “Él”. Antes incluso de
que “yo” diga “yo” y para que, si esto es posible, “yo” diga “yo”.
Este otro “él”, este “él” como cualquier otro, no ha podido llegar al
final de mi frase (a menos que mi frase no haya llegado jamás hasta
ahí, haya quedado indefinidamente detenida en su propia orilla
lingüística) sino después de una serie de palabras que son todas
palabras fallidas y que yo he como tachado de paso, con medida,
regularmente, una tras otra, aún dejándoles su fuerza de trazo, el
surco de su trazado, la fuerza (sin fuerza) de una huella que habrá
dejado el paso del otro. He escrito marcándolas, dejándolas marcar,
con el otro. Por eso es inexacto decir que yo las he tachado, esas
palabras. En todo caso, yo no habría debido tacharlas, habría
debido dejarlas entrar en una serie (sucesión atada con cordones de
tachaduras), una serie interrumpida, una serie de interrupciones
entrelazadas, serie de hiatos (boca abierta, boca abierta a la palabra
entrecortada o al don del otro y al pan-de-su-boca), lo que llamaré
en adelante para formalizar de modo económico y para no disociar
ya lo que no es ya disociable en esta fábrica, la seriatura. Así pues,
este otro “él” no habría podido llegar al final de mi frase sino en la
movilidad interminable de esta seriatura. No es el sujeto-autor-
firmante-propietario del trabajo, es un “él” sin autoridad. Se puede
decir también que es el Pro-nombre que deja su prefirma sellada en
el nombre de autor, por ejemplo, E.L. o inversamente que E.L. no es
más que un pronombre que reemplaza el nombre de pila singular, el
sello que viene antes de todo lo que puede llevar un nombre. E.L.,
desde ese punto de vista, sería el pronombre personal de “él”.
Carente de autoridad, no crea obra, no es el agente o el creador de
su obra. Pero si digo que deja obrar a la obra (palabra ésta que
queda todavía por movilizar), hay que precisar enseguida que este
dejar no es una simple pasividad, ni un dejar que pensar en el
horizonte del dejar-ser. Este dejar más allá de la esencia, “más
pasivo que la pasividad”, entiéndelo como el pensamiento más
provocador hoy en día. No es provocador en el sentido de la
exhibición transgresiva y complacientemente chocante.
Pensamiento también provocado, en primer término provocado.
Fuera de la ley como la ley del otro. Él mismo no provoca más que a
partir de su exposición absoluta a la provocación del otro, exposición
tensada con toda la fuerza posible para no reducir la huella [passée]
anterior del otro y para no volver la superficie del yo que, de
antemano, se encuentra entregado ahí en cuerpo y alma.
“Huella anterior” (anterior al pasado, al presente pasado), “en
primer término”, “de antemano”: entre las palabras o la sintaxis cuya
seriatura todavía no he esbozado, está el futuro anterior, del que sin
embargo me habré servido mucho, sin otro recurso posible. Por
ejemplo, en la pequeña frase: “Él habrá obligado”, o “La obra de E.L.
habrá obligado”. (¿Obligado a qué? ¿Y a quién, en primer lugar? No
he dicho todavía a ti, a mí, a vosotros, a nosotros, a ellos, ellos,
ellas, eso.) El futuro anterior podría ser –y esta semejanza es
irreductible– el tiempo de la teleología hegeliana. Así es realmente
como se administra casi siempre su inteligencia propiamente
filosófica, de acuerdo con lo que he llamado más arriba la
interpretación dominante de la lengua –en lo que consiste
precisamente la filosofía– Pero aquí mismo, en esta seriatura que
arrastra el “él habrá obligado”, en ésta y no en otra muy parecida,
pero que determina de otro modo el mismo enunciado, el futuro
anterior, “aquí mismo”, habrá designado, “en” la lengua, lo que
queda de más irreductible a la economía de la teleología hegeliana y
a la interpretación dominante de la lengua. Desde el momento que
se le atribuye al “él” como Pro-nombre de lo completamente-otro
“siempre ya pasado”, habrá arrastrado hacia una escatología sin
teleología filosófica, más allá de ésta en todo caso, de otro modo
que ésta. Habrá hundido el futuro anterior en el fondo sin fondo de
un pasado anterior a todo pasado, a todo presente pasado, hacia
esa pisada de la huella [passée de la trace] que no ha sido presente
jamás. Su futura anterioridad habrá sido irreductible a la ontología. A
una ontología que se ha hecho, por otra parte, para intentar esta
reducción imposible. Esa reducción es la finalidad del movimiento
ontológico, su potencia pero también la fatalidad de su fracaso: lo
que intenta reducir es su propia condición.
Aquella futura anterioridad no declinaría ya entonces un verbo que
exprese la acción de un sujeto en una operación que habría sido
presente. Decir “él habrá obligado” –en esta obra, habida cuenta de
lo que crea obra en esta seriatura-– no es designar, describir, definir,
mostrar, etc., sino, digamos, entrazar, dicho de otro modo, realizar
en el entr(el)azamiento de una seriatura, esta obligación, de la que
“él” no habrá sido el sujeto presente sino de la que “yo” respondo
aquí mismo: heme aquí, vengo, ven [(je) viens]. Él no habrá sido
(un) presente, habrá hecho el don de no desaparecer sin dejar
huella. Pero dejar la huella es también dejarla, abandonarla, no
insistir en ella en un signo. Es borrarla. En el concepto de huella se
inscribe de antemano la retirada del borrarse. La huella se inscribe
borrándose y dejando la huella de su borrarse en la retirada o en lo
que llama E.L. la “sobreimpresión” (“La huella auténtica, por el
contrario, trastorna el orden del mundo. Viene ‘en sobreimpresión’...
El que ha dejado huellas borrando sus huellas no ha querido decir ni
hacer nada por medio de las huellas que deja...”, Humanismo del
otro hombre, p. 60). La estructura de sobreimpresión descrita así
amenaza con su mismo rigor, que es el de la contaminación, toda
autenticidad segura de la huella (“la huella auténtica...”) y toda
disociación rigurosa entre signo y huella (“La huella no es un signo
como otro. Pero juega también el papel de signo [...]. Pero todo
signo, en ese sentido, es huella...” [ibíd]). La palabra “dejar” en la
locución “dejar una huella” parece entonces cargarse de todo el
enigma. Este no se anunciaría ya a partir de ninguna otra cosa sino
la huella, y sobre todo no a partir de un dejar-ser. A menos que se
entienda de otro modo el dejar-ser a partir del signo que le hace la
huella o que aquel deja que ahí se borre.
¿Qué es lo que te digo cuando pronuncio “déjame”? ¿Cuando tú
dices “él me ha dejado”, o como en El cantar de los cantares, “se ha
escabullido, ha pasado”?
Dicho de otro modo (el encadenamiento serial no debe ya
deslizarse por medio de un “es decir” sino interrumpirse y
reanudarse al borde de la interrupción por medio de un “dicho de
otro modo”), para ese paso-sin-huella no-sin-huella (pas-sans-trace),
la contaminación entre el “él” más allá de la lengua y el “él” en la
inmanencia económica de la lengua y de su interpretación
dominante no es simplemente un mal, una contaminación
“negativa”, sino que describe el proceso mismo de la huella en
cuanto que ésta crea obra, en un crear-obra que habría habido que
entender no a partir del crear o de la obra, sino de lo que se dice de
la Obra en su Obra, a partir del decir de este dicho, de su realización
entr(el)azada. No hay ya más contaminación “negativa” como no
hay un simple más allá y un simple interior de la lengua, a una y otra
parte de un reborde.
Vuelves a encontrar una vez más la paradoja lógica de esta
seriatura (pero ésta vale, en su singularidad irreemplazable, para
cualquier otra): aunque en ella nadie fuerza a nadie, hay que leer su
obra, dicho de otro modo, responder a ella e incluso responder de
ella, no a partir de lo que se entiende por obra según la
interpretación dominante de la lengua, sino según lo que su obra
dice –a su manera– de la Obra, de lo que es ésta, dicho de otro
modo de lo que ésta debe (ser), dicho de otro modo de lo que habrá
debido (ser), como obra en la obra. Tan difícil de calcular la
mayúscula como las comillas.
He aquí su dislocación: ésta no desplaza un enunciado o una
serie de enunciados, sino que re-marca en cada átomo de lo Dicho
una efracción señaladora del decir, de un decir que no es ya un
presente infinitivo, sino ya una pisada de la huella, una realización
de lo completamente otro, completamente diferente. Y si quieres
acceder a “su” obra, habrás tenido que pasar por lo que aquella
habrá dicho de la Obra, a saber, que no le corresponde a él. Por eso
tú tienes que responder de ella. Está entre tus manos, que pueden
dársela, dedicársela. En este momento, aquí mismo:
El Otro puede desposeerme de mi obra, tomarla o comprarla, y dirigir así mi
comportamiento mismo. Me expongo a la instigación. La obra se consagra en esa
Sinngebung ajena, desde su origen en mí [...]. El querer escapa al querer. La obra es
siempre, en un cierto sentido, un acto fallido. No soy enteramente lo que quiero
hacer. De ahí un campo ilimitado de investigación para el psicoanálisis o la sociología
que capten la voluntad a partir de su aparición en la obra, en su comportamiento o en
sus productos (Totalidad e infinito).

La Obra, tal como se pone en obra, obrada, en la obra de E.L. y tal


como hay que leerla si se debe leer “su” obra, no corresponde –en
el origen– a lo Mismo. Eso no supone que signifique gasto y pura
pérdida en un juego. Un juego como ese seguiría estando
determinado, como gasto, por la economía. La gratuidad de esta
obra, lo que él llama también liturgia, “colocación de fondos con
pérdida” u “obra sin remuneración” (Humanismo del otro hombre) se
parece al juego pero no es el juego, sino que “es la ética misma”,
más allá incluso del pensamiento y de lo pensable. Pues la liturgia
de la obra ni siquiera debe subordinarse al pensamiento. Una obra
que “se subordinase al pensamiento” (La huella del otro y
Humanismo...), entendida todavía como cálculo económico, no
crearía Obra.
Así pues, lo que habrá logrado la obra de E.L. –en el acto fallido
que ella misma dice ser, como toda obra– es haber obligado, antes
de todo contrato de reconocimiento, a esa disimetría que, a ella
misma la ha, violentamente, dulcemente, provocado: imposible
acercarse a ella, a “su” obra, sin pasar primero, ya, por la re-tirada
de su interior, a saber, el notable decir de la obra. No solamente lo
que se encuentra dicho ahí sobre ese tema, sino del decir
entr(el)azado que viene del otro y que no le corresponde jamás a él
mismo, que viene (por ejemplo, ejemplarmente) de ti (ven), lectora
obligada. Todavía puedes no darle ese sentido, o solamente
prestarte a esta Sinngebung, no acercarte más a esta elipsis
singular en la que sin embargo estás ya cogida, quizás.
–Lo sabía. Al escuchar, me preguntaba sin embargo si yo estaba
comprendida, y cómo fijar esa palabra: comprendida. Y cómo la
obra me sabía, eso que sabía de mí. Está bien: empezar por leer su
obra, dársela, para acercarse a la Obra. La cual, por su parte, no
empieza con “su” obra ni con cualquiera que pretendiese decir “mi”
obra. Al dirigirse hacia el Otro, al venir del Mismo para no regresar a
él, la obra no viene, pues, de éste, sino del Otro que la inventa.
Aquella crea obra en la re-tirada que remarca ese movimiento
heterónomo. La re-tirada no es única, aunque remarca lo único, pero
su seriatura es única. No su firma –”él” que suscribe bajo sellado–
sino su seriatura. Está bien. Pero si, al leer lo que él habrá tenido
que dar, tengo en cuenta la seriatura única, debo constatar por
ejemplo que la palabra “obra”, no más que cualquier otra, no tiene
un sentido fijo fuera de la sintaxis móvil de las marcas, fuera de la
transformación contextual. La transformación no es libre, la
transformación está regulada, en su irregularidad y en su trastorno
mismo. Pero, ¿cómo? ¿Por qué? ¿Por quién? Doy o tomo un
ejemplo de eso. Más –u otra cosa quizás– que un ejemplo, el del
“hijo” en Totalidad e infinito, del hijo o de los hijos “únicos”: “El hijo
no es solo mi obra, como un poema o un objeto”. Es en la página
254 (tr. p. 285), y supongo el contexto releído. “El hijo” parece aquí,
y aunque sea definido como más allá de “mi obra”, que tiene más
bien los rasgos de lo que, en otros contextos, y sin duda más tarde,
se llama con una mayúscula, la Obra. Dicho de otro modo, la
palabra obra no tiene el mismo sentido y la misma referencia en los
dos contextos, sin que haya ahí ninguna incoherencia o
contradicción. Incluso tienen una relación completamente diferente
con el sentido y con la referencia.
“El hijo” –movimiento sin retorno hacia el otro más allá de la obra–
se parece, pues, a lo que se llama, en otro lugar, más adelante, la
Obra. En otro lugar, más adelante, he leído también “La relación con
el otro [autrui] por medio del hijo...” (De lo sagrado a lo santo).
Ahora bien, en el mismo parágrafo de Totalidad e infinito (y en
otros lugares), ahí donde se dice, casi siempre, “hijo” (“fils”) (y
“paternidad”), una frase dice “enfant” (“No tengo mi hijo [enfant], soy
mi hijo. La paternidad es una relación con un extraño que aun
siendo otro [autrui] [...] es yo; una relación del yo con un sí mismo
que sin embargo no es yo”). ¿Es “hijo” (“fils”) otra palabra para
“enfant”, un hijo que podría ser de uno u otro sexo? Y entonces, ¿de
dónde procede y qué significa esa equivalencia? ¿Y por qué “hija”
no jugaría un papel análogo? ¿Por qué el hijo sería, más o mejor
que la hija, que yo, Obra más allá de “mi obra”? Si incluso no
hubiese diferencia desde ese punto de vista, ¿por qué “hijo”
representaría mejor y de antemano esta indiferencia? ¿Esta
indiferencia no marcada?
A partir de esa cuestión, que abandono aquí en su elipsis,
interrogo la relación, en la Obra de E.L., entre la diferencia sexual –
el otro [autrui] como otro sexo, dicho de otro modo como sexuado de
otro modo– y el otro [autrui] como completamente otro, más acá o
más allá de la diferencia sexual. Su texto, el suyo, marca su firma
con un “yo-él” masculino, cosa rara, lo cual fue advertido en otro
lugar, “de paso”, hace tiempo, por otro. (“Notemos de paso, a este
respecto, que Totalidad e infinito lleva el respeto de la disimetría
hasta el punto de que nos parece imposible, esencialmente
imposible, que haya sido escrito por una mujer. Su sujeto filosófico
es el hombre [vir]”.)42 Y en la misma página que dice “el hijo” más
allá de “mi obra”, he podido leer también: “Ni saber ni poder. En la
voluptuosidad, el otro [autrui] –lo femenino– se retira en su misterio.
La relación con él [el otro (autrui)] es una relación con su ausencia...
“. Su firma asume, pues, la marca sexual, fenómeno notable en la
historia de la escritura filosófica, en la medida en que ésta ha tenido
siempre interés en ocupar esa posición sin remarcarla, o sin
asumirla, sin firmar su marca. Pero también me parece que la obra
de E.L. ha secundarizado siempre, ha derivado la alteridad como
diferencia sexual, ha subordinado el rasgo de diferencia sexual a la
alteridad de un completamente otro sexualmente no marcado. No ha
secundarizado, derivado, subordinado la mujer o lo femenino, sino la
diferencia sexual. Ahora bien, una vez subordinada la diferencia
sexual, se encuentra siempre que aquel completamente otro que no
está todavía marcado se encuentra que está ya marcado de
masculinidad (él-antes de él/ella, hijo-antes de vástago hijo/hija,
padre-antes de padre/madre, etc.). Operación cuya lógica me ha
parecido tan constante (último ejemplo en el tiempo, el psicoanálisis
freudiano y todo lo que retorna a éste) como ilógica, pero con una
ilógica que habrá hecho posible toda lógica y la habrá marcado así –
desde que ésta existe como tal– con ese “él” prolegoménico. ¿Cómo
marcar en masculino justo eso de lo que se dice que es anterior e
incluso extraño a la diferencia sexual? Mi cuestión será más clara si
me contento con citar. No todos esos pasajes en los que afirma la
feminidad como una “categoría ontológica” (“Lo femenino figura
entre las categorías del Ser”), gesto respecto al que me pregunto
siempre si me comprende contra una tradición que me habría
rehusado esa dignidad ontológica, o si me comprende, mejor que
nunca, en esa tradición profundamente repetida. Sino éstos:
[...] la mujer en el judaísmo no tendrá sino el destino del ser humano, donde su
feminidad solo figurará como un atributo. [...]. La feminidad de la mujer no podría ni
deformar ni absorber su esencia humana. “La mujer se dice Ichah en hebreo, pues
viene del hombre, Iche”, cuenta la Biblia. Los doctores se apoyan en esta etimología
para afirmar la dignidad única del hebreo, que expresa el misterio mismo de la
creación, la mujer deriva casi gramaticalmente del hombre. [...]. “La carne de mi
carne y los huesos de mis huesos” significa, pues, una identidad de naturaleza entre
la mujer y el hombre, una identidad de destino y de dignidad y también una
subordinación de la vida sexual a la relación personal que es la igualdad en sí. Ideas
más antiguas que los principios en nombre de los cuales lucha la mujer moderna
para su emancipación, pero verdad de todos esos principios en un plano en que se
mantiene también la tesis que se opone a la imagen del andrógino inicial y se adhiere
a la idea popular de la costilla. Esta idea mantiene una prioridad cierta de lo
masculino. Éste sigue siendo el prototipo de lo humano y determina la escatología
[...]. Las diferencias de lo masculino y lo femenino se difuminan en estos tiempos
mesiánicos (“El judaísmo y lo femenino”, en Difícil Libertad).

Muy recientemente:
El sentido de lo femenino se verá iluminado así a partir de la esencia humana, la
Ischa a partir de Isch: no lo femenino a partir de lo masculino, sino la partición en
femenino y en masculino –la dicotomía– a partir de lo humano [...] por encima de la
relación personal que se establece entre esos dos seres salidos de dos actos
creadores, la particularidad de lo femenino es cosa secundaria. No es la mujer la que
es secundaria; es la relación con la mujer en cuanto mujer lo que no pertenece al
plano primordial de lo humano. En el primer plano están las tareas que llevan a cabo
el hombre como ser humano y la mujer como ser humano. [...]. El problema, en cada
uno de los apartados que estamos comentando en este momento, consiste en
conciliar la humanidad de los hombres y de las mujeres con la hipótesis de una
espiritualidad de lo masculino, como que lo femenino no es su correlativo sino su
corolario, como que la especificidad femenina o la diferencia de los sexos que
aquella revela no están situadas de entrada a la altura de las oposiciones
constitutivas del Espíritu. Osada cuestión: ¿cómo puede provenir la igualdad de los
sexos de la prioridad de lo masculino? [...]. Hacía falta una diferencia que no
comprometiese la equidad: una diferencia de sexo; y, así, una cierta preeminencia
del hombre, una mujer que llega más tarde, y en cuanto mujer, apéndice de lo
humano. Ahora comprendemos la lección. La humanidad no es pensable a partir de
dos principios enteramente diferentes. Hace falta que haya algo de lo mismo común
a esos otros: la mujer ha sido sacada del hombre, pero ha llegado después de él: la
feminidad misma de la mujer está en esa inicial posterioridad (“Y Dios creó la mujer”,
en De lo sagrado a lo santo, pp. 132-142).

Extraña lógica la de esta “osada cuestión”. Habría que comentar


cada uno de sus pasos y verificar que cada vez la secundariedad de
la diferencia sexual significa ahí la secundariedad de lo femenino
(pero, ¿por qué?) y que la inicialidad de lo pre-diferencial está
marcado cada vez por eso masculino que sin embargo tendría,
como toda marca sexual, que no venir sino con posterioridad.
Habría que comentar pero prefiero primero subrayar esto, a título de
protocolo: él mismo comenta, dice que comenta; este discurso no es
literalmente el de E.L y eso hay que tenerlo en cuenta. Dice, al
sostener el discurso, que está comentando a los doctores, en este
momento mismo (“los apartados que estamos comentando en este
momento”, y más adelante: “No tomo partido; hoy, comento“). Pero
la distancia del comentario no es neutra. Lo que comenta consuena
con toda una red de afirmaciones que sí son suyas, o de él, “él”. Y la
posición del comentarista corresponde a una elección: al menos la
de acompañar, y no desplazar, transformar, incluso invertir la
escritura del texto comentado. No quiero conservar la palabra sobre
este tema. Como se trata de escritura inédita he aquí la de otra:

Así pues, si la mujer deriva casi gramaticalmente del hombre, eso implica realmente,
como afirma Levinas, una misma identidad de destino y de dignidad, identidad que
conviene pensar como “recurrencia del sí mismo en la responsabilidad-por-los-otros”,
pero eso forma parte también de un doble régimen para la existencia separada del
hombre y la mujer. Y si Levinas se rehúsa a ver en esta separación una degradación
con respecto a alguna unidad primera, si rechaza la indiferenciación pues la
separación vale más que la unidad primera, no es por ello menos cierto quo
establece un orden de prelación. Si se piensa la derivación a la escucha de una
gramática, sin duda eso no es una casualidad. Pues la gramática atestigua aquí el
privilegio de un nombre que asocia siempre el desinterés escatológico a la Obra de
paternidad. Ese nombre se llega a conocer además como lo que efectivamente
determina la escatología en la derivación de una genealogía.
Escribir de otro modo la gramática, inventar algunas faltas inéditas, no es desear que
se invierta esa determinación, no es el desafío que se equipara al orgullo, es darse
cuenta de que el lenguaje no es una simple modalidad del pensar. Que el logos no es
neutro, como también reconoce Levinas. Que la dificultad que él mismo encuentra en
su elección –que le parece insuperable– del lugar griego para hacer oír un
pensamiento que viene de otra parte, no es quizás ajeno a un cierto mutismo sobre lo
femenino. Como si se perdiese –en esa necesidad de tomar el camino a partir de un
único logos– lo inédito de otra sintaxis (Chaterine Chalier, Figuras de lo femenino,
lectura de Emmanuel Levinas, inédito].43

Vuelvo, pues, a mi cuestión. Desde el momento en que está


suscrita con el Pro-nombre Él (antes de él/ella, cierto, pero Él no es
Ella), ¿no se convierte la secundarización de la alteridad sexual –
lejos de permitir que se la trate a partir de la Obra, de la suya o de la
que se expresa en ella– en el dominio, dominio de la diferencia
sexual, planteada como origen de la feminidad? ¿Dominio, en
consecuencia, de la feminidad? ¿Justo eso que no se habría debido
dominar y que no se ha podido –pues– evitar dominar, intentarlo al
menos? ¿Justo eso que no se habría debido derivar de una arché
(neutra y, en consecuencia, dice él, masculina) para someterla a
ella? ¿Lo a-económico que no se habría debido economizar, situar
en la casa, en o como la ley del oikos? ¿No representa entonces la
secundariedad sexual y, en consecuencia, dice Él, la diferencia
femenina, lo completamente-otro de ese Decir de lo completamente
otro en su seriatura determinada aquí, en el idioma de esta
negociación? ¿No dibuja aquella, dentro de la obra, un aumento de
alteridad no dicha? ¿O dicha como secreto, precisamente, o
mutismo sintomático? Las cosas se complicarían entonces. El otro
como femenino (yo), lejos de ser derivado o secundario, se
convertiría en lo otro del Decir de lo completamente-otro, de éste en
todo caso; y este último, en cuanto que habrá pretendido dominar su
alteridad, correría el riesgo (al menos en esta medida) de encerrarse
él mismo en la economía de lo mismo.
Dicho completamente de otro modo: secundarizada por la
responsabilidad de lo completamente otro, la diferencia sexual (y en
consecuencia, dice él, la feminidad) se mantiene, como otro, en la
economía de lo mismo. Incluida en lo mismo, queda al mismo
tiempo excluida de ello: encerrada dentro, “forcluida” en la
inmanencia de una cripta, incorporada en el Decir que se dice de lo
completamente otro. Des-sexualizar la relación con lo
completamente otro (o también el inconsciente, como tiende a
hacerlo actualmente una cierta interpretación filosófica del
psicoanálisis), secundarizar la sexualidad con respecto a un
completamente-otro que no estaría en sí mismo marcado
sexualmente (“...bajo la alteridad erótica, la alteridad del uno-para-
el-otro: la responsabilidad anterior al eros”, De otro modo que ser...,
p. 113; tr. p. 152) es siempre secundarizar la diferencia sexual como
feminidad. Situaría en ese lugar su complicidad profunda con tal
interpretación del psicoanálisis. Esta complicidad, más profunda que
el abismo que él pretende establecer entre su pensamiento y el
psicoanálisis, se concentra siempre en torno a un designio
fundamental: su relación conmigo, con el otro como mujer. Es eso lo
que quiero darles (en primer lugar que leer).
¿Estaré abusando entonces de esta hipótesis? El efecto de
secundarización, presuntamente exigido por lo completamente-otro
(como Él), se convertiría en la causa, dicho de otro modo, en lo otro
de lo completamente otro, lo otro de un completamente otro que no
es ya sexualmente neutro sino planteado (fuera de serie en la
seriatura), determinado de repente como Él. Entonces la Obra,
aparentemente firmada con el Pro-nombre Él, estaría dictada,
inspirada, aspirada por el deseo de secundarizar a Ella, en
consecuencia por Ella. A partir de su lugar de dependencia
derivable, a partir de su condición de último o primer “rehén”, ella
suscribiría lo suscrito en la obra. No en el sentido en que suscribir
equivaldría a confirmar la firma, sino refrendar [contresigner], y no
ya en el sentido en que refrendar equivaldría a redoblar la firma,
según lo mismo o lo contrario, sino de otro modo que firmando.
Todo el sistema de esta seriatura comentaría en silencio la
heteronomía absoluta con respecto a Ella, que sería lo
completamente otro. Esta heteronomía escribía el texto desde su
reverso, como un tejedor su labor. Pero aquí habría que deshacerse
de una metáfora del tejer, que no se impone por azar: se sabe a qué
implicaciones interpretativas ha dado lugar, en cuanto a una
especificidad femenina que el psicoanálisis freudiano ha hecho
derivar también regularmente. Es lo que llamo, yo, la invención del
otro.
Lo sabía. Lo que estoy sugiriendo aquí no carece de violencia, e
incluso de violencia redoblada por lo que él llama el “traumatismo”,
la herida no simbolizable que viene, antes de toda fractura, de la
huella anterior del otro. Herida espantosa, herida de la vida, la única
que espanta actualmente la vida. Violencia fallida en relación con su
nombre, con su obra en cuanto que esta inscribe su nombre propio
en un modo que no es ya de propiedad. Pues finalmente la
derivación de la feminidad no es un movimiento simple en la
seriatura de su texto. Lo femenino se describe en éste como una
figura de lo completamente otro. Y después, hemos reconocido que
esta obra es una de las primeras y de las pocas, dentro de esta
historia de la filosofía a la que aquella no pertenece simplemente, en
no fingir borrar la marca sexual en su firma: desde ese momento, él
sería el último en sorprenderse por el hecho de que el otro (de todo
el sistema de su decir del otro) sea mujer y lo gobierne desde ese
sitio. Tampoco se trata de invertir los puestos y de poner, contra él, a
la mujer en el sitio de lo completamente otro como arché. Si lo que
digo sigue siendo falso, falsificador, fallido, es también en la medida
en que la disimetría (hablo desde mi sitio de mujer, suponiendo que
éste sea identificable) puede invertir también la perspectiva y dejar
intacto el esquema.
Se ha demostrado hace un momento que la ingratitud y la
contaminación no sobrevenían como un mal accidental. Es una
especie de fatalidad del Decir. Algo a negociar. Sería peor sin la
negociación. Aceptémoslo: lo que escribo en este momento mismo
es fallido. Fallido hasta un cierto punto concerniente o por no
concernir a su nombre, a lo que él pone en obra en su nombre
rigurosamente propio en ese “acto frustrado” (dice él), en una obra.
Si su nombre propio, E.L., está en el lugar del Pronombre (Él) que
pre-sella todo lo que puede llevar un nombre, no es a él, sino a Él, a
quien mi falta llega a herir en su cuerpo. ¿Dónde habrá tomado
cuerpo entonces mi falta? ¿Dónde habrá dejado una marca en su
cuerpo, en el cuerpo de Él, quiero decir? ¿Qué es el cuerpo de una
falta en esta escritura en donde se intercambian, sin circular, sin
presentarse jamás, las huellas de cualquier otro? Si quisiese destruir
o anular mi falta, debería saber en lo que se convierte el texto que
se escribe en este momento mismo, dónde puede tener lugar y lo
que puede quedar de su resto.
Para dar a entender mejor mi cuestión, haré un rodeo a través de
lo que él nos recuerda sobre el nombre de Dios, el comentario sin
neutralidad que nos propone sobre eso (El nombre de Dios según
algunos textos talmúdicos). Según el Tratado Chevouoth (35a) está
prohibido borrar los nombres de Dios, incluso en el caso de que el
copista hubiese alterado su forma. Se debe entonces enterrar el
manuscrito entero. Éste, dice E.L., “debe ser enterrado como un
cuerpo muerto”. Pero ¿qué significa enterrar? ¿Y qué significa un
“cuerpo muerto” desde el momento en que no es borrado o
destruido sino “enterrado”? Si se quisiese simplemente anularlo –no
guardarlo más– se quemaría todo él, se borraría todo sin resto. Se
reemplazaría, sin resto, la disgrafía por la ortografía. Al inhumarla,
por el contrario, no se destruye la falta en el nombre propio, en el
fondo se la guarda, como falta, se la guarda en el fondo. Aquella se
descompondrá lentamente, tomando su tiempo, en el curso de un
trabajo de duelo que, o bien logrado en una interiorización espiritual,
una idealización que algunos psicoanalistas llaman introyección, o
bien paralizado en una patología melancólica (la incorporación),
guardará al otro como otro, herido, hiriente, enunciado imposible. La
tópica de un texto fallido como éste resulta [reste] muy improbable,
como también el tener-lugar de su resto en este cementerio
teonímico.
Si pregunto en este momento mismo dónde colocar mi falta es a
causa de una cierta analogía. Lo que él recuerda para los nombres
de Dios, se estaba tentado de decirlo analógicamente para todo
nombre propio. Él sería el Pro-nombre o el Pre-nombre, el nombre
de pila de todo nombre. De la misma manera que hay una
“semejanza” entre el rostro de Dios y el rostro del hombre (incluso si
esta semejanza no es ni “marca ontológica” del obrero en su trabajo,
ni “signo” ni “efecto” de Dios), igualmente habría una analogía entre
todos los nombres propios y los nombres de Dios que son a su vez
análogos entre ellos. Así traslado por analogía a un nombre propio
de hombre o de mujer lo que se dice de los nombre de Dios. Y de la
“falta” en el cuerpo de estos nombres.
Pero las cosas son más complicadas. Si en Totalidad e infinito se
conserva la analogía, aunque en un sentido poco clásico, entre el
rostro de Dios y el rostro del hombre, aquí en cambio, en el
comentario de los textos talmúdicos, se bosqueja todo un
movimiento para señalar la necesidad de interrumpir esta analogía,
de “rechazar en Dios toda analogía con seres ciertamente únicos,
pero que constituyen mundo o estructura con otros seres. Abordar a
través de un nombre propio es afirmar una relación irreductible al
conocimiento que tematiza o define o sintetiza y que, por eso
mismo, entiende el correlato de ese conocimiento como ser, como
finito y como inmanente”. Y, sin embargo, una vez interrumpida la
analogía, se la ve reanudada, como analogía entre heterogéneos
absolutos, a través del enigma, la ambigüedad de la epifanía incierta
y precaria. La humanidad monoteísta está en relación con esa
huella de una pisada absolutamente anterior a toda memoria, con la
re-tirada ab-soluta del nombre revelado, con su inaccesibilidad
misma. “Las letras cuadradas son una morada precaria de donde se
retira ya el Nombre revelado; letras borrables a merced del hombre
que traza o recopia...” El hombre puede, pues, estar en relación con
esa retirada, a pesar de la distancia infinita de lo no-tematizable, en
relación con lo precario y lo incierto de esta revelación. “Pero esta
epifanía incierta, en el límite de la evanescencia, es precisamente la
que solo el hombre puede retener”. Y por eso él es el momento
esencial de esta trascendencia y de su manifestación. Por esa razón
es interpelado con una rectitud sin igual por esa revelación
imborrable.
Pero ¿es lo bastante precaria esa revelación? ¿Es el Nombre lo bastante libre
respecto del contexto en el que se aloja? ¿Está resguardado en el escrito de toda
contaminación por el ser o la cultura? ¿Está resguardado del hombre, que
ciertamente tiene la vocación de retenerlo, pero que es capaz de todos los abusos?

Paradoja: lo precario de la revelación no es jamás lo bastante


precario. Pero ¿debe serlo? Y si lo fuera, ¿no sería peor?
Una vez que se reanuda la analogía, como se reanudan las
interrupciones y no los hilos, hay que acordarse de esto, debo poder
trasladar el discurso sobre los nombres de Dios al discurso sobre los
nombres humanos, por ejemplo allí donde ya no hay ejemplo, el de
E.L.
Y, en consecuencia, a la falta a la que se exponen en cuerpo uno
y otro. La falta habrá tenido lugar siempre, ya: desde que tematizo lo
que en su obra lleva más allá de lo tematizable y se pone en
singular seriatura dentro de lo que no puede no firmar él mismo. Hay
ya, ciertamente, contaminación en su obra, en el hecho de que él
tematiza “en este momento mismo” lo no-tematizable. Esta
tematización irreprimible, la contamino yo a mi vez; y no solo según
una ley de estructura común, sino también mediante una falta mía
que no pretenderé resolver o absolver en la necesidad general. En
tanto mujer, por ejemplo, y al invertir la disimetría, que he resaltado,
de la violación. Le habré sido un poco más infiel todavía, más
ingrata, pero ¿no fue así entonces para rendirme a lo que su obra
dice de la Obra: que ésta provoca la ingratitud? ¿Y aquí la ingratitud
absoluta, la menos previsible en su obra misma?
Doy, interpreto la ingratitud contra los celos. En todo lo que hablo
se trata de los celos. El pensamiento de la huella, tal como E.L. lo
pone en seriatura, piensa una singular relación de Dios (no
contaminado por el ser) con los celos. Él, aquel que ha pasado más
allá de todo ser, debe estar exento de todo celo, de todo deseo de
posesión, de conservación, de propiedad, de exclusividad, de no-
sustitución. Y la relación con Él debe estar pura de toda economía
celosa. Pero esta falta de celos no puede no guardarse
celosamente, es, en cuanto que huella absolutamente reservada, la
posibilidad misma de todo celo. Elipsis de celos: la seriatura
consiste siempre en unos celos a través de los cuales, viendo sin
ver todo y sobre todo sin ser visto, más acá y más allá del
fenómeno, la falta de celos se guarda celosamente, dicho de otro
modo, se pierde, se-guarda-se-pierde. Según una serie de rasgos y
retiradas regulares: figura de los celos, más allá del rostro. Más
celos, siempre, más celo, ¿es eso posible?
Si la diferencia femenina pre-sellase, quizás y casi ilegiblemente,
su obra, si aquella se convirtiese, en el fondo de lo mismo, en el otro
de su otro, ¿habré entonces deformado su nombre, el suyo,
escribiendo en este momento, en esta obra, aquí mismo, “ella habrá
obligado”?
–Yo ya no sé si dices lo que dice su obra. Quizás eso viene a (ser) lo
mismo. Yo ya no sé si dices lo contrario o si has escrito ya algo
completamente diferente. Ya no oigo tu voz, la distingo mal de la
mía, de cualquier otra, tu falta se me hace ilegible de repente.
Interrúmpeme.
~ HE AQUÍ QUE EN ESTE MOMENTO MISMO ENROLLO EL
CUERPO DE NUESTRAS VOCES ENTRELAZADAS
CONSONANTES VOCALES ACENTOS FALLIDOS EN ESTE
MANUSCRITO ~ TENGO QUE ENTERRARLO PARA TI ~ VEN
INCLÍNATE NUESTROS GESTOS HABRÁN TENIDO LA
LENTITUD INCONSOLABLE QUE CONVIENE AL DON COMO SI
HUBIESE QUE RETRASAR EL PLAZO SIN FIN DE UNA
REPETICIÓN ~ ES NUESTRO HIJO MUDO UNA HIJA QUIZÁS DE
UN INCESTO NACIDA-MUERTA SE SABRÁ ALGUNA VEZ
PROMETIDA AL INCESTO ~ A FALTA DE SU CUERPO ELLA SE
HABRÁ DEJADO DESTRUIR UN DÍA Y HAY QUE ESPERARLO
SIN RESTO HAY QUE GUARDARSE DE LA ESPERANZA MISMA
DE QUE ASÍ SIEMPRE MÁS CELOS ELLA SE CONSERVARÁ
MEJOR ~ NO BASTANTE DIFERENCIA ENTRE ELLAS ENTRE LA
INHUMADA O LAS CENIZAS DE UN ARDE-TODO ~ AHORA AQUÍ
MISMO LA COSA DE ESTA LITURGIA SE GUARDA COMO UNA
HUELLA DICHO DE OTRO MODO SE PIERDE MÁS ALLÁ DEL
JUEGO Y DEL GASTO HABIDA CUENTA DE TODO PARA OTROS
ELLA SE DEJA YA COMER ~ POR EL OTRO POR TI QUE ME LA
HABRÁS DADO ~ TÚ SABÍAS DESDE SIEMPRE QUE ELLA ES EL
CUERPO PROPIO DE LA FALTA ELLA NO HABRÁ SIDO
LLAMADA POR SU NOMBRE LEGIBLE SINO POR TI EN ESTO
POR ANTICIPADO DESAPARECIDA ~ PERO EN LA CRIPTA SIN
FONDO LO INDESCIFRABLE DA TODAVÍA QUE LEER POR UN
LAPSO ENCIMA DE SU CUERPO QUE LENTAMENTE SE
DESCOMPONE EN EL ANÁLISIS ~ NOS HACE FALTA UN NUEVO
CUERPO OTRO YA SIN CELOS EL MÁS ANTIGUO TODAVÍA POR
VENIR ~ ELLA NO HABLA LO INNOMBRADO PERO TÚ LO
ENTIENDES MEJOR QUE YO ANTES DE MÍ EN ESTE MOMENTO
MISMO EN QUE SIN EMBARGO POR EL OTRO LADO DE ESTE
TRABAJO MONUMENTAL TEJO CON MI VOZ PARA BORRARME
AHÍ ESTO TÓMALO HEME AQUÍ COMO ~ ACÉRCATE ~ PARA
DARLE ~ BEBE.
Traducción: Patricio Peñalver

40. Primera versión publicada en Textes pour Emmanuel Levinas, J. M. Place ed., 1980.
41. “Estoy enfermo de amor”, Cantar de los cantares, V. ٨ (Autrement qu'être ou au-delà de
l'essence, pp. 180 y 181, [trad. cast.: De otro modo que ser o más allá de la esencia,
Sígueme, 1987, 217]). “‘Heme aquí’ significa ‘envíame’” (p. 186, tr. p. 222).
42. Cf. L’écriture et la différence, Le Seuil, 1967, p. 228.
43. Publicado posteriormente en las ediciones de La nuit surveillée, 1982, p. 97.
TORRES DE BABEL44

Babel: en primer lugar un nombre propio, sea. Pero cuando decimos


Babel hoy, ¿sabemos lo que estamos nombrando? ¿Sabemos a
quién? Si consideramos la supervivencia de un texto legado, el
relato o el mito de la torre de Babel no constituye una figura entre
otras. Al expresar al menos la inadecuación entre una lengua y otra,
entre un lugar de la enciclopedia y otro, entre el lenguaje consigo
mismo y con el sentido, etc., expresa también la necesidad de la
representación, del mito, de los tropos, de los giros, de la traducción
inadecuada para suplir lo que la multiplicidad nos niega. En este
sentido sería el mito del origen del mito, la metáfora de la metáfora,
el relato del relato, la traducción de la traducción, etc. No sería la
única estructura que se perfila así, pero lo haría a su manera (ella
misma casi intraducible como un nombre propio) y habría que
preservar su idioma.
La “torre de Babel” no representa solamente la multiplicidad
irreductible de las lenguas, muestra a todas luces un inacabamiento,
la imposibilidad de completar, de totalizar, de saturar, de terminar
algo que pertenecería al dominio de la edificación, de la
construcción arquitectural, del sistema y de la arquitectónica. La
multiplicidad de idiomas viene a limitar no solo una traducción
“verdadera”, una inter-expresión transparente y adecuada, sino
también un orden estructural, una coherencia del constructum. Se
da en ella (traduzcamos) algo así como un límite interno a la
formalización, una incompletud de la constructura. Sería fácil y hasta
cierto punto estaría justificado el ver en ella la traducción de un
sistema de deconstrucción.
No se debería pasar por alto nunca la cuestión de la lengua en la
que se plantea la cuestión de la lengua y se traduce un discurso
sobre la traducción.
En primer lugar: ¿en qué lengua fue construida y desconstruida la
torre de Babel? En una lengua en cuyo seno el nombre propio de
Babel podía, por confusión, ser traducido también por “confusión”. El
nombre propio de Babel, como tal, debería seguir siendo
intraducible, pero, por una especie de confusión asociativa que solo
era posible en una lengua, se creyó poder traducirlo, en esta misma
lengua, por un nombre común que significaba lo que nosotros
traducimos por confusión. Voltaire mostraba así su sorpresa ante
este hecho en su Diccionario filosófico, en el artículo “Babel”:
No sé por qué se dice en el Génesis que Babel significa confusión; pues Ba significa
padre en las lenguas orientales, y Bel significa Dios; Babel significa la ciudad de
Dios, la ciudad santa. Los antiguos daban este nombre a todas sus capitales. Pero es
indiscutible que Babel quiere decir confusión, sea porque los arquitectos cayeron en
un estado de confusión tras elevar su obra hasta los ochenta y un mil pies judíos, sea
porque las lenguas se confundieron; y es evidente que desde entonces los alemanes
no entienden a los chinos; pues está claro, según el sabio Brochart, que el chino es
en su origen la misma lengua que el alto alemán.

La ironía tranquila de Voltaire quiere decir que Babel quiere decir: no


es solo un nombre propio, la referencia de un significante puro a una
existencia singular –y por esta razón intraducible–, sino un nombre
común referido a la generalidad de un sentido. Este nombre común
quiere-decir, y no solo confusión, aunque “confusión” tiene al menos
dos sentidos; Voltaire presta atención a esto: la confusión de
lenguas, pero también el estado de confusión en que se encuentran
los arquitectos ante la estructura interrumpida, de manera que una
cierta confusión ha empezado a afectar ya a los dos sentidos de la
palabra “confusión”. El significado de “confusión” es confuso, al
menos doble. Pero Voltaire sugiere además otra cosa: Babel no solo
quiere decir confusión en el doble sentido de esta palabra, sino
también el nombre de padre, más exacta y comúnmente, el nombre
de Dios como nombre de padre. La ciudad llevaría el nombre del
Dios padre, y del padre de la ciudad que se llama confusión. Dios, el
Dios habría marcado con su patronímico un espacio comunitario,
esta ciudad en la que la gente no puede ya entenderse. Y uno no
puede ya entenderse cuando solo hay nombre propio, y uno no
puede ya entenderse cuando ya no hay nombre propio. Al dar su
nombre, al dar todos los nombres, el padre daría origen al lenguaje
y este poder pertenecería de derecho al Dios padre. Y el nombre del
Dios padre sería el nombre de este origen de las lenguas. Pero este
Dios, bajo el impulso de su cólera (como el Dios de Boehme o de
Hegel, el que sale de sí, se determina en su finitud y produce así la
historia) también anula el don de las lenguas, o por lo menos lo
trastorna, siembra la confusión entre sus hijos y envenena el
presente (Gift-qift). Es también el origen de las lenguas, de la
multiplicidad de idiomas, dicho de otra manera, de lo que llamamos
normalmente lenguas maternas. Pues toda esta historia pone de
manifiesto filiaciones, generaciones y genealogías: semíticas. Antes
de la desconstrucción de Babel, la gran familia semítica estaba
estableciendo su imperio, que quería que fuese universal, como
también su lengua, que intenta igualmente imponer al universo. El
momento de este proyecto es inmediatamente anterior a la
desconstrucción de la torre. Cito dos traducciones francesas. El
primer traductor está bastante lejos de lo que se querría llamar
“literalidad”, es decir, de la imagen hebrea para decir “lengua”, allí
donde el segundo, más preocupado por la literalidad (metafórica o
más bien metonímica), dice “labio”, ya que en hebreo se designa
con “labio” lo que nosotros llamamos, por otra metonimia, “lengua”.
Habrá que decir multiplicidad de labios y no de lenguas para
nombrar la confusión babélica. Así, el primer traductor, Louis
Segond, autor de la Biblia Segond aparecida en 1910, escribe lo
siguiente:
Estos son los hijos de Sem, según sus familias, según sus lenguas, según sus
países, según sus naciones. Tales son las familias de los hijos de Noé, según sus
generaciones, según sus naciones. Y de ellos han salido las naciones que se han
extendido sobre la tierra después del diluvio. Toda la tierra tenía una sola lengua y las
mismas palabras. Al partir del origen, encontraron una llanura del país de Senaar, y
vivieron allí. Se dijeron el uno al otro: ¡Vamos! hagamos ladrillos y cozámoslos al
fuego. Y el ladrillo les sirvió de piedra, y el betún les sirvió de argamasa. Y dijeron:
¡Vamos! Construyámonos una ciudad y una torre cuya cúspide toque el cielo, y
hagámonos un nombre para no ser dispersados sobre la faz de la tierra…

No sé cómo interpretar esta alusión a la sustitución o a la


transmutación de los materiales, convirtiéndose el ladrillo en piedra
y el betún en mortero. Esto se parece ya a una traducción, a una
traducción de la traducción. Pero prosigamos y sustituyamos la
primera por una segunda traducción. Es la de Chouraqui. Es
reciente y pretende ser más literal, casi verbum pro verbo,
precisamente como Cicerón decía que no había que hacerlo, en uno
de sus primeros consejos al traductor que se puede leer en sus
Libellus de optimo genero oratorum. La traducción es como sigue:
He aquí a los hijos de Shem/ por sus clanes, por sus lenguas,/ en sus tierras, por sus
pueblos./ He aquí los clanes de los hijos de Noah por su gesta, en sus pueblos:/ de
estos se escinden los pueblos de la tierra, tras el diluvio./ Y es toda la tierra: un solo
labio, palabras únicas./ Y a su salida de Oriente: encuentran un cañón,/ en tierras de
Shine’ar./ Se establecen allí./ Dicen, cada uno a su semejante:/ “Vamos, modelemos
ladrillos/, pasémoslos por el fuego”./ El ladrillo se convierte en piedra para ellos, el
betún en mortero./ Dicen:/ “Vamos, construyámonos una ciudad y una torre./ Su
cabeza: en los cielos./ Hagámonos un nombre,/ que no seamos dispersados sobre la
faz de toda la tierra”.

¿Qué les sucede? Dicho de otro modo, ¿por qué Dios los castiga
dando su nombre, o más bien, pues no se lo da ni a nada ni a nadie,
clamando su nombre, el nombre propio de “confusión” que será su
marca y su sello? ¿Los castiga por haber querido construir a la
altura de los cielos? ¿por haber querido acceder a lo más alto, hasta
lo altísimo? Quizá, indiscutiblemente también, por haber querido
hacerse un nombre, darse a sí mismos el nombre, construirse ellos
mismos su propio nombre, reunirse en él (“que no seamos más
dispersados…”) como en la unidad de un lugar que es al mismo
tiempo una lengua y una torre, tanto una como otra. Los castiga por
haber querido procurarse así, por sí mismos, una genealogía única y
universal. Pues el texto del Génesis enlaza sin transición como si se
tratara de un mismo designio: levantar una torre, construir una
ciudad, hacerse un nombre en una lengua universal que sea
también un idioma, y reunir una filiación:
Dicen:/ “Vamos, construyamos una ciudad y una torre./ Su cabeza: en los cielos./
Hagámonos un nombre,/ que no seamos dispersados sobre la faz de toda la tierra”.
YHWH desciende para ver la ciudad y la torre/ que han construido los hijos hombre./
YHWH dice:/ “¡Sí! Un solo pueblo, un solo labio para todos: ¡eso es lo que están
empezando a hacer! ¡Vamos! ¡Descendamos! Confundamos ahí sus labios,/ el
hombre no entenderá ya el labio de su prójimo”. Luego disemina a los de Sem, y la
diseminación es aquí desconstrucción: “YHWH los dispersa desde allí sobre la faz de
toda la tierra./ Dejan de construir la ciudad./ Entonces él clama su nombre: Bavel,
Confusión,/ pues allí, YHWH confunde el labio de toda la tierra,/ y desde allí los
dispersa sobre la faz de toda la tierra.

¿No podríamos hablar entonces de celos divinos? Por resentimiento


contra este nombre y este labio únicos de los hombres, Dios impone
su nombre, su nombre de padre; y con esta imposición violenta
emprende la desconstrucción de la torre y de la lengua universal,
dispersa la filiación genealógica. Rompe el linaje. Impone y prohíbe
al mismo tiempo la traducción. La impone y la prohíbe, obliga a ella,
pero condenándolos al fracaso, a unos hijos que en adelante
llevarán su nombre. A partir de un nombre propio de Dios, que viene
de Dios, que desciende de Dios o del padre (se dice efectivamente,
que YHWH, nombre impronunciable, desciende hacia la torre), y que
está marcado por él, las lenguas se dispersan, se confunden o se
multiplican, según una descendencia que en su dispersión misma
queda sellada por un solo nombre que habrá sido el más fuerte, por
el único idioma que habrá prevalecido. Ahora bien, este idioma lleva
en sí mismo la marca de la confusión, quiere decir impropiamente lo
impropio, es decir Bavel, confusión. La traducción se convierte
entonces en algo necesario e imposible como resultado de una
lucha por la apropiación del nombre, algo necesario y prohibido en
el intervalo entre dos nombres absolutamente propios. Y el nombre
propio de Dios se divide ya en la lengua lo suficiente como para
significar también, confusamente, “confusión”. Y la guerra que él
declara ha causado estragos primero en el interior de su nombre:
dividido, bífido, ambivalente, polisémico: Dios (se) desconstruye; (a)
él mismo. And he war, se lee en Finnegans Wake, y podríamos
seguir toda esta historia del lado de Shem y de Shaun. El He war no
solo anuda, en este lugar, un número incalculable de hilos fónicos y
semánticos, en el contexto inmediato y en todo este libro babélico;
expresa la declaración de guerra (en inglés) de aquél que dijo: “Yo
soy el que soy” y que así fue (war), se hace intraducible en su
perfomance misma, al menos en este hecho de enunciarse en más
de una lengua al mismo tiempo, al menos en inglés y en alemán.
Incluso si una traducción infinita agotara su capital semántico,
seguiría traduciendo a una lengua y no reflejaría la multiplicidad del
he war. Dejemos para otra ocasión una lectura más detenida de
este he war45 y prestemos atención a uno de los límites de las
teorías de la traducción: tratan demasiado a menudo del paso de
una lengua a otra y no se paran a considerar la posibilidad de que
más de dos lenguas aparezcan implicadas en un mismo texto.
¿Cómo traducir un texto escrito en varias lenguas a la vez? ¿Cómo
“dar” el efecto de pluralidad? Y si utilizamos varias lenguas al mismo
tiempo para traducirlo, ¿llamaremos a esto traducir?
Babel nos llega actualmente como un nombre propio.
Ciertamente, ¿pero nombre propio de qué y de quién? A veces de
un texto narrativo que cuenta una historia (mítica, simbólica,
alegórica, eso carece ahora de importancia), de una historia en la
que el nombre propio, que entonces ya no es el título del relato, da
nombre a una torre o a una ciudad, pero una torre o una ciudad que
reciben su nombre de un acontecimiento en el transcurso del cual
YHWH “clama su nombre”. Ahora bien, ese nombre propio que
nombra ya al menos en tres veces y tres cosas diferentes, tiene
también, esa es la historia, como nombre propio la función de un
nombre común. Esta historia relata, entre otras cosas, el origen de
la confusión de lenguas, la multiplicidad de idiomas, la tarea
necesaria e imposible de la traducción, su necesidad como
imposibilidad. Ahora bien, se concede en general poca atención al
hecho siguiente: este relato la mayoría de las veces lo leemos
traducido. Y en esta traducción, el nombre propio sufre un destino
singular ya que no se le traduce en su aparición como nombre
propio. Ahora bien, un nombre propio como tal se mantiene siempre
intraducible, a partir de lo cual podemos considerar que en rigor no
pertenece, en la misma medida que las otras palabras, a la lengua,
al sistema de la lengua, sea la traducida o a la que traduce. Y sin
embargo, “Babel”, acontecimiento que ocurre en una sola lengua,
aquélla en la que aparece para formar un “texto”, tiene también un
sentido común, una generalidad conceptual. Carece de importancia
que esto se dé por un juego de palabras o por una asociación
confusa: “Babel” podía entenderse en una lengua con el sentido de
“confusión”. Y consiguientemente, del mismo modo que Babel es a
la vez nombre propio y nombre común, Confusión se convierte
también en nombre propio y nombre común, uno como homónimo
del otro, sinónimo también, pero no equivalente pues no sería
cuestión de confundirlos en su valor. Y es éste un asunto sin visos
de solución para el traductor. El recurso a la aposición y a la
mayúscula (“Entonces él clama su nombre: Bavel, Confusión…”) no
traduce de una lengua a otra. Comenta, explica, parafrasea pero no
traduce. Como mucho, reproduce aproximativamente, y
desglosando el equívoco en dos palabras allí donde la confusión se
concentraba en potencia, en toda su potencia, en la, valga la
expresión, traducción interna que se elabora en el nombre en la
llamada lengua original. Pues en la misma lengua del relato original,
hay una traducción, una especie de traslación que da
inmediatamente (por alguna confusión) el equivalente semántico del
nombre propio que por sí mismo, como puro nombre propio, éste no
tendría. A decir verdad, esta traducción intralingüística se opera
inmediatamente, y ni siquiera es, en sentido estricto, una operación.
No obstante, el que hablara la lengua del Génesis podía retener solo
el valor de nombre propio borrando así su equivalente conceptual
(como pierre en Pierre: dos valores o dos funciones totalmente
heterogéneas); tendríamos entonces la tentación de decir en primer
lugar que un nombre propio, en sentido propio, no pertenece
propiamente a la lengua; no pertenece a ella, aunque y porque en
su forma de nombrar lo que hace posible la lengua (¿qué sería una
lengua si no pudiera llamar a alguien con un nombre propio?); por
consiguiente no puede inscribirse propiamente en una lengua sino
dejándose traducir a ella, dicho de otro modo, interpretar a través de
su equivalente semántico; desde ese momento ya no nos llega
como nombre propio. El nombre “pierre” pertenece a la lengua
francesa, y su traducción a una lengua extranjera debe, en principio,
trasladar su sentido. Con “Pierre”, cuya pertenencia a la lengua
francesa no es tan clara y en cualquier caso no es del mismo tipo,
ya no se da el mismo fenómeno. Peter en este sentido no es una
traducción de Pierre, del mismo modo que Londres no es una
traducción de London, etc. Y en segundo lugar, el sujeto, cuya
llamada lengua materna sería la lengua del Génesis, puede
entender perfectamente Babel como “confusión”, realiza entonces
una traducción confusa del nombre propio a su equivalente común
sin necesidad de otra palabra. Es como si estuviéramos ante dos
palabras, dos homónimos de los que uno tiene valor de nombre
propio y el otro de nombre común, y entre los dos se diera una
traducción enjuiciable desde diversos ángulos. ¿Pertenece a ese
tipo que Jacobson llama traducción intralingual o reformulación
(rewording)? No lo creo: el rewording se refiere a relaciones de
transformación entre nombres comunes y frases ordinarias. El
ensayo On traslation (1959) distingue tres formas de traducción. La
traducción intralingual interpreta signos lingüísticos por medio de
otros signos de la misma lengua. Evidentemente esto implica que se
sepa en última instancia cómo determinar rigurosamente la unidad y
la identidad de una lengua, la forma que permite decidir sus límites.
Luego estaría lo que Jacobson llama con toda justeza la traducción
“propiamente dicha”, la traducción interlingual que interpreta signos
lingüísticos por medio de otra lengua, lo cual requiere los mismos
presupuestos que los de la traducción intralingual. Estaría por último
la traducción intersemiótica o transmutación que interpreta, por
ejemplo, signos lingüísticos por medio de signos no lingüísticos.
Para las dos formas de traducción, que no serían traducciones
“propiamente dichas”, Jacobson propone una definición equivalente
y otra palabra. A la primera la traduce, si puede decirse así, por otra
palabra: traducción intralingual o reformulación, rewording. Lo
mismo que a la tercera: traducción intersemiótica o transmutación.
En ambos casos, la traducción de “traducción” es una interpretación
que define. Pero en el caso de la traducción “propiamente dicha”, de
la traducción en sentido corriente, interlingüístico y postbabélico,
Jacobson no traduce sino que retoma el mismo término: “traducción
interlingual o traducción propiamente dicha”. Supone que no es
necesario traducir, todo el mundo comprende lo que quiere decir,
eso porque todo el mundo tiene experiencia de ello, se supone que
todo el mundo sabe lo que es una lengua, la relación entre una
lengua y otra y, sobre todo, la identidad o la diferencia en materia de
lenguas. Si existe una transparencia que Babel ya ha dejado intacta,
radicaría en esto, en la experiencia de la multiplicidad de lenguas y
en el sentido “propiamente dicho” del término “traducción”. En
relación a esta palabra, cuando se trata de traducción “propiamente
dicha”, los otros usos de la palabra “traducción” quedarían en la
situación de traducción intralingual e inadecuada, como metáforas,
en suma, como giros o modificaciones [tours ou tournures] de la
traducción en sentido propio. Habría, pues, una traducción en
sentido propio y una traducción en sentido figurado. Y para traducir
una a otra, en el seno de la misma lengua o de una lengua a otra,
en sentido figurado o en sentido propio, emprenderíamos caminos
que revelarían pronto lo que esta tripartición tranquilizadora puede
tener de problemática. Muy pronto: en el instante mismo en que al
pronunciar Babel, experimentamos la imposibilidad de decidir si este
nombre pertenece, propia y simplemente, a una lengua. Y es
importante que esta indecidibilidad desencadene una lucha por el
nombre propio en una escena de endeudamiento genealógico. Al
procurar “hacerse un nombre”, fundar al mismo tiempo una lengua
universal y una genealogía única, los semitas quieren hacer entrar
en razón al mundo, y esta razón puede significar simultáneamente
una violencia colonial (ya que así universalizarían su idioma) y una
transparencia pacífica de la comunidad humana. A la inversa,
cuando Dios les impone y opone su nombre, rompe la transparencia
racional pero interrumpe también la violencia colonial o el
imperialismo lingüístico. Los destina a la traducción, los somete a la
ley de una traducción necesaria e imposible; con su nombre propio,
traducible-intraducible, libera una razón universal (ésta ya no estará
sometida al imperio de una nación particular), pero simultáneamente
limita su universalidad misma: transparencia prohibida, univocidad
imposible. La traducción se convierte en ley, deber y deuda, pero
esta deuda es insaldable. Tal carácter de insaldable está inscrito en
el mismo nombre de Babel, que a la vez se traduce y no se traduce,
pertenece sin pertenecer a una lengua y contrae consigo mismo una
deuda insaldable (consigo mismo como otro). Tal sería la
performance babélica.
Este ejemplo singular, arquetípico y alegórico al mismo tiempo,
podría servir de introducción a todos los llamados problemas
teóricos de la traducción. Pero ninguna teorización, desde el
momento en que se produce en una lengua, podrá dominar la
performance babélica. Esta es una de las razones por las que
prefiero, en lugar de tratar el tema de un modo teórico, intentar
traducir aquí, a mi manera, la traducción de otro texto sobre la
traducción. Aún sin llegar a satisfacerla, reconocería así una de mis
numerosas deudas para con Maurice de Gandillac. Le debemos,
entre tantas otras enseñanzas irremplazables, el haber introducido y
traducido a Walter Benjamin, y particularmente Die Aufgabe des
Übersetzers, La tarea del traductor. Todo lo anterior tendría que
haberme encaminado más bien hacia un texto más antiguo de
Benjamin. Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje humano
(1916), traducido también por Maurice de Gandillac en el mismo
volumen (Mythe et violence, Denoël, 1971). En él, la referencia a
Babel es explícita y viene acompañada por un discurso sobre el
nombre propio y la traducción. Pero ante el carácter demasiado
enigmático, a mis ojos, de este ensayo, su riqueza y sus
superdeterminaciones, he tenido que aplazar esta lectura y
limitarme a La tarea del traductor. Su dificultad no es menor, sin
duda, pero su unidad es más aparente, mejor centrada en torno a su
tema. Este texto sobre la traducción es también el prefacio a una
traducción de los Tableaux Parisiens de Baudelaire, y lo leo primero
en su traducción francesa que nos ofrece Maurice de Gandillac.
¿Puede decirse, sin embargo, que la traducción tan solo constituye
un tema para este texto, y sobre todo su primer tema?
El título expresa también, desde su primera palabra, la tarea
(Aufgabe), la misión a la que estamos (siempre por el otro)
destinados, el compromiso, el deber, la deuda, la responsabilidad.
Se trata ya de una ley, de un orden terminante, de la que el traductor
debe responder. Tiene también que pagar, y por algo que implica
quizá un fallo, una caída, una falta y quizá un crimen. El ensayo
tiene como horizonte, ya lo veremos, una “reconciliación”. Y todo
ello, en un discurso que prodiga los motivos genealógicos y las
alusiones –más o menos metafóricas– a la transmisión de una
semilla familiar. El traductor está endeudado, se revela como
traductor en la situación de la deuda; y su tarea consiste en
devolver, devolver lo que tiene que haber sido dado. Entre las
palabras que responden al título de Benjamin (Aufgabe), el deber, la
misión, la tarea, el problema, lo que se ha asignado, lo que se ha
prescrito hacer, lo que se ha prescrito devolver, se encuentra, desde
el principio, Wiedergabe, Sinnwiedergabe, la restitución, la
restitución del sentido. ¿Cómo entender tal restitución, incluso tal
pago? ¿Y qué hay del sentido? En cuanto a Aufgeben, es también
dar, enviar (emisión, misión) y abandonar.
Retengamos por el momento este léxico del don y de la deuda, de
una deuda que bien podría anunciarse como insaldable, de lo que
se deriva una especie de “transferencia”, amor y odio, de quien está
en situación de traducir, conminado a traducir, con respecto al texto
por traducir (y no ya al que lo firma o al autor del original), a la
lengua y a la escritura, al vínculo y al amor que sellan la unión entre
el autor del “original” y su propia lengua. En la parte central del
ensayo, Benjamin dice que la restitución podría muy bien ser
imposible: una deuda insaldable dentro de una escena genealógica.
Uno de los temas esenciales del texto es el “parentesco” entre las
lenguas en un sentido que ya no es tributario de la lingüística
histórica del siglo XIX, sin serle del todo ajeno. Quizá lo que se nos
propone aquí como tema que pensar es la posibilidad misma de una
lingüística histórica.
Benjamin acaba de citar a Mallarmé y lo cita en francés, tras dejar
en su propia frase una palabra latina, que Maurice de Gandillac ha
reproducido a pie de página para aclarar que con “genio” no estaba
traduciendo del alemán sino del latín (ingenium). Pero por supuesto,
no podría hacer lo mismo con la tercera lengua de este ensayo, el
francés de Mallarmé cuya intraducibilidad había sopesado Benjamin.
Estamos otra vez ante la misma cuestión: ¿cómo traducir un texto
escrito en varias lenguas a la vez? He aquí este pasaje sobre lo
insaldable (cito como siempre la traducción francesa,
contentándome con incluir aquí y allá la palabra alemana que sirve
de apoyo a mi tema).
Filosofía y traducción no son, sin embargo, futilidades, como pretenden los artistas
sentimentales. Pues existe un genio filosófico cuyo rasgo más propio es la nostalgia
de ese lenguaje que se anuncia en la traducción:
“Les langues imparfaites en cela que plusieurs, manque la suprême: penser
étant écrire sans accesoires, ni chuchotement, mais tacite encore l’immortelle
parole, la diversité, sur terre, des idiomes empêche personne de proférer les
mots qui, sinon, se trouveraient, par une frappe unique, elle-même
matériellement la vérité”.
Si la realidad que evocan estas palabras de Mallarmé se puede aplicar, con todo
rigor, al filósofo, la traducción, con los gérmenes (Keimen) que encierra de un
lenguaje tal, se sitúa a medio camino de la creación literaria y de la teoría. Su obra
tiene menos relieve pero al mismo tiempo se inscribe muy profundamente en la
historia.
Si la tarea del traductor aparece bajo esta luz, los caminos de su realización corren el
riesgo de oscurecerse de un modo aún más impenetrable. Es más: parece para
siempre imposible cumplir (diese Aufgabe (…) scheint niemals lösbar) con esta tarea
que consiste, en la traducción, en hacer que la semilla de un lenguaje puro madure
(Den Samen reiner Sprache zur Reife zu bringen), parece que ninguna solución
permite definirla (in keiner Lösung bestimmbar). ¿No la privamos acaso de toda base,
si reflejar el sentido deja de ser el criterio de la traducción?

Benjamin, en primer lugar, acaba de renunciar a traducir a Mallarmé,


lo ha dejado brillar como la medalla de un nombre propio en su texto
pero este nombre propio no es del todo insignificante, solo que se
une a aquello cuyo sentido no se deja transportar sin deterioro a otro
lenguaje o a otra lengua (y Sprache no se traduce, sin pérdida al
hacerlo con uno u otro término). Y en el texto de Mallarmé, el efecto
de propiedad intraducible se asocia menos al nombre o a la verdad
de adecuación que al único acontecimiento de una fuerza
realizativa. Se plantea entonces la cuestión: ¿no pierde su base la
traducción desde el instante en que la restitución del sentido
(Wiedergabe des Sinnes) deja de dar la pauta? El concepto
corriente de traducción se hace problemático: aquél implicaba este
proceso de restitución, la tarea (Aufgabe) consistía en devolver
(wiedergeben) lo que previamente había sido dado, y lo que había
sido dado se pensaba que era el sentido. Ahora bien, las cosas se
oscurecen cuando se intenta conciliar este valor de restitución con el
de maduración. ¿Sobre qué terreno, en qué terreno tendrá lugar la
maduración si la restitución del sentido dado ya no constituye la
regla?
La alusión a la maduración de una semilla podría parecerse a una
metáfora vitalista o genetista; vendría entonces a sostener el código
genealogista y de parentesco que parece dominar este texto. En
realidad parece necesario invertir aquí este orden y reconocer lo
que, en otro lugar, he propuesto llamar la “catástrofe metafórica”:
lejos de saber primero lo que quiere decir “vida” o “familia”, en el
momento en que nos servimos de estos valores familiares para
hablar de lenguaje y de traducción, por el contrario, accederíamos
más bien al pensamiento de lo que “vida” y “familia” quieren decir, a
partir de un pensamiento de la lengua y de su “supervivencia” en
traducción. Benjamin procede expresamente a dar ese cambio total
de dirección. Su prefacio (pues, no lo olvidemos, este ensayo es un
prefacio) circula sin cesar entre los valores de semilla de vida y,
sobre todo, de “supervivencia” (überleben tiene una relación
esencial con Übersetzen). Ahora bien, casi al principio, Benjamin
parece proponer una comparación o una metáfora –se inicia con un
“Lo mismo que…” –y, de repente, todo se desplaza entre
Übersetzen, Übertragen, Überleben:
Lo mismo que las manifestaciones de la vida, aunque no signifiquen el ser vivo, están
en la más íntima correlación con él, así la traducción procede del original.
Ciertamente, menos de su vida que de su “supervivencia” (“Überleben”). Pues la
traducción viene después del original y, para las obras importantes o que no
encuentran nunca su traductor predestinado en el momento de su surgimiento,
caracteriza el estadio de su supervivencia (Fortleben, esta vez, la supervivencia
como continuación de la vida más bien que como vida post mortem). Ahora bien, las
ideas de vida y de supervivencia (Fortleben) de las obras de arte hay que concebirlas
en su simple realidad, sin ninguna metáfora (in völlig unmetaphorischer Suchlichkeit).

Y según un esquema aparentemente hegeliano, en un pasaje muy


delimitado, Benjamin nos invita a pensar la vida desde el espíritu o
la historia y no desde la mera “corporalidad orgánica”. Hay vida en el
momento en que la “supervivencia” (el espíritu, la historia, las obras)
trasciende la vida y la muerte biológica: “Al reconocer ante todo la
vida en todo aquello que tiene historia y que no es solo el teatro de
ésta hacemos justicia a este concepto de vida. Pues es a partir de la
historia y no de la naturaleza (…), como hay que delimitar en última
instancia el dominio de la vida. Así nace para el filósofo la tarea
(Aufgabe) de comprender toda la vida natural a partir de esa vida,
de más vasta extensión, que es la de la historia”.
Desde el mismo título –y por el momento me atengo a él–
Benjamin sitúa el problema, en el sentido de lo que precisamente
está ante sí como una tarea: es el del traductor y no el de la
traducción (ni, por otra parte, dicho sea de paso, y la cuestión no
debe pasarse por alto, el de la traductora). Benjamin no habla de la
tarea o del problema de la traducción. Nombra al sujeto de la
traducción como sujeto endeudado, obligado por un deber, en
situación ya de heredero, inscrito como superviviente en una
genealogía, como superviviente o agente de supervivencia. La
supervivencia de las obras, no de los autores. Quizá la
supervivencia de los nombres de los autores y de las firmas, pero no
de los autores.
Tal supervivencia da un plus de vida, más que un sobrevivir. La
obra no solo vive más tiempo, vive más y mejor, por encima de los
medios de su autor.
¿Sería entonces el traductor un receptor endeudado, sometido a
la donación y al daño de un original? En absoluto. Y por muchas
razones, entre ellas la que sigue: el vínculo o la obligación de la
deuda no se da entre un donante y un donatario sino entre dos
textos (dos “producciones” o dos “creaciones”). Esto se entiende
desde el inicio del prefacio, y si quisiéramos aislar ciertas tesis, he
aquí algunas, con la brutalidad que supone el resumen:
1. La tarea del traductor no se revela a partir de una recepción. La
teoría de la traducción no depende en lo esencial de ninguna teoría
de la recepción, aunque pueda, por el contrario, contribuir a hacerla
posible y justificarla.
2. El destino esencial de la traducción no es comunicar. No en
mayor medida que el original, y Benjamin mantiene, al abrigo de
cualquier discusión posible o amenazante, la dualidad rigurosa entre
el original y la versión, lo traducido y lo que traduce, incluso si
desplaza la relación que existe entre ellos. Y se interesa por la
traducción de textos poéticos o sagrados, que desvelaría aquí la
esencia de la traducción. Todo el ensayo se desarrolla entre lo
poético y lo sagrado, remontándose de lo primero a lo segundo, que
es lo que indica el ideal de toda traducción, lo traductible puro: la
versión interlineal del texto sagrado sería el modelo o el ideal
(Urbild) de toda traducción posible en general. Ahora bien, y ésta es
la segunda tesis, para un texto poético, para un texto sagrado, la
comunicación no es lo esencial. Este planteamiento no atañe
directamente a la estructura comunicante del lenguaje, sino más
bien a la hipótesis de un contenido comunicable que se distinguiría
de una forma rigurosa del acto lingüístico de la comunicación. En
1916, la crítica del semiotismo y de la “concepción burguesa” del
lenguaje apuntaba ya contra esta distribución: medio, objeto,
destinatario. “No hay contenido del lenguaje”. Lo que comunica en
primer lugar el lenguaje es su “comunicabilidad” (Sobre el
lenguaje…, trad. M. de Gandillac, p. 85). ¿Podemos decir que de
esta forma se da una apertura hacia la dimensión realizativa de los
enunciados? En todo caso esto nos pone en guardia ante una
precipitación: aislar contenidos y tesis en La tarea del traductor, y no
traducirlo como la firma de una especie de nombre propio destinada
a asegurar su supervivencia como obra.
3. Si existe efectivamente una relación de “original” a versión
entre el texto traducido y el texto que traduce, aquélla no podría ser,
en todo caso, representativa o reproductiva. La traducción no es ni
una imagen ni una copia.
Una vez tomadas estas tres precauciones (ni recepción, ni
comunicación, ni representación), ¿cómo se constituyen la deuda y
la genealogía del traductor? ¿o, antes de eso, de lo que está por-
traducir, de lo por-traducir?
Sigamos el hilo de vida o de supervivencia, por todos aquellos
lugares en los que entra en comunicación con el movimiento del
parentesco. Cuando Benjamin rechaza el punto de vista de la
recepción, no es para negarle toda pertinencia, y sin duda habrá
hecho mucho para preparar el camino a una teoría de la recepción
en literatura. Pero quiere volver primero a la instancia de lo que él
sigue llamando el “original”, no en la medida en que produce sus
receptores o sus traductores, sino en la medida en que los requiere,
reclama, pide o exige al imponer la ley. Y la estructura de esta
petición parece aquí lo más singular. ¿De dónde proviene? En un
texto literario –digamos más rigurosamente en este caso “poético”–
no proviene de lo dicho, lo enunciado, lo comunicado, el contenido o
el tema. Y cuando, en este contexto, Benjamin sigue diciendo
“comunicación” o “enunciación” (Mitteilung Aussage), a todas luces,
no está hablando del acto sino del contenido: “Pero ¿qué “dice” una
obra literaria (Dichtung)? ¿Qué comunica? Muy poco, a quien la
comprende. Lo que tiene de esencial no es comunicación, no es
enunciación”.
La petición parece llegarnos, incluso estar formulada por la forma.
“La traducción es una forma” y la ley de esta forma tiene su lugar
primero en el original. Esta ley se plantea primero, repitámoslo,
como una petición en toda regla, una exigencia que delega,
reclama, prevé, asigna. Y en cuanto a esta ley como petición,
pueden surgir dos interrogantes que son de diferente naturaleza.
Primera cuestión: entre la totalidad de sus lectores, ¿puede la obra
encontrar cada vez al traductor que esté capacitado para eso de
algún modo? Segunda cuestión y dice Benjamin, “más
propiamente”, como si esta cuestión convirtiera a la anterior en más
adecuada cuando, ya lo veremos, él le da un valor muy distinto:
“¿Soporta (la obra) por esencia el ser traducida?, y, si es así –de
acuerdo con la significación de esta forma– ¿lo exige?”
La respuesta a estas dos preguntas no podría ser de la misma
naturaleza ni del mismo género. Problemática en el primer caso, no
necesaria (el traductor capaz de la obra puede aparecer o no
aparecer, pero incluso si no aparece, esto no cambia nada en la
petición ni en la estructura de la orden terminante [injonction]
procedente de la obra), la respuesta es propiamente apodíctica en el
segundo caso: necesaria, a priori, demostrable, absoluta, pues
procede de la ley interior del original. Este exige la traducción
incluso aunque no haya ningún traductor en ese momento que esté
en condiciones de responder a esta orden terminante, que es al
mismo tiempo petición y deseo, en la estructura misma del original.
Esta estructura es la relación de la vida con la supervivencia.
Benjamin compara esta exigencia del otro como traductor con tal
instante inolvidable de la vida: es vivido como inolvidable, es
inolvidable incluso si, de hecho, el olvido termina imponiéndose.
Habrá sido inolvidable, en esto radica su significado esencial, su
esencia apodíctica; el olvido no llega a esto inolvidable sino por
accidente. La exigencia de lo inolvidable –que es aquí constitutiva–
no se ve en absoluto encantada por la finitud de la memoria.
Igualmente, la exigencia de la traducción no soporta en absoluto el
no ser satisfecha, al menos no lo soporta como estructura misma de
la obra. En este sentido, la dimensión superviviente es un a priori – y
la muerte no la alteraría en nada. Como no alteraría la exigencia
(Forderung) que recorre la obra original y a la que solo puede
responder o corresponder (entsprechen) “un pensamiento de Dios”.
La traducción, el deseo de traducción es impensable sin esta
correspondencia con un pensamiento de Dios. En el texto de 1916
que atribuía ya la tarea del traductor, su Aufgabe, a la respuesta
hecha al don de las lenguas y al don del nombre (Gabe der
Sprache, Gebung des Namens), Benjamin nombraba a Dios en este
lugar, el de una correspondencia que autoriza, hace posible o
garantiza la correspondencia entre los lenguajes implicados en
traducción. En este estrecho contexto, también se trataba de las
relaciones entre el lenguaje de las cosas y el lenguaje de los
hombres, entre lo mudo y lo que habla, lo anónimo y lo nombrable,
pero el axioma era sin duda válido para cualquier traducción: “… la
objetividad de esta traducción está garantizada en Dios” (trad. M. de
Gandillac, p. 91). Al principio, la deuda se forma en el seno de este
“pensamiento de Dios”.
Extraña deuda, que no liga a nadie con nadie. Si la estructura de
la obra es “supervivencia”, la deuda no compromete a un presunto
sujeto-autor del texto original –muerto o mortal, el muerto del texto–
sino a otra cosa, que representa la ley formal en la inmanencia del
texto original. A continuación la deuda no obliga a restituir una copia
o una buena imagen, una representación fiel del original: éste, el
superviviente, está él mismo en proceso de transformación. El
original se da modificándose, este don no lo es de un objeto dado,
aquél vive y sobrevive en mutación: “Pues en su supervivencia, que
no merecería este nombre, si no fuera mutación y renovación de lo
vivo, el original se modifica. Incluso en el caso de palabras muy
cuajadas, se da todavía una post-maduración”.
Post-maduración (Nachreife) de un organismo vivo o de una
semilla, y esto tampoco es simplemente una metáfora, por las
razones ya columbradas. En su esencia misma, la historia de la
lengua está determinada como “crecimiento”, “santo crecimiento de
las lenguas”.
4. Si la deuda del traductor no lo compromete ni con respecto al
autor (muerto aunque esté vivo, desde el punto y hora en que su
texto tiene estructura de supervivencia); ni con respecto a un
modelo que habría que reproducir o representar, ¿con respecto a
qué, con respecto a quién compromete? ¿Cómo nombrar esto, este
qué o este quién? ¿Cuál es el nombre propio si no es el del autor
finito, el muerto o el mortal, del texto? ¿Y quién es el traductor que
se compromete así, que se ve quizá comprometido por el otro antes
de haberse comprometido él mismo? Como el traductor, se
encuentra, en cuanto a la supervivencia del texto, en la misma
situación que su productor finito y mortal (su “autor”), no es él, él
mismo como finito y mortal, quien se compromete. ¿Entonces
quién? Es ciertamente él, ¿pero en nombre de quién y de qué? La
cuestión de los nombres propios es aquí esencial. Allí donde el acto
del viviente mortal parece contar menos que la supervivencia del
texto en traducción –el traducido y el que traduce–, es necesario
que la firma del nombre propio se distinga y no se borre tan
fácilmente del contrato o de la deuda. No olvidamos que Babel da
nombre a una lucha por la supervivencia del nombre, de la lengua o
de los labios.
Desde su altura, Babel vigila en cada momento y sorprende mi
lectura: yo traduzco, traduzco la traducción hecha por Maurice de
Gandillac de un texto de Benjamin, a quien el prefacio de una
traducción le sirve de pretexto para decir a qué y en qué todo
traductor está comprometido y apunta de paso, parte esencial de su
demostración, que no podría haber traducción de la traducción.
Habrá que recordarlo.
Al evocar esta extraña situación, no quiero solo, esencialmente,
reducir mi papel al de un guía o de un transeúnte. Nada es más
grave que una traducción. Querría más bien señalar que todo
traductor está en situación de hablar de la traducción, en un lugar
que es cualquier cosa antes que segundo o secundario. Pues si la
estructura del original se caracteriza por la exigencia de ser
traducido, eso es así porque al hacer la ley, el original empieza por
contraer una deuda también con respecto al traductor. El original es
el primer deudor, el primer peticionante, empieza por carecer de ––
y por implorar la traducción. Esta petición no se da solo por parte de
los constructores de la torre que quieren hacerse un nombre y
fundar una lengua universal que se traduzca a sí misma; obliga
también al desconstructor de la torre: al dar su nombre, Dios apela
también a la traducción, no solo entre las lenguas, que se han vuelto
múltiples y confusas de pronto, sino en primer lugar de su nombre,
del nombre que ha clamado, dado, y que debe traducirse por
confusión para ser entendido, y así para dar a entender que es difícil
traducirlo y de este modo, entenderlo. En el momento en que
impone y opone su ley a la de la tribu, se hace también peticionario
de la traducción. Está también en deuda. No ha terminado de
implorar la traducción de su nombre, cuando incluso la prohíbe.
Pues Babel es intraducible. Dios se aflige por su nombre. Su texto
es el más sagrado, el más poético, el más originario, ya que crea un
nombre y se lo da, queda por ello no menos indigente en su fuerza y
en su riqueza misma, implora un traductor. Como en La folie du jour,
la ley no obliga sin pedir ser leída, descifrada, traducida. Pide la
transferencia (Übertragung y Übersutzung y Überleben). En ella se
da el double bind. En Dios mismo, y hay que seguir con todo rigor
las consecuencias de esto: en su nombre.
Insaldable por una y otra parte, el doble endeudamiento se da
entre nombres. A priori sobrepasa a los portadores de los nombres,
si entendemos por tales los cuerpos mortales que desaparecen tras
la supervivencia del nombre. Ahora bien, un nombre propio
decíamos que pertenece y no pertenece a la lengua, ni siquiera,
precisémoslo ahora, al corpus del texto por traducir, de lo por-
traducir.
La deuda no compromete a sujetos vivos sino a nombres en el
borde de la lengua o, mejor dicho, el rasgo que establece la relación
del citado sujeto vivo con su nombre, en la medida en que éste se
mantiene en el borde de la lengua. Y este rasgo sería el de lo por-
traducir de una lengua a otra, de este borde al otro del nombre
propio. Este contrato de lengua entre varias lenguas es
absolutamente singular. En primer lugar, no es lo que se llama en
general contrato de lengua: la que garantiza la institución de una
lengua, la unidad de su sistema y el contrato social que liga a una
comunidad en este sentido. Por otra parte, se supone en general
que para ser válido o instituir cualquier cosa, todo contrato debe
darse en una sola lengua o apelar (por ejemplo, en el caso de
tratados diplomáticos o comerciales) a una traductibilidad dada de
antemano y sin residuos: la multiplicidad de las lenguas debe estar
dominada por completo en tal caso. Aquí, por el contrario, un
contrato entre dos lenguas extranjeras como tales obliga a hacer
posible una traducción que luego permitirá toda clase de contratos
en sentido corriente. La firma de este contrato singular no necesita
una escritura documentada o archivada; no por eso tiene lugar
aquélla como trazo o como huella, y ese lugar tiene lugar incluso si
su espacio no depende de ninguna objetividad empírica o
matemática.
El topos de este contrato es excepcional, único, prácticamente
impensable bajo la categoría corriente de contrato: en un código
clásico se le habría llamado trascendental, ya que en realidad hace
posible todo contrato en general, empezando por lo que llamamos el
contrato de lengua en los límites de un solo idioma. Otro nombre
quizá para el origen de las lenguas. No el origen del lenguaje sino
de las lenguas –antes del lenguaje, las lenguas.
El contrato de traducción, en este sentido trascendental, sería el
contrato mismo, el contrato absoluto, la forma-contrato del contrato,
lo que permite a un contrato ser lo que es.
¿Diremos que el parentesco entre las lenguas supone este
contrato o que le proporciona a éste su lugar primero? Se reconoce
en esto un círculo clásico que ha empezado desde siempre a girar
cuando se plantea la cuestión del origen de las lenguas o de la
sociedad. Benjamin, que habla a menudo de parentesco entre las
lenguas, no lo hace nunca como comparatista o como historiador de
las lenguas. Se interesa menos por las familias de lenguas que por
un entroncamiento más esencial y más enigmático, por una afinidad
de lo que no se puede asegurar que preceda al rasgo o al contrato
de lo por-traducir. Incluso este parentesco, esta afinidad
(Verwandschaft), es quizá como una alianza, en virtud del contrato
de traducción, en la medida en que las supervivencias que asocia
no son vidas naturales, lazos de sangre o simbiosis empíricas. “Este
desarrollo, como el de una vida original y de nivel elevado, está
determinado por una finalidad original y de nivel elevado. Vida y
finalidad, su correspondencia aparentemente evidente, y que sin
embargo escapa casi al conocimiento, solo se revela cuando el fin
con el que actúan todas las finalidades singulares no es buscado en
el propio dominio de esta vida, sino a un nivel mucho más elevado.
Todos los fenómenos vitales orientados a fines finalizados, así como
su orientación finalista misma, están orientados a fines en último
término no hacia la vida, sino hacia la expresión de su esencia,
hacia la representación (Darstellung) de su significación. De esta
forma, la traducción tiene por fin último el expresar la relación más
íntima entre las lenguas”.
La traducción no pretendería decir esto o lo otro, trasponer tal
contenido o tal otro, comunicar tal carga de sentido sino re-marcar la
afinidad entre las lenguas, mostrar su propia posibilidad. Y esto, que
vale para el texto literario o para el texto sagrado, define quizá la
esencia misma de lo literario y de lo sagrado, en su raíz común. He
dicho remarcar la afinidad entre las lenguas para expresar lo insólito
de una “expresión” (“expresar la relación más íntima entre las
lenguas”) que no es ni una simple “presentación” ni simplemente
otra cosa. La traducción hace presente de un modo solamente
anticipador, anunciador, cuasi profético, una afinidad que no está
nunca presente en esta presentación. Pensamos en la manera en
que Kant define a veces la relación con lo sublime: una presentación
inadecuada a lo que, sin embargo, se presenta en ella. Aquí el
discurso de Benjamin avanza entre sutilezas:
Es imposible que (la traducción) pueda revelar esta relación oculta ella misma, que
pueda restituirla (herstellen); pero puede representarla (darstellen) actualizándola en
su germen o en su intensidad. Y esta representación de un significado (Darstellung
eines Bedeuteten), por el ensayo, por el germen de su restitución, es un modo de
representación totalmente original, que casi no tiene equivalente en el dominio de la
vida no lingüística. Pues esta última conoce, en analogías y signos, tipos de
referencia (Hindeutung) distintos a la actualización intensiva, es decir anticipadora,
anunciadora (vorgreifende, an-deutende). Pero la relación en la que estamos
pensando esta relación muy íntima entre las lenguas, es la de una convergencia
original. Esta última radica en el hecho de que las lenguas no son ajenas unas a
otras, sino que a priori, y abstracción hecha de toda relación histórica, están
emparentadas entre sí por lo que quieren decir.

Todo el enigma de este parentesco se concentra aquí. ¿Qué


quiere decir “lo que quieren decir”? ¿Y qué ocurre con esta
presentación en la que nada se presenta a la manera corriente de la
presencia?
Se trata del nombre, del símbolo, de la verdad, de la letra.
Una de las bases profundas del ensayo, así como del texto de
1916, es una teoría del nombre. El lenguaje está allí determinado a
partir de la palabra y del privilegio de la nominación. Se trata de una
afirmación dicha de paso, muy enérgica, si no muy demostrativa: “el
elemento originario del traductor” es la palabra y no la oración, la
articulación sintáctica. Para someter esto a reflexión, Benjamin
propone una “imagen” curiosa: la oración (Satz) sería “el muro ante
la lengua original”, mientras que la palabra, el palabra por palabra, la
literalidad (Wördichkeit) sería su “arcada”. Mientras que el muro
sostiene ocultando (está delante del original), la arcada sirve de
soporte, dejando pasar la luz y permitiendo ver el original (no
estamos lejos de los “pasajes parisinos”). Este privilegio de la
palabra sirve de apoyo evidentemente al del nombre y con él a la
propiedad del nombre propio, envite y posibilidad del contrato de
traducción. Da paso al problema económico de la traducción, ya se
trate de la economía como ley de lo propio o de la economía como
relación cuantitativa (¿es traducir trasponer un nombre propio a
varias palabras, a una frase o a una descripción, etc.?).
Está también lo por-traducir. Por ambas partes asigna y obliga.
Compromete menos a autores que a nombres propios en el borde
de la lengua; no obliga esencialmente ni a comunicar ni a
representar, ni a mantener un compromiso ya firmado, sino más bien
a establecer el contrato y a hacer que surja el pacto, dicho de otro
modo, el symbolon, en un sentido que Benjamin no designa por este
nombre pero que podemos decir que sugiere sin duda a través de la
metáfora del ánfora, ya que desde el principio hemos sospechado
del sentido corriente de la metáfora, de la anmetáfora.
Si el traductor no restituye ni copia un original, es porque éste
sobrevive y se transforma. La traducción será en realidad un
momento de su propio crecimiento, él se completará en ella
creciendo. Ahora bien, es necesario que el crecimiento, y en este
punto la lógica “seminal” ha debido de imponerse a Benjamin, no dé
lugar a cualquier forma en cualquier dirección. El crecimiento debe
culminar, llenar, completar (Ergänzung es aquí la palabra más
frecuente). Y si el original reclama un complemento es que
originariamente no estaba ahí sin carencias, lleno, completo, total,
idéntico a sí mismo. Desde el origen del original a traducir hay caída
y exilio. El traductor debe rescatar (erlösen), absolver, resolver,
tratando de absolverse a sí mismo de su propia deuda que en el
fondo es la misma, y que no tiene fondo; “Rescatar en su propia
lengua ese lenguaje puro exiliado en la lengua extranjera, liberar
trasponiendo ese lugar puro cautivo en la obra, ésta es la tarea del
traductor”. La traducción es trasposición poética (Umdichtung).
Tendremos que preguntarnos por la esencia de lo que libera, del
“lenguaje puro”; y la liberación que opera, transgrediendo
eventualmente los límites de la lengua a la que se traduce,
transformándola a su vez, debe extender, agrandar, hacer crecer el
lenguaje. Como ese crecimiento viene también a completar, como
es “symbolon”, no reproduce; junta añadiendo. De ahí, esta doble
comparación (Vergleich), todos estos giros y suplementos
metafóricos: 1. “Lo mismo que la tangente no toca el círculo sino de
manera fugitiva y en un solo punto y es este contacto, no el punto,
quien le asigna la ley según la cual ella continúa su marcha en línea
recta hasta el infinito, así la traducción toca al original de manera
fugitiva y solo en un punto infinitamente pequeño del sentido, para
seguir luego su marcha más propia, según la ley de fidelidad en la
libertad del movimiento lingüístico”. Cada vez que habla del contacto
(Berührung) entre el cuerpo de dos textos, Benjamin lo llama
“fugitivo” (flüchtig). Este carácter “fugitivo” es puesto de relieve, al
menos en tres ocasiones, siempre para situar el contacto con el
sentido, el punto infinitamente pequeño del sentido que las lenguas
rozan apenas (“La armonía entre las lenguas es tan profunda en
ellas (– se trata de las traducciones de Sófocles por Hölderlin-) que
el sentido solo es tocado por el viento del lenguaje a la manera de
un arpa sólida”) ¿Qué puede ser un punto infinitamente pequeño de
sentido? ¿Con qué medida evaluarlo? La metáfora misma es al
mismo tiempo la pregunta y la respuesta. Y ésta es la otra metáfora,
la metáfora que ya no atañe a la extensión en línea recta e infinita
sino al engrandecimiento por edición, según las líneas rectas del
fragmento. 2. “Pues, lo mismo que los trozos de una ánfora, para
que se pueda reconstituir el conjunto, han de ser contiguos en los
más pequeños detalles, pero no idénticos unos a otros, así, en lugar
de asemejarse al sentido del original, la traducción debe más bien,
movida por el amor, y hasta en el detalle, hacer entrar en su propia
lengua el modo de ver las cosas propio del original: de esta manera,
igual que los trozos llegan a ser reconocibles como fragmentos de
una misma ánfora, original y traducción llegan a ser reconocibles
como fragmentos de un lenguaje mayor”.
Sigamos este movimiento de amor, el gesto de este amante (lie
bend) que opera en la traducción. No reproduce, no restituye, no
representa, en lo esencial no devuelve el sentido del original,
excepto en ese punto de contacto o de caricia, lo infinitamente
pequeño del sentido. Extiende el cuerpo de las lenguas, pone a las
lenguas en expansión simbólica; y simbólica aquí quiere decir que,
por poca restitución que haya que realizar, el mayor, el nuevo
conjunto sigue teniendo que reconstituir algo. No se trata quizá de
un todo, sino de un conjunto cuya apertura no debe contradecir su
unidad. Como el cántaro que da su topos poético a tantas
meditaciones sobre la cosa y la lengua, desde Hölderlin a Rilke y a
Heidegger, el ánfora es una consigo misma, abriéndose al mismo
tiempo al exterior –y esta apertura abre la unidad, la hace posible y
le impide la totalidad. Le permite recibir y dar. Si el crecimiento del
lenguaje debe también reconstituir sin representar, si en ello radica
el símbolo, ¿puede la traducción aspirar a la verdad?
Verdad: ¿seguirá siendo ése el nombre de lo que sigue dictando
la ley para una traducción?
Abordamos con esto –en un punto infinitamente pequeño sin
duda– el límite de la traducción. Lo intraducible puro y lo traducible
puro pasan del uno al otro y en esto consiste la verdad, “ella misma,
materialmente”.
El término “verdad” aparece más de una vez en La tarea del
traductor. No debemos interpretarlo demasiado apresuradamente.
No se trata ni de la verdad de una traducción en la medida en que
ésta se adapte o sea fiel a su modelo, el original. Ni tampoco de una
adecuación de la lengua al sentido o a la realidad, ni de la
representación a algo, por parte del original o incluso de la
traducción. ¿Qué se debate entonces bajo el nombre de verdad? ¿Y
será eso algo tan nuevo?
Volvamos a lo “simbólico”. Recordemos la metáfora o la
anmetáfora: una traducción queda unida al original cuando los dos
fragmentos, tan diferentes como sea posible, al ser ensamblados se
completan para formar una lengua mayor, a lo largo de una
supervivencia que los cambia a los dos. Pues la lengua materna del
traductor, ya lo hemos apuntado, resulta igualmente alterada. Esta
es, al menos, mi interpretación, mi traducción, mi “tarea del
traductor”. Es lo que he llamado el contrato de traducción: himeneo
o contrato de matrimonio con promesa de producir un hijo cuya
semilla originará historia y crecimiento. Contrato matrimonial como
seminario. Benjamin lo dice, en la traducción, más que producirse, el
original aumenta, crece como un hijo, añadiría yo, el suyo
seguramente, pero con la capacidad de hablar solo, que hace de un
hijo algo diferente de un producto sometido a la ley de la
reproducción. Esta promesa señala hacia un reino, al mismo tiempo
“prometido y prohibido, en el que las lenguas se reconciliarán y
llegarán a su culminación”. Esta es la nota más babélica de un
análisis de la escritura sagrada como modelo y límite de toda
escritura, en cualquier caso de toda Dichtung en su estar-por-
traducir. Lo sagrado y el estar-por-traducir no se pueden concebir el
uno sin el otro. Se producen el uno al otro al filo del mismo límite.
La traducción no llega jamás a alcanzar, a tocar, a pisar ese reino.
Hay ahí algo intocable y, en este sentido, la reconciliación es solo
una promesa. Pero una promesa no es algo inconsistente, no solo
se caracteriza por lo que le falta para que se cumpla. Como
promesa, la traducción es ya un acontecimiento, y la firma decisiva
de un contrato. Se cumpla éste o no, eso no es obstáculo para que
el compromiso tenga lugar y sea archivado. Una traducción tal que
llegue, que llegue a prometer reconciliación, a hablar de ella, a
desearla o a hacerla deseable, es un acontecimiento poco frecuente
y que merece consideración.
Ahora, antes de acercarnos más a la verdad, dos interrogantes:
¿En qué consiste lo intocable, si es que existe? ¿Por qué tal
metáfora o anmetáfora de Benjamin me lleva a pensar en el
himeneo y, de una forma más gráfica, en el vestido nupcial?
1. Lo siempre intacto, lo intangible, lo intocable (unberührbar), es lo
que fascina y lo que orienta el trabajo del traductor. Este quiere tocar
lo intocable, lo que queda del texto cuando se ha extraído de él el
sentido comunicable (punto de contacto, lo recordamos,
infinitamente pequeño), cuando se ha transmitido lo que puede
transmitirse, e incluso enseñar. Es decir, lo que yo hago aquí, tras el
trabajo, y gracias a él, de Maurice de Gandillac, a sabiendas de que
un resto intocable del texto benjaminiano se mantendrá también él,
intacto al término de la operación. Intacto y virgen, a pesar de la
labor de traducción, por eficiente y pertinente que ésta sea. Aquí la
pertinencia no altera nada. Si cabe aventurar una proposición
aparentemente tan absurda, el texto será aún más virgen tras el
paso del traductor; y el himen, signo de virginidad, más celoso de sí
mismo, tras el otro himeneo, el contrato concertado y la
consumación del matrimonio. La completud simbólica no habrá
tenido lugar hasta su término y sin embargo la promesa de
matrimonio habrá sucedido y ésta es la tarea del traductor, en lo que
encierra de peliagudo y de insustituible.
¿Y esto es todo? ¿En qué consiste lo intocable? Estudiemos de
nuevo las metáforas o anmetáforas, las Übertragungen que son
traducciones y metáforas de la traducción, traducciones
(Übersetzungen) de traducción o metáforas de metáfora.
Estudiemos todos estos pasajes benjaminianos. La primera figura
que aparece aquí es la de la fruta y la envoltura, la del hueso y la
cáscara (Kern, Frucht / Schale). Aquélla describe en última instancia
la distinción a la que Benjamin no querrá nunca renunciar, ni
siquiera someter a algunas interrogantes. Se reconoce un hueso, el
original como tal, porque puede dejarse traducir de nuevo y volver a
traducirse, cosa que no es posible con una traducción en cuanto tal.
Sólo un hueso o un núcleo en la medida en que resiste a la
traducción que él mismo reclama, puede ofrecerse a una nueva
operación traductora sin quedar agotado. Pues la relación del
contenido con la lengua, diríamos también del fondo con la forma,
del significado con el significante, esto carece aquí de importancia
(en este contexto, Benjamin opone contenido, Gehalt, a lengua o
lenguaje Sprache), difiere en el texto original y en la traducción. En
el primero, la unidad es tan ceñida, estricta, adherente como entre el
fruto y su piel, su cáscara o su monda. No es que sean
inseparables, hay que poder distinguirlos claramente, pero
pertenecen a un conjunto orgánico y no es gratuito el que la
metáfora sea aquí vegetal y natural, naturalista:
Este reino (el original en traducción) no lo alcanza nunca del todo, pero allí se
encuentra lo que hace que traducir sea algo más que comunicar. Con más exactitud,
se puede definir ese hueso o núcleo esencial como aquello que, en la traducción, no
es traducible de nuevo. Pues por mucho que pueda extraerse de lo comunicable para
traducirlo, sigue quedando eso intocable hacia lo que se orienta el trabajo del
verdadero traductor. Eso intocable no es transmisible como lo es la palabra creadora
del original (Übertragbar wie das Dichterwort des Originals), pues la relación entre
contenido y el lenguaje es completamente diferente en el original y en la traducción.
En el original, contenido y lenguaje forman una unidad determinada, como la del fruto
y su envoltura.

Quitémosle la piel a la retórica de esta secuencia un poco más.


No es seguro que el “hueso” esencial y el “fruto” designen lo mismo.
El hueso esencial, lo que no es traducible de nuevo en la traducción,
no es el contenido exacto sino la adherencia entre el contenido
exacto y la lengua, entre el fruto y su envoltura. Esto puede parecer
extraño o incoherente (¿cómo podría un hueso situarse entre el fruto
y su envoltura?). Hay que pensar sin duda que el hueso es, en
primer lugar, la unidad dura y central que hace que el fruto se
mantenga unido a la piel, también a sí mismo; y, sobre todo, que en
el corazón del fruto el hueso es “intocable”, está fuera de alcance y
es invisible. El hueso sería la primera metáfora de lo que da unidad
a los dos términos en la segunda metáfora. Pero hay una tercera
cuya procedencia no es natural. Se refiere a la relación del
contenido con la lengua en la traducción, y no ya en el original. Esta
relación es diferente y no creo caer en lo artificioso, al insistir en
esta diferencia para decir que es, precisamente, la que se da entre
el artificio y la naturaleza. ¿Qué es lo que, en efecto, Benjamin
apunta, como de pasada, por comodidad retórica o pedagógica?
Que “el lenguaje de la traducción envuelve su contenido como un
manto real de amplios pliegues. Pues es el significante de un
lenguaje superior a él mismo y, de esta forma, resulta, en relación a
su propio contenido, inadecuado, forzado, extraño”. Esto es muy
hermoso, una bella traducción: armiño blanco, coronación, cetro y
aire majestuoso. El rey tiene realmente un cuerpo (y aquí no es el
texto original, sino aquello que constituye el contenido del texto
traducido) pero este cuerpo está solamente prometido, anunciado y
disimulado por la traducción. El vestido le está bien pero no se
ajusta lo suficiente a la persona real. Esto no es signo de debilidad;
la mejor traducción se parece a este manto real. Permanece
separada del cuerpo al que, sin embargo, se une, desposándolo sin
desposarlo. Se puede, ciertamente, bordar sobre este manto, sobre
la necesidad de esta Übertragung, de esta traducción metafórica de
la traducción. Por ejemplo, se puede oponer esta metáfora a la de la
cáscara y el hueso, del mismo modo como se opondría la técnica a
la naturaleza. Un ropaje no es natural, es un tejido e incluso, y esto
es otra metáfora de la metáfora, un texto, y este texto artificial
aparece justamente en el campo del contrato simbólico. Ahora bien,
si el texto original constituye en sí mismo una petición de traducción,
el fruto, a menos que se trate del hueso, exige aquí convertirse en el
rey o el emperador, que llevará los vestidos nuevos: bajo sus
amplios pliegues, in weiten falten, se le adivinará desnudo. El manto
y los pliegues protegen, sin duda, del frío y de las agresiones
naturales al rey; pero, en primer lugar y sobre todo constituyen,
como su cetro, la imagen insigne de la ley; son el indicio del poder y
del poder para dictar la ley. Pero de ello se infiere que lo que cuenta
es lo que hay bajo el manto, es decir, el cuerpo del rey, y no piensen
enseguida en el falo, alrededor del cual una traducción pone a
trabajar su lengua, se pliega, moldea formas, cose dobladillos,
pespuntes y borda. Pero siempre a cierta distancia del contenido,
como un vestido con vuelo.
2. De una forma más o menos estricta, el manto se une
íntimamente al cuerpo del rey, pero en cuanto a lo que queda bajo el
manto, es difícil separar al rey de la pareja real. Esta pareja de
esposos (el cuerpo del rey y su vestido, el contenido y la lengua, el
rey y la reina) dicta la ley y garantiza cualquier contrato a partir de
este primer contrato. Esta es la razón de que yo haya pensado en
un traje de boda. Sabemos que Benjamin, al que sigo leyendo ya
traducido, no lleva las cosas hacia el sentido en el que yo las
traduzco. Con mayor o menor fidelidad, me he tomado ciertas
libertades con el contenido del original, al igual que con su lengua, y,
lo que es más, con el original que para mí, en este momento,
también es la traducción de Maurice de Gandillac. He superpuesto
un manto a otro, el resultado es que tiene todavía más vuelo [más
vaporoso aún], pero ¿acaso no es este el destino de toda
traducción? Al menos, si es que una traducción tiene como destino
llegar a algún sitio.
A pesar de la distinción entre las dos metáforas, la cáscara y el
manto (el manto real, pues escribió “real” allí donde otros hubieran
podido pensar que bastaba con manto), a pesar de la oposición
entre naturaleza y arte, en ambos casos hay unidad entre el
contenido y la lengua, unidad natural en uno de los casos, unidad
simbólica en el otro. Simplemente, en la traducción, la unidad señala
hacia una unidad (metafóricamente) más “natural”, promete una
lengua o un lenguaje más originarios y sublimes, sublimes en la
medida desmesurada en que la promesa misma, es decir, la
traducción, no deja de ser inadecuada (unangemessen), violenta y
forzada (gewaltig) y extraña (frend). Esta “rotura” hace inútil,
“prohíbe” incluso cualquier Übertragung, cualquier “transmisión”,
dice justamente la traducción francesa: la palabra juega también,
como la transmisión, con el desplazamiento transferencial o
metafórico. Y la palabra Übertragung se impone otra vez unas líneas
más abajo: si la traducción “trasplanta” el original a otro terreno
lingüístico, “irónicamente” más definitivo, es porque ya ninguna otra
“transferencia” (Übertragung) podría desplazarlo de allí, sino
solamente “elevarlo” (erheben) de nuevo, allí mismo, “en otras
partes”. No hay traducción de la traducción, éste es el axioma sin el
cual no existiría La tarea del traductor. Si se tocase eso estaríamos
tocando, –y esto no debe hacerse– lo intocable de lo intocable, es
decir, lo que garantiza que el original siga siendo realmente el
original.
Todo esto guarda relación con la verdad. Ésta está,
aparentemente, más allá de toda Übertragung y de cualquier
Übersetzung posible. No es la correspondencia representativa entre
el original y la traducción, ni siquiera la adecuación primera entre el
original y algún objeto o significado fuera de aquél. La verdad sería
más bien el lenguaje puro en el que el sentido y la letra ya no se
disocian. Si un lugar tal, el tener-lugar de tal acontecimiento, no
pudiera encontrarse nunca, resultaría imposible, aunque fuese
jurídicamente, distinguir entre un original y una traducción. Al
mantener a toda costa esta distinción como dato básico de todo
contrato de traducción (en el sentido cuasi trascendental del que
hablábamos antes), Benjamin repite el fundamento del derecho. Al
hacer esto, señala la posibilidad, la misma en la que pretende
apoyarse el derecho positivo, de que existan un derecho de las
obras y un derecho de autor. Esto se viene abajo en el momento en
que se oponga la más mínima objeción a la existencia de una
frontera rigurosa entre el original y la versión, e incluso, de la
identidad consigo mismo o de la integridad del original. Lo que dice
Benjamin de esta relación entre original y traducción, lo
encontramos traducido a una lengua de palo, pero fielmente
reproducido en su sentido, en el umbral de todos los tratados
jurídicos referidos al derecho positivo de las traducciones. Ya se
trate de los principios generales de la diferencia original/traducción
(siendo ésta un “derivado” de aquél), ya sea de las traducciones de
traducciones. A la traducción de una traducción se la considera
“derivada” del original y no de la primera traducción. Estos son
extractos del derecho francés, pero no parece haber discrepancia a
este respecto entre éste y otros derechos occidentales (de todas
formas, un trabajo de investigación de derecho comparado debería
ocuparse también de la traducción de textos jurídicos). Ya lo
veremos, estas proposiciones apelan a la polaridad
expresión/expresado, significante/significado, forma/fondo. Benjamin
empezaba también diciendo: la traducción es una forma, y la
dicotomía simbolizante/simbolizado estructura todo su ensayo.
Ahora bien, ¿en qué sentido este sistema de oposiciones resulta
indispensable a este derecho? Es que solo él permite, a partir de la
distinción entre el original y la traducción, reconocer alguna
originalidad a la traducción. Esta originalidad viene determinada, y
éste es uno de los numerosos filosofemas clásicos en la base de
este derecho, como originalidad de la expresión. Expresión se
opone a contenido, ciertamente, y la traducción que se supone que
no toca el contenido, no debe ser original sino por la lengua como
expresión; pero expresión se opone también a lo que los juristas
franceses llaman composición del original. En general, se sitúa a la
composición en el campo de la forma, pero aquí se trata de la forma
de expresión, que nos permite reconocer la originalidad del
traductor, y por esta razón un derecho de autor-traductor radica solo
en la forma de expresión lingüística, en la elección de las palabras
en el seno de la lengua, etc., pero ningún otro aspecto de la forma.
Cito a Claude Clombet, Propriete littéraire et artistique, Dalloz, 1976,
del que extraigo solamente algunas líneas, conforme a la ley del 11
de marzo de 1957, recordada en la introducción del libro y “que no
autoriza… sino los análisis y las citas cortas a modo de ejemplo y de
ilustración”, pues, “toda representación o reproducción integra o
parcial, hecha sin consentimiento del autor o de sus
derechohabientes o de sus causahabientes, es ilícita”, y constituye,
“pues, una imitación sancionada por los artículos 425 y siguientes
del Código Penal”: “54. Las traducciones son obras que son
originales solamente por la expresión; [restricción muy paradójica: la
piedra angular del derecho de autor es que, en efecto, solo la forma
puede convertirse en propiedad, y no las ideas, los temas, los
contenidos, que son propiedad de la comunidad universal.46 Si hay
una primera consecuencia de todo esto que resulta beneficiosa, ya
que esta forma define la originalidad de la traducción, hay otra
consecuencia que podría ser ruinosa, pues conduciría al abandono
de lo que distingue al original de la traducción, si, con exclusión de
la expresión, eso depende de una distinción de fondo. A menos que
el valor de composición, por poco rigurosa que ésta sea, siga siendo
indicio de que entre el original y la traducción la relación no es ni de
expresión ni de contenido, sino de otra cosa que está más allá de
estas oposiciones. Al observar el apuro –a veces cómico en su
sutileza casuística– de los juristas para sacar consecuencias de
axiomas del tipo: ‘El derecho de autor no protege las ideas; pero
éstas pueden ser protegidas, a veces indirectamente, por medios
distintos a la ley del 11 de marzo de 1957’, op. Cit., p 21, se mide
mejor la historicidad y la fragilidad conceptual de esta axiomática] el
artículo 4 de la ley las cita entre las obras protegidas; es un hecho
comúnmente admitido que el traductor da muestras de originalidad
en su elección de las expresiones para traducir lo mejor posible a
una lengua el sentido del texto en otra lengua. Como dice M.
Savatier: ‘El genio de cada lengua da a la obra traducida una
fisionomía propia; y el traductor no es un simple obrero. Él mismo
participa en una creación derivada de cuya responsabilidad
correspondiente se hace cargo’; es que, en efecto, la traducción no
es resultado de un proceso automático; por la selección que realiza
entre diversas palabras, diversas expresiones, el traductor hace un
trabajo intelectual; pero, por supuesto, no podría modificar la
composición de la obra traducida, pues está obligado al respeto a
esa obra”.
En su lengua, Desbois dice lo mismo, con algunas precisiones
complementarias:
Las obras derivadas que son originales por la expresión. 29. No hay necesidad
alguna de que la obra considerada, para ser relativamente original (subrayado por
Desbois), lleve el sello de una personalidad por la composición y la expresión al
mismo tiempo que por las adaptaciones. Basta con que el autor, sin dejar de seguir
paso a paso el desarrollo de una obra preexistente, haya hecho un trabajo personal
en la expresión: el artículo 4 es prueba de ello, ya que, en una enumeración no
exhaustiva de las obras derivadas, sitúa en el puesto de honor a las traducciones.
Traduttore, traditore, dicen con naturalidad los italianos en una ocurrencia, que, como
toda medalla tiene un anverso y un reverso: si hay malos traductores que multiplican
los contrasentidos, a otros se les cita gracias a la perfección de su tarea. El riesgo de
un error o de una imperfección tiene como contrapartida la perspectiva de una
versión auténtica, que implica un perfecto conocimiento de las dos lenguas, un
montón de elecciones juiciosas, y por lo tanto, un esfuerzo creador. La consulta de un
diccionario solo basta a los alumnos mediocres de los últimos cursos de bachillerato:
el traductor concienzudo y competente “pone de su cosecha” y crea, del mismo modo
que el pintor que copia un modelo. La versificación de esta conclusión puede
proporcionarla la comparación de varias traducciones de un mismo texto: cada una
puede diferir de las restantes, sin que ninguna contenga un contrasentido; la variedad
de los modos de expresión de un mismo pensamiento demuestra, por la posibilidad
de elección, que la tarea del traductor da pie a manifestaciones de personalidad” (Le
droit d’auteur en France, Dalloz, 1978. Yo subrayo).

Señalaremos, de paso, que la tarea del traductor, confinada en el


duelo entre las lenguas (nunca más de dos lenguas), no origina sino
“esfuerzo creador” (esfuerzo y tendencia más bien que culminación,
labor artesanal más bien que logro de artista), y cuando el traductor
“crea”, es como un pintor que copia su modelo (comparación
descabellada por más de una razón, ¿haría falta explicarlo?). El que
la palabra “tarea” vuelva a aparecer es algo bastante notable de
todas formas, debido a todas las significaciones que, como una red,
teje en su derredor, dándose siempre la misma interpretación
evaluadora: deber, deuda, tasa, canon, impuesto, gravamen de
herencia y sucesión, noble obligación pero, al mismo tiempo, labor a
medio camino de la creación, tarea infinita, imposibilidad esencial de
culminar, como si el presunto creador del original no estuviera, él
también, endeudado, sujeto a tasas, obligado por otro texto, a priori
traductor.
Entre el derecho trascendental (tal como Benjamin lo refleja) y el
derecho positivo, tal como es formulado tan laboriosamente y, a
veces, tan groseramente en los tratados de derechos de autor y de
derechos de las obras, podemos observar que la analogía va muy
lejos, por ejemplo, en lo que se refiere a la noción de derivación y a
las traducciones de traducciones: éstas aparecen siempre como
derivadas del original y no de las traducciones anteriores. Lo que
sigue es una nota de Desbois:
El trabajo del traductor no dejará de ser personal, ni siquiera cuando este vaya a
buscar consejo e inspiración en una traducción anterior. No negaremos la calidad de
autor de una obra derivada, en relación con traducciones anteriores, al que se
hubiera contentado con escoger, entre varias versiones ya publicadas, la que le
pareciera más adecuada al original: yendo de una a otra, tomando un pasaje de ésta,
otro de aquella, crearía una obra nueva, por el hecho mismo de la combinación, que
hace a su obra diferente de las producciones precedentes. Ha creado, ya que su
traducción presenta una nueva forma, resultado de la comparación y de la selección.
El traductor seguiría siendo, en nuestra opinión, digno de atención, a pesar de que
sus reflexiones lo hubieran llevado al mismo resultado que a un antecesor, cuyo
trabajo hubiera ignorado hipotéticamente: su réplica involuntaria, lejos de constituir
un plagio, llevaría el sello de su personalidad, presentaría una “novedad subjetiva”,
que exigiría protección. Las dos versiones, realizadas sin que una tenga noticias de
la otra, separadamente, han dado lugar, separada y aisladamente, a manifestaciones
de personalidad, La segunda será una obra derivada con respecto a la obra que ha
sido traducida, no con respecto a la primera (op.cit., p. 41). (He subrayado esta
última frase).

¿Cuál es la relación entre este derecho y la verdad?


La traducción promete un reino para la reconciliación de las
lenguas. Esta promesa, acontecimiento propiamente simbólico, que
ensambla, empareja, une a dos lenguas como a las dos partes de
un todo mayor, apela a una lengua de la verdad (Sprache der
Wahrheit). No a una lengua verdadera, adecuada a algún contenido
exterior, sino a una verdadera lengua, a una lengua cuya verdad no
se refiriera más que a ella misma. Se trataría de la verdad como
autenticidad, verdad de acto o de acontecimiento que pertenecería
más bien al original que a la traducción, aunque el original esté ya
en situación de petición o de deuda. Y si hubiera una autenticidad tal
y una fuerza de acontecimiento tal en lo que comúnmente llamamos
traducción, éste se produciría, de algún modo, como obra original.
Habría, pues, una manera original e inaugural de endeudarse, se
trataría del lugar y de la fecha de lo que llamamos un original, una
obra.
Para traducir bien el sentido intencional de lo que quiere decir
Benjamin cuando habla de la “lengua de la verdad”, hay quizás que
entender lo que éste dice regularmente del “sentido intencional” o
del “enfoque intencional” (Intentio, Meinung, Art des Meinens).
Como nos recuerda Maurice de Gandillac, éstas son categorías
tomadas de la escolástica por Brentano y Husserl. Y juegan un
papel importante, si no siempre muy claro, en La tarea del traductor.
¿Hacia qué parece apuntar este concepto de enfoque (Meinen)?
Volvamos al punto en que en la traducción parece anunciarse un
parentesco entre las lenguas, más allá de cualquier parecido entre
un original y su reproducción, e independientemente de toda filiación
histórica. Por otra parte, parentesco no implica necesariamente
parecido. Dicho esto, al descartar el origen histórico o natural,
Benjamin no excluye, en un sentido totalmente diferente, la
consideración del origen en general, como tampoco lo excluyen en
contextos y por pasos análogos un Rousseau o un Husserl.
Benjamin lo precisa incluso literalmente: para el acceso más
riguroso a este parentesco o a esta afinidad entre las lenguas “el
concepto de origen (Abstammungsbegriff) sigue siendo
indispensable”. ¿Dónde buscar entonces esta afinidad originaria? La
vemos anunciarse en un plegarse, un replegarse y un co-
desplegarse de los enfoques. Cada lengua apunta algo que es lo
mismo y que, sin embargo, ninguna lengua puede alcanzar por
separado. No pueden pretender alcanzarlo, ni prometérselo, sino co-
empleando o co-desplegando sus enfoques intencionales, “al
conjunto de sus enfoques intencionales complementarios”. Este co-
despliegue hacia el todo es un repliegue, pues su objetivo es “el
lenguaje puro” (die reine Sprache), o la pura lengua. El objetivo de
esta co-operación de las lenguas y de los enfoques intencionales no
trasciende a la lengua, no es algo real que ellas cercarían por todas
partes, como una torre a la que pretendieran rodear. No, a lo que
apuntan intencionalmente, cada una por su parte y todas juntas en
la traducción, es a la lengua misma como acontecimiento babélico,
una lengua que no es la lengua universal en el sentido leibniziano,
una lengua que no es tampoco la lengua natural, puesto que siguen
existiendo las otras; es el ser-lengua de la lengua, la lengua o el
lenguaje como tales, esta unidad sin ninguna identidad consigo
misma que hace que haya las lenguas, y que sean las lenguas.
Estas lenguas se relacionan unas con otras en la traducción de
una manera inaudita. Se completan, dice Benjamin; pero ninguna
otra completud en el mundo puede representar a ésta, ni a esta
complementariedad simbólica. Esta singularidad (no representable
por nada en el mundo) depende sin duda del enfoque intencional o
de lo que Benjamin intenta traducir en el lenguaje escolástico-
fenomenológico. En el seno del mismo enfoque intencional hay que
establecer una diferencia rigurosa entre la cosa hacia la que se
dirige este enfoque, el objetivo enfocado (das Gemeinte), y el modo
de enfoque (die Art des Meinens). La tarea del traductor, desde el
momento que tiene a la vista el contrato originario de las lenguas y
la esperanza de la “lengua pura”, excluye o deja entre paréntesis el
“objetivo enfocado”.
Sólo el modo de enfoque asigna la tarea de traducción. Cada
“cosa”, en su presunta identidad consigo misma (por ejemplo, el pan
mismo) es enfocada de modos diferentes en cada lengua y en cada
texto de cada lengua. Es entre estos modos que la traducción debe
buscar, producir o reproducir, una complementariedad o una
“armonía”. Y puesto que completar o complementar no viene a ser la
suma de ninguna totalidad mundana, el valor de armonía concuerda
con este ajuste, con lo que podemos llamar aquí la concordancia de
las lenguas. Esta concordancia deja escapar resonancias,
anunciándolo más que presentándolo, el puro lenguaje, y el ser-
lengua de la lengua. Mientras que esta concordancia no se da, el
lenguaje puro permanece oculto, velado (verborgen), enclaustrado
en la intimidad nocturna del “hueso”. Solo una traducción puede
hacerlo salir de allí.
Salir y sobre todo desarrollar, hacer crecer. Siguiendo con la
misma imagen (de apariencia organicista vitalista), diríamos
entonces que cada lengua está como atrofiada en su soledad, flaca,
estancada en su crecimiento, impedida. Gracias a la traducción,
dicho de otro modo, a esta suplementariedad lingüística, en virtud
de la cual una lengua da a otra lo que le falta, y se lo da
armoniosamente, este cruce de lenguas asegura el crecimiento de
las lenguas, e incluso este “santo crecimiento de las lenguas”,
“hasta el fin mesiánico de los tiempos”. Todo esto se anuncia en el
proceso traductor, a través de la “eterna supervivencia de las obras”
(am ewigen Fortleben der Werke) o “el renacimiento (Aufleben)
infinito de las lenguas”. Esta perpetua reviviscencia, esta
regeneración constante (Fort- y Auf-leben) por la traducción, no es
tanto una revelación, la revelación misma, como una anunciación,
una alianza y una promesa.
Este código religioso es aquí esencial. El texto sagrado señala el
límite, el modelo puro, aunque sea inaccesible, de la traducibilidad
pura, el ideal a partir del cual podremos pensar, valorar, calibrar la
traducción esencial, es decir, poética. La traducción, como santo
crecimiento de las lenguas, anuncia el fin mesiánico, ciertamente,
pero el signo de este fin y de este crecimiento solo está “presente”
(gegenwärtig) en ella en el “conocimiento de esta distancia”, en la
Entfernung, el alejamiento que nos acerca. Este alejamiento
podemos conocerlo, conocerlo o presentirlo, pero no vencerlo. Pero
nos relaciona con esta “lengua de la verdad”, que es el “verdadero
lenguaje” (so ist diese Sprache der Wahrheit– die wahre Sprache).
Esta relación tiene lugar en la forma del “presentimiento”, el modo
“intensivo” que hace presente lo que está ausente, permite al
alejamiento llegar como alejamiento, fort: da. Podemos decir que la
traducción es la experiencia, también lo que se traduce o se
experimenta: la experiencia es traducción.
Lo por-traducir del texto sagrado supura traductibilidad, es lo que
daría, en último extremo, la medida ideal de cualquier traducción. El
texto sagrado asigna su tarea al traductor, y es sagrado en la
medida en que se anuncia como traductible, simplemente
traductible, por-traducir; lo que no siempre quiere decir
inmediatamente traducible, en el sentido común que fue descartado
desde el principio. Quizás, hay que distinguir aquí entre lo
traductible y lo traducible. La traductibilidad pura y simple es la del
texto sagrado en el que el sentido y la literalidad no pueden ya
separarse porque dan cuerpo a un acontecimiento único,
irreemplazable, intransferible, “la verdad en su materialidad”.
Apelación a la traducción: la deuda, la tarea, la asignación nunca
son tan acuciantes como aquí. Ya no queda nada traductible, pero, a
causa de esta indistinción del sentido y de la literalidad
(Wörtlichkeit), lo traductible puro puede anunciarse, darse,
presentarse, dejarse traducir como intraducible. Desde este límite, a
la vez interior y exterior, el traductor recibe todos los signos del
alejamiento (Entfernung) que lo guían en su camino infinito, al borde
del abismo, de la locura y del silencio: las últimas obras de Hölderlin,
sus traducciones de Sófocles, el hundimiento del sentido “de abismo
en abismo”; este peligro no es el del accidente, es la traductibilidad,
es la ley de la traducción, lo por-traducir como ley, la orden dada, la
orden recibida – y la locura espera a ambos lados. Y como la tarea
es imposible desde los comienzos del texto sagrado que os lo
asigna dicha tarea, la culpabilidad infinita os absuelve enseguida.
Es esto lo que de aquí en adelante se llama Babel: la ley
impuesta, por el nombre de Dios que, al mismo tiempo, prescribe y
proscribe la traducción mostrando y ocultando sus límites. Pero esto
no es solo la situación babélica, no es solo una escena o estructura.
Es también el estatus y el acontecimiento del texto babélico, del
texto del génesis (texto único a este respecto) como texto sagrado.
Depende de la ley que él mismo cuenta y traduce ejemplarmente.
Dicta la ley de la que habla, y de abismo en abismo desconstruye la
torre [tour], y cada vez [tour], los giros o vueltas [tours] de todo
género, según un cierto ritmo.
Lo que pasa en un texto sagrado es el acontecimiento de un
“pasar del sentido” [pas de sens]. Y este acontecimiento es también
aquél a partir del cual puede pensarse el texto poético o literario que
tiende a rescatar lo sagrado perdido y se traduce allí como en su
modelo. Sin-sentido [pas-de-sens], eso no quiere decir pobreza, sino
que no hay sentido [pas de sens] que sea, él mismo, sentido, al
margen de una “literalidad”. Y en esto radica lo sagrado. Éste se
presta a la traducción, que a su vez se consagra a él.
Lo no sagrado no sería nada sin la traducción y ésta no tendría
lugar sin aquél, uno y otro son inseparables. En el texto sagrado “el
sentido ha dejado de ser la línea de separación para el flujo del
lenguaje y para el flujo de la revelación”. Es el texto absoluto porque
en su acontecimiento no comunica nada, no dice nada que cree
sentido fuera de este acontecimiento mismo. Este acontecimiento se
confunde totalmente con el acto de lenguaje, por ejemplo, con la
profecía. Constituye, literalmente, la literalidad de su lengua, el
“lenguaje puro”. Y como ningún sentido se deja llevar, transferir,
transportar, traducir a otra lengua como tal (como sentido), éste
exige enseguida la traducción que parece rechazar. Es traductible
(übersetzbar) e intraducible. Sólo hay letra y ésta es la verdad del
lenguaje puro, la verdad como lenguaje puro.
Esta ley no sería una imposición exterior, concede una libertad a
la literalidad. En el mismo acontecimiento la letra deja de ser
opresiva, puesto que no es el cuerpo exterior o el corsé del sentido.
Se traduce también por sí misma y, en esta relación consigo misma
del cuerpo sagrado, se encuentra implicada la tarea del traductor.
Esta situación, por ser la de un límite puro, no excluye, por el
contrario, los grados, la virtualidad, el intervalo, el entre-dos, la labor
infinita para alcanzar lo que, sin embargo, ha pasado, ha sido ya
dado, aquí mismo, entre líneas, ya firmado.
¿Cómo traduciríais una firma? ¿Y cómo abstenerse de eso, ya se
trate de Yaweh, de Babel, de Benjamin, cuando firman muy cerca de
la última palabra? Pero, literalmente, y entre líneas, cito también
para terminar, la firma de Maurice de Gandillac y planteo mi
pregunta: ¿puede citarse una firma? “Pues en alguna medida, todas
las grandes escrituras –pero, en su nivel más alto la escritura
sagrada–, contienen entre líneas su traducción virtual. La versión
interlineal del texto sagrado es el modelo o el ideal de toda
traducción”.
Traducción: Carmen Olmedo y Patricio Peñalver

44. Primera versión publicada en 1985 en Difference in translation, ed. Joseph Graham,
Cornell University Press (edición bilingüe) y en “L'art des confins”, Mélanges offerts à
Maurice de Gandillac. [Este ensayo sobre la traducción es también un desafío al traductor
ya desde el título: Des tours de Babel. Éste, en efecto, apunta al menos a tres direcciones
de sentido: torres de Babel; vueltas, giros, turnos, regresos de Babel; y desviaciones o
rodeos de Babel. N. de los T.]
45. Cf. Ulises gramófono. Dos palabras para Joyce, trad. Mario E. Teruggi, Tres Haches
Editorial, Buenos Aires, 2002.
46. Cf. Todo el capítulo 1 de este libro: “L´absence de protection des idées par le droit d
´auteur”.
TELEPATÍA47

9 de julio de 1979.48
Entonces, qué quieres que te diga, presentí algo desagradable ahí
dentro, como una palabra o un gusano, un trozo de gusano que
sería de palabra, y buscaría reconstituirse arrastrándose, algo
contaminado que envenena la vida. Y de golpe, precisamente ahí,
solo ahí, comencé a perder mis cabellos, no, a perder los cabellos
que no eran precisamente los míos, quizá los tuyos. Yo intentaba
retenerlos haciendo nudos que, uno tras otro, se desanudaban para,
más lejos, volver a formarse. Sentí, de lejos y confusamente, que
buscaba una palabra, quizás un nombre propio (Claude, por
ejemplo, pero no sé por qué escogí este ejemplo al instante, no
recuerdo su presencia en mi sueño). Era más bien el vocablo lo que
me buscaba, lo que tenía la iniciativa, según yo, y trabajaba para
reunirse por todos los medios, en el curso de un tiempo que no pude
medir, toda la noche quizás, e incluso aún más, o bien una hora o
tres minutos, imposible de saber, ¿pero, se trata aquí de saber? El
tiempo de esta palabra, es lo que, sobre todo si era un nombre
propio, queda sin medida común respecto de todo lo que puede
rodearla. La palabra tomaba su tiempo, y a fuerza de seguirle
tú me preguntas, me pregunto a mí mismo: ¿dónde nos
conduce esto, hacia qué lugar? Nosotros no podemos
absolutamente saber, prever, foresee, foretell, fortune-tell.
Anticipación imposible, es siempre desde ahí que yo me he dirigido
a ti, y tú nunca lo has aceptado. Lo aceptarías con más paciencia si
no nos dijera, por detrás y para sujetarnos, que este lugar, él, nos
conoce, nos ve venir, nos predice, a nosotros, según su cifra
[chiffre]. Piensa que un anacronismo nos retrasa [décale], que, sin
parecer ningún otro, levanta o desplaza las cuñas [les cales], frena o
acelera como si estuviéramos en retardo con relación a lo que ya
nos ha ocurrido [arrivè] en el porvenir, the one which foresees us y
por el cual nos siento ya predichos, prevenidos, arrebatados
[happés], llamados, enviados de un solo desplome [coulèe], de una
sola venida. Llamados, ¿oyes?, ¿oyes esta palabra en varias
lenguas? he intentado explicarla, traducirla el otro día, en su primera
sonrisa interrumpí
y me pregunto, me pregunto cómo deformar la sintaxis
sin tocarla, como a distancia. Es lo que me he dado a llamar la vieja-
nueva frase, como se suele decir, recordarás, la vieja-nueva
sinagoga. Yo me pregunto, esto no es por mí [à moi], no es por mí
que me pregunto, soy yo [moi] quien pregunta cuando yo [je] me
pregunto, y a ti. Pero no me puedes responder por ahora, justo
cuando te he encontrado nuevamente. A propósito, sabes que el
otro día nuevamente me has salvado la vida, cuando, en un
movimiento infinitamente indulgente [pardonnant], has permitido que
te diga dónde está el mal, su retorno siempre previsible, la
catástrofe previniente, llamada, dada, datada. Es legible bajo el
calendario, con su nombre propio, clasificado, tú entiendes esta
palabra, nomenclaturado. No fue suficiente prever predecir lo que
ocurriría un día, forecasting is not enough, haría falta pensar (lo que
esto quiere decir aquí, ya sabes, ¿verdad?) lo que ocurriría por el
hecho mismo de ser predicho o previsto, una especie de bello
apocalipsis telescopeado, caleidoscopeado, desencadenado
[déclenchée] al instante por la precipitación del anuncio mismo, que
consiste justamente en este anuncio, la profecía reaparecida
[revenant] por sí misma a partir del futuro de su propio por-venir. El
apocalipsis tiene lugar en el momento en que escribo esto, pero un
presente de este género guarda consigo mismo una afinidad
telepática o premonitoria (se siente a distancia y se advierte de sí
mismo) que me siembra en ruta y que me asusta. Siempre he
temblado ante aquello que sé de esta manera, que es también lo
que asusta a los otros y por lo cual también yo los inquieto, los
calmo a veces. Sufro. ¿Crees que hablo aquí del inconsciente,
adivina?
Me pregunto –esto, te pregunto: cuando desde el
principio se juega la ausencia, o más bien la indeterminación de
algún destinatario que sin embargo apostrofa, una carta [lettre]
publicada provoca acontecimientos, and even the events it foresees
and foretells, ¿qué es lo que pasa [qu’est-ce qui se passe]?, te
pregunto. No hablo evidentemente de todos los acontecimientos a
los que puede dar lugar alguna escritura o publicación, o ambas,
desde la más borrada de las marcas. Pienso más bien en una serie
de la que haría parte el destinatario, él o ella si tú quieres, tú por
ejemplo, entonces desconocido para quien escribe; y desde
entonces, quien escribe aún no es absolutamente un destinador
[destinateur], ni totalmente sí mismo. El destinatario, él o ella, se
dejaría producir por la carta, a partir de su programa [programme], y
el destinador, él o ella, también. No puedo ya ver muy claro, me
detengo un poco [je cale un peu]. Aquí, lo intento: supongamos que
escribo ahora una carta sin dirección determinable. Ella estaría
cifrada [cryptée] o anónima, poco importa, y la publico, haciendo uso
del crédito que aún tengo, junto con todo aquello que sostiene
nuestro sistema de edición. Ahora, supongamos aquí que alguien
responde, que se dirige en principio al presunto signatario de la
carta, que se supone se confronta por convención con el autor
“real”, aquí “conmigo”, quien es supuestamente su creador. El editor
reenvía la respuesta. Este es un trayecto [trajet] posible, habría
otros y la cosa que me interesa puede producirse incluso si dicha
respuesta no toma la forma de una misiva, en sentido corriente, y si
su entrega [acheminement] no se confía a la institución de correos
[postes]. Entonces me convierto en el signatario de estas cartas
denominadas ficticias [fictives], ahí donde yo solo era el autor de un
libro. Transponer [transpose] esto del lado de lo que llamarían aún el
inconsciente, transponer, en cualquier caso, es la transferencia
[transfert] y la telepoética que está, en el fondo, tramándose.
Encuentro al otro en esta ocasión. Esta es la primera vez en
apariencia, e incluso si, según otra apariencia, yo conozco al otro,
como tú, desde hace años. En este encuentro se anuda el destino
de una vida, de varias vidas al mismo tiempo, más de dos por
supuesto, siempre más de dos. Situación banal, dirías, que sucede
[se passe] todos los días, por ejemplo entre novelistas, periodistas,
sus lectores y auditores. Pero tú no estás. No estoy presentando la
hipótesis de una carta que sería, de alguna manera, la ocasión
externa de un encuentro entre dos sujetos identificables –y que
estarían ya determinados. No, de una carta que a posteriori [après
coup] parece haber sido lanzada hacia algún destinatario
desconocido(a) en el momento de su escritura, destinatario
desconocido de sí mismo o de sí misma, por así decirlo, y que se
determina, como bien sabes hacer, por la recepción de la carta; esto
es, entonces, totalmente otra cosa que la transferencia de un
mensaje. Su contenido y su fin ya no le preceden. Aquí, pues, tú te
identificas y comprometes tu vida en el programa de la carta, o más
bien, de una tarjeta postal [carte postale], de una carta abierta,
divisible, a la vez transparente y cifrada [cryptée]. El programa no
dice nada, no anuncia o enuncia nada, ni el menor contenido, ni
siquiera se presenta como un programa. Ni siquiera se puede decir
que “hace” programa [“fait” programme], pero sin parecerlo, hace [il
fait] el programa. Entonces tú dices: soy yo, únicamente yo quien
puede recibir esta carta, no es que me esté reservada, al contrario,
pero yo reconozco como un presente la chance por la cual esta
carta se libra. Se me corresponde. Y yo elijo que ella me elija al
azar, yo quiero cruzar su trayecto, yo quiero encontrarme, lo puedo y
lo quiero –su trayecto o su trasferencia [transfert]. Breve, tú dices,
“era yo” por una decisión dulce y terrible, totalmente otra [tout
autrement]: nada que ver con la identificación con un héroe de una
novela. Tú dices “yo”, la única destinataria y todo comienza entre
nosotros. A partir de nada, de ninguna historia, la tarjeta que toma
sin decir una palabra. Diciendo o a posteriori prediciendo “yo” [moi],
no te haces ninguna ilusión sobre la divisibilidad de la destinación, ni
siquiera la abordas, la dejas flotar (comprometiéndola incluso en la
eternidad, yo sopeso mis palabras, y tú te preguntas si yo describo o
si he incitado lo que tiene lugar en este momento), tú estás allí para
recibir la división, tú la conjuntas sin reducirla, sin hacerle daño, tú la
dejas vivir y todo comienza entre nosotros, a partir de ti, de lo que
ahí tú das recibiendo. Otros concluirían: una carta, así, encuentra a
su destinatario, él o ella. No, no se puede decir del destinatario que
existe por anticipado [avant la lettre]. Además, si se creyera, si se
considera que tú te identificas con el destinatario como con un
personaje de ficción, la cuestión permanecería [resterait]: ¿Cómo es
esto posible? ¿Cómo identificarse con un destinatario que figuraría
un personaje tan ausente del libro, totalmente mudo, incalificable?
Debido a que quedas [restes] incalificable, innombrable, y que esto
no es una novela, ni un relato [récit], ni una obra de teatro, ni una
epopeya, se excluye cualquier representación literaria. Tú protestas,
por supuesto, y yo te entiendo, y te doy la razón: tú dices que
comienzas por identificarte ante mí, y en mí, por la figura hueca
diseñada de esta destinataria ausente respecto de la cual me
reflexiono [je me muse]. Ciertamente, y tú tienes razón, como
siempre, pero no es más por ti que digo esto, contigo que quiero
jugar a esto, tú, tú sabes que eres tú, ponte pues en el lugar de una
lectora otra, no importa cuál, que pueda incluso ser un hombre, una
lectora de género masculino. Además, lo que está ocurriendo aquí,
tú bien lo sabes, mi ángel, es mucho más complicado. Lo que puedo
extraer para hablar, no se puede en principio medir, no solamente a
causa de la debilidad de mi discurso, de su pobreza, elegida o no:
en verdad no podrá nunca añadir una complicación de más, una
hoja, un laminado de más a la estructura de lo que ocurre [se passe]
y por lo que te tengo, contra mí, besándome continuamente, la
lengua en el fondo de la boca, cerca de una estación, con tus
cabellos en mis dos manos. Pero yo pienso en una sola persona, en
la única, la loca que podría decir después de la carta [après la lettre]
“soy yo”, ya era yo, habría sido yo, y que en la noche de esta
certeza apostada compromete su vida a ello sin retorno, tomando
todos los riesgos posibles, ha aumentado la puja [surenchère] sin
temblar, sin red, como la trapecista que yo soy desde siempre. Todo
esto puede hacerse dulcemente [doucement], incluso debe confiarse
a la suavidad [douceur], sin espectáculo y como en silencio.
Nosotros ni siquiera deberíamos hablar juntos, y todo estaría en
cenizas, hasta esta carta.
9 de julio de 1979.
Tú conoces mi pregunta: ¿por qué los teóricos del performativo o la
pragmática, se interesan tan poco, que yo sepa, por los efectos de
la cosa escrita, en particular por la carta [lettre]? ¿Qué temen? Si
hay lo performativo en una carta, ¿cómo aquello puede producir
todo tipo de acontecimientos, previsibles e imprevisibles, y hasta su
destinatario? Todo esto, por supuesto, según una causalidad
propiamente performativa, si la hay y que sea pura, no según una
otra consecución extrínseca al acto de escribir. Confieso no saber
muy bien lo que quiero decir con esto; lo imprevisible no debería
poder ser parte de una estructura performativa stricto sensu, y sin
embargo...; haría falta nuevamente dividir, multiplicar las instancias:
no todo es destinatario de un destinatario [destinataire dans un
destinataire], solo una parte, lo cual compromete al resto. Para ti [toi]
por ejemplo, que me amas, este amor es más grande que tú y sobre
todo más grande que yo, y sin embargo no es sino una pequeña
parte que se denomina esta palabra, amor, mi amor. Esto no te
impide dejarme, día tras día, y de entregarte a estos pequeños
cálculos, etc.
hago tiempo [je cale].
Hará falta que yo me informe y aclarare esto: partir del hecho
de que, por ejemplo, el big bang habría, digamos en el origen del
universo, producido un sonido del cual se puede considerar que no
nos ha alcanzado aún [encore parvenu]. Está aún por venir y nos
será dado captarle, recibirle según (finalmente te explicaré, lo
esencial es a partir de ahora extraigas todas las consecuencias, por
ejemplo de lo que hace tantos años te dije – y entonces lloraste.
Yo lo he aprendido, pero ya lo sabía, por
teléfono. Esto no es el fin de la transferencia [transfert], y continuará
hasta el fin de los tiempos, en todo caso hasta el fin de la
Causa que ella querría darme o retirarme así, lejos de él o en vistas
de él, yo no lo sé y poco me importa, lo siguiente me ha confirmado
en este sentimiento.
En breve, esto no era un signo de ruptura, sino el último
signo escrito, un poco antes y un poco después de la ruptura (este
es el momento de toda nuestra correspondencia): una breve tarjeta
postal que él envió a [Wilhelm] Fliess el 10 de octubre de 1902. El
Ansichtskarte representaba el Tempio di Nettuno en Paestum:
“Einen herzlichen Gruss vom Hohepunkt der Reise, dein Sigm”.* La
historia de esta correspondencia transferencial es increíble; no estoy
hablando de su contenido, en torno al cual mucho se ha hablado
sino del escenario postal, económico, bancario incluso, militar
también, estratégico al que dio lugar, y tú sabes que nunca separo
estas cosas, sobre todo, no la oficina de correos y el banco [la poste
et la banque], y siempre está la didáctica en el medio. La mujer de
Fliess, la “mala mujer”, vende las cartas de Freud mientras que él
había destruido las de su marido. El comprador S. las vende a Marie
Bonaparte (sí, la de La carta robada [La lettre volée] y el Cartero de
la verdad [Facteur de la vérité]): 100 libras en 1937, en dinero inglés,
aunque la operación haya tenido lugar en París. Verás, toda nuestra
historia Freud se escribe también en inglés, que ocurre al cruzar
[passe à passer] el Canal de la Macha, y la Mancha sabe callarse.
Durante su enseñanza [didactique], la Bonaparte, en Viena esta vez,
habla de la cosa con el maestro furioso, quien le cuenta [raconte]
una historia judía, una historia acerca de desenterrar y lanzar un ave
muerta una semana después del entierro (él tiene otras historias de
aves, ya sabes) e intentó pasarle ¡50 libras!, para retomar sus
derechos sobre sus cartas, sin decirlo explícitamente. Un poco de
didáctica, a continuación, a cambio de algunas piezas de mi vieja
transferencia que me ha hecho hablar tanto. La otra, te he dicho que
no era tan estúpida, se negó. Lo que pasó por su cabeza, no lo sé,
pero tú hablas de tener una decisión que no le deja ir (dice el pobre
Jones, que es por “interés científico” que ella “tuvo el coraje de
enfrentarse (¡hey!, ves porqué a menudo prefiero la traducción) al
maestro”). Después vino el banco Rothschild en Viena, la retirada de
las cartas en presencia de la Gestapo (solo una princesa de Grecia
y Dinamarca era capaz), su depósito en la legación danesa de París
(en general, somme thanks to von Choltitz ¡que no era un general
como los otros!)*, el cruce por el Canal de la Mancha entre las
minas, en un “material impermeable y flotante”, dice de nuevo
Jones, en previsión de un naufragio.** Y todo esto, no lo olvides, en
contra de los deseos del maestro; ¡toda esta violencia termina con
Anna, quien ha hecho copia de las cartas y hace una selección para
su publicación! Y ahora podemos oler un montón de cosas y hacer
cursos sobre sus historias de nariz. Y el otro, uno nunca sabrá lo
que escribió, hay otros y siempre es así.
Sólo hay teleanálisis, ellos tienen que sacar, como nosotros,
todas las consecuencias, tragar por su concepto de “situación
analítica”, tanto una nueva métrica de los tiempos (de la
multiplicidad de sistemas, etc.), así como otra lectura de la
imaginación trascendental (desde el Kantbuch y más allá..., jusqu’à
présent [hasta el presente], como se arriesga a decir en francés). Tú
y yo, nuestro teleanálisis ha durado desde hace tanto tiempo, desde
años y años, “la séance continue”, que, sin embargo, nosotros
nunca nos vemos fuera de las sesiones (y que practiquemos la
sesión muy largamente, no cambia en nada las cosas, que
puntuamos de otra manera). Entonces nunca fuera de las sesiones,
aquí nuestra deontología, somos muy estrictos. Si ellos hicieran lo
mismo, todos ellos, como deberían, ¿haría crecer la hierba en los
salones? Nosotros deberíamos volver a las máscaras si al menos
la última tarjeta postal fue
enviada a Fliess, al parecer al final de un viaje que debería haber
tenido Freud (¡él también!) a Sicilia. Parece que él ha renunciado,
pero es desde Amalfi que se va a Paestum. Recuerda que él está
viajando con su hermano, Alexander, y que entre dos tarjetas
postales ve a su doble (“no Horch –dice–, otro” doble [sosie]). Allí
reconoce un signo precursor de la muerte: “¿Esto significa Vedere
Napoli e poi morire?”, él pregunta.* Él siempre asocia el doble
[double], la muerte y la premonición. Respecto de las dos tarjetas
postales, antes y después del encuentro con el doble [sosie], no he
inventado nada. La primera, el 26 de agosto de 1902, a Minna, su
cuñada. La envía desde Rosenheim. La otra, después, desde
Venecia, y Jones escribe: “Al día siguiente, a las dos y media de la
mañana, deben cambiar de tren en Bolonia, a fin de subir al expreso
de Múnich. Freud, encuentra el tiempo para enviar otra tarjeta
postal”.
Mientras tanto, por las razones que te he
dicho, estoy hojeando a través de la Saga un poco distraído, sin ver
muy claramente si voy a conseguir algo del lado –¿de cuál?
Digamos que de la Inglaterra de Freud en la segunda mitad del siglo
pasado. La Forsyte Saga comienza en la Inglaterra de 1886, y su
segunda parte, que Galsworthy titula A modern comedy, llega a su
fin en 1926.* ¿Coincidencia? 1926, es cuando Freud ha cambiado
con respecto a la telepatía; y lo que viene alrededor de ella
aterrorizó a su amigo Jones, quien en una carta-circular declara
sobre este tema [sujet] (la pretendida “conversión” de Freud a la
telepatía) que sus “predicciones”, las de Jones,
¡“desafortunadamente se han realizado”! Él habría predicho (¡!) que
a esto alentaría el ocultismo. La carta-circular de Freud en
respuesta, el 18 de febrero de 1926: “Nuestro amigo Jones me
parece estar muy descontento con la sensación que mi conversión a
la telepatía ha causado en los periódicos británicos. Él recuerda
cómo estaba cerca de una conversión de este tipo, en la
comunicación que he tenido la oportunidad de presentar durante
nuestro viaje en Harz. Las consideraciones de política exterior me
han retenido el tiempo suficiente, pero, finalmente, hace falta
declarar los colores de uno y debe inquietarse tan poco del
escándalo de esta ocasión como en las ocasiones anteriores, y
quizás más importantes”. Al principio de la “comedia moderna”, un
magnífico Forsyte family tree que se extiende por cinco páginas.
Pero releí la historia de Forsyth-Forsyte-von Vorsicht-foresight-
Freund-Freud en las Nuevas Conferencias, las leí y releí en tres
lenguas sin resultados, quiero decir, sin encontrar, detrás de lo
obvio, algo que huelo.
Hay, entre nosotros, qué quieres que te diga,
un caso de fortune-telling book más fuerte que yo. A menudo me
pregunto: ¿cómo los fortune-telling books, por ejemplo, tal como el
de Oxford, pueden, tal como la denominada buena ventura, los
videntes o los médiums, hacer parte [faire partie] de lo que ellos
declaran, predicen o dicen prever, que a pesar de participar en la
cosa, también la provocan, se dejan al menos provocar al
provocarla? Se cruzan aquí todos los for, fore, fort, en varias
lenguas, y forte en latín y fortuna, fors, y vor, y forsitan, fr, fs, etc.
Entonces me quedé dormido y busqué las
palabras del otro sueño, el que te había comenzado a contar. En la
mitad del sueño, tuve el vago presentimiento de que se trataba de
un nombre propio (en todo caso, no hay ahí sino nombres propios),
de un nombre común donde se enredarían nombres propios, y que
deviene él mismo un nombre propio. Desenredar un poco los
cabellos de mi sueño, y lo que dicen en su caída, en silencio. Yo
vengo de asociarlo con la fotografía de Erich Salomon de la que te
hablado ayer, El curso de profesor W. Khal (casi “calvo” [kahl] en
alemán).*
hace mucho ya, me ahogó a mí mismo. Recuerda. ¿Por
qué, en mis sueños suicidas, es el ahogamiento el que se impone
siempre, y más a menudo en un lago [lac], a veces un estanque
pero por lo general en un lago? Nada me es más extraño que un
lago: demasiado lejos de los paisajes de mi infancia. ¿Será más
bien literario? Creo que es más la fuerza de la palabra. Algo que se
invierte [renverse] o precipita (cla, alc) hundiendo la cabeza hacia
abajo. Tú dirás que es en estas palabras, en sus letras [lettres] que
quiero desaparecer, no necesariamente para morir sino para vivir
oculto, quizás para disimular lo que yo sé. Así glas, tú ves, tendría
que localizarse de ese lado (cla, cl, clos, lacs, le lacs, le piège, le
lacet, le lais, là, da, fort, hum...). ¿Tú me habías hablado de
“Claude”? Me vas a recordar, hace falta que te cuente qué es este
nombre para mí. Tú lo notarás: como “postal” [poste], es andrógeno.
Yo me lo he perdido [manqué] en Glas, pero nunca ha estado lejos,
él no me ha perdido [manqué], él. La catástrofe es de este nombre.
Supongamos que publico esta carta tomando,
para su incineración, todo lo que, aquí y allá, permitiría identificar su
destinación. Por supuesto, si la destinación determinada –la
determinación– pertenece al juego de lo performativo, esto podría
ocultar un simulacro infantil: bajo la indeterminación aparente,
teniendo en cuenta miles de rasgos codificados, la figura de algún
destinatario toma forma con toda claridad, junto con la mayor
probabilidad de que la respuesta así inducida (pedida) proviene de
una dirección particular y no de otra. El lugar de la respuesta, lo
habrían asignado mis redes, las redes de la cultura, de la lengua, de
la sociedad, del fantasma, todo lo que quieras. No importa cuál
desconocido no reciba, aunque sea de manera fortuita, cualquier
“mensaje”, y sobre todo que no lo responda. O bien, no responder,
es no estar recibiendo. Si, de ti por ejemplo, recibo una respuesta a
esta carta, es porque, conscientemente o no, como quieras, yo
había pedido esto en lugar de eso, y por lo tanto de aquel o aquella.
Como en un primer momento esto parece, en ausencia del
destinatario “real”, pasarse entre yo y yo mismo, a excepción de mí
[à part moi], una parte de mí que se ha hecho parte del otro [une
part de moi qui se sera fait part de l’autre], voy a tener claramente
que haber preguntado... ¿Qué es lo que me pregunto, y quién? Tú,
por ejemplo, pero cómo tú, mi amor, ¿podría no ser sino solo un
ejemplo? Tú lo sabes, tú, dime la verdad, oh tú, la vidente, tú, la
adivina. ¿Qué quieres que te diga?, estoy dispuesto a escuchar todo
de ti, ahora estoy listo, dime.
Ella permanece [reste] impensable,
este encuentro único de lo único, más allá de todo cálculo de
probabilidades, tan programada como imprevisible. Nota, esta
palabra “cálculo” es interesante en sí misma, escucha con cuidado,
llega ahí cuando el cálculo quizás falla... “mi corazón, por tener
callo” [avoir du cal au coeur], escribe Flaubert.* Se trata de Louise,
desde sus primeras cartas (¡ah, esos dos!), es miedo de que ella
tenga miedo, y había una buena razón, en ambos lados: “Oh, no
tengas miedo: mi corazón, por tener callo, no es menos bueno”. Lee
todo [Lis tout]. Y al día siguiente, después de recordar: “Creo
haberte dicho ya que amo sobre todo tu voz”, sin teléfono, él escribe
esta vez “lago de mi corazón”: “Viniste a revolverlo todo con la punta
del dedo. El viejo poso [lie] volvió a hervir, y el lago de mi corazón se
agitó. ¡Pero es que la tempestad está hecha para el Océano!
Cuando se enturbian los estanques, de ellos no se exhalan sino
olores malsanos. Para decirte esto es preciso que te ame”. Al día
siguiente, among other things: “Ahora son las diez; acabo de recibir
tu carta y de enviar la mía, la que he escrito esta noche. Apenas en
pie, te escribo de nuevo sin saber lo que voy a decirte”. ¿Esto te
recuerda algo? Es aquí que la correspondencia se comunica con “el
libro sobre nada” [le livre sur rien].** Y el mensaje del no-mensaje
(existe siempre) consiste en esto. Decir “¿Estás bien? – bien” [“Ça
va? – Ça va”] no transporta ningún mensaje, esto no es verdad sino
bajo el contenido aparente de los enunciados, y hace falta reconocer
que no espero información en respuesta a mi pregunta. Pero el
intercambio de “estás bien”, sigue siendo tan elocuente como
significativo.
Del callo al lago [cal en lac], es de creer que él
tenía también su cojera [claudication]. Al respecto, yo he descubierto
el claudius en Glas, del lado de glaudius (p. 60).*
¿Cómo sería que este fortune-telling book
habría llegado a mí, a ti, a quien aún no conozco, y, es verdad, tú
sabes esto, con quien, sin embargo, voy a vivir a partir ahora?
“¡Ello dispara!, ¡Ello acierta en el blanco! ¿Soy yo quien da en el
blanco, o es el blanco que acierta en mí?”**, ésta es mi pregunta, te
la dirijo, mi ángel; esta fórmula la he sacado, de un texto zen sobre
el arte de caballería del tiro con arco. Y cuando se pregunta al
rabino Kotzk por qué se llama Shavuot el tiempo en que la Torá nos
fue dada y no el tiempo en que la hemos recibido, él da la siguiente
respuesta: el don tuvo lugar un día, el día que nosotros
conmemoramos; pero puede ser recibida en cualquier tiempo [tous
les temps]. A todos el don fue igualmente dado, pero no todos lo han
recibido. Ésta es una historia jasídica de Buber. Ésta no es la Torá,
por supuesto que no, pero entre mis cartas y la Torá, la diferencia
requiere de ambas para ser pensada.
10 de julio de 1979.
cuando el otro día tú me preguntabas: ¿qué está cambiando en tu
vida? Y bien, has notado un centenar de veces en este último
tiempo, que es lo contrario de lo que preveía, como se podía
esperar: una superficie cada vez más ofrecida a todos los
fenómenos anteriormente rechazados en nombre de un determinado
discurso de la ciencia, a los fenómenos de la “magia”, de la
“videncia”, de la “suerte”, de las comunicaciones a distancia, a las
cosas denominadas ocultas. Recuerda.
y nosotros, no habríamos avanzado un paso en
este tratamiento del envío (la adestinación, la destinerrancia, la
clandestinación) si entre todas las tele-cosas no nos hubiésemos
tocado por Telepatía en persona. O mejor dicho, si no nos dejamos
tocar por ella. Sí, tocar. A veces pienso que el
pensamiento antes
de “ver” o de “escuchar”, toca, y pone las garras, y que ver u oír
vuelven [revient] a tocar a distancia – pensamiento muy antiguo,
pero hace falta lo arcaico para acceder a lo arcaico. Tocar, por tanto,
ambos extremos a la vez, tocar el lado donde la ciencia y la
denominada objetividad técnica se implican en lugar de resistirse
como antes (consulta a qué experimentos exitosos se dedican rusos
y norteamericanos, con sus cosmonautas), tocar también el lado de
nuestras aprehensiones inmediatas, nuestras pathies, nuestras
recepciones, nuestras aprehensiones, porque nos estamos dejando
aproximar sin tomar ni entender nada, y porque tenemos miedo (“no
tengas miedo”, “no te preocupes de nada”, somos precisamente
nosotros, eh), por ejemplo: nuestras últimas “alucinaciones”, la
llamada telefónica con las líneas cruzadas, todas las predicciones,
sean verdaderas, sean falsas, de la música polaca… La verdad,
siempre he tenido dificultades para acostumbrarme a: que la no-
telepatía sea posible. Siempre es difícil imaginar que se pueda
pensar algo por sí mismo [à part soi], en su fuero interno, sin ser
sorprendido por lo otro, sin que lo otro sea advertido en el acto, con
tanta facilidad como si tuviera, en sí, una gran pantalla en el
momento de hablar, con un control remoto [télécommande] para
cambiar de canal y jugar con los colores, el discurso siendo doblado
en letras grandes para evitar cualquier malentendido. Para los
extranjeros y los sordo-mudos. Esta pueril creencia de mi parte, de
una parte en mí, no puede sino referirse a este fondo –bien, el
inconsciente, si quieres– sobre el cual se ha levantado la
certidumbre objetivista, este sistema (provisorio) de la ciencia, el
discurso vinculado con un estado de la ciencia que nos hizo
mantener alejada a la telepatía. Es difícil imaginar una teoría de
aquello que ellos todavía llaman el inconsciente sin una teoría de la
telepatía. Éstas no pueden confundirse ni disociarse. Hasta hace
poco tiempo, me imaginaba, por ignorancia y por olvido, que la
inquietud “telepática” estaba contenida en los pequeños bolsillos de
Freud –finalmente lo que él dice en dos o tres artículos
considerados menores. Esto no es falso, pero percibo mejor ahora,
después de la investigación, cómo estos bolsillos son numerosos. Y
ahí hay mucha, mucha agitación a lo largo de las piernas. (Espera,
interrumpo aquí por un instante el tema de sus “legados” [legs]* y de
todo lo que te había dicho [reconté] sobre el paso [pas], la vía
[voie]**, la viabilidad, nuestro viático, el coche y el Weglichkeit, etc.,
con el fin de copiar esto para ti, le caí encima ayer al atardecer:
“nosotros tenemos el ser y el movimiento, porque somos viajeros.
Ahora bien, es gracias a la vía [voie] que el viajero recibe el ser y el
nombre de viajero. En consecuencia, cuando un viajero avanza o se
mueve por una vía sin fin y se le pregunta dónde está, él contesta
que está en camino [sur la voie]; y si se le pregunta de dónde viene,
él responde que viene del camino [voie]; y si se le pregunta a dónde
va, él dice que va de una vía a otra [de la voie à la voie]. (...) Pero
ten cuidado [garde] con esto (sí, porque se podría no tener cuidado,
la tentación es grande, y es la mía, ella consiste en no tener cuidado
[garde], no guardar nada [garde de rien], no resguardar nada [garde
à rien], y mucho menos la verdad que es la guardia [garde] misma,
como su nombre lo indica) esta vía que es también la vida, es
también verdad”. Adivina, tú, la adivina, quién escribe esto, que no
es ni el tô (camino y discurso), ni el Weg de Martin; adivina lo que he
dejado fuera. Esto se llama Où est le Roi des juifs? [¿Dónde está el
rey de los judíos?]. A pesar de la tautológica viabilidad de la cosa,
hay direcciones, apóstrofes, preguntas y respuestas, ¡y que se
ponen en guardia!). Así, los bolsillos son numerosos, e inflados, en
el cuerpo pero también en el “Movimiento”, en la vida de la “Causa”:
el debate no se detendría en la telepatía y la transmisión del
pensamiento, haría falta decir la “transferencia de pensamiento”
(Gedankenübertragung). Freud mismo querría distinguir
(laboriosamente) entre los dos, creyendo firmemente en esta
“transferencia de pensamiento”, y practicando por largo tiempo
cierta vacilación alrededor de la “telepatía”, que significaría una
advertencia en cuanto a un acontecimiento “exterior” (???). Un
interminable debate entre él y él, él y los otros, los seis otros
anillados. Estaba el clan de Jones, “racionalista” terco, que se hacía
aún más limitado que él, por causa de la situación y de la tradición
ideológica de su país, donde el peligro “oscurantista” era más fuerte;
y luego el clan Ferenczi, que se oscurece aún más rápido que el
viejo, sin hablar de Jung evidentemente. Habían dos alas, por
supuesto, dos clanes y dos alas. Si tienes tiempo, estas vacaciones,
relee el capítulo “Ocultismo” al final de Jones, está lleno de cosas,
pero hacen la parte de este otro Ernest: muy interesado en ser serio,
él tiembla. Ya ves, no se puede pasar por alto a Inglaterra, en
nuestra historia. Del Fortune-telling book en Sp hasta la Forsyte
Saga y Herr von Vorsicht, pasando por los Jones y los Ernest (el
pequeño, que debe tener cerca de 70 años, sigue jugando a la
bobina en Londres, donde es psicoanalista bajo el nombre de Freud-
Ernst W. Freud, no William, Wolfgang, sino Freud y no Halbertstadt,
el nombre del padre o del yerno, pobres yernos)*. Por supuesto,
habían todos los riesgos del oscurantismo, y el riesgo está lejos de
haberse disipado, pero se puede imaginar que entre su pensamiento
del “inconsciente” y la experimentación científica de otros que
verifican la transferencia psíquica a distancia, un lugar de cruce no
ha sido excluido, por lejos que esté. Por otra parte, entre otros
lugares, Freud lo dijo desde el comienzo de Psicoanálisis y
telepatía**, el progreso de las ciencias (descubrimiento del radio,
teorías de la relatividad) puede tener este doble efecto: Hacer
pensable lo que la ciencia anterior rechazó en la oscuridad del
ocultismo, pero simultáneamente liberar nuevos recursos
oscurantistas. Algunos utilizan la ciencia que no entienden para
dormirse en la credulidad, para tomar los efectos hipnóticos del
saber. Esto
que tú no sabrías jamás, esto que te he escondido y ocultaré, salvo
colapso y locura, hasta mi muerte, ya lo sabes, instantáneamente y
casi antes de mí. Sé que tú lo sabes. No quieres saberlo porque lo
sabes; y sabes no querer saberlo, querer no saberlo. Por mi parte,
todo lo que disimulas, debido a que te odio, lo cual gozo [je jouis], lo
sé, te pido mantenerlo en el fondo de ti como la reserva de un
volcán, me pregunto, como tú, cómo un ardiente goce [jouissance]
se detendría ante la erupción y la catástrofe de la confesión. Esto
sería simplemente demasiado. Pero veo, es la conciencia que
tengo, veo los contornos del abismo; y desde el fondo, que no veo,
de mi “inconsciente” (tengo ganas de reír cada vez que escribo esta
palabra, sobre todo con una marca posesiva), recibo informaciones
en directo. Falta pasar a través de las estrellas al fondo del volcán,
comunicación por satélite, y desastre, sin que por ello esto llegue a
destinación. He aquí, pues, mi última paradoja, que solo tú vas a
entender con claridad: es porque habría telepatía que una tarjeta
postal puede no llegar a su destinación. La última ingenuidad
sugeriría que Telepatía garantiza una destinación que los “correos y
telecomunicaciones” fracasan en asegurar. Al contrario, todo lo que
digo de la estructura de tarjeta postal de la marca (interferencia,
parasitaje, divisibilidad, iterabilidad and so on) se encuentra en
cadena. Esto vale para cualquier sistema en tele– , cualquiera que
sea el contenido, la forma o el soporte.
Entre el 10 y el 12 de julio (probablemente). My sweet darling girl
para organizar con
Eli nuestra reunión del sábado y para hacer pasar esta audaz
misiva como contrabando. Pero me parece imposible diferir el envío
de mi carta
y sin embargo no me atrevía a beneficiarme de los pocos momentos
en los que Eli nos dejó a solas. Me habría parecido violar la
hospitalidad.
¿voy a recibir
la carta de la que me hablaste? estas saliendo – y hará falta que nos
correspondamos. ¿Cómo proceder para que nadie sepa
nada? He
establecido un pequeño plan. En caso de que una escritura
masculina parezca extraña en la casa de su tío, Martha [aquí, ya
sabes qué contrabandista escribió esta carta, el 15 de junio de 1882]
quizás podría trazar su propia dirección en un cierto número de
sobres con su dulce mano, después de lo cual llenaré estas
miserables conchas con contenidos miserables. No puedo prescindir
de las respuestas de Martha... Fin de la cita. Dos días después, ella
le ofrece un anillo que ha venido del dedo de su padre. Su madre se
lo había dado, pero era demasiado grande para ella (ella no lo había
perdido, como yo lo hice con el de mi padre, un día tan singular.
). Freud lo llevaba, ¡pero tenía una copia!, mientras le decía que la
copia tenía que ser la verdadera. F. el sabio. Aquí está el primer
archivo de su sensibilidad telepática, una historia de anillos tan
frecuente en el material de Psicoanálisis y Telepatía (la mujer que se
quita el anillo de bodas y se va a ver a un cierto Wahrsager que no
habría dejado, según Freud, de percibir die Spur des Ringes am
Finger.
): “Tengo que hacerte
algunas preguntas serias, trágicas. En tu alma y conciencia, dime si
el pasado jueves a las 11 horas, me amabas menos o si te
molestaba más de lo habitual, o tal vez incluso si me eras “infiel”,
para usar las palabras de poeta (Eichendorff, La petite bague
brisée).* Pero ¿por qué esta abjuración ceremoniosa y de mal
gusto? Debido a que aquí tenemos una buena oportunidad para
poner fin a una superstición. En el momento del que acabo de
hablar, mi anillo tiene una ranura, donde se encuentra la perla. Debo
admitir, mi corazón no se estremeció. Ningún presentimiento me
susurra que nuestro compromiso será roto, y ninguna oscura
sospecha me hará pensar que tú estabas justo en ese momento
persiguiendo mi imagen de tu corazón. Un hombre impresionable
habría sentido todo esto, pero yo no tenía sino una idea: hacer
reparar el anillo [anneau] y también he pensado que accidentes de
este tipo son raramente evitables…” Cuando es tan poco prevenible
que dos veces se rompa este anillo y dos veces durante la
operación de una amígdala, en el momento que el cirujano hundió el
escalpelo en la garganta del prometido. La segunda vez, la perla no
se pudo encontrar. En su carta a Martha, tienes todo el programa,
toda la contradicción por venir ya reunida en el “pero yo...”. Él
también oye voces, la de Marta cuando él está en París (final de
psychopatho.) y “se me respondió cada vez que no había ocurrido
nada”.** Vaya a saber si eso le tranquiliza o decepciona [déçoit].
Como es habitual para mí, he coleccionado todos los fetiches, los
boletos, los trozos de papel: los boletos para asistir al Ringtheater
de Viena (la noche del gran incendio), entonces cada tarjeta de
visita con un lema en latín, en español, en inglés, en alemán, como
amo hacerlo, las tarjetas marcan el lugar del ser amado en la mesa,
entonces las hojas del roble del paseo bien llamado Kahlenberg.
Entre el 10 y el 12 de julio (probablemente).
la habilidad para desviar la dirección de las
palabras [l’adresse à détourner des mots l’adresse].* “¡Ah! Mi ángel
querido, cuánto te agradezco mi puntería!” [“Ah! mon cher ange,
combien je vous remercie de mon adresse!”]. Te dejo descubrir el
contexto por ti misma, está en Le Spleen de Paris (Le galant tireur),
y en Fusées (XVII).**
12 de julio de 1979.
debido a que sus conferencias sobre la telepatía –que yo he querido
llamar las falsas conferencias, porque confía en ellas tanto, el
pobre– fueron para nosotros tan imaginarias o ficticias como el
curso del profesor W. Khal. No solo ha sido muy difícil para él
decidirse [se prononcer] sobre la telepatía, sino que él nunca se ha
pronunciado [prononcé] sobre este tema. Ni escrito nada. Él ha
escrito en vista de hablar, de prepararse para hablar y nunca habló.
Las conferencias que ha escrito sobre este tema, jamás dieron lugar
a su alocución y se mantuvieron escritas. ¿Esto es insignificante? Yo
no lo creo, y estaría tentado de ponerlo en una cierta relación con
este hecho: el material que emplea en este dominio, sobre todo en
Sueño y telepatía*, son casi siempre, literal o casi únicamente,
escritos epistolarios (cartas, tarjetas postales, telegramas, tarjetas
de visita). La falsa conferencia de 1921, “Psicoanálisis y telepatía”,
supuestamente escrita para una asamblea de la Asociación
Internacional, que no tuvo lugar, él no la pronunció nunca; y parece
que Jones lo ha disuadido, con Eitington, de presentarla en el
próximo Congreso. Este texto no fue publicado sino hasta después
de su muerte, y su manuscrito contenía un postscriptum que
relataba el caso del Dr. Forsyth y de la Forsyte Saga, olvidada en la
primera versión por “resistencia” (cito). La falsa conferencia de 1922,
“Sueño y telepatía”, nunca fue pronunciada, como debía ser, ante la
Sociedad de Viena, y solo fue publicada en Imago. La tercera falsa
conferencia, “Sueño y ocultismo” (30ª conferencia, la segunda de las
Nuevas Conferencias), naturalmente, nunca fue pronunciada y
Freud se explica en el prólogo de las Nuevas Conferencias.** Es en
este último texto que encontrarás la Vorsicht Saga con la cual me
gustaría reconstituir una cadena, la mía, de la que te había contado
por teléfono el día cuando ponías tus manos en el aparato para
llamarme en el mismo momento en que mi propia llamada comenzó
a sonar
él dice que ha cambiado
su punto de vista sobre la transferencia de pensamiento. La así
llamada ciencia (por otros) “mecanicista” podrá un día dar cuenta de
ello. La relación entre dos actos psíquicos, la advertencia inmediata
que un individuo puede parecer dar a otro, la señal o transferencia
psíquica puede ser un fenómeno físico. Este es el final de “Sueño y
ocultismo”. Acaba de decir que él es incapaz de buscar para
complacer (tú hablas, ojos míos, como yo
) el proceso de telepatía sería físico en sí, salvo en sus dos
extremidades; una se reconvertiría (sich wieder umsetzt), incluso la
psíquica, en el otro extremo. Por lo tanto, la “analogía” con otras
“transposiciones”, otras “conversiones” (Umsetzungen) es
indiscutible: por ejemplo, la analogía con “hablar y escuchar el
teléfono”. Entre la retórica y la relación psico-física, en cada uno y
de uno a otro, no hay sino solo traducción (Übersetzung), metáfora
(Übertragung), “transferencias”, “transposiciones”, conversiones
analógicas, y sobre todo las trasferencias de trasferencias: Über,
meta, tele: estas palabras transcriben el mismo orden formal, la
misma cadena, y como nuestro discurso sobre este pasaje
[passage] ocurre [se passe] en latín, se añade también trans a la
lista. Hoy nosotros privilegiamos los soportes eléctricos o
magnéticos para pensar este proceso, este proceso de
pensamiento. Y la tekhne telemática no es un paradigma o un
ejemplo materializado de alguna otra cosa, ésta es eso (en
comparación con nuestro block mágico, se trata de un problema
análogo, todo esto se comunica por teléfono). Pero una vez más, un
teléfono terrorífico (y él, el anciano, tiene miedo, yo también) con la
transferencia telepática, no se puede estar seguro de ser capaz de
cortar (no hace falta decir hold on, no corte, ésta está conectada día
y noche, ¿nos imaginas?), ni de poder aislar las líneas. Todo el amor
sería capitalizado y enviado por una central tipo terminal Plato de
Control Data: un día te hablé sobre el software de C.i.i. Honeywell-
Bull llamado Sócrates, acababa de descubrir a Platón. (No he
inventado nada, en Norteamérica es Plato). Así que tiene miedo, y
tiene razón, de lo que sucedería si se pudiera hacer uno mismo
maestro y propietario (habhaft) de este equivalente físico del acto
psíquico, en otras palabras (pero esto es lo que está sucediendo, y
el psicoanálisis no está simplemente fuera de contacto [hors du
coup], especialmente no en su tradición hipnótica indestructible
[increvable]) si tuviéramos un tekhnè telepathikè
pero mi amor, esto es para perder la cabeza, ni más ni menos. Y no
me digas que no comprendes o que no recuerdas, te lo he hecho
saber desde el primer día, y después repetido en cada vencimiento.
Platón es aún el sueño de la cabeza que capitaliza y garantiza los
intercambios (un software [logiciel] más didáctico [didacticiel], como
se dice ahora, falta más que uno dialéctico [dialecticiel]). Pero ahí, él
debe hacer su duelo de Platón mismo (esto es lo que hemos estado
haciendo todo el tiempo desde que nos amamos y tú me enseñaste
este parricidio aterrador, que vino desde que lo he matado en mí, a
fin de acabarlo, y esto no termina, y te perdono, pero él en mí tiene
problemas...) “Dans des cas pareils, ce n’est que le premier pas qui
coûte” [“En tales casos, lo único que cuesta es dar el primer paso” ],
dijo en francés al final de Psi. y Tele. Y concluye: “Das Weitere findet
sich” [“Lo demás viene solo”]. No para nosotros, esto cuesta a cada
paso. Relee este párrafo, el último. Después de haber tenido el valor
de decir que su vida ha sido muy pobre en experiencias ocultas,
añade: pero es un (no) paso más allá de lo que sería si... (welch
folgenschwerer Schritt über...).* Él prevé, así, las consecuencias y
agrega la historia del guardián de la basílica de Saint Denis. Éste
había caminado con su cabeza bajo el brazo después de su
decapitación. Había recorrido una larga distancia (ein ganzes
Stück). ¿Y sabes lo que hacía con su cabeza, al ponerla bajo el
brazo? Se había levantado [relevée] (aufgehoben). Dime, ¿me
relevarás, eh, marcharás con mi cabeza bajo el brazo? Me gustaría.
No. “En tales casos –concluye el Kustos– es solo el primer paso que
cuesta”. En los Gesammelte Werke, el texto siguiente, el título que
se lee inmediatamente después del “primer paso”, es Das
Medusenhaupt.**
Imagina que estoy caminando como él, a su ritmo: entre
cincuenta y sesenta años (aproximadamente hasta 1920),
permanezco en la indecisión. Yo los duermo, dejándoles creer lo
que ellos quieran: la telepatía, no sabes, y te digo que yo mismo no
sé si creo en ella. Ves palomas en mis manos y saliendo de mi
sombrero, pero la forma en que lo hago, misterio. Así, todo en mi
vida (lo siento, en la nuestra) se organiza o desorganiza de acuerdo
con esta indecisión. Se le permite vivir a Platón o a su fantasma, sin
saber si era él o su fantasma. Luego viene la última fase, la que
todavía está por delante de nosotros, pero que veo vernos venir, y
que, en el software [logiciellement], nos ha advertido [prévenus]
desde el principio. Nos esperaría, por tanto, una vida totalmente
transformada, convertida, paralizada por la telepatía, entregada a
sus redes y a sus intrigas sobre toda la superficie de su cuerpo, en
todos los ángulos, enrollado en la telaraña de historias y de
momento sin la menor resistencia de nuestra parte.
Comprometimos, al contrario, una participación entusiasta [zélée],
las iniciativas experimentales más provocativas. Las personas no
nos recibirán más, nos evitarían como a los adictos, asustaremos a
todo el mundo (¡tan fort, como da¡). Por ahora me asusto a mí
mismo, hay uno en mí que ha comenzado y que juega para
asustarme. Permanecerás conmigo, no es así, tú me dirás otra vez
la verdad.
13 de julio de 1979.
No me interesa sino la saga, en primer lugar del lado maternal
(Safah, el nombre del “labio” y de mi madre, como te dije en
octubre)* al menos desde el bisabuelo que hoy cuenta con más de
600 descendientes. Entonces la hipnosis, y a menudo lo decía el
año pasado: “es como si yo escribiera bajo hipnosis” o “haciendo
una lectura bajo hipnosis”. A pesar de que no creo en la vigilia
[veille], hace falta que prepare el gran despertar [réveil], solo con el
fin de cambiar de lado, en suma, al igual que como uno se gira en
una cama
y por eso mi primer tiempo, el de la indecisión. En la falsa
conferencia titulada “Sueño y telepatía”, mi retórica es impagable,
propiamente increíble. Increíble, esta es la palabra, porque juego en
la incredulidad o más bien la acredulidad [acroyance], como no hace
mucho tiempo en Más allá... Todo lo hago para que este auditorio
(que he dispuesto para no tener, por último, para no dejarme robar
por este pobre Jones, con sus consejos de cientista político) no
pueda creer ni no creer, en ningún caso para detener su juicio. Esto
hará que trabajen y trasfieran durante este tiempo, porque la
creencia y el juicio interrumpen el trabajo [arrêtent le travail]; y a
continuación, beneficio secundario, van a dormirse y quedarán
suspendidos en mi labio [lèvre]. Falta saber (y aquí soy fuerte,
porque en este dominio ya no se trata de la cuestión de “saber”.
Todo en nuestro concepto de saber se construye para que la
telepatía sea imposible, impensable, desconocida. Si la hay, nuestra
relación con Telepatía no debe ser de la familia del “saber” o “no-
saber”, sino de otro género). Haré, pues, todo lo posible para que no
puedas creer ni no creer que yo mismo creo o no creo; pero el punto
es que justamente tú nunca sabrás si lo hago intencionalmente
[exprès]. La cuestión de lo expreso [l’exprès] pierde todo sentido
para ti.
será sorprendente para ti: en su astucia e
ingenuidad (que soy yo, ¿verdad?), el uno y el otro igualmente
probables e improbables, distintos y confusos, como un viejo mono.
En primer lugar, pretendo decepcionar a los oyentes ficticios y
lectores aleatorios: ¡oh!, existe mucho interés en lo oculto de hoy, y
como he puesto en cartelera Telepatía, están todos emocionados.
Siempre me has tomado, como Fliess, por un “lector del
pensamiento”. Desprecio [Mépris]. Esperas contener la respiración.
Tú estás en espera al teléfono, yo te imagino y te hablo por teléfono
o teletipo ya que he preparado una conferencia que nunca
pronunciaré (como una carta que no se envía en la vida, que se deja
interceptar por Jones y los amigos de la Causa, esto es, por mis
lugartenientes). Bueno, estás equivocada, por una vez, no
aprenderás nada de mí sobre el “enigma de la telepatía”. Sobre
todo, voy a preservar esto a toda costa, tú no podrás saber “si yo
creo o no en la existencia de una telepatía”. Esta apertura podría
incluso hacer pensar que yo sé, yo, si creo o no, y que, por una
razón u otra, yo quiero mantenerlo en secreto, especialmente para
producir tal o cual efecto trasferencial (no necesariamente sobre ti o
sobre ustedes, sino sobre este público en mí que no me deja). Y, sin
embargo, al final de la falsa conferencia, cuando tomo la palabra
“oculto”, finjo (más o menos, como diría mi padre) confesar que no
me conozco a mí mismo. Yo no sé nada. Me disculpo: si he dado la
impresión de haber secretamente “tomado partido” por la realidad de
la telepatía en el sentido del ocultismo. Lamento que sea tan difícil
evitar dar una impresión así. Dime, ¿a quién crees que le hablo?
¿Por qué es esto lo que tomo? Si no quiero dar la impresión, no
tengo más que hacer lo que es necesario, ¿no te parece? Por
ejemplo, no jugar con el alemán. Diciendo que quería ser totalmente
“unparteiisch”, no quiero decir “imparcial” en el sentido de la
objetividad científica, sino sin prejuicios [sans parti]. Así es como
quiero que aparezca: sin tomar partido [Partei Nehmen] y
permanecer “sin prejuicios” [“sans parti”]. Y he llegado a la
conclusión, como en Más allá..., sin concluir, recordando todas las
razones que he de dejar sin partido [sans parti]. Es realmente el
primer paso el que cuesta. Allí, tú duermes, acuñada [calée] en tu
sillón. No tengo ninguna opinión, entiendes, “ningún juicio”. Esta es
mi última palabra. A mi edad, “yo no sé nada sobre este tema”.
Desde la primera frase a la última, desde el momento en que había
dicho: “ni siquiera se informarán si yo creo o no”, hasta el momento
de concluir: “De todos modos no sé nada acerca de mí mismo”,
podrías pensar que, por tanto, no pasa nada, que no hay aquí
progreso alguno. ¿Pero tú no crees que pueda disimular el
principio? ¿Y aún, diciendo al final que no sé nada? ¿Por diplomacia
y cuidado de “política exterior”? No tienes que creer mi palabra. Es
como cuando te pido al atardecer: dime la verdad, mi pequeña
vírgula ¿Crees que podemos hablar de la mentira en filosofía, o en
literatura, o mejor, en las ciencias? Imagína la escena: ¿Hegel
miente cuando dice en la gran Lógica... o Joyce, en ese pasaje de F.
W., o Cantor? pero si, pero si, y más se puede jugar a esto, más me
interesa. En el fondo, es decir, los discursos en los cuales la mentira
es imposible no me han interesado nunca. Los grandes mentirosos
son imperturbables, ellos nunca hablan de ello. Nietzsche, por
ejemplo, que los desenmascara a todos ellos, no debería ser un
gran mentiroso, él no debe haber sabido cómo, el pobre…
Por tanto, ni un (no) paso más allá, en apariencia, en el
transcurso de 25 apretadas páginas. La delimitación del problema,
la rigurosa salvaguardia (pero entonces, ¿de qué estoy asustado?
¿qué me da miedo?), es la relación de la telepatía con el sueño, con
“nuestra teoría del sueño”. Y sobre todo no se habla de otra cosa,
esto es, de nuestra teoría de los sueños, que hace falta proteger a
toda costa. Y para salvar un sueño, uno solo, en todo caso un solo
generador de sueño, salvarlo contra cualquier otra teoría. ¿Cuál
estrategia, es la que no admiras? Yo neutralizo todos los riesgos de
antemano [d’avance]. Incluso si la existencia de la telepatía (de la
cual yo no sé nada, y de la que tú no sabrás nada, sobre todo no si
yo creo y si quiero saber algo) se atestiguó un día, con todos sus
requisitos, incluso si estuvo asegurada, sichergestellt, no habría
nada que cambiar en mi teoría de los sueños y mi sueño estaría a
salvo [à l’abri]. Yo no digo si creo o no, pero dejo el campo abierto a
cualquier eventualidad (a casi [à peu près]), yo, de alguna manera,
me apropio de antemano. Mi teoría de los sueños, la nuestra (la
primera, segunda, poco importa) podría acomodarse e incluso
todavía ordenarla. Y las dos escenas de Sueño y Telepatía son
demasiado evidentes para ser notadas, una vez más. Primera
escena: incluso defendiéndome [me défendant], esta es la palabra,
de saber nada y de concluir nada, yo no hablo sino por mí, te dije.
Texto totalmente autobiográfico, si no auto-analítico, y que emplea
todo el tiempo para especular. Segunda escena: mi falsa
conferencia se deja, si se quiere, inducir de extremo a extremo, y
conducir por una huella, Spur, de una herida facial que he tenido
desde mi infancia y que, ¿no es así?, abre el texto, lo mantiene
abierto, boquiabierto, el material analítico venido de otra parte, en mi
dossier de la telepatía, sigue siendo epistolar de parte a parte.
13 de julio de 1979
¡Lo que les había contado! que mi material es ligero, que lamento
esta vez no poder exhibir un sueño personal como en mi
Traumdeutung, ya que nunca he tenido un solo sueño telepático.
¿Crees que me creen? Seguramente habrá al menos una que va a
presentir (con excepción de ti, por supuesto, divina, tú sabes todo de
antemano) que es menos simple y que, en el momento de
demostrarlo, los sueños que conté para hacer aparecer el carácter
finalmente no-telepático, mis sueños, por lo tanto, podrían muy bien
ser la cosa más interesante y el tema [sujet] principal, la verdadera
confidencia [confidence]. Cuando digo “Pero yo no he tenido nunca
un sueño telepático”, habrá por lo menos una que va a preguntar:
¿qué es lo que sabe al respecto? y ¿por qué debería creerle? Es
con ella que querría despertar un día y recomenzar de nuevo. Por
otra parte, he reconocido, desde el principio, que había guardado
desde ciertos sueños la impresión de que tal acontecimiento
determinado, ein bestimmtes Ereignis, se jugaba a distancia, en un
mismo lugar, al mismo tiempo o más tarde. Y esta indeterminación
permite el suficiente juego para que ellos se planteen preguntas algo
más complicadas; aquellas que les propongo en su sueño nunca
son válidas en sí mismas
con calma, lo sé, con calma, otra vez, una vez más. Hace falta ver
“doble”, del lado de los hermanos muertos (bellos hermanos), de las
homosexualidades más o menos excluidas, con llamadas por
telepatía (estoy cambiando de número todos los años, pagar para
que no esté listado), que la mayoría vienen a mí desde tátara-tátara
[arrière-arrière] y de bises [grands-grands], etc. (padres, tíos, tías, mi
abuelo puede ser de vez en cuando mi tío abuelo, und so weiter).
Calma, qué quieres que te diga, hace falta aceptar despertarse.
a continuación les dejo el dominio
del sueño que me había comprometido a todavía no desbordar. Lo
dejo atrás por un tiempo, ciertamente, pero para ya hablar de mí:
incluso despierto a menudo tengo verspürt, presentí, experimenté el
presentimiento de acontecimientos lejanos. Pero estos Anzeigen,
Vorhersagen, Ahnungen, estos signos y discursos premonitorios no
son, wie wir uns ausdrücken, eingetroffen. En francés se diría qu’ils
ne se sont pas, comme nous nous exprimons, réalisés [ellos no
están, según nuestra expresión, realizados]. Or in english that they
have not come true, lo que sería otra cosa, literalmente [à la lettre],
porque se tendría algo que puede demostrarse [s’avérer], verificarse
sin realizarse [se réaliser]. O el hecho de que insisto, wie wir uns
ausdrücken, en dos puntos: nicht eingetroffen, muestra claramente
que algo me molesta en esta expresión, pero que hasta ahora no
relevo de otra manera. Por mi parte, dudaría traducirla por
“realizadas”. Eintreffen bien quiere decir, en términos generales,
“realizarse” [“se réaliser”], pero que yo preferiría traducir como
“llegar” [“arriver”], “cumplida” [“s’accomplir”], etc., sin referir a la
realidad, sobre todo (pero no solamente) para que no la asimilemos
tan fácilmente con la realidad exterior. Tú ves donde quiero ir. Una
enunciación puede cumplirse, algo puede llegar sin, por tanto,
realizarse. Un acontecimiento puede tener lugar, sin que sea real. Mi
habitual distinción entre la realidad interna y realidad externa no es
quizás suficiente en este lugar. Ésta hizo un gesto hacia el
acontecimiento, que ninguna idea de “realidad” nos ayuda a pensar.
Pero entonces, tú dirías, si lo que se anuncia en la anunciación lleva
claramente el índice de “realidad exterior”, ¿qué hacer? Bueno, al
tratarlo como índice, él puede significar, telefonear, teleseñalar otro
acontecimiento que llega antes que el otro, sin el otro, según un
tiempo otro, un espacio otro, etc. Este es el a b c de mi
psicoanálisis. La realidad, cuando hablo de ella, es como para
dormir, de lo contrario, no entenderás nada de mi retórica. Nunca he
sido capaz de renunciar a la hipnosis, simplemente he transferido un
modo de inducción sobre otro: se podría decir que he devenido
escritor y en la escritura, la retórica, la puesta en escena y la
composición de los textos, he reinvertido todos mis poderes y mis
deseos hipnagógicos. Qué quieres que te diga, dormir conmigo, eso
es todo lo que les interesa, el resto es secundario. Por lo que la
anunciación telepática has come true even if no es en sí eingetroffen
en la realidad exterior, aquí la hipótesis que doy a leer en el instante
mismo en que la excluyo [la forclos]* en la superficie de mi texto.
La hipnosis, es lo que me has hecho
comprender, la hipnosis, eres tú. Lentamente me despierto de ti,
estiro mis miembros, trato de recordar todo lo que me has hecho
hacer y decir bajo hipnosis y no voy a llegar, voy a estar al borde de
llegar solo cuando vea venir la muerte. Y tú aún estarás ahí para
despertarme, tú. Mientras espero, me desvío, yo me sirvo del poder
que me prestas –sobre los otros
– “Forcluir” [“forclos”] es una palabra hermosa, pero solo
ahí donde no vale sino para mí, mis labios, mi idioma. Es un nombre
propio
sobre esta vacilación [hésitation] entre el sueño y la vigilia. Más
precisamente, entre el sueño propiamente dicho, lo nocturno, y los
presagios de la ida de vigilia [éveillée], resguarda al microscopio el
encadenamiento de todas mis primeras frases. En tres
proposiciones, digo 1) que nunca he tenido un sueño telepático,
salvo estos sueños que informan de un acontecimiento determinado
jugándose a distancia, y que dejan al soñador decidir si éste tendrá
lugar ahora o más tarde. Para dejar decidir, que es la gran palanca,
yo trato de poner al auditor ficticio, al lector en definitiva, en la
situación del soñador por la cual él vuelve a decidir –si está dormido.
2) que en estado de vigilia, también he tenido presentimientos que,
sin que llegaran a “realizarse” en la “realidad exterior”, deberían ser
considerados como simples anticipaciones subjetivas. Ahora
entonces, 3) Párrafo aparte, y digo “por ejemplo” con el fin de contar
una historia de la que no se sabe si ilustra la última propuesta
(premoniciones en la vida en vigilia) o la penúltima (sueños
telepáticos). El contenido parece no dejar lugar a dudas, se trata de
los sueños nocturnos, pero la retórica del encadenamiento parece
temblar un poco, al escucharme crees soñar.
hace largo tiempo
que he escrito esto, yo no sé más
mis dos sueños, en apariencia telepáticos y que no
se serían realizados, son dos sueños de muerte. Los dejo como
entremés [hors-d’oeuvre], supuestamente para demostrar
negativamente que nunca he tenido un sueño telepático y para
insistir en la pobreza de mi material. Añado, además, que en
veintisiete años de práctica analítica (oyes, esta es ciertamente hoy
nuestra cifra) nunca he podido asistir o participar, miterleben, de un
sueño verdaderamente, justamente, “correctamente” telepático, y los
dejo rumiar el “richtige”. Dicho esto, el entremés, mis dos sueños de
muerte, que rápidamente entiendes, se llevan lo esencial de mi falsa
conferencia. El material que sigue y que me llega por
correspondencia, es suficiente para estar un poco despierto o
instigado a entenderlo: éste no está ahí sino para leer mis dos
sueños de muerte o, si prefieres, para-que-no [pour-que-ne-pas],
para no leerlos, para distraer, por un lado, para que no se preste
atención sino a ellos, por otro. Desde que comencé a hablar de
hipnosis y de telepatía (a la vez), hace mucho tiempo, siempre he
llamado la atención sobre los procedimientos de la desviación
[détournement] de la atención, precisamente como hacen los
“médiums”. Ellos, así, provocan experiencias de divinación de
pensamiento, o de traición del pensamiento (Gedanken erraten,
Gedanken verraten). Aquí, mis dos sueños de muerte, se leen sin
darse cuenta, y sobre todo a través del resto del material que ha
llegado por correspondencia, aparentemente sin relación con mis
propios sueños.
El material de
otros, aquello que me llega por lo postal, vendría solamente a
descifrar mis dos sueños de muerte, con todo su sistema,
desciframiento a distancia, bajo la hipnosis y por correspondencia.
Es como si yo hablara un lenguaje diplomático y cultivara en mi
lector paciente la diplopía. Siempre en cuidado de la “política
exterior”, pero, ¿dónde comienza la política exterior? ¿Dónde están
los límites? Naturalmente, dejo entender claramente que soy capaz,
yo, de interpretar mis dos sueños; y para tranquilizar a aquellos que
se preocupan (por mí) de preservar la teoría de los sueños como
cumplimiento de un deseo (me hacen reír, los retrasados), dije con
un guiño que no es tan difícil descubrir los motivos inconscientes de
aquellos dos sueños de muerte (mi hijo y mi cuñada). Pero a ti, no
se te ha escapado que no he dicho nada del segundo sueño
mientras bosquejaba una lectura del primero (Totsagen de mi hijo en
traje de esquí), la remisión [renvoi] a una caída de él mismo en
esquí (Skifahrerkostum, Skiunfall), renviando esta remisión [renvoi
de ce renvoi] a una de mis caídas mientras que de niño yo estaba
tratando, encaramado en una escalera, de alcanzar o derribar algo
bueno, probablemente, desde la parte superior de un cofre [coffre]:
un fort / da de mí, de cuando tenía apenas dos años.* ¿Un poco de
mermelada, tal vez? De aquella caída y de la herida que le siguió,
todavía conservo la huella, Spur. Les digo, entonces, que puedo aún
hoy mostrarla, esta huella. Les digo en un tono que ellos tienen
problemas para identificar (¿inquietud de probar? ¿Exhibición
compulsiva? ¿Confirmación que necesito porque no estoy muy
seguro?). Todo esto, se trata realmente del sueño del 8 de julio
1915. Tres días más tarde una tarjeta postal, que me ha sido
enviada por mi hijo mayor, hacía alusión a una herida ya cicatrizada.
He requerido más precisiones, pero nunca he recibido una
respuesta. Naturalmente, no he dicho una palabra en la falsa
conferencia. Esta huella bajo mi barba da el envío, el título y el tono:
la conferencia no se ocupa sino de fantasmas y cicatrices. Al final de
la puesta en escena del último caso (el mismo correspondiente que
me dijo estar asediado por su sueño “como por un fantasma”, sueño
que no tiene nada de telepático y que pongo delante por la sola (y
mala) razón que la soñadora me había escrito que ella tenía, en otra
parte (!), que ella creía haber tenido experiencias telepáticas...),
recuerdo que las curaciones espontáneas, en otras palabras, que
los auto-análisis dejarían en general “cicatrices”. Nuevamente
vuelven a ser dolorosas de tiempo en tiempo. La palabra “Narbe”
viene dos veces bajo mi pluma, sé que el Inglés ya había usado la
palabra “scar” para traducir Spur, mucho antes. Esta traducción
puede haber puesto a algunos en la pista. Amo estas palabras
Narbe, scar, Spur, trace y cicatrice, en francés también. Dicen bien
lo que quieren decir, eh, sobre todo cuando ello [ça] está bajo los
pelos de algún Bart, o barba. Nietzsche habla ya de una cicatriz bajo
la barba de Platón. Se puede acariciar y apartar los pelos para fingir
mostrar, esta es toda mi conferencia. Del segundo sueño, he
preferido no decir nada. Me anunció la muerte de mi cuñada, la
viuda de mi hermano mayor, a los 87 años, en Inglaterra. Mis dos
sobrinas, de negro, me dicen “am Donnerstag haben wir sie
begraben”.** Este jueves del funeral, el detalle aparentemente más
contingente de la historia, no me ha dicho nada, pero ¿no es este
no, la contraseña [n’est-ce pas le mot de passe?]? Sé de una a la
que no haría falta decirle dos veces. Reconozco que morir a los 87
años no tiene nada de sorprendente pero la coincidencia con el
sueño habría sido desagradable. Una vez más, se trata de una carta
la que me lo ha asegurado. En el protocolo de la conferencia, ya,
una carta y una tarjeta postal vienen a refutar la aparición telepática
de mis dos sueños, lo que debería perturbar al lector. Pues en los
dos casos expuestos, el correo oficia de nuevo: dos
correspondientes que no son “personalmente” conocidos para mí
es decir, somos nosotros los que en el fondo no se conocen
sino por correspondencia. El hecho de que a menudo nos hayamos
encontrado (a menudo es una palabra débil) sigue siendo algo un
poco accesorio. Nosotros nos hemos confiado telepatías por
correspondencia. ¿Nosotros nos conocemos “personalmente”? esto
es muy problemático. What does that mean? Y cuando digo que no
tengo la menor razón para sospechar la intención mistificante
[mystificatrice] de mis correspondientes [correspondants], en la
conferencia, te veo reír, tú me veías ya venir
porque crees en mí,
tú estás siempre presta a no creer una palabra de lo que digo
Soy un doble,
para ti, no Horch, otro
Toma el sueño de los gemelos, el primer caso. Fido,
Fido, recuerda, estoy hablando de telepatía a propósito del doble,
Das Unheimliche, esto es absolutamente esencial. Aquí hay alguien
que me escribe: después de soñar que su segunda esposa tuvo
mellizos, que les dio pecho y mermelada [confiture] (sigue la
mermelada en todas estas historias), él recibió de su hijo, sí, un
telegrama anunciándole que su hija (primer matrimonio) acababa de
tener mellizos. Cuento todo esto con gran detalle (y de nuevo, casi
de la misma manera en las Nuevas Conferencias dejando caer el
relato que mi correspondiente había añadido. Él no tenía ninguna
relación con ningún sueño, y en la lógica del tema [sujet] yo debería
también dejarla caer en Sueño y Telepatía. He guardado este
suplemento a causa de una tarjeta postal y de un niño muerto: en el
momento en que el cartero [facteur] le trae una tarjeta postal, mi
correspondiente comprende que él le anuncia la muerte de su
hermano menor, de 9 años, y quedó solo con sus padres. Muerte,
con todo, súbita e inesperada, pero sus otros tres hermanos, a
quienes no ha visto juntos durante treinta años, además de en los
funerales de sus padres, le dijeron que habían tenido unas
experiencias exactamente similares (similar en un punto que no está
tan claro para él, admite). En mis nuevas conferencias falsas,
insisto, como siempre, en restablecer el orden legítimo: solo el
psicoanálisis puede enseñar [apprendre] algo acerca de los
fenómenos telepáticos, y no a la inversa. Evidentemente, para esto
hace falta integrar la telepatía sin oscurantismo, y alguna
transformación podría sobrevenir para el psicoanálisis. Pero no es
oportuno presentar las cosas así por el momento. Estoy tratando
frenéticamente de distinguir entre la telepatía y “transferencia de
pensamiento”, para explicar por qué siempre he tenido mayor
dificultad para aceptar lo primero que lo segundo, de lo cual hablan
tan poco los viejos relatos de milagros (estoy menos seguro ahora);
en cualquier caso, esto puede querer decir dos cosas: o bien que se
consideraría esta “transferencia” como a partir de sí, la operación
más fácil del mundo; o bien, en razón incluso del estado (apenas
avanzado) de la relación con la objetividad científico-técnica, un
cierto esquema de transmisión no sería pensable, imaginable,
interesante. Tú te explicarías así la asociación constante, al menos
bajo la forma de figuras, de comparaciones, de analogías, etc., entre
una cierta estructura de telecomunicaciones, de la tecnología postal
(telegramas, cartas y tarjetas postales, teléfono) y el material que
tengo ahora a mi disposición cuando oigo hablar de telepatía.
Apenas lo he seleccionado para ti
nuestra historia de los mellizos, vuelvo. Sí, he insertado la
tarjeta postal del joven hermano muerto, aunque ella no tiene nada
que ver con ningún sueño y ella se suelte de mi tema. Después de
eso, reúno todo en una central “Sie sollte lieber meine (zweite) Frau
sein”.* Y admiro mi audacia, digo esto (es ella quien más bien me
habría gustado como una (segunda) esposa) en primera persona,
en estilo mimético o apócrifo, diría Platón. Admira, y no olvides de
que fue escrito, en suma, muy poco tiempo después de la muerte de
Sophie. Yo debería escribir un día sobre esta especulación, estos
telegramas y la generación de yernos [génération des gendres]. La
cláusula en la que he bloqueado la interpretación (“yo la habría
preferido como segunda esposa”) traduciría el pensamiento
inconsciente del abuelo de los mellizos, es decir, de mi
correspondiente. Y yo precedo todo esto de consideraciones
inocentes sobre el amor de una hija por su padre (yo sé que su hija
se aferra a él, estoy convencido de que durante los dolores de parto
ella pensaba en él, y por otra parte pienso que él está celoso de su
yerno, respecto del cual mi correspondiente tiene algunos
comentarios despectivos en una de sus cartas. Los vínculos entre
una hija y su padre son “habituales y naturales”, no se debería tener
vergüenza. En la vida cotidiana, esto se expresa por un tierno
interés, el sueño solo lanzaría este amor hasta sus últimas
consecuencias, etc.). ¿Recuerdas, un día te dije: eres mi hija y no
tengo ninguna hija. Anteriormente, yo siempre vuelvo ensamblar,
había recordado que la interpretación psicoanalítica de los sueños
releva, suprime o guarda (aufhebt) la diferencia entre el sueño y el
acontecimiento (Ereignis), dando a los dos el mismo contenido.
Dicho de otra manera, si un día por seguirme él se encuentra con
uno o una, por seguir lo que siento aún en la inhibición de lo
demasiado pronto, esto será para pensar: desde el nuevo
pensamiento de esta Aufhebung y este nuevo concepto del Ereignis,
desde su posibilidad común, vemos desaparecer todas las
objeciones de principio a la telepatía. El sistema de objeciones se
basa en un millar de ingenuidades en relación con el tema, del yo,
de la conciencia, de la percepción, etc., pero ante todo en la
determinación de la “realidad” del acontecimiento, del
acontecimiento como esencialmente “real”; ahora que pertenece a
una historia de la filosofía del abuelo, y que parece reducir la
telepatía en nombre de un neo-positivismo psicoanalítico, yo libero
el campo. Hace falta para esto, que ellos también se liberen de lo
didáctico [didacticiel] masivamente edipiano por el cual pretendo
hacer reinar el orden en mi clase. Yo quería retardar la ocurrencia
masiva de fantasmas. Contigo esto no podría andar más. Su
calvario está casi cerca de su fin
Te dejo seguir por tu cuenta
los detalles de mi zig-zag [slalom]. Se trata de la alta retórica –al
servicio de una hipno-poética. Siempre hablo en primera persona
(ah, si esta fuese mi segunda esposa, y si mi primera mujer viviera
todavía, no se conformaría con un solo nieto, tendrían que ser por lo
menos mellizos: esto es lo que yo llamo, ya sabes, Fido, la primera
segunda –doblando la apuesta, el abuelo gana). Después de eso, yo
juego al bonneteau* con el sueño y la telepatía, aquí el zig-zag: 1) si
se trata de un sueño con una pequeña diferencia entre el contenido
onírico y el acontecimiento “externo”, el sueño se interpreta según
las vías clásicas del psicoanálisis; entonces es solo un sueño, la
telepatía no tiene nada que ver con ello, no más que con el
problema de la angustia por ejemplo: esta es mi conclusión. 2) si el
contenido del sueño se corresponde exactamente con el del
acontecimiento “real”; entonces, admiro, hago la pregunta: ¿quién te
dijo que es un sueño, y, como a menudo sucede, no estás
confundiendo dos expresiones distintas: estado de sueño [sommeil]
y sueño [rêve]? ¿No sería mejor hablar a continuación, no de sueño,
sino más bien de experiencia telepática en el estado de sueño? No
excluyo la posibilidad pero esto queda aquí fuera de tema [hors
sujet]. Bien jugado, ¿no? El tema, es el reine telepathische Traum.**
Y en su pureza, el concepto de sueño telepático, denominaría la
percepción de algo externo, respecto de lo cual la vida psíquica se
comportaría de manera “receptiva y pasiva”.
14 de julio de 1979
Me preparo distraídamente para el viaje a Oxford. Es como si,
cruzando el Canal de la Mancha en sentido inverso, yo fuera a
conocer a Sócrates y Platón en persona, como si ellos me
estuvieran esperando por allí, en la curva, justo después del
aniversario. Las voces que Sócrates ha escuchado, la voz más bien,
¿qué era, Telepathie o Gedanken Übertragung? ¿Y yo cuando él me
inspira, me divierte en el hueco del oído, y tú?
El otro, cuando él dice “receptiva y
pasiva” sin levantar alguna duda, se lamenta que no haya leído un
cierto Kantbuch, que estaba siendo escrito justo en el momento en
que él mismo estaba cambiando sus puntos de vista sobre la
posibilidad de la telepatía, entre Sueño y Telepatía, y las Nuevas
falsas Conferencias. Yo no había nacido, pero las cosas se estaban
programando.
En cuanto a lo que está “fuera de tema” [hors sujet] (y la
telepatía, eso es lo que es, es lo fuera-del-sujeto [hors-sujet]), el
segundo caso de S. y T., tampoco es un caso de sueño telepático.
No se presenta como tal para su correspondiente. Ella solo ha
tenido, por otra parte, numerosas experiencias telepáticas. Ella le
escribió, dice él. Freud entonces solo se ocupa de un sueño que
vuelve sin cesar, “como un fantasma”, a visitar a su correspondiente.
Totalmente fuera de tema, ¿no? Por lo tanto, antes de hablar de
nuevo, sigue mis índices. No tengo ninguna nueva hipótesis por el
momento. Por tu parte, selecciona y asocia lo que puedas, yo me
escando así en un primer momento, sin gramática: el fantasma, la
inflamación de los ojos y de la vista doble o visión doble
(Doppeltsehen) y las cicatrices (Narben), la clarividencia y la clari-
audiencia (hellsehen, hellhören), la tarjeta postal, de nuevo, esta vez
anunciando la muerte del hermano que había llamado a su madre, y
que la correspondiente dice también haber oído, así (¡de nuevo!) la
primera mujer del marido, la agramaticalidad de la lengua simbólica
tal como él la recuerda al momento de decir que lo pasivo y lo activo
pueden representarse en la misma imagen, por el mismo “núcleo”
(esta palabra vuelve todo el tiempo, ya sea que se trate del núcleo
del sueño, del “núcleo de la verdad” en las experiencias telepáticas
y del núcleo de la tierra que no podría ser mermelada, al comienzo
de las N. C.), el lugar preciso donde F. recuerda que el psicoanalista
también tiene sus “prejuicios”, de nuevo las cicatrices, la confesión
que en este segundo caso se ha descuidado totalmente la cuestión
de la telepatía (!), el punto que no puede ser ni probado ni refutado,
la decisión de no ocuparse sino del testimonio (epistolario) de la
nuera, dejando totalmente fuera de juego la experiencia telepática
de la madre; a continuación, el extraño retorno al caso anterior (el
joven hermano muerto, los hermanos mayores igualmente
convencidos del carácter bastante superfluo del más joven, de su
nacimiento quiero decir); por último, la hija mayor soñando en
convertirse en la segunda mujer por la muerte de la madre (una vez
más) – y la interpretación insolentemente edípica que no se anda
con rodeos... Finalmente, puedo estar equivocado, más que nunca,
puntuando mal, pero finalmente pone un calco, toma y recuenta la
historia que quieras en los intersticios, jugamos mañana, o pasado
mañana, cuando habré hecho lo mismo por nuestra saga. No
olvides el giro del final. No se contenta con repetir que el Ps. podría
ayudar a comprender la telepatía, añade, como si ésta fuera su
verdadera inquietud, que ella ¡ayudaría a aislar mejor los fenómenos
indudablemente telepáticos! Ps. y Telepatía, harían, pues, pareja: un
mensaje telepático puede no coincidir con el acontecimiento en el
tiempo (entender: el tiempo de la conciencia, incluso del ego, que
también es el tiempo que ingenuamente se cree “objetivo” y, como él
dice, “astronómico”, según una antigua ciencia), lo que no
descalifica su virtud telepática. Esto se ha tomado tiempo para llegar
a la conciencia. Con la ayuda de la temporalidad psíquica, de su
heterogeneidad desfasada [décalée], de sus desfases [décalages]
de horario, si lo prefieres, según las instancias consideradas, se
puede tranquilamente concebir la probabilidad telepática. La
conversión a la telepatía no esperó 1926. “No es problema”, dice él,
si el fenómeno telepático es una operación del inconsciente. Sus
leyes se aplicarían, y por sí solas. Lo cual no le impide concluir
como había empezado. No sé nada, no tengo opinión, hace como si
no te hubiera dicho nada. Salud, eh
Si quieres entender esta aparente oscilación, hace falta
precisar bien esto: incluso cuando, algunos años más tarde, en
1926, él declara su “conversión a la telepatía”, él no intenta
integrarla de manera decidida o unívoca en la teoría psicoanalítica.
Incluso la hizo un asunto privado, con toda la niebla que puede
rodear tal noción. “El tema de la telepatía –dice en una carta a
Jones– es, en esencia, extraño al psicoanálisis” o que “mi
conversión a la telepatía es un asunto personal, como el hecho de
que soy judío, de que fumo con pasión y muchas otras cosas…”
¿Quién podría estar satisfecho, con tal declaración de su parte? No
es que sea falsa o sin valor, y muchas veces he sugerido que había
que leer sus proposiciones (incluyendo las teóricas) sobre la
telepatía en relación con su “asunto personal”, etc., pero, ¿cómo
aceptar esta disociación pura y simple por parte de alguien que ha
luchado con la teorización de la telepatía? Y luego, si es extraña al
psicoanálisis, tal como un cuerpo extraño, justamente como el
“fuera-de-sujeto” [hors-sujet], ¿el psicoanálisis debe quedar en
silencio acerca de la estructura y la incorporación del cuerpo
extraño? Al final de “Sueño y ocultismo” (Nuevas Conferencias), él
habla justamente de una historia de cuerpo extraño (Fremdkörper), y
es cierto que se trata de un fenómeno de transferencia de
pensamiento, ante el cual él confiesa el fracaso del análisis. El caso
es aún más interesante, ya que se trata de un recuerdo de la
infancia de la madre (una joya de oro), que irrumpe en la siguiente
generación (su hijo, de 10 años, le trae una joya de oro para que se
la guarde el mismo día en que ella lo había hablado en el análisis).
Freud, que toma esto de Dorothy Burlingham (la persona a quien, yo
lo he oído de M., él había querido ofrecer dos anillos49, pero Anna le
había disuadido), admite el fracaso ante el cuerpo extraño: “Pero el
análisis del niño no arroja información ninguna; la acción se había
introducido ese día en la vida del niño como un cuerpo extraño”.* Y
cuando, algunas semanas más tarde, el niño pide la moneda con el
fin de mostrársela a su psicoanalista, “el análisis tampoco pudo
descubrir acceso alguno hacia ese deseo”*, una vez más. Fracaso,
por tanto, ante el cuerpo extraño –que aquí toma la forma de una
joya de oro: Goldstück, el valor mismo, el signo auténtico del valor
llamado auténtico. Freud tenía tal consciencia (o tal deseo) de haber
ido, así, hasta el límite del psicoanálisis (¿dentro o fuera?), que
comienza un nuevo párrafo y concluye así la conferencia (estas son
las últimas palabras, de las que no se sabe si significan que el
retorno al psicoanálisis freudiano ha comenzado recientemente o
queda por venir): “Und damit waren wir zur Psychoanalyse
zurückgekommen, von der wir ausgegangen sind”: “Y con esto
volveríamos al psicoanálisis, del que habíamos partido”. ¿Partido?
¿alejados? por
último, si el tema de la telepatía es extraño al psicoanálisis, si éste
es un asunto personal (“soy judío”, “me gusta fumar”, “creo en la
telepatía”), ¿por qué haber tomado posiciones públicas respecto de
este tema [sujet], después de haberle consagrado variados
estudios? ¿Se puede tomar esta reserva en serio? Ahora, ten en
cuenta también este hecho: él no le dice a Jones, “éste es un asunto
personal”, él le aconseja responder esto en el caso de que a él le
sea difícil asumir públicamente las posiciones de Freud. Cito toda la
carta, debido a la referencia a Ferenczi y a su hija (Anna), ella me
parece importante (observa de paso que él renuncia, respecto de
dicho cuerpo extraño, a hacer las paces con Inglaterra): “Lamento
infinitamente que mis declaraciones concernientes a la telepatía, le
hayan sumido en nuevas dificultades. Pero es verdaderamente difícil
no herir las susceptibilidades inglesas. No veo ninguna perspectiva
de apaciguar a la opinión pública en Inglaterra, pero al menos me
gustaría explicarle a usted mi aparente inconsecuencia en lo que
respecta a la telepatía. Recuerde cómo ya, por la época de nuestros
viajes en el Harz, yo había expresado una actitud favorable de cara
a la telepatía. Sin embargo, no parecía necesario decirlo
públicamente; mis propias creencias no son lo suficientemente
fuertes, y las consideraciones diplomáticas de poner al psicoanálisis
al resguardo de cualquier acercamiento con el ocultismo, fácilmente
tomó la delantera. Ahora, la revisión de La interpretación de los
sueños para la Collected Edition, me ha incitado a reconsiderar el
problema de la telepatía. Además, mis propias experiencias a través
de los ensayos realizados con Ferenczi y mi hija, me convencieron
tan fuertemente, que las consideraciones diplomáticas pasaron a un
segundo plano. Una vez más, me fue preciso considerar repetir, en
una escala reducida, la experiencia más grande de mi vida: a saber,
la proclamación de una convicción, sin tener que tomar en
consideración ningún eco proveniente del mundo exterior. Así, este
enfoque devino inevitable. Y cuando sostengan ante usted que he
caído en el pecado, responda con calma que mi conversión a la
telepatía es un asunto personal, como el hecho de que soy judío, de
que fumo con pasión y muchas otras cosas, y que el tema de la
telepatía es, en esencia, extraño al psicoanálisis” (7 de marzo de
1926).* Incluso si se tiene en cuenta lo que él dice de la
“diplomacia”, y del asesoramiento diplomático que todavía le da a
Jones, esta carta es contradictoria de punta a cabo. Hace perder la
cabeza, te decía la otra vez, y él mismo había dicho un día que este
tema [sujet] lo dejó “perplejo hasta hacerle perder la cabeza”.** De
hecho, es una cuestión de seguir caminando con la cabeza bajo el
brazo (“no es sino el primer paso el que cuesta”, etc.) o, lo que es lo
mismo, de admitir un cuerpo extraño en la cabeza, en el yo [moi] del
psicoanálisis. Yo, el psicoanálisis, tengo un cuerpo extraño en la
cabeza (recuerdas
En cuanto a Ferenczi
y a su hija, a las “experiencias” que él habría hecho con ellos, no
habría mucho que decir. He hablado lo suficiente de sus hijas,
aunque... pero respecto de Ferenczi, la pista a seguir es esencial.
Uno de los momentos más sorprendentes, aún consiste (desde
1909) en una historia de envío de cartas (cartas entre los dos, sobre
el tema de las cartas que una clarividente, Frau Seidler, parecía ser
capaz de leer con los ojos vendados. El hermano de Ferenczi hace
de mediador entre ellos y el médium, les introduce a ella y transmite
las cartas. Sobre esto, véase Jones, III, p. 435). En cuanto a Jones,
que sin duda no tenía la cabeza tan “dura” para este tema, como él
decía, ¿por qué, en tu opinión, él compara, en 1926, los peligros de
la telepatía para el psicoanálisis con los “lobos” que no “estarían tan
lejos del redil”? (III, p. 446).
15 de julio de 1979
una aterradora consolación. A veces también me acerco a Telepatía
como si se tratara, finalmente, de una garantía
en lugar de disipar del todo, o de complicar el
parasitismo, como te había dicho, y como lo creo, espero la
omnipresencia [toute-présence], la inmediatez fusional, una parusía
para mantenerte, a distancia, para mantenerme en ti; juego al
panteísmo contra la separación, así ya no te vas, ni siquiera ya
puedes oponerme tu “determinación”, ni a mí.
Fort: Da, telepatía contra telepatía, la distancia contra
la inmediatez amenazante, pero también lo contrario, el sentimiento
(siempre próximo a sí mismo, se cree) contra el sufrimiento
[souffrance] del alejamiento, que también se llamaría telepatía.
paso a la segunda y última gran época
actual, el turno ha iniciado, yo comenzaba a estar fijo (calé), voy a
volcar [verser], ya estoy volcado, Tú no puedes hacer nada más, yo
creo, yo creo
guarda un poco de tiempo,
releeremos cosas juntos
Ya, aquí, en piedra saliente, mi primera puntuación
de los Forsyte Saga (“Sueño y ocultismo” en Nuevas Conferencias),
no descarto que ella pase por el lado, o que deporte todo según un
mal desfase [décalage]. Es tu puntuación la que me interesa, tú me
dirás la verdad. Así que dejo los “núcleos” (núcleo de la tierra,
núcleo de la verdad, la mermelada, der Erdkern aus Marmelade
besteht*, inútil que te diga que él no cree, no tanto como yo), pues
los médiums y la impostura, el nuevo núcleo, “alrededor del cual la
impostura (Trug) habría, junto con la fuerza de imaginación
(Phantasiewirkung), extendido una corteza difícil de atravesar”**,
“todo le pasa como si se lo hubieran comunicado por teléfono”***,
“se podría hablar de un correlato psíquico de la telegrafía sin hilos
(gewissermassen ein psychisches Gegenstück zur drahtlosen
Telegraphie)”, “no me he adherido a ninguna convicción”. “Fue en
1922 que hago mi primera comunicación sobre este tema”, después
el “telegrama” y de nuevo nuestros “mellizos”, después “en el
inconsciente este ‘como’ está suprimido”, muerto, la mujer de 27
años (!) que se quita la alianza con “Monsieur le professeur” (entre
paréntesis, respecto del 7, 27, y de nuestro 17, sabías que él eligió
el 17 como la fecha de su compromiso después de haber elegido el
17 en una lotería, lo que debería decir la naturaleza de su carácter –
y ésta, su “constancia”), un fortune-teller parisino, una “fuerte
preponderancia de probabilidades en favor de una efectiva
trasferencia del pensamiento”, la pequeña carta (Kärtchen) en el
grafólogo*, etc. Finalmente, llega David Forsyth, y Freud pone en
juego todos los nombres que se le asocian Forsyte, foresight,
Vorsicht, Voraussicht, precaución o previsión, etc., pero nunca llama
nuestra atención subrayando (al menos eso me parecía, voy a tener
que volver a leer) el pliegue suplementario de lo demasiado obvio, a
saber, que el propio nombre propio dice lo previsto [la prévue].
Forsyth, que tenía una cita, deposita eine Karte para Sigi, luego en
sesión con M. P., precisamente ese día le cuenta que tal virgen lo ha
apodado, a él, Herr von Vorsicht**, debido a su prudente reserva o
modestia. Sigi parece saber mucho acerca de los motivos reales de
esta reserva, él le muestra la tarjeta y nos habla sin transición de la
Saga, aquella de los Forsyte que M. P, alias von Vorsicht, le había,
por otra parte, hecho descubrir a partir de The man of property!
Naturalmente, ten en cuenta el hecho de que Jones, que conocía
Forsyth, sospecha de que Freud “inconscientemente ha retocado la
historia”, le reprochó pequeños errores en este ejemplo, “el más
fino” que nos ha “informado”, tú sigue todos los meandros de los
nombres propios, pasando a través de Freud y von Freund,
colecciona y clasifica, clasifica todas las visitas, tarjetas de visita,
cartas, fotografías y comunicaciones telefónicas de la historia,
entonces fija dos centros en este largo elipsis. En primer lugar, el
tema del análisis interrumpido. Hay análisis interrumpido ahí dentro,
y me gustaría decir, en estiramiento de la elipsis: la telepatía, es la
interrupción del psicoanálisis del psicoanálisis. Todo gira, en el caso
Vorsicht, alrededor del temor de M. P. de ver interrumpido su
análisis, como le había hecho entender Freud. La llegada del Dr.
Forsyth, el visitante de la tarjeta, habría sido un presagio. A no ser
que se trate de otra interrupción del análisis, marcada por otra
tarjeta, de un otro el Dr. F. Él debía, ahí, oler de este lado.
Enseguida, el otro punto focal, el par madre/hijo, el caso reportado
por el amigo de Anna (ella misma en análisis – ¿con quién fue
ahora?) y la joya de oro (Goldstück), induciente de un “cuerpo
extraño”, etc.
y, naturalmente, estoy siguiendo todo esto a lo largo de una
línea de plegado invisible: sin reducirla, te solapas sobre la auto-bio-
thanatografía, y buscas el cuerpo extraño del lado del médico.
y en Gradiva, respecto y ante una mujer que
se parecía a una paciente muerta, había dicho, “entonces, los
muertos pueden retornar”.* Él piensa que es un buen médium de sí
mismo, y en el año 1925, en el periodo en el que se atreve a
declarar su “conversión”, le escribe a Jones: “Ferenczi llegó aquí un
domingo reciente. Los tres (con Anna) llevados a cabo algunos
experimentos sobre la transmisión de pensamientos. Fueron un
éxito sorprendente, sobre todo aquellos en los que yo estaba
jugando el papel de médium y analizaba a continuación mis
asociaciones. El asunto es urgente para nosotros”. ¿Con quién
estaban hablando, ese domingo? ¿Quién fue M. P.? Platón, el
maestro pensador, el jefe de correos, pero aun así, adivina, en ese
fecha...
El psicoanálisis entonces (y sigue siempre la
línea de plegado) se asemeja a una aventura de la racionalidad
moderna para tragar y rechazar, a la vez, el cuerpo extraño
denominado Telepatía, asimilarlo y vomitarlo sin poder resolverse ni
por lo uno ni por lo otro. Traduce todo esto en términos de política –
interior y exterior– del Estado (que soy yo) psicoanalítico. La
“conversión” no es una resolución, ni una solución; es aún la cicatriz
hablante del cuerpo
extraño. Un medio siglo, ya,
conmemora
el Gran Viraje, que va a ir ahora muy rápido. Voy a releer todo,
probando las llaves una tras otra, pero tengo miedo de no encontrar
(o de encontrar) todo solo, de no tener más el tiempo ¿Me darás
la mano? No hay más tiempo por perder, Õ g¦r kairÕs šggÚj,
Telepatía ven hacia nosotros, tempus enim prope est.*
Traducción: Javier Pavez

47. Este texto apareció por primera vez en la revista Furor, n° 2 (ahora agotado) en 1981.
Se reprodujo con la amigable autorización de Daniel Wilhelm en Confrontation (Cahiers 10,
1983).
48. Un tal restante [restant], lo publico sin duda para aproximarme a aquello que
permanece [demeure], para mí, aún hoy, inexplicable. Estas postales y cartas, me han
resultado inaccesibles, al menos materialmente, por una apariencia de accidente, en un
momento dado. Pues bien, éstas debían figurar, en estado de fragmentos y según el
dispositivo adoptado entonces, en Envíos (primera parte de La carte postale...,
Flammarion, París, 1980 [La tarjeta postal. De Sócrates a Freud y más allá. Siglo XXI,
2001, pp. 17-242]). De manera aparentemente también fortuita, las he encontrado todas
cerca de mí, pero era demasiado tarde, mientras las pruebas del libro eran ya distribuidas
por segunda vez. Se hablará quizás de omisión por “resistencia” y otras cosas parecidas.
Por supuesto, ¿pero resistencia a qué? ¿a quién? ¿Dictada por quién, a quién, cómo y
según qué vías? De este paquete de envíos cotidianos, que datan todos de la misma
semana, no extraigo sino una parte, por ahora, por falta de espacio. Por falta de tiempo
también, y para el tratamiento al que he presentado esta correspondencia, la clasificación,
la fragmentación, destrucción, etc., el lector interesado puede referirse a la página siete y
siguientes de los Envíos.
49. “Dorothy Burlingham also came to Freud and psychoanalysis as Anna’s close friend.
Leaving her disturbed husband, she moved to Vienna from America with her four children.
She was first in analysis with Theodor Reik an then Freud (...) A member of the Tiffany
family, Dorothy Burlingham could afford to pay for the treatment of her whole family; her
children were among Anna Freud’s first patients. Freud was happy when Anna found
Dorothy as a friend; to him it meant she was now in safe hands. In 1929 he wrote ‘our
symbiosis with an American family (husbandless), whose children my daughter is bringing
up analytically with a firm hand, is growing continually stronger, so that we share with them
our needs for the summer’ (en Binswanger –Precisión de J. Derrida). And in 1932 Freud
noted that Anna and ‘her American friend (who owns the car) have bought and furnished ...
a weekend cottage” (en Zweig –Precisión de J. Derrida). Anna Freud loved dogs, and in his
old age Freud would play ‘with them as he used to play with his ring’ (Sachs –Agrega J.
Derrida). Dorothy ... was the main source not only of Freud’s dogs but also of the chows
that went to others in Freud’s circle (...) Anna became a second mother to her children, and
Dorothy was recipient of one of Freud’s rings”. Paul Roazen, Freud and his followers. New
York, 1975, p. 448. (Nota añadida en la corrección de pruebas, el 22 de enero de 1981).
[Hay versión en castellano: “Dorothy Burlingham llegó también hasta Freud y el
psicoanálisis como amiga íntima de Anna. Después de dejar a su trastornado marido, se
trasladó de América a Viena con sus cuatro hijos. Primero se analizó con Theodor Reik y
después con Freud (…) Dorothy Burlingham, que era miembro de la familia Tiffany, podía
pagarse el tratamiento de toda su familia; sus hijos fueron unos de los primeros pacientes
de Anna Freud. Freud se alegró de que Anna encontrara a una amiga como Dorothy; para
él significaba que pasaba a estar en buenas manos. En 1929 escribió: ‘nuestra simbiosis
con una familia americana (sin marido), cuyos hijos está educando analíticamente mi hija
con firmeza, se está haciendo cada vez más intensa, por lo que pasamos juntos las
vacaciones del verano’. Y en 1932 Freud observaba que Anna y ‘su amiga americana (que
tiene coche) han comprado y amueblado... una casa de campo para los fines de semana’.
A Anna Freud le encantaban los perros, y en su vejez Freud solía jugar ‘con ellos igual que
solía jugar con su anillo’. Dorothy (…) era quien principalmente proporcionaba no solo los
perros de Freud, sino también los chows de otros miembros del círculo de Freud (…) Anna
se convirtió en una segunda madre de sus hijos, y Dorothy recibió uno de los anillos de
Freud”. P. Roazen, Freud y sus discípulos, trad. C. Manzano, Madrid, Alianza, 1978, pp.
470-471.
* Cf., S. Freud, “Sueño y ocultismo”, ed. cit., p. 52. [N. del T.]
EX ABRUPTO50

“… Der Ort sagt...” “Es el lugar el que me dicta”. En mí, siempre he


desplazado y al mismo tiempo deformado estas palabras de
Creonte. (…) Y ahora el recuerdo de lo abrupto.* Aquí no quiero
hablar de ello, y no puedo, sino según la memoria, un fragmento
escindido de la memoria, a partir de lo que, a fines de junio de 1978,
en el instante mismo, en el presente, entonces, se había reunido en
lo que ya era el recuerdo de la palabra abrupta: la caída, la ruptura,
por un descenso que no deja ya tiempo, el abismo por interrupción
en el ángulo de un lugar, la aspiración hacia el sin-fondo en el
momento del cara a cara con lo imposible. Porque en lo abrupto, en
la palabra abrupto, casi no sé la razón, veo también un cara a cara,
sin mediación, sin transición, sin tercero, es decir, sin comunicación
ni pasaje. Y solo una cadencia, el ritmo de una caída, la tragedia sin
tragedia (...) En primer lugar, al llegar a Estrasburgo para ver y
escuchar a Antígona, recuerdo haber leído la traducción, de la
traducción, en avión, en voz alta y sin embargo interior, a veces la
alemana, a veces la francesa, y de una a otra, con el deseo final del
accidente, ello cae [ça tombe], que ello cae como ello tumba [ça
tombe comme ça tombe], y así, de un golpe, tomó lugar y termina
entre los dos flancos, las dos partes, ex abrupto (...) y de nuevo he
pronunciado la palabra cliff, el acantilado, la muralla, incluso la
pendiente brutal, que también era, por supuesto, la cesura (...)
aquella resuena aún en la cadencia y la tumba del mismo recuerdo
“...Ihn deket mit dem Grab’ und heiliget... Dass keiner ihn begrabe,
keiner traure, / Dass unbegraben er gelassen sey... Nichts feierlichs.
Es war kein Grabmal nicht... Weist du, wie eine Quaal jetzt ist in
deinen Worten?... se le ha encontrado / en vias de arreglar la tumba.
Da ward kein Loos / Geschwungen... Sie ein Mann aber /.../ Führt
sie gleich weg, encerrarla /en la sombra oscura de la cripta,
Umschattet ihr sie...” Y antes, “Die vielfache Weheklage des Vaters /
Und alles / Unseres Schiksaals, / Uns rühmlichen Labdakiden. / Io!
du mütterlicher Wahn...” (...) Luego, después de tantas olvidadas
transiciones, este fue el lugar dado, estaba justo en el borde del
abismo en el almacén [entrepôt] desafectado, defunctus, difunto (...)
La amistad cercana, el comentario sobre la filiación imposible y la
identificación del padre (...) El almacén que había sido destripado ya
no guardará nada. La más mínima aclaración, no era más que una
gran estructura vacía, no apta para intervenir [entremettre],
depositar [entreposer] o interponer [interposer] alguna cosa, salvo lo
abrupto. En este estado, la propia palabra vacía, al igual que el
almacén que se dio lugar, me parecía predestinada a lo que luego
sobrevino al desafío de toda destinación. La necesidad vertical al
borde del vértigo, al borde del cual, de un salto, las voces toman la
llamada para alcanzar el riesgo, a cada instante, de los pasos en
falso del actor –y sobretodo de Creonte. Nos llegaron. (...) El
discurso sobre la cesura, como todo lo que ya fue dicho por Philippe
Lacoue-Labarthe y Michel Deutsch, tuvo lugar allí abajo, más de una
vez, pero de manera única (...) Decir que yo fui testigo sería aún
estar hablando de un espectáculo, pero esto fue otra cosa (...) me
olvidaba, Hölderlin había venido a mezclarse con la multitud, un
poco perdido, ya sin preguntarse más (...).
Traducción: Javier Pavez

50. Escrito con motivo de la representación, en el Teatro Nacional de Estrasburgo, de


Antígona de Sófocles, retraducido a partir de Hölderlin por Philippe Lacoue-Labarthe.
Puesta en escena de Michel Deutsch y Ph. Lacoue-Labarthe. Se debe saber que la primera
de estas dos series de representaciones, tuvo lugar en los edificios abandonados del
Arsenal, poco después destruidos, y la segunda en las instalaciones en desuso del
Anciennes Forges de Estrasburgo. Publicado por primera vez en Avant-Guerre, n°2, 1981.
* Considérese que en francés, como en castellano, la palabra “abrupt”, se desliza entre las
significaciones de “escarpado”, “precipitado”, “repentino”, “brusco”, “bruto” o incluso “grave”.
[N. del T.].
LAS MUERTES DE ROLAND BARTHES51

¿Cómo hacer concordar este plural? ¿Con qué? Esta pregunta se


escucha también como la música. Con una docilidad confiada, el
plural parece mantenerse aun en medio de ese abandono que
advierto en él: un orden después del comienzo, con una frase
inaudible, como un silencio interrumpido. Sigue un orden, sí; incluso
obedece, se somete a lo dictado. Se pregunta. Y yo, cuando me
someto a prescribir un plural para esas muertes he debido
doblegarme ante la ley del nombre. No hay objeción que permita
resistirse, ni el pudor después del momento de una decisión
intratable y puntual, el tiempo casi nulo del disparador: habrá sido de
esa manera, únicamente, de una vez por todas. Y, sin embargo,
apenas puedo soportar la mera aparición de un título en este lugar.
Hubiera bastado el nombre propio. Solo y por sí mismo también dice
la muerte, todas las muertes en una. Es así incluso cuando su
portador está aún vivo. Mientras tanto códigos y ritos buscan
despojarnos de este privilegio terrorífico: el nombre propio por sí
mismo declara enérgicamente la desaparición de lo único, quiero
decir, la singularidad de una muerte incalificable (esta última
palabra, “incalificable”, resuena ahora como una cita de Roland
Barthes que habré de releer más tarde). La muerte se inscribe en el
nombre mismo para dispersarse de inmediato. Para insinuar una
extraña sintaxis –en el nombre de uno solo, responder a muchos.

***

Aún no sé por qué me es preciso dejar como fragmentos estos


pensamientos dedicados a Roland Barthes, y poco importa en el
fondo qué pudiera hacer esto comprensible, ni por qué me obstino,
incluso más que en la fractura, en el inacabamiento. El
inacabamiento marcado, la interrupción puntuada pero abierta,
carente incluso de la arista autoritaria de un aforismo. Pequeños
guijarros surgidos meditativamente, uno cada vez, en el borde de un
nombre como la promesa de un retorno.

***

Por él, para él, por Roland Barthes: por él, para él despliego estos
pensamientos. Eso significa que pienso en él y desde él, no
solamente en su obra o refiriéndome a él. Por él, para él. Esto
parece decir que quisiera dedicarle estos pensamientos, dárselos,
destinárselos. Aunque ya nunca lleguen hasta él. Y éste debe ser mi
punto de partida: no pueden acudir a él, llegar hasta él, incluso si
hubieran podido hacerlo mientras vivía. ¿Entonces? ¿A dónde
llegan? ¿A quién y por qué? ¿Son solo para él en mí? ¿En ti? ¿En
nosotros? No es lo mismo, ocurre tantas veces, y desde el momento
en que está en otro, ese otro no es ya el mismo. Quiero decir el
mismo que es él. Y, no obstante, él, Barthes, ha dejado de ser.
Atenerse a esa evidencia, a su claridad incontestable, volver a ella
como a lo más simple y solo a esto: que incluso retirándose a lo
imposible algo ofrece aún y permite pensar.

***

Más luz que deje algo qué pensar, qué desear. Saber, o más bien
aceptar lo que da a desear, amarlo desde una fuente invisible de
claridad. ¿De dónde venía la singular claridad de Barthes? ¿De
dónde le venía? Porque también debió recibirla. Sin simplificar nada,
sin violentar los pliegues ni las reservas, esa claridad emanaba
siempre de cierto punto que no era solo uno, que se mantendrá
invisible a su manera, ilocalizable para mí –esa claridad de la cual
quisiera, si no hablar, por lo menos dar una idea, y hablar también
de lo que de ella he preservado para mí.
***

¿Mantenerlo vivo y en sí es el mejor movimiento de la fidelidad?


Con el incierto sentimiento de entrar en la carne viva acabo de leer
dos de sus libros que nunca antes había leído. Me retiré a esa isla
para creer que nada se había detenido todavía. Y lo creí tan bien, y
cada libro me decía lo que había que pensar de tal creencia. Esos
libros son el primero y el último, cuya lectura había aplazado por
razones absolutamente diferentes. El primero, El grado cero de la
escritura* [Le degré zéro de l’écrituré]: he comprendido mejor su
fuerza y su necesidad, más allá de todo cuanto me había apartado
de él, y que no se reducía solamente a las mayúsculas, las
connotaciones, la retórica y todas las marcas de una época de la
cual creía salir entonces, y de la cual creía que era preciso sacar a
la escritura. Pero en ese libro de 1953, como en los de Blanchot a
los que nos remite con frecuencia, ese movimiento queda pendiente.
Lo que llamo torpe y equivocadamente la salida. Y después La
cámara lúcida** [La chambre claire], cuyo tiempo acompañó a
Barthes en su muerte como creo que ningún otro libro ha velado a
su autor.

***

Le degré zéro de l’écriture y La chambre claire son títulos felices


para un primer y un último libro. Felicidad terrible. Terriblemente
vacilante por su oportunidad y su predestinación. Quiero pensar
ahora en Roland Barthes; hoy, cuando atravieso la tristeza, la mía y
la que creí sentir siempre en él, sonriente y cansada, desesperada,
solitaria, tan incrédula en el fondo, refinada, cultivada, epicúrea,
siempre cediendo y sin crisparse, continua, fundamental y
desentendida de lo esencial; quiero pensar en él, a pesar de la
tristeza, como en alguien que a pesar de no privarse (por supuesto)
de ningún goce, en efecto se los dio todos. No sé si es posible decir
esto, pero tengo la impresión de que puedo estar seguro de que,
como dicen ingenuamente las familias en duelo, le hubiera gustado
este pensamiento. Tradúzcase: la imagen de ese yo (moi) de
Barthes, que Barthes ha escrito en mí, pero que ni él ni yo
consideramos verdaderamente algo esencial, esa imagen –me digo
en el presente– es quien ama en mí ese pensamiento, goza con él,
aquí y ahora, y me sonríe. Desde que leí La chambre claire, la
madre de Roland Barthes, a quien nunca conocí, me sonríe en este
pensamiento, como sonríe a lo que ella infunde de vida y reanima
de placer. Ella le sonríe y, por tanto, también en mí desde –¿por qué
no?– la Fotografía del Jardín de Invierno, desde la invisibilidad
radiante de una mirada de la cual él solo nos dijo que fue clara, tan
clara.

***

La primera vez que leí al primer y al último Barthes fue con la


ingenuidad admitida de un deseo, como si al leer sin detenerme, de
un tirón, a ese primer y último Barthes, como si se tratara de un solo
volumen con el que me hubiera confinado en una isla, fuera por fin a
verlo todo, a saberlo todo. La vida iba a proseguir (me quedaba
tanto por leer), pero acaso una historia iba a fraguarse, atada a sí
misma, la Historia convertida en Naturaleza en esa alianza entre
ellas dos, como si...

***

Acabo de escribir las mayúsculas de Naturaleza e Historia. Él lo


hacía casi siempre. Con una frecuencia masiva en Le degré zéro de
l’écriture, desde su inicio (“Nadie puede insertar, sin afectación, su
libertad de escritor en la opacidad de la lengua, porque a través de
ella toda la Historia se preserva, completa y unida como una
Naturaleza”.*). Pero lo hizo incluso en La chambre claire (“ante
quienes sé que se aman, pienso: es el amor como tesoro lo que va
a desaparecer, puesto que cuando ya no esté yo aquí, nadie podrá
ser su testigo: solo quedará la Naturaleza indiferente. Es un
desgarramiento tan agudo, tan intolerable que, solo contra el siglo,
Michelet concibió la Historia como un juramento de amor”). Ahora
bien, él ponía en juego las mayúsculas que yo mismo he usado por
mimetismo para citar. Son comillas (“así se dice”) que lejos de
marcar la hipóstasis, sublevan, alegan, nombran el menosprecio y la
incredulidad. Creo que no creía en esta oposición (ni en otras). Se
servía de ellas como de paso. Más tarde, quisiera mostrar que los
conceptos, en apariencia fundamentalmente opuestos, oponibles,
los empleaba uno por otro, en una composición metonímica. Era
algo que podía impacientar cierta lógica, mientras le oponía
vigorosamente la mayor fuerza, la enorme fuerza del juego, como
una manera ligera de movilizarla al desarticularla.

***

Como si: he leído los libros, uno tras otro como si un idioma fuera a
surgir, para finalmente desplegar su negativo ante mis ojos; como si
el andar, el porte, el estilo, el timbre, el tono, el gesto de Roland
Barthes, tantas rúbricas obscuramente familiares y reconocibles
entre muchas, fueran a revelarme de golpe su secreto, uno más de
los secretos escondido tras los otros (yo llamaba secreto tanto a una
intimidad como a una manera de actuar: inimitable), de golpe el
rasgo único dispuesto súbitamente a plena luz; y no obstante, como
habría yo de reconocerlo en lo que escribió sobre la “fotografía
unaria” –naturalmente contra ella, puesto que anula lo “punzante” en
lo “estudioso”, el punctum en el studium–. Medité: parecía como si el
punto de singularidad, antes de propagarse al rasgo pero
afirmándose continuamente desde el primer libro hasta su
interrupción en el último, cuando a pesar de todo resistía de
diversas maneras a las mutaciones, agitaciones, desplazamientos
de terreno, a la diversidad de los objetos, de los corpus y de los
contextos, ocurría como si la instancia de lo invariante me fuera a
ser entregada tal como finalmente era –en algo, en un detalle–. Sí.
Exigía de un detalle ese éxtasis revelador, el acceso instantáneo a
Roland Barthes (a él, solo a él), la gracia de un acceso ajeno a toda
búsqueda. Esperaba la revelación más de ese detalle a la vez
totalmente visible y disimulado (evidente) que de los grandes temas,
los contenidos, los teoremas, las estrategias de las escrituras que
creía conocer y reconocer fácilmente desde hacía un cuarto de siglo
–a través de los distintos “periodos” de Roland Barthes (a los que él
mismo distinguió en Roland Barthes [Roland Barthes por Roland
Barthes*] como “fases” y “géneros”)–. Busqué como él, como él, y
en la situación en que escribo desde su muerte, en que cierto
mimetismo es a la vez un deber (acogerlo en sí, identificarse con él
para dejarle la palabra, la palabra en sí, para hacerlo presente y
representarlo con fidelidad) y la peor de las tentaciones, la más
indecente, la más mortífera, el don y la suspensión del don, tratar de
escoger. Como él, yo buscaba el frescor de una lectura en esa
relación con el detalle. Sus textos me son familiares y aún
desconocidos. Esa es mi certidumbre, como ocurre verdaderamente
con todos los textos que me importan. La palabra “frescor” es la
suya, juega un papel esencial en la axiomática de Le degré zéro... El
interés por el detalle también fue el suyo. Benjamin veía en el
agrandamiento analítico del fragmento o del significante ínfimo un
lugar de cruce entre la era del psicoanálisis y aquella de la
reproductibilidad técnica, de la cinematografía, de la fotografía, etc.
(Habiendo atravesado tanto por los recursos del análisis
fenomenológico como por el estructural, desbordándolos, el ensayo
de Benjamin y el último libro de Barthes podrían muy bien ser los
dos textos culminantes sobre la cuestión llamada del “Referente” en
la modernidad técnica.) Punctum traduce además, en La chambre
claire, un valor de la palabra “detalle”: un punto de singularidad que
horada la superficie de la reproducción –e incluso de la producción–
de las analogías, de los parecidos, de los códigos. Esa singularidad
perfora, me alcanza de golpe, me hiere o me asesina y, en principio,
parece mirarme solo a mí. Está en su definición el que se dirija a mí.
A mí se dirige la singularidad absoluta del otro, el Referente cuya
imagen propia no puedo suspender aun cuando su “presencia” se
oculta para siempre (es esa la razón por la cual la palabra
“Referente” podría incomodar si el contexto no la reformara), cuando
él se ha hundido ya en el pasado. A mí se dirige también la soledad
que desgarra la trama de lo mismo, las redes o los ardides de la
economía. Pero es siempre la singularidad del otro, puesto que
incide en mí sin dirigirse a mí, sin que esté presente en mí y el otro
pueda ser “yo” [moi], yo antes de haber sido o, habiendo sido, yo
muerto ya en el futuro anterior o en el pasado anterior de la
fotografía. En mi nombre, añadiré. Aunque, como siempre, parezca
ligeramente marcada, creo que ese alcance del dativo o del
acusativo que me dirige o me destina el punctum, es esencial a la
categoría, en todo caso en su empleo en La chambre claire. Al
relacionar dos exposiciones diferentes del mismo concepto, se ve
con claridad que el punctum me apunta al instante y al lugar desde
donde yo le apunto; es así como la fotografía puntuada me hiere. En
su superficie mínima, el punto mismo se divide: esta doble
puntuación desorganiza enseguida lo unario y el deseo que ahí se
ordena. Primera exposición: “es él [el punctum] el que surge de la
escena, como una flecha, y viene a traspasarme. Existe una palabra
en latín para designar esta herida, este pinchazo, esta marca hecha
por un instrumento puntiagudo; esta palabra me va tanto más
cuanto que […]” (Esta es la forma de lo que yo buscaba, lo que le
va, lo que no va y no vale más que para él; como siempre, él declara
que busca lo que viene y le va a él, le conviene, le ajusta como una
prenda de vestir; aunque sea ropa hecha y a la moda, debe
plegarse al habitus inimitable de un solo cuerpo. Elegir entonces sus
palabras, nuevas o muy viejas, en el tesoro de las lenguas, como se
elige una prenda de vestir y tomarlo todo en consideración: la
estación, la moda, el lugar, la tela, el tono, el corte.) “[…] esta
palabra me va tanto más cuanto que remite también a la idea de
puntuación y a que las fotos de las que hablo están en efecto
puntuadas, a veces incluso plagadas de esos puntos sensibles;
precisamente, esas marcas, esas heridas son puntos. Ese segundo
elemento que viene a desordenar el studium lo llamaré, pues,
punctum, ya que punctum es también pinchazo, pequeño orificio,
pequeña mancha, pequeño corte –y también tiro de dados–. El
punctum de una foto es ese azar que, en ella, me apunta (pero
también me asesina, me golpea)”. El paréntesis no encierra algo
incidental o una idea secundaria, como pasa con frecuencia; no es
lo dicho en voz baja en el recodo de un pudor. Y en otro lugar, veinte
páginas más adelante, Barthes despliega otra exposición: “Habiendo
pasado revista de este modo a los intereses sensatos que
despertaban en mí ciertas fotos, me parecía corroborar que el
studium, dado que no está atravesado, azotado, cebrado por un
detalle (punctum) que me alcanza o me hiere, engendraba un tipo
de foto muy difundida (la más difundida del mundo), y que
podríamos llamar fotografía unaria”.

***

Su manera, el modo con que exhibe, pone en juego, interpreta la


pareja studium / punctum, relatando al mismo tiempo lo que hace,
entregándonos sus notas; escuchamos de inmediato la música. Esa
es precisamente su manera. Hacer surgir lenta, prudentemente, la
oposición studium / punctum, el versus aparente de la barra, en un
nuevo contexto antes del cual parecería que no existe oportunidad
alguna de que aparezca. Le da esa oportunidad o la acoge. Su
interpretación puede parecer en principio un poco artificiosa,
ingeniosa, elegante pero especiosa, por ejemplo, en el pasaje que
lleva del punctum al me punza y a lo punzante pero impone poco a
poco su necesidad, sin disimular el artefacto bajo ninguna
pretendida naturaleza. Hace la demostración de su rigor a lo largo
de todo el libro, y este rigor se confunde con su productividad, con
su fecundidad realizativa. Le hace entregar la mayor cantidad de
sentido, de poder descriptivo o analítico (fenomenológico, estructural
y todavía más allá). El rigor nunca es rígido. Lo flexible, una
categoría que creo indispensable para describir de todas maneras
todas las maneras de Barthes. La virtud de flexibilidad se ejerce sin
la menor huella de trabajo, pero tampoco de su desaparición. Nunca
la abandona, ya se trate de teorización, de estrategia de escritura,
de intercambio social, y es legible hasta en su grafía; la leo como la
reafirmación extrema de esa civilidad que, en La chambre claire y al
hablar de su madre, lleva hasta el límite de la moral e incluso hasta
a someterla a ella. Flexibilidad a la vez ligada y desligada, como se
dice de la escritura o del espíritu. Tanto en el vínculo como en la
desvinculación nunca excluye la justeza –o la justicia; imagino que
ha debido honrar esa flexibilidad en secreto hasta en las elecciones
imposibles–. Aquí, el rigor conceptual de un artefacto se mantiene
flexible y juguetón, dura el tiempo de un libro, será útil a otros pero
solo conviene perfectamente a su signatario, como un instrumento
que no se presta a nadie, como la historia de un instrumento.
Porque, sobre todo y en primer lugar, esta aparente oposición
(studium / punctum) no solo evita la prohibición sino que, por el
contrario, favorece cierta composición entre los dos conceptos.
¿Qué debemos entender por composición? Un par de cosas que se
componen en conjunto. 1) Separados por un límite infranqueable,
los dos conceptos establecen entre ellos compromisos, uno con otro
se componen, reconoceremos ahí, de inmediato, una operación
metonímica, sutil, del “fuera del campo”, que corresponde al
punctum, que, en su calidad de exterior al campo se compone
según el campo “siempre codificado” del studium. Le pertenece sin
pertenecerle, es ilocalizable, no se inscribe jamás en la objetividad
homogénea de su espacio enmarcado, pero lo habita o más bien lo
asedia: “Es un suplemento, es lo que añado a la foto y que no
obstante ya estaba ahí”. Somos presa del poder fantasmático del
suplemento, ese emplazamiento ilocalizable. Eso es precisamente lo
que da lugar al espectro. “El Spectator somos nosotros, todos los
que compulsamos las colecciones de fotos en los periódicos, en los
libros, en los álbumes, en los archivos. Y aquel o aquella que es
fotografiado es el blanco, la referencia, suerte de pequeño
simulacro, de eidolon emitido por el objeto, que yo llamaría
gustosamente el Spectrum de la Fotografía, porque esa palabra
conserva, a través de su raíz, una relación con el ‘espectáculo’ y le
añade esta cosa un tanto terrible que hay en toda fotografía: el
retorno del muerto”. Desde el momento en que cesa de oponerse al
studium manteniéndose al mismo tiempo heterogéneo, desde el
momento en que no puede siquiera distinguir entre dos lugares, dos
contenidos o dos cosas, el punctum no se somete completamente al
concepto, si entendemos por ello una determinación predicativa
distinta y oponible. Ese concepto del fantasma es tan poco
aprehensible, en persona, como el fantasma de un concepto. Ni la
vida ni la muerte, sino el asedio de uno por el otro. El versus de la
oposición conceptual es tan inconsistente como el obturador
fotográfico. “La Vida / la Muerte: el paradigma se reduce a un simple
obturador, el que establece la separación entre la pose inicial y el
papel final”. Fantasmas: el concepto del otro en lo mismo, el
punctum en el studium, la muerte completamente otra que vive en
mí. Ese concepto de la fotografía, fotografía toda oposición
conceptual, descubre en ella una relación de encantamiento que
constituye quizá toda “lógica”.

***

Pienso en un segundo sentido de la composición. De esta manera


2) en la oposición fantasmática de dos conceptos, en la pareja S / P
(studium/ punctum), la composición es también la música. Se abriría
aquí un largo capítulo: Barthes músico. Podría colocarse, como una
nota, este ejemplo analógico (para comenzar): entre los dos
elementos heterogéneos S y P, puesto que la relación no es ya la
exclusión simple, cuando el suplemento del punctum parasita el
espacio asediado del studium, es posible decir entre paréntesis,
discretamente, que el punctum viene a conferir su ritmo al studium,
a escandirlo: “El segundo elemento viene a quebrar (o escandir) al
studium. Esta vez no soy yo quien va a buscarlo (como he investido
con mi consciencia soberana el campo del studium), es él quien
parte de la escena, como una flecha, y viene a atravesarme. Una
palabra existe en latín [...] punctum”. Cuando la escansión ha sido
marcada, la música llega, al pie de la misma página, de otro lugar.
La música es más precisamente la composición: analogía de la
sonata clásica. Como hacía con frecuencia, Barthes va a describir
su camino, a entregarnos también el relato de lo que hace,
haciéndolo (lo que he llamado sus notas); lo hace con cadencia, con
medida y mesuradamente, con el sentido clásico de la medida,
marca las etapas (además subraya, para insistir y tal vez para jugar
quizá punto contra punto o punto contra estudio “en este punto de
mi búsqueda”). Barthes dará a entender, en pocas palabras, con un
movimiento ambiguo de modestia y de desafío, que no tratará el par
de conceptos S y P como esencias venidas de un más allá del texto
que está por escribirse y que autoriza cierta pertinencia filosófica
general. No llevan la verdad sino al interior de una irreemplazable
composición musical. Son motivos. Si se les quiere trasladar a otro
lugar, y es posible, útil, necesario, es preciso proceder a una
trasposición analógica, y la operación no tendrá éxito más que en la
media en que otro opus, otro sistema de composición los arrastre
consigo de manera también original e irreemplazable. Escribe
acerca de esto: “Habiendo distinguido en la Fotografía dos temas
(puesto que, en resumen, las fotos que amo estaban construidas a
la manera de una sonata clásica) podía ocuparme sucesivamente
de uno y del otro”.

***

Sería preciso regresar a la “escansión” del studium por un punctum


que no le es opuesto, incluso si se mantiene como lo radicalmente
otro que viene a duplicarlo [doubler], a ligarse a él, a componerse
con él. Pienso ahora en una composición en contrapunto, en todas
las formas cultas del contrapunto y la polifonía, en la fuga.

***

La Fotografía del jardín de Invierno es el punctum invisible del libro,


no pertenece al corpus de las fotografías que él muestra, ni a la
serie de ejemplos que analiza y exhibe. Y sin embargo, irradia todo
el libro. Una especie de serenidad radiante viene de los ojos de su
madre, cuya claridad él describe sin que sea jamás visible. Lo
radiante se compone con la herida que inscribe en el libro un signo,
un punctum invisible. En este punto él ya no habla de luz o de
fotografía, que nada tienen ya que ver; él dice la voz del otro, el
acompañamiento, el canto, el acorde, “y la última música”: “Más aún
(puesto que intento decir esta verdad), esta Fotografía del jardín de
Invierno era para mí como la última música que escribió Schumann
antes de hundirse en la locura, ese primer Chant de l’Aube, que
concuerda tan bien con el ser de mi madre y la pena que sufro por
su muerte; no podría decir esta concordancia sino mediante una
sucesión infinita de adjetivos”. Y en otro lugar: “en un sentido, nunca
‘hablé’ para ella, ni ‘discurrí’ ante ella; pensábamos sin decírnoslo
que la ligera insignificancia del lenguaje, la suspensión de las
imágenes debía ser el espacio mismo del amor, su música. A ella,
tan fuerte que era mi Ley interior, la viví, al final, como mi niño
femenino”.

***

Lo que por él hubiera querido evitar: no las evaluaciones (¿sería


posible o incluso deseable?) sino todo aquello que se insinúa en la
evaluación más implícita para remitir al código (incluso al studium).
Por él hubiera querido, sin lograrlo, escribir en el límite, lo más cerca
del límite pero también más allá de la escritura “neutra”, “blanca”,
“inocente”, cuya novedad histórica e infidelidad quedaron de relieve,
simultáneamente, en Le degré zéro...: “Si la escritura es
verdaderamente neutra [...] entonces la Literatura está vencida [...].
Desgraciadamente nada es más infiel que la escritura blanca; los
automatismos se elaboran en el lugar mismo en que se encontraba
en principio una libertad, una red de formas endurecidas ciñe la
frescura primera del discurso”. No se trata aquí de vencer a la
Literatura sino de impedir que, como un saber, se cierre
sensatamente sobre la herida singular, una herida sin falta (nada es
más insoportable y más cómodo que todos los movimientos de
culpabilidad en el duelo, todos sus espectáculos inevitables).

***

Escribir (le). Al amigo muerto en sí regalarle su inocencia. Lo que yo


hubiera querido evitar, evitarle: la doble herida de hablar de él, aquí
y ahora, como de un vivo o como de un muerto. En los dos casos
desfiguro, hiero, duermo o mato. ¿Pero a quién? ¿A él? No. ¿A él
en mí? ¿En nosotros? ¿En ustedes? ¿Qué quiere decir eso? ¿Que
nosotros permanecemos entre nosotros? Es verdad, pero a la vez
un poco simple. Roland Barthes nos mira (cada uno adentro, cada
uno puede decir que su pensamiento, su recuerdo, su amistad lo
mira entonces solo a él) y de su mirada, aunque cada uno de
nosotros disponga de ella también a su manera, según su lugar y su
historia, no hacemos lo que queremos. Él ésta en nosotros pero no
con nosotros; nosotros no disponemos de él como de un momento o
de una parte de nuestra interioridad. Y lo que entonces nos mira
puede ser indiferente o amante, terrible, dispuesto al
reconocimiento, atento, irónico, silencioso, fastidiado, reservado,
ferviente o sonriente, niño o envejecido ya; en una palabra puede,
en nosotros, dar todos los signos de vida o de muerte que
extraemos de la reserva definida de sus textos o de nuestra
memoria.
***
Lo que hubiera querido evitarle no es la Novela y la Fotografía, sino
algo que hay en una y otra, y no es ni la vida ni la muerte; algo que
él dijo antes que yo (y sobre lo que volveré –siempre la promesa, la
promesa de regresar, que no es ya un recurso fácil de
composición-). Nunca lograré evitarlo, en particular porque ese
punto se deja siempre apropiar por el tejido que él mismo desgarra
hacia lo otro, y un velo de studium se vuelve a formar. ¿Pero quizá
valga más no llegar hasta allá y preferir en el fondo el espectáculo
de la insuficiencia, del fracaso, de lo truncado? (¿No es irrisorio,
ingenuo y propiamente pueril presentarse ante un muerto para
pedirle perdón? ¿Tiene esto sentido? ¿A menos que eso sea el
origen del sentido mismo? ¿El origen en una escena que uno
realizaría ante otros que lo observan y personifican también al
muerto? Un buen análisis de la puerilidad en cuestión sería aquí
necesario pero insuficiente.)

***
Dos infidelidades, una elección imposible: por una parte, no decir
nada que lo recuerde solo a él, a su propia voz, callarse o cuando
menos hacerse acompañar o preceder, en contrapunto, por la voz
del amigo. Entonces, por un fervor de amistad o reconocimiento,
también por aprobación, contentarse con citar, con acompañar lo
que corresponde al otro, más o menos directamente, cederle la
palabra, anularse frente a ella, seguirla, ante él. Pero ese exceso de
fidelidad terminará por no decir nada, no intercambiar nada.
Regresa hacia la muerte. Remite a ella, remite la muerte a la
muerte. Por el contrario, al evitar toda cita, toda identificación,
incluso toda aproximación, para que todo lo que se dirija a Roland
Barthes o hable de él venga en verdad del otro, del amigo vivo, se
enfrenta el riesgo de hacerlo desaparecer todavía más, como si
fuera posible añadir muerte a la muerte, pluralizarla indecentemente.
Quedaría hacer y dejar de hacer ambos a la vez. Corregir una
infidelidad con otra. De una muerte a otra: ¿es esa la inquietud que
me ha dictado el comienzo en plural?

***

Ya, y con frecuencia, sé que escribí para él (digo siempre él,


escribirle a él, dirigirme a él, evitarlo a él). Mucho antes de estos
fragmentos. Para él: pero quiero rememorar obstinadamente, para
él, que hoy no se trata de respeto, por tanto de respeto viviente, de
atención viviente a la capacidad del otro, aunque fuera al nombre de
Roland Barthes que estará solo en adelante, que no debe
exponerse sin tregua, sin debilidad, sin misericordia, a esta
evidencia demasiado transparente para no ser rebasada
inmediatamente: Roland Barthes es el nombre de quien ya no puede
ni escucharlo ni llevarlo. Y él (no el nombre, sino el portador del
nombre), cuando yo pronuncie su nombre que ha dejado de serlo,
no recibirá nada de lo que digo aquí acerca de él, para él, más allá
del nombre pero aún en el nombre. La atención viviente se desgarra
hacia lo que no puede ya recibirla, se precipita hacia lo imposible.
Pero si su nombre no es ya suyo, ¿lo fue alguna vez? ¿Quiero decir
simplemente, únicamente?

***

Casualmente lo imposible se convierte a veces en posible: como


utopía. Es eso lo que él decía antes de su muerte, pero para sí,
acerca de la Fotografía del jardín de Invierno. Más allá de las
analogías, “ella realizaba para mí, utópicamente, la ciencia
imposible del ser único”. Y lo decía únicamente, vuelto hacia su
madre y no hacia la Madre, pero la singularidad punzante no
contradice la generalidad, ésta no le prohibe valer como ley,
solamente la flecha y la hace signo. Singular plural. ¿Hay desde el
primer lenguaje, con la primera marca, otra posibilidad, otra
oportunidad que el dolor de ese plural? ¿Y la metonimia? ¿Y la
homonimia? Se podría sufrir de otra cosa, pero ¿se podría hablar
sin ellas?

***

Lo que podríamos llamar con ligereza la mathesis singularis es lo


que para él se realizaba “utópicamente” ante la Fotografía del jardín
de Invierno: es imposible y ocurre, utópicamente, metonímicamente,
a partir de que ello marca, de que ello escribe, incluso “antes” del
lenguaje. Barthes habla por lo menos dos veces de utopía en La
chambre claire. Las dos veces entre la muerte de su madre y la
suya, en la medida en que confía ésta a la escritura: “Muerta ella, no
tengo ya razón alguna para acoplarme a la marcha de lo Viviente
superior (la especie). Mi particularidad no podría ya jamás
universalizarse (más que utópicamente, por la escritura, cuyo
proyecto debería convertirse entonces en el fin único de mi vida)”.

***
Cuando digo Roland Barthes es a él a quien nombro, más allá de su
nombre. Pero como a partir de este momento precisamente él es
inaccesible al llamado, como la nominación es incapaz de
convertirse en invocación, apelación, apóstrofe (si suponemos que,
revocada hoy, esta posibilidad jamás pudo ser pura), es a él en mí a
quien yo nombro, atravieso su nombre para ir hacia él en mí, en ti,
en nosotros. Lo que pase en relación con él y se diga de él queda
entre nosotros. El duelo ha comenzado en ese punto. ¿Pero
cuándo? Porque, antes de ese acontecimiento incalificable llamado
muerte, la interioridad (del otro en mí, en ti, en nosotros) había
emprendido ya su obra. Desde la primera nominación, había
precedido la muerte como lo hubiera hecho otra muerte. El nombre
por sí mismo lo hace posible: esta pluralidad de muertes. E incluso
si la relación entre ellas fuera solamente analógica, la analogía sería
singular, sin medida común con ninguna otra. Antes de la muerte sin
analogía ni relevo, antes de la muerte sin nombre y sin frase, antes
de esa muerte ante la cual nada tenemos que decir y es imperativo
el silencio, antes de esa muerte que él llamaba “mi muerte total,
indialéctica”, antes de la última, los otros movimientos de
interiorización eran a la vez más y menos poderosos, poderosos de
otro modo, más o menos seguros de sí mismos, de otro modo. Más:
no se encontraban aún perturbados o interrumpidos por el silencio
de muerte del otro que viene a llamar afuera los límites de una
interioridad hablante. Menos: la aparición, la iniciativa, la respuesta
o la intrusión imprevisible del otro vivo invocan también este límite.
Vivo, Roland Barthes no se reduce a lo que cada uno de nosotros
imagina, a lo que podemos pensar, creer o saber y recordar de él.
¿Pero una vez muerto lo hará? No, pero el riesgo de la ilusión será
más fuerte y más débil, otra en todo caso.

***

“Incalificable” es todavía una palabra que tomo en préstamo de él.


Incluso si le impongo cierta deportación, queda ya marcada por lo
que he leído en La chambre claire. “Incalificable” designaba en ese
texto una forma de vida –ésta, la suya, fue breve después de la
muerte de su madre–, una vida semejante ya a la muerte, una
muerte antes de otra, más de una, que imitaba de antemano. Eso no
impidió su carácter accidental, imprevisible, venido de un afuera
incalculable. Este parecido tal vez autoriza a deportar lo incalificable
de la vida hacia la muerte. Es esta la psyché: “Se dice que el duelo,
por su trabajo progresivo, borra lentamente el dolor; no lo podía, no
lo puedo creer, porque, para mí, el Tiempo elimina la emoción de la
pérdida (no lloro), es todo. Respecto a lo demás, todo es inmóvil.
Porque lo que yo he perdido no es una Figura (la Madre), sino un
ser, y no un ser sino una cualidad (un alma): no indispensable, sino
irreemplazable. Podía vivir sin la Madre (todos lo hacemos, más o
menos tarde); pero la vida que me quedaba sería seguramente y
hasta el fin incalificable (sin cualidad)”.

***

La cámara clara dice más, sin duda, que la cámara lúcida, nombre
de ese aparato anterior a la fotografía y que se opone a la cámara
oscura. Me es imposible no asociar la palabra claridad, dondequiera
que aparece, a lo que él dice, mucho antes, de su madre niña, de la
“claridad de su rostro”. Añade enseguida: “[...] la pose ingenua de
sus manos, el lugar que había ocupado con docilidad, sin mostrarse
ni ocultarse”.

***

Sin mostrarse ni ocultarse. No se trata de la Figura de la Madre, sino


de su madre. No debía haber, no debía haber ahí, en ese caso,
metonimia, el amor protesta (“yo podía vivir sin la Madre”).

***
Sin mostrarse ni ocultarse. Eso fue lo que ocurrió. Ella había
ocupado ya su lugar “dócilmente”, sin la iniciativa de la más mínima
actividad, con la pasividad más dulce, y ella ni se muestra ni se
oculta. La posibilidad de esa imposible derrota, fragmenta toda
unidad, y es el amor; desorganiza todos los discursos emanados del
studium, las coherencias teóricas y las filosofías. A éstas les es
preciso decidir entre presencia y ausencia, aquí y allá, lo que se
revela y lo que se disimula. Aquí, allá, la otra única, su madre,
aparece, es decir, sin aparecer, puesto que el otro no puede
aparecer sino desapareciendo. Y ella “sabía” hacerlo,
inocentemente, porque en la pose sin pose de su madre es la
cualidad de alma de niño lo que él descifra. No dice más y nada
subraya.

***

De nuevo la claridad, la “fuerza de la evidencia”, como él dice, de la


Fotografía. Pero eso conlleva presencia y ausencia, no se muestra
ni se oculta. En el pasaje acerca de la camera lucida, cita a
Blanchot: “la esencia de la imagen es estar por completo afuera, sin
intimidad, y sin embargo más inaccesible y misteriosa que el
pensamiento del fuero interno; sin significación pero invocando la
profundidad de todo sentido posible; irrevelado y sin embargo
manifiesto, teniendo esta presencia-ausencia que constituye el
atractivo y la fascinación de las Sirenas”.

***

La adherencia del “referente fotográfico” sobre el que insiste y con


toda justicia: no se relaciona con un presente, ni con un real, sino
con lo otro, y cada vez de manera distinta según el tipo de “imagen”
(fotográfico o no, después de haber tomado todas las precauciones
diferenciales posibles, no habríamos reducido lo que él dice de
específico de la fotografía, al suponer que su pertinencia se extiende
a otros lugares: diría incluso a todos lados. Se trata de reconocer a
la vez la posibilidad de suspender el Referente (no la referencia)
dondequiera que se produzca, incluso en la fotografía, y suspender
un concepto ingenuo de Referente, aquel que se admite con tanta
frecuencia).

***

Pequeña clasificación sumaria y completamente preliminar, la


sensatez misma: hay, en el tiempo que nos vincula a los textos y a
sus presuntos signatarios, nombrables, autorizados, al menos tres
posibilidades. El “autor” puede estar ya muerto, en el sentido más
común del término, en el instante en que comenzamos a leerlo,
cuando esta lectura nos lleva a escribir acerca de él, como se dice,
ya se trate de sus escritos o de ellos mismos. Esos autores que uno
no ha “conocido” nunca vivos, encontrados, amados (o no) son con
mucho los más numerosos. Esta a-simbiosis no excluye cierta
modalidad de lo contemporáneo (y viceversa); implica también
interiorización, un duelo a priori con muy ricas posibilidades, toda
una experiencia de la ausencia cuya originalidad no puedo describir
aquí. Podemos hablar, inmediatamente después, de una segunda
posibilidad, los autores que viven en el momento en que los leemos,
cuando esta lectura nos lleva a escribir acerca de ellos, etc. Como
bifurcación de la misma posibilidad, podemos saberlos vivos,
conocerlos o no, haberlos encontrado, “amado” (o no, etc.), y la
situación puede cambiar respecto de ellos; podemos encontrarlos
después de haber comenzado a leerlos (tengo un recuerdo muy vivo
del primer encuentro con Barthes), mil y mil relevos pueden
asegurar la transición: las fotografías, la correspondencia, la
publicación de las declaraciones, las grabaciones. Después hay una
“tercera” situación, cuando ocurre la muerte y después de ella, de
aquellos a quienes hemos también “conocido”, encontrado, amado,
etc. Ahora bien, ocurre que me ha tocado escribir en la estela de o
acerca de textos de autores muertos mucho tiempo antes de que los
leyese (por ejemplo Platón o Juan de Patmos) o cuyos autores viven
en el momento en el que escribo, que es lo más riesgoso en
apariencia. Pero lo que creía imposible, indecente, injustificable, lo
que desde hace largo tiempo, de manera más o menos secreta y
resuelta, me había prometido nunca hacer (cuidando el rigor, la
fidelidad si se quiere y porque esta vez es demasiado grave), es
escribir ante la muerte, no después, mucho después de la muerte,
regresando a ella; sino ante la muerte, en ocasión de la muerte, en
las recopilaciones de celebración, de homenaje, de escritos “a la
memoria” de aquellos que en vida habían sido mis amigos,
demasiado presentes en mí como para que alguna “declaración”,
incluso algún análisis o “estudio” no me parezca intolerable en ese
preciso momento.
-¿Pero y el silencio entonces? ¿No es acaso otra herida, otra
injuria?
-¿A quién?
-Sí, ¿a quién hacemos la ofrenda y por qué? ¿Qué hacemos cuando
intercambiamos este discurso? ¿A quién velamos? ¿Buscamos
anular la muerte o conservarla? ¿Intentamos ponernos en regla,
satisfacer o liquidar cuentas? ¿Con el otro, con los otros afuera y en
sí? ¿Cuántas son las voces que se cruzan entonces, se vigilan, se
retoman, se estrechan entre sí, se abrazan con efusión o pasan una
junto a otra en silencio? ¿Va uno a entregarse a evaluaciones de
última instancia? ¿A asegurarse de que la muerte no ha ocurrido o
de que es irreversible y que de esta manera se está vacunado con
el regreso del muerto? O más todavía, ¿convertirse en su aliado (“el
muerto está conmigo”), ponerse de su lado, exhibir sus contratos
secretos, aniquilarlo al exaltarlo, reducirlo en todo caso a lo que una
actuación literaria o retórica puede aún contener cuando se le hace
cobrar valor mediante estrategias cuyo análisis sería interminable,
como todas las trampas del “trabajo del duelo” individual o
colectivo? Y además ese llamado “trabajo” queda como el nombre
de un problema. Si trabaja es también para dialectizar la muerte, la
misma que Roland Barthes llamaba: la indialéctica. (“Yo no podía
más que esperar mi muerte total, indialéctica”.)

***
Un pedazo de mí como un pedazo de la muerte. ¿Decir “las
muertes” es acaso dialectizarlas o, al contrario, como yo querría?
(pero estamos aquí en un límite en el que querer basta menos que
nunca). Duelo y transferencia. En una entrevista con Ristat, cuando
se trató de la “práctica de escritura” y autoanálisis dijo, lo recuerdo:
“El autoanálisis no es transferencial, y en esto tal vez no estén de
acuerdo los psicoanalistas”. Sin duda. Tal vez, haya sin duda,
transferencia en el autoanálisis, en particular cuando pasa por la
escritura y la literatura; pero juega de otra manera, juega más –y las
diferencias del juego aquí son esenciales–. Comparada con la
posibilidad de escribir, nosotros tenemos necesidad de otro
concepto de la transferencia (¿pero ha existido alguna vez uno?).

***

Lo que más arriba se expresa con “ante la Muerte”, “en ocasión de


la muerte”: toda una serie de soluciones típicas. Las peores o la
peor en cada una de ellas, innoble o ridícula, es no obstante tan
frecuente: maniobrar más, especular, obtener un beneficio, ya sea
sutil o sublime, sacar del muerto una fuerza suplementaria que se
dirige contra los vivos, denunciar, injuriar más o menos directamente
a los supervivientes, autorizarse, legitimarse, elevarse a la altura
donde la muerte, se supone, eleva al otro, ponerse al abrigo de toda
sospecha. Hay otras menos graves ciertamente, pero no dejan de
serlo: hacer un homenaje con un ensayo tratando de la obra o de
una parte de la obra legada, discurrir sobre un tema con el que se
tiene la seguridad de que se habría captado el interés del autor
desaparecido (cuyos gustos, las curiosidades y el programa, se
diría, no deberían causar sorpresa). El tratamiento señalaría
además la deuda, la satisfaría suficientemente y, considerando el
contexto, se haría la adaptación del tema. Por ejemplo, en
Poétique*, sería preciso subrayar ahora el inmenso papel que jugó y
que continuará jugando la obra de Barthes en el campo abierto de la
literatura y la teoría literaria (es legítimo, es preciso hacerlo y lo
hago). Y después, por qué no, entregarse, como en un ejercicio
hecho posible e influenciado por Barthes (iniciativa que gracias a su
memoria encuentra aprobación en nosotros), al análisis de un
género o de un código discursivo, de las reglas de un escenario
social, hacerlo con esa minuciosidad vigilante que, por intratable que
fuera, sabía finalmente desarmarse con cierta compasión
desengañada, una elegancia un poco descuidada que lo llevaba a
abandonar la partida (aunque lo vi a veces encolerizarse por
cuestión de ética o de fidelidad). ¿De qué “género” se trata? Y bien,
por ejemplo aquel que en este siglo hace las veces de oración
fúnebre. Se estudiaría el corpus de declaraciones en los periódicos,
en las cadenas de radio o de televisión, se analizaría las
recurrencias, las restricciones retóricas, las perspectivas políticas,
las explotaciones de los individuos o de los grupos, los pretextos
para la toma de posición, para la amenaza, la intimidación o la
aproximación (pienso en el semanario que con motivo de la muerte
de Sartre, después de que logró conseguir sus fotos para
arrastrarlos hasta la justicia, se atrevió a hacer el proceso a quienes
–unos pocos– no habían dicho nada al respecto, ya fuera porque
estaban de viaje o por decisión propia y de aquellos que no habían
dicho lo que era preciso. A todos se les acusaba de tener aún miedo
de Sartre). En su tipo clásico, la oración fúnebre tenía algo bueno,
sobre todo cuando permitía interpelar directamente al muerto y a
veces hasta tutearlo. La muerte en mí es ciertamente una ficción
suplementaria, siempre con los otros alrededor del sarcófago, a la
que apostrofo de esa manera; pero por su exceso caricaturesco, la
exageración retórica marcaba por lo menos que era preciso no
permanecer ahí, únicamente entre nosotros. Es necesario
interrumpir el comercio de los supervivientes, desgarrar el velo hacia
el otro, el otro muerto en nosotros pero otro, y las certidumbres
religiosas de otra vida podrían acoger favorablemente ese “como si”.

***
Las muertes de Roland Barthes: sus muertes, aquéllos y aquéllas,
los suyos que están muertos y cuyas muertes han debido habitarlo,
ubicar los lugares o las instancias graves, tumbas orientadas en su
espacio interior (su madre, para terminar y sin duda para empezar).
Sus muertes, aquellas que ha vivido en plural, que ha debido
encadenar intentando vanamente “dialectizarlas” antes de la “total”,
la “indialéctica”, esas muertes que, en nuestra vida, constituyen
siempre una serie aterradora que jamás termina. Pero él, ¿cómo las
vivió? No hay respuesta más imposible y prohibida que ésta. Pero
en los últimos años un movimiento se precipitó; me parece haber
sentido algo como una aceleración autobiográfica, como si dijera
“siento que me queda poco tiempo”, debo ocuparme en principio de
ese pensamiento de muerte que comienza, como el pensamiento y
como la muerte, en la memoria del idioma. Todavía vivo, como
escritor escribió una muerte de Roland Barthes por sí mismo. Y
finalmente, sus muertes, esos textos sobre la muerte, todo lo que
escribió, marcando tan enfáticamente el desplazamiento, sobre la
muerte, sobre el tema que, si se quiere, podría ser el de la Muerte,
si es que existe. De la Novela a la Fotografía, de Le degré zéro de
l’écriture (1953) a La chambre claire (1980), cierto pensamiento
sobre la muerte puso todo en movimiento, o más bien lo lanzó a un
viaje, a una especie de travesía hacia un lugar más allá de todos los
sistemas que confinan, de todos los saberes, de todas las
positividades científicas cuya novedad tentó al Aufklärer y al
descubridor que había en él solo por un tiempo, el tiempo de un
trayecto, de una contribución que solo después de él se volvía
indispensable, cuando él ya estaba en otra parte y lo decía, al
franquearse con una modestia calculada, con esa cortesía que
despliega una exigencia rigurosa y una ética intratable como una
fatalidad idiosincrática asumida con inocencia. En el principio de La
chambre claire, dice para sí mismo, dice su “incomodidad” de
siempre: “ser un sujeto tambaleante entre dos lenguajes, uno
expresivo y otro crítico; y en el seno de este último, entre muchos
discursos, los de la sociología, de la semiología y del psicoanálisis –
pero [me digo] que, por la insatisfacción en la que me encuentro
finalmente ante unos y otros, rindo testimonio de lo único que con
seguridad me ocurrió (por ingenuo que haya sido): la resistencia
arrebatada a todo sistema reductor. Puesto que cada vez que,
habiendo ya hecho un recorrido, sentía algo de consistencia en
ellos, al sentirlos deslizarse así a la reducción y a la reprimenda, los
abandonaba suavemente y me ponía a hablar de otra manera”. El
más allá de esta travesía es sin duda el gran cabo, el gran enigma
del Referente, como se lo ha llamado durante estos últimos veinte
años y, justamente, la muerte nada tiene que ver con eso (será
preciso volver a esto con otro tono). En todo caso, desde Le degré
zéro de l’écriture... el más allá de la literatura como literatura, la
“modernidad” literaria, la literatura al producirse y producir su
esencia como su propia desaparición, mostrándose y ocultándose a
la vez (Mallarmé, Blanchot...), todo eso pasa por la Novela, y “la
Novela es una Muerte”: “La modernidad comienza con la búsqueda
de una Literatura imposible. Así, en la Novela se encuentra ese
aparato a la vez destructivo y resurreccional propio de todo el arte
moderno [...]. La Novela es una Muerte; hace de la vida un destino,
del recuerdo un acto útil, y de la duración un tiempo dirigido y
significativo”. Ahora bien, la posibilidad moderna de la fotografía
(arte o técnica, aquí importa poco) es lo que conjuga en un mismo
sistema la muerte y el referente. No es ésta la primera vez que
ocurre, y esta conjugación, para tener una relación esencial con la
técnica reproductiva, o con la técnica a secas, no esperó a la
Fotografía. Pero la demostración inmediata que aporta el dispositivo
fotográfico, o la estructura del residuo que deja tras de sí, son
acontecimientos irreductibles, cuya originalidad es indeleble. Es el
fracaso o, en todo caso, el límite de todo aquello que, en el lenguaje,
la literatura y las demás artes, parece sustentar algunos burdos
teoremas sobre la suspensión general del Referente, o de aquello
que por una significación a veces caricaturesca quedaba clasificado
en esta categoría amplia y vaga. Ahora bien, por lo menos en el
instante en que el punctum desgarra el espacio, la referencia y la
muerte encuentran una coincidencia en la fotografía. ¿Pero
debemos decir la referencia o el referente? La minucia analítica
debe estar aquí a la medida del desafío y la fotografía la somete a
una prueba: ahí el referente está visiblemente ausente, suspendible,
desaparecido en la ocasión única y pasada de su haber acontecido,
pero la referencia a ese referente, podríamos decir, el movimiento
intencional de la referencia (puesto que en este libro Barthes acude
justamente a la fenomenología) implica irreductiblemente el haber-
sido de un único e invariante referente. Implica este “retorno del
muerto” en la estructura misma de su imagen y del fenómeno de su
imagen. Esto es lo que no se produce –o cuando menos no de la
misma manera, porque la implicación y la forma de la referencia
toman otras vías y desviaciones en otro tipo de imágenes o de
discursos, digamos de marcas en general. Desde el principio, en La
chambre claire, el “desorden” que introduce la fotografía es atribuido
fundamentalmente a “la única vez” de su referente, una sola vez que
ya no se deja reproducir o pluralizar, una vez cuya implicación
referencial se halla inscrita como tal en la propia estructura del
fotograma, sea cual fuere el número de sus reproducciones o
incluso el artificio de su composición. De ahí “la obstinación del
Referente por estar siempre ahí”. “Se diría que la Fotografía siempre
lleva consigo a su referente, ambos fustigados por la misma
inmovilidad fúnebre o amorosa [...], en suma el referente se adhiere.
Y esta singular adherencia [...]”. Aunque ya no esté ahí, su haber-
estado-ahí formando parte de la estructura referencial o intencional
de mi relación con el fotograma, confiere al retorno del referente la
forma de la obsesión. Es un “retorno de lo muerto” cuyo
advenimiento espectral en el espacio mismo del fotograma se
asemeja mucho al de una emisión o al de una emanación. Es ya
una especie de metonimia alucinante: es cualquier cosa, un pedazo
venido del otro (del referente) que se encuentra en mí, ante mí pero
también en mí como un pedazo de mí mismo (puesto que la
implicación referencial es también intencional y noemática, no
pertenece al cuerpo sensible o al soporte del fotograma). Y además
el “blanco”, el “referente”, el “eidolon emitido por el objeto”, “el
Spectrum” que puedo ser yo, visto en una fotografía de mí: “[...] vivo
entonces una microexperiencia de la muerte (del paréntesis): me
convierto verdaderamente en espectro. El Fotógrafo lo sabe bien, él
mismo tiene miedo (aunque solo sea por razones comerciales) de
esta muerte en la que su gesto habrá de embalsamarme [...] me he
convertido en Todo-Imagen, es decir, la Muerte en persona [...]. En
el fondo, aquello a lo que apunto en la foto que se me toma (la
‘intención’ con la que miro) es la Muerte: la Muerte es el eidos de
esa Fotografía”.

***

Transportado por esta relación, jalado o atraído por el rasgo de esa


relación (Zug, Bezug, etc.), por la referencia al referente espectral,
atravesó los periodos, los sistemas, las modas, las “fases”, los
“géneros” marcando y puntuando en ellos el studium, pasando a
través de la fenomenología, de la lingüística, de la mathesis literaria,
de la semiosis, del análisis estructural, etc. Pero su primer
movimiento fue reconocer su necesidad y su fecundidad, su valor
crítico, su luz, y volverlos contra el dogmatismo.

***

No haré una alegoría, menos aún una metáfora, pero recuerdo, que
fue durante los viajes cuando pasé más tiempo a solas con Barthes.
A veces frente a frente, quiero decir cara a cara (por ejemplo, en el
tren de París a Lille o de París a Bordeaux), a veces codo con codo,
separados solo por un corredor (por ejemplo, en la travesía París-
Nueva York-Baltimore en 1966). El tiempo de nuestros viajes no fue
sin duda el mismo aunque fuera también el mismo y es preciso
acomodarse a estas dos certezas absolutas. Si yo quisiera y pudiera
dejar surgir aquí un relato, hablar de él tal y como fue para mí (la
voz, el timbre, las formas de su atención y de su distracción, su
manera cortés de estar aquí o allá, el rostro, las manos, el vestido,
la sonrisa, el cigarro, tantos rasgos que nombro sin describirlos
porque aquí es imposible), incluso si intentara reproducir lo que
ocurrió entonces, ¿qué lugar reservar a la reserva? ¿Qué lugar
quedaría para la extensión inmensa de los silencios, a lo no-dicho
de la discreción, de la prevención o del para-qué-sirve, de lo que en
nosotros ya-nos-es-demasiado-conocido, o de lo que permanece
infinitamente desconocido de una y otra parte? Continuar hablando
de ello en la soledad que adviene después de la muerte del otro,
esbozar la mínima conjetura, arriesgarse a la más tenue
interpretación, lo siento como una injuria o una herida sin fondo –y,
sin embargo, también como un deber con él. Pero no lo cumpliré, o
en todo caso no ahora, aquí. Siempre la promesa del regreso.

***

¿Cómo creer en lo contemporáneo? Sería fácil demostrar que sus


tiempos que parecen pertenecer a la misma época, delimitada en
términos de un registro histórico, fechado, o de un mismo horizonte
social, etc., siguen siendo infinitamente heterogéneos y carecen, en
realidad, de relación. Se puede ser muy sensible a ello, pero
también atenerse, simultáneamente, en otra vertiente, a un ser-
conjuntamente [être-ensemble] que ninguna diferencia, ningún
diferendo puede amenazar. Este ser-conjuntamente no se reparte
de manera homogénea en nuestra experiencia. Hay nudos, puntos
de una gran condensación, lugares de enérgica evaluación,
trayectos virtualmente inevitables de decisión o de interpretación. La
ley parece producirse ahí. El ser-conjuntamente se refiere a ello y en
ello se reconoce, aunque no se constituya precisamente ahí.
Contrariamente a lo que se piensa con frecuencia, los “sujetos”
individuales que habitan las zonas más indefinibles, no son
“superyós” autoritarios, no disponen de un poder, si es posible
suponer que se dispone del Poder. Como aquellos para quienes
esas zonas se vuelven indefinibles (y se trata en principio de su
historia), más que dominar en ellas, las habitan, captan en ellas un
deseo o una imagen. Es una cierta manera de deshacerse de la
autoridad; más aún, al contrario, es cierta libertad, una relación
confesada con su propia finitud, lo que le confiere, por una paradoja
siniestra y rigurosa, ese suplemento de autoridad, ese resplandor,
esa presencia que pasea su fantasma donde ellos ya no están y de
donde jamás este fantasma regresará; en suma lo que hace que
surja siempre esta pregunta más o menos virtual: ¿qué es lo que él
o ella piensan de esto? No es que se esté dispuesto a darle siempre
la razón, a priori y en toda circunstancia, tampoco que se espere un
veredicto o que se crea en una lucidez sin debilidades, pero se
impone la imagen de una evaluación, una mirada, un afecto incluso
antes de buscarlos. Es difícil entonces saber quién interpela a quién
con esta “imagen”. Quisiera describir con paciencia,
interminablemente, todos los trayectos de esa interpelación, sobre
todo cuando su referencia pasa por la escritura, cuando se convierte
en algo tan virtual, visible, plural, dividido, microscópico, móvil,
infinitesimal, también especular (puesto que la demanda es con
frecuencia recíproca y el trayecto se pierde con mayor facilidad),
puntual, llegando aparentemente casi a anularse en el cero, al
tiempo que se ejerce tan poderosamente y de manera tan diversa.

***

Roland Barthes es el nombre de un amigo que en el fondo, en el


fondo de una familiaridad, conocía poco y cuya obra, es obvio, no he
leído en su totalidad, quiero decir releído, comprendido, etc. Y sin
duda, mi primer movimiento fue muy frecuentemente de aprobación,
de solidaridad, de reconocimiento. Pero me parece que no siempre
fue así, y por poco que importe, debo decirlo para no ceder
demasiado al género. Fue, y puedo decir que sigue siendo, uno de
aquellos o aquellas de quienes siempre me pregunto, desde hace
casi veinte años, de manera más o menos articulada: ¿qué piensa él
de esto? en presente, en pasado, en futuro, en condicional, etc.
Sobre todo ¿y por qué no decirlo y que sorprenda? en el momento
de escribir. Se lo dije en una carta hace ya mucho tiempo.

***

Vuelvo a lo “punzante”, hacia este par de conceptos, esta oposición


que no lo es, el fantasma de esta pareja, punctum / studium. Vuelvo
a ella porque el punctum parece decir, dejar que Roland Barthes
diga por sí mismo, el punto de singularidad, la travesía del discurso
hacia lo único, el “referente” como el otro irreemplazable, lo que ha
sido, y ya no será jamás y retorna como aquello que nunca volverá,
marca el retorno del muerto en la misma imagen que lo reproduce.
Vuelvo a ello porque Roland Barthes es el nombre de aquello que
me punza o punza aquí lo que intento decir torpemente. Retorno a
ello también para mostrar cómo trató y dio su carácter de signo
propiamente a ese simulacro de oposición. En principio, valorizó lo
absolutamente irreductible del punctum a la unicidad de lo
referencial (recurro a esta palabra para no tener que escoger entre
referente y referencia; lo que se adhiere en la fotografía es menos el
referente en sí mismo, en la efectividad presente de su realidad, que
la implicación en la referencia de su haber-sido-único). La
heterogeneidad del punctum es rigurosa, su originalidad no sufre
ninguna contaminación, no da ninguna concesión. Y sin embargo,
en otros sitios, en otros momentos, asumió favorablemente otra
exigencia descriptiva, digamos fenomenológica, porque el libro se
presenta también como una fenomenología. Asumió el ritmo
requerido de la composición, de una composición musical que más
rigurosamente llamaré contrapuntística. En efecto, es preciso
reconocer, y no se trata aquí de una concesión, que el punctum no
es lo que es. Ese otro absoluto que se compone con lo mismo, con
su otro absoluto que no es su opuesto, con el lugar de lo mismo y
del studium (es el límite de la oposición binaria, y sin duda de un
análisis estructural del que el propio studium puede abusar). Si es
algo más y algo menos que él mismo, disimétrico –respecto de todo
y en sí mismo–, el punctum puede invadir el campo de studium al
cual sin embargo, hablando rigurosamente, no pertenece. Es
preciso recordar que está fuera tanto del campo como del código.
Lugar de la singularidad irreemplazable y del referencial único, el
punctum irradia y, esto es lo más sorprendente, se presta a la
metonimia. Así, cuando se deja arrastrar hacia esos relevos
sustitutivos, lo puede invadir todo: objetos y afectos. Eso singular
que no se encuentra en parte alguna dentro del campo, moviliza
todo y por todas partes, se pluraliza. Si la fotografía dice la muerte
única, la muerte de lo único, ésta se repite de inmediato, como tal,
es ella misma pero en otro sitio. He dicho que el punctum se deja
arrastrar hasta la metonimia. No es así, es él quien la induce a ello,
y en eso radica su fuerza o, más que su fuerza (porque no ejerce
una restricción efectiva, sino que se mantiene enteramente en
reserva), su dynamis o, dicho de otra manera, su poder, su
virtualidad e incluso su disimulación, su latencia. Barthes marca con
ciertos intervalos de composición esta relación entre la fuerza
(virtual o reservada) y la metonimia, y aquí debo aludir a ella de
manera injustamente abreviada: “Por fulgurante que sea, el punctum
tiene, más o menos virtualmente, una fuerza de expansión. Esta
fuerza es con frecuencia metonímica”. Y más adelante: “acabo de
comprender que por inmediato, por incisivo que sea, el punctum
podía avenirse a cierta latencia (pero jamás a algún examen)”. Esta
potencia metonímica mantiene una relación esencial con la
estructura suplementaria del punctum (“es un suplemento”) y del
studium que recibe todo su movimiento, aun cuando deba
contentarse, como el “examen”, con girar alrededor del punto.
Consecuentemente, la relación entre los dos conceptos no es ni
tautológica ni proposicional, ni dialéctica, ni en forma alguna
simétrica; es suplementaria y musical (contrapuntística).

***

Metonimia del punctum: por escandalosa que sea permite hablar,


hablar de lo único, de él y a él. Deja en libertad el rasgo que vincula
con lo único. La Fotografía del jardín de Invierno, que él no muestra
ni oculta pero dice, es el punctum de todo el libro. La marca de esta
herida única no está en ninguna parte pero su claridad ilocalizable
(la misma de los ojos de su madre) irradia todo el estudio. Hace de
ese libro un acontecimiento irreemplazable. Y sin embargo, solo una
fuerza metonímica puede todavía asegurar cierta generalidad en el
discurso, ofrecerlo al análisis, proponer los conceptos para una
utilización casi instrumental. Porque de otra manera, ¿cómo sería
posible que nos viéramos sacudidos por lo que dice de su madre sin
haberla conocido, ella que no fue solamente la Madre, ni una madre,
sino que fue solo la que fue y cuya foto tomada “ese día...”? ¿Cómo
podría punzarnos si no actuara una fuerza metonímica que no se
confunde con una facilidad en el movimiento de identificación, sino
precisamente lo contrario? La alteridad se mantiene casi intacta, esa
es su condición. No me pongo en su lugar, no tiendo a reemplazar a
su madre con mi madre. Si lo hago, ella solo puede emocionarme
desde la alteridad sin relación, la unicidad absoluta que el poder
metonímico viene a recordarme sin borrarla. Tiene razón cuando
protesta contra la confusión que se hace entre quien fue su madre y
la Figura de la Madre, pero la potencia metonímica (una parte por el
todo o un nombre por otro, etc.) siempre inscribirá a una y a otra en
una relación sin relación.

***

Las muertes de Roland Barthes: por la brutalidad un poco indecente


de este plural tal vez pueda pensarse que me he resistido a lo único;
que habría negado, evitado, intentado borrar su muerte. Como signo
de protección o de protesta, de un mismo golpe la habría expuesto,
la habría entregado precisamente al proceso de una estudiosa
metonimia. Puede ser, pero ¿cómo hablar de otra manera y sin
correr ese riesgo? ¿Sin pluralizar lo único, sin generalizarlo hasta en
lo que tiene de más irreemplazable, su propia muerte? ¿No habló él
mismo de su propia muerte hasta en el último momento, y también,
metonímicamente, de sus muertes? ¿No fue él quien dijo lo esencial
(especialmente en Roland Barthes... título y firma metonímicos por
excelencia) de la vacilación indecidible entre “hablar y callarse”?
Incluso se puede callar hablando. El único “pensamiento” que puedo
tener es que al final de esta primera muerte está ya inscrita mi
propia muerte; no hay nada entre las dos sino la espera; no tengo
más recursos que esta ironía: hablar del “nada que decir”. Y más
arriba: “El horror es esto: nada que decir de la muerte de quien más
amo, nada que decir de su foto”.

***
L’amitié, esas cuantas páginas al final del volumen que lleva ese
título: no tenemos derecho a cambiar nada, sea esto lo que sea. Lo
que liga a Blanchot y a Bataille fue único y L’amitié lo dice de
manera absolutamente singular. Sin embargo, la fuerza metonímica
de la escritura más punzante nos deja leer estas páginas, lo cual no
quiere decir exponerlas, más allá de su reserva esencial. Nos
permite pensar aquello que, no obstante, nunca abre, no muestra ni
oculta. Sin que podamos entrar en la singularidad absoluta de esa
relación, sin olvidar que solo Blanchot pudo escribir eso y hablar
solamente de Bataille, quizá sin que podamos comprenderla, y en
todo caso sin lograr conocerla, podemos pensar lo que está escrito.
No deberíamos poder citar, pero asumo toda la violencia de la cita, y
sobre todo de una cita necesariamente trunca:
¿Cómo aceptar hablar de este amigo? Ni como elogio, ni por el interés de alguna
verdad. Los rasgos de su carácter, las formas de su existencia, los episodios de su
vida acordes incluso con la búsqueda de la que se sintió responsable hasta la
irresponsabilidad, no pertenecen a nadie. No hay testigo. Los más cercanos no dicen
sino lo que les fue más cercano, no lo lejano que se afirma en esa proximidad; y la
lejanía cesa cuando cesa la presencia [...]. Sólo buscamos colmar un vacío, no
soportamos el dolor: la afirmación de ese vacío [..]. Todo lo que decimos tiende solo a
velar la afirmación única: que todo debe desaparecer y que no podemos
mantenernos fieles más que velando este movimiento que desaparece, y al que
pertenece ya ese algo en nosotros que rechaza todo recuerdo.

***

En La chambre claire, el valor de la intensidad cuya pista sigo


(dynamis, fuerza, latencia) conduce a una nueva ecuación
contrapuntística, a una nueva metonimia de la propia metonimia, de
la virtud sustitutiva del punctum. Es el Tiempo. ¿No es éste el último
recurso para la sustitución de un instante absoluto por otro, para el
reemplazo de lo irreemplazable, de ese referente único por otro que
es aún otro instante, completamente otro y aún el mismo? ¿No es el
tiempo, la forma y la fuerza puntuales de toda metonimia, su última
instancia? He aquí un pasaje donde el pasaje de una muerte a otra,
la de Lewis Payne a la de Roland Barthes, parece atravesar (entre
otras, si nos atrevemos a decirlo) por la Fotografía del jardín de
Invierno. Y acerca del tema del Tiempo. En suma, una sintaxis
aterrorizante en la que encuentro en principio la muestra de una
concordancia singular en la transición entre S y P: “... La foto es
bella, el muchacho también...” Y he aquí el pasaje de una muerte a
la otra:
Ahora sé que existe otro punctum (otro “estigma”) además del ‘detalle’. Este nuevo
punctum que no es ya forma sino intensidad, es el Tiempo, es el énfasis desgarrador
del noema (“eso ha sido”), su representación pura. En 1865, el joven Lewis Payne
intentó asesinar al secretario de estado americano W. H. Seward. Alexander Gardner
lo fotografió en su celda: esperaba la horca. La foto es bella, el muchacho también:
es el studium. Pero el punctum es: va a morir. Leo al mismo tiempo: eso será, eso ha
sido; observo con horror un futuro anterior cuya apuesta era la muerte. Al darme el
pasado absoluto de la pose (aoristo), la fotografía me dice la muerte en tiempo futuro.
Lo que me punza es el descubrimiento de esta equivalencia. Ante la foto de mi madre
niña, me digo: morirá. Tiemblo, como el psicótico de Winnicott, ante una catástrofe
que ha ocurrido ya. Esté o no muerto el sujeto, toda fotografía es esta catástrofe.

Y más adelante:
Porque hay siempre en ella ese signo imperioso de mi muerte futura, cada foto, aun
si estuviera plenamente arraigada en el mundo excitado de los vivos, viene a
interpelar a cada uno de nosotros, uno por uno, ajena a toda generalidad (pero no
ajena a toda trascendencia).

***

El Tiempo: metonimia de lo instantáneo, la posibilidad del relato


imantada por su propio límite. En la modernidad técnica de su
dispositivo, lo instantáneo fotográfico no podrá ser en sí mismo otra
cosa que la metonimia más sobrecogedora de una instantaneidad
más vieja. Más vieja aunque jamás sea extraña a la posibilidad de la
tekhné en general. Si se toman mil precauciones diferenciales,
debemos poder hablar de un punctum en toda marca (y la
repetición, la iterabilidad de la estructura), en todo discurso sea o no
literario. Si asumimos que no se mantiene un referencialismo
ingenuo y “realista”, lo que interesa y anima nuestra lectura más
meditada, la más estudiosa, es la relación con algún referente único
e irreemplazable: lo que ha ocurrido solo una vez, para dividirse de
inmediato, por la aspiración [visée], ante el objetivo del Fedón o de
Finnegans Wake, del Discurso del método o de la Lógica de Hegel
del Apocalipsis de Juan o del Golpe de dados. Esta referencia
irreductible nos es evocada por el dispositivo fotográfico en una
poderosísima proyección de uno sobre el otro.

***

De hecho, la fuerza metonímica divide el rasgo referencial,


suspende y da a desear el referente sin dejar de conservar al mismo
tiempo la referencia. Está viva en la más fiel amistad, enluta el
destino final, comprometiéndolo al mismo tiempo.

***

L’amitié: entre los dos títulos, el del libro y el de la contribución final


en cursivas, entre los títulos y el exergo (“citas” de Bataille diciendo
dos veces la “amistad”) el intercambio es todavía metonímico, pero
en él la singularidad no pierde su fuerza, al contrario.
Sé que existen los libros [...]. Son los propios libros los que remiten a una existencia.
Esta existencia, porque ya no es una presencia, comienza a desplegarse en la
historia, y la peor de las historias, la historia literaria [...]. Se quiere publicarlo “todo”,
decirlo “todo”, como si no existiera sino una urgencia: que todo sea dicho; como si el
“todo está dicho” debiera permitirnos finalmente retener una palabra muerta [...].
Mientras exista quien nos es próximo y, con él, el pensamiento en el que se afirma,
su pensamiento se abre ante nosotros. Pero lo preservado en esa misma relación y
en lo que la preserva, no es solamente la movilidad de la vida (que sería poco), sino
lo imprevisible que en ella introduce la extrañeza del final [...]. Sé también que en sus
libros, Georges Bataille parece hablar de sí mismo con una libertad sin restricciones
que debería despojarnos de toda discreción –pero que no nos da el derecho de
colocarnos en su lugar, ni el poder de tomar la palabra en su ausencia. ¿Pero es
seguro que habla de sí? [...]. Debemos renunciar a conocer a quienes nos liga algo
esencial; quiero decir, debemos acogerlos en la relación con lo desconocido donde
también ellos nos acogen a nosotros en nuestro alejamiento.

***
¿De dónde viene el deseo de fechar estas últimas líneas (14 y 15 de
septiembre de 1980)? La fecha, que es siempre un poco una firma,
exhibe la contingencia o la insignificancia de la interrupción. Como el
accidente y como la muerte, parece impuesta desde fuera, “aquel
día” (aquí concuerdan el tiempo y el espacio, los marcos de una
publicación, etc.), pero dice sin duda otra interrupción. Ésta no es
más esencial ni más interior, pero se anuncia como otra
comprensión, otro pensamiento de la misma...

***

Hoy, al regresar de la experiencia un poco insular a cuyo fondo me


había retirado con los dos libros, miro solamente las fotografías
incluidas en sus otros libros (sobre todo en el Roland Barthes...) y
en los periódicos. Ya no me aparto de las fotografías y la escritura
manuscrita. No sé lo que sigo buscando, pero lo busco por el lado
de su cuerpo, lo que muestra de él y lo que dice de él, lo que acaso
esconde de él, así como lo que él no podía ver en su escritura.
Busco en las fotos los “detalles” y creo, sin la menor ilusión, sin
complacencia, que algo me mira sin verme, como él mismo decía,
según creo, en las páginas finales de La chambre claire. Trato de
imaginar los gestos en torno de aquello que se cree que es la
escritura esencial. ¿Por ejemplo, cómo escogió todas esas
fotografías de niños y viejos? ¿Cuándo eligió esta “cuarta de
forros”? ¿Marpa hablando de la muerte de su hijo? ¿Y esas líneas
blancas sobre fondo negro en el interior de la cubierta de Roland
Barthes...?

***

Hoy mismo alguien recuerda una palabra (menos que una carta, una
sola frase) que me fue destinada sin serme dada hace veinticuatro
años casi exactamente. En vísperas de un viaje, esa palabra debía
acompañar el don de un libro muy singular, un pequeño libro que es
ilegible para mí todavía hoy. Sé, creo saber por qué se interrumpió
ese gesto. Fue más bien contenido (de hecho el pequeño libro está
incluido en otro), como la memoria protegida de la interrupción.
Ésta, por razones a la vez graves y ligeras, tenía mucho que ver con
algo que estaría tentado a llamar el todo de mi vida. La cosa (que
recibo hoy en la víspera del mismo viaje, quiero decir hacia los
mismos lugares) ha sido encontrada por azar, mucho tiempo
después de la muerte de quien me la destinó. Todo me es
demasiado cercano, la forma de esa escritura, de esta firma, las
palabras mismas; otra interrupción convierte esto en algo tan lejano,
tan ilegible como el pequeño viático insignificante, ciertamente, pero
en la interrupción el otro aparecido se dirige a mí dentro de mí, el
otro aparecido verdaderamente... El papel conserva sus pliegues de
veinticuatro años, leo la escritura azul (cada vez soy más sensible al
color de la escritura, en todo caso, ahora lo sé mejor) de alguien
que, al hablar de la muerte, me había dicho un día, mientras íbamos
en el auto, lo recuerdo frecuentemente: “eso me ocurrirá pronto”. Y
fue cierto.

***

Fue ayer. Otra coincidencia extraña, un amigo me envía,


precisamente hoy, de los Estados Unidos, la fotocopia de un texto
de Barthes que yo nunca había leído (Análisis textual de un cuento
de Edgar Allan Poe, 1973). Lo habría de leer más tarde. Pero al
“recorrerlo” advierto esto:
Otro escándalo de la enunciación es el retorno de la metáfora como letra. En efecto,
es trivial enunciar la frase ‘¡estoy muerto!’[...]. El trastocamiento de la metáfora en
letra, para esta metáfora precisamente, es imposible: la enunciación “estoy muerto”,
de acuerdo a su expresión literal, está forcluida [...]. Se trata pues, si se quiere, de un
escándalo del lenguaje [...]. Se trata aquí de un realizativo, pero es tal que ni Austin
ni Benveniste lo habían previsto en sus análisis [...] la frase inaudita “Estoy muerto”
no es de ninguna manera un enunciado increíble, sino mucho más radicalmente, la
enunciación imposible.

***
Esta enunciación imposible, “Estoy muerto” ¿no habrá ocurrido
nunca? Tiene razón; “con apego a la letra”, está “forcluida”. Y sin
embargo se la comprende, es posible comprender su sentido
llamado “literal”, aunque solo sea para declararla legítimamente
imposible en su acto de enunciación. Y él, ¿en qué pensaba en el
momento en que se refería a esa letra? Sin duda, pensaba por lo
menos en esto: que en la idea de muerte, cuando cualquier otro
predicado sigue siendo problemático, la idea es comprendida de
manera analítica: incapaz de enunciar, de hablar, de decir yo en
presente, etc. Sí, yo puntual, puntuando, en el instante, una
referencia a sí como a un referente único, etc., esta referencia auto-
afectiva que define el corazón de lo viviente. Volver desde ese punto
a la metonimia, a la fuerza metonímica del punctum sin la cual no
habría punctum como tal... En el corazón de la tristeza por el amigo
cuando muere, ese punto puede ser tal vez que después de haber
podido decir una muerte tan numerosa, y pronunciar con tanta
frecuencia “estoy muerto” según la metáfora o la metonimia, nunca
haya podido decir literalmente “estoy muerto”. Si lo hubiera hecho,
habría cedido aún a la metonimia. Pero la metonimia no es el error o
la mentira, no dice lo falso. Y al pie de la letra acaso no haya
punctum. Esto es lo que hace posible cualquier enunciación, pero en
nada reduce el sufrimiento; incluso es una fuente, la fuente del
sufrimiento, lo in-puntual, ilimitable. Si escribiera volviendo a la letra*
y si intentara traducir a otra lengua... (todas estas preguntas son
tanto de la traducción como de la transferencia).

***

Yo: el pronombre o el nombre**, el presta-nombre de aquel a quien


el enunciado “estoy muerto” no puede alcanzar, el enunciado literal,
por supuesto, ¿y si fuera posible, el enunciado no metonímico?, ¿y
esto, aun cuando su enunciación fuera posible?

***
La enunciación del “estoy muerto” que él dice imposible ¿no surge
de ese régimen que él llama en otra parte utópico –y al que llama?
¿Y no se impone la utopía en ese lugar, si nos es posible aún
decirlo, en que una metonimia actúa sobre ese yo en su relación
consigo mismo, el yo, cuando no remite a ninguna otra cosa que a
quién habla presentemente? Habría algo como una frase del yo, y el
tiempo de esa frase elíptica daría lugar a la sustitución metonímica.
Para darse tiempo, sería preciso regresar aquí sobre aquello que
vincula implícitamente en La chambre claire al Tiempo como
punctum y la fuerza metonímica del punctum...

***

“¿Qué debo hacer?” En La chambre claire, él parece aprobar lo que


coloca el “valor civil” por encima del “valor moral”. En Roland
Barthes... dice de la moralidad que ésta debe entenderse como “lo
contrario mismo de la moral (es el pensamiento del cuerpo en
estado de lenguaje)”.

***

Entre lo posible y lo imposible del “estoy muerto” está la sintaxis del


tiempo y algo como la categoría de inminencia (lo que apunta desde
el futuro, lo que está a punto de llegar). La inminencia de la muerte
se presenta, está siempre a punto de, presentándose precisamente
por no presentarse ya y la muerte se mantiene entonces entre la
elocuencia metonímica del “estoy muerto” y el instante en que lleva
hasta el silencio absoluto, sin dejar ya nada que decir (un punto es
todo). Desde su inminencia, esta singularidad puntual (entiendo esta
última palabra como un adjetivo pero también como una especie de
verbo que marcan la sintaxis aún durable de una frase) irradia el
corpus, nos hace respirar en La chambre claire ese aire cada vez
más denso, atormentado, poblado de espectros. Me sirvo de estas
palabras, “emanación”, “éxtasis”, “locura”, “magia”, para referirme a
ello.
***

Es fatal, justo e injusto, los libros más “autobiográficos” (los que


escribió al final, he escuchado decir) comienzan en la muerte para
disimular los otros. Y además comienzan en la muerte. Cediendo al
movimiento, yo no abandonaría ya ese Roland Barthes... que en
suma no había sabido leer. Entre las fotos y las grafías se
encuentran todos esos textos de los cuales debí haber hablado o
partido, o a los que debía aproximarme... ¿No lo he hecho sin
saberlo en los fragmentos precedentes? Por ejemplo, en este
preciso instante, casi al azar, bajo el título Su voz (“la inflexión, es la
voz en lo que tiene ya de irremediablemente pasado, muerto”),
Plural, diferencia, conflicto, ¿Para qué sirve la utopía?,
Falsificaciones (“escribo clásico”), El círculo de, fragmentos, El
fragmento como ilusión, Del fragmento al diario, Pausas: anamnesis
(“El biografema no es otra cosa que una anamnesis fáctica: la que
atribuyo al autor que amo”), La molicie de las grandes palabras
(“Historia” y “Naturaleza”, por ejemplo), Los cuerpos que pasan, El
discurso previsible (ejemplo: “Texto de los muertos: letanía de la que
no podemos cambiar una sola palabra”), Relación con el
psicoanálisis, Amo, no amo (en la antepenúltima línea intento
comprender cómo pudo escribir “no amo [...] la fidelidad”. Sé que él
decía también amarla y que podía dar el regalo de esa palabra.
Supongo –por la calidad del tono, del modelo, de la inflexión, de
cierta manera de decir rápidamente pero de manera significativa
amo, no amo– que en este caso no amaba ese pathos del que se
carga fácilmente la fidelidad y sobre todo la palabra; el discurso
acerca de la fidelidad en el instante en que se fatiga, se convierte en
algo tierno, tieso, soso, prohibitorio, infiel). De la elección de un
atuendo, Más tarde...

***
Teoría contrapuntística o desfiladero de los estigmas: una herida
surge sin duda en lugar del punto señalado de singularidad, en lugar
de su instante mismo (estigmatizado), en su punta. Pero en lugar*
de este acontecimiento, el lugar ha sido cedido, por la misma herida,
a la sustitución que se repite, conservando tan solo un deseo
pasado de lo irreemplazable.

***

Aún no logro recordar cuándo leí o escuché su nombre por primera


vez, y después cómo llegó a convertirse en uno para mí. Pero si la
anamnesis siempre se interrumpe demasiado pronto y promete cada
vez el recomienzo, no ha llegado aún.
Traducción: Raymundo Mier

51. Publicado en Poétique, 47, septiembre de 1981.


UNA IDEA DE FLAUBERT. “LA CARTA DE PLATÓN”52

Mi Loulou,
No tengo nada que decir, excepto que te extraño mucho y quiero volver a verte.
N.B. (...) veo con agrado que mi antigua estudiante se dedique a tan serias
lecturas. En cuanto a mi opinión sobre esas cosas, aquí la tienes en pocas palabras:
yo no sé qué quieren decir estos dos sustantivos Materia y Espíritu; no sabemos más
del uno que del otro. Quizás no sean más que abstracciones de nuestra inteligencia.
Por decirlo brevemente, encuentro el Materialismo y el Espiritualismo igualmente
impertinentes.
Pida al Monseñor que le facilite El Banquete y El Fedón de Platón (en la
traducción de Cousin). Ya que amas lo ideal, mi Loulou, beberás, en estos libros, de
la fuente misma. Como arte, es maravilloso.

En marzo de 1868, Flaubert escribe a su sobrina Caroline. Utiliza


mayúsculas para las grandes palabras de la filosofía, la Materia, el
Espíritu. Como buen pedagogo subraya también lo más importante,
su propósito mismo: “igualmente impertinentes”. Caroline tiene 22
años, es la hija de su hermana, de quien porta el nombre de pila.
Sabemos que nació un mes antes de la muerte de su madre o de su
homónima. Esto fue en 1846. El mismo año, algunos meses
después del nacimiento de Caroline, llamada Loulou, y por tanto
después de la muerte de su madre Caroline, fue el encuentro con
Louise y la ruptura de ésta con Victor Cousin, a quien Flaubert no
tardó en llamar el Filósofo, con mayúscula. El mismo año, con pocas
semanas de intervalo, Louise Colet envía a Flaubert una carta de
amor del Filósofo, remitida, si puede decirse así, como gesto de
fidelidad o de fe ciega. Flaubert se lo agradece. Pocos días antes, el
11 de agosto de 1846, le había escrito esto –y subrayo las piedras–:
“Le entregarías tu amor a un muerto. ¿Cómo quieres que no te
ame? Tienes un poder de atracción capaz de hacer que se alcen las
piedras con tu voz...”*. Luego acusa recibo y le da las gracias:
“...Gracias por enviarme la carta del Filósofo. He comprendido el
sentido de este envío. Es otro homenaje que me rindes, un sacrificio
que querrías hacerme. Como si me dijeras: ‘Otro más que dejo ante
tus pies: mira como no me importa, es a ti a quien amo’. –Me lo das
todo, pobre ángel...” (23 de agosto de 1846).
Ustedes se preguntarán si no estoy rodeando [contourner] ya el
tema que me fue propuesto, que he tenido la imprudencia de
aceptar, Flaubert y la Filosofía, y que, entonces, intentaré sustituir, a
la sazón de algunas cartas desviadas [détournées], por Flaubert y el
Filósofo, para perderme o refugiarme en las historias de
correspondencias que conviene respetar, de novela familiar, de
deseo imposible, qué se yo, a través de la hermana o la hija, de la
niña o la hija homónima de la hermana, etc. En verdad, para que
una sustitución así fuese posible, haría falta que un tema como
“Flaubert y la filosofía” fuese viable, ante todo identificable y que,
con mucho más tiempo del que dispongo aquí, se pueda incluso
considerar su tratamiento. Ahora bien, ¿un asunto como éste puede
tener lugar en alguna parte, un lugar que no sea del todo un espacio
flaubertiano? En estas últimas palabras, ciertamente no presumo la
unidad de un idioma, tampoco que la relación de Flaubert con la
filosofía se deje fijar; no creo que sea absolutamente singular,
rigurosamente identificable, ni que esté al abrigo, a fin de cuenta, de
los enunciados más contradictorios. Por el momento digo
“flaubertiano” como proponiendo una hipótesis de trabajo,
nombrando así un corpus recibido [reçu] bajo el signo legal de este
nombre, tanto el corpus de las obras y de la correspondencia como
de todo lo que ingenuamente recibimos en nombre de su contexto
bibliográfico, biográfico y autobiográfico. Antes que nada, estamos
instalados ante lo recibido flaubertiano y mi propósito será localizar
en ello una relación con lo filosófico como tal, no digo por el
momento ni una relación con la Filosofía ni una relación con el
Filósofo.
Me encuentro, pues, en el lugar común y en la idea recibida.
Ustedes saben cómo la profunda evaluación del lugar común y de la
idea recibida permanece [reste] contradictoria en Flaubert, indecisa
más bien, ambivalente, fascinada, estando el mismo afecto
atravesado, a la vez, por la atracción y la repulsión. Ahora bien,
aquello que llamamos la filosofía no se separa nunca de una
tradición. La entrega, la transmisión y la recepción de ideas, de
argumentos codificados, de respuestas o soluciones clasificables
que se prestan mejor que en ningún otro lugar al estereotipo. Esto
no es incompatible, paradojalmente, con la exigencia crítica o
antidogmática a la que ningún filósofo ha querido renunciar jamás.
Incluso cuando se ejerce, esta vigilancia crítica debe dar lugar a las
ideas, a lo que se ha llamado la idea hasta Hegel y desde Platón,
desde el platonismo, desde la “fuente” de la idealidad, como
Gustave le recuerda a Loulou. Las ideas son también formas
detenidas (y entre todas las ideas acumuladas en la idea de idea, es
la de forma, de eidos o de contorno formal, la que conservará
invariablemente Flaubert). En la filosofía, estas formas detenidas se
unen en sistema, donde devienen eminentemente reproducibles,
idénticas a sí mismas y, por tal motivo, en todos los sentidos de esta
palabra, admisibles [recevables] y recibidas [reçues]. Ninguna
vigilancia crítica impedirá a la filosofía, como historia de la idea o
historia de las ideas, de Platón a Hegel, devenir por excelencia, en
la vida misma de su tradición, una inmensa circulación, una
interminable procesión de ideas recibidas, la enciclopedia de los
lugares comunes. Esta enciclopedia puede ser viviente y crítica,
pero en la medida que produce y conserva las ideas, porta consigo
su propia necrosis. Sartre dice, hablando precisamente de Flaubert,
“la tontería [bêtise] en primera instancia es la Idea convertida en
materia o la materia que remeda la Idea”*. Habría quizás que aguzar
este enunciado destacando que este devenir-materia jamás espera,
acecha la idealidad, se apodera de la forma misma de la idea en su
primera instancia y en su primer instante. De ahí esta atracción por
la tontería [bêtise], y esta necedad [bêtise] del espíritu más lúcido**.
De ahí también esta igual impertinencia del materialismo y del
espiritualismo, cuando éstos vienen a oponerse. Cierto idealismo, lo
veremos quizás, es nuevamente otra cosa.
Es por eso que los enunciados declarativos, las tomas de
posiciones más explícitas, por cierto las menos equívocas, respecto
de la filosofía, las encontramos en Bouvard y Pécuchet, en el
Diccionario de ideas recibidas, también, desde luego, en la
Correspondencia, es decir, en los lugares fuera de obra [hors-
d’oeuvre], o al menos en los lugares que, imitando los aperitivos
literarios [hors-d’oeuvre littéraire], abundan en discursos de saber
sobre el saber, o incluso en meta-lenguaje sobre el lenguaje, sobre
todo en el propio diseño literario de Flaubert. Veremos que la
filosofía, en todo caso cierto discurso de la Idea, ha intentado –por
otro lado en vano–, hablar de la literatura, de la literatura firmada
Flaubert, más allá de lo filosófico.
La dificultad en la que estamos, no reside solamente en el poco
tiempo del que disponemos: es que no sabemos bien qué buscar
bajo el título “relación con lo filosófico”.
Y no sabemos por lo tanto dónde buscar, incluso si quisiéramos
instalarnos, como dije hace un instante, en la idea recibida. ¿Se
tratará de la relación de Flaubert con la filosofía como disciplina,
tradición reconocida bajo este nombre, reconocible en los nombres
de grandes filósofos, de sus obras y sistemas? ¿Se tratará de la
filosofía declarada de Flaubert, es decir, del conjunto de sus
sentencias o temas que se creen poder clasificar bajo el tipo
filosófico? Y entonces ¿en qué se reconoce este tipo? Ésta es una
cuestión formidable. ¿Se tratará finalmente de algo así como una
filosofía implícita y en acto en su práctica o en su diseño, ya sea
literario, ficcional, novelesco o poético? ¿Existe algo como eso? ¿No
se anuncia aquí, precisamente, cierto desbordamiento de lo
filosófico? ¿En qué signo reconcerlo? Según el privilegio acordado a
una u otra de estas tres preguntas, el espacio del corpus interrogado
será diferente –y cada vez más rico. La pregunta más ambiciosa,
que me atrevo apenas a formular, pero que tendría derecho, con el
tiempo, a una preferencia absoluta, implicaría una relación con la
filosofía que no se resume en ninguno de estos tres tipos o de estos
tres lugares y que, sin embargo, ordenaría la ley secreta de su
unidad. A lo que me arriesgaría, en virtud de cierta relación historial
[sic] de Flaubert con la Idea, será quizás capturado por esta
cuestión, mas no proporcionará en todo caso respuesta alguna.
Incluso si, esquivando la más grande de las dificultades,
quisiéramos plegarnos hacia lo consabido de la idea recibida, y en
primer lugar hacia lo que Flaubert dice de la filosofía como idea
recibida en el Diccionario… no encontraríamos descanso. Al menos
por dos razones. En primer lugar, la idea misma no es parte del
catálogo; la idea no está clavada como un objeto, como un tema que
pueda dar lugar a algún estereotipo. La idea no aparece en la serie
de ideas recibidas. Esto es quizás un signo: Flaubert, que se sirve
mil veces de la palabra “idea” haciendo girar el sentido en todas sus
facetas según el contexto o la intención del momento, tomó nota del
hecho de que el imperio de la Idea no podía dar lugar, por esta
razón misma, a alguna objetivación irónica, a alguna cita paródica.
Lo “ideal” en cambio, esta palabra que aparece en la carta a Loulou
(tú que amas lo ideal, lo beberás de su fuente, en Platón, traducido
por el Filósofo), figura como idea recibida: “Ideal. Exactamente
inútil”. También se encuentran las palabras “metafísica” y “filosofía”.
Una y otra parecen ser expulsadas a lo risible o lo irrisorio, pero
nunca se sabe quién toma la palabra en el Diccionario, y este es el
efecto de la idea recibida. Cuando se formula verdaderamente una
idea recibida [reçue] como idea dada [reçue], uno no deja que se
sepa si la suscribe o si se burla de los que la suscriben, si se la
mienta [on la parle] o si se habla de ella [on en parle] como aquellos
que hablan de algo o como aquello de lo que otros hablan, aunque a
fin de cuentas uno no se atreva a hablar más.53 Así, en el artículo
“Metafísica”: “Reírse de algo: parece (es una prueba) de espíritu
superior”. A continuación en el artículo “Filosofía”: “Hay que burlarse
siempre de algo”. ¿Es Flaubert quién dice esto? Se puede
responder sí y no como a toda cuestión sobre lo filosófico en
Flaubert, sí y no con tantos indicios concluyentes en los dos casos,
lo que anula toda pertinencia y nos prohíbe en todo caso considerar
cualquier enunciado flaubertiano como algo fuera de la obra que
perteneciera a ciertos géneros metalingüísticos, teóricos o
filosóficos. Ni siquiera la carta a Bouilhet (4 de septiembre de 1850)
que habla de un prefacio al Diccionario, luego de una presentación
supuestamente explicativa, que estaría “dispuesto de tal manera
que el lector no termine de saber si se burla, o no, de él...”. Y no se
tiene que saber, no se tiene que poder concluir, aunque fuese
respecto a la tontería que consiste en “querer concluir”. Eso es lo
que la filosofía tiene de bestia, esa es su tontería, lo que la vuelve
irrisoria y fascinante para Flaubert: ella quiere concluir, quiere saber
zanjar, quiere decidir si-sí-o-si-no, de un lado o del otro. Es en la
misma carta a Bouilhet que llena de sarcasmos el Ensayo de
filosofía positiva de Auguste Comte, “libro socialista” “de tontería
abrumadora”: “Hay ahí dentro unas minas de inmensa comicidad,
unas Californias grotescas. Hay quizá también otra cosa. Puede
ser”. Y más adelante: “La ineptitud consiste en querer concluir. [...]
es no comprender el crepúsculo, es no querer sino mediodía o
medianoche [...] Sí, la tontería [bêtise] consiste en querer concluir”.
En lo que tiene de grotesco, esta tontería esencial de lo filosófico
ejerce sobre Flaubert una fascinación propiamente diabólica. Y esta
fascinación imanta todo en su vida como en su obra, ella ha
conducido a la adquisición a la vez ávida y hastiada de un saber
filosófico del que conocemos bien ahora los instrumentos
bibliográficos, las etapas, los manuales, y todo el celo autodidáctico.
Fascinación y tentación, en el sentido más peligroso del término. La
tentación de san Antonio es también la tentación filosófica. Desde el
comienzo, habla de su “odio” a las “afirmaciones de los filósofos”.
Hilarión le reprocha su desprecio crispado de los filósofos. Y las
afirmaciones más terribles, como por ejemplo la de san Clemente de
Alejandría que declara “La materia es eterna”, son extraídas
[prélevées] del tesoro de las tesis filosóficas más atractivas para
Flaubert, las de Spinoza, ante todo, por quien su admiración fue
hiperbólica54, el Spinoza de la Ética y sobretodo el del Tratado
teológico-político.55 Y si tuviéramos tiempo, podríamos reconocer
toda una panoplia spinozista en el discurso del Diablo al final de la
Tentación. Ese discurso no es puramente spinozista, no es
homogéneo respecto a éste, pero recurre a esquemas reconocibles
de la Ética. El diablo, bien entendido, no es ateo, nadie es menos
ateo que el diablo; el Diablo no excluye –pero no más que Spinoza–
el alcance y por tanto la materia de Dios, lo que aterroriza a Antonio
como le abruma la total deshumanización de un Dios que, por estar
exento de toda subjetividad antropomórfica, debe ser sin amor, sin
cólera, sin ningún sentimiento, sin ninguna forma, sin providencia y
sin finalidad. El diablo no es más ateo que Spinoza y Flaubert le dice
a aquellos que “acusan” a Spinoza de ateísmo que son “asnos”. Sin
embargo, él enfrenta [joue] a este Spinoza contra la religión, contra
la imaginación religiosa, contra la ilusión de las figuras en la política
de la religión. Y en relación a esto el Tratado teológico-político es
todavía más importante que la Ética. Este libro, dice, lo “asombra”,
lo “deslumbra”, lo “lleva a la admiración”, desde el momento que lo
descubre, en 1870, cuando trabajaba en San Antonio. Arriesgaré
después una hipótesis sobre el sitio excepcional de Spinoza en la
biblioteca o en el diccionario filosófico de Flaubert, en su compañía
filosófica también pues la admiración por el hombre Spinoza es
siempre el primer movimiento (”¡Por Dios!, ¡Qué hombre! ¡Qué
mente! ¡Qué ciencia y qué espíritu!” “¡Qué genio!”). Este movimiento
señala quizás una sorpresa un tanto ingenua, la frescura del
amateur autodidacta, pero también la certeza –ya hablaré de ello–
de que el sistema no es en el fondo más que una obra de arte, y que
remite en primer lugar a la fuerza del artista. Por este gesto,
Flaubert es también el hermano de Nietzsche.
La situación de Spinoza es también singular en lo que llamaría
como ellos la “cabinet de lecture” filosófica de Bouvard y Pécuchet.
Lo que ocurre en esta “cabinet de lecture” merecería siglos de
análisis, y si lo cómico de Bouvard y Pécuchet no se debe en
absoluto a su incompetencia o a su bobería –están generalmente
exentos de ellas– sino a una cierta aceleración, a un cierto ritmo de
su asimilación filosófica, a la velocidad con la cual compulsan,
manipulan y sustituyen las ideas, los sistemas, las pruebas, etc.,
entonces, al ritmo que voy, los caricaturizo a ellos mismos. Me
contentaría pues con indicar una escansión dentro de su epopeya
filosófica, a partir del momento en que volvieron a la biblioteca, en
que “volvieron a abonarse a una biblioteca pública [cabinet de
lecture]”*, y cosa que hicieron precisamente para responder a la
cuestión de Loulou. Esta cuestión es, los cito: “¿Pero qué es la
materia? ¿Qué es el espíritu? ¿De dónde procede la influencia de la
una sobre el otro, y recíprocamente?”[p. 216] Ella orienta los dos
penúltimos capítulos del manuscrito, lo que no es insignificante. En
el último capítulo, cuando pasan a ocuparse de la educación,
comienzan por decirse que “había que desterrar toda idea
metafísica” [p. 275]. Pero saben ya que esto no es fácil. Casi al
término de su giro enciclopédico, los dos habían confesado –es su
lenguaje–que “estaban hartos de los filósofos. Tantos sistemas
confunden. La metafísica no sirve para nada. Se puede vivir sin ella”
[p. 224]. Aunque un momento después tienen que reconocer que
siempre “la metafísica volvía” [p. 225]. Pueden tanto menos
renunciar a ella cuanto que “gracias a la filosofía se autoestimaban
cada vez más” [p. 221]; y es en el curso de esta travesía de lo
filosófico que conciben este proyecto, insensato, la locura de un
deseo filosófico y antifilosófico por excelencia: ver la bobería misma.
No hay nada más tonto [bête] que la inteligencia misma de este
deseo que es precisamente su fuerte. “A todos ofendía la evidencia
de su superioridad. Como sostenían tesis inmorales, debían de ser
inmorales; las calumnias circulaban. Entonces una facultad
lamentable se desarrolló en sus espíritus, la de notar la estupidez
[bêtise] y no tolerarla” [p. 232. Trad. modificada]. Entre las tesis
inmorales que acababan de desarrollar, algunas enfatizaban una
negación de la Providencia, que remontaba otra vez a Spinoza,
otras a un “qué más da” la moral, “los vicios son propiedades de la
Naturaleza”, abriendo una referencia a Sade que nunca está
ausente del paisaje de Flaubert.56 Insistiré solamente a propósito de
la excepción spinozista en la teoría acelerada, en el cortejo filosófico
que hacen desfilar Bouvard y Pécuchet. Todo es asimilado, digerido,
superado, salvo Spinoza que señala el punto de mayor fascinación,
de mayor tentación, pero también del terror que lo deja fuera de
alcance, a distancia, inasimilable. Esto es demasiado, es demasiado
fuerte y demasiado bello. Después que Bouvard se hace con la
traducción de la Ética, la de Saisset, que Flaubert recomienda en
una de sus cartas, sienten miedo. “La Ética los aterró con sus
axiomas y sus corolarios. Solo leyeron los pasajes marcados con
una línea y entendieron lo siguiente [...]” [p. 218]. Siguiendo las
frases de la Ética que entienden más o menos bien, que Pécuchet
puntúa en un momento con un “–¡Oh, qué hermoso sería!” y ante las
cuales terminarán por renunciar porque era “demasiado”: “Les
parecía andar en globo, de noche, con un frío glacial, llevados en
interminable carrera hacia un abismo sin fondo, y alrededor, tan solo
lo inasible, lo inmóvil, lo Eterno. Era demasiado. Renunciaron” [p.
219. trad. ligeramente modificada]. A este atemorizado retroceder
frente a la Ética corresponde un poco más adelante la abominación
de una secuencia salida del Tratado. El cura pregunta a Bouvard
dónde descubrió “esas bonitas cosas”: “–En Spinoza –Al oír estas
palabras el cura dio un brinco–. ¿Usted lo ha leído? –¡Dios me
libre!”, le tranquiliza Bouvard.57
Se podría leer todo el drama enciclopédico-filosófico de Bouvard y
Pécuchet como el desarrollo charlatán de la Nota Bene a Loulou y
no estaríamos solamente autorizados por lo que Flaubert ha dicho:
“¡Bouvard y Pécuchet me colmaron a tal punto, que he devenido
ellos! Su bobería [bêtise] es mía, ¡y yo estallo en ella!” Releo esta
Nota Bene que comienza también por la pregunta de la materia y el
espíritu:
Mi Loulou [...] mi opinión sobre esas cosas, aquí la tienes en pocas palabras: yo no
sé qué quieren decir estos dos sustantivos Materia y Espíritu; no sabemos más del
uno que del otro. Quizás no sean más que abstracciones de nuestra inteligencia. por
decirlo brevemente, encuentro el Materialismo y el Espiritualismo igualmente
impertinentes.
Pida al Monseñor que le facilite El Banquete y El Fedón de Platón (en la traducción
de Cousin). Ya que amas lo ideal, mi Loulou, beberás, en estos libros, de la fuente
misma. Como arte, es maravilloso.

En una palabra o cinco proposiciones, el tiempo de un despropósito,


estamos tentados de reconocer ahí toda una escena fabricada por la
filosofía, en todo caso una señalización del espacio que tendríamos
que descifrar si quisiéramos saber lo que era no la filosofía de
Flaubert ni tampoco la filosofía para Flaubert sino una relación con
la filosofía que no fue de un trazo indivisible sino de muchos, y
divisibles, de los cuales se descarta, por definición, que formasen un
sistema. Una señalización y los trazos, pues la ironía del golpe dado
marca toda la escena, y al mismo tiempo que el trazo [trait] lo retira
[retrait], la distancia ocupa un espacio que no era homogéneo y
vacío. Este espacio pertenece a una posibilidad determinada,
diferenciada, posibilidad histórica o historial que lleva la firma de
Flaubert. Esta posibilidad es inseparable de lo que se llama la Idea y
si ella lleva la firma de Flaubert, eso puede querer decir que ella es,
por cierto, firmada por el nombre de Flaubert, nombre propio e
idioma que no podemos simplemente borrar, reducir o deducir aquí,
sino también que este nombre, y la idea que viene a este nombre,
los sabemos portadores de una época. De lo que intento hablar es
de eso que, en lo que se refiere a la filosofía, lleva esta firma.
He escogido, para economizar, reconocer en la Nota Bene de una
carta los trazos [traits] de esta firma. Ahí se ve, por ejemplo, que
Flaubert prefiere hablar menos de conceptos que de sustantivos.
“Materia” y “espíritu” son tratados en primer lugar como palabras.
Esta verbalidad o esta verbosidad señala quizás un fetichismo que
Flaubert comienza por rechazar, quizás en nombre del espacio
vagamente condillaciano y reproduciendo una argumentación
propiamente filosófica, históricamente asignable, caracterizada,
clasificada, de la que Flaubert tenía un conocimiento especializado,
que iba a desarrollar y catalogar en Bouvard y Pécuchet en el
momento en que éstos, atravesados por la cuestión de la materia y
del espíritu, “abordaron el origen de las ideas” [p. 220]. Esta es la
fase central del drama filosófico que se juega entre ellos y que
finalmente es un drama de la Idea. Después de plantearse la
cuestión de la materia y el espíritu, para responder a ella deben
pasar revista a todos los argumentos sobre el origen de las ideas,
de las ideas representativas (por ejemplo de la materia y el espíritu).
Es en el curso de esta revisión cuando, entre otros argumentos,
evocan los riesgos de la “abstracción” y del “mal uso de las
palabras” [p. 222], como Flaubert le sugiere a Loulou. El gran paseo
[tour] o el gran turismo [tourisme] enciclopédico de Bouvard y
Pécuchet filósofos es tan claramente un turismo de la Idea que
después de haber espulgado las doctrinas de la idea representativa
y su génesis, deben resignarse a la Idea hegeliana. En el intervalo
se habrían cruzado con Cousin.58 Pécuchet se procura una
introducción a la filosofía hegeliana y le explica a Bouvard: “Lo único
real es la idea” [p. 228], le dice por ejemplo, y al cura que pasa con
el breviario en la mano “–Ninguna religión ha establecido tan bien
esta verdad: ‘¡La Naturaleza solo es un momento de la idea!’”
[ídem.]. Con este signo de exclamación que no debería nunca
puntuar una tesis filosófica. Bouvard y Pécuchet son la filosofía,
signo de exclamación. “–¡Un momento de la idea! –murmuró el cura
estupefacto” [ídem].
Segundo rasgo [trait] del Nota Bene: este nominalismo se
acompaña normalmente de un cierto empirismo, otro argumento
codificado, la materia y el espíritu, la idea de materia y de espíritu no
corresponden a ninguna esencia. La idea –y se podría decir la
misma cosa de la idea de la idea– no es más que una palabra
asociada a una abstracción de nuestra inteligencia. “Quizás”, dice el
tío a su sobrina, a su hermana o a su hija, y este “quizás” alivia con
una pizca de escepticismo las hipótesis de alguna manera negativas
que se han acumulado en dos frases (este nominalismo como
agnosticismo o fenomenalismo, empirismo o subjetivismo: estas dos
palabras, no sé lo que quieren decir, no se conoce más la materia
que el espíritu, “quizás no sean más que abstracciones de nuestra
inteligencia”). Pero muy pronto, toda la diferencia está en el tempo,
en el juego que lanza un sistema contra el otro, Loulou recibe la
conclusión. Muy pronto, la conclusión precipitó la opinión del tío en
pocas palabras: “Por decirlo brevemente, escribe, encuentro el
Materialismo y el Espiritualismo igualmente impertinentes”. Por
decirlo brevemente, los reenvía espalda con espalda, despide las
dos tesis opuestas, las dos oposiciones, él concluye (tontamente,
por tanto) que no quiere concluir (esto sería muy tonto). Lo hace con
un “ni... ni” que es menos el de la indecisión heurística que el salto
más allá de una oposición percibida como el fondo obsoleto,
agotado, fatigado, demasiado recibido para ser aún recibible, o
demasiado recibible para ser aún interesante. Como Bouvard y
Pécuchet, finalmente confiesa que está “harto de los filósofos”. La
historia parece cerrada, el código finito, las combinaciones e
intercambios del sistema demasiado conocidas. Desde entonces,
alardea con que se dedica al espiritualismo o al materialismo,
igualmente impertinentes, la palabra apuntando al mismo tiempo a
la incompetencia ingenua y a la insolencia que consiste en
responder ahí donde no hay que responder, la arrogancia
monumental (y para Flaubert la tontería es siempre monumental59,
de la talla del monumento de piedra cubierto de inscripciones) de
aquellos que seriamente se hacen llamar materialistas o
espiritualistas, que asocian su nombre a este sistema aunque no
saben, como niños, lo que esas grandes palabras, materia y
espíritu, quieren decir.
Muchos gestos se componen aquí entre ellos. Por un lado, el
interés ávido y bulímico por la filosofía (bastante raro en definitiva,
en este punto, para un escritor de la época), la celosa disposición
por estudiar la filosofía, por plantear preguntas a los sistemas, por
estudiar en ellos los argumentos típicos, la técnica, la retórica, como
Bouvard y Pécuchet, pero siempre con una cierta distancia, con una
exterioridad a la vez deliberadamente reivindicada y un poco
constreñida. Por otro lado, con esta combinación aparente de
ingenuidad estudiosa o autodidacta y de cultura sofisticada
(demasiado antigua), Flaubert hace dos gestos a la vez. Con una
mano vuelve los argumentos de la filosofía contra la filosofía, pone
en juego un sistema o una tipología filosófica contra la otra con la
agilidad y la pesadez del experto autodidacta que imita demasiado
pronto la manipulación del artista o del prestidigitador filósofo; pero
con la otra mano, una mano cansada, señala que no juega más y
que todas estas tomas de partido filosóficas son equivalentes, las
oposiciones impertinentes. Esboza entonces un movimiento más
allá del Filósofo y de la Filosofía. ¿Cómo es posible este movimiento
(en las declaraciones pero también en la obra llamada literaria)?
¿Cómo se compone con el otro? Y qué es lo que puede dar lugar a
esta composición en la historia y bajo la firma de Flaubert, como
aquello que la lleva, ésta es la pregunta que querría abrir al menos
en nombre de la idea de Flaubert.
Para eso aún me remito a la Nota Bene de la carta a Loulou, a su
segundo parágrafo que aconseja dos diálogos de Platón. Dos que
no son cualquiera. El Banquete y El Fedón exponen el amor, lo Bello
y el sistema de las Ideas en su forma más dura, más dualista y, se
diría, más ideal: “Ya que amas lo ideal”, dice el mismo Flaubert, que
aconseja a Loulou conjurarse al idealismo (que no es ni
espiritualismo ni materialismo) en la traducción de Cousin, de aquél
que él sobre-nombra luego El Filósofo y a veces incluso Platón60 en
la correspondencia con Louise Colet, la que le ha sido enviada o la
carta que él se hace enviar por Louise Colet (quien, por otra parte, le
había dejado creer a Victor Cousin que su hija, Henriette Colet, era
de él, otro desvío [détournement] de correspondencia, otra
diseminación que se debería tratar de manera tanto menos
anecdótica respecto a la obra de Flaubert cuanto que ésta se ha
producido en ese lugar en que Flaubert ha podido escribir “no quiero
un hijo mío [...] amo a mi sobrinita como si fuese mi hija...” (a Louise
Colet, el 22 de abril de 1854) y que el aborto espontáneo de Louise,
desde las primeras semanas de su amor, provoca de parte de
Flaubert una carta profundamente tranquilizadora que debemos leer
aquí atentamente: después de haber dicho que prefería renunciar a
la posteridad y que ama la “idea” de la “nada absoluta”, vuela al
socorro de Cousin: “¿Por qué rechazas tan duramente a ese buen
Filósofo, que se da cuenta y te lo reprocha? ¿Qué crimen ha
cometido ese pobre diablo para que lo maltrates?” (15-16 de
septiembre de 1846). He aquí el lado de Flaubert; se encuentra,
para seguir [rester] aún en el laberinto de estos desvíos epistolares,
con que las cartas a Louise han permanecido en manos de Loulou.
La escena está tanto más sobredeterminada cuanto que la ironía
agresiva respecto al Filósofo, como rival pasado o potencial, no está
nunca exenta de un cierto respeto adeudado. Flaubert reenvía a
Louise a la autoridad de Cousin como si un pacto entre los dos
hombres, el Filósofo y el escritor, permaneciera invulnerable, incluso
inaccesible a lo que liga a uno o a otro a una mujer, aunque fuese
una mujer de escritura. Si bien Flaubert es implacable para el
Filósofo, tampoco deja de reenviar a Louise a las lecciones de su
antiguo amante, precisamente a las lecciones sobre la Idea y en
primer lugar sobre la Idea de lo Bello puro, es decir, de lo que la
mujer, según él, tiene dificultad para pensar porque ella siempre
mezcla, como una impureza, algún deseo de lo agradable y de lo
útil. No sería coherente, en principio, para quien analizara la relación
de Flaubert con el filósofo y con la filosofía, mantener a distancia su
discurso sobre la mujer que le “parece una cosa imposible”61 y
sobre la diferencia sexual, en particular todas las evaluaciones que
marcan su poética o las figuras de su poética. Ama, dice, “las frases
tensas como bíceps de atleta” (a Louise Colet, 6-7 de junio de 1853)
y “por encima de todo la frase nerviosa, sustancial, clara, de
músculo prominente, con la piel morena [...] las frases masculinas y
no las frases femeninas como las de Lamartine”62, al que “le faltan
huevos” y que “nunca ha meado sino agua clara”.63 Hablando del
Arte y de lo Bello, la única cosa que “estima y admira”, “regaña” a
Louise y la envía a su Filósofo: “Tú, tú mezclas con lo Bello un
montón de cosas extrañas, lo útil, lo agradable, ¿qué sé yo? Dile al
Filósofo que te explique la idea de la Belleza pura, tal como la
expuso en su curso de 1819, y tal como yo la concibo...” (13 de
septiembre de 1846, es decir dos días antes del parto de la niña64).
La figura del filósofo Cousin no es solo la del mediador en el duelo
que aquí se juega, ella ocupa en general el sitio del mensajero como
traductor, en sentido amplio y en sentido estricto. Es el filósofo
ecléctico que asimila y revela la tradición (en particular a Flaubert, a
Bouvard y a Pécuchet), es el traductor de Platón, o sea, del primer
gran pensador de la Idea de quien Flaubert le hace también llevar el
nombre desde un mote; es también el traductor o el cartero [facteur]
en Francia del último gran pensador de la Idea, a saber, Hegel.
Flaubert lo ha leído. De Platón a Hegel, cierta historia de la Idea,
como cierta historia de la palabra “idea” se despliega, se destina y
se cierra, sin la cual no habría ninguna chance de acceder a lo que
lleva la firma de Flaubert, sobre todo cuando ésta se escribe a
través de la palabra “idea”, cuyas ocurrencias son tan abundantes y
tan singulares en su discurso, y cuyos sentidos se modifican, por
cierto, y se modalizan según los contextos. Una de las formas que
podría tomar la cuestión es ésta: ¿qué es lo que eso quiere decir,
qué es lo que aún se quiere decir, qué es lo que ya no se quiere
decir más, no puede más querer decir cuando Flaubert se deja
literalmente sitiar por la palabra “idea”, cuando hace o no hace de
ella un tema, puesto que de esta cuestión misma no hace nunca un
tema? Indudablemente, mil citas podrían testimoniarlo, Flaubert
moviliza, según los contextos, todos los recursos semánticos
legados por la historia de la lengua y de la filosofía, luego, como si
con un salto invisible la idea sobrepasara a la idea, parece nombrar
a través de ella una X que, ella*, ya no pertenece quizás a esta
historia. En este sentido, por esta extraña proximidad de un post-
hegeliano a Hegel, a una Idea en la que se reúne todo un destino
platónico-hegeliana, Flaubert ocupa un lugar que no es
incomparable con el de Mallarmé, sea dicho sin querer desatender
ninguna de las diferencias esenciales que puedan separarlos,
comenzando por cierta idea de la prosa o del verso. Estando los dos
inscritos en un lugar de agotamiento de lo filosófico donde no
pueden ya ajustar su escritura literaria, su arte, si se quiere, sobre
un sistema o una posición filosófica, deben continuar maniobrando
los filosofemas como una especie de metalenguaje instrumental
para anunciar su escritura. Recurren entonces a las formas
filosóficas más propias para decir este límite y esta imposibilidad,
por ejemplo y por excelencia, los dos, a un simulacro de la dialéctica
y de la idea (platónica y hegeliana) que permite a la vez reunir lo
filosófico y marcar su límite desacreditando las oposiciones, es
decir, en definitiva, todos los conceptos filosóficos como tales (ni
materialismo ni espiritualismo, es también ni...ni de tantas otras
cosas). Y la palabra “Idea”, en este contexto mallarmeano o
flaubertiano, imita la Idea platónico-hegeliana en el vaciamiento de
su contenido metafísico o dialéctico, en la extenuación hasta la
sublimidad negativa del Libro mallarmeano o del “libro sobre nada”,
se podría decir, del libro-sobre-nada-de-Flaubert. No olvidemos que
este “libro sobre nada” del cual le habla a Louise Colet no es
únicamente un libro ideal, es el libro de la idealidad que ya no es
nada. Lo Bello (tanto más bello cuanto “que hay menos materia”), “el
porvenir del arte”, la “liberación de la materialidad” por una “prosa”
que “se atenúa”65, todo eso no hace más que pasar por una especie
de formalismo de la idea para presentarse, pero lo conduce de
inmediato hacia una nada que se mantiene sola más allá de las
oposiciones, por ejemplo entre la forma y la materia o entre la forma
y el contenido, etc. La idea de la idea, la palabra “idea”, es todavía la
traducción filosófica de un texto que ya no es filosófico.66 La filosofía
ha tenido lugar, ya no hay nada que esperar de ella, ya ha saturado
su campo y nuestra cultura; todo lo que queda por hacer, para hacer
otra cosa al fin, es quizás recibirla, como una enorme herencia de
ideas recibidas, leerla y traducirla. Nuestro único retraso [retard] en
relación a esta filosofía que ha tenido lugar, es una demora en la
traducción [retard à la traduction]. Recuerdo la palabra que tan bien
conocía Flaubert sobre la traducción de Hegel. Habla especialmente
de los estragos que causan los discursos críticos en tanto discursos
filosóficos sobre la estética, el arte o la literatura. Es el metalenguaje
del regente que pretende hacer la ley: “¡Plauto se habría reído de
Aristóteles si lo hubiese conocido! Corneille pataleaba debajo de él
[de Aristóteles]; ¡Voltaire, muy a su pesar, fue encogido por Boileau!
Muchos males nos habríamos ahorrado en el drama moderno sin
Schlegel ¡Y cuando la traducción de Hegel haya terminado, Dios
sabe a dónde iremos!”.67 La traducción de Hegel, dicho de otro
modo, el despliegue sin reserva de su recepción histórica, sería el
fin de todo, el fin del arte y de la literatura, de una literatura pasada
completamente bajo la regencia de la filosofía, esterilizada por ella,
y, por el momento, no delante de su resto de vida o de sobrevida
más que en los rincones todavía no traducidos de Hegel. De este
Hegel por traducir a quien recuerdo que el Filósofo, Victor Cousin,
padre auto-putativo de la hija de Louise Colet, había suplicado en
una carta preñar a Francia de sus ideas, “implantar en las entrañas
del país los gérmenes fecundos que se desarrollan naturalmente [...]
Me siento lo suficientemente fuerte para apoyarlo [...] Hegel, dígame
la verdad, después yo trasladaré a mi país lo que pueda
comprender” (1 de agosto de 1826). El reinado de Hegel, ese sería
el reino sin límites de cierta idea pero al mismo tiempo, por paradojal
que esto parezca, liberaría quizás el pasaje a esta literatura o a esta
escritura que Flaubert llama Arte. Llegada a su fin o sus fines, se
puede aún, se puede entonces considerar, incluso desconsiderar o,
lo que viene a ser lo mismo, tratar a la filosofía como un arte, y leer
a los grandes filósofos como artistas. Es el fin de la Nota Bene.
Elogio de Platón para Loulou que ama lo ideal: “Como arte –le dice
el tío– es maravilloso”. Doce años después, le dice que “la moral no
es sino una parte de la Estética” (8 de marzo de 1880) y en la
misma carta declara no dudar del “alcance filosófico” de Bouvard y
Pécuchet.
Ahora una ficción para concluir y entregarse así a lo que es la
estupidez misma. Imaginen que les propongo poner en una tabla
todos los usos que Flaubert ha hecho de la palabra “idea” (tengo a
mano unas 666 citas); clasificaría todas las circunstancias
aparentemente triviales, distraídas, simplemente operatorias, por
ejemplo, en el sentido de “contenido”: “esto será menos elevado que
San Antonio en cuanto a ideas (cosa que me interesa poco), pero
será quizá más fuerte y más raro, sin que lo parezca” (a Louise
Colet, 8 de febrero de 1852), o en el sentido de representación
humana, ejemplo: “La religión es... un asunto de invención humana,
en fin, una idea”, esto en oposición a la fe que es un “sentimiento” (a
Louise Colet, 31 de marzo de 1853), mediante el cual “las ideas son
hechos” que se pueden describir y poner en una tabla (15 de enero
de 1853), etc. En otra tabla taxonómica, haré aparecer los 666
casos en que la palabra “Idea”, a menudo con una mayúscula, es el
tema, incluso el héroe del discurso, esta vez en un sentido que ya
no es el de representación o de contenido sino al contrario, como
“idea pura”, del lado de una forma y de un arte del que devienen
ellos mismos el contenido, pero que, por lo tanto, no se oponen ya al
contenido y no pertenecen ya a ninguna oposición de conceptos
filosóficos. Por ejemplo, y sin orden: “...la felicidad, para las gentes
de nuestra raza, está en la idea y no en otra parte” (a Le Poittevin,
septiembre de 1845); “...vuelvo más que nunca a la idea pura, en
el infinito... me vuelvo un poco loco...” (a Du Camp, 7 de abril de
1856); “...sí, trabaja, ama el Arte. De todas las mentiras, aún es la
menos embustera... solo la Idea es eterna y necesaria...” (a Louise
Colet, 9 de agosto de 1846); “...no quitarás la forma de la Idea, pues
la Idea no existe sino en virtud de su forma. Supone una idea que no
tenga forma, es imposible; igual que una forma que no exprese una
idea. Ahí tienes un montón de tonterías, de las que vive la crítica” (a
Louise Colet, 18 de septiembre de 1846): “Hay que […] escribir lo
menos posible, solo para calmar la irritación de la Idea que exige
tomar forma y que se revuelve en nuestro interior” (a Louise Colet,
13 de diciembre de 1846); “Yo no tengo nada en vista [...] sino la
realización de la idea, y me parece que mi obra perdería incluso
todo su sentido al ser publicada...” (a Louise Colet, 16 de agosto de
1846); “... El estilo [...] me sacude los nervios horriblemente [...] me
hace incapaz de expresar la Idea” (a Louise Colet, 2 de octubre de
1846). En todos estos ejemplos –que datan de los años 1840-1850–
la Idea, en conformidad con varios programas filosóficos, es a la vez
el contenido que busca su forma, y ya ella misma forma, eso que
tendría también sus títulos de genealogía filosófica, si lo que
Flaubert llama el Arte, como lugar de la Idea y no como momento de
la idea, no designara otro espacio que el filosófico y entonces, con el
nombre de Idea, otra cosa que esta dialéctica de la forma y del
contenido. Así: “En efecto, donde falta la forma, ya no hay idea [...]
Son tan inseparables como lo es la sustancia del color, y por eso el
Arte es la verdad misma. Todo esto, diluido en veinte lecciones en el
Colegio de Francia, me haría pasar, ante muchos jovencitos,
señores gruesos y damas distinguidas, por un gran hombre durante
quince días” (a Louise Colet, 23 de mayo de 1852); “La vida es una
cosa tan espantosa que la única manera de soportarla es evitarla. Y
se la evita viviendo en el Arte, en la búsqueda incesante de la
Verdad hecha por lo Bello” (a Madame Leroyer de Chantepie, 18 de
mayo de 1857). En otro lugar: “Soy bello como moral. Pero creo que
me vuelvo estúpido intelectualmente hablando” (a Feydeau,
septiembre-octubre de 1860). Tanto menos podríamos concluir –y
detenernos ahí– con estas proposiciones sobre el Arte como Verdad
para evitar la Vida –por ejemplo en una lectura conjunta de
proposiciones comparables, a la vez parecidas y diferentes, de
Nietzsche o de Valèry– cuanto que por otra parte Flaubert vuelve a
poner en juego esta Verdad en una suerte de perspectivismo y
antinaturalismo de la escritura. Ejemplos: “La rabia de la idea les ha
quitado [enlevé] [a los poetas del siglo XVI] todo sentimiento de la
naturaleza. Su poética era antifísica” (a Taine, 20 de diciembre de
1865) o también: “Esta manía de creer que se acaba de descubrir la
naturaleza y que se es más verdadero que los precursores me
exaspera. La tempestad de Racine es tan verdadera como la de
Michelet. ¡No hay Verdad! No hay más que maneras de ver. ¿La
fotografía es parecida? No más que la pintura al óleo, o igual. ¡Abajo
las escuelas, cualquiera que sea! ¡Abajo las palabras vacías de
sentido! ¡Abajo las Academias, las Poéticas, los Principios!” (a L.
Hennique, 3 de febrero de 1880).
Este perspectivismo prohíbe que se fije una verdad de la Idea, y
que, detrás de todas estas variaciones reguladas, detrás de todos
estos contextos (se encontraría en ellos aún otros), la verdad
invariable de una idea de la idea haga la ley. El deseo de esta idea
de la idea aún sería filosófico, incluso si buscara esta verdad de la
idea como una escena originaria o paradigmática, por ejemplo, la de
la negatividad o del resentimiento, en un arte de la idea que nos
pondría al abrigo de la vida o como la escena de un endeudamiento
culpable con respecto a la idea: por ejemplo, cuando Flaubert se
niega a “distraer algo” del Arte, esto que sería, dijo, “casi un crimen”,
“un robo que se hace a la idea” (a Louise Colet, 22 de agosto de
1853); o una vez más cuando habla de lo que hace con las ideas
recibidas como de una venganza literaria y moral (“al menos me
habré vengado literariamente [en el Prefacio], como en el
Diccionario de ideas recibidas me vengaré moralmente…”, a Louise
Colet, 7 de julio de 1853); o aún cuando habla de la idea como
instrumento de poder y de tortura, para sí y para los otros, en esta
célebre carta a Louise Colet: “Es bello ser un gran escritor, tener a
los hombres en la sartén de la frase y hacerlos saltar, como si fueran
castañas. Debe de producir un orgullo delirante sentir que uno carga
sobre la humanidad con todo el peso de su idea”. Pero es verdad
que en esta frase sobre la frase, la idea otra vez es pensada como
un contenido, ya que agrega, retirando toda su agresividad: “Pero
para eso hay que tener algo que decir. Y le confesaré que me
parece que no tengo nada que no tengan los demás (…) El Arte (…)
quizá no sea más serio que el juego de bolos”. (Inicios de noviembre
de 1851).
Lo que resta, en un sentido del resto que ya no vuelve quizás a la
idea filosófica, es que a través de todas estas escenas, estas
perspectivas y estos contextos múltiples de la idea, a través de los
movimientos dialécticos o estéticos de la negatividad, del
resentimiento contra la vida (“Odio la vida”, a M. Du Camp, 21 de
octubre de 1851), de la venganza, del endeudamiento, del deber, de
la impotencia, etc., se inscribe una afirmación que no es el objeto de
ninguna declaración, de ningún discurso metalingüístico, de ninguna
referencia a la filosofía. Quizás esta afirmación, que describo en un
código un poco nietzscheano, ha de entenderse también con una
idea de la idea que a lo mejor no pertenece simplemente al
continuum platónico-hegeliano, quiero decir, con la idea de Spinoza
que no es ni da lugar a ninguna representación, mimética o no, a
ninguna idea de la idea, y que Spinoza opone justamente a la
tradición, particularmente a la idea cartesiana, como el acto o la
afirmación a la copia reproductiva, incluso a su modelo. Hipótesis
quizás aventurada, si Flaubert, incluso cuando ubica a Spinoza
totalmente aparte y por encima de toda la sociedad de filósofos, no
se refiere nunca, que yo sepa, a la idea spinozista como tal. Pero
este silencio no debe detenernos, ya que sin esta idea la Ética y el
Tratado son imposibles e ilegibles. Y si concluyo con este silencio de
Flaubert, es porque además la fuerza afirmativa de tal idea no ha
dado lugar, en lo que a ella se refiere, a ninguna declaración
elocuente, como dije hace un momento. Se confunde con el acto de
su escritura, con su literatura, con su obra misma –de lo que no se
me había pedido hablarles.
¿Tendré el tiempo de un epílogo?
Este epílogo o este envío sería también una dedicatoria a mi
amigo Eugenio Donato junto a quien el año pasado68, en California,
he sin duda comenzado a leer a Flaubert de otra manera.
¿Quién es la idea de Flaubert? Quizás estarían ustedes tentados
a traducir así la gramática de mi pregunta, y más audazmente de
responder a ella con un nombre propio, un pedazo de nombre propio
o la transferencia sin fin de algunos fragmentos de identidad todavía
sin nombre. Se escucha a alguien sugerir: la idea de Flaubert es
Loulou, entre Caroline y Louise, y es en primer lugar Caroline, la
hermana muerta, lo imposible.
Yo, de entrada, había elegido por título La idea de Flaubert.
El artículo definido se justificaba en la medida que el autor a
menudo decía “la idea”, que “la felicidad... está en la idea”, que
“vuelve…a la idea pura”, que “solo la Idea es eterna y necesaria”, “el
Arte y la Religión, esas dos grandes manifestaciones de la Idea...”.
¿Por qué finalmente he preferido el artículo indefinido, Una idea
de Flaubert? Seguramente para medir mi propósito: esto vuelve a
dar modestamente una idea de Flaubert. Y una de las suyas, entre
otras posibles. Pero había también que hacer justicia a una frase,
una sola, que habría querido inscribir sobre la piedra de todo lo que
se petrifica al borde del cadáver de Caroline, la madre y homónima
de Loulou –y esta es la razón por la que he preparado la piedra
desde hace una media hora, aquella sobre la que se comete
siempre la estupidez de grabar un nombre, la “columna” “de granito,
dura y resistente”. Desde la habitación misma de la hermana
muerta, Flaubert escribe las cartas: “... mi madre es una estatua que
llora...”, “tengo los ojos secos como el mármol...”; luego, después del
entierro: “...Sentí el plomo plegarse bajo las manos. Fui yo el que lo
amoldó. Vi las grandes garras de esos patanes tocándola y
cubriéndola de yeso. Sujeté su mano y su cara...”, “...Estoy seco
como la piedra de una tumba...” (a M. Du Camp, 22-23 de marzo de
1846.)
En esta frase que estoy a punto de decir podrán ustedes admirar
el pasaje de lo indefinido a lo definido, y sobre todo de lo singular a
lo plural, como efecto del más lúcido descuido. La traducción ahí es
infalible, haría falta hacerla hablar como esta piedra misma, dice la
obstinación de Flaubert, de aquello que lo llevó a seguir
obstinadamente “la cosa imposible”. Esta frase es un consejo, un
precepto, una queja y un imperativo, un movimiento de compasión
también para un amigo en duelo (Feydeau, 12-15 de noviembre de
1859):
“…acharne-toi sur une idée! ces femmes-là au moins ne meurent pas et ne trompent
pas!”
[“…¡obsesiónate con una idea! ¡Esas mujeres al menos no mueren ni engañan!”]

Flaubert exhortaba a menudo a sus amigos, se alentaba también a


sí mismo, citando a Goethe, con una frase siniestra y alegre que
encontraba “sublime”69: “¡Adelante, más allá de las tumbas!”.
Confesaba, por cierto, no esperar de ella ningún consuelo.
Traducción: Javier Pavez y Cristóbal Thayer

52. Conferencia pronunciada en París en 1980, durante un coloquio organizado por el


centenario de la muerte de Flaubert. Texto publicado en Revue d’Historie littéraire de la
France (81 aniversario). LXXXI y en Confrontacion, 12, Correspondances, 1984.
53. “Sería necesario que, a lo largo de todo el libro, no hubiese ni una frase de mi cosecha,
y que una vez leído, uno ya no se atreviera a hablar, por miedo a decir impensadamente
una de las frases que contiene” (A Louise Colet, 17 de diciembre 1852).
54. “A propósito de Spinoza (gran hombre, aquel), labor de ustedes es procurar su
biografía por Boulainvilliers. Está en la edición latina de Leipisick. Émile Saisset tradujo,
creo, la Ética. Hace falta leer esto. El artículo de Madame Coignet, en la Revue de Paris, es
bastante insuficiente. Sí, hay que leer a Spinoza. La gente que lo acusa de ateísmo son
unos asnos. Goethe dice: ‘Cuando me siento atribulado, releo la Ética’. Podemos llegar
quizás, como Goethe, a tranquilizarnos ante esta gran lectura. He perdido, hace diez años,
al hombre que más he amado en el mundo, Alfred Le Poittevin. En la última enfermedad se
pasaba las noches leyendo a Spinoza”. (A Mlle Leroyer de Chantepie, el 4 de noviembre
1857.)
55. Flaubert lo descubre en 1870. “Conocía la Ética de Spinoza, pero nada del Tractatus
theologico-politicus, que me impresiona, me deslumbra, me transporta de admiración. ¡Por
Dios! ¡Qué hombre! ¡Qué mente! ¡Qué ciencia y qué espíritu!” A Georges Sand, abril-mayo
1870 [trad. cast. G. Flaubert y G. Sand, Correspondencia (1866-1876), trad. Albert Julibert,
Marbot Ediciones, Madrid, 2010, pp. 128-129]). ¿Esta prisa de autodidacta no tiene
exactamente el tono de Bouvard y Pécuchet?
El mismo año, a la misma: “he resuelto meterme de lleno en mi San Antonio, mañana o
pasado [...] He leído, en estos últimos tiempos, cosas teológicas agobiantes, que he
entremezclado con un poco de Plutarco y Spinoza...” (2-7-1870 [trad. cast. p. 137]).
“...Ahora leo la Crítica de la razón pura de Kant, traducido por Barni, y repaso mi Spinoza...”
(febrero 1872 [trad. cast. p. 185]). “…¡Ojalá no fracase también con San Antonio! Voy a
volver con él en cuanto acabe con Kant y Hegel. Esos dos grandes hombres contribuyen a
embrutecerme. ¡Y cuando abandono su compañía, me lanzo con voracidad sobre mi viejo y
tres veces grande Spinoza! ¡Qué genio! ¡Qué obra la Ética” (finales de marzo 1872 [trad.
cast. p. 191]).
56. Flaubert fue un gran lector de Sade, lo sabemos, incluso si él está siempre
defendiéndose contra aquel que representa para él la hipérbole del catolicismo. Cf. lo que
dijo de él a los Goncourt (citado en J.-P. Richard, Littérature et sensation. La création de la
forme chez Flaubert). Él se defendía también, de otro punto de vista, contra lo que Sainte-
Beuve había llamado “el punto de imaginación sádica”. (Cf. su carta a Sainte-Beuve de
diciembre de 1862).
57. Se trata de un pasaje sobre la imaginación de los profetas y la idolatría del lenguaje
figurado o de las visiones”. –¡Ahora negará usted a los profetas! –¡De ningún modo! Pero
sus espíritus enardecidos veían a Jehová bajo formas diversas: un fuego, una zarza, un
viejo, una paloma, y no estaban seguros de la Revelación, puesto que siempre piden una
señal. –¡Ah! ¿Y usted ha descubierto esas bonitas cosas?... –¡En Spinoza!” [p. 256].
58. “En cuanto a la Evidencia, negada por uno, afirmada por otro, es en sí misma su
critérium. Monsieur Cousin lo ha demostrado” [p. 223, trad. levemente modificada].
59. “La estupidez es algo inquebrantable; nada la ataca sin romperse contra ella. Es de la
naturaleza del granito, dura y resistente. En Alejandría, un tal Thompson, de Sunderland,
en la colonia de Pompeya, escribió su nombre en letras de seis pies de alto... No había
manera de ver la columna sin ver el nombre de Thompson allí, y en consecuencia sin
pensar en Thompson. El cretino se incorporó al monumento y se perpetúa con él”. Carta
citada por J.-P. Richard, op. cit. Cuando dice en otra parte que “las obras maestras son
estúpidas [bêtes]” (“…tienen una expresión tranquila, como los propios productos de la
naturaleza, como los grandes animales y las montañas”, a Louise Colet, 26-27 de junio de
1852), se puede también pensar en la resistencia pétrea y monumental que pueden
entonces ofrecer a la historia. El nombre propio se incorpora ahí y esto no es un beneficio
secundario de esta especulación sobre la estupidez. Yo había comenzado subrayando las
piedras.
60. A Louise Colet el 22 de septiembre de 1846: “[…] ¡Ese buen cartero! Hago que le den
en la cocina un vaso de vino para que se refresque […] ¡Ayer no me trajo nada; ¡no recibió
nada! Me envías todo lo que puedes encontrar para halagar mi amor; me arrojas a mí todos
los homenajes que recibes. He leído la carta de Platón con toda la intensidad de que es
susceptible mi inteligencia; he visto en ella mucho, una enormidad. El fondo del corazón de
ese hombre, haga lo que haga para mostrarlo tranquilo, está frío y vacío; su vida es triste
[…] Pero te ha querido mucho y te quiere aún con un amor profundo y solitario; le durará
mucho tiempo. Su carta me ha hecho daño […] El filósofo, generalmente, es una especie
de ser bastardo entre el sabio y el poeta, y que envidia a uno y a otro. La metafísica te
pone mucha acritud en la sangre; es muy curioso y muy divertido. Trabajé en eso durante
dos años con bastante ardor, pero es un tiempo perdido que lamento”
61. C. Yepes (Ed), Gustave Flaubert. Sobre la creación literaria: correspondencia escogida,
Madrid, Fuentetaja, 2007. “La mujer me parece algo imposible. Y cuanto más la estudio
menos la comprendo. Siempre me he mantenido lo más alejado posible. ¡Es un abismo que
me atrae y al que temo! Por otra parte, creo que una de las causas de la debilidad moral
del siglo XIX procede de su poetización exagerada. El dogma de su Inmaculada
Concepción me parece también un golpe de ingenio político por parte de la iglesia. Ésta ha
formulado, y anulado a la vez en su provecho, todas las aspiraciones femeninas de la
época. No hay un escritor que no haya exaltado las cualidades de la madre, la esposa o la
amante. La generación, dolorida, vierte sus lágrimas sobre las rodillas de las mujeres como
un niño enfermo. ¡Es imposible hacerce una idea de la cobardía de los hombres hacia
ellas!” (p. 59).
“De manera que para no vivir, me sumerjo en el Arte de forma desesperada; me
emborracho con tinta como otros con vino…” (A Mlle Leroyer de Chantepie, 18 de
diciembre de 1859.)
62. “Estoy encantado de ver que os unís a mí en el odio a Sante-Beuve y a todo su
negocio. Me gusta, por encima de todo, la frase nerviosa, sustancial, clara, de músculo
prominente, con la piel morena [...] las frases masculinas y no las frases femeninas como
las de Lamartine…” (A Louise de Cormenin, 7 de junio de 1844).
63. “...Lamartine se muere, dicen. No lloro por él [...] De Lamartine no quedará con qué
hacer ni medio tomo de obras sueltas. Es una mente eunuca, le faltan huevos, nunca ha
meado sino agua clara”. (A Louis Colet, 6 de abril de 1853). Consecuencia singular que se
podría cruzar con la consideración hegeliana sobre la unidad del canal conductor para la
emisión de esperma y de orina que compara respectivamente con el pensamiento
conceptual y con la representación.
64. Y en otra parte: “De todo esto concluyo, siguiendo al padre Cousin, que lo Bello está
hecho para cuarenta personas por siglo en Europa” (A Amélie Bosquet, el 9 de agosto de
1864).
65.* Anotamos al pie para evitar confusión lo siguiente: dice el francés: “à travers elle un X
qui, lui…” lo que en castellano vertimos por: “a través de ella una X que, ella…”. Este último
“ella”, entonces, hace sin duda referencia a la X y no a la idea, como podría leerse en
castellano, dada la coincidencia genérica. [N. de los T.]
A Louis Colet, 16 de enero de 1852, y 30 de septiembre de 1853.
66. Es tan difícil “¡dar a la gente un lenguaje en el cual no han pensado!”. Desplazo y
deformo el sentido más evidente de esta frase. En el contexto de esta carta a Feydeau (fin
de octubre de 1858), se trata de la tarea imposible de describir Cartago de la cual “no se
sabe nada”. Pero la generalidad de la fórmula lleva también a otros lugares, a lo insensato
e imposible de lo cual hablo aquí. Dos frases más arriba, Flaubert decía: “Desde que la
literatura existe, no se ha emprendido algo tan insensato”.
67. El 14 de octubre de 1846. Y mucho más tarde, desde otro punto de vista, a Mlle
Leroyer de Chantepie, el 23 de octubre de 1863: “... ¡el Arte no debe servir de púlpito a
ninguna doctrina bajo pena de privarse!...”
68. Fue en 1979, Eugenio Donato murió en 1983. Algunos meses antes, publicaba “Qui
signe Flaubert?” (en MLN, mayo de 1983, vol. 98, n°4) y citaba esta carta a Maxime Du
Camp: “se muere casi siempre en la incertidumbre de su nombre propio”.
69. Por ejemplo en su carta a Edmond de Goncourt, principios de julio de 1870.
GEOPSICOANÁLISIS “AND THE REST OF THE WORLD”70

Antes de nombrar a América Latina, abriré un paréntesis.


“[...] y el resto del mundo” es una cita, una curiosa expresión de la
Asociación Psicoanalítica Internacional. En el proyecto de su
Constitución de 1977, tal como fue aceptado en el trigésimo
Congreso de la API en Jerusalén, una frase entre paréntesis define
en cierto modo la partición del mundo psicoanalítico: “(The
Association’s main geographical areas are defined at this time as
America north of the United States-Mexican border; all America
south of that border, and the rest of the world)”. Es una expresión
demasiado buena como para no comenzar por ese resto. Nombra,
en el fondo, a Europa, tierra de origen y vieja metrópolis del
psicoanálisis, un cuerpo cubierto de aparatos y de tatuajes
institucionales y, en el mismo “resto del mundo”, a todo territorio
virgen aún, a todos los lugares del mundo en los que el
psicoanálisis, digamos, no ha puesto todavía los pies. “El resto del
mundo” es para la Constitución de la API el título común, el nombre
común, el lugar común de los orígenes del psicoanálisis y de lo que,
más allá de los confines del psicoanálisis, aún no se ha abierto
camino, quedando abiertas todas las esperanzas, una suerte de far
west o no man’s land, pero asimismo un cuerpo extraño ya
nombrado, incorporado, cercado por la Constitución de la API que
remeda por anticipado, por así decirlo, la colonización psicoanalítica
de un resto del mundo no americano, de una virginidad unida entre
paréntesis a Europa.
Cierro provisionalmente este paréntesis y nombro a América
Latina. Es la única proeza con la que sueño esta mañana, nombrar
a América Latina, y hacerlo de otro modo que en la constitución de
la Asociación Psicoanalítica Internacional. Porque debemos partir de
esta evidencia: esto es un encuentro internacional, un encuentro
también psicoanalítico, que ninguna asociación internacional de
psicoanálisis viene a legitimar. Un poco como si el espectro de otra
internacional se apareciera en estos lugares para otorgarles, por
adelantado, otra legitimidad.
Nombraré así a América Latina. ¿Qué es América Latina hoy?
Diré a continuación por qué, según mi punto de vista, es necesario
nombrarla. Pero ¿existe por eso? Y si existe, ¿qué es? ¿El nombre
de algo que depende bastante de sí mismo (dicho de otro modo, un
continente) para tener una identidad? ¿Es el nombre de un
concepto? ¿Qué podría tener que ver ese concepto con el
psicoanálisis?
Bien, la respuesta que traigo a esta pregunta que me he
formulado llegando aquí es sí. Sí, América Latina es el nombre de
un concepto. E incluso agregaría: en la historia conjunta de la
humanidad y del psicoanálisis, es el nombre de un concepto
psicoanalítico.
Si anuncié un geopsicoanálisis, como uno dice geografía o
geopolítica, no era, se habrán imaginado, para proponerles, como
se hizo hace algunos decenios, un psicoanálisis de la tierra: “La
tierra y los ensueños del reposo”, “La tierra y los ensueños de la
voluntad”, decía entonces Bachelard. Mas si tomo distancia hoy de
tal psicoanálisis de la tierra, o también del tema más reciente y más
urgente de un anti-psicoanálisis de la territorialización, es sobre la
tierra, sin embargo, que quisiera avanzar, sobre lo que es hoy la
tierra para el psicoanálisis.
Habría una tierra del psicoanálisis, una y única. Se la distinguiría
del mundo del psicoanálisis. Mi intención no es preguntarme ahora
qué es del mundo psicoanalítico, si el psicoanálisis es un mundo, o
incluso de este mundo, sino más bien observar la figura que ese
devenir-mundo del psicoanálisis, esta mundialización en curso
dibuja sobre la tierra, directamente en la tierra de los hombres, en el
cuerpo de la tierra y de los hombres.
La idea quizá me vino, en principio, simplemente al leer el
programa de vuestro coloquio: que existe una entidad del socius
psicoanalítico llamada “América Latina”; que una unidad continental,
identidad a la vez geográfica –digamos natural– y cultural,
lingüística, histórico-lingüística, tenga alguna pertinencia en la
organización mundial del psicoanálisis, no va de suyo y merece
algunas preguntas. Habría entonces continentes para el
psicoanálisis, semi-continentes, unidades peninsulares, penínsulas
repletas de psicoanalistas y de psicoanálisis, y por otra parte,
penínsulas vírgenes, semi-continentes blancos o negros; habría más
o menos que un continente negro, más o menos de uno negro,
negro como lo no-abierto, lo inexplorado, lo femenino, negro
también como el sexo, negro como la piel de algunos, negro como el
mal, negro como el horror indecible de la violencia, de la tortura o
del exterminio. Todo esto me ha dado la idea de una lectura del
psicoanálisis a la carta, por así decirlo. Y como en esta hipótesis yo
no estaba totalmente desprovisto de una segunda intención política,
la cosa se aceleró, la necesidad se volvió más apremiante con la
lectura de dos documentos relativamente recientes.
Me he preguntado si me atreveré a decirles con qué ingenuidad,
con qué frescura de espíritu y desde qué ignorancia he leído estos
dos documentos.
Me he preguntado si me atreveré. Esta no era exactamente mi
primera pregunta o mi primera inquietud. Pues en primer lugar me
pregunté por qué me habían invitado aquí y lo que me habían
querido pedir. Por qué pedirme que hablara aquí, y que hablara el
primero una mañana, la primera mañana, bien temprano, para decir
qué y para hacer qué. Y a quién. Observen que no me pregunto por
qué he aceptado. La respuesta en ese caso es simple: acepté para
tratar de comprender por qué me habían invitado. Responder a una
pregunta o a una invitación sin saber y solamente para comprender
a dónde quiere llegar el otro es quizás una actitud corriente pero es
una política exterior peligrosa, sin la cual, es verdad, nunca pasaría
nada. ¿Habría acontecimiento si uno solo respondiera después de
haber comprendido la pregunta o la invitación, después de haber
controlado la identidad y el sentido de la pregunta, del requerimiento
o de la provocación?
Mi primera hipótesis fue la siguiente; la tomo de mi experiencia.
En este mundo psicoanalítico, aquí en París, se quiere oír lo más
rápido posible, lo más pronto y lo más rápidamente, sin pérdida de
tiempo, lo que podría decir este extranjero, ese cuerpo extranjero
que no pertenece a ningún cuerpo, que no es miembro en modo
alguno de ninguna de las corporaciones analíticas del mundo o del
resto del mundo, se encuentren o no aquí representadas, las
europeas o las latinoamericanas. Digo “cuerpo extranjero” para
designar esta cosa que no se puede ni asimilar ni rechazar, ni
interiorizar ni, al límite de un trazo divisible entre el adentro y el
afuera, forcluir, pero asimismo para citar a Freud. Con algunas
líneas de intervalo entre la trigésima a la trigésimo primera de las
Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis*, Freud habla
dos veces de cuerpo extranjero (Fremdkörper) o del cuerpo más
extranjero al yo (am Ichfremdesten). La primera vez, en un contexto
en el que trata una cuestión de telepatía y de Gedankenübertragung
(transmisión o transferencia de pensamiento), en el instante en el
que el trayecto de cierta pieza de oro (Goldstück) señala un fracaso
y un límite del análisis. Advierto que es justamente a propósito del
tema de la telepatía y de la transferencia de pensamiento que Freud
utilizó en una carta a Jones la expresión “política exterior” o “política
extranjera” de la institución psicoanalítica mundial, como si esta
última fuera una suerte de Estado que administra sus relaciones con
el resto del mundo. Freud le explicaba a Jones (que siempre tuvo
mucha dificultad para seguirlo en esta cuestión de la
telecomunicación telepática) que si, por cuidado de la “política
exterior”, hasta entonces había guardado silencio sobre su propia
“conversión a la telepatía”, teniendo en cuenta, como le pedía
Jones, los efectos oscurantistas y las acusaciones de ocultismo a
los que su declaración podría inducir en ciertas regiones del mundo,
desde ese momento su convicción era demasiado fuerte y
demasiado verificable como para seguir teniendo en cuenta por más
tiempo los imperativos estratégicos y de la diplomacia del súper-
Estado psicoanalítico. La segunda alusión al cuerpo extranjero, con
algunas líneas de intervalo, define el síntoma, ni más ni menos,
como un cuerpo extranjero al yo. El síntoma es siempre un cuerpo
extranjero, es necesario descifrarlo como tal y, desde luego, un
cuerpo extranjero es siempre un síntoma, hace siempre síntoma en
el cuerpo del yo, es un cuerpo extranjero al cuerpo del yo. Es lo que
hago aquí, hago síntoma, hago de síntoma, soy el síntoma, es el rol
que interpreto, si no para todos ustedes, al menos para cierto yo de
la institución analítica. Y si se quiere escuchar muy rápido al
extranjero, bien temprano, es tal vez también para hacer
desaparecer el síntoma lo más rápido posible, para clasificar sin
demora su discurso; en otras palabras, para olvidarlo sin dilación. El
discurso del extranjero se cataloga o se olvida tanto más rápido; se
lo pone en su sitio tanto mejor y molesta tanto menos cuando ocupa
el lugar de honor, entiéndase honorario como insignificante. El
cuerpo extranjero afectado de ostracismo es cortésmente expulsado
siguiendo el protocolo tradicional que confía a una instancia exterior
y supuestamente neutra la responsabilidad de abrir una sesión
inaugural o de sacar inocentemente un papel de un sombrero.
Es naturalmente lo que el síntoma va a hacer, y el extranjero está
muy contento de prestarse al juego. Les hablaré, entonces, de dos
papeles que he encontrado como en un sombrero.
Extranjero, aquí lo soy no solamente porque no tengo ningún título
analítico; al no ser analista, ni siquiera en formación, ni estar, como
ustedes dicen y como lo he escrito ahora con una sola palabra o de
una sola vez, “en análisis”, soy psicoanalíticamente irresponsable y
tal vez para que ciertas cosas sean dichas por la boca de un
irresponsable es por lo que se me hizo venir aquí. No tengo que
responder por lo que digo delante de ninguna instancia analítica
parisina, nacional o internacional. Extranjero, lo soy también porque
no soy ni Americano –del Norte o del Sur–, ni Europeo del Norte o
del Sur. No soy ni siquiera verdaderamente Latino. Nací en África y
les juro que de ello me queda algo. ¿Por qué acordarme de esto
hoy? Porque no hay, prácticamente, psicoanálisis en África (blanca
o negra); lo mismo, prácticamente, en Asia que, prácticamente, en
Oceanía. Esas son algunas de esas partes del “rest of the world” en
las que el psicoanálisis no ha puesto los pies o, en todo caso, no se
ha quitado jamás sus zapatos europeos. No sé si encuentran trivial
o chocante esto que les digo. Puede haber, ciertamente, en estos
continentes, particularmente en África, en ciertas regiones
antiguamente o actualmente colonizadas, incluso neo-colonizadas,
antenas de vuestras sociedades europeas o americanas. En Argelia,
país del que vengo y que he dejado por primera vez solo a la edad
de diecinueve años, el aparato psiquiátrico y embrionariamente
psicoanalítico era básicamente, antes de la guerra de
independencia, la emanación del aparato “metropolitano” (como se
decía con profundidad). De hecho y de derecho. El psicoanálisis
africano era europeo, profundamente estructurado por el aparato de
Estado colonial. Me contentaré aquí con nombrar a Franz Fanon y
con evocar su obra para situar el problema político al que hago
alusión. En esa época era absolutamente excepcional y atípico ver,
allá, a los psicoanalistas plantearse el problema político, etno-
psicoanalítico y socio-institucional de su propia práctica. El derecho,
la deontología, la ética del psicoanálisis, tal como estaban instituidos
o simplemente presupuestos por las sociedades coloniales o por la
Sociedad Internacional de Psicoanálisis, debían regular la práctica y
las relaciones con los dos poderes, el del aparato Estatal y el del
aparato médico. Los Fanon fueron muy escasos, marginales o
marginalizados, dicho sea para dar una referencia notoria y
dolorosa, no para que un discurso y esas posiciones de Fanon
constituyan un modelo sustraído a toda discusión. Desde esa época,
la geografía política del mundo ha cambiado, los equilibrios
intercontinentales han estado sometidos a una gran turbulencia, y
me he dicho que esto no debería quedar sin efectos en lo que
respecta a la geografía política del psicoanálisis.
¿Cuáles son los dos documentos que he sacado de un sombrero
que amablemente me han ofrecido? Ustedes no creen en el azar:
antes del final de la sesión habrán dibujado un mapa de los
trayectos programados que debían conducirme a que tal o cual me
tendiese este sombrero y a extraer de él ese cadáver exquisito
antes que otro e inscripciones del cadáver antes que de otra cosa.
Yo también creo lo menos posible en el azar, pero me sería difícil
decirles que no creo en absoluto, y de todos modos, mis creencias a
ustedes no les interesan.
La suerte entonces habría querido que, al interesarme
simultáneamente por los problemas político-institucionales y por los
problemas postales (correspondencias, cartas y tarjetas postales,
tecnología telecomunicativa, telepatía y telemática, etc.), al
interesarme precisamente por eso que une la política institucional
del psicoanálisis a la tecnología postal, encontrara, como primer
documento, el Boletín Nº 144 de la Asociación Psicoanalítica
Internacional que da cuenta del XXXI Congreso de la API, el
segundo celebrado fuera de Europa, en Nueva York, en tanto que el
primero, que había votado las proposiciones sobre la Constitución y
los estatutos, se había realizado en 1977 en Jerusalén. Mi atención
fue alertada, en primer lugar, por el debate sobre el voto por
correspondencia. En el pasaje que voy a leer, la cuestión del voto
por correspondencia y los cambios de opinión que pueden ocurrir
entre dos votos, el uno in presentia, el otro por correo in absentia,
cruza extrañamente una alusión a las dificultades encontradas por
las sociedades de América Latina y un informe para el próximo
congreso de Helsinki de 1981. En el transcurso de ese congreso de
Helsinki es cuando esta Constitución y sus estatutos serán
discutidos y votados. Asociamos este nombre propio, Helsinki,
desde hace algunos años, a los juegos olímpicos y a los acuerdos
de derecho internacional concernientes a los derechos del hombre,
al menos la libre circulación de las ideas y de las personas. En
Helsinki, en menos de seis meses, a la API se le propondrá una
nueva Constitución y nuevos estatutos. Fingiré aportar aquí,
haciendo de síntoma, una breve e irresponsable y muy ilegítima
contribución a la discusión que precederá esa votación. Pero, en las
pocas líneas que voy a leer, es en verdad cierto uso de la palabra
“geografía”, asociada a la palabra “economía”, lo que me ha dejado
estupefacto. La expresión “circunstancias geográficas y
económicas” parecía venir en lugar de otra cosa que no era dicha, y
no era dicha a causa de circunstancias que no eran geográficas o
económicas. La discusión languidecía, desde hacía un momento,
acerca de la votación de la Constitución y de sus modalidades
(¿podría hacerse por correo o no, por envío certificado o no?, etc.)
cuando
la Dra. Gemma Jape (Tübingen) intervino para decir que en el caso de que el
principio de los dos votos fuera fijado –el uno en la reunión administrativa, el otro más
tarde por correo– el resultado podría complicarse por el cambio inevitable de opinión
que tiene lugar en un período de tiempo determinado. Ella quería sugerir, por esta
razón, que una cláusula precisara que si el resultado de los dos votos difería, el
resultado no fuese anulado sino que necesitaría de una nueva discusión [...] El Dr.
Carlos Mendilaharsu (Montevideo) habló en favor del voto por correo, destacando
que las circunstancias geográficas y económicas volvían difícil la tarea a las
Sociedades de América Latina, particularmente en lo que concierne a una
representación adecuada en la reunión administrativa y en los congresos. Le parecía,
por esta razón, que el voto por correo sería una innovación importante para sus
colegas de América Latina. (El subrayado es mío, J. D.)

Hay ciertamente, y no quiero minimizarlas, “circunstancias


geográficas y económicas que vuelven difícil la tarea a las
Sociedades de América Latina, particularmente en lo que concierne
a una representación adecuada”. Pero como las habrá también para
otras sociedades, dada la forma de la tierra y las distancias a
recorrer para acudir al lugar de reunión de toda la gente del
psicoanálisis, me dije, y no es nada del otro mundo que, en vísperas
de votar la Constitución de Helsinki, la cuestión económico-
geográfica debía venir en lugar de otra cosa que permanecía
innombrable.
¿En lugar de qué? ¿Qué es lo que no había que nombrar?
Aunque se tuviesen dudas sobre este tema, una suerte de
contigüidad metonímica iba a proponer, en la página de enfrente, un
desciframiento apenas desplazado. Se trataba de una Demanda de
la sociedad australiana para discutir una violación de los derechos
del hombre. Cito otra vez el informe:
El Dr. Joseph [me gusta que todo eso haya sucedido bajo la presidencia del Dr.
Joseph, pero no imaginen ninguna relación con el título de geopsicoanálisis],
introdujo la discusión de ese punto diciendo que había recibido una petición de la
Sociedad australiana según el cual la API estaba al tanto de los rumores (sic) que
dan cuenta de una violación de los derechos del hombre en Argentina. Como la API
lo hizo notar, este punto se convirtió en objeto de rumores, de alegaciones y de
numerosas pruebas de y a propósito de numerosos países del mundo. En
consecuencia, al Consejo ejecutivo le ha parecido que mencionar tal o cual país
determinado no era de ninguna manera hacer justicia. Además, era evidente, este
asunto no debía solamente concernir a los psicoanalistas, sino a los ciudadanos en
general. Por lo tanto, el Consejo ejecutivo le solicitó leer la declaración siguiente en la
Asamblea: [...]

Interrumpo un instante mi cita antes de leer la declaración oficial de


la API sobre las violaciones de los derechos del hombre. No
olvidemos que esto sucede en Nueva York en el momento en que,
por más que Reagan no había aún accedido a la presidencia y que
Haig no había aún declarado que la cuestión de los derechos del
hombre no tendría más la prioridad, incluso de simple principio, las
violaciones de los derechos del hombre, en Argentina y en otros
lugares, eran ya más que simples rumores o alegatos. De hecho, en
la discusión, se acababa de nombrar países, por ejemplo Argentina;
se ha empleado la palabra “país” que designa otra cosa y más que
una simple entidad geográfica, una simple nación, pero también una
organización política, un Estado, una sociedad civil y una institución
psicoanalítica. Ahora bien, para “hacer justicia”, en nombre de la
justicia, habida cuenta del hecho en verdad incontestable de que los
derechos del hombre son también violados en otras partes, se va
luego, como lo verán, a borrar en la declaración oficial, en la
resolución del Consejo, toda referencia a cualquier país. Incluso se
hará desaparecer la palabra “país” para sustituirla por la noción
políticamente neutra o vacía de “ciertos sitios geográficos”.
Ciertamente, el anhelo de justicia exigía que no se ignoraran otras
violaciones de los derechos del hombre –por ejemplo en las
“regiones geográficas” en las que la institución psicoanalítica está
totalmente ausente–. Una preocupación tal se expresa así bajo una
forma en la que el rigor moral, jurídico, universalista se halla a la
medida de la neutralidad política y de la abstracción formal. Lo
geográfico, como lugar natural, vendría entonces a borrar, sobre la
tierra, en la tierra, la inscripción propiamente simbólica y política de
la violación, y, por las mismas, la singularidad concreta, el cuerpo
irremplazable, el lugar único de la violencia. Dicho de otro modo,
también algo de la tierra. La abstracción geográfica neutraliza el
discurso político pero borra también la tierra misma, eso que une el
nombre de un país a una tierra, a nombres propios, a una política y
sobre todo, aquí (y sobre esto volveré más tarde), al psicoanálisis.
He aquí la declaración precedida de su protocolo:
Paralelamente a otras organizaciones internacionales numerosas, la API ha estado,
seguramente, informada de la violación de los derechos del hombre sobrevenida en
ciertos sitios geográficos.
El Consejo ejecutivo de la API ha discutido largamente estas revelaciones durante
sus reuniones en Nueva York, como lo hizo anteriormente durante el Congreso de
Jerusalén. Después de esas discusiones, se me ha solicitado leer la versión oficial en
esta reunión administrativa y pedirles su acuerdo para que esta declaración sea
divulgada a las numerosas organizaciones internacionales concernidas, como la
Federación Mundial de la Salud mental, la Organización Mundial de la Salud, la
Asociación Internacional de Psiquiatría, Amnistía Internacional, etc., y a los
numerosos gobiernos nacionales, a la apreciación del presidente y del secretario. Los
miembros están invitados a proponer al Consejo ejecutivo otras personas apropiadas
susceptibles de recibir esta declaración, como sigue:
“La API desea expresar su oposición al empleo de métodos psiquiátricos o
psicoterápicos que privan a los individuos de su legítima libertad; a todo tratamiento
psiquiátrico o psicoterápico que pueda recibir un individuo teniendo como base
consideraciones políticas; a la traba del secreto profesional con fines políticos. La API
condena igualmente la violación de los derechos del hombre, de los ciudadanos en
general, de los científicos y de nuestros colegas en particular”.
A continuación el Dr. Walter Briehl (Los Ángeles) puso bajo consideración de la
Asamblea una propuesta a los efectos de que se redactase un informe de la API
tomando posición de manera específica sobre la situación en Argentina, en lugar de
la publicación propuesta por el Consejo Ejecutivo, más general. Los argumentos a
favor y en contra de los dos informes, el propuesto por el Consejo ejecutivo y el
propuesto por el Dr. Briehl [no publicado], fueron discutidos por numerosos
miembros. En definitiva, se les solicitó a los miembros presentes que expresaran su
opinión con un voto. El resultado de la votación a mano alzada reveló, por casi el
85% de los miembros presentes, la preferencia por el informe propuesto por el
Consejo ejecutivo.

No sabemos qué pasó con el informe Briehl, ni qué hubiese


sucedido con una votación en otras condiciones, por ejemplo, un
voto por correspondencia.
Tal toma de posición está lejos de ser olvidable o condenable.
Teniendo en cuenta todos los escollos a sortear, no le falta ni
claridad, ni dignidad, ni habilidad. De parte de una institución
occidental de tipo liberal, pendiente de los derechos del hombre en
el sentido más abstracto del término, del pluralismo político, de su
propia neutralidad formal, de su propia conservación, de las
condiciones de su unidad y de aquello que es necesario mantener
como no-compromiso para resistir a los conflictos mundiales que
podrían atravesarla, esta declaración es mejor que nada, y no
insisto sobre todo lo que ha podido motivar o justificar su extrema
prudencia.
Pero allí comienzan las preguntas. Esas precauciones no son
legítimas sino en la medida de su abstracción formal, dicho de otro
modo, de su esquematismo geográfico. ¿Qué institución liberal de
Occidente no habría podido hacer la misma declaración? No hay
huella de especificidad psicoanalítica en ese texto y esto no puede
dejar de intrigar.
Me adelanto aquí a dos objeciones. En primer lugar, hay ciertas
marcas relativamente específicas en esta protesta que está
destinada, como puede leerse, a diversas organizaciones mundiales
de la salud y que atañe a unos métodos psicoterapéuticos que
privan a los individuos de su “legítima libertad”, a los tratamientos
“basados en consideraciones políticas” o a la “traba del secreto
profesional con fines políticos”.
¿Pero esto no sería válido para toda asociación de
psicoterapeutas o de psiquiatras que el psicoanálisis nunca hubiera
rozado? Todo sucede en esta resolución como si la violación de los
derechos del hombre y del ciudadano (en torno a la cual circularían
“ciertos rumores y alegatos”) no pudiese tener hoy ningún carácter
que interesara más al psicoanálisis que a la medicina o a la
psiquiatría clásica, y que le interesara no ya solamente como un
objeto de estudio teórico o clínico sino como una situación en la cual
el psicoanálisis, lo psicoanalítico, los psicoanalistas y sus
instituciones están comprometidos, implicados, de un lado o del
otro, tan pronto en complicidad activa como pasiva, tan pronto en
conflicto virtual como organizado con las fuerzas que violan los
llamados derechos del hombre, sean o no directamente estatales,
se aprovechen, manejen o persigan de forma muy singular a los
analistas y a sus analizados. Otros han descripto o describirán mejor
que yo las violencias de las que hablo aquí y que pasan de manera
muy singular por la instancia psicoanalítica. No pienso solamente en
las formas más espectaculares de un compromiso del poder
psicoanalítico con un poder político o policial, o inversamente en las
formas más terroríficas de una persecución de los psicoanalistas y
de sus pacientes, todo ello según las formas clásicas e identificables
ante las cuales las tomas de posición pueden ser claras y valen
también para todo profesional de la salud y en general para todo
ciudadano. Pero hay también violaciones más invisibles, más
difíciles de detectar –fuera de Europa y en Europa–, más nuevas tal
vez. Desde este punto de vista, el psicoanálisis puede ser tanto el
lugar de paso para esas violencias nuevas como el instrumento
irreemplazable de su desciframiento; la condición, por
consecuencia, de su denuncia específica; la condición de una lucha
y de una transformación. Y si el psicoanálisis no analiza, no
denuncia, no lucha, no transforma (no se transforma con miras a
este fin), ¿no corre el riesgo de encubrir, únicamente, una
apropiación perversa y refinada de la violencia, y en el mejor de los
casos, una nueva arma de la panoplia simbólica? Esta arma nueva
no estaría solo a disposición de lo que se llama confusamente el
poder, un poder exterior a la institución analítica que podría
emplearla de mil maneras; y eso podría llevar hasta la explotación
de ciertos efectos o de ciertos simulacros de saber psicoanalítico en
la tecnología de la tortura. Pero esta nueva panoplia no viene a
sorprender solamente a la institución psicoanalítica desde el
exterior; puede desatarse en su interior, en la situación llamada
analítica, entre el analista y su paciente, entre los analistas mismos
y las analistas mismas, analistas legítimos o no, en vías de
legitimación, en control, etc.; lo mismo que entre diferentes
instituciones analíticas cuya “política extranjera”, por recuperar los
términos de Freud, no está regulada por ningún derecho original, y a
veces ni siquiera por eso que se llama, en el derecho de guerra, el
derecho de gente.
Quisiera ahora descartar una segunda objeción. Esta trataría de
justificar el carácter formal de la declaración –en consecuencia, el
borramiento de toda referencia política, lo mismo que la retirada de
América Latina hacia lo innombrado. Que la API, en su toma de
posición, no precise nada respecto de países, de lucha política ni
tampoco de lugar geográfico (porque no solo lo geográfico borra
toda otra situación socio-política sino que él mismo queda
indeterminado, borrándose bajo la expresión deliberadamente
abstracta de “sitios geográficos”), que ese texto no determine nada,
tampoco del lado del psicoanálisis, en esa zona en la que el
psicoanálisis puede ser el objeto o el agente, directamente o no, de
violaciones muy singulares de los derechos del hombre, podría
decirse, esa sería la objeción, que es coherente con una referencia
a los derechos del hombre. Ésta debería permanecer siempre
formal, esa sería la condición de su rigor imperativo, de su pureza
universal y abstracta, más allá de toda diferenciación concreta o
empírica. Para ganar tiempo, no recordaré ese esquema tan
conocido que justificaría aquí la abstracción geográfica, el a-
politicismo e incluso el a-psicoanalistismo de la API en nombre de
cierto concepto de los derechos del hombre.
Es evidentemente una cuestión muy grave y no debería abordarse
con precipitación, bajo la intimidación más o menos virtual o violenta
que nos acecha siempre al abordar estos problemas. Esto cae por
su propio peso, se debe estar a favor del respeto de los derechos
del hombre, contra toda violación de esos derechos donde quiera
que esto fuera, como tal, determinable. Por lo tanto, no se trata aquí
simplemente de criticar o de lamentar la toma de posición de la API.
Eso es mejor que nada, decía yo, y en la situación presente de la
API, no perdamos las esperanzas, esta declaración puede tener
aquí o allá algunos efectos positivos. Puede, en ciertas situaciones
dadas, modificar comportamientos, señalar límites o referencias, dar
ideas de resistencia, señalar en caracteres abstractos la
preocupación ético-política de aquellos o de aquellas que se dicen
psicoanalistas hoy, en el mundo, etc.
Tomadas estas precauciones, la pregunta permanece por entero.
¿Por qué la Asociación Psicoanalítica Internacional, fundada por
Freud hace setenta años, no puede tomar posición ante ciertas
violencias (palabra a precisar más tarde, espero, en este coloquio)
sino por referencia a un discurso jurídico pre-psicoanalítico, a-
psicoanalítico e incluso a las formas más vagas y más pobres de
ese discurso jurídico clásico, a las formas consideradas como las
más insuficientes por los juristas o por los partidarios modernos de
los derechos del hombre? ¿Por qué la API no puede nombrar más
que “la violación de los derechos del hombre, de los ciudadanos en
general”, agregando solamente “de los científicos y de nuestros
colegas en particular”, nota corporativista que corrompe, sin
compensarla, la abstracción universalista del texto? ¿Por qué no
puede nombrar más que la “legítima libertad” de los individuos?
Como este es el único contenido que esta declaración da a lo que
se entiende aquí como los derechos del hombre, no hay siquiera
necesidad de referirse a todas las elaboraciones sucesivas del
discurso sobre los derechos del hombre desde 1776 o 1789. Basta
con referirse a la forma más arcaica de la declaración de los
derechos del hombre, a la Carta Magna de los ingleses emigrados
en Francia en 1925 que concierne el mínimo de libertad civil. Y eso
que esta Carta Magna era muy precisa en su informe de la situación
concreta de la época. La Carta Magna de la API es totalmente
abstracta y su sola alusión a la política nombra un “tratamiento
basado en consideraciones políticas”, “el secreto profesional
obstaculizado por razones políticas”, sin precisar lo que esto quiere
decir, dónde sucede eso y cómo, y suponiendo que eso pudiera no
acontecer jamás. Leer el psicoanálisis a la carta, decíamos.
Como no tengo tiempo para afinar las premisas del discurso,
recordaré esquemáticamente algunas evidencias. Si son evidencias,
como lo creo, y si no han podido ser tenidas en cuenta, es porque
hay allí algo oscuro y aterrador en la historia conjunta del hombre,
de los derechos del hombre y de eso que se llama el psicoanálisis.
Primera evidencia: a pesar de toda la efervescencia de cuestiones
del tipo “psicoanálisis y política”, a pesar de la multiplicidad de los
discursos al respecto desde hace diez o doce años por lo menos, es
necesario reconocer –y es incluso signo de ello– que no existe hoy
una problemática política o un código del discurso político que haya
integrado, en él, rigurosamente, la axiomática de un psicoanálisis
posible, si el psicoanálisis es posible. Mi hipótesis es pues que una
integración tal del psicoanálisis no ha tenido lugar. Del mismo modo
que ningún discurso ético ha integrado la axiomática del
psicoanálisis, tampoco ningún discurso político lo ha hecho. Hablo
aquí tanto de los discursos sostenidos por los no-analistas como de
los otros, los de los psicoanalistas o los de los cripto-analistas en el
medio y con las palabras del psicoanálisis. No hablo solamente de
los discursos teóricos sobre las condiciones de una política o de una
ética sino del discurso como acción o comportamiento ético-político.
La integración a la que hago alusión no sería una apropiación
tranquila, no tendría lugar sin deformación y sin transformación por
los dos lados. Por eso, paradójicamente, cuanto menos se integren
los discursos psicoanalíticos y ético políticos el uno con el otro en el
sentido riguroso que acabo de indicar, más fácil es la integración o
la apropiación de los aparatos los unos por los otros, la
manipulación de lo psicoanalítico por instancias políticas o
policiales, los abusos de poder psicoanalítico, etc.
Aunque todos convergen, los resultados de ese hecho masivo
serían de tres tipos.
Primer tipo: una neutralización de lo ético y de lo político, una
disociación absoluta entre la esfera de lo psicoanalítico y la del
ciudadano o la del sujeto moral en su vida pública o privada. ¿Y por
qué no reconocer que la línea más o menos visible de esta partición
atraviesa nuestra experiencia, nuestras grandes y pequeñas
evaluaciones de cada día y de cada instante, seamos analistas o
no-analistas preocupados por el psicoanálisis? Esta increíble
disociación es uno de los rasgos más monstruosos del homo
psychanalyticus de nuestra era. Nuestra figura de mutantes y esta
monstruosa distorsión puede ser tan terrorífica como cómica, o las
dos cosas a la vez.
Segundo tipo: –puede haber una relación de sobreimpresión con
el primero–, la retirada hacia posiciones ético-políticas tan neutras
como aparentemente irreprochables, y éticas más que políticas
(aquí dejo deliberadamente suspendido este inmenso problema). Se
hace referencia entonces a una doctrina por otra parte ella misma
no específica de los derechos del hombre, se busca refugio en un
lenguaje que no tiene ningún contenido ni ninguna pertinencia
psicoanalíticas, un lenguaje que no corre ningún riesgo
psicoanalítico y del que nadie aquí debería sentirse satisfecho.
¿Qué es un “individuo”? ¿Qué es una “legítima libertad” en términos
del psicoanálisis? ¿Qué es un habeas corpus? ¿Qué es la exclusión
de todo fin político? ¿Qué es un fin político, etc.? Aunque no se
puede desaprobarlo, porque es mejor que nada, el repliegue en los
derechos del hombre parece gravemente insuficiente, al menos por
tres razones. Paso muy rápidamente sobre la primera, la más
radical, que atañe al pensamiento del derecho, a su historia, al
problema de sus relaciones con lo ético, lo político, lo ontológico, los
valores de persona e incluso de humanidad del hombre, la
posibilidad o no de pensar una dignidad (Würdigkeit) que, en el
sentido kantiano del término, estaría más allá de todo valor, de todo
intercambio, de toda equivalencia, de todo Markspreis y tal vez, más
allá incluso de la noción de derecho, más allá del cálculo jurídico;
otras tantas cuestiones enormes y urgentes que la problemática
psicoanalítica no debería más poder esquivar y para las cuales
debería debatir con Platón, Kant, Hegel, Marx, Heidegger y algunos
otros, así como con los juristas y los filósofos del derecho. Este
debate no ha sido jamás más actual, y decir que el psicoanálisis no
debería más evitarlo implica también, en mi opinión, que él mismo
es, al respecto, inevitable.
La segunda razón de la insuficiencia concierne a la formalidad de
la declaración. Me apresuro a precisarlo: no he suscrito jamás
simplemente la vieja crítica del formalismo de la Declaración de los
derechos del hombre, tal cual se ha desarrollado rápidamente en
medios marxistas. No es que esa crítica no tenga valor –y la mejor
prueba está en que en países proclamados socialistas, las
constituciones formales conformes al respeto de los derechos del
hombre no han impedido jamás, aún cuando eran formalmente
respetadas, las peores violencias. Y basta con leer atentamente la
Declaración de 1789 para darse cuenta de que las peores tiranías
pueden adaptarse a este ya que cada artículo incluye una cláusula
interpretativa que se puede doblar en todos los sentidos. En verdad,
cierta formalidad rígida es indispensable aquí, más allá de toda
transacción posible. Pero hay muchos regímenes, más o menos
estrictos, más o menos estrechos, de formalidad. La API se ha
regido por el más flojo. En primer lugar, economizó una reflexión
propiamente psicoanalítica sobre los derechos del hombre y sobre
eso que podría ser un derecho contemporáneo del hecho
psicoanalítico. Luego, no tiene en cuenta, ni en sus deliberaciones ni
en sus considerandos ni en su declaración, esta historia de los
derechos del hombre, esta reflexión, clásica o no, sobre los
derechos del hombre y sobre lo jurídico en general, reflexión hoy
muy viva –y uno imagina bien por qué– dentro y, sobre todo, por
encima de las organizaciones estatales. Al leer el texto de la API,
uno no sabe a qué declaración se refiere. Desde la Carta Magna,
desde la Petición de derechos, la Declaración de derechos del siglo
XVII, desde la Declaración de la Independencia de 1776 y la
Declaración de los derechos del hombre en 1789, muchas han
seguido y son posteriores al nacimiento del psicoanálisis: la
Declaración universal de los derechos del hombre adoptada en 1948
por las Naciones Unidas, con la abstención de la URSS que la
consideró demasiado formal y aún muy cercana a la de 1789, la
Convención europea de los derechos del hombre votada en Roma
en 1950, un proyecto de convención interamericana de los Derechos
del Hombre, etc.
Sin duda los trabajos y los acontecimientos, los actos jurídicos de
tipo clásico no son necesariamente los más afinados en sus
conceptos ni los más rápidos en sus procesos: pero una
investigación progresa lentamente para dar a las estructuras
formales y problemáticas de los derechos del hombre contenidos
cada vez más determinados. Desde el siglo XIX es desde el lado
social, y desde una determinación, digamos, “socialista” de lo social,
que este contenido apela al enriquecimiento. ¿Pero no es en ese
lugar en donde la intervención psicoanalítica podría ser esencial,
quiero decir desde el lado de un socius que no sería solamente el de
los conceptos clásicos, es decir, socio-económicos? Por otro lado,
uno de los temas jurídicos hacia los cuales el trabajo se encamina
es precisamente la tortura cuyo concepto permanece, podríamos
decir, en retraso sobre la cosa. ¿Qué es una violencia que se llama
tortura? ¿Dónde comienza? ¿Dónde termina? ¿Qué es un
sufrimiento infligido o recibido en ese caso? ¿Cuál es su cuerpo, su
fantasma, su símbolo, etc.? Suponiendo que el psicoanálisis mismo
pudiera, con todo rigor, fundar un discurso de la no-violencia o de la
no-tortura (eso que me parece más problemático), no es aquí, a
ustedes, a quienes osaría, rozando apenas este asunto, recordar
que es el tema mismo de vuestra teoría, de vuestra práctica y de
vuestras instituciones. Sobre la tortura ustedes deben tener que
decir –y hacer– cosas esenciales. Y en particular sobre cierta
modernidad de la tortura, sobre la de la historia contemporánea, y
contemporánea del psicoanálisis; esta sincronía que resta ser
interrogada sobre múltiples alcances. Al menos, el psicoanálisis
debería participar, en todo lugar donde esté trabajando y en
particular en su representación oficial, nacional e internacional, en
todas las investigaciones comprometidas con este tema. ¿Lo hace?
Que yo sepa, no, o demasiado discretamente. Si mi información
sobre este punto es deficiente, lo que es muy posible, la completaré
con mucho gusto. En todo caso, no hay huella de esta preocupación
en el discurso de la API. Sin embargo, aún en las instancias más
clásicas, las más ajenas, las más ciegas y sordas al psicoanálisis,
esas urgencias son bastante sensibles al tema de “la tortura y otras
penas o tratamientos crueles, inhumanos o degradantes”, como
para que la Asamblea General de las Naciones Unidas haya pedido
en 1975-1976 que diversas instancias definan nuevas normas
internacionales. ¿No es en este punto donde la intervención
propiamente psicoanalítica debería imponerse, si al menos hay lo
“propiamente psicoanalítico” en ese dominio? Y si no lo hubiera,
sería necesario sacar de todos lados la más grave consecuencia.
¿Esta intervención, directa o indirecta, puede decirse que tenga
lugar? No lo creo, por el momento. ¿Es posible? No lo sé, es una
pregunta que les hago. ¿Es difícil por razones esenciales al discurso
psicoanalítico, a su práctica, a la institución que exige y a sus
relaciones necesarias con las fuerzas políticas dominantes? ¿Es
difícil por razones que no serían ni esenciales ni generales sino que
resultan de cierto estado dominante de la teoría, de la práctica, de la
institución? Es necesario debatirlo pero una cosa es ya segura: si
hoy las fuerzas dominantes y representativas del psicoanálisis en el
mundo no tienen nada específico que decir o hacer, nada original
que decir o aportar en esta reflexión y en esta lucha, respecto de los
conceptos y de las realidades bastas o sutiles de la tortura,
entonces el psicoanálisis, al menos en las fuerzas dominantes que
se apropian hoy su representación (y quiero formular las cosas de
manera diferenciada y prudente), no es nada diferente, y
probablemente aún menos, que las instituciones médicas clásicas
de la salud a las que la API hizo pasar su protesta de principio, su
tarjeta de visita o su mapa geográfico, su parva carta, su pequeña
carta neoyorquina. Porque en definitiva, ¿a quién fue dirigida esa
carta, aparte de las instancias gubernamentales dejadas a la
consideración del Presidente –el Dr. Joseph– y el secretario? A la
Federación Mundial de la Salud Mental, a la Organización Mundial
de la Salud, a la Asociación Internacional de Psiquiatría, a Amnistía
Internacional. Ahora bien, ¿qué parte toma la API en los trabajos de
la Comisión de los derechos del hombre? ¿En aquellos de la OMS
que ha sido invitada a preparar un nuevo código de ética médica
concerniente a la protección de las personas contra la “tortura y las
otras penas o tratamientos crueles, inhumanos o degradantes”? En
cuanto a Amnistía Internacional, otra destinataria de la pequeña
carta, había por su parte proclamado, desde hacía tiempo, la
necesidad de elaborar esas nuevas normas internacionales y había
publicado, por ejemplo en 1976, un documento titulado “Códigos de
ética profesional”. Y eso que, Amnistía Internacional se limita, si se
puede decentemente hablar aquí de límite, a los problemas de
detención y de encarcelamiento. Ahora bien, la tortura no conoce
ese límite. ¿Cuál habría podido ser la parte del psicoanálisis en ese
trabajo y en esas luchas? ¿Y qué conclusión habría que extraer del
hecho de que esta parte haya sido débil, nula o demasiado virtual?
No estoy llevando, a mi vez, alguna cosa como el psicoanálisis o su
representación oficial ante el tribunal de los Derechos del hombre.
Solamente señalo un hecho o una posibilidad cuya gravedad debe
dar a pensar y actuar. Esta posibilidad hace síntoma, señala un
estado del psicoanálisis (teoría, práctica, institución) que no se
interpreta solamente como un retraso en relación a las reflexiones o
a las luchas políticas, nacionales, internacionales y súper-estatales
que acabo de evocar. El retraso mismo es también el precio a pagar
de un avance que traba hoy la co-traducibilidad de los conceptos
psicoanalíticos y de los conceptos político-jurídicos, ético-jurídicos,
etc., en los que se enuncian esos problemas y se organizan esas
acciones. Ese retraso y este avance, ese desfase, esta
inadecuación no son solamente anacronismos del psicoanálisis. No
se trata solamente de una relación entre dos móviles sobre la línea
continua de una historia evolutiva sino tal vez, también, de una
inadecuación a sí por efecto de alguna limitación interna, de alguna
oclusión u obstrucción que dan hoy su forma a la causa analítica, a
su discurso, a su práctica clínica e institucional. No es que esta
oclusión sea esencialmente y solamente interna –y el hecho de que
esté inanalizada significa que, por el momento, es en el sentido
actual del psicoanálisis, inanalítica– sino que debe necesariamente
dejarse representar, dejar su marca dentro del cuerpo analítico.
Sugeriré dentro de un momento que América Latina es hoy el
nombre, el lugar y el cuerpo, la superficie de inscripción de ese
marcado, la superficie más marcada: en la tierra misma.
Esto me conduce a la tercera posibilidad típica, a leer también
sobreimpresa en las otras dos. Lo que parece un avance del
psicoanálisis, a saber el cuestionamiento de los conceptos
fundadores de la axiomática de los derechos del hombre o de los
discursos políticos tradicionales, avanza como un hueco; no
reemplaza los conceptos, los valores o lo trascendental de los
valores (llamo así, por ejemplo, a la “dignidad” de la persona en el
sentido kantiano que no es un valor y que no se presta a ningún
discurso de los valores) que somete a análisis. Se trata, para este
tercer tipo, de las teorizaciones que ponen mejor en evidencia la
insuficiencia conceptual de la axiomática de los derechos del
hombre y del discurso político occidental, su enraizamiento en
filosofemas desconstructibles. Pues bien, esas teorizaciones más
avanzadas permanecen aún como discursos negativos y con
efectos de neutralización, señalan solamente en hueco la necesidad
de una nueva ética, no solamente de una ética del psicoanálisis, que
no existe, sino de otro discurso ético sobre la ética en general, otro
discurso político sobre lo político en general, un discurso que tenga
en cuenta el móvil desconstructor y psicoanalítico, un discurso que
tenga en cuenta, si es posible, lo que se interpreta como la verdad
del psicoanálisis –y que es cada vez diferente según los lugares del
psicoanálisis hoy sobre la tierra. Al permanecer este lugar marcado
en hueco, la mayor exigencia de pensamiento, de ética y de política,
cohabita en el intervalo con el dejar-pasar y el dejar-hacer
empíricos, el arcaísmo, la convención, el oportunismo, etc.
¿Es esta una situación fortuita, provisional, un dato empírico? ¿O
bien el estado actual del psicoanálisis comporta, en sus escuelas
dominantes (por escuela entiendo tanto las escuelas de
pensamiento como los dispositivos de formación y de reproducción),
un elemento inanalizado pero analizable en principio, una oclusión,
como decía hace un instante, que prohíbe la emergencia efectiva de
una ética y de una política contemporáneas del psicoanálisis?
Convertir el psicoanálisis en su propio contemporáneo, ¿es
pensable tal cosa? No ignoro la multiplicidad, la riqueza
contradictoria también, de los discursos archivados bajo el título
“psicoanálisis-y-política”. Parto solamente del hecho de que no han
podido disimular el hueco del fracaso o, si ustedes prefieren, no han
logrado más que disimularlo. Esta cuestión debe ser diferenciada,
por más que yo deba limitarme aquí a su forma general, para cada
una de las escuelas que dominan las diferentes “regiones
geográficas” de la tierra, como dice la API, y respecto a América
Latina, tanto para las múltiples variantes empiristas de la ortodoxia
freudiana como la kleinesiana y el lacanismo. Esta oclusión
distribuye las fuerzas de la manera siguiente: por un lado, los
avances teóricos incapaces de dar lugar a unas instituciones que los
integren. Esos avances se revelan así insuficientes, por esto
esencialmente incapaces de pensar su propio límite y el interés que
se guarda en él; por otro lado, una multiplicación empírica de
discursos y de prácticas, de pertenencias micro-institucionales, de
marginalidades sufrientes o triunfantes, una improvisación dejada a
su propia deriva según el aislamiento, los lugares de inscripción
biográfica, histórica, política, etc. Eso es más verdadero en América
Latina que en cualquier otra parte, pero vale cada vez más para el
“resto del mundo”. Finalmente, una representación oficial, nacional o
internacional cuyo rol es cada vez más importante (a pesar de la
apariencia que algunos quisieran tratar con escarnio), en una fase
histórica donde la legitimación del psicoanálisis por gobiernos cada
vez más numerosos comporta desafíos decisivos sobre los cuales
no es necesario insistir. Ahora bien, esta representación, cuanto
más oficial, legitimada, pública, formalmente extendida, hasta la
cumbre de la API, es menos representativa de las situaciones
concretas del psicoanálisis sobre la tierra, es menos capaz de
proponer un discurso o reglas ético-políticas específicas. Y esto no
obedece a una suerte de empobrecimiento y de abstracción a
medida que la representación se eleva, sino a causa de una
oclusión esencial.
Es tal vez legible en los proyectos de Constitución y en los
estatutos establecidos en el trigésimo congreso de la API en
Jerusalén, en 1977, es decir, en el segundo de los documentos
sacados del sombrero que me habían acercado. Esta Constitución
no comprende nada que, fuera del nombre de Freud, convenga
específicamente a algo como el psicoanálisis, si algo tal existe, nada
de lo que otras numerosas asociaciones de tipo occidental pudieran
satisfacerse. Sin ir hasta las asociaciones deportivas, a los
coleccionistas de sellos y de postales, digamos al menos que toda
institución clásica que tenga por objeto el conocimiento en general,
la salud o la ayuda humanitaria, podría adherirse a ella. Digo, en
efecto, con excepción del solo nombre de Freud, todo allí reproduce,
a veces vuelve a copiar, siguiendo sus fórmulas hechas, las
estructuras del derecho civil, administrativo y comercial más
convencionalmente establecido. Sobre el fondo de esta hipótesis de
lectura, aislaré tres puntos de esta Constitución que conciernen a: 1)
la disolución (cuestión destinada en lo sucesivo a una actualidad
creciente y por la cual es necesario siempre comenzar); 2) la
institución propiamente dicha, la instauración performativa (cuestión
por la cual no se puede ni empezar ni terminar); 3) la geografía y
América Latina (cuestión por la cual quisiera hoy, comenzar y
terminar).
1) El último artículo atañe, pues, a la disolución y me interesa, en
primer lugar, en la hipótesis en la que me coloco y donde creo que
ustedes están, históricamente: la de una transformación radical y en
curso que debería un día u otro, equivaler a la disolución de la API
fundada por Freud y a su reemplazo por alguna otra cosa,
totalmente otra, que tendría una estructura, una figura, una
topología, un mapa esencialmente diferentes. No sé si la idea de
Carta o de Constitución, la idea de derecho, la centralización
internacional de tipo estatal (lo súper-estatal es todavía estatal)
prevalecerían aún allí o si es otra cosa lo que es necesario pensar;
esto que pasa aquí mismo hace ya pensar en ello. Este artículo
sobre la disolución me interesa desde otro punto de vista: el de la
transferencia, de cierta transferencia, en el sentido de la herencia.
Cuando digo que la disolución del derecho a la que apela la API
está en curso, no creo y no me parece deseable que un simple no-
derecho salvaje lo suceda, y por lo demás esto no será jamás
posible. Pero hay siempre una fase, en la transformación del código
jurídico, donde el nuevo derecho, llamado él mismo a transformarse,
aparece como un salvajismo en cuanto al primero y durante el
tiempo de la negociación, del pasaje, de la herencia y de la
transferencia. El artículo 12 de la Constitución prevé así la
disolución y lo hace conforme a las fórmulas heredadas por toda
asociación de ese tipo. Prevé la “transferencia”, es la palabra del
texto, de bienes y por lo tanto, de la herencia, del único signo
posible, perceptible, archivable del legado de la API. ¿A quién está
destinado pues ese legado de la API? Si no temiera retenerlos
demasiado tiempo, habría querido dedicar un análisis minucioso a
ese último artículo sobre la muerte, a ese pre-testamento que prevé
que la API será disuelta por una resolución debidamente notificada –
que ustedes podrían preparar de aquí al congreso de Helsinki– que
requiere el voto de una mayoría de tres cuartos de los miembros
presentes en el Business meeting regularmente convocado. No se
puede, pues, disolver la API por correo, ni por telegrama, aunque se
tenga la mayoría, ni por carta, tarjeta postal, teléfono, mensaje
transmitido por satélite o por telepatía, y esto a pesar de la
declarada conversión de Freud en 1926-1930 a la
Gedankenübertragung, a la transferencia de pensamiento o a la
telepatía. Esta axiomática de la presencia tiene una gran potencia
reveladora en este lugar. No solamente porque ella testimonia la
ontología inherente a esa Constitución sino porque es muy probable
que aquellos que hoy tienen más que decir y hacer para la
transformación de la internacional psicoanalítica no puedan estar
presentes en Helsinki. Veamos ahora el último párrafo, que traduzco
del inglés:
Si en la disolución de la Asociación, después de la absolución de todas sus deudas y
de todos sus compromisos, restara alguna propiedad, ésta no será pagada o
distribuida entre los miembros de la Asociación, sino que deberá ser transferida a
alguna otra asociación o a algunas otras instituciones que tuvieran objetos parecidos
a los de la Asociación. Tal o tales instituciones, a determinar por los miembros de la
Asociación en el momento de su disolución o antes de ella, deberá prohibir la
distribución de sus rentas y propiedades entre sus miembros. Si esto no puede ser
garantizado, entonces tal propiedad deberá ser transferida hacia algún objeto de
caridad.

No sé en qué lenguas se puede traducir “caridad”; apenas en


francés, pero poco importa. En todo caso, esas disposiciones
pueden dar ideas, aquí o allá. Habría demasiado que decir sobre
esta noción de institución con “objeto semejante” y la categoría de
analogía nos enseñaría mucho aquí sobre esta auto-representación
de la API. Que el único objeto de transferencia absolutamente
legítimo, en última instancia, sea la institución del desinterés bajo la
categoría cristiana de la caridad, del amor cristiano sin intercambio,
reproducción, inversión71, eso nos daría mucho que pensar sobre lo
que viene así a comprometer el fin de la API. En cuanto a la idea de
que haya “objetos semejantes”, instituciones análogas, etc., eso nos
conduce a interrogarnos sobre lo propio, lo único y lo incomparable
de una institución psicoanalítica, nombrado por la Constitución con
una sola palabra que es un nombre propio, y esto me conduce a mi
segundo punto.
2) Concierne precisamente al artículo 2 de la Constitución. El
primero consistía en nombrar la organización “API”. Ese
performativo se explicita en el artículo 2 que se refiere a la
“Definición del psicoanálisis”. Si ustedes conocen esta carta, saben
que no dice absolutamente nada de la especificidad psicoanalítica, a
excepción del nombre de Freud. Se pronuncia en efecto la palabra
“especificidad” pero no se le da ningún otro contenido, desde Freud,
que el nombre de Freud. Traduzco: “2. Definición del psicoanálisis.
El término ‘psicoanálisis’ reenvía a una teoría de la estructura y de la
función de la personalidad, a la aplicación de esta teoría a otras
ramas del conocimiento y, finalmente, a una técnica psicoterapéutica
específica. Ese cuerpo de conocimiento está fundado sobre y
derivado de los descubrimientos psicológicos fundamentales hechos
por Sigmund Freud”. Es un hápax. Ninguna institución de
conocimiento o de práctica terapéutica se ha fundado jamás sobre
un nombre propio, y la cosa era bastante inaudita y lo inaudito,
bastante constitutivo del psicoanálisis como para justificar que eso
trastornara, poco a poco, todos los artículos subsiguientes de la
Constitución. Ahora bien, eso no es así y excepto el nombre de
Freud, se buscaría en vano un solo rasgo que distinguiera esta carta
de la de otra asociación construida sobre nociones tan
problemáticas de “personalidad”, de “psicoterapia”, de “ramas del
conocimiento”, etc.
Vamos de un salto, por falta de tiempo, a la consecuencia más
formalizada: cualquiera que se colocara más a priori, o
dogmáticamente, bajo la autoridad del nombre de Freud se excluiría,
de derecho, de la mencionada asociación. Dejemos por el momento
el caso, sin embargo bastante grave, de los que solicitarían
aclaraciones sobre las palabras “estructura y función de la
personalidad”, “técnica”, “psicoterapia”, “ramas del conocimiento”,
“corpus de conocimientos”, etc. Limitémonos a los que, aún sin
poner en entredicho alguna deuda hacia Freud, se interrogarían
sobre ese nombre propio, su relación con la ciencia, con el
pensamiento, con la institución, con la herencia; esos que se
interesarían por el lazo singular entre ese nombre y su portador, ese
nombre y el movimiento o la causa psicoanalítica, etc. Como eso
sucede, aquí y allá, cada vez más y según vías esenciales al
psicoanálisis, se debe concluir esto: todos aquellos que quisieran
otorgarse el derecho y los medios de desarrollar este tipo de
cuestiones, todos aquellos que creen en la necesidad de sacar las
consecuencias institucionales, deben tener en consideración un
nuevo socius psicoanalítico –que no tendría forzosamente la
estructura de una institución central, nacional o internacional y que
no se circunscribiría solamente a un colegio teórico tan impotente
como esta Sociedad de las Naciones de la que Freud remarcaba en
1932 (carta a Einstein, ¿Por qué la guerra?*) la impotencia, la falta
de poder propio, sin preguntarse de dónde una sociedad
psicoanalítica de naciones podría un día sacar su propia fuerza.
Ni dónde, sobre la tierra, podría tener lugar. ¿Qué pasa con el
lugar?
3) Llego pues a mi último punto: la geografía y América Latina en el
proyecto de Constitución (de Jerusalén a Helsinki vía Nueva York).
Ese proyecto asigna los lugares y toda su tópica es interesante.
Paso rápido sobre la localización de la oficina y sobre la sede de la
asociación: el país del presidente. Esta disposición había estado
prevista por el propio Freud, lo recuerda en Contribución a la historia
del movimiento psicoanalítico**, desde el primer congreso y la
presidencia de Jung. No olvidemos que la oposición fue muy fuerte.
Se temía, dice el mismo Freud, “la censura y las restricciones a la
libertad científica”. Y el hecho de que esta oposición se reagrupara
entonces alrededor de Adler no puede bastar para calificarla o
descalificarla más que en opinión de los dogmáticos y de los
creyentes. El presidente tendrá, pues, lugar, su lugar, entre las
organizaciones psicoanalíticas que se reparten la tierra. El gran
mapa de ese reparto parece puramente geográfico pero, habida
cuenta de motivaciones histórico-políticas complejas y que sería
necesario pacientemente reconstruir, como una red de aperturas
diferenciada, es una tierra psicoanalítica fuertemente investida la
que se encuentra modelada en el paréntesis que he leído en el
comienzo: “Las principales zonas geográficas de la asociación son
definidas actualmente por América del Norte sobre la frontera entre
México y Estados Unidos; toda la América al Sur de esa frontera y el
resto del mundo”. Hay, pues, tres zonas, o un triángulo de tres
continentes, pero al dividirse en dos “el resto del mundo”, hay
cuatro. El resto del mundo se divide en dos: por un lado, recubre
Europa y todos los lugares de fuerte implantación analítica (en
líneas generales, la cuna del psicoanálisis en lo que se llama las
democracias occidentales del viejo mundo); por el otro, ese inmenso
territorio en el que, por razones muy diversas en su tipo, el homo
psychanalyticus es desconocido o prohibido. Cualquiera que haya
podido haber sido la red de pasajes o de barreras históricas y
políticas, lo que llama la atención es que este mapa no es un
triángulo sino un cuadrado o, más bien, un marco o una cuadrícula
delimitando cuatro zonas y, bajo una denominación geográficamente
neutra, cuatro tipos de terreno absolutamente distintos para el
psicoanálisis. Esos tipos recubren, más o menos, superficies
territoriales, pero no son de esencia geográfica, y donde ese
cubrimiento geográfico no es riguroso o puro, no pone ningún límite
a la pertinencia tipológica que voy a tratar de definir.
Hay, en primer lugar, territorios humanos donde el psicoanálisis no
ha penetrado, ni siquiera a veces con los impedimentos de la
colonización (casi toda China, una buena parte de África, todo el
mundo no judeo-cristiano, pero también mil enclaves europeos o
americanos). En esas tierras vírgenes de psicoanálisis, la
importancia de la superficie, de la demografía (presente y por venir)
pero también el terreno cultural y religioso convierten este resto del
mundo en un inmenso problema para el por-venir* del psicoanálisis.
Un por-venir estructurado de otro modo que bajo la suerte de un
espacio abierto ante él; por-venir para el psicoanálisis. Esta primera
zona se divide a su vez en dos: los países de cultura europea, como
los del mundo socialista donde el psicoanálisis no puede aún
desarrollarse, y los otros. Es también un problema desde el punto de
vista de los derechos del hombre. Se debe entonces hablar, en
cuanto a este resto del mundo, de dos zonas típicas y no de una
sola.
Otra zona, otro hemisferio, todos los lugares donde la institución
psicoanalítica está fuertemente implantada (Europa occidental y
América del Norte) y donde los derechos del hombre no son, por
cierto, ni mucho menos, respetados (los reenvío a los reportes de
Amnistía Internacional sobre los países europeos o sobre América
del Norte, sin hablar de violencias que no son de incumbencia de
Amnistía) pero donde la violencia no conoce, por el momento, desde
la guerra al menos, cierto tipo de desencadenamiento, estatal o no,
comparable a los que conocen, con grados y bajo formas diferentes,
tantos países de América Latina. Diferencia de grado, dirán ustedes,
tal vez, pero tal que cierto umbral cualitativo ha sido sin duda
atravesado y otro tipo de cohabitación entre el aparato psicoanalítico
y el despliegue de la violencia política plantea problemas, debates,
sufrimientos, dramas, por el momento, sin verdadera medida común.
Es necesario entonces hablar de una cuarta zona y descifrar ese
otro mapa bajo el mapa constitucional, a través de él y más allá de
él. Lo que se llamará, en adelante, América Latina del psicoanálisis,
es la única zona del mundo donde coexisten, enfrentándose o no,
una fuerte sociedad psicoanalítica y una sociedad (civil o estatal)
practicando a gran escala una tortura que no se limita más a sus
formas brutalmente clásicas y fácilmente identificables. Esta tortura,
pienso que otros testimoniarán sobre esto mejor que yo durante
estas jornadas, se apropia a veces de las técnicas psico-simbólicas,
digamos, en las que el ciudadano o la ciudadana psicoanalista se
encuentra, como tal, involucrada de un lado, del otro, o a veces, de
los dos lados a la vez. De todos modos, el medio psicoanalítico está
atravesado por esta violencia. Todas las relaciones intra-
institucionales, toda la clínica, todas las relaciones con la sociedad
civil y con el Estado reciben su marca, directa o indirectamente. No
hay relación a sí de lo psicoanalítico que pueda representarse allá
sin esas marcas de violencia interior y exterior. Es lo mismo que
decir que ya no hay simple interioridad del medio analítico. A esta
configuración (una muy densa colonización psicoanalítica, una
fuerte cultura psicoanalítica configurada con el máximo de violencia
militar-policial moderna), es muy necesario reconocerle un carácter
irremplazable y ejemplar. Irremplazable quiere decir que no se
puede, sin ceguera, mala fe o cálculo político, rehusarse a nombrar
a América Latina (Argentina, en este caso), como lo hizo la API bajo
la presidencia del Dr. Joseph, con el pretexto de que los derechos
del hombre son también violados en otras partes. Desde el punto de
vista de la institución y del movimiento histórico del psicoanálisis, lo
que pasa en América Latina es incomparable con lo que pasa en
todas las otras partes del mundo, del “resto del mundo” donde el
psicoanálisis no tiene lugar, no ha tomado lugar aún; ni con ese “rest
of the world” donde el psicoanálisis, habiendo echado sus raíces, los
derechos del hombre no son más, desde hace poco, o no todavía,
violados de forma tan masiva, espectacular, regular.
Pero si la configuración latino-americana es, según este aspecto
irremplazable, incomparable; si uno no puede hacer como si se
jugara aquí a la sustitución de nombres y de ejemplos, lo
irremplazable y lo único pueden aún ser ejemplares. Lo sin-ejemplo
puede tener un valor ejemplar para la cuestión ético-política del
psicoanálisis. Lo que pasa a escala masiva y que se escribe en
grandes letras sobre el continente latino-americano podría bien
revelar, para proyectarlo sobre una pantalla gigante, lo que se
escribe en letras pequeñas; yo diría según la circulación y el archivo
de letras pequeñas más difíciles de descifrar en las democracias
llamadas liberales de Europa y de América del Norte (su
intervención es, por otra parte, una de las condiciones esenciales de
la coyuntura latinoamericana). Lo que se escribe en grandes letras
allá no puede ser reemplazado por ejemplos chinos, rusos, afganos,
sudafricanos pero podría, por el contrario, ayudarnos a descifrar lo
que pasa, pasaría o pasará en el viejo mundo psicoanalítico, aquí
mismo, en las relaciones del psicoanálisis con el resto del mundo
político (sociedad civil o Estado), con todo el continente europeo y
americano, y sobre todo, en el interior del territorio institucional del
psicoanálisis. Sucede –y esto no es fortuito– que las escuelas
dominantes en América Latina, además de los empirismos
ortodoxos a los que hice alusión hace un rato, son escuelas
radicalmente europeas, quiero decir, fieles a sus raíces inglesas o
francesas, por ejemplo el kleinismo o el lacanismo. Lo que agranda
y da la vuelta, entonces, a muchas pequeñas letras a descifrar.
En ciertas condiciones dadas, habiendo sido establecido ya un
protocolo, nombrar puede convertirse en un acto histórico y político
cuya responsabilidad sigue siendo inevitable. Esa que ha sido
eludida por la API en un momento muy grave de la historia, la del
psicoanálisis entre otras. Desde entonces, si se quisiera tomar
medida de lo que pasa en América Latina, si se tratara de
dimensionar lo que se revela allá, de responder a lo que amenaza al
psicoanálisis, lo limita, lo define, lo desfigura o lo desenmascara,
entonces sería necesario, al menos, nombrar. Es la condición de un
llamado. Sería necesario llamar a llamar a eso que se llama por su
nombre: por eso que el nombre de América Latina parece querer
decir hoy para el psicoanálisis. Al menos, para empezar. Es todo lo
que de ese llamado habría querido hacer: nombrar a América
Latina.
Traducción: Analía Gerbaudo

70. Conferencia pronunciada en la apertura de un Encuentro francolatinoamericano que


tuvo lugar en París en febrero de 1981 por iniciativa de René Major. Las actas de este
encuentro, dedicado ante todo a las instituciones y a la política del psicoanálisis hoy, fueron
publicadas en Confrontation (colección Vert et Noir) en 1981, en un volumen que retomaba
el título de esta conferencia. Subtítulo: Los subterráneos de la institución.
[Esta traducción se realizó en el marco de una Beca Posdoctoral Externa para
Investigadores Jóvenes (CONICET, abril-julio, 2010) bajo la dirección de la Dra. Cristina De
Peretti (UNED, Grupo Decontra, Madrid) que supervisó y realizó aportes y sugerencias
fundamentales al trabajo. N. de la T.]
71. En Inglaterra, charity designa una “asociación con fin no lucrativo”.
MIS CHANCES*. ENCUENTRO CON ALGUNAS
ESTEREOFONÍAS EPICÚREAS72

¿Cómo calcular la edad del psicoanálisis? En él, no todo coincide


con la manifestación de su nombre, sino que bajo este nombre hay
una aventura muy joven. Podemos preguntarnos por sus chances,
las de ayer o las de mañana.
Tal vez se estarán preguntando por qué elegí este tema de la
chance, si bien en los términos de nuestro programa, o nuestro
contrato, debería hablar de lo que vincula al psicoanálisis y la
literatura, esta otra cosa de una edad incalculable, inmemorial, pero
a la vez muy reciente. ¿Elegí este tema por azar o por suerte? O lo
que es más probable, ¿se impuso a mi elección, se dejó elegir como
si yo cayera en él dejándome la ilusión del libre albedrío? Todo esto
a partir de una viejísima historia que no me pondré a contarles.
Por el momento tratemos “Psicoanálisis” y “Literatura” como
supuestos nombres propios. Muestran acontecimientos o series de
acontecimientos para los que tenemos el derecho de suponer la
singularidad de un proceso irreversible y de una existencia histórica.
En virtud de esta singularidad, su comercio con la chance ya da que
pensar.
Recurriendo ahora al apóstrofe, prefiero decirles esto de entrada,
no sé a quién le estoy hablando. ¿A quién está dirigido este discurso
aquí y ahora? Claro que les hablo a ustedes, pero esto no cambia
gran cosa de la situación. Ustedes me entenderán por qué digo
esto. Y en cuanto esto les sea inteligible, al menos se podrá
demostrar que desde la primera frase mi discurso no ha faltado,
pura y simplemente, a su destinación.
Sí, entenderán por qué me hago estas preguntas: ¿a quién se
habrá destinado finalmente este discurso? ¿Se puede hablar en
este caso de destinación o de fin? ¿Qué chances tengo de alcanzar
mis destinatarios, ya sea que prepare y calcule un lugar de
encuentro, y subrayo esta palabra, ya sea que espere caer sobre
ellos por azar?
A los que les hablo ahora mismo, no los conozco, por decirlo de
alguna manera. A ustedes mismos, que me están escuchando, no
los conozco. Ni siquiera sé si la mayoría forma parte, por sus
intereses declarados o su profesión, del “mundo” de la psiquiatría,
como lo indicaría el título de esta escuela, del “mundo” del
psicoanálisis –de uno y otro, o de uno u otro–, del “mundo” de las
ciencias, la literatura, el arte o las humanidades. Tampoco es seguro
que tales “mundos” existan. Sus fronteras son las de “contextos” y
procedimientos de legitimación en vías de transformación acelerada.
Aunque tuviese algún conocimiento al respecto, éste sería impreciso
y demasiado general, y yo debería calcular aproximadamente y
tener un discurso de mallas muy laxas, contar con la suerte, un poco
como en la pesca o la caza. En efecto, ¿cómo podría adaptar mis
palabras a una destinación en particular, por ejemplo, a tal o cual de
ustedes cuyo nombre propio conocería? Y conocer un nombre
propio ¿es conocer a alguien?
Vengo de enumerar los temas de mi discurso. Todos se
presentaron en lo que acabo de decir, incluso el del número, que
acaba de sumarse a la enumeración. Quisiera hablarles de todo
esto, pero debo hacerlo en la penumbra de una cierta
indeterminación. Entrego mis palabras un poco al azar, pruebo
suerte con ustedes y con algunos otros, aunque lo que digo en este
momento sobre el azar tiene más chances de llegarles que lo que le
confiaría al azar sin hablar de él. ¿Por qué? Bien, al menos porque
estos efectos de azar parecen a la vez producidos, multiplicados y
limitados por la lengua.
Pero la lengua no es sino uno de estos sistemas de marcas que
tienen todos como propiedad esta extraña tendencia: acrecentar
simultáneamente las reservas de indeterminación aleatoria y los
poderes de codificación o sobrecodificación, dicho de otro modo, de
control y autorregulación. Esta concurrencia entre la aleatoriedad
[aléa*] y el código perturba la sistematicidad misma del sistema cuyo
juego sin embargo regula dentro de su inestabilidad. Sea cual sea
su singularidad a este respecto, el sistema lingüístico de estas
huellas o estas marcas no sería, a mi entender, más que un ejemplo
de esta ley de desestabilización.
Aquí mismo, entre nosotros, los efectos de desestabilización
están al mismo tiempo multiplicados y limitados (relativamente
amortiguados o neutralizados) por la multiplicidad de las lenguas y
los códigos que se cruzan en todo momento en una intensa
actividad de traducción. Ésta no transforma solo palabras, un léxico
y una sintaxis (por ejemplo entre el francés y el inglés), sino también
marcas no lingüísticas. Moviliza la cuasi-totalidad del contexto
presente y hasta lo que ya lo desborda. De hecho, el texto que leo
debe poder publicarse. Ya era consciente de esto cuando lo escribí
este verano. Está destinado de antemano a destinatarios poco
determinables o que en todo caso disponen de una gran reserva de
indeterminación respecto a cualquier cálculo posible. Y esto se
debe, intentaré demostrarlo en un rato, a la estructura más general
de la marca. Para probar mi suerte por sobre sus cabezas me dirijo
entonces a destinatarios que ni ustedes ni yo conocemos. Pero
mientras tanto, y de paso, como se dice en francés, cela tombe sur
vous [esto cae en ustedes].
¿Qué quiero decir y qué puedo estar diciendo cuando declaro a
estos “destinatarios” desconocidos para ustedes y para mí? ¿A qué
criterios referirse para decidir? No son necesariamente los criterios
del conocimiento consciente de sí. Puedo dirigirme a un destinatario
inconsciente y absolutamente determinado, rigurosamente
localizado en “mi” inconsciente, en el de ustedes, o en la maquinaria
que programa la partitura de este acontecimiento mismo. Y es más,
todo lo que podemos pensar bajo las palabras consciencia e
inconsciente supone de antemano la posibilidad de estas marcas y
de todas estas posibles perturbaciones en los envíos a destinar. En
todo caso, el hecho de que ignoremos el nombre propio o el idioma
del otro no significa que no sepamos nada de él. Aunque no los
conozca y apenas los esté viendo en el momento en que me dirijo a
ustedes, aunque ustedes me conozcan muy poco,
independientemente de los trayectos y las traducciones de signos
que nos dirigimos en este crepúsculo, lo que digo desde hace un
momento les llega. Va a vuestro encuentro y los alcanza. Hasta un
cierto punto se les vuelve inteligible. Las “cosas” que arrojo,
proyecto o lanzo en vuestra dirección, a vuestro encuentro, caen
sobre ustedes bastante seguido y bastante bien, al menos sobre
algunos de ustedes. Estas cosas con las que los bombardeo son
signos lingüísticos o no lingüísticos, palabras, frases, imágenes
sonoras y visuales, gestos, entonaciones y señas con las manos. En
nuestro cálculo, podemos contar con algunas probabilidades. A
partir de varios indicios, ustedes y yo nos formamos una cierta idea
esquemática del otro y de donde alcanzarlo. Sobre todo, contamos
con la potencia calculadora de la lengua, con su código y su juego,
con lo que regla su juego y juega con sus reglas. Contamos con lo
que destina al azar y, al mismo tiempo, reduce el azar. En francés la
expresión “destiner au hasard” [“destinar al azar”] puede tener dos
sintaxis y por lo tanto dos sentidos. Es entonces lo bastante
determinada e indeterminada como para dejar lugar al azar del que
habla en su trayecto, en su propia “yección” [“jet”]. Esto dependerá,
como suele decirse, del contexto, pero un contexto nunca está lo
suficientemente determinado como para impedir cualquier desvío
aleatorio. Para hablar como Epicuro o Lucrecio, siempre hay una
chance abierta para algún parenklisis o algún clinamen. “Destinar al
azar” puede significar “confiar”, “abandonar”, “entregar” de forma
decidida al azar mismo. Pero también puede significar destinar algo
de forma azarosa, sin querer, at random. En el primer caso, se
destina al azar sin azar; en el segundo, no se destina al azar, sino
que el azar interviene y desvía la destinación. Lo mismo sucede con
la expresión “croire au hasard”: creer al azar, puede significar que se
cree en la existencia del azar pero también que, sobre todo, no se
cree, puesto que a toda costa se busca y encuentra en él una
significación oculta.
Desde hace un momento les hablo del azar pero no hablo al azar.
Evaluando mis chances de alcanzarlos con mi palabra, les hablé
sobre todo de la palabra. Hablándoles de azar y de lenguaje creí
tener más chances de ser pertinente, es decir, de tocar mi tema y
tocarlos a ustedes. Esto supone muchos contratos y convenciones
entre nosotros, Lucrecio diría “federaciones”, implícitas o explícitas.
Por ejemplo, en este caso está estipulado que el inglés sea la
lengua dominante y todo lo que diga debe tratar de algo así como la
suerte, entre psicoanálisis y literatura, teniendo en cuenta los
trabajos anteriores, los míos entre otros. Y debo hablar poco más de
una hora.
Dentro de estos límites así asignados, lanzaré dos preguntas.
Estas dos preguntas que lanzo, imaginen que sean de golpe dos
dados. A posteriori [Après coup], una vez que hayan caído,
intentaremos ver, si aún queda algo por ver, cuál es la suma de
ambos: dicho de otra forma, lo que significa su constelación. Y si se
puede leer ahí mis chances, o las suyas.
I. Para introducir la caída
Primera pregunta, pregunta preliminar y como arrojada en el umbral:
¿Por qué este movimiento de arriba hacia abajo? ¿Por qué cuando
hablamos de suerte las palabras y los conceptos imponen primero
esta significación, esta dirección, este sentido, este movimiento
hacia abajo, se trate de yección o de caída? ¿Por qué este sentido y
esta dirección tienen una relación privilegiada con el no-sentido o la
insignificancia que se asocia frecuentemente con el azar? ¿Qué
tendrá que hacer este movimiento de descenso con la suerte o el
azar? ¿Qué tendrá que ver con ellos? (y justamente veremos que la
vista faltará en este lugar). ¿Se trata de suelo o de abismo? Como
ustedes sabrán, las palabras “chance” y “caso” descienden, por así
decirlo, de la misma filiación latina, de cadere, que aún resuena,
para indicar el sentido de la caída, en cadence [cadencia], choir
[caer], échoir [caer en suerte, caducar, acontecer], échéance
[caducidad, plazo, llegado el caso] y también en el “accidente” y el
“incidente”. Fuera de esta familia linguística, también es el caso del
Zufall o de la Zufälligkeit que significa azar en alemán, de zufallen
(échoir), de zufällig, lo accidental, lo fortuito, lo contingente, lo
ocasional (y la palabra ocasión pertenece a la misma descendencia
latina). Fall es el caso; Einfall, una idea que viene de pronto a la
mente, de manera aparentemente imprevisible. Ahora bien, diría que
lo imprevisible es precisamente el caso: lo que cae, no se lo ve de
antemano. Al venir de más alto que nosotros, lo que nos cae
encima, como el destino o el rayo, y sorprende nuestro rostro y
nuestras manos, ¿no es justamente lo que burla nuestra
anticipación? La anticipación (anticipare, ante-capere) prende y
comprende de antemano, no se deja sorprender, para ella no existe
la suerte. Ve venir al ob-jeto delante suyo, el objeto o el
Gegenstand, que en alemán filosófico estuvo precedido por el
Gegenwurf, en el que todavía se reconoce el movimiento de la
yección (werfen). El ob-jeto está en la mira o en mano, al alcance de
la vista o del intuitus, exponiéndose a la mano o al conceptus, al
begreifen o al Begriff.
Y cuando algo no nos cae encima “por azar”, como se dice o se
cree, uno también puede caer. Se puede caer bien o mal, pero
siempre por no haber previsto, por no haber visto de antemano o
ante sí. En este caso, cuando el que cae es el hombre o el sujeto, la
caída afecta a la posición erecta. Imprime a esta posición vertical la
desviación de un clinamen cuyos efectos suelen ser irresistibles.73
Por el momento conformémonos con insistir en esta ley o
coincidencia que asocia de modo extraño el azar o la chance con el
movimiento hacia abajo, la yección finita (que por lo tanto debe
terminar por caer), la caída, el incidente, el accidente o justamente
la coincidencia. Intentar pensar el azar, sería interesarse primero en
la experiencia (subrayo esta palabra) de lo que acaece
imprevisiblemente. Y algunos se inclinarán a pensar que la
imprevisibilidad condiciona la estructura misma del acontecimiento.
Un acontecimiento anticipable y, por tanto, aprehensible o
comprehensible, un acontecimiento sin encuentro absoluto, ¿es
acaso un acontecimiento en el sentido pleno de la palabra? Algunos
se inclinarían a decir que un acontecimiento digno de este nombre
no se anuncia. No se lo tiene que ver venir. Si lo que viene se
anticipa y, por consiguiente, se recorta en un horizonte, en
horizontal, no hay acontecimiento puro. Se dirá: no hay horizonte
para el acontecimiento o para el encuentro, solo imprevisión y en
vertical. La alteridad del otro, que no se reduce a la economía de
nuestro horizonte, siempre nos viene de más alto, es lo muy alto.
Esta experiencia singular nos pone en relación con lo que en
francés se dirá que tombe “bien” ou “mal” [que cae “bien” o “mal”] y,
por consiguiente, constituye una suerte. Según el contexto y en
muchos casos, esta suerte es una suerte afortunada. Expresión
pleonástica: tener suerte, to be lucky, significa tener buena suerte.
En otros casos, en los casos malos, la suerte es mala suerte. ¿Qué
chances hay de que yo pierda el juego o de que se utilice la bomba
de neutrones? La mala suerte es cuando no se tiene suerte, pero
también es un fenómeno de suerte o de azar, una infelicity como se
dice a menudo, de manera altamente significativa, en la teoría
austiniana de los speech acts para designar las desviaciones
accidentales o parasitarias en la producción de enunciados
performativos, promesas, órdenes o sermones (y justamente
contratos).
La mala suerte es méchance [falta de suerte o desgracia]. Parece
que el méchant [el malvado] tiene mala suerte, tiene “meschéance”,
antiguo vocablo francés que asocia la maldad con lo que cae mal. El
malvado méchoit [cae mal, fracasa], otra manera de decir que
déchoit [decae o degrada], primero en el sentido de una desgracia
accidental, luego –el sentido se desvía para desviar a su vez–, en el
sentido de lo que lo lleva a hacer las cosas mal.
Si insisto en la multiplicidad de lenguas y juego con esto no vean
aquí un ejercicio, una exhibición gratuita o fortuita. Lo que trato de
demostrar, de forma práctica y a medida que avanzo en mi discurrir,
de digresión en desviación, es un cierto entrelazamiento entre la
necesidad y el azar, entre el azar significante y el azar insignificante:
un maridaje, como se diría en griego, de Ananké, de Tukhè y de
Automatia.
En todos los casos, la incidencia se deja ver en el sistema de una
coincidencia, aquello mismo que cae, bien o mal, con otra cosa, al
mismo tiempo o en el mismo lugar que otra cosa. Este también es el
sentido de symptôma en griego que, en primer lugar, significa el
hundimiento, el derrumbe, después, la coincidencia, el
acontecimiento fortuito, el encuentro, luego, el acontecimiento
desafortunado y, finalmente, el síntoma como signo, por ejemplo,
clínico. Dicho sea de paso, la clínica nombra todo el espacio de la
posición acostada o encamada, la de la enfermedad por excelencia.
Al mismo registro semántico pertenece la idea de lo que ha caído
en reparto [échu en partage*], el hado, la lotería de lo que es
atribuido, distribuido, dispensado, enviado (geschickt) por los dioses
o el destino (moira, nemein, nomos, Schicksal), la palabra fatal o
fabuladora, el azar hereditario, el juego de los cromosomas, como si
este don y estos datos obedecieran, bien o mal, a la orden de una
yección, de arriba hacia abajo. Siempre se trata de una lógica y una
tópica del envío. El destino, la destinación: envíos cuya proyección o
trayectoria descendientes pueden ser perturbadas, lo que en este
caso significa interrumpidas o desviadas. En el mismo registro se
encuentra, (¿pero se puede hablar en este caso de hallazgo o de
encuentro fortuito?) tanto la imprevisible e inexplicable caída en el
pecado original o, según cierta mitología narrada en el Fedro de
Platón, la caída diseminante del alma en un cuerpo, como el lapsus
(palabra que quiere decir caída, como ustedes saben) que se hace
síntoma para la interpretación psicoanalítica, cuando revela su
destinación inconsciente y manifiesta así su verdad.
Aquí volvemos a caer necesariamente en Demócrito, Epicuro y
Lucrecio. En el transcurso de su caída al vacío, los átomos son
arrastrados por una desviación suplementaria, por ese parenklisis o
ese clinamen que al agravar una primera separación producen “la
concentración de materia (systrophè) que da origen a los mundos y
a las cosas que contienen” (J. y M. Bollack, H. Wismann, La lettre
d’Épicure, París, Minuit, 1974, p. 182-183). El clinamen desvía de la
simple verticalidad y lo hace, dice Lucrecio, “en un tiempo
indeterminado” y “en lugares indeterminados” (incerto tempore…
incertis locis, De natura rerum, 2., p. 218-219).*
Sin esta declinación, “la naturaleza no produciría nada nunca” (2.,
p. 224) [Cf., p. 185]. Sólo esta desviación puede desviar una
destinación imperturbable y un orden inflexible. Una errancia tal (que
en otros lados he llamado “destinerrancia”) puede contravenir
[convenir] a las leyes del destino, a las convenciones o a los
contratos, a los acuerdos del fatum (fati foedera, 2., p. 254) [Cf., pp.
186-187]. Insisto en la palabra contrato por razones que se verán
más tarde. Permítanme aquí una breve digresión hacia un problema
filológico clásico. Se trata de la lectura indeterminada de la palabra
voluptas o voluntas (2., p. 257) [p. 187]: la simple diferencia de una
letra introduce un clinamen ahí donde justamente Lucrecio está
explicando por qué el clinamen es la condición de la libertad, de la
voluntad o de la voluptuosidad así enlazada al destino (fatis avolsa).
En cualquier caso, el contexto no deja ninguna duda sobre el vínculo
entre clinamen, libertad y placer. El clinamen del principio elemental,
a saber el átomo, la ley del átomo, sería el principio del placer. El
clinamen introduciría el juego de la necesidad y del azar en lo que
anacrónicamente llamaríamos el determinismo del universo. Sin
embargo, no implica una voluntad consciente aunque, para algunos,
este principio de indeterminismo vuelve concebible la libertad
consciente del hombre.
Cuando hago aparecer aquí los nombres de Epicuro y de
Lucrecio, es una especie de systrophè en mi discurso. Para Epicuro,
la condensación o el espesor, el relieve sistrófico, es ante todo este
enredo retorcido, esta torcedura concentrada de átomos (masa,
enjambre, remolino, aguacero, tropa) que produce la semilla de las
cosas, los spermata, la multiplicidad seminal (inseminal o diseminal).
Varios elementos vienen a reunirse arremolinándose en la systrophè
que les traigo. Lo hacen por vueltas y dando varias vueltas.
¿Cuáles? ¿Por qué razones diversas y entrecruzadas habré
provocado yo esta tromba epicúrea? Al menos tres.
1. Los elementos atómicos, los cuerpos que caen en el vacío,
suelen estar definidos, especialmente por Lucrecio, como letras
(littera). Y en su systrophè son semillas (spermata, semina). El
elemento indivisible, el atomos de esta diseminación literal
producida por el suplemento de desviación, es el stoikheion, palabra
que designa también la cosa gráfica, la marca, la letra, el trazo o el
punto. Y esta teoría de la diseminación literal también es un discurso
sobre los incidentes y los accidentes en tanto síntomas, hasta
“síntomas del alma”, entre otros. Se puede hablar de estos síntomas
psíquicos (peri ten psukhen ta sumptômata) y es para dar cuenta de
esta posibilidad que Epicuro rechaza [rejette] las teorías del alma
“incorpórea” (Epístola a Heródoto, 67, p. 8-12)*.
2. En el movimiento principial de las semillas literales, ¿se debe
interpretar la verticalidad como una caída, como el desplazamiento
desde arriba hacia abajo en lo que tiene que ver con el hombre o un
ser finito, justamente con su visión y en su horizonte? Epicuro
parece negarlo: “En el infinito –dice él– no cabe referirse a un
espacio de arriba o a otro de abajo: sabemos con certeza que lo que
está situado por encima de nuestra cabeza, al ser susceptible de
prolongación desde el punto en que nos encontremos hasta el
infinito, jamás se nos mostrará…”. “El universo es infinito tanto en el
número de cuerpos como en la magnitud del vacío” (según
Diógenes Laercio).* Tengamos presente al menos esto: el sentido
de la caída en general (síntoma, lapsus, incidente, accidentalidad,
cadencia, coincidencia, caducidad, chance, buena suerte y mala
suerte) no es pensable sino en la situación, los lugares o el espacio
de la finitud, en la relación múltiple con la multiplicidad de
elementos, letras o semillas.
Una violentísima condensación podría precipitar esta
interpretación epicúrea de la dispersión diseminante hacia la
analítica heideggeriana del Dasein. Este acercamiento
aparentemente fortuito, esta precipitación sistrófica sería tanto más
necesaria cuanto que el Dasein, como tal, no se reduce a los
caracteres corrientes y metafísicos de la existencia o la experiencia
humana (las del hombre como sujeto, alma o cuerpo, yo,
consciencia o inconsciente). En el caso del Dasein, Heidegger
analiza la finitud del ser-arrojado (“Geworfenheit, thrownness into
existence, into the “there”, into a world, into uncanniness, into the
possibility of death, into the “nothing, the thrown Being-with-one-
another”).** Esta Geworfenheit, este estar-arrojado, no es cualquier
carácter empírico y se relaciona esencialmente con la dispersión y la
diseminación (Zerstreuung) como estructura del Dasein.
Originariamente arrojado (geworfene), el Dasein no solamente es un
ente finito (intuitus derivativus de Kant) que, en tanto sujeto, estaría
pasivamente sujeto a los objetos que no crea y que están como
arrojados delante suyo a su encuentro. Ni subjectum, ni objectum, él
mismo está arrojado, entregado originariamente a la caída y a la
decadencia, podríamos decir a la chance (Verfallen). Las chances
del Dasein, son asimismo y sobre todo sus caídas. Y son siempre
las mías, mis chances, cada vez relacionadas con una relación a sí
mismo, a una Jemeinigkeit, mineness (in each case mine [ser cada
vez mío]) que no es una relación con el ego, el yo (Ich). Sin duda
Heidegger lo precisa (Sein und Zeit, § 38): la decadencia
(Verfallenheit) del Dasein no debe interpretarse como la “caída”
(Fall) fuera de un estado original más puro y más elevado. No se
trata probablemente aquí de una “corrupción de la naturaleza
humana”. Pero estamos más que sorprendidos por ciertas analogías
con este discurso. Especialmente porque Heidegger no dice nada
de Demócrito: solo hace una breve alusión a la relación Galileo-
Demócrito en Die Frage nach dem Ding (1935/1962, p. 61-62)* y,
aún más interesante para nosotros, a “Demócrito y Platón” (p. 162)
[p. 256] y al rythmos, en Vom Wesen und Begriff der Physis
(Wegmarken, p. 338)**; que yo sepa solo cita una vez a Epicuro, su
Lathé biôsas [“vive en lo oculto”] que interpreta en Aletheia
(1943).*** Aquí nos limitaremos a esto. Aunque estas afinidades
sean puramente lexicales y aparentemente fortuitas, ¿deberíamos
considerarlas como insignificantes, accidentales o, por eso mismo,
como síntomas? ¿Es insignificante que, a propósito de la
decadencia en la inautenticidad (Uneigentlichkeit), Heidegger aísle
tres estructuras o tres tipos de movimientos, a saber: la suspensión
en el vacío (“den Modus eines bodenlosen Schwebens”*), la caída
como catástrofe (Absturz, traducido en inglés como “downward
plunge”: “Wir nennen diese ‘bewegtheit’ des Daseins in seinem
eigenen Sein den Absturz”**) y el torbellino (“die Bewegtheit des
Verfallens als Wirbel”, en inglés “turbulence”, § 38, Falling and
thrownness, Das Verfallen und die Geworfenheit [La caída y la
condición de arrojado]?
Esta sería una razón para introducir aquí, ciertamente de modo
demasiado esquemático, la analítica de Heidegger. El otro motivo
tiene que ver con el lugar que hay que atribuirle a Heidegger en la
teoría lacaniana. Este es un punto que también sostuve en mi
interpretación del Seminario de Lacan sobre La carta robada de
Poe.*** Todo esto pertenece a la historia y al contrato de nuestro
encuentro, seguramente la desviación de otra systrophè nos traerá
de vuelta aquí.
3. A pesar de la diferencia o del desplazamiento del contexto, la
indivisibilidad de las letras tiene un papel decisivo en el debate en el
que se reúnen actualmente, a mi entender, las apuestas más
importantes para una problemática psicoanalítica del determinismo,
la necesidad o la chance, la escritura, el significante, la letra, el
simulacro, la ficción o la literatura. Debo referirme aquí a lo que
llamé en “El cartero de la verdad”, para cuestionarla, la “atomística”
de la letra/carta [lettre]**** en la que Lacan sustenta toda la
interpretación de La carta robada, de su retorno circular e
ineluctablemente predeterminado al punto de partida a través de
todos los incidentes aparentemente aleatorios. La letra/carta, dice
Lacan, no soporta en absoluto la partición. Intenté demostrar que
este axioma era dogmático e inseparable de toda una filosofía del
psicoanálisis. Y esta filosofía es lo que finalmente hace posible toda
la interpretación analítica y garantiza además su poder
hermenéutico por sobre la escritura llamada literaria. Ahora bien,
este poder es asimismo un im-poder y un desconocimiento. Sin
volver a un debate ya publicado, diré en una palabra hacia qué cosa
se inclinaría mi presente discurso: no es a la indivisibilidad sino a
una cierta divisibilidad o diferencia interna del elemento llamado
último (stoikheion, trazo, letra, marca seminal) que reconduce el
fenómeno de la suerte, como también el de la ficción literaria, para
no hablar de lo que llamo la escritura o la huella en general. A este
elemento –que justamente ya no es más elemental e indivisible–
prefiero llamarlo marca por razones que expliqué en otro lado y
sobre las cuales volveré nuevamente.
Se trata entonces de una desviación del atomismo o incluso de un
antiatomismo. ¿Por qué la doctrina epicúrea escapa al clinamen, a
este clinamen cuya doctrina –propiamente epicúrea– habría hecho
desviar, según Marx, la tradición de Demócrito?* ¿Por qué no
hacerle padecer un clinamen al nombre de Epicuro, en su propio
nombre?
Si titulo a este discurso Mis chances, es para hablarles de éstas.
Mis chances se conocen bien, en ellas se resume la experiencia de
“mi” trabajo, de “mi” enseñanza y de “mis” textos. Según la lengua
francesa, avoir de la chance [tener suerte] es caer seguido en lo que
se precisa o caer como es preciso, caer bien, encontrar por azar,
hacer un buen encuentro, en la irresponsabilidad del hallazgo. “El
cartero de la verdad”, por ejemplo, comienza repitiendo, al menos
tres veces, la expresión “si ça se trouve” [si se encuentra]. Lo que en
francés vulgar significa “si par hasard...” [“si por casualidad”], “si par
chance...” [“si por suerte”]. Llegó entonces el momento de
presentarles, como por azar, junto con mis chances, esto sobre lo
que acabo de caer.
Primera chance: The murders in the Rue Morgue [Los crímenes
de la calle Morgue] que también puede leerse como un prefacio a
The purloined Letter [La carta robada].** Cuando el narrador
presenta a Dupin, enseguida se impone la referencia a Epicuro y
sus teorías. ¿Es por azar? ¿Es insignificante? Dupin le recuerda al
narrador cómo fue arrojado, usa esta misma palabra (“a
fruiterer...thrust you” [un frutero…le empaló a usted]) sobre un
montón de adoquines, cómo “stepped upon stepped upon a loose
fragment, slipped, slightly strained [his] ankles”.* Agrega: “You kept
your eyes upon the ground - glancing, with a petulant expression, at
the hales and ruts in the pavement (so that I saw you were still
thinking of the blocks), until we reached the little alley [...] which has
been paved, by way of experiment, with the overlapping and riveted
stones. Here your countenance brightened up, and, perceiving your
lips move, I could not doubt that you murmured the word
'stereotomy' [ciencia del corte o de la división], a term very affectedly
applied to this species of pavement. I knew that you could not say to
yourself 'stereotomy ' without being brought to think of atomies, and
thus of the theories of Epicurus; and since, when we discussed this
subject not very long ago, I mentioned to you how singularly yet with
how little notice, the vague guesses of that noble Greek had met with
confirmation [...]”.** Hago un corte aquí para sugerir que las últimas
confirmaciones a las que da lugar la ciencia antigua bien podrían
ser, como dice Dupin, junto con “the late nebular cosmogony”,
[“reciente cosmogonía de las nebulosas” (Ibíd., p. 349)], junto con la
física, la genética, el psicoanálisis, el pensamiento de la escritura o
de la literatura. Aunque no puedo entrar aquí en una interpretación
del texto de Poe, insisto en un elemento de estructura que considero
importante. La referencia al atomismo y al nombre de Epicuro no es
más que un átomo minúsculo, un detalle del texto, un incidente, un
rasgo literal en la serie que, sin embargo, parece dar a leer. Pero
este incidente se inscribe allí de forma significante. El propio
narrador cuenta como Dupin, “a Bi-Part Soul”, “a double Dupin – the
creative and the resolvent” [“alma doble”, “un doble Dupin: el creador
y el analista” (Ibíd., p. 347)], le adivina a él, al narrador, sus propios
pensamientos. Y cómo, allí donde el narrador cree que el otro
adivina su alma, en verdad no hace más que analizar síntomas y
decir “peri ten psukhen ta sumptômata”, para citar otra vez la carta
de Epicuro a Heródoto. En lugar de adivinar –por suerte, intuición o
azar–, calcula con los accidentes en una historia de caída y
sintomatiza la contingencia. Como recordarán, Dupin y el narrador
erran sin rumbo, deambulan al azar. De pronto, Dupin prosigue con
su discurso la ensoñación interior y silenciosa del narrador, como si
hubiera habido transmisión de pensamiento o telepatía. Ahora bien,
el analista Dupin explica cómo calculó en lugar de adivinar. Calculó,
desde luego, pero calculó con incidentes aparentemente azarosos y
muy pequeños, minúsculos, partículas cuasi-atómicas que,
curiosamente, están esencialmente relacionadas con el movimiento
de yección y con el trayecto de la caída. Son casos que Dupin
interpreta como síntomas. El narrador pregunta: “‘How is it possible
you should know I was thinking of …?’ Here I paused, to ascertain
beyond a doubt whether he really knew of whom I thought”.*
Baudelaire traduce cada vez to know, con o sin razón, como
“deviner” [“adivinar”]. Un poco más adelante, el narrador pregunta:
“‘Tell me, for Heaven’s sake’, I exclaimed, ‘the method –if method
there is– by which you have been enabled to fathom my soul in this
matter’”** (“dans le cas actuel”, [“en el caso actual”], traduce
Baudelaire). Si tuviéramos tiempo de reconstituir los granos más
minúsculos del cálculo sistrófico y analítico que Dupin expone
entonces en su respuesta, volveríamos a encontrar lo “pequeño”, la
“yección”, la “caída”. Se trata de la “diminutive figure” [“pequeña
estatura” (p. 347)] de un muchacho que lo volvía “unfitted for
tragedy” [“le veda los papeles trágicos” (p. 347)]. Se trata de un
hombre que se arrojó sobre el narrador (“The man who ran up
against you...” [“El hombre que tropezó con usted” (p. 348)]) y a su
vez arroja a éste a un montón de adoquines que hacen pensar en la
estereotomía. “The larger links of the chain run thus –Chantilly,
Orion, Dr. Nichols, Epicurus, Stereotomy, the street stones, the
fruiterer” [“Los eslabones principales de la cadena son los
siguientes: Chantilly, Orión, el doctor Nichols, Epicuro, la
estereotomía, el pavimento, el frutero” (Ibíd, p. 348)]. El nombre de
Epicuro no es más que un eslabón de la cadena, incluso si su teoría
parece dirigir secretamente todo el desarrollo del análisis
sintomático. Y digo precisamente “análisis”: solución, resolución
que, siguiendo un camino regresivo hacia las partículas
elementales, desanuda los detalles aislados o los incidentes. Dupin
no solo se presenta como un analista “resolvent”, sino como ese tipo
de analista para quien, según la traducción un tanto desviada pero
fiel de Baudelaire, “tout est symptôme, diagnostic” [“todo es síntoma,
diagnóstico”]. Esto es lo que Baudelaire así traduce: “all afford, to his
apparently intuitive perception, indications of the true state of affairs”
[“todo ello proporciona a su percepción, aparentemente intuitiva,
indicaciones sobre la realidad del juego” (p. 344)]. Dupin ejerce por
excelencia su “analytical power” [“poder analítico” (p. 344)], su
“calculating power” [“facultad del cálculo” (p. 343)] en situaciones de
juego ya que “it is in matter beyond the limits of mere rule that the
skill of the analyst is evinced” [“se manifiesta en cuestiones que
exceden los límites de las meras reglas” (p. 343)]. En estos casos,
su lucidez no es solo matemática, sino que desenmascara los
pensamientos del otro. El narrrador lo nota en la situación
visiblemente transferencial (salvo que sea contratransferencial) en la
que se desplaza su relato: Dupin "examines the countenance of his
partner [ ... ] considers the modes of assorting the cards [ ... ]
counting trump by trump, and honor by honor, through the glances
bestowed by their holders upon each. He notes every variation of
face as the play progresses, gathering a fund of thought from the
differences in the expression [ ... ]. He recognizes what is played
through feint, by the manner in which it is thrown [yo subrayo] upon
the table".* Es, pues, un experto en el juego que consiste en arrojar
o caer: “A casual or inadvertent word; the accidental dropping or
turning of a card with the accompanying anxiety or carelessness in
regard to its concealment, the counting of the tricks, with the order of
their arrangements [...] all afford, to his apparently intuitive
perception, indications of the true state of affairs”**: “tout est pour lui
symptôme, diagnostic” [“todo es para él síntoma, diagnóstico”],
traduce Baudelaire. Y esto no le impide al narrador decir de este
Dupin atomista: “There was not a particle of charlatanerie about
Dupin” [“en quien no había la menor partícula de charlatanerie” (p.
348)], lo que Baudelaire traduce “Il n’y avait pas un atome de
charlatanerie dans mon ami Dupin” [“No había un átomo de
charlatanería en mi amigo Dupin”]. Este atomista desprovisto del
mínimo átomo de charlatanería dirá luego al sujeto narrador: “I knew
that you could not say to yourself ‘stereotomy’ without being brought
to think of atomies, and thus to the theories of Epicurus”.*
Segunda chance. No tendré tiempo de presentar todas mis
chances. No tengo suerte [Pas de chance]** aunque también es el
cálculo de un cierto “no tengo suerte” lo que me hace caer así en los
pasajes providencialmente necesarios de Poe o de Baudelaire. Mala
suerte es “no tengo suerte”. Todas las notas de Baudelaire sobre
Poe, su vida y sus obras, comienzan con una reflexión sobre la
escritura del “no tengo suerte”: “Il existe des destinées fatales; il
existe dans la littérature de chaque pays des hommes qui portent le
mot guignon écrit en caractères mystérieux dans les plis sinueux de
leurs fronts. Il y a quelque temps, on amenait devant les tribunaux
un malheureux qui avait sur le front un tatouage singulier : pas de
chance. Il portait ainsi partout avec lui l’étiquette de sa vie, comme
un livre son titre, et l’interrogatoire prouva que son existence s’était
conformée a cet écriteau. Dans l’histoire littéraire, il y a des fortunes
analogues [...]. Y a-t-il donc une Providence diabolique qui prépare
le malheur dès le berceau ? Tel homme, dont le talent sombre et
désolé nous fait peur, a été jeté [subrayo] avec préméditation dans
un milieu qui lui était hostile”.* Cuatro años más tarde, Baudelaire
escribe otra introducción a Poe. Allí se encuentra el mismo tatuaje
“¡no tengo suerte!”, y la Providencia que “arroja” [“jette”] naturalezas
angélicas hacia abajo. Y buscan protegerse en vano, por ejemplo,
cerrando todas las salidas, ¡“acolchando todas las ventanas contra
los proyectiles del azar”! Pero “el Diablo entrará por una cerradura”.
Proyectiles del azar: no es solo la proyección, la yección, el
lanzamiento, sino el envío, todos los envíos del mundo. Y con el
envío, el reenvío, el relanzamiento. Uno “relanza” en el póker,
aumentando la apuesta. Se relanza cuando se sabe jugar con lo que
cae para relanzarlo de nuevo hacia arriba, diferir su caída y, en sus
altos y bajos, cruzar la incidencia de otros cuerpos: arte de la
coincidencia y simulacros de átomos, arte del malabarista. El de Poe
según Baudelaire. Poe iría incluso más allá del malabarismo, pero
Baudelaire también usa esta palabra para aplicarla, dice, “al noble
poeta casi como un elogio”.* Este “casi” es muy sutil, pero
necesario: el malabarismo solo, sería demasiada destreza para el
arte de la coincidencia que debe permanecer unheimlich, uncanny.
De este noble poeta que lanza y relanza, Baudelaire dice varias
veces que “se arroja” [“se jette”] (por ejemplo a lo “grotesco” o lo
“horrible” [p. 77]), que “lanza un desafío a las dificultades” [p. 78] o
sobre todo que “desde niño es arrojado [jeté] a los azares de la vida
libre”.
He citado mis chances en lo que respecta al “no tengo suerte”
[pas de chance] de Poe porque aquí tenemos un prefacio o un
posfacio a “El cartero de la verdad”, al pensamiento del envío que se
relanza aquí, al azar de los envíos y por los envíos del azar. Acaso
pensarán que hago malabares. Cuando las chances se multiplican
con regularidad, cuando demasiados golpes de dados vienen a caer
bien, ¿acaso esto no es abolir el azar?** Se podría demostrar que
no hay nada azaroso en los encadenamientos de mis hallazgos. Se
impone un programa implacable a través de la necesidad contextual
de recortar secuencias sólidas (estereotomía), de cruzar y ajustar
subconjuntos, de mezclar voces y nombres propios, de acelerar un
ritmo, lo que solo da la sensación de azar a quien no conoce la
prescripción, y este también es mi caso.
II. De la ascendencia “literaria”
Si con Demócrito, “qui genuit” Epicuro (vía su discípulo Nausífanes)
“qui genuit” Lucrecio, también la literatura acude al encuentro ¿es
por azar? Esta es la segunda pregunta que hace un momento decía
querer lanzar. Esto nos trae de vuelta a Freud, suponiendo que lo
hayamos dejado. Cuando sus escritos se preguntan por la suerte,
giran cada vez en torno al nombre propio, el número y la letra. Y se
encuentran casi fatalmente con la literatura, un cierto tipo de
literatura que siempre los relanza y marca sus límites. ¿Por qué?
Uno puede preguntarse primero qué tienen en común estos
elementos, estas stoikheia que son la letra o el trazo, el número y el
nombre propio para que se encuentren asociados así en una misma
serie y tengan una relación análoga con la suerte. Diría que lo que
tienen en común es su insignificancia marcante. Una insignificancia
que marca, una insignificancia de la marca; está marcada pero
sobre todo es remarcable. Esta insignificancia remarcable los
destina, los hace entrar en el juego de la destinación e imprime en
ellos la desviación posible de un clinamen. Lo que llamo aquí
insignificancia es esta estructura que hace que, por sí misma, una
marca no esté necesariamente vinculada, ni siquiera bajo la forma
del reenvío, a un sentido o a una cosa. Esto sucede, por ejemplo,
con el nombre propio. No tiene ningún sentido en sí mismo, al
menos como nombre propio. No hace referencia a alguien, no lo
designa, sino en un contexto dado, por ejemplo (solo por ejemplo)
en razón de una convención arbitraria. El nombre francés Pierre no
tiene ningún sentido en sí mismo, es intraducible, y si en mi lengua
es homónimo de un nombre común que no solo tiene un referente
posible sino una significación estable (la pierre [la piedra] que se
puede cortar para hacer adoquines), esto puede dar lugar a
confusión, contaminación, lapsus o síntoma, puede hacer caer todo
pero dejando las dos funciones “normales” de la marca sin contacto
entre ellas. El nombre propio Pierre es insignificante porque no
nombra a través de un concepto. Siempre vale para uno solo y la
multiplicidad de los Pierre en el mundo no tiene relación alguna con
la multiplicidad de piedras que forman una clase y poseen
suficientes rasgos comunes como para dar lugar a una significación
conceptual o a una generalidad semántica. Esto también es
evidente en cuanto a la relación entre una cifra y un número pero
también a la relación entre un número y una cosa numerada. Entre
el sentido del número 7 y las cifras 7 (número árabe o romano, las
palabras siete, seven, sieben) no existe ningún vínculo natural y
necesario, intrínseco. Ningún vínculo natural, para usar la
terminología saussuriana, entre significado y significante. Y tampoco
entre el significado (el significado general 7, el número 7) y todas las
cosas (piedras, caballos, manzanas, estrellas o almas, hombres o
mujeres) que pueden verse vinculadas por grupos de 7. Lo mismo
se puede decir, mutatis mutandis, de todas las marcas gráficas, de
todos los rasgos en general, fónicos o no, lingüísticos o no. Pero he
aquí la paradoja, que debo enunciar en su más pobre generalidad:
para ser una marca y marcar su efecto de marca, una marca debe
poder ser identificada, reconocida como la misma, ser precisamente
remarcable de un contexto a otro. Debe poder repetirse, remarcarse
en su rasgo esencial como la misma: de ahí la aparente solidez de
su estructura, de su tipo, su estereotopía. Y esto es lo que incita a
hablar aquí de átomo, dado que relaciona la indestructibilidad con la
indivisibilidad. Pero no es tan simple. La identidad de una marca es
también su diferencia y su relación siempre diferencial, según los
contextos, con la red de otras marcas. La iterabilidad ideal que
forma la estructura de toda marca es lo que probablemente le
permite sustraerse de un contexto, emanciparse de todo vínculo
determinado con su origen, su sentido o referente, emigrar para
interpretar otro rol en otro lado, total o parcialmente. Digo “total o
parcialmente” ya que por esta insignificancia esencial, la idealidad o
la identidad ideal de cada marca (que no es más que una función
diferencial sin sustrato ontológico) puede seguir dividiéndose, dando
lugar a otras identidades ideales en proliferación. Esta iterabilidad es
lo que hace entonces que una marca valga más de una vez. Es más
de una. Se multiplica y se divide interiormente. Esto imprime a su
propio movimiento un poder de desviación. Existe un principio de
indeterminación en la destinación (Bestimmung), de suerte, de azar
o de destinerrancia. Ninguna destinación [pas de destination]
asegurada: justamente porque hay marca y nombre propio, dicho de
otro modo, hay insignificancia.
Si digo marca o huella en lugar de significante, letra o palabra, si
relaciono esto con el stoikheion de Demócrito o Epicuro en su
máxima generalidad, es por dos razones. Primero, esta generalidad
extiende la marca más allá del signo verbal e incluso del lenguaje
humano. Por eso no sé si hablar de la “arbitrariedad del signo”,
como Hegel y Saussure. Y, por mi parte, quería distanciarme, en
esta referencia precisa, del atomismo estricto, de la interpretación
atomística del stoikheion. Mi clinamen, mi suerte o mis chances,
esto es lo que me inclina a pensar el clinamen desde la divisibilidad
de la marca.
Vuelvo a la literatura, a la obra de arte, a la obra en general, a lo
que así se denomina en nuestra cultura tradicional. Obviamente, no
hay obra sin marca. Pero puesto que cada obra es de alguna
manera absolutamente singular, no puede más que llevar y conllevar
nombres propios. Y esto en su propia iterabilidad. De ahí, quizá, la
forma general del privilegio que tiene, para nosotros, en nuestra
experiencia, como lugar del azar y de la suerte. La obra nos incita a
pensar el acontecimiento. Nos desafía a comprender la chance y el
azar, a tenerlos en vista y a mano, a inscribirlos en un horizonte de
anticipación. Y son obras al menos en este sentido, desafiando
cualquier programa de recepción, se hacen acontecimiento. Las
obras nos caen encima, expresan o desvelan lo que acae
cayéndonos encima. Y nos dominan en tanto que se explican con lo
que cae desde lo alto. La obra es vertical y ligeramente inclinada.
Freud solía decir que los poetas y los artistas, aún cuando intentaba
someter sus vidas y su obra al horizonte del saber psicoanalítico,
acostarlos en la horizontalidad de la clínica, siempre habían
anticipado y desbordado el discurso psicoanalítico. En términos ya
sea de filiación como de autoridad, existiría una especie de
ascendente de la literatura. Un poco como en una casa, una familia
o un linaje. ¿De qué se trata exactamente en este juego de títulos?
Ahora voy a probar mis chances en el texto de Freud. Como
podrán sospechar, voy a proceder un poco al azar, sin horizonte,
como si tuviera los ojos cerrados.
Tercera chance. Caigo primero, al azar, en un ejemplo. Por
definición, solo hay ejemplos en este ámbito. Freud intenta
comprender el olvido de un nombre propio. Quiere así, en su
comprender, borrar cualquier apariencia de azar en la relación entre
dicho nombre propio y su olvido. ¿De qué nombre propio se trata?
Como por azar, el de un discípulo de Epicuro. Me refiero al tercer
capítulo de la Psicopatología de la vida cotidiana, “Olvido de
nombres y de frases”*: “Aquí otro ejemplo de olvido de nombre [el
precedente tenía que ver con la sustitución de los nombres de
Nietzsche y Wilde, entre otros, por el de Jung, que una dama no
lograba recordar, asociando Wilde y Nietzsche con la idea de
“enfermedad mental” [p. 33]): “Ustedes, los freudianos, andarán
tanto buscando las causas de las enfermedades mentales que se
volverán enfermos mentales (geisteskrank)” [p. 33]. Pues: “No
puedo tolerar a Wilde y Nietzsche. No los comprendo. Me entero de
que ambos eran homosexuales” [p. 33]. Nietzsche es también un
nombre que Freud hubiera preferido olvidar. Y por momentos lo hizo
y hasta lo admitió. En nombre de Nietzsche, habría mucho para
decir aquí sobre el azar y el caos] esclarecido por el propio
olvidadizo: ‘Dando yo examen de filosofía como materia
complementaria, el examinador me inquirió acerca de la doctrina de
Epicuro, y me preguntó luego si sabía quién la había retomado en
siglos posteriores. Respondí con el nombre de Pierre Gassendi, a
quien dos días antes había oído nombrar en el café como discípulo
de Epicuro. Asombrado el profesor, me preguntó de dónde lo sabía,
y yo di la atrevida respuesta de que hacía tiempo me interesaba por
Gassendi. El resultado fue un diploma magna cum laude, pero,
desdichadamente, también una pertinaz inclinación a olvidar en lo
sucesivo el nombre de Gassendi. Creo que mi mala conciencia es
culpable de que yo no pueda retener ese nombre a pesar de mis
empeños. Es que tampoco entonces habría debido saberlo’” [p. 34].
Ahora bien, prosigue Freud, para comprender esto se debe saber
cuánto aprecia él su título de doctor (Freud no dice: como yo al título
de profesor) “y de cuántas otras cosas tiene este que servirle como
sustituto” [ídem.].
Aquel que olvidó el nombre propio del discípulo de Epicuro es
alguien que hace referencia al momento en que él mismo era un
discípulo, un estudiante compareciendo delante de sus maestros
durante un examen. Freud no tiene más que citar, reproduce la
interpretación de este discípulo, que olvida el nombre de un
discípulo, identificándose lisa y llanamente, sin tomar la más mínima
iniciativa en la interpretación, con este discípulo que explica por qué
no olvida por azar el nombre de un discípulo de Epicuro.
Exagerando apenas, parecería que Freud identifica y, a la vez,
transfiere un síntoma que se denominaría: el discípulo de Epicuro y
el olvido de su nombre. Dejo que sigan ustedes. Pero nunca olviden
esto: la tradición de Demócrito, en la cual se inscribe el nombre de
Epicuro y de sus discípulos, estuvo sometida desde su origen y, en
primer lugar, por la autoridad violenta de Platón, a una potente
represión a lo largo de toda la historia de la cultura occidental. Ahora
se puede seguir esta sintomatología, empezando por la borradura
del nombre de Demócrito en los escritos de Platón, aun cuando
Platón conocía perfectamente su doctrina. Probablemente temía que
se sacaran conclusiones en cuanto a la proximidad, incluso la
filiación, con algunos de sus filosofemas. También los dejo que sigan
esta pista.
Acabo de nombrar a Demócrito cuando no hice más que hablar de
sus discípulos y los discípulos de los discípulos, Epicuro, Lucrecio,
Gassendi. No obstante, cuarta chance, he aquí al maestro en
persona en el texto de Freud, Demócrito el padre, Demócrito el
analista y el descifrador de síntomas. Esta no es la única razón por
la cual voy a citar este pasaje, al final del capítulo IX de la
Psicopatología (“Acciones casuales y sintomáticas” [pp. 188-211]).
En este mismo pasaje, ¿es por azar?, Freud recuerda también el
privilegio de la literatura y la prioridad del poeta quien ya dijo todo lo
que el psicoanalista querría decir. Éste no puede, entonces, más
que repetir y endeudarse en una filiación. Y, en particular, a
propósito [sujet] del desciframiento sintomático de los accidentes
aparentemente insignificantes. El precursor absoluto, el abuelo, es
en este caso el autor de Tristram Shandy. Cito entonces a Freud que
cita a algún otro que cita a Laurence Sterne (Freud agrega este
párrafo y esta cita, como reparando un olvido, en la edición de
1920): “También en el campo de las acciones sintomáticas debe la
observación analítica ceder la prioridad a los poetas (Dichter). No le
queda más que repetir lo que ellos han dicho de antiguo. El señor
Wilhelm Stross me ha señalado el siguiente pasaje de la famosa
novela humorística Tristram Shandy, de Laurence Sterne (volumen
VI, capítulo 5): ‘…y de ningún modo me maravilla que Gregorio
Nacianceno, cuando percibió en Juliano los gestos ligeros y
volubles, predijera que llegaría a ser un apóstata. –O que San
Ambrosio echara a su amanuense por causa de un movimiento
indecente que este hacía con la cabeza, que se le iba de un lado al
otro como látigo de trillar. –O que Demócrito notara enseguida que
Protágoras era un sabio viendo que, al liar un haz de leña, ponía en
el medio las ramitas más delgadas. –Hay miles de inadvertidas
aberturas, prosiguió mi padre, a través de las cuales un ojo agudo
puede descubrir de un golpe el alma; y yo afirmo, continuó diciendo,
que un hombre razonable no puede quitarse el sombrero cuando
entra en una habitación, ni ponérselo cuando sale, sin que algo se le
escape que lo delate’” [Ibíd., pp. 208-209].
No se les habrá escapado la descendencia en esta seguidilla de
citas que se remontan a Demócrito. Freud reconoce la deuda del
psicoanalista y esto también es una filiación. Una filiación ejemplar,
que compromete a Freud con Stern, citado por Stross que a su vez
cita las palabras de un padre en Tristram Shandy. Es un padre el
que habla, al que hace hablar, por boca de su hijo, de las miles de
inadvertidas aberturas [Ibíd., p. 209] (“a thousand unnoticed
openings, continued my father, which let a penetrating eye (ein
scharfes Auge) at once into a man’s soul” [“Hay miles de
inadvertidas aberturas, prosiguió mi padre, a través de las cuales un
ojo agudo puede descubrir de un golpe el alma” [Ibíd., p. 209]). Y
por la boca de su hijo, y por la del poeta, este padre habrá citado a
su vez al ancestro de los ancestros en la materia, a saber,
Demócrito, el prototipo del analista que supo diagnosticar a la
ciencia misma, la “scholarship”, la “Gelehrtheit” de Protágoras, a
partir de nada, de briznas. Demócrito no identificó cualquier síntoma.
Al interpretar una operación que consistía en vincular (binding up)
de algún modo cosas insignificantes, briznas elementales, al
vincularlas regularmente dándoles vuelta hacia adentro y no de
manera aleatoria, Demócrito descifra un síntoma que es
sencillamente el síntoma del saber, del deseo de saber, la libido
sciendi, la scholarship, la skholè: al mismo tiempo lo que tiende al
estudio laborioso y lo que por eso suspende la actividad ordinaria, la
relación corriente con la praxis. Protágoras es una especie de
analista, el hombre del vínculo y del desvínculo, de la resolución
(analuein). Este es el diagnóstico que hace al respecto el analista
Dupin-Demócrito considerando el síntoma. No hay, pues, sino
analistas, es decir analizantes, en este abismo textual, unos más
engendrados, generados, endeudados, afiliados, sometidos que
otros, todos descendientes o caídos de una serie de protoanalistas
en una cadena eminentemente indivisible de nombres propios y
singularidades: Freud, Stross, Sterne, el hijo y el padre en Tristram
Shandy, Protágoras, Demócrito, etc. Cada uno ha interpretado y a la
vez reducido una serie aleatoria. Cada uno la ha dado a leer al otro
(antes del otro). Esta cadena es heterogénea, solo hay nombres
propios, los textos y las situaciones son en cada caso otras, pero
todos los sujetos están inscriptos e implicados en la escena que
pretenden interpretar. Y la puesta en escena general tiene el aire de
ser literaria. Como dice el propio Freud, es Tristram Shandy. El gran
encuentro sería lo performativo de la obra. Haría falta, por otra
parte, seguir el tema del “encuentro” (Zusammentreffen,
Zusammenkunft) en la Psicopatología, sobre todo en el último
capítulo.
Ciencia y suerte, esta es la pregunta que se nos plantea aquí. Y
es asimismo la del determinismo y el azar (título del último capítulo
de la Psicopatología: “Determinismo, creencia en el azar y
superstición: puntos de vista” [pp. 233-270]). ¿Qué le ocurre a una
ciencia interpretativa cuando su objeto es psíquico y, en cierto
modo, implica al propio sujeto de la ciencia? Dicho así, la pregunta
es bastante clásica. ¿Qué ocurre cuando el sabio reconoce su
deuda o dependencia respecto de enunciados aparentemente no
científicos, por ejemplo, poéticos o literarios? ¿Y cuándo una actitud
analítica se convierte en síntoma? ¿Cuándo una tendencia a
interpretar lo que cae –bien o mal–, los incidentes o los accidentes,
para reintroducir el determinismo, la necesidad o la significación,
significa a su vez una relación anormal o patológica con lo real? Por
ejemplo, ¿cuál es la diferencia entre superstición o paranoia, por un
lado, y ciencia, por otro, si todas están marcadas por una
propensión compulsiva hacia la interpretación de los signos
aleatorios, para restituirles un sentido, una necesidad, una
destinación?
Freud se lo plantea en este mismo capítulo. Y debe hacerlo de un
modo cuasi-autobiográfico. Al implicarse en la escena, en definitiva
nos está diciendo (y aquí podríamos parodiar un título nitzscheano,
una especie de Ecce homo freudiano) por qué soy un buen analista
o por qué no soy para nada supersticioso –y menos todavía
paranoico, por qué encuentro la justa medida en mi deseo de
interpretar; por qué este deseo es sencillamente normal–. Dicho de
otro modo: por qué tengo una muy buena relación con el azar y
tengo suerte en mi comercio con la suerte. Aquí tienen, estas son
mis chances, nos dice Freud. ¿Cuáles son sus chances? Hace falta
que nos cuente una historia, poco importa si es verdadera o falsa.
Recuerden que ya en 1897 le confía a Fliess “la convicción de que
en lo inconsciente no existe un signo de realidad, de suerte que no
se puede distinguir la verdad de la ficción poblada con afecto”.* Pero
lo verificaremos, Freud solo podrá pretender obrar científicamente –
en un sentido clásico– reintroduciendo este límite entre Wahrheit y
Dichtung, si se quiere.
Veamos la historia ejemplar. No es una historia de vacaciones,
como la del fort-da con la madre y, sin embargo, es la misma, esta
vez a la vuelta de las vacaciones, entre los dos modos de la skholè,
el ocio y el estudio. Al regresar de sus vacaciones, Freud piensa en
los enfermos que volverá a ver y, para empezar, en una anciana de
90 años a la que ya mencionó y con la que hace años se entrega a
manipulaciones médicas. Cada año se pregunta cuánto tiempo le
queda a la anciana. Ese día, apurado, se hace conducir por un
cochero que, como todos los del barrio, conoce la dirección de la
paciente. Conoce la destinación: todos los problemas de los que
hablamos aquí caen en la categoría general de la dirección, el
encaminamiento, la destinación y, por ende, de la yección o
proyecto de un envío. La caída, el accidente, el caso, siempre
afectan un envío mediante alguna interrupción o desviación que se
vuelve síntoma. (Es por ello que me permito introducir estas
modestas reflexiones a raíz de unos trabajos más pacientes y
elaborados que conciernen, por un lado, la relación entre
psicoanálisis, literatura y filosofía y, por otro, la cuestión del envío y
la destinación). El cochero, que conoce la dirección correcta, se
detiene, no obstante, frente a otra casa que tiene el mismo número
(siempre la cuestión del número) pero en una calle paralela. Freud
le reprocha el error al hombre quien se disculpa. Este error en la
dirección, ¿es por azar, o significa algo? La respuesta de Freud es
clara y firme o al menos es lo que parece: “Para mí ciertamente que
no, pero si yo fuera supersticioso (aberglaübisch) vería en este
episodio un presagio (Vorzeichen), un indicio del destino (Fingerzeig
des Schicksals), de que es este el último año para la anciana
señora” [p. 250].
En el camino, se superponen dos valores de destinación: el de la
dirección, o lugar de destinación, y el del destino (Schicksal),
dimensión y dirección de lo dispensado, enviado, geschickt. (Uno de
los otros sentidos de la palabra francesa adresse [dirección], a
saber, la destreza, también traduce la palabra Geschick).
Nos preguntamos, entonces, si la dirección falsa (y la aparente
torpeza [maladresse] del cochero) no muestra por anticipado la
destinación verdadera, justa, a saber, la muerte inminente de la
anciana. ¿No habrá ido, finalmente, el cochero, a la dirección
correcta, a la que cae bien a propósito para decir el accidente que
no tardará en acaecer? La mala suerte o méchance, invertiría su
signo, sería en realidad una chance para que se revele la verdad.
Un lapsus es revelador en la medida en que da una chance a otra
verdad. El límite entre consciencia e inconsciente, entre el yo
inconsciente y el otro de la consciencia, es tal vez esta posibilidad
que tienen mis chances de ser una mala suerte y mi méchance de
ser en verdad una chance.
Freud afirma que, en este caso, no se detiene en esta revelación
del Schicksal a través de la “Dirección”, puesto que sabe que no es
supersticioso. Considera el incidente (Vorfall) como un azar o una
contingencia sin otra significación (eine Zufälligkeit ohne weiteren
Sinn [“una casualidad sin otro sentido” (p. 250)]). Diferente hubiera
sido, prosigue, si él mismo hubiera originado el error y si, por estar
distraído caminando, se hubiera detenido en la dirección incorrecta.
En tal caso hubiera habido Vergehen –mala conducta y mal
camino–, es decir, intención inconsciente que lleva a una
interpretación (Deutung). Y todo esto sin el menor azar (Zufall). Pero
no es el caso. El caso es que se equivocó el cochero y Freud,
insiste, no es supersticioso. De ser así, se hubiera detenido en esta
interpretación. Pero no se detuvo. Bueno, al menos no por mucho
tiempo, porque finalmente tuvo que planteárselo y esta hipótesis se
le terminó pasando por la mente. Sólo se diferencia del
supersticioso cuando concluye, en el momento del juicio, no en el
transcurso de la interpretación. Pero Freud no lo reconoce a lo largo
del párrafo siguiente, mientras él nos explica todo lo que lo distingue
de un hombre supersticioso. Lo único que terminará admitiendo es
que ambos tienen la tendencia, la “compulsión” (Zwang) a
interpretar, “a no considerar el azar como azar, sino interpretarlo”
[Ibíd., p. 250]. La compulsión hermenéutica, sería aquí común a la
superstición y al psiconálisis “normal”, Freud lo dice con todas sus
letras. No cree en el azar, no más que el supersticioso, lo que quiere
decir que los dos creen al azar, si creer al azar significa que se cree
que cualquier azar significa algo –y que, por tanto, no hay azar–. De
ahí la identidad de la no-chance y la chance, de la mala-suerte [mé-
chance] y la suerte [chance].
Antes de examinar el criterio propuesto por Freud para distinguir
entre estas dos compulsiones hermenéuticas, una breve desviación
del lado de estas chances, mis chances o las de Freud, de las que
sé cada vez menos si son méchance. Releí como por primera vez
esta historia de dirección y cochero. Observen que éste parece no
haber tenido ninguna de las dos compulsiones y por ende no se
preguntó nada; y Freud parece excluir rápidamente toda
comunicación entre el inconsciente de aquel que lo conducía y el
suyo propio. Siguiendo entonces mi propia compulsión, de golpe me
pregunté: “¿Y si esta anciana fuera la madre de Freud?”.
Seguramente sabrán cuánto temía la muerte de su madre, pero
también tenía miedo de morirse antes que ella: double bind. Por
toda clase de razones, evidentes a la lectura, esta paciente no podía
ser simplemente su madre. Podía, sin embargo, representar a su
madre y ocupar su lugar. Ahora bien, esta es mi cuarta chance,
creo: Freud ya había hablado de esta anciana, en un pasaje que no
tardé en volver a encontrar, y en su fantasma, tal como él mismo lo
exhibe e interpreta, es efectivamente su madre. Se trata, nos dice
Freud,* del único caso de error profesional en su experiencia de
médico: en lugar de instilar, como de costumbre, dos gotas de colirio
en los ojos de la mujer y hacerle una inyección de morfina, Freud
hace lo contrario: la morfina en los ojos. No es un sueño de
inyección, como en el caso de Irma, sino la realidad de una
instilación y de un líquido que debería haber inyectado. Freud se
asusta aunque en realidad no hay ningún riesgo. Unas gotas de
morfina al dos por ciento en el saco conjuntivo no pueden hacer
mucho daño. Pero analizando este miedo desproporcionado, que es
un síntoma, cae en la expresión habitual “sich an der Alten
vergreifen” [“maltratar a la vieja” (p. 175)], en inglés “to do violence
to the old women”, vergreifen quiere decir cometer un error, un
desliz, “to make a blunder” y cometer una agresión contra alguien,
“to commit an assault” (Strachey). Lo que lo pone en la pista de
Edipo y Yocasta. Freud desarrolla esto detenidamente (Cap. VIII,
Das Vergreifen, Bungled actions [“El trastrocar las cosas
confundido”, pp. 160-184]). En este capítulo, la mayoría de los
síntomas resultan ser caídas.
Volvamos a las fronteras infranqueables que Freud quiere
absolutamente justificar entre el supersticioso y él. No propone una
distinción general. Despliega, en primera persona, toda su
elocuencia para convencernos de que no es para nada
supersticioso: “Ich unterscheide mich also von einem
Aberglaubischen in folgendem…” “…por tanto, me diferencio de un
supersticioso por lo siguiente…” [p. 250]. Todas estas declaraciones
se hacen bajo la forma explícita del “yo creo”, “yo no creo”, “yo no
soy supersticioso porque”, “Ich glaube dass...” o “Ich glaube nicht
dass”. ¿Qué es lo que no cree? No cree que un acontecimiento que
se produjo sin que interviniera nada de su vida psíquica (el error del
cochero, por ejemplo) pueda enseñarle algo de la realidad futura.
Pero cree que una manifestación de su vida psíquica aparentemente
no intencional le desvela algo oculto que solo pertenece a su vida
psíquica. Lo que resume así: “(…) yo creo en un azar externo (real),
es verdad, pero no en acontecimientos internos accidentales
(psíquicos). Con el supersticioso sucede a la inversa” [p. 250 –trad.,
ligeramente modificada]. Una manera un tanto abrupta de asociar
las cosas y de marcar los límites. Freud olvida formalizar lo que
acaba de decir, la relación con el futuro. Debo dejar de lado este
punto que nos conduce a la laboriosa distinción que Freud intenta
hacer en otro lado entre telepatía y transmisión de pensamiento.
Permítanme referirme una vez más a este fragmento despegado de
La tarjeta postal, titulado Telepatía (supra, pp. 253-294).
“Yo creo (Ich glaube) en un azar externo (real), es verdad, pero no
en acontecimientos internos accidentales (psíquicos). Con el
supersticioso sucede a la inversa (Der Aberglaübische umgekehrt)”
[Ídem]. Hay que leer con mucho cuidado este vocabulario de la
creencia. En definitiva, al recurrir a la palabra “creencia”, parece que
Freud opone una actitud normal, la de la objetividad científica, a la
creencia supersticiosa, la del Aberglaübische que él pretende no ser.
Opone una creencia a otra, una creencia a una credulidad. Cree en
el determinismo en la esfera psíquica e interna. Esto no significa –y
creo que es aquí donde hay que ser prudente– que no lo crea en el
mundo exterior o que aceptaría pensar que éste está destinado al
azar o al caos. Sería posible encontrar miles de declaraciones de
Freud que testimonian de una convicción determinista integral, al
estilo positivista de su época. Esperaba incluso ver que algún día la
ciencia de lo psíquico se uniera de algún modo a las ciencias
biofísicas. Y en el contexto muy preciso que analizamos en este
momento, solo le interesa el tipo de creencia, de actitud o de
experiencia subjetiva, capaz de fundar una objetividad científica en
una esfera delimitada, la de los acontecimientos psíquicos. No hay
que confundir las esferas, esto es lo que dice, como tampoco las
causalidades propias a cada esfera. Por ejemplo, no hay que
confundir lo que en la pulsión está relacionado con lo biofísico, lo
orgánico, y lo que está representado en el mundo psíquico. Estos
son los límites que el supersticioso no reconoce cuando no cree en
el determinismo psíquico. Freud cree en este determinismo y afirma
aquí su proyecto de fundar el psicoanálisis como ciencia positiva. Y
esta tradición se mantuvo. Por ejemplo, Lacan sigue a Freud al pie
de la letra en este punto cuando dice que una carta siempre llega a
destino.* No hay azar en el inconsciente, las aparentes
aleatoriedades deben ponerse al servicio de una ineluctable
necesidad que, en verdad, nunca contradicen.
Ya que hablamos de chance, se podría intentar calcular las
probabilidades de que, en una conyuntura histórico-teórica
determinada, surja un acontecimiento nombrado: “el psicoanálisis”
como proyecto de ciencia positiva. Pero no es mi propósito.
No creo entonces que Freud crea en el azar real en las cosas
externas. Para él, la experiencia creyente que tienen los seres finitos
de este mundo externo –una vez que se disocian las dos series,
mundos o contextos (adentro/afuera)– es normalmente,
legítimamente, la de una aceptación del azar, un margen de
probabilidad azarosa que no sería normal, serio, pretender reducir o
excluir. Se dirá, como en una concepción determinista clásica, que
los efectos de azar (constatados empíricamente) surgen en la
interferencia de series relativamente independientes, de “pequeños
mundos” no cerrados. La pregunta implícita a la que responde
Freud, no es por lo tanto la gran pregunta del azar (objetivo o
subjetivo, en las cosas o en nosotros, matemático o empírico). No
se trata de esta pregunta bajo su forma clásico o moderna, sino
únicamente de la actitud creyente ante los efectos de azar, dadas
las dos series de causalidad: psíquica/física, interna/externa. Por
supuesto, estas dos series o mundos contextuales solo se pueden
discernir en el seno de una cultura (o “mundo”) que conforma el
contexto más general. Para nosotros, occidentales, es la cultura del
sentido común marcado, precisamente, por una potente tradición
científico-filosófica, la metafísica, la técnica, la oposición
sujeto/objeto, una cierta organización de la “yección”. A través de
numerosos intermediarios diferenciados, esta cultura se remonta al
menos hasta Platón, y la represión de Demócrito deja quizá la huella
de un gran síntoma. Hoy no puedo emprender este camino, así que
solo sitúo lo que más arriba llamé una marca: en la construcción de
sus conceptos, ninguno de los límites ni las oposiciones que acabo
de mencionar están considerados, desde el punto de vista de la
marca, como absolutamente pertinentes o decisivos, sino más bien
como una presuposición por desconstruir.
Sabemos también que en otros pasajes, en otros contextos
problemáticos, Freud se abstiene de ontologizar o substancializar el
límite entre el afuera y el adentro, lo biofísico y lo psíquico. Pero en
la Psicopatología... y en otros lados, necesita este límite: no
solamente para proteger ese estado frágil, enigmático, amenazado,
defensivo al que llamamos “normalidad”, sino también para recortar
un contexto sólido (la estereotomía como siempre), la unidad de un
campo de interpretación coherente y determinista, lo que llamamos
tan tranquilamente el psicoanálisis. Pero ya tenía muchos
problemas, al igual que en otros lugares, cuando aborda problemas
tan temibles como el de la pulsión, (“uno de los conceptos del
deslinde de lo anímico respecto de lo corporal”, Tres ensayos…, p.
153)*, el de la telepatía o el de la transmisión de pensamiento. Al
menos en la medida en que recorta el psicoanálisis, ciencia de lo
psíquico, en que pretende cortarlo de las otras ciencias, Freud
suspende provisionalmente toda relación epistemológica con las
ciencias o los problemas modernos del azar. En suma, quiere
constituir una ciencia de la experiencia (consciente o inconsciente)
como relación con el objeto de un ser finito y arrojado al mundo. Y
este estar-yecto proyecta.
En este caso, le resulta aún más difícil sostener este límite, el que
lo separa del supersticioso, ya que ambos comparten la compulsión
hermenéutica. Si el supersticioso proyecta (projiziert), si arroja hacia
afuera y hacia el frente las “motivaciones” que Freud dice buscar
adentro; si interpreta el azar como un “acontecimiento” externo ahí
donde Freud lo reduce o lo reconduce a un “pensamiento”, lo que
sucede es que, en el fondo, el supersticioso no cree, o no más que
Freud, en la solidez de los espacios recortados por nuestra
estereotomía occidental. No cree en los límites contextualizantes y
enmarcantes, pero no reales, entre lo psíquico y lo físico, el adentro
y el afuera, sin hablar de todas las demás oposiciones adyacentes.
El supersticioso es más sensible que Freud, más que este Freud, a
la precariedad de los recortes contextuales, de los marcos
epistemológicos, de las constructa y las artefacta que nos permiten,
para la comodidad de la vida y para manejar redes de saber y de
técnica limitadas, separar lo psíquico de lo físico o el adentro del
afuera. El supersticioso solo tiene otra experiencia de la misma
finitud.
Pero no hagamos del supersticioso este pensador capaz de
desconstruir los límites que Freud, por su parte, mantendría en este
caso dogmáticamente para recortar el campo de un psicoanálisis
científico. De manera inversa, permítanme sugerirlo, una cierta
sensibilidad para la superstición quizá no sea un aguijón inútil para
el deseo desconstructor. Pero de hecho, a ojos de Freud, el
supersticioso, como el hombre religioso, como el metafísico, no es
aquel que cuestiona los límites en nombre de la ciencia o de las
Luces o incluso de la desconstrucción. Es alguien que, manteniendo
estos límites, proyecta hacia afuera lo que está adentro y lo que él
vive en él. A través de este concepto de proyección, una vez más, el
esquema de la yección proporciona la mediación esencial. En el
párrafo siguiente, Freud describe la superstición, la religión
moderna, la metafísica misma como “no es otra cosa que psicología
proyectada al mundo exterior” [p. 251]. (Estas proyecciones tienen
evidentemente una estructura de ficción. Y, como en el inconsciente,
allí no se distingue la realidad de la “ficción poblada con afecto”*). El
párrafo multiplica las analogías, Freud se pone incómodo, y siempre
pasa lo mismo cuando debe franquear límites o “frames of
reference” a la vez cómodos y sin solidez. Por falta de tiempo para
un desarrollo más consecuente, cito subrayando las palabras que
localizan esta dificultad: “El oscuro discernimiento (una percepción
endopsíquica, por así decir) [Standard Edition: “as it were”] de
factores psíquicos y constelaciones de lo inconsciente se espeja
[spiegelt sich – es ist schwer, es anders zu sagen] –es difícil decirlo
de otro modo, hay que ayudarse aquí con la analogía que la
paranoia ofrece– en la construcción de una realidad suprasensible
que la ciencia debe volver a mudar en psicología de lo inconsciente.
Podría osarse resolver de esta manera los mitos del paraíso y de la
caída del hombre, de Dios, del bien y el mal, de la inmortalidad, y
otros similares: trasponer la metafísica a metapsicología. El abismo
entre el descentramiento {desplazamiento} del paranoico y el del
supersticioso es menor de lo que a primera vista parece […] en esto
[los hombres primitivos] se comportaban como lo hacen los
paranoicos, quienes extraen conclusiones de los indicios nimios que
los otros les ofrecen, y también como todas las personas sanas
quienes, con derecho, toman las acciones casuales y no deliberadas
de sus prójimos como base para estimar su carácter”
[“Determinismo, creencia en el azar y superstición: puntos de vista”,
ed, cit., pp. 251-252].
Este discurso se construye sobre una serie impresionante de
aproximaciones y analogías declaradas. No solo interpreta el motivo
de la caída o la decadencia, de la méchance del hombre, como
proyección supersticiosa, hasta paranoica, en todo caso psicológica.
No solo sugiere, como en Totem y Tabú, que existe una cierta
analogía entre la manía paranoica y un sistema filosófico
(deformado).** Proyecta reconvertir en ciencia o en metapsicología
el discurso metafísico que sin embargo le procura los conceptos
mismos de este proyecto y de esta operación, en particular los
límites oposicionales entre lo psíquico y lo físico, el adentro y el
afuera, sin hablar de todos los que dependen de estos últimos.
Jugando ficción contra ficción, proyección contra proyección, este
gesto puede parecer, según el caso, inocente o audaz, dogmático o
hipercrítico. No voy a zanjar y me pregunto si realmente hay que
elegir.
Freud trabaja jugando con las topologías y los límites
conceptuales de los discursos heredados, ya sean filosóficos o
científicos. El recorte provisorio de un contexto explicativo –podría
decirse de un campo del saber– supone cada vez algo así como lo
performativo de una convención y de una ficción, así como el
contrato que garantiza nuevos performativos. Freud reconoce que
no cree en el valor substancial de estos límites y en el carácter
definitivo de estos recortes. Pero teniendo en cuenta cierto estado
del discurso, de los discursos y de varias ciencias a la vez, teniendo
en cuenta la necesidad de constituir una teoría y una práctica, la
asignación de estos límites se impone. Pero se impone a fulano, a él
por ejemplo, en un momento dado, en una situación dada. No hay
nada de relativista o empirista en esta afirmación. En otro lado,
intenté mostrar cómo la inscripción del nombre propio, de una cierta
autobiografía y de una proyección ficcional debían ser constitutivos
del discurso psicoanalítico, en la estructura misma de su
acontecimiento. De este modo, plantea en sí mismo las preguntas
sobre la chance y la literatura. No es que haya en toda ficción o en
toda inscripción del nombre propio una dimensión literaria o una
relación con la propia obra de arte, pero surgen en este lugar donde,
entre el movimiento de la ciencia –sobre todo cuando concierne
estructuras aleatorias–, el de la filosofía, el de las artes –literarias o
no–, los límites no pueden ser reales e inmóviles, sólidos, sino solo
efectos de recorte contextual. Ni lineales ni indivisibles,
corresponden más bien a un análisis al que llamaría, con cierta
circunspección, pragramatológico, en la juntura de una pragmática y
una gramatología. Esta pragramatología, abierta a otro pensamiento
del envío, de los envíos, debería tener siempre en cuenta el estado
de las marcas y, en particular, de los enunciados, del lugar de los
destinadores y los destinatarios, del encuadre y del recorte
sociohistórico, etc. Debería entonces tener en cuenta las
problemáticas de lo aleatorio en todos los ámbitos en los que
evoluciona, psíquico, biológico, teoría del juego, etc. En este
sentido, el advenimiento del psicoanálisis no es solo un
acontecimiento complejo en su probabilidad histórica. Es el de un
discurso todavía abierto, que intenta a cada instante ajustarse –
afirmando su originalidad– a un tratamiento científico y artístico de la
aleatoriedad que no cesa de transformarse a lo largo del siglo. Aquí
hay idas y vueltas sobredeterminadas, un juego de adelantos y
retrasos que no podré especificar aquí pero que quisiera ilustrar,
para concluir, con una cita. Si concluyo con la conclusión de Un
recuerdo infantil de Leonardo da Vinci* es por tres razones. No
excluyen lo aleatorio en el momento en que mi discurso parece
demasiado largo, la caída (en francés el final de un discurso se dice
la chute [caída], o el envoi [envío]) me hace caer en este texto más
que en otro. Ésta será mi última chance, el momento en el que de
golpe dos dados se inmovilizan y luego se hacen las cuentas. Se
alcanza así lo incalculable y lo innumerable.
Freud concluye, como verán, aludiendo a lo incalculable y a lo
innumerable, primera razón para citarlo. Pero se trata justamente de
lo incalculable y de lo innumerable como razones o causas (ragioni,
causes, Ursachen) que están en la naturaleza y que “nunca
estuvieron en la experiencia”. Segunda razón, esta alusión a la
naturaleza “está llena de infinitas causas (ragioni) que nunca
estuvieron en la experiencia” [p. 127], es una cuasi-cita y de un
artista. Siempre la deuda y la filiación. Freud cita a Leonardo da
Vinci para quien acaba de reconocer que un cierto enigma aleatorio
lo sustrae de la ciencia analítica. Pero cita a da Vinci anunciando de
forma aproximada a Shakespeare o más bien a su hijo, Hamlet: “La
natura è piena d’infinite ragioni che non furono mai in isperienza”
[cf., p. 127, n. 4] en lugar de “There are more things in heaven and
earth Horatio / Than are dreamt of in your philosophy” [“Más cosas
hay en el cielo y la tierra, / Horacio, que las que se sueñan tu
filosofía”].** A través de numerosos mediadores, se reconoce una
vez más la deuda respecto del poeta o incluso de un personaje de
teatro al que tan a menudo se quiso recostar en el diván. Tal vez la
literatura no tiene por qué resistir a esta clínica. Digamos que el arte,
en particular el arte del discurso y la literatura, solo representan una
cierta potencia de indeterminación que se debe al poder de recortar
performativamente su propio contexto, para su propio
acontecimiento, el de la “obra”. Es tal vez una cierta libertad, un gran
margen en el juego de este recorte. Este margen estereotómico es
muy amplio, tal vez el más amplio en un cierto período de la historia.
Pero no es infinito. La apariencia de arbitrariedad o de suerte (si se
quiere la literatura como el lugar de los nombres propios) se debe a
este margen. Pero también es el lugar de la sintomatología más
amplia. Dándole las más altas chances a la suerte, también se la
reapropia como necesidad o fatalidad. Apuesta a la naturaleza,
como la fortuna y como el arte: “Nature’s above art in that respect”
(Lear [“En ese respecto / La naturaleza está por encima del arte”]*).
Tercera razón, entonces, por esta cita: apacigua el remordimiento o
el sentimiento de mala suerte (“How malicious is my fortune” [“Cómo
será de traicionera mi suerte” (p. 116)], dice Edmundo, el bastardo,
en King Lear), el arrepentimiento de no haber intentado con ustedes,
como lo proyecté inicialmente, un análisis de King Lear, más allá de
lo que dice Freud en El motivo de la elección del cofre (1913).**
Hubiera seguido el juego de las palabras “Nature” y “Fortune” y
también de las tantas “letters” (por ejemplo “a thrown letter”), de la
wisdom of nature, de la prediction (“there’s son against father: the
king falls from bias of nature” [“He ahí un hijo contra su padre. El rey
se aparta de la ley natural” (p. 33)]), de la “planetary influence”
[“compulsión atmosférica” (p. 33)], para “a sectary astronomical”
[“astronómico obsesivo” (p. 35)], del epicurism, de los posts, de las
cartas y los labios para desellar, de la gentle wax [“lacre gentil” (p.
163)] y de la reason in madness [“lucidez en medio de la locura” (p.
158)] de Lear, (“I am even / The natural fool of fortune” [“Sigo siendo
el payaso de la suerte” (p. 159]). Y en otro momento, pero tendrá
que ser para otro momento, hubiera tratado de que leyéramos juntos
lo que, entre las líneas de Shakespeare, dicen Freud y Heidegger de
Moira (en El motivo... y en Moira).*** Como una solución de común
acuerdo entre aquello a lo que renuncio y aquello a lo que no
renuncio, pruebo chance con esta cita de una cita de una cita. Cito a
Freud que cita a da Vinci anunciando a Shakespeare. Admiren el
juego de límites y autolimitaciones, de paso los subrayo. Son los
golpes y las chances del psicoanálisis. Me voy a conformar con
proponer un título en inglés para esta cita:
III. Subliming dissemination
“Las pulsiones y sus trasmudaciones (Die Triebe und ihre
Umwandlungen) son el término último de lo que el psicoanálisis
puede discernir. De ahí en adelante, deja el sitio a la investigación
biológica. Nos vemos precisados a reconducir tanto la inclinación a
reprimir como la aptitud para sublimar a las bases orgánicas del
carácter, que son precisamente aquellas sobre las cuales se levanta
el edificio psicológico. Y puesto que las dotes y la productividad
artísticas se entraman íntimamente con la sublimación, debemos
confesar que también la esencia de la operación artística nos resulta
inasequible mediante el psicoanálisis. La investigación biológica de
nuestra época se inclina a explicar los rasgos de la constitución
orgánica de un ser humano mediante la mezcla de principales
disposiciones masculinas y femeninas en el sentido de las
sustancias materiales; tanto la belleza física de Leonardo como el
hecho de que fuese zurdo ofrecerían puntos de apoyo para esto.
Empero, no abandonaremos el terreno de la investigación
psicológica pura” (yo subrayo –Jacques Derrida)*.
Una vez más, la autolimitación deliberada da su única chance al
psicoanálisis como ciencia. Recorta así un contexto en el que ya no
penetra la aleatoriedad [aléa] externa. Lo bio-genético no está
desprovisto de aleatoriedades [aléas], tampoco lo psíquico. Pero los
órdenes o las secuencias aleatorias no deben comunicar o cruzarse
en el mismo conjunto, si al menos se quiere discernir órdenes de
necesidad calculables. No debe haber bastardía o hibridación, un
injerto accidental entre estas dos generalidades, géneros o
genealogías. ¿Pero cómo eliminar los golpes de dados de la
bastardía?, ¿podríamos preguntárselo al autor del “Leonardo”? El
concepto de sublimación, como el de pulsión, ¿no es acaso el
concepto mismo de la bastardía?
“Nuestra meta sigue siendo demostrar el nexo entre los
acontecimientos externos y las reacciones de la persona a lo largo
del camino del quehacer pulsional. Si bien es cierto que el
psicoanálisis no esclarece la condición de Leonardo como artista,
nos vuelve comprensibles las manifestaciones y los límites de su
arte. Parece, en efecto, que solo un hombre con las vivencias
infantiles de Leonardo hubiera podido pintar a Mona Lisa y a ‘Santa
Ana con otros dos’, deparar a sus obras aquel triste destino y
emprender ese inaudito vuelo como investigador de la naturaleza,
cual si la clave de todos sus logros y de su infortunio se escondiera
en aquella fantasía infantil sobre el buitre. Ahora bien, ¿no cabe
escandalizarse por los resultados de una indagación que concede a
las contingencias [Zufälligkeiten] de la constelación parental tan
decisivo influjo sobre el destino [Schicksal] de un hombre; que en el
caso de Leonardo, por ejemplo, lo hace depender de su nacimiento
ilegítimo y la infecundidad de su primera madrastra, Donna Albiera?
Creo que no hay ningún derecho al escándalo; cuando se considera
al azar [Zufall] indigno de decidir sobre nuestro destino, ello no es
más que una recaída en la concepción religiosa del mundo, cuya
superación el propio Leonardo preparó al escribir que el Sol no se
mueve. Naturalmente, nos afrenta que un Dios justo y una
Providencia bondadosa no nos protejan mejor de tales
contingencias en el período más indefenso de nuestra vida. Así, de
buena gana olvidamos que en verdad todo es en nuestra vida azar
[Zufall], desde nuestra génesis por la unión de espermatozoide y
óvulo [es también lo que llamo, en mi lenguaje, la diseminación –J.
D.], azar que como tal tiene su parte en la legalidad y necesidad de
la naturaleza, solo que no posee vínculo alguno con nuestros
deseos e ilusiones. La partición de nuestro determinismo vital entre
las “necesidades” de nuestra constitución y las “contingencias”
[Zufalligkeiten] de nuestra niñez, puede que resulte incierta en sus
detalles; pero en el conjunto no cabe ninguna duda sobre la
significatividad, justamente, de nuestra primera infancia. Todos
nosotros mostramos aún muy poco respeto hacia esa naturaleza
que, según las oscuras palabras de Leonardo (que nos traen a la
memoria el dicho de Hamlet), “está llena de infinitas causas (ragioni)
que nunca estuvieron en la experiencia”. Cada hombre, cada uno de
nosotros, corresponde a uno de los incontables experimentos en
que esas ‘razones’ (ragioni) de la naturaleza penetran en la
experiencia” [Ibíd., pp. 126-127].
Freud ama la naturaleza y la cuida mucho.
Entre los caminos por los cuales Naturaleza irrumpe en nuestra
experiencia, siempre queda una equivocación posible, un Vergreifen
o una bastardía.
Cuidando a Naturaleza, Freud puede equivocarse otra vez de
dirección o de pharmakon, puede reemplazar el colirio por la
morfina, la anciana puede ser su madre o su madrastra [belle-mère]
y el “yo” del cochero no es quizás un otro. Tal vez él no es bueno.
Tal vez es un bastardo, tal vez sea yo leyendo bajo el efecto de
alguna droga el mito del carro y la caída de las almas en el Fedro.
Pero ya Platón explica también que los cocheros siempre son
“buenos” y están hechos de “buenos elementos” (ex agatôn)
mientras que en los otros seres hay una mezcla. Es cierto entonces
que Platón hace hablar a Sócrates que cita a Estesícoro (244 a)* y
que antes del mito nos recordará: “ouk est’ etymos logos ôs an...”,
“no hay verdadero lenguaje si...”. Los dejo concatenar.
Traducción: Sol Gil

72.* Título original: Mes chances. Au rendez-vous de quelques stéréophonies


épicuriennes. La palabra francesa chance significa “chance” al igual que en castellano, en
el sentido de oportunidad o posibilidad, pero también “suerte”. Como Derrida trata aquí de
la suerte, chance se ha traducido en la mayoría de los casos como “suerte”. Cuando el
sentido lo permite, se ha traducido por la palabra “chance”. Existe otro sentido arcaico de
chance: juego, golpe o caída de dados, al que se refiere Derrida desde el título y a lo largo
de su exposición, para el que hemos conservado la palabra “chance”. En este sentido, el
título Mis chances contiene además, en su análogo francés Mes chances, los sentidos de
Mis suertes o Mis golpes de dados. [N. de la T.]
[Edith] Weigert Lecture. Conferencia pronunciada en la Washington School of Psychiatry, el
15 de octubre de 1982 , en el marco del Forum on Psychiatry and the Humanities. Primera
versión publicada en inglés en Taking Chances: Derrida, Psychoanalysis, and Literature,
Ed. J. H. Smith and W. Kerrigau, Johns Hopkins University Press, 1984; y en francés en
Cahiers Confrontation, n° 19, primavera 1988 [pp. 19-45].
73. Ésta será mi única footnote, para decir que este ensayo propone de un cierto modo una
lectura casi silenciosa de la palabra “cae” o “caer” en La carte postale [La tarjeta postal. De
Sócrates a Freud y más allá, trad. H. Silva y T. Segovia, México D. F., Siglo XXI, 2001]. Es
una de las palabras más frecuentes a lo largo de los Envíos. Por ejemplo, el 14 de marzo
de 1979: “Otro que yo conozco se desataría enseguida para correr en dirección opuesta.
Apuesto a que caería de nuevo sobre ti, yo caí con suerte, entonces me quedo” (p. 176). O
al día siguiente: “Si estuvieras loca hubieras venido a esperarme como una alucinada,
hubiera corrido hacia ti en el andén, a la orilla de la vía, lo hubiera hecho todo con tal de no
caer” (p. 177). Si cito este libro es porque figura en el programa de este encuentro: se lo ha
inscrito de alguna manera en su reglamento. Que no se me acuse entonces de ser “self-
centered”, como se dice en inglés. En verdad, siempre soñé con escribir un texto self-
centered, pero nunca lo logré, siempre caigo en los demás, esto se terminará sabiendo.
LA ÚLTIMA PALABRA DEL RACISMO74

APARTHEID – que ese sea el nombre, en adelante, la única


denominación en el mundo para el último de los racismos. Que
permanezca así, pero que venga un día en el que sea solamente
para memoria del hombre.
Una memoria, por anticipado es tal vez el tiempo dado para esta
Exposición. A la vez urgente e intempestiva, se expone, arriesga el
tiempo, apuesta y afirma más allá de la apuesta. Sin contar con
ningún presente, regala solamente el prever, en pintura*, muy cerca
del silencio, y la retrovisión de un futuro por el cual APARTHEID
será el nombre de una cosa por fin abolida. Entonces cercado,
abandonado a ese silencio de la memoria, el nombre resonará solo,
reducido al estado de vocablo fuera de uso. La cosa que hoy
nombra, no existirá más.
Pero APARTHEID, ¿no es desde siempre el archivo de lo
innombrable?
La exposición no es, luego, una presentación. Nada se entrega
ahí al presente, nada que sea presentable, sino solamente, en el
retrovisor de mañana, el último difunto de los racismos, the late
racism.
1
EL ÚLTIMO: como se dice en nuestra lengua para significar, a
veces, lo peor. Se localiza, en tal caso, la bajeza extrema: “el último
de …”. Es, en el grado más bajo, el último de una serie, pero
también eso que al final de una historia o al fin de cuentas viene a
cumplir la ley de un proceso y a revelar la verdad de la cosa, la
esencia aquí acabada del mal, lo peor, el mal superlativo de la
esencia, como si hubiera un racismo por excelencia, el más racista
de los racismos.
EL ÚLTIMO, también como se dice del más reciente, el último
hasta la fecha de todos los racismos del mundo, el más viejo y el
más joven. Pues es necesario recordarlo: por más que la
segregación racial no lo haya considerado, el nombre de apartheid
no se ha convertido en consigna, no ha conquistado su título en el
código político de África del Sur sino al fin de la Segunda Guerra
Mundial. En el momento en que todos los racismos eran
condenados sobre la faz del mundo, es en la faz del mundo que el
Partido Nacional osó hacer campaña “por el desarrollo separado de
cada raza en la zona geográfica que le es atribuida”.
Ese nombre, ninguna lengua, desde entonces, lo ha traducido
jamás, como si todos los hablantes del mundo se defendieran,
cerraran la boca contra una siniestra incorporación de la cosa por la
palabra, como si todas las lenguas rechazaran la equivalencia y el
dejarse contaminar en la hospitalidad contagiosa de la literalidad:
respuesta inmediata a la obsidionalidad de ese racismo, al terror
obsesivo que prohíbe, ante todo, el contacto. Lo Blanco no debe
dejarse tocar por lo Negro: aunque sea con la distancia de la lengua
o del símbolo. Los Negros no tienen derecho a tocar la bandera de
la República. El Ministerio de Trabajos públicos declara, en 1964,
que para asegurar la limpieza de los emblemas nacionales, un
reglamento estipula que está “prohibido a los no-europeos
manipularlos”.
Apartheid: la palabra, por sí sola, ocupa el terreno como un
campo de concentración. Sistema de partición, alambradas,
muchedumbres de las soledades cuadriculadas. En los límites de
ese idioma intraducible, una violenta detención de la marca, la
dureza chillona de la esencia abstracta (heid) parece especular
sobre otro régimen de abstracción, la de la separación confinada. La
palabra concentra la separación, eleva el poder de ésta y la pone
ella misma aparte: el apartacionismo*, algo como eso. Aislando el
ser-aparte en una suerte de esencia o de hipóstasis, la corrompe en
segregación casi ontológica. En todo caso, como todos los
racismos, tiende a hacerla pasar por algo natural –y por la ley
misma del origen. Monstruosidad de ese idioma político. Un idioma
no debería, por supuesto, jamás inclinarse al racismo. Ahora bien, lo
hace con frecuencia y esto no es del todo fortuito. No hay racismo
sin una lengua. Las violencias raciales no son solamente palabras,
pero requieren de una palabra. Aunque invoque la sangre, el color,
el nacimiento, o más bien porque mantiene un discurso naturalista y
a veces creacionista, el racismo descubre siempre la perversión de
un hombre “animal parlante”. Instituye, declara, escribe, inscribe,
prescribe. Sistema de marcas, precisa los lugares para asignar
residencia o cerrar las fronteras. No discierne, discrimina.
EL ÚLTIMO, finalmente, pues este último nacido de los racismos
es también el único superviviente en el mundo; el único, al menos,
en exhibirse aún en una constitución política. Es el único en la
escena que osa decir su nombre y presentarse como lo que es,
desafío legal y asumido del homo politicus, racismo jurídico y
racismo de Estado. Última impostura de un presunto estado de
derecho que no duda en fundarse en una pretendida jerarquía
originaria –de derecho natural o de derecho divino: los dos no se
excluyen jamás.
La siniestra fama de ese nombre que está aparte será, pues,
única. El apartheid es reputado por manifestar, en suma, la última
extremidad del racismo, su fin y la suficiencia limitada de su meta,
su escatología, el estertor de una agonía interminable ya, algo como
el Occidente del racismo y además, será necesario precisarlo
inmediatamente, el racismo como cosa de Occidente.
2
Se evalúa la singularidad misma de otro acontecimiento, para
responderle, o mejor, para replicarle a esta singularidad. Pintores del
mundo entero se preparan para lanzar un nuevo satélite, una
máquina de dimensiones poco determinables pero un satélite de la
humanidad. No se mide con el apartheid, en verdad, sino por
permanecer sin medida común con su sistema, su potencia, sus
fabulosas riquezas, su sobre-armamento, la red mundial de sus
cómplices declarados o avergonzados. La fuerza de esta Exposición
desarmada será muy diferente, y su trayectoria, sin ejemplo.
Porque su movimiento no pertenece todavía a ningún tiempo, a
ningún espacio que esté, que sea hoy, medible. Su carrera precipita,
conmemora por anticipación: no el acontecimiento que ella es, sino
el que exige. Su carrera es la de un planeta tanto como la de un
satélite. Un planeta, su nombre lo indica, es en primer lugar un
cuerpo consagrado a la errancia, a una migración cuyo fin, en su
caso, no está asegurado.
En todas las capitales donde será el huésped por un rato, la
Exposición no tendrá lugar, podemos decir, no todavía, no su lugar.
Permanecerá exiliada respecto de su propia residencia, de su lugar
de destino-por-venir –y por crear, porque tales son aquí la invención
y la obra de la que es conveniente hablar: África del Sur más allá del
apartheid, África del Sur en memoria del apartheid.
Ese sería el cabo, pero todo habrá comenzado por el exilio.
Nacida en el exilio, la Exposición testimonia ya contra la asignación
de un territorio “natural” de la geografía del nacimiento. Y si,
condenada a un recorrido sin fin o inmovilizada lejos de África del
Sur imperturbable, no alcanzara jamás su destino, no guardaría
solamente el archivo de un fracaso o de una desesperación sino que
continuará diciendo algo que se puede escuchar hoy, en el presente.
Ese nuevo satélite de la humanidad se desplazará, pues, también,
como un hábitat móvil y estable, “móvil” y “estable”, lugar de
observación, de información y de testimonio. Un satélite es un
guardia, vigila, advierte: no olviden el apartheid, salven a la
humanidad de ese mal, y ese mal no se reduce a la iniquidad
principial* y abstracta de un sistema: comprende también los
sufrimientos cotidianos, la opresión, la pobreza, la violencia, las
torturas inflingidas por una arrogante minoría blanca (16% de la
población, 60 a 65% de la renta nacional) a la masa de la población
negra. Las informaciones de Amnistía Internacional sobre El
encarcelamiento político en África del Sur (1978, EFAI, París, 1980)
y sobre el conjunto de la realidad judicial y penal son atroces.
¿Pero cómo hacer para que este testigo-satélite no sea
fiscalizado en la verdad que expone? ¿Para que no se convierta de
nuevo en un dispositivo técnico, la antena de una nueva estrategia
político-militar, una maquinaria útil para la explotación de nuevos
recursos o el cálculo en vista de intereses mejor entendidos?
Para plantear mejor esta pregunta, que no espera su respuesta
sino de lo por-venir que resta* inconcebible, volvamos a la
apariencia inmediata. He aquí una Exposición, como se dice aún en
el viejo lenguaje de Occidente: “obras de arte”, “creaciones”
firmadas, en el presente caso, “cuadros” de “pintura”. En esta
Exposición colectiva e internacional (nada de nuevo en eso
tampoco), los idiomas pictóricos se cruzarán, pero tratarán de hablar
la lengua del otro sin renunciar a la suya. Y para esta traducción, su
referencia común apela desde ahora a una lengua inhallable, a la
vez muy vieja, más vieja que Europa, pero por eso mismo, por
inventar aún.
3
La edad europea, ¿por qué llamarla así? ¿Por qué recordar, es una
trivialidad, que todas esas palabras pertenecen al viejo lenguaje de
Occidente?
Porque la mencionada Exposición expone y conmemora, me
parece, acusa y contradice toda una historia de Occidente. El
apartheid no fue una “creación” europea por la sola razón de que tal
comunidad blanca de ascendencia europea lo impusiera a los cuatro
quintos de la población y mantuviera (¡hasta 1980!) la mentira oficial
de una migración blanca anterior a la migración negra. Ni por esta
otra razón: el nombre de apartheid no ha podido volverse una
siniestra hinchazón sobre el cuerpo del mundo sino en ese sitio
donde el homo politicus europeanus en primer lugar firmó el tatuaje.
Sino, en primer lugar, porque se trata de un racismo de Estado.
Todos los racismos dependen de la cultura y de la institución pero
no todos dan lugar a estructuras estatales. Ahora bien, el simulacro
jurídico y el teatro político de ese racismo de Estado no tienen
ningún sentido y no hubieran tenido ninguna oportunidad fuera de
un “discurso” europeo sobre el concepto de raza. Ese discurso
pertenece a todo un sistema de “fantasmas”, a cierta representación
de la naturaleza, de la vida, de la historia, de la religión y del
derecho, a la cultura misma que ha podido dar lugar a esa
nacionalización. Sin duda hay allí también, es justo insistir sobre
esto, una contradicción interior a Occidente y a la afirmación de su
derecho. Sin duda el apartheid se ha instaurado y se mantuvo
contra la Commonwealth, después de una larga aventura que
comienza con la abolición de la esclavitud por Inglaterra en 1834, en
el momento en que los bóers, despojados, emprenden la Gran
Travesía hacia Orange y Transvaal. Pero esto confirma la esencia
occidental del proceso histórico, a la vez en su incoherencia, en sus
compromisos y en su estabilización. Desde la Segunda Guerra
Mundial, siguiendo al menos los datos de cierto cálculo, la
estabilidad del régimen de Pretoria es requerida para el equilibrio
político, económico y estratégico de Europa. De ello depende la
supervivencia de Europa del Oeste. Tanto si se trata del oro como
de los minerales llamados estratégicos, se sabe que el reparto del
mundo se hace, para los tres cuartos al menos, entre la URSS y la
República Sudafricana. Aunque indirecto, el control soviético sobre
esta región del mundo, piensan algunos jefes de Estado
occidentales, provocaría una catástrofe sin común medida con la
maldición (o la “mala imagen”) del apartheid. Además es necesario
mantener la ruta del Cabo, y además se tiene necesidad de los
recursos o del trabajo que puedan asegurar las exportaciones de
armas y de infraestructuras tecnológicas –por ejemplo, de centrales
nucleares, mientras que Pretoria rechaza el control internacional y
no firma el tratado de no-proliferación atómica.
El apartheid constituye, pues, la primera “entrega de armas”, el
primer producto de exportación europea. Desvío y perversión, se
dirá quizá. Ciertamente. Todavía era necesario que la cosa fuera
posible y sobre todo, duradera. Aunque sean oficiales, las
requisitorias simbólicas no interrumpieron jamás los intercambios
diplomáticos, económicos, culturales, la entrega de armas y la
solidaridad geopolítica. Desde 1973, el apartheid ha sido declarado
“crimen contra la humanidad” por la Asamblea General de las
Naciones Unidas. Ahora bien, muchos países que forman parte de
ésta, y entre ellos, los más poderosos, no hacen todo lo necesario,
es lo menos que se puede decir, para poner al régimen de Pretoria
en dificultad o para obligarlo a abolir el apartheid. La arista más viva
de la contradicción se encuentra, sin duda, en la Francia de hoy,
donde se hace más que en todas partes para sostener la iniciativa
de esta Exposición que se abrirá incluso en París.
Contradicciones suplementarias, para toda Europa: ciertos países
del Este, Checoslovaquia y la URSS, por ejemplo, mantienen sus
intercambios económicos con África del Sur (ácidos fosfóricos,
armas, maquinarias, oro). En cuanto a las presiones ejercidas sobre
Pretoria para la flexibilidad de ciertas formas de apartheid,
particularmente las llamadas “mezquinas” (petty) que prohibían, por
ejemplo, el acceso a los edificios públicos, es necesario saber que
no han estado inspiradas siempre por el respeto por los derechos
del hombre. Es que el apartheid multiplica también los gastos
improductivos (maquinaria policial y administrativa para cada
homeland); la segregación perjudica la economía de mercado, limita
la libre empresa, el consumo interior, la movilidad o la capacitación
de la mano de obra. En el momento de una crisis económica sin
precedentes, África del Sur debe contar, adentro y afuera, con las
fuerzas de una corriente liberal según la cual “desde el punto de
vista de la racionalidad económica, el apartheid es notoriamente
ineficaz” (Howard Schissel, “La solución de recambio liberal. ¿Cómo
conciliar la defensa de los derechos del hombre y el aumento de las
ganancias?” en Le Monde diplomatique, octubre de 1979. En el
mismo sentido, cf. René Lefort “Solidaridades raciales e intereses de
clase. Componer con los imperativos de la economía sin renunciar
al ‘desarrollo separado’” y para la misma “lógica” desde el punto de
vista sindical, Brigitte Lachartre, “Un sistema de prohibiciones que
se ha vuelto molesto”, ibíd.; cf. También Marianne Cornevin, La
República sudafricana, PUF, París, 1982.). Eso también deberá
guardarse en la memoria: si un día se aboliera el apartheid, la moral
no se habrá dado por satisfecha. Porque la moral no debería contar,
por cierto, ni hacer cuenta, pero porque la ley del mercado le habrá
impuesto otro cálculo, a escala de cómputo mundial.
4
El discurso teológico-político del apartheid tiene dificultades, a
veces, en seguir, pero ilustra la misma economía, la misma
contradicción intra-europea.
Uno no se contenta con inventar la prohibición y con enriquecer
cada día el aparato jurídico más represivo del mundo: más de
doscientas leyes y enmiendas en veinte años con la fiebre y el
ahogo de un legalismo obsidional (Ley de Prohibición del Matrimonio
Mixto, 1949; Ley de Enmienda a la Inmoralidad, 1950: contra las
relaciones sexuales interraciales; Ley de Áreas de Grupo, 1950; Ley
de Registro de Población, 1950; Reserva de Servicios Separados:
segregación en los cines, oficinas de correo, playas, piletas, etc.;
Ley de enmienda al transporte, 1955; Ley de Extensión de la
Educación Universitaria: universidades separadas, y lo sabemos
bien, la segregación en las competencias deportivas).
Se funda también este derecho en una teología, y sus Leyes, en
la Escritura. Pues el poder político procede de Dios. Permanece, por
lo tanto, indivisible. Sería una “rebelión contra Dios” otorgar
derechos individuales “a las comunidades que no están maduras” y
a aquellos que están “en rebelión abierta contra Dios, es decir, los
comunistas”. Esta lectura calvinista de la Escritura condena la
democracia, el universalismo “que busca la raíz de la sociedad en
un conjunto mundial de relaciones soberanas que incluye la
humanidad en un todo”; y recuerda que “la Escritura y la Historia
muestran, una y otra, que Dios exige Estados cristianos” (Principios
fundamentales de la ciencia política calvinista, 1951, citado por
Serge Thion, El poder apagado o el racismo sudafricano, París,
1969).
La Carta del Instituto para la Educación Nacional Cristiana (1948)
enuncia las únicas reglas posibles para un gobierno de África del
Sur. Prescribe una educación “a la luz de las palabras de Dios […]
sobre la base de los principios aplicables de la Escritura”. “Pues
cada pueblo y cada nación está unida a su suelo natal, que le es
asignado por el Creador. […] Dios ha querido separar las naciones y
los pueblos, dio separadamente a cada nación y a cada pueblo su
vocación particular, su tarea y sus dones…”. O también más: “La
doctrina y la filosofía cristianas deberán ser practicadas. Pero
anhelamos más aún: las ciencias seculares deberán ser enseñadas
según la óptica cristiana-nacional de la vida. […] Es importante, en
consecuencia, que el personal docente esté formado por sabios
cristiano-nacionales convencidos. […] A menos que [el profesor] sea
cristiano, es un peligro para todos. […] Esta tutela impone al
Africaner el deber de velar para que los pueblos de color sean
educados de acuerdo a los principios cristiano-nacionales. […]
Creemos que el bienestar y la dicha del hombre de color residen en
el hecho de que reconozca su pertenencia a un grupo racial
separado”.
Sucede que esta teología política inspira a sus militantes un
antisemitismo original –y el Partido Nacional excluía a los judíos
hasta 1951. Es que la mitología “hebraísta” del pueblo bóer, de sus
orígenes nómadas y de la Gran Travesía, excluye cualquier otro
“pueblo elegido”. Lo cual no prohíbe (ver más arriba) toda suerte de
buenos intercambios con Israel.
Pero no simplifiquemos. Entre todas las contradicciones
domésticas así exportadas, sostenidas, capitalizadas por Europa,
está todavía esta que no es simplemente una entre otras: se
justifica, ciertamente, pero también se condena el apartheid en
nombre de Cristo. De esta evidencia se podría multiplicar los signos.
Es necesario saludar la resistencia blanca en África del Sur. El
Instituto Cristiano, creado después de la matanza de Shaperville en
1961, juzga el apartheid incompatible con el mensaje evangélico y
sostiene públicamente los movimientos políticos negros prohibidos.
Pero es necesario saber también que es ese instituto cristiano y no
el Instituto por la Educación Nacional Cristiana el que a su vez se
prohíbe en 1977. Todo, desde luego, bajo un régimen en el que las
estructuras formales son las de una democracia occidental, al estilo
británico, con “sufragio universal” (salvo para el 72% de los negros
“extranjeros” a la República y ciudadanos de los “bantustanes” que
son empujados “democráticamente” hacia la trampa de la
independencia formal), una relativa libertad de prensa, la garantía
de los derechos individuales y de la magistratura.
5
¿Qué es África del Sur? Lo que se concentra en este enigma, quizá
lo hemos delimitado, de ningún modo disuelto o disipado, a través
de los bosquejos de estos análisis. A causa precisamente de esta
concentración de la historia mundial, lo que resiste al análisis
convoca también a pensar de otro modo. Si se pudieran olvidar los
sufrimientos, las humillaciones, las torturas y las muertes, se estaría
tentado de observar esta región del mundo como un cuadro gigante,
la pantalla de una computadora geopolítica. Durante el proceso
enigmático de su mundialización, como de su paradójica
desaparición, Europa parece proyectar allí, punto por punto, la
silueta de su guerra interior, el balance de sus ganancias y de sus
pérdidas, la lógica en “double bind”* de sus intereses nacionales y
multinacionales. Su evaluación dialéctica es solamente la
congestión provisoria de un equilibrio precario, y el apartheid
traduce hoy su precio. Todos los Estados y todas las sociedades
aceptan aún pagarlo; primero, hacerlo pagar. Tiene que ver,
aconseja el cómputo, con la paz mundial, la economía general, el
mercado de trabajo europeo, etc. Sin minimizar las “razones de
Estado” alegadas, se debe, sin embargo, decirlo en voz bien alta y
de un tirón: si esta es la situación, las declaraciones de los Estados
occidentales que denuncian el apartheid desde lo alto de las
tribunas internacionales y en otros lugares son dialécticas de la
denegación. Procuran hacer olvidar, con bombos y platillos, ese
veredicto de 1973: “crimen contra la humanidad”. Si queda sin
efecto ese veredicto es porque el discurso habitual sobre el hombre,
el humanismo y los derechos del hombre ha encontrado su límite
efectivo y aún impensado, el de todo el sistema en el que cobra
sentido. Amnistía Internacional: “Mientras el apartheid subsista, no
habrá allí una estructura conforme a las normas generalmente
reconocidas de los derechos del hombre y cuya aplicación se
pudiera garantizar”.
Más allá del cómputo mundial, de la dialéctica de los cálculos
estratégicos y económicos, más allá de las instancias estatales,
nacionales o internacionales, más allá del discurso jurídico-político o
teológico-político que no alimenta más que la buena conciencia o la
denegación, era necesario, sería necesario, es necesario apelar
incondicionalmente al por-venir de otro derecho y de otra fuerza,
más allá de la totalidad de este presente.
He ahí, me parece, lo que afirma o a lo que apela esta Exposición.
Lo que firma, de un solo trazo. Lo que debe dar a leer y a pensar, y
por lo tanto, a hacer, y aún a dar, más allá del presente de las
instituciones que la sostienen o de esa fundación en la que a su vez
se transforma.
¿Lo logrará? ¿Conseguirá algo con ello? Aquí, por definición, no
se puede asegurar nada.
Pero si un día la Exposición gana, sí, África del Sur guardará la
memoria de lo que jamás habrá sido, en el momento de esas obras
proyectadas, pintadas, reunidas, la presentación de algún presente.
No se puede siquiera traducir al futuro anterior el tiempo de lo que
se escribe así. Y que sin duda no pertenece más a la corriente, en el
sentido breve de la historia. ¿No es verdadero esto para toda
“obra”? ¿Con un verdadero de esa verdad de la que es tan difícil
hablar? Quizás.
La historia ejemplar de “Guernica”, nombre de la ciudad, nombre
de un infierno, nombre de la obra, no carece de analogía con la de
esta Exposición, ciertamente, y pudo haber inspirado la idea: la obra
denuncia la barbarie civilizada y desde el exilio del cuadro, en su
silencio de muerte, se escucha aullar el quejido o la acusación.
Llevada por la pintura, se mezcla con los gritos de los niños y con el
estrépito de los bombarderos, hasta el último día de la dictadura. La
obra, entonces, es repatriada a lugares que no ha habitado jamás.
Ciertamente, pero la obra era, si podemos decir, de uno solo, y
Picasso se dirigía también, no solamente pero también y en primer
lugar, a su propio país. En cuanto al derecho restaurado desde hace
poco en España, participa aún, como en tantos otros países, del
sistema que asegura en el presente, decíamos, la supervivencia del
apartheid. No ocurre lo mismo con esta Exposición.
La obra singular es allí múltiple, pasa todas las fronteras
nacionales, culturales, políticas. No conmemora ni representa un
acontecimiento, mira continuamente, porque siempre los cuadros
miran, eso que propongo nombrar un continente. Todos los sentidos
de esa palabra, se hará con ellos lo que se quiera.
Más allá del continente del que hacen resaltar los límites, esos
que lo rodean o que lo atraviesan, los cuadros miran y llaman, en
silencio.
Y su silencio es justo. Un discurso obligaría aún a contar con el
estado presente de las fuerzas y del derecho. Cerraría los contratos,
se dialectizaría, se dejaría aún reapropiar.
Ese silencio apela sin condición, vela sobre lo que no es, sobre lo
que no es todavía, y sobre la posibilidad, un día fiel, de recordar,
aún.
Traducción: Analía Gerbaudo

74. Texto publicado en 1983 en la apertura de una exposición destinada a convertirse en un


museo contra el Apartheid. Una centena de obras que fueron reunidas allí constituyen,
desde entonces, una exposición itinerante. La asociación de los “Artistas del mundo contra
el Apartheid”, pintores, escultores y escritores, está comprometida a ofrecer ese museo “al
primer gobierno sudafricano libre y democrático, nacido del sufragio universal”.
[Esta traducción se realizó en el marco de una Beca Posdoctoral Externa para
Investigadores Jóvenes (CONICET, abril-julio, 2010) bajo la dirección de la Dra. Cristina De
Peretti (UNED, Grupo Decontra, Madrid) que supervisó y realizó aportes y sugerencias
fundamentales al trabajo. N. de la T.]
* Como lo han señalado Dardo Scavino y María Cecilia González en su traducción de La
vérité en peinture, la expresión “en peinture” en francés significa tanto “en pintura” como
“en apariencia”. Como en aquel texto, Jacques Derrida juega con esta doble acepción en
este artículo. [N. de la T.]
NO APOCALYPSE, NOT NOW. A TODA VELOCIDAD,
SIETE MISILES, SIETE MISIVAS75

Primer misil, primera misiva


Al comienzo, habrá habido la velocidad. Lo que está en juego
parece no tener límites para aquello que se denomina todavía un
poco la humanidad. Se dice con demasiada facilidad: en la guerra
nuclear, “la humanidad” corre el riesgo de una auto-destrucción sin
resto. Habría mucho que decir acerca de este “se dice”. Cualquiera
que sea el crédito que se le conceda a ese rumor, no queda más
remedio que reconocer que lo que está en juego aparece en la
experiencia de una carrera, más concretamente de una
competencia, la competición entre dos velocidades. A eso lo
denominamos una carrera de velocidad. Tanto si se trata de la
carrera armamentística como de órdenes dadas para que se
desencadene una guerra a su vez dominada por esa economía de la
velocidad a través de todos los relevos de su tecnología, un
intervalo de algunos segundos puede decidir irreversiblemente la
suerte de aquello que se denomina todavía un poco la humanidad –
a la cual convendría añadirle en esta ocasión algunas especies.
Como todo el mundo sabe, no hay ni un instante, ni un átomo de
nuestra vida, ni un signo de nuestra relación con el mundo y con el
ser que no esté hoy en día marcado, directa o indirectamente, por
esta carrera de velocidad. Así como por todo el debate estratégico
en torno al arma nuclear, al “no use”, “no first use”, “first use”.76 ¿Es
eso algo nuevo? ¿Es la primera vez en la “historia”? ¿Es una
invención?77 ¿Se la puede seguir situando “en” la historia? Las
guerras más clásicas también eran carreras de velocidad, tanto en
su preparación como en el acto mismo de las hostilidades ¿Acaso
tenemos hoy otra experiencia de la velocidad? ¿Acaso nuestra
relación con el tiempo y con el movimiento se torna cualitativamente
diferente? ¿Acaso no se puede hablar, por el contrario, de una
aceleración extraordinaria, aunque cualitativamente homogénea, de
la misma experiencia? ¿Y de qué temporalidad nos fiamos todavía
al plantear la cuestión de esta manera? Es obvio que no la podemos
tomar en serio si no reelaboramos todas las problemáticas del
tiempo y del movimiento, desde Aristóteles hasta Heidegger,
pasando por Agustín, Kant, Einstein o Bergson. Nuestra primera
formulación resultaba, por lo tanto, simplista. Contraponía la
cualidad y la cantidad como si una transformación cuantitativa, una
vez franqueados determinados umbrales de aceleración, no pudiese
acarrear ciertas mutaciones cualitativas en el dispositivo general de
una cultura, con todas sus técnicas de información, de inscripción y
de archivación; como si cualquier invención no fuese la invención de
un proceso de aceleración o, al menos, una nueva experiencia de la
velocidad; o como si el concepto de velocidad, unido a una
cuantificación del tiempo objetivo, siguiese siendo homogéneo en
cualquier experiencia del tiempo para el sujeto humano o para un
modo de temporalización que el sujeto humano, en cuanto tal,
habría cubierto.
¿Por qué he retrasado, pues, mi introducción arrastrando una
pregunta tan ingenua?
Sin duda, por varias razones.
Primera razón
Consideremos la forma misma de la pregunta: la guerra de
velocidad, con todo lo que rige, ¿es un fenómeno irreductiblemente
nuevo, una invención vinculada a un conjunto de invenciones de la
era así llamada nuclear, o bien la aceleración brutal de un
movimiento que ha estado funcionando desde siempre? No solo ya
siempre, como suele decirse, y como si la expresión “ya siempre”
describiese esa estructura de la misma manera que caracteriza
otras. Aquí, por el contrario, se trataría de una estructura de impulso
total, un “tomar la delantera” cuasi infinito que tornaría posible el “ya
siempre” en general. Esa forma de cuestión constituye, quizás, la
matriz formal más indispensable, la pieza central y, si quieren,
nuclear para una problemática del tipo “nuclear criticism” en todos
sus aspectos.
Naturalmente, hemos de ir deprisa y no tendremos tiempo de
demostrarlo. Adelanto, por consiguiente, esta proposición –relativa a
una forma de la cuestión– a modo de conclusión apresurada, de
aserto precipitado, de creencia, de argumento dóxico o de arma
dogmática. Al comienzo, la doxa. Me interesaba comenzar de este
modo y por ahí. Quería empezar lo más rápidamente posible con
esta puesta en guardia, dicho de otro modo, con este gesto
disuasorio: cuidado, no vayan demasiado deprisa, quizá no haya
ninguna invención, ningún predicado radicalmente nuevo en la
situación así llamada de la “era nuclear”. De todas las dimensiones
de una era semejante siempre se puede decir: no es ni la primera ni
la última vez. La vigilancia crítica del historiador siempre puede
ayudarnos a comprobar esa repetitividad. Y esa paciencia
historiadora, esa lucidez de la memoria, debe iluminar siempre la
“crítica nuclear”, obligarle a desacelerar, disuadirla de precipitar la
conclusión acerca de la velocidad misma. Pero el frenazo disuasorio
comporta sus propios riesgos. El celo crítico que empuja a
reconocer por doquier los precedentes, las continuidades, las
repeticiones, nos puede llevar a que, cual sonámbulos suicidas,
sordos o ciegos, no veamos lo inaudito, no veamos aquello que,
pese a la semejanza asimiladora de los discursos (por ejemplo, los
del tipo apocalíptico o bi-milenarista), pese a la analogía de las
situaciones técnico-militares, de los dispositivos estratégicos con
sus componentes de apuestas, de cálculos al borde del abismo, de
incertidumbres, de afán mimético, etc., sería totalmente único y
buscaría en los fondos históricos, en una palabra, en la historia sin
más cuya función aquí sería precisamente ésa, algo con lo que
neutralizar la invención, traducir lo desconocido a algo conocido,
metaforizar, alegorizar, domesticar el terror, eludir por medio de
maniobras, de tropos, de estrofas, la catástrofe ineludible, el hecho
de precipitarse sin rodeos hacia un cataclismo sin resto. Lo inaudito,
aquí, sería lo abisal y “no ver” el precipicio podría equivaler
asimismo, para el sonámbulo al que me refiero, a caer en él sin ver
y sin saber. Pero ¿cómo morir de otro modo? La aminoración crítica
y disuasoria puede ser, por consiguiente, tan crítica como la
aceleración crítica. Siempre podemos morirnos tras habernos
pasado la vida reconociendo, cual lúcidos historiadores, hasta qué
punto todo eso no era nada nuevo, diciéndonos que los inventores
de la era nuclear o de la crítica nuclear, como suele decirse, no han
“inventado la pólvora”. En cualquier caso, morimos siempre en esa
sombría luz de la memoria, y la muerte de lo que todavía se sigue
denominando un poco la humanidad quizá tampoco pueda escapar
a la regla.
Segunda razón
¿Cuál es, por lo tanto, la buena velocidad? A pesar de ser
incapaces de dar una buena respuesta, una respuesta que no
resulte intempestiva para esta pregunta, al menos hemos de
reconocer, quiero decir, admitir con agradecimiento que la era
nuclear nos hace pensar esta aporía de la velocidad desde el límite
de la aceleración absoluta en donde vendrían a confundirse, en la
unicidad de un último acontecimiento, complicidad o colisión última,
las temporalidades así llamadas subjetiva y objetiva,
fenomenológico-trascendental e intramundana, auténtica e
inauténtica, originaria o “vulgar” –dicho sea para jugar con
categorías bergsonianas, husserlianas o heideggerianas–. Sin
embargo, al plantear estas cuestiones a los participantes en un
coloquio sobre el “nuclear criticism”, me pregunto asimismo a qué
velocidad es preciso tratar estas aporías: con qué retórica, qué
economía o qué estrategia de la implicación, qué argucias de la
potencialización, qué capitalización de la elipsis, qué armas de la
ironía. La “era nuclear” determina cierto tipo de coloquios, su
tecnología de la información, de la difusión y de la archivación, su
ritmo de habla, sus procedimientos de demostración –y, por
consiguiente, sus argumentos y sus armamentos, sus modos de
persuasión o de intimidación.
Tercera razón
Una vez planteada esa pregunta, muy rápidamente, acerca de la
velocidad, depongo unilateralmente las armas, pongo las cartas
sobre la mesa. Anuncio que, por falta de tiempo, el de la
preparación y el del acto de habla, no haré una verdadera
“comunicación”. Dicho lo cual, pensarán ustedes, acaparo no
obstante más tiempo que todos mis demás compañeros. Opto pues,
como ya habrán comprobado, por el género o la forma retórica de
pequeños núcleos atómicos (en curso de fisión, de fusión o de
división en cadena que puede interrumpirse) que dispondré o, más
bien, proyectaré hacia ustedes, como si fueran pequeños misiles
inofensivos, de forma discontinua y más bien aleatoria. Será éste mi
pequeño cálculo estratégico y capitalístico para decir
potencialmente, y obteniendo con ello el mayor placer posible, el
mayor número de cosas posibles. La capitalización –y el
capitalismo– siempre tiene la estructura de una potencialización de
la velocidad. Se trataba pues, a razón de tres puntos, de mi primer
misil o de mi primer aforismo nuclear: al comienzo, habrá habido la
velocidad que ya siempre gana por la mano, toma la delantera,
como suele decirse, es decir, adelanta o supera tanto el acto como
el habla.
Segundo misil, segunda misiva
Para semejante hazaña, nos podemos creer competentes. Y eso por
lo que acabo de anunciar muy rápidamente: a causa de la velocidad.
En efecto: jamás, en ninguna parte, la disociación entre el lugar
de la competencia y el lugar de todo aquello que está en juego ha
parecido tan rigurosa y tan peligrosa, tan catastrófica. Digo bien: ha
parecido tal. ¿Acaso no es aparentemente la primera vez que esta
disociación, más infranqueable que nunca para el común de los
mortales, pone en juego la suerte de aquello que se denomina
todavía un poco la humanidad por entero, incluso la de la tierra por
entero, en el momento en que el Presidente de ustedes se plantea
incluso llevar la guerra más allá de la tierra? ¿Acaso esta
disociación (que es la disociación, la división y la dislocación del
socius, de la socialidad misma) no nos hace pensar la esencia del
saber y de la techné misma, en cuanto socialización y de-
socialización, constitución y deconstrucción del socius?
¿Es preciso, entonces, tomar en serio esa disociación? ¿Y qué es
aquí lo serio? Ésta es la primera cuestión y, por consiguiente, la
primera razón por la cual no resulta totalmente impertinente o
inconsecuente abrir un coloquio sobre lo nuclear en un espacio, el
nuestro, esencialmente ocupado por no-expertos, por personas que
se plantean preguntas y que sin duda no saben muy bien quiénes
son, que no saben seguramente lo que justifica o legitima su
comunidad pero que saben, al menos, que no son profesionales del
ejército, de la estrategia, de la diplomacia o de la tecnociencia
nuclear.
Segunda razón
De acuerdo, no somos expertos de la estrategia, de la diplomacia ni
de la tecnociencia así llamada nuclear. Estaríamos más bien vueltos
hacia lo que se denomina no ya la humanidad sino las
humanidades, la historia, la literatura, las lenguas, la filología, las
ciencias sociales, en una palabra, todo aquello que, en la
universidad kantiana, quedaba situado en la clase así llamada
inferior de la facultad de filosofía, ajena a cualquier ejercicio del
poder.78 Somos especialistas del discurso y del texto, de todo tipo
de textos.
Sin embargo, me atrevería a decir que, a pesar de las
apariencias, eso nos habilita tanto más para ocupamos seriamente
de la cosa nuclear. Y, si todavía no lo hemos hecho, esa
responsabilidad a la que habríamos así faltado nos prescribe que
nos preocupemos de esa cosa. En primer lugar, en cuanto
representantes de la humanidad o de las humanidades
incompetentes que deben pensar con todo rigor el problema de la
competencia ante una apuesta que es la suya y la de los demás.
Ante el terror nuclear, ¿cómo hacer que la palabra circule no solo
entre los que son presuntamente competentes y los que son
supuestamente incompetentes sino también entre los que son
competentes y los competentes mismos? Porque tenemos más que
la sospecha, tenemos la certeza de que, en este ámbito en
particular, hay una multiplicidad de competencias disociadas,
heterogéneas. El saber no es ahí ni coherente ni totalizable.
Además, entre los que son competentes, con una competencia
tecnocientífica (los inventores, los que se dedican a la invención,
tanto en el sentido de la revelación o del descubrimiento
“constatativo” como en el de la producción de nuevos dispositivos
técnicos y performativos), y los que son competentes con una
competencia político-militar, los que están capacitados para tomar
decisiones, los delegados de la performatividad o del performativo,
la frontera resulta más indecidible que nunca, de la misma manera
que lo es entre el bien y el mal de toda tecnología nuclear. Si, por
una parte, aparentemente es la primera vez que las competencias
están tan peligrosa y tan eficazmente disociadas, por el contrario y
desde otro punto de vista, nunca han estado tan terriblemente
acumuladas, concentradas, confiadas, como si fueran un juego de
dados, entre tan pocas manos: los militares también son científicos y
están fatídicamente en situación de participar en la decisión final,
por mucho que se tomen precauciones al respecto. Todos ellos, es
decir, muy pocos, están en situación de inventar, de inaugurar, de
improvisar procedimientos y de dar órdenes allí donde ningún
modelo –sobre ello hablaremos más adelante– puede resultarles de
socorro alguno. Entre constatar, revelar, saber, prometer, actuar,
simular, dar órdenes, etc., el límite nunca ha sido tan precario,
incluso indecidible. Ésta es la situación hoy en día: situación límite
en donde el límite queda en suspenso, en donde, por consiguiente,
el krinein, la crisis, la decisión misma y la elección se sustraen a
nosotros, nos abandonan, como el resto de esa sustracción que
somos. A partir de esa situación es preciso que nosotros re-
pensemos las relaciones entre saber y actuar, entre los speech acts
constatativos y los speech acts performativos, entre la invención que
encuentra lo que ya estaba ahí y aquella que produce nuevos
dispositivos o nuevos lugares. En lo indecidible y en el momento de
una decisión que no tiene parangón alguno con ninguna otra, es
preciso que reinventemos la invención y que pensemos otra
“pragmática”.
Tercera razón
Dentro de nuestra incompetencia tecno-científico-militar-diplomática,
nos podemos, sin embargo, creer tan competentes como otros para
tratar de un fenómeno cuya característica esencial es la de ser de
arriba abajo fabulosamente textual. El armamento nuclear depende,
más que ningún otro armamento anterior, al parecer, de unas
estructuras de información y de comunicación, de lenguaje, y de
lenguaje no vocalizable, de clave y de desciframiento gráfico. Pero
se trata de un fenómeno fabulosamente textual asimismo en la
medida en que, por el momento, no ha tenido lugar una guerra
nuclear: solo se puede hablar y escribir acerca de ella. Es posible
que ustedes se digan: pero ésta no es la primera vez; de las demás
guerras, mientras no habían tenido lugar, solamente se podía hablar
y escribir acerca de ellas. Y, en lo que respecta al pavor de la
anticipación imaginaria, ¿quién podría probar que un europeo de
después de la guerra del 70 no habría quedado más aterrorizado
por la imagen “tecnológica” de los bombardeos y de los exterminios
de la Segunda Guerra mundial, caso de que hubiera podido
formársela, de lo que lo estamos nosotros con la imagen que nos
hemos podido formar de una guerra nuclear? La lógica de este
argumento no carece de valor, sobre todo si se piensa en una
guerra nuclear limitada y “propia”. Pero pierde su valor ante la
hipótesis de una guerra nuclear total que, en cuanto hipótesis o, si lo
prefieren, en cuanto fantasma, condiciona todos los discursos y
todas las estrategias. A diferencia de las demás guerras, las cuales
estuvieron todas ellas precedidas por unas guerras de un estilo más
o menos parecido en la memoria de los hombres (y la pólvora de
cañón no marcó una ruptura decisiva al respecto), la guerra nuclear
carece de precedente. Ella misma jamás ha tenido lugar, es un no-
acontecimiento. La explosión de las bombas atómicas en 1945 cerró
una guerra “clásica”, no desencadenó una guerra nuclear. La
terrorífica “realidad” del conflicto nuclear no puede ser más que el
referente significado, nunca el referente real (presente o pasado) de
un discurso o de un texto. Al menos hoy por hoy. Y eso nos hace
pensar el hoy, la presencia de ese presente a través de esa
fabulosa textualidad. Mejor y más que nunca. La creciente
multiplicación de los discursos –incluso de la literatura– al respecto
constituye quizás un proceso de domesticación amedrentada, la
asimilación anticipadora de ese radicalmente-otro inanticipable. Por
el momento, hoy por hoy, se puede decir que una guerra nuclear no
localizable no ha tenido lugar, solamente tiene existencia por lo que
se dice de ella y ahí donde se habla de ella. Algunos podrían, por lo
tanto, denominarla una fábula, una pura invención: en el sentido en
que se dice que un mito, una imagen, una ficción, una utopía, una
figura retórica, un fantasma son invenciones. También se puede
denominar eso una especulación –incluso una especulación
fabulosa–. La fractura del espejo79 sería finalmente, por medio de un
acto de lenguaje, el acontecimiento mismo del acto nuclear. ¿Quién
puede jurar que nuestro inconsciente no lo aguarda? ¿Que no
sueña con ello? ¿Que no lo desea?
Quizá les resulte a ustedes chocante ver la cosa nuclear reducida
a una fábula. Pero no he dicho simplemente eso. He recordado que
la guerra nuclear, por el momento, era una fábula, a saber, aquello
acerca de lo que solamente se puede hablar. Pero ¿acaso puede
alguien desconocer la pesada “realidad” de los armamentos
nucleares y de las espeluznantes fuerzas de destrucción que se
almacenan por doquier, que se capitalizan y constituyen el
movimiento mismo de la capitalización? Es preciso distinguir esta
“realidad” de la era nuclear; y es preciso distinguir entre la ficción y
la guerra. Ahora bien –éste sería quizás el imperativo de una crítica
nuclear–, también hay que estar atentos a interpretar de una forma
crítica esta distinción crítica o diacrítica. Porque la “realidad” de la
era nuclear y la fábula de la guerra nuclear quizá se distingan, pero
no son dos cosas distintas. La guerra (dicho de otro modo, por el
momento, la fábula) es la que pone en funcionamiento ese fabuloso
esfuerzo de guerra, esa capitalización insensata de armamentos
sofisticados, esa carrera de velocidad con vistas a la velocidad, esa
precipitación enloquecida que, a través de la tecnociencia, a través
de toda la capacidad inventiva tecnocientífica que impulsa,
estructura no solo el ejército, la diplomacia, la política sino la
totalidad del socius humano hoy en día, todo lo que es denominado
con las viejas palabras: cultura, civilización, Bildung, scholé, paideia.
La “realidad”, digamos la institución general de la era nuclear, es
construida por la fábula a partir de un acontecimiento que nunca ha
llegado (salvo en el fantasma, y eso no es poco80), un
acontecimiento del que solamente se puede hablar, un
acontecimiento cuya venida sigue siendo una invención de los
hombres (en todos los sentidos de la palabra “invención”) o que,
mejor todavía, sigue estando por inventar. Una invención porque
depende de nuevos dispositivos técnicos, ciertamente, pero una
invención asimismo porque no existe y sobre todo porque, el día en
que existiera, sería un estreno de primera.
Cuarta razón
Puesto que estamos hablando de fábula, de lenguaje, de escritura y
de retórica, de ficción y de fantasma, vayamos más lejos. La guerra
nuclear no depende del lenguaje por la única razón de que
solamente podemos hablar de ella –y como de algo que todavía no
ha tenido nunca lugar–. No depende del lenguaje por la única razón
de que los “incompetentes” de todos los bandos solamente pueden
hablar de ella a modo de charla o de doxa –y esa frontera entre
doxa y episteme se enreda desde el momento en que ya no hay
ninguna competencia absolutamente legitimable para un fenómeno
que ya no es estrictamente tecnocientífico sino, de arriba abajo,
tecno-militar-político-diplomático y que hace que, en sus cálculos,
intervenga la doxa o la incompetencia misma–. Aquí, por una vez,
solo hay doxa, opinión, belief. Una vez llegados al lugar decisivo de
la era nuclear, dicho de otro modo, una vez llegados al lugar crítico
de la era nuclear, ya no podemos contraponer la creencia a la
ciencia, la doxa a la episteme. En ese lugar crítico, ya no hay sitio
para una distinción entre creencia y ciencia, por consiguiente,
tampoco hay ya sitio para un “nuclear criticism” stricto sensu. Ni
siquiera para una verdad en ese sentido. Ni verdad, ni apocalipsis.
No, la guerra nuclear no es solamente fabulosa porque solamente
se pueda hablar de ella sino porque la extraordinaria sofisticación de
las tecnologías –que son asimismo tecnologías del envío, del misil
en general, de la misión, de la emisión y de la transmisión, como
cualquier techné– co-existe, co-opera esencialmente con la
sofística, la psico-retórica y la psicagogia más somera, más arcaica,
más vulgarmente dóxica.
Tercer misil, tercera misiva
Nos podemos creer competentes porque la sofisticación de la
estrategia nuclear siempre va de la mano de una sofisticación de la
creencia y de la simulación retórica de un texto.
Primera razón
La organización mundial del socius humano depende hoy en día de
la retórica nuclear. Esto resulta inmediatamente legible en el hecho
de que se denomina (al menos en mi lengua) “estrategia de la
disuasión” a toda la lógica oficial de la política nuclear. Disuasión
(deterrence) quiere decir “persuasión”. La disuasión es un modo o
un efecto negativo de la persuasión. El arte de persuadir es, como
saben ustedes, uno de los ejes de lo que, desde la Antigüedad, se
denomina la retórica. Disuadir es, sin duda, persuadir pero no solo
de pensar o de creer esto o aquello, que puede ser un estado de
hecho o una interpretación, sino de que hay que no hacer algo. Se
disuade a alguien cuando se lo persuade de que es peligroso,
inoportuno o malo decidir hacer algo. La retórica de la disuasión es
un dispositivo de performativos con vistas a otros performativos. La
anticipación de la guerra nuclear (temida como el fantasma de una
destrucción sin resto) instala a la humanidad –e incluso define
mediante todo tipo de relevos la esencia de la humanidad moderna–
en su condición retórica. Recordar eso no es convertir en vanidosa
verborrea el horror de la catástrofe nuclear que ya está
deteriorando, según algunos, y que al mismo tiempo, según otros,
mejora la totalidad de nuestro mundo; no es decir que ese
pharmakon absoluto está tejido por palabras, como si se dijese: todo
este horror no es más que retórica. Por el contrario, nos hace
pensar hoy en día, retrospectivamente, el poder y la esencia de la
retórica; e incluso de la sofística vinculada desde siempre, al menos
desde la guerra de Troya, a la retórica (por ceñirnos a la
determinación griega de lo que aquí estamos abocados a nombrar,
al modo griego, la sofística y la retórica).
Segunda razón
Más allá de esa retoricidad esencial, es preciso situar la
contemporaneidad entre el refinamiento hiperbólico, la sofisticación
tecnológica de la misilidad o de la misividad y la tosquedad de las
argucias sofísticas que se elaboran en los estados mayores político-
militares. Desde la guerra de Troya hasta la guerra nuclear, la
preparación técnica ha progresado prodigiosamente, pero los
esquemas psicagógicos y discursivos, las estructuras mentales y las
estructuras de cálculo intersubjetivo en la teoría de juegos no han
cambiado nada. Ante el salto tecnológico, un hombre de la Primera
Guerra mundial puede quedarse con la boca abierta, pero Homero,
Quintiliano o Cicerón no se habrían sorprendido si hubieran leído lo
que yo leí en el New York Times hace unos días cuando estaba
preparando este “paper” (para lo que quiero decir de la doxa, hay
que considerar los news papers como buenas referencias). Se trata
de un artículo de Leslie H. Gelb, corresponsal del Times (para la
“National Security”) en Washington. Es evidente que Gelb no es
favorable a la administración Reagan. Su artículo toma partido,
expone lo que puede denominarse una “opinión”, una creencia.
Solamente aíslo un punto dentro de un artículo lleno de
informaciones. Uno de los subtítulos del periódico retoma las
palabras del texto para decir: “Reagan stretches the meaning of
deterrence, says the author. Gaining superiority translates into
diplomatic power”.81 Y, en efecto, el discurso de Gelb analiza, en un
momento determinado, las supuestas creencias de la administración
Reagan. Termina, pues, hablando de las opiniones, de la doxa, de
las creencias (viejas palabras, viejas cosas: ¿cómo integrarlas en el
mundo de la tecnología nuclear?). No las creencias de un individuo,
ni siquiera de un grupo de individuos, sino de las de una entidad
llamada “Administración”. ¿Dónde se encuentra alojada la “creencia”
de una Administración? Toda la teoría de los juegos estratégicos
que analiza Gelb integra entonces, por una parte, unas creencias
que se ostentan o que se dan por supuestas y, por otra parte, unas
creencias o unas opiniones inducidas. Más adelante, Gelb tiene en
cuenta la valoración de los soviéticos (por consiguiente, su creencia)
no solo cuando se trata de la fuerza nuclear de los americanos sino
también de su resolución –traduzcan ustedes: de su creencia en sí
mismos–. Ahora bien ¿qué ocurre del lado de la creencia americana
en tiempos de Reagan? Asistimos, por una parte, a una evolución
de la creencia, por otra parte, a una aparente innovación retórica, la
elección de un nuevo término, de pronto acompañado de una doble
hermenéutica, de una exégesis secreta y de una exégesis pública;
se trata de ese único y pequeño término, “to prevail”, cuya carga,
inversión y presuntos efectos tienen por lo menos tanta importancia
como ciertas mutaciones tecnológicas cuya naturaleza, por ambas
partes, sería capaz de desplazar los elementos estratégicos de una
eventual confrontación armada. Ustedes conocen el episodio mejor
que yo: se trata de la política definida en el documento Fiscal Year
1984-1988 Defense Guidance (primavera de 1982), según la cual,
en el transcurso de una guerra nuclear de cierta duración, los
Estados Unidos “must prevail”, han de vencer, de ostentar la
supremacía. Esta política, oficial y secretamente establecida, fue
con posterioridad públicamente rechazada por Weinberger, el actual
secretario de Defensa, en dos cartas (agosto de 1982, julio de 1983)
citadas y comentadas por Theodore Draper (“Nuclear Temptations”,
New York Review of Books, 19 de enero de 1984).
Todo se reúne en la exégesis, pública o secreta, de un solo
término. ¿Qué significa to prevail? Ostentar la supremacía, ¿en qué
puede consistir eso? ¿Qué puede querer decir o qué ha de implicar?
Rastreemos ahora la palabra “creencia” (belief) en la interpretación
propuesta por Gelb:
En la creencia aparente (apparent belief) de la administración Reagan, según la cual
se podría controlar efectivamente una guerra nuclear, una vez que ésta hubiese
comenzado, y se la podría proseguir durante un período que podría durar meses, la
doctrina ha sido asumida más allá de unos límites bien establecidos. Semejante
creencia podría empujar un día a un líder a pensar que él podría correr el riesgo de
empezar una guerra nuclear porque sería capaz de detenerla justo antes de una
catástrofe total. Pero la administración Reagan fue todavía más lejos al reintroducir
de nuevo la idea, de 1950, según la cual habría efectivamente que tratar de ganar
una guerra nuclear. Durante los últimos veinte años, la Administración ha utilizado
expresiones tales como “evitar la derrota” (preventing defeat) o “evitar un desenlace
desfavorable” (avoiding an unfavorable outcome) para describir su creencia según la
cual no habría vencedor en una guerra nuclear. A raíz de la algarabía provocada por
el uso secreto del término “prevail”, Weinberger declaró que “en ninguna parte de
todo esto pretendemos implicar (do we mean to imply) que se puede ganar una
guerra nuclear. Esta noción no tiene cabida en nuestra estrategia. Consideramos las
armas nucleares únicamente como un medio para disuadir a los soviéticos de que
piensen (from thinking) que alguna vez podrían recurrir a ellas”[Soy yo quien
subraya].

Lo mismo que el juego entre lo público y lo secreto, la multiplicidad


de las retóricas se ajusta a la multiplicidad de los presuntos
destinatarios: opinión pública americana o no americana,
decididores americanos o soviéticos, como si, por lo demás, el
adversario no intentase integrar inmediatamente todas esas
variables en su cálculo. Se trata, en efecto, de retórica, ¡y de eso es
precisamente de lo que se habla! El concepto, incluso el término
retórica, sirve a la retórica de la sobrepuja y de la acusación. Saben
ustedes que Chernenko acaba de denunciar la “retórica” –son sus
palabras– de Reagan. Y Gelb también: “La política declaratoria de
Reagan está en total concordancia con la retórica oficial del pasado”
(p. 29. Soy yo quien subraya). Pero sigamos con la lectura de Gelb:
El Sr. Reagan ha publicado asimismo varios desmentidos. No obstante, la sospecha
sigue rondando: algo tenía la Administración en mente (in mind) al elegir ese término.
Algunos oficiales de esa Administración han escrito y hablado de la verosimilitud de
la guerra nuclear y de la necesidad, para los Estados Unidos, de prepararse para
llevarla a cabo, para sobrevivir a ella y para ganarla. Lo que no está claro es hasta
qué punto estas miras son compartidas por la Administración. La explicación
caritativa, y la que más concuerda con mi propia experiencia de los oficiales de
Reagan, es que “prevailing” corresponde realmente, para ellos, al objetivo de una
superioridad nuclear estratégica con respecto a la Unión Soviética. Buena parte de
estos oficiales han participado en la preparación de la plataforma del Partido
republicano de 1980, la cual recomienda alcanzar en todos los campos una
superioridad militar y tecnológica con respecto a la Unión Soviética. Son muchos, en
el equipo de Reagan, aquellos para los cuales la superioridad nuclear es importante
no en razón de su optimismo al pensar en llevar a cabo y ganar una guerra nuclear,
sino porque creen que esta especie de superioridad puede traducirse en poder
diplomático (translatable into diplomatic power) y, en caso de crisis, en un medio para
obligar al otro a ceder. Idea altamente discutible y que, creo yo, ninguna prueba viene
a corroborar [Soy yo quien subraya].

Gelb cree (“I believe”) que no hay ninguna prueba. Cree que solo
hay creencias. La creencia “Reagan” no se basa en pruebas. Pero,
por definición, no podría. No hay pruebas en este terreno. La
superioridad nuclear nunca es absoluta ni está absolutamente
probada, jamás se ha podido apostar por ella, de un modo
absolutamente demostrativo, para intimidar al adversario en período
de crisis. Solamente hay una prueba imaginable, la guerra y,
finalmente, ésta ya no prueba nada. A la creencia “Reagan”, el
discurso contrario solamente le puede contraponer otra creencia, su
propia retórica y su propia hermenéutica. Gelb no deja de invocar su
“creencia” y, ante todo, su “experiencia” (de la psicología de los
hombres del Pentágono o de la Casa Blanca).
En cuanto a la “traducción” (translation), “en poder diplomático”,
de un término nuevo (prevailing), podría pensarse, en primer lugar,
que la palabra “traducción” solamente tiene un sentido amplio, vago
y metafórico: se trataría, en efecto, de traducir una palabra, pero
también una realidad (la superioridad nuclear y la conciencia que se
puede tener de ella), a otro terreno, el del poder diplomático, en el
transcurso de una transferencia, en suma, no lingüística.
Ciertamente, pero la cosa se complica en el momento en que se
tiene en cuenta este hecho: el “poder diplomático” nunca se
despliega fuera de texto, siempre va unido a un discurso, a un
mensaje, a un envío. Tiene la estructura de un texto en el sentido
ilimitado que doy a esta palabra y en el sentido más estrictamente
tradicional del término. Sólo hay texto, tanto en las pruebas de
fuerza como en el momento estrictamente diplomático, es decir,
sofístico-retórico, de la diplomacia.
Cuarto misil, cuarta misiva
No creemos en las aporías del referente nuclear.
A título del nuclear criticism, coloquio organizado por Diacritics,
hemos de hablar de literatura, de la literatura que yo distinguiría aquí
de la poesía, de la epopeya y de las artes literarias en general.
Ahora bien, la literatura –en la modernidad de su sentido– parece
no haber podido constituirse como institución fuera de estas dos
condiciones: 1) un proyecto de archivación, la acumulación de una
especie de memoria objetiva más allá de cualquier soporte oral de la
tradición, 2) la constitución de un derecho positivo: el derecho de
autor, la identificación del firmante, del corpus, la distinción entre el
original y la copia, el original y el plagio, etc. La literatura no se
reduce ni a esa forma de archivación ni a ese estado del derecho,
pero no podría sobrevivirles como la institución que ella es, con su
nombre de literatura. Sin embargo, lo que quizá la unicidad de la
guerra nuclear haga pensar, su ser-por-primera-y-quizá-por-última-
vez, su absoluta capacidad de invención, lo que aquélla hace
incluso pensar aunque siga siendo un engaño, una creencia, una
proyección fantasmática, es evidentemente la posibilidad de una
destrucción irreversible, sin resto, del archivo jurídico-literario, por
consiguiente, del fundamento de la literatura y de la crítica. Esta
posibilidad no implica necesariamente la destrucción de la
humanidad, de la tierra humana, ni siquiera de otros discursos (artes
o ciencias), ni siquiera de la poesía o de la epopeya; éstas podrían
reconstruir su proceso vivo y su archivo, al menos en la medida en
que la estructura de ese archivo (el de una memoria no literaria)
implica estructuralmente la referencia a un referente real y exterior al
mismo archivo. Digo bien: en la medida en que y con esa hipótesis.
No es seguro que todos los demás archivos, cualquiera que sea su
soporte material, tengan un referente semejante absolutamente
fuera de sí mismos, fuera de su propia posibilidad. Si lo tienen,
entonces pueden con todo derecho reconstruirse y, por
consiguiente, sobrevivir de otro modo. Pero si no lo tienen, o en la
medida en que no lo tengan fuera de sí mismos, se encuentran en el
caso de la literatura. Podría decirse que participan de la literatura en
cuanto que ésta produce su referente como referente ficticio o
fabuloso que depende en sí mismo de la posibilidad de la
archivación, que está constituido en sí mismo por el acto de la
archivación. Esto conduciría a una extensión considerable, abusiva
–dirían algunos– del campo de la literatura. Pero ¿quién ha
demostrado que la literatura sea un campo con límites indivisibles y
simplemente asignables? Los acontecimientos conocidos con el
nombre de literatura son delimitables. En principio, hay una historia
posible de ese nombre y de las convenciones vinculadas a esa
nominación. Sin embargo, no ocurre lo mismo con las posibilidades
estructurales de lo que así se denomina y no se limita a los
acontecimientos ya conocidos con ese nombre.
Nos encontramos aquí ante la hipótesis de una destrucción total y
sin resto del archivo. Ésta tendría lugar por vez primera y carecería
de proporción común con, por ejemplo, el incendio de una biblioteca,
aunque fuera la de Alejandría que hizo correr tanta tinta y alimentó
tantas literaturas. La hipótesis de esa destrucción total atiende a la
deconstrucción, guía su andadura, permitiendo reconocer a la luz,
por así decirlo, de esa hipótesis o de ese fantasma, las estructuras y
la historicidad propias de los discursos, de las estrategias, de los
textos o de las instituciones que hay que deconstruir. Por eso, la
deconstrucción, aquello al menos que se adelanta hoy en día con
ese nombre, pertenece a la era nuclear. Y a la era de la literatura. Si
denominamos “literatura” aquello cuya existencia, cuya posibilidad y
cuya significación están más radicalmente amenazadas, por primera
y por última vez, por la catástrofe nuclear, eso nos hace pensar la
esencia de la literatura, su precariedad y la forma de su historicidad
radicales; pero, al mismo tiempo, a través de ella, hace pensar la
totalidad de aquello que, al igual que ella, y en ella desde ese
momento, se halla expuesto a la misma amenaza, constituido por la
misma estructura de ficcionalidad histórica que produce y arrastra
consigo su propio referente. En adelante, se puede afirmar que la
historicidad de la literatura es de arriba abajo contemporánea o más
bien estructuralmente indisociable de algo así como una época
nuclear. Por “época” nuclear entiendo asimismo la epojé que deja en
suspenso el juicio antes de la decisión absoluta. La era nuclear no
es una época, es la epojé absoluta. No es el saber absoluto ni el fin
de la historia, es la época del saber absoluto. La literatura pertenece
a esa época nuclear, la de la crisis y la de la crítica nuclear, al
menos si por esto se entiende el horizonte histórico y ahistórico de
una auto-destructibilidad absoluta sin apocalipsis, sin revelación de
su propia verdad, sin saber absoluto.
Este enunciado no es abstracto. No concierne a unas estructuras
generales ni formales, a cierta ecuación entre una literariedad
extendida a todo archivo posible y una auto-destructibilidad en
general. No, en mi hipótesis se trataría del surgimiento “sincrónico”,
de una co-pertenencia del principio de razón (interpretado desde el
siglo XVII según el orden de la representación, el predominio de la
estructura sujeto/objeto, la metafísica de la voluntad, la tecnociencia
moderna, etc.; remito aquí, con una palabra, a Heidegger quien, en
Der Satz vom Grund, se interesa, por lo demás, no tanto por la
guerra nuclear cuanto por la era atómica como era de la in-
formación que forma e in-forma una imagen del hombre) y del
proyecto de literatura en sentido estricto, aquel que no podemos
hacer remontar más allá de los siglos XVII y XVIII. Para adelantar
esta hipótesis no es preciso seguir a Heidegger en su interpretación
del principio de razón ni en su valoración de la literatura (que
distingue de la poesía), tal y como aparece, par ejemplo, en Was
heisst Denken? Pero sobre esto trato en otros lugares82 y aquí no
puedo adentrarme en esta dirección.
En lo que denomino, en otro sentido, una época absoluta, la
literatura nace y no puede sino vivir su propia precariedad, su
amenaza de muerte y su finitud esencial. El movimiento de su
inscripción es la posibilidad misma de su propio borrarse. Por
consiguiente, no podemos contentarnos con decir que, para tornarse
seria e interesante hoy en día, una literatura y una crítica literaria
han de referirse a la cosa nuclear, ni siquiera que han de dejarse
obsesionar por ella. Ciertamente, hay que decirlo y es verdad. Pero
creo asimismo que, al menos indirectamente, siempre lo ha hecho.
Siempre ha pertenecido a la época nuclear, incluso aunque no hable
de ella “seriamente”. Y, en verdad, creo que se trata de ésta “con
más seriedad” en textos de Mallarmé, de Kafka, de Joyce, por
ejemplo, que en novelas actuales que describen sin rodeos y de
forma “realista” una “verdadera” catástrofe nuclear.
Ésta sería la primera versión de una paradoja del referente. En
dos puntos. 1. La literatura pertenece a la era nuclear en virtud del
carácter performativo de su relación con el referente. 2. La guerra
nuclear no ha tenido lugar, es una especulación, una invención en el
sentido de la fábula o una invención que hay que inventar: para dar
lugar a ella o para impedir que tenga lugar (se necesita tanta
invención para lo uno como para lo otro); y, por el momento, no es
más que literatura. Algunos podrían concluir de esto que, por lo
tanto, no es real y queda toda ella en suspenso en una fabulosa y
literaria epojé.
Quinto misil, quinta misiva
Pero, otra versión u otra vertiente de la misma paradoja, no creemos
más que en el referente nuclear.
Si queremos absolutamente hablar en términos de referencia, la
guerra nuclear es el único referente posible de cualquier discurso y
de cualquier experiencia que compartirían su condición con la de la
literatura. Si, de acuerdo con una hipótesis o una fábula
estructurantes, la guerra nuclear equivale al aniquilamiento total del
archivo, si no de la tierra humana, aquélla se convierte en el
referente absoluto, en el horizonte y en la condición de todos los
demás. Una muerte individual, una destrucción que solo afecta a
una parte de la sociedad, de la tradición, de la cultura siempre
puede dar lugar a un trabajo simbólico del duelo, con memoria,
compensación, interiorización, idealización, desplazamiento, etc. En
ese caso, hay monumentalización, archivación y trabajo sobre el
resto, trabajo del resto. De la misma manera, mi propia muerte, por
así decirlo, en cuanto individuo, siempre puede ser anticipada,
fantasmáticamente, simbólicamente también, como una negatividad
en marcha: una dialéctica de la obra, de la firma, del nombre, de la
herencia. La imagen, el duelo, todos los recursos de la memoria y
de la tradición pueden amortiguar la realidad de esa muerte cuya
anticipación queda entonces tejida de ficcionalidad, de simbolicidad
o, si lo prefieren ustedes, de literatura; y eso aunque yo viva esa
anticipación con angustia, con terror, con desesperación, como una
catástrofe que no tengo ninguna razón para considerar como distinta
del aniquilamiento de toda la humanidad: ésta tiene lugar con cada
muerte individual. No hay ninguna común medida apropiada para
persuadirme de que un duelo personal es menos grave que una
guerra nuclear. No obstante, una cultura y una memoria social se
pueden encargar simbólicamente de cualquier muerte, ésa es
incluso la función esencial y la razón de ser de ambas. Así limitan
tanto más su “realidad”, la amortiguan en lo “simbólico”. El único
referente absolutamente real es, por consiguiente, a la medida de
una catástrofe nuclear absoluta que destruiría irreversiblemente el
archivo total y toda capacidad simbólica, la “supervivencia” misma
en el corazón de la vida. Ese referente absoluto de toda literatura
posible es a la medida del borrarse absoluto de toda huella posible.
Es, por lo tanto, la única huella imborrable, como huella de lo
radicalmente otro. El único “tema” de toda literatura posible, de toda
crítica posible, su único referente último y a-simbólico, no
simbolizable, incluso insignificable es, si no la era nuclear, si no la
catástrofe nuclear, sí al menos aquello hacia lo que el discurso y la
simbólica nucleares todavía apuntan: la destrucción sin resto y a-
simbólica de la literatura. La literatura y la crítica literaria no pueden,
finalmente, hablar de otra cosa. No pueden tener ninguna otra
referencia última, no pueden sino multiplicar las maniobras
estratégicas para asimilar ese radicalmente otro inasimilable. No son
más que esas maniobras y esa estrategia diplomática, con el doble
lenguaje (double talk) imposible de reducir a ellas. Porque,
simultáneamente, ese “tema” no puede ser un “tema”, ni ese
“referente” un “referente” nombrables. Al no poder sino hablar de
eso, la literatura tampoco puede sino hablar de otra cosa e inventar
estratagemas para hablar de otra cosa, para diferir el encuentro con
lo radicalmente otro, encuentro debido al cual, no obstante, esa
relación sin relación, esa relación de inconmensurabilidad no puede
quedar totalmente en suspenso, al tiempo que constituye la
suspensión epocal misma. Esa invención de lo radicalmente otro es
la única invención posible. Eso se puede transponer a un discurso
de estrategia diplomática o militar corriente. En un artículo titulado
“Cómo no pensar en la guerra nuclear” (“How not to think about
nuclear war”, New York Review of Books, 15 de julio de 1982),
Theodore Draper critica la estrategia del “no first use” que
equivaldría de hecho a un “no use”, e ironiza acerca del “reino del
oscurantismo utópico” de Jonathan Schell quien, en The fate of the
earth, hablaba de “reinventar la política” (reinvent politics), de
“reinventar el mundo” (reinvent the world), de un “desarme global
tanto nuclear como convencional, y de la invención de medios
políticos gracias a los cuales el mundo podría solventar
pacíficamente los problemas que, a lo largo de toda la historia, ha
solventado por medio de la guerra”. Draper se repliega entonces en
lo que puede parecer una sabiduría o una economía de la
différance: ganar el mayor tiempo posible teniendo en cuenta los
constreñimientos indesplazables, volver, si es posible (como si fuera
posible), al “sentido original” de la disuasión que, en suma, se habría
perdido o pervertido estos últimos tiempos: “La disuasión
(deterrence) es todo lo que nos queda. Como ocurre con otros
muchos términos que se usan y de los que se abusa, es preferible
volver al sentido original (original meaning) de aquél”.
Este discurso merecería un análisis minucioso y atento.
Refiriéndose a Solly Zuckerman (Nuclear illusion and reality), éste
imputa, por ejemplo, a los científicos una responsabilidad más grave
que la de los militares y los políticos. En su capítulo sobre The
advice of scientists, Zuckerman –recuerda Draper– “muestra cómo
aquéllos arrastraron a los políticos y a los militares; solo se podrá
poner fin a la carrera armamentística –previene– si los políticos
“atienden a los hombres de técnica”. Esta inversión de los papeles,
tal y como nos los imaginamos normalmente, puede parecer
sorprendente para la mayor parte de los lectores”.
Sexto misil, sexta misiva
El azar no es abolido por un misil absoluto. No hay nada serio que
objetar contra esa sabiduría “racional” y “realista” de la disuasión,
contra esa economía de la différance o de la “deterrence”. La única
reserva posible, más allá de la objeción, es que, si hay guerras y
una amenaza nucleares, la “disuasión” (deterrence) no tiene ni
“sentido original” ni medida. Su “lógica” es la de la separación y de
la trasgresión, es escalada retórico-estratégica o no es nada. Se
entrega, por cálculo, a lo incalculable, al azar y a la oportunidad.
Partamos de nuevo de ese pensamiento del envío desde el cual
Heidegger da finalmente un nuevo impulso al pensamiento del ser
como pensamiento del don, y de aquello que da que pensar, del es
gibt Sein, de la dispensación o del envío del ser (Geschick des
Seins). Ese envío no es la emisión de un misil o de una misiva pero
no creo que, en última instancia, se pueda pensar el uno sin la otra.
Aquí solo puedo designar títulos de discursos posibles. Con
frecuencia, en otros lugares, he intentado acentuar la divisibilidad y
la irreductible diseminación de los envíos. Lo que he denominado la
“destinerrancia” ya ni siquiera nos proporciona la garantía de un
envío del ser, de una reunión del envío del ser. Si la diferencia
óntico-ontológica garantiza la reunión de ese envío, la diseminación
y la destinerrancia de las que yo hablo van a dejar incluso en
suspenso esa misma diferencia óntico-ontológica. La destinerrancia
la epocaliza a su vez. Lo cual deja en suspenso incluso el concepto
y el pensamiento de la epocalidad del ser. La destinerrancia de los
envíos está vinculada a una estructura cuya aleatoriedad y cuya
incalculabilidad son irreductibles. No hablo aquí de una
indecidibilidad o de una incalculabilidad como reserva para una
decisión calculable. No hablo del margen aún indeterminado aunque
homogéneo con el orden de lo decidible y de lo calculable. Lo
mismo que en la conferencia sobre “Psyché. Invención del otro”, se
trataría antes bien de una aleatoriedad heterogénea al cálculo y a
cualquier decisión posible. Ese impensable se da a pensar en la
época en que es posible una guerra nuclear: uno o más bien, de
entrada, varios envíos, misiles, cuya destinerrancia y cuya
aleatoriedad pueden, en el proceso mismo del cálculo y en los
juegos de su simulación, escapar a todo control, a toda
reasimilación o auto-regulación de un sistema que, precipitadamente
(demasiado deprisa, para evitar lo peor) pero irreversiblemente,
ellos habrán destruido.
De la misma manera que cualquier lenguaje, que cualquier
escritura, que cualquier texto teórico-informativo envía, se envía, se
deja enviar, así también hoy en día los misiles, cualquiera que sea
su soporte, se dejan más fácilmente que nunca describir como
envíos de escritura (código, inscripción, huella, etc.). Eso no los
reduce a la anodina inofensividad que ingenuamente se les podría
atribuir a los libros, sino que recuerda, expone, hace estallar aquello
que, en la escritura, siempre comporta la fuerza de un artefacto
mortal.
La destinerrancia aleatoria del envío permite pensar, por así
decirlo, la era de la guerra nuclear. Ahora bien, ese pensamiento no
ha podido tornarse radical, como pensamiento restante del “sin
resto”, sino en la era nuclear. Esa “contemporaneidad” no es
histórica en el sentido trivial del término. Ni siquiera es temporal. No
es estrictamente contemporánea. No se sitúa en la reunión de una
simultaneidad sino que acompaña de otro modo. Y carece de edad.
Lo mismo que lo radicalmente otro puede acompañar dislocando la
síntesis y la proporción. Casi podría decirse: marchándose por la
buenas, dejando en la estacada, en el momento mismo de la
solicitud, de la asistencia, de la preocupación.
Esa cuasi-”contemporaneidad” sin edad ha debido de dar, pues,
signos de sí misma antes de que la tecnociencia nuclear estuviese
en el punto en el que está ahora de sus invenciones: tanto en la
física de Demócrito como en Nietzsche o Mallarmé, entre otros
muchos. No borremos, sin embargo, por eso mismo la notable
escansión de esa “historia”, aunque ésta haya construido un
concepto de historia que carece de proporción con respecta a
aquélla: el momento en el que la formación del Principio de Razón
por Leibniz83 –saque de gracia de la tecnociencia moderna, si nos
fiamos de Heidegger– viene a resonar con lo que se denomina la
cuestión nuclear de la Metafísica. Es la que el propio Leibniz formula
y en torno a la cual Heidegger organiza la repetición misma de la
esencia de la metafísica en ¿Qué es metafísica?, entre la “primera”
y la “última” guerra mundial: “¿Por qué hay algo antes que nada?”.
Cuestión nuclear por cuanto que parece última, al borde del abismo
–y apropiada para ser mejor escuchada que nunca en la era así
llamada nuclear–. Cuestión nuclear por cuanto que parece, al
menos por su contenido, resistir al análisis, a la descomposición o a
la división: ¿acaso se puede ir más lejos? ¿Se puede ir más lejos
sin hacer que ceda la resistencia del ente (algo), incluso de la
diferencia ontológica, o de la pregunta misma, de la dignidad última
de la pregunta como recurso primero o último del pensamiento?84
Séptimo misil, séptima misiva
El nombre de la guerra nuclear es el nombre de la primera guerra
que se puede hacer en nombre únicamente del nombre, es decir de
todo y de nada. Partamos de nuevo, para el último envío, de la
homonimia entre el criticismo kantiano y el “nuclear criticism”. En
primer lugar, con respecto a este nombre, “nuclear criticism”, se
puede predecir que muy pronto, a partir de este coloquio, se crearán
en las universidades programas y departamentos con ese título, lo
mismo que se ha hecho muy bien creando, con todo lo equívoco de
la cosa, unos programas o unos departamentos de “women studies”
o de “black studies” –cosas que, pese a ser rápidamente
reapropiadas por la institución universitaria, no por eso deberían
dejar de ser, en principio y conceptualmente, irreductibles al modelo
de la universitas–. El “nuclear criticism”, lo mismo que el criticismo
kantiano, es un pensamiento de los límites de la experiencia como
pensamiento de la finitud. El intuitus derivativus del ser receptivo (es
decir, sensible), del cual el sujeto humano no es sino un ejemplo,
recorta su figura sobre el fondo de la posibilidad de un intuitus
originarius, de un intelecto infinito que crea, antes que inventa, sus
propios objetos. En lo que se refiere a la historia de la humanidad –
ese ejemplo de racionalidad finita–, ésta supone la posibilidad de un
progreso hasta el infinito regulado por la idea de la razón, en sentido
kantiano, y por la posibilidad de un tratado de paz perpetua.
Un criticismo semejante excluye una finitud tan radical que
anularía el fondo mismo de la oposición y permitiría pensar el límite
mismo del criticismo. Ese límite se anuncia en el sin-fondo de una
auto-destrucción sin resto del autos mismo. Estalla entonces el
núcleo del propio criticismo.
Y ¿qué hace Hegel aquí? ¿Qué hace cuando, al desplegar la
consecuencia implícita del criticismo kantiano, recuerda o plantea
que hay que partir explícitamente de un pensamiento del infinito del
que el criticismo ha tenido sin duda que partir implícitamente? ¿Qué
hace, por otra parte, cuando define el acceso a la vida del espíritu y
a la conciencia con el paso a través de la muerte o, más bien, a
través del riesgo de la muerte biológica, a través de la guerra y de la
lucha por el reconocimiento? A través, es decir, atravesando. Tiene
que mantener todavía ese resto de vida natural que permita, en la
simbolización, en la juntura de la naturaleza y del espíritu, capitalizar
el beneficio del riesgo, de la guerra y de la muerte misma. Como
individuo o como comunidad, el amo debe sobrevivir de alguna
manera para gozar en espíritu y en conciencia de la muerte a la que
se ha expuesto o que ha padecido: lo puede entonces hacer de
antemano, contemplando su muerte, llamándose y recordando de
antemano –y se trata de la locura del nombre. Corre riesgos o
muere en nombre de algo que vale más que la vida, pero de algo
que todavía podrá llevar el nombre en la vida, en un resto de
soporte vivo. Eso es lo que hacía reír a Bataille: el amo ha de
conservar la vida para pasar por caja y gozar del beneficio de la
muerte padecida (sufrida, arriesgada, “vivida” pero no atravesada, o
atravesada en el sentido de “pasar por ella librándose”, “pasar a
través”). Bataille se reía, en suma, del nombre. Del nombre propio y
de la garantía que éste instaura –y que lo instaura– contra la
muerte. El nombre propio es una póliza de seguros contra la muerte
pero, a partir de entonces, nada queda ahí mejor escrito, más
legible, que la muerte del asegurado.
Hoy en día, dentro de la perspectiva de una destrucción sin resto,
sin simbolicidad, sin memoria y sin duelo, aquellos que se plantean
desencadenar semejante catástrofe lo hacen sin duda en nombre de
aquello que, según ellos, vale más que la vida: “better dead than
red”. Aquellos que, por el contrario, no quieren esa catástrofe
(“better red than dead”) dicen estar dispuestos a preferir cualquier
vida, la vida ante todo, no hay más que una, como la única cosa
digna de afirmación –y, por lo demás, capaz de afirmación–. Ahora
bien, la guerra nuclear, al menos en cuanto hipótesis de auto-
destrucción total, no puede hacerse sino en nombre de aquello que
vale más que la vida. Aquello que otorga su precio a la vida vale
más que la vida. Una guerra semejante se haría pues, en efecto, en
nombre de. Ésa es, en cualquier caso, la historia que cada vez (se)
cuentan los beligerantes. Pero esa guerra se haría en nombre de
aquello cuyo nombre, dentro de esa lógica de la destrucción total, ya
no podría ser llevado, transmitido, heredado por algo que esté vivo.
A partir de entonces, ese nombre en nombre del cual tendría lugar la
guerra no sería el nombre de nada: el nombre puro, “naked name”.
Pensamos ahora la desnudez del nombre. Sería la primera y la
última guerra en nombre del nombre, del solo nombre de nombre.
Pero, por eso mismo, sería una guerra sin nombre, porque ya ni
siquiera compartiría el nombre de guerra con otros acontecimientos
del mismo género, de la misma familia, esas pequeñas guerras
finitas cuya memoria y monumentos conservamos. Now: Fin y
Revelación del Nombre. Es el Apocalipsis: Nombre. Es: extraño
presente, ahora. Ya estamos en esas. En cierto modo lo estamos
desde siempre, y lo pensamos, aunque no lo sepamos. Pero todavía
no estamos en esas, ahora no, not now.
Ustedes dirán: pero todas las guerras se declararon en nombre
del nombre, empezando por la guerra entre Dios y los hijos de Shem
que quisieron “hacerse un nombre” y transmitirlo construyendo la
torre de Babel. Es verdad, es la verdad del nombre, pero la
“deterrence” desempeñó un papel entre los beligerantes. El conflicto
fue interrumpido provisionalmente. Una vez pensado el nombre, la
tradición, la traducción y la transferencia conocieron un largo
descanso. El saber absoluto también. El descanso de las pequeñas
guerras. Ni Dios ni los hijos de Shem –que portaban, por así decirlo,
el nombre de “nombre” (Shem)– sabían en absoluto que se
enfrentarían en nombre del nombre, y de nada más, por lo tanto, de
nada. De la nada. Por eso se detuvieron. Establecieron un largo
acuerdo. Nosotros tenemos el saber absoluto y, por eso mismo,
corremos el riesgo de no detenernos. Nosotros, el “nosotros” hoy en
día, here and now, se identifica a partir de la situación de ese
entorno. Ése es el lugar que nos corresponde. Ahí es donde,
finalmente, hay lugar, el único lugar, el último, para decir “nosotros”.
A menos que sea lo contrario: Dios y los hijos de Shem se
detuvieron porque sabían que actuaban en nombre del nombre, a
saber, de esa nada que está más allá del ser. La alianza, la
promesa, la religión, todo lo que prolonga la vida, todo lo que dura y
hace durar: ésos son nombres para ese inmenso acuerdo ante la
nada del nombre. Dios y los hijos de Shem, el padre y los hijos en
general, los hombres –al comprender por fin que un nombre no valía
la pena, y eso sería lo absoluto del saber absoluto finalmente
absuelto del nombre–, prefirieron pasar todavía un momento juntos,
el tiempo de la religión y de su renuncia, que es el mismo tiempo, el
tiempo de un largo coloquio con estrategas amantes de la vida y
dedicados a escribir en todas las lenguas para que dure la
conversación, aunque nadie se entienda ahí muy bien.
Un día llegó un hombre, dirigió misivas a las siete iglesias. A eso
se lo denomina el Apocalipsis. “Dominado por el espíritu”, el hombre
había recibido la orden: lo que veas, escríbelo en un libro y envíalo a
las siete iglesias. Cuando ese hombre se dio la vuelta para saber
qué voz le daba esa orden, vio en medio de siete candelabros de
oro, con siete estrellas en la mano derecha, a alguien de cuya boca
salía “una acerada espada de doble filo” y que le dijo, entre otras
cosas: “yo soy el primero y el último”, “yo había muerto y he aquí
que estoy vivo”.
El nombre del hombre a quien ese “último” dedicaba esas
palabras, el nombre del enviado encargado de la misión y, en
adelante, responsable de los siete mensajes es Juan.
Traducción: Cristina de Peretti

75. Conferencia pronunciada en abril de 1984 en la Universidad de Cornell, con ocasión de


un coloquio organizado por la revista Diacritics y el Departamento de Romance Studies,
con el título Nuclear Criticism. La versión original de este texto apareció en un número de
Diacritics dedicado a las actas de este coloquio (14, [2], verano de 1984).
76. Expresiones corrientes en el debate abierto en Estados Unidos: ¿hay que ser los
primeros en emplear el arma nuclear para no estar en situación de debilidad estratégica
(first use al menos a modo de prevención) o bien hay que adoptar la regla de no utilizar el
arma nuclear sino a modo de réplica (no first use)?
77. Véase más arriba “Psyché. Invención del otro”, pp. 13-66. De hecho, las dos
conferencias fueron pronunciadas la misma semana en la Universidad de Cornell. Las
alusiones se multiplican de la una a la otra.
78. Me permito remitir aquí a mi artículo “Mochlos ou Le conflit des facultés”, en
Philosophie, 2, avril 1984, posteriormente publicado en Du droit à la philosophie. Paris,
Galilée, 1990 (trad. cast. parcial de este texto en La filosofía como institución, Barcelona,
Juan Granica, 1984).
79. Véase más arriba, “Psyché. Invención del otro”, pp. 13-66.
80. Desde 1897, Freud se declara convencido de “que en el inconsciente no existe ningún
‘indicio de realidad’, de modo que resulta imposible distinguir entre la verdad y la ficción
investida por el afecto” (Carta 69, 21 de septiembre de 1897). Propongo otra lectura de
esta afirmación en “Préjugés ―devant la loi”, en La faculté de juger, Paris, Minuit, 1985, pp.
109 y ss. [trad. cast. parcial y algo distinta de este último texto en La filosofía como
institución, ed. cit.].
81. “Reagan extiende el sentido de la disuasión, dice el autor. Un plus de superioridad se
traduce en poder diplomático”.
82. Véase “Les pupilles de l’université (Le principe de raison et l’idée de l’université)”, en Le
Cahier du Collège International de Philosophie, 2 (1986), pp. 18 Y 19 [trad. cast. en Cómo
no hablar y otros textos. Barcelona, Proyecto A Ediciones, 1997] y más abajo, aquí mismo,
“La mano de Heidegger. Geschlecht II”, pp. 495-534.
83. Entre paréntesis, de pasada, Heidegger apunta que Leibniz, “padre del principio de
razón suficiente, es asimismo el inventor del ‘seguro de vida’” (Le principe de raison, trad.
p. 260). Durante el coloquio de Cornell, dediqué esta nota a Frances Ferguson que,
previamente, empezó su propia conferencia sobre The nuclear sublime con estas
observaciones: “He recibido recientemente de la State Farm Insurance una circular que
contenía la siguiente información acerca del seguro que ‘cubre’ mi casa: ‘Su póliza de
seguros no cubre en ninguna circunstancia una pérdida relacionada con un incidente
nuclear’”. Frances Ferguson reconocía ahí la “postura” de las industrias aseguradoras en lo
que concierne a azares nucleares: “lo nuclear es aquello contra lo que no existe ningún
seguro”, “amenaza última”, más allá de cualquier compensación posible (Diacritics, verano
de 1984, p. 5).
84. Véase De l’esprit. Heidegger et la question. Paris, Galilée, 1987, pp. 147 y ss. [trad.
cast. Valencia, Pre-textos, 1989].
CARTA A UN AMIGO JAPONÉS85

Querido Profesor Izutsu:


[...] Con ocasión de nuestro encuentro, le prometí unas reflexiones
–esquemáticas y preliminares– acerca de la palabra
“deconstrucción”. Se trataba, en suma, de unos prolegómenos para
una posible traducción de esta palabra al japonés. Y, con vistas a
ello, se trataba de intentar al menos una determinación negativa de
las significaciones o connotaciones que deberían evitarse en la
medida de lo posible. Por consiguiente, la cuestión sería: ¿qué no
es la deconstrucción? O, más bien ¿qué debería no ser? Subrayo
estas palabras (“posible” y “debería”) dado que, si bien es factible
anticipar las dificultades de traducción (y la cuestión de la
deconstrucción es asimismo de arriba abajo la cuestión de la
traducción y de la lengua de los conceptos, del corpus conceptual
de la metafísica así llamada “occidental”), no por ello habría que
empezar creyendo –eso resultaría una ingenuidad– que la palabra
“deconstrucción” se adecua, en francés, a alguna significación clara
y unívoca. Ya hay, en “mi” lengua, un oscuro problema de traducción
entre aquello a lo que se puede apuntar, aquí y allá, con esta
palabra y la utilización misma, los recursos de esta palabra. Y ya
resulta claro que las cosas cambian de un contexto a otro, incluso
en francés. Mejor aún, en los medios alemán, inglés y, sobre todo,
norteamericano, la misma palabra ya está vinculada a unas
connotaciones, a unas inflexiones, a unos valores afectivos o
patéticos muy diferentes. Su análisis sería interesante y merecería
todo un trabajo en otro lugar.
Cuando elegí esta palabra, o cuando se me impuso –creo que fue
en De la gramatología–, yo no pensaba que se le iba a reconocer un
papel tan central en el discurso que por aquel entonces me
interesaba. Entre otras cosas, yo deseaba traducir y adaptar a mi
discurso los términos heideggerianos de Destruktion y de Abbau.
Ambos significaban, en ese contexto, una operación que concernía
a la estructura o a la arquitectura tradicional de los conceptos
fundadores de la ontología o de la metafísica occidental. Pero, en
francés, el término “destrucción” implicaba de modo demasiado
visible un aniquilamiento, una reducción negativa más próxima de la
“demolición” nietzscheana, quizás, que de la interpretación
heideggeriana o del tipo de lectura que yo proponía. Por
consiguiente, lo descarté. Recuerdo haber investigado si la palabra
“deconstrucción” (que vino a mí de forma aparentemente muy
espontánea) era efectivamente una palabra francesa. La encontré
en el diccionario Littré. Su alcance gramatical, lingüístico o retórico
se hallaba ahí asociado a un alcance “maquínico”. Esta asociación
me pareció muy afortunada, muy adecuada a lo que yo quería al
menos sugerir. Me permito citar algunos artículos del Littré.
“Deconstrucción / Acción de deconstruir. / Término gramatical.
Desarreglo de la construcción de las palabras en una frase. “Acerca
de la deconstrucción, vulgarmente llamada construcción”, Lemare,
Acerca del modo de aprender las lenguas, cap. 17, en Curso de
lengua latina. Deconstruir / 1. Desensamblar las partes de un todo.
Deconstruir una máquina para transportarla a otro lugar. 2. Término
gramatical (...) Deconstruir versos, tornarlos, al suprimir la medida,
semejantes a la prosa. / Completamente. “En el método de las
frases pre-nocionales, se empieza asimismo por la traducción, y una
de las ventajas consiste en no tener nunca necesidad de
deconstruir”, Lemare, ibíd. 3. Deconstruirse (...) Perder su
construcción. “La erudición moderna nos confirma que, en una
región del inmóvil Oriente, una lengua que ha alcanzado su
perfección se ha deconstruido y alterado por sí misma, por la sola
ley del cambio, ley natural del espíritu humano”, Villemain, Prefacio
del Diccionario de la Academia”.86
Naturalmente, va a ser preciso traducir todo esto al japonés, lo
cual no hace sino retrasar el problema. Es evidente que, aunque
todas estas significaciones enumeradas por el Littré me interesaban
por su afinidad con lo que yo “quería-decir”, éstas no concernían,
metafóricamente, si se quiere, sino a unos modelos o a unos
ámbitos de sentido, no a la totalidad de aquello a lo que puede
apuntar la deconstrucción en su ambición más radical. Ésta no se
limita ni a un modelo lingüístico-gramatical, ni siquiera a un modelo
semántico, y menos aún a un modelo maquínico. Estos modelos
deberían a su vez ser sometidos a un cuestionamiento
deconstructivo. Es cierto que, más adelante, dichos “modelos” han
dado origen a numerosos malentendidos acerca del concepto y de
la palabra deconstrucción que la gente era proclive a reducir a
aquéllos.
También hay que decir que la palabra era de uso poco frecuente,
a menudo desconocido en Francia. Ha tenido que ser reconstruido
en cierto modo, y su valor de uso ha quedado determinado por el
discurso que se intentó entonces, en torno a De la gramatología y a
partir de ella. Este valor de uso es el que voy a tratar ahora de
precisar, y no cualquier sentido primitivo, cualquier etimología al
amparo de cualquier estrategia contextual o más allá de ella.
Dos palabras más en lo que concierne al “contexto”. El
“estructuralismo” dominaba por aquel entonces. “Deconstrucción”
parecía ir en este sentido puesto que la palabra significaba cierta
atención a las estructuras (las cuales, a su vez, no son simplemente
ideas, ni formas, ni síntesis, ni sistemas). Deconstruir era asimismo
un gesto estructuralista, en todo caso era un gesto que asumía
cierta necesidad de la problemática estructuralista. Pero también era
un gesto antiestructuralista –y su éxito se debe, en parte, a este
equívoco–. Se trataba de deshacer, de descomponer, de
desedimentar estructuras (todo tipo de estructuras, lingüísticas,
“logocéntricas”, “fonocéntricas” –ya que el estructuralismo estaba,
por entonces, dominado por unos modelos lingüísticos, los de la así
llamada lingüística estructural, que se denominaba también
saussuriana–, socio-institucionales, políticos, culturales y, ante todo
y sobre todo, filosóficos). Por eso, especialmente en Estados
Unidos, se ha asociado el motivo de la deconstrucción con el “post-
estructuralismo” (palabra desconocida en Francia, salvo cuando
“vuelve” de Estados Unidos). Pero deshacer, descomponer,
desedimentar estructuras, movimiento más histórico, en cierto
sentido, que el movimiento “estructuralista” que se hallaba de este
modo cuestionado, no era una operación negativa. Más que destruir
era preciso asimismo comprender cómo se había construido un
“conjunto” y, para ello, era preciso reconstruirlo. No obstante, la
apariencia negativa era y sigue siendo tanto más difícil de borrar
cuanto que es legible en la gramática de la palabra (de-), pese a que
ésta puede sugerir también una derivación genealógica antes que
una demolición. Ésta es la razón por la que esta palabra, al menos
por sí sola, nunca me ha parecido satisfactoria (pero, ¿qué palabra
lo es?) y ha de estar siempre rodeada de un discurso. Difícil de
borrar después porque, en el trabajo de la deconstrucción, de la
misma manera que lo hago aquí, he tenido que multiplicar las
advertencias, que descartar finalmente todos los conceptos
filosóficos de la tradición al tiempo que reafirmaba la necesidad de
recurrir a ellos, al menos como conceptos tachados. Se ha dicho por
lo tanto, precipitadamente, que era una especie de teología negativa
(lo cual no era ni verdadero ni falso, pero abandono aquí este
debate87).
En cualquier caso, a pesar de las apariencias, la deconstrucción
no es ni un análisis ni una crítica, y la traducción debería tener esto
en cuenta. No es un análisis, en particular porque el desmontaje de
una estructura no es una regresión hacia el elemento simple, hacia
un origen indescomponible. Estos valores, lo mismo que el de
análisis, son a su vez filosofemas sometidos a la deconstrucción.
Tampoco es una crítica, en un sentido general o en un sentido
kantiano. La instancia del krinein o de la krisis (decisión, elección,
juicio, discernimiento) es a su vez, como lo es por lo demás todo el
aparato de la crítica trascendental, uno de los “temas” o de los
“objetos” esenciales de la deconstrucción.
Lo mismo diré en lo que concierne al método. La deconstrucción
no es un método y no se puede transformar en método. Sobre todo
si, en esta palabra, se pone el acento en la significación sumarial o
técnica. Es cierto que, en algunos medios (universitarios o
culturales, pienso sobre todo en Estados Unidos), la “metáfora”
técnica y metodológica, que parece estar necesariamente unida a la
misma palabra “deconstrucción”, ha podido seducir o despistar. De
ahí el debate que se ha desarrollado en esos mismos medios:
¿puede convertirse la deconstrucción en una metodología de la
lectura y de la interpretación? ¿Puede, de este modo, dejarse
reapropiar y domesticar por las instituciones académicas?
No basta con decir que la deconstrucción no podría reducirse a
cierta instrumentalidad metodológica, a un conjunto de reglas y de
procedimientos trasladables. No basta con decir que cada
“acontecimiento” de deconstrucción permanece singular o, en todo
caso, lo más cercano posible a algo así como un idioma y una firma.
Habría que precisar asimismo que la deconstrucción no es siquiera
un acto o una operación. No solo porque habría en ella algo “pasivo”
o “paciente” (más pasivo que la pasividad, diría Blanchot, que la
pasividad tal y como se la contrapone a la actividad). No solo porque
no incumbe a un sujeto (individual o colectivo) que tomaría la
iniciativa de ella y la aplicaría a un objeto, a un texto, a un tema, etc.
La deconstrucción tiene lugar, es un acontecimiento que no espera
la deliberación, la conciencia o la organización del sujeto, ni siquiera
de la modernidad. Ello se deconstruye. El ello no es, aquí, algo
impersonal que contrapondríamos a cierta subjetividad egológica.
Está en deconstrucción (Littré decía: “deconstruirse... perder su
construcción”). Y el “se” del “deconstruirse”, que no es la reflexividad
de un yo ni de una conciencia, detenta todo el enigma. Querido
amigo, me doy cuenta de que, al intentar aclararle una palabra con
vistas a ayudar a su traducción, no hago sino multiplicar así las
dificultades: la imposible “tarea del traductor” (Benjamin), eso es lo
que quiere decir también “deconstrucción”.
Si la deconstrucción tiene lugar en todas partes donde ello tiene
lugar, donde hay algo (y eso no se limita, por consiguiente, al
sentido o al texto, en el sentido corriente y libresco de esta última
palabra), queda por pensar lo que ocurre hoy, en nuestro mundo y
en la “modernidad”, en el momento en que la deconstrucción se
convierte en un motivo, con su palabra, sus temas privilegiados, su
estrategia móvil, etc. No tengo una respuesta simple ni formalizable
para esta cuestión. Todos mis ensayos son ensayos que se explican
con esta ingente cuestión. Constituyen tanto modestos síntomas de
ésta como intentos de interpretarla. Ni siquiera me atrevo a decir,
siguiendo un esquema heideggeriano, que estamos en una “época”
del ser-en-deconstrucción, de un ser-en-deconstrucción que se
habría manifestado u ocultado a la vez en otras “épocas”. Este
pensamiento de “época” y, sobre todo, el de una reunión del destino
del ser, de la unidad de su destinación o de su dispensación
(Schicken, Geschick) nunca puede dar lugar a seguridad alguna.
Para ser muy esquemático, diré que la dificultad de definir y por
consiguiente también de traducir la palabra “deconstrucción” se
debe a que todos los predicados, todos los conceptos definitorios,
todas las significaciones relativas al léxico e incluso todas las
articulaciones sintácticas que, por un momento, parecen prestarse a
esa definición y a esa traducción son asimismo deconstruidos o
deconstruibles, directamente o no, etc. Y esto vale para la palabra,
para la unidad misma de la palabra deconstrucción, lo mismo que
para cualquier palabra. De la gramatología pone en cuestión la
unidad “palabra” y todos los privilegios que se le reconocen en
general, sobre todo en su forma nominal. Por consiguiente, solo un
discurso o, mejor aún, una escritura puede suplir esta incapacidad
de la palabra de bastar a un “pensamiento”. Cualquier frase del
estilo: “la deconstrucción es X” o “la deconstrucción no es X”, carece
a priori de pertinencia: digamos que, por lo menos, es falsa. Ya sabe
usted que una de las bazas principales de lo que, en los textos, se
denomina “deconstrucción” es, precisamente, la delimitación de lo
ontológico y, ante todo, de ese indicativo presente de la tercera
persona: S es P.
La palabra “deconstrucción”, al igual que cualquier otra, no
adquiere su valor sino al inscribirse en una cadena de sustituciones
posibles, en lo que con tanta tranquilidad se denomina un
“contexto”. Para mí, para lo que yo he tratado o trato todavía de
escribir, dicha palabra solo tiene interés en determinado contexto
donde sustituye a y se deja determinar por tantas otras palabras, por
ejemplo, “escritura”, “huella”, “différance”, “suplemento”, “himen”,
“fármacon”, “margen”, “encentadura”, “parergon”, etc. Por definición,
la lista no puede cerrarse, y eso que solo he citado nombres –lo cual
es insuficiente y meramente económico–. De hecho, habría que
haber citado frases y encadenamientos de frases que, a su vez,
determinan, en algunos de mis textos, estos nombres.
¿Lo que la deconstrucción no es? ¡Pues todo!
¿Lo que la deconstrucción es? ¡Pues nada!
Por todas estas razones, no pienso que sea una palabra
afortunada. Sobre todo, no es bonita. Ciertamente ha prestado
algunos servicios en una situación muy determinada. Para saber
qué la ha impuesto en una cadena de sustituciones posibles, pese a
su esencial imperfección, habría que analizar y deconstruir esa
“situación muy determinada”. Es difícil y no es aquí donde lo haré.
Una palabra más para concluir con rapidez pues esta carta ya es
demasiado larga. No creo que la traducción sea un acontecimiento
secundario ni derivado con respecto a una lengua o a un texto de
origen. Y, como acabo de decir, “deconstrucción” es una palabra
esencialmente reemplazable dentro de una cadena de sustituciones.
Esto también se puede hacer de una lengua a otra. La oportunidad
para (la) “deconstrucción” sería que se encontrase o se inventase en
japonés otra palabra (la misma y otra) para decir lo mismo (la misma
cosa y otra cosa), para hablar de la deconstrucción y para
arrastrarla hacia otro lugar, para escribirla y para transcribirla. Con
una palabra que, asimismo, fuera más bonita.
Cuando hablo de esa escritura de la otra que sería más bonita,
pienso evidentemente en la traducción como el riesgo y la
oportunidad del poema. ¿Cómo traducir “poema”, un “poema”?
(...) Con mi más sincero y cordial agradecimiento, querido
Profesor Izutsu.
Traducción: Cristina de Peretti

85. Esta carta, publicada en primer lugar –tal como era su destino– en japonés y más tarde
en otras lenguas, apareció en francés en Le Promeneur, XLII, a mediados de octubre de
1985. Toshihiko Izutsu es el célebre islamista japonés.
86. Añado que la “deconstrucción” del siguiente artículo no carecería de interés:
“DECONSTRUCCIÓN. Acción de deconstruir, de desensamblar las partes de un todo. La
deconstrucción de un edificio. La deconstrucción de una máquina. Gramática:
desplazamiento al que se somete a las palabras que componen una frase escrita en una
lengua extranjera, violando, bien es verdad, la sintaxis de esta lengua, pero también
acercándose a la sintaxis de la lengua materna con vistas a captar mejor el sentido que
presentan las palabras en la frase. Este término designa exactamente lo que la mayor parte
de los gramáticos llaman impropiamente “Construcción” puesto que, en cualquier autor,
todas las frases están construidas de acuerdo con la idiosincrasia de su lengua nacional.
¿Qué hace un extranjero que trata de comprender, de traducir a ese autor? Deconstruye
las frases, separa sus palabras según la idiosincrasia de la lengua extranjera; o, si se
quiere evitar cualquier confusión en los términos, hay Deconstrucción con respecto a la
lengua del autor traducido y Construcción con respecto a la lengua del traductor”
(Diccionario Bescherelle, París, Garnier, 1873, 15ª edición).
87. Véase, más adelante, “Cómo no hablar”, pp. 621-683
GESCHLECHT I. DIFERENCIA SEXUAL, DIFERENCIA
ONTOLÓGICA88

Es cierto: del sexo, lo advertimos fácilmente, Heidegger habla tan


poco como es posible y probablemente no lo haya hecho jamás.
Bajo ese nombre, con los nombres que conocemos, quizás nunca
dijo nada de la “relación-sexual”, de la “diferencia-sexual”, incluso
“del-hombre-y-la-mujer”. Existe, pues, un silencio, fácilmente lo
podemos notar. Podría decirse que ya la observación es un tanto
banal. Se contentaría de algunos indicios y concluiría por un “todo
indicaría que…”. Sin pena, aunque no sin riesgo, cerraríamos de
ese modo el dossier: todo indicaría que, al leer a Heidegger, no
hubiera diferencia sexual, y nada habría que interrogar o sospechar
del lado del hombre, o, dicho de otro modo, de la mujer, nada que
sea digno de pregunta, fragwürdig. Es como si, prosigamos, una
diferencia sexual no estuviera a la altura de la diferencia ontológica:
tan despreciable, en definitiva, respecto de la pregunta por el
sentido del ser, como una diferencia cualquiera, una distinción
determinada, un predicado óntico. Despreciable, se entiende, para
el pensar, incluso si no lo es en absoluto para la ciencia o para la
filosofía. Pero en tanto que se abre a la cuestión del ser, en tanto
que con el ser tiene relación, en esa referencia misma, el Dasein no
sería sexífero. El discurso sobre la sexualidad sería, así,
abandonado a las ciencias o a las filosofías de la vida, a la
antropología, a la sociología, a la biología, quizás incluso a la
religión o la moral.
La diferencia sexual no estaría a la altura de la diferencia
ontológica, decíamos nosotros, escuchamos decir. Por mucho que
sepamos que no se trata de una cuestión de altura, ya que el
pensamiento de la diferencia no asume ninguna, ese silencio, sin
embargo, no carece de ella. Se lo puede, incluso, considerar
altanero, justamente, arrogante, provocante en un siglo en el que la
sexualidad, lugar común de toda habladuría, se ha convertido
también en moneda corriente de “saberes” filosóficos y científicos, el
Kampfplatz inevitable de éticas y políticas. Ahora bien ¡ni una
palabra de Heidegger! Se podría reconocer un gran estilo en esta
escena de mutismo empecinado justo en medio de la conversación,
en medio del susurro ininterrumpido y distraído del coloquio. Por sí
mismo, tiene valor como advertencia [éveil] (¿pero de qué se habla
en torno de ese silencio?) y alerta [reveil]: ¿Quién, en realidad, en
torno a él y mucho antes que él no ha conversado sobre la
sexualidad en cuanto tal, si podemos decirlo así, y bajo ese
nombre? Todos los filósofos de la tradición lo han hecho, entre
Platón y Nietzsche que fueron, por su parte, inagotables en ese
tema. Kant, Hegel, Husserl, le han reservado un lugar, han dicho
algunas palabras en su antropología o en su filosofía de la
naturaleza, y en verdad, en todos lados.
¿Será imprudente fiarse del silencio aparente de Heidegger? La
constatación ¿perderá acaso su bella seguridad filológica a causa
de tal o cual pasaje, conocido o inédito cuando una máquina de leer,
investigando a fondo a Heidegger, sepa descubrir la cosa y la presa
del día? Aunque habrá que pensar en programar la máquina, pensar
en ello y saber hacerlo. Ahora bien ¿cómo será el index? ¿En qué
palabras debemos confiar? ¿Solamente en los nombres? ¿Y en qué
sintaxis, visible o invisible? Para resumir ¿a través de qué signos
sabremos reconocer si menciona o calla respecto a lo que ustedes
llaman tranquilamente “diferencia sexual”? ¿Qué piensa usted con
esas palabras o a través de ellas?
Para que un silencio tan impresionante se deje hoy señalar, para
que aparezca como tal, marcado y marcante ¿con qué nos
contentaríamos en la mayor parte de los casos? Con esto sin duda:
Heidegger no habría dicho nada de la sexualidad con ese nombre
en los lugares en que la “modernidad” más instruida y mejor
equipada lo esperaría montando guardia con su panoplia de “todo-
es-sexual-y-todo-es-político-y-recíprocamente” (notemos al pasar
que la palabra “político” es de un uso muy raro, quizás inexistente
en Heidegger y también aquí la cuestión no es insignificante). Antes
incluso de cualquier estadística, la causa parece así juzgada. Pero
tenemos buenas razones para creer, y la estadística confirmará el
veredicto en este punto: sobre aquello que nosotros llamamos
tranquilamente la sexualidad, Heidegger guardó silencio. Silencio
transitivo y significante (ha callado el sexo) que pertenece, como lo
dice un tal Schweigen (“hier in der transitiven Bedeutung gesagt”) al
camino de un habla que él parece interrumpir. Mas ¿cuáles son los
lugares de esa interrupción? ¿En qué parte el silencio trabaja ese
discurso? ¿Y cuáles son las formas, cuáles son los contornos
determinables de ese no dicho?
Podemos apostar, nada se inmoviliza en aquellos lugares a que
apuntan las flechas de la mencionada panoplia asignándoles un
punto nominal: omisión, represión, denegación, forclusión, incluso
impensado.
Pues, si debiésemos perder la apuesta ¿la traza de ese silencio
no merecería acaso ese rodeo? No calla cualquier cosa, no viene de
cualquier parte. ¿Pero por qué apostar? Porque antes de predecir lo
que sea de la “sexualidad”, como verificaremos, es necesario
invocar la chance, el azar, el destino.
Sea entonces una lectura, digamos, “moderna”, una investigación
revestida de psicoanálisis, una pesquisa que autoriza toda una
cultura antropológica. ¿Qué es lo que busca? ¿Dónde busca?
¿Dónde cree que tiene derecho a esperar por lo menos un signo,
una alusión, por elíptica que sea, un reenvío del lado de la
sexualidad, de la relación sexual, de la diferencia sexual? Primero
en Sein und Zeit. La analítica existencial del Dasein ¿no se
encontraba bastante cercana de una antropología fundamental
como para dar lugar a tantos equívocos o de desprecios sobre la
pretendida “realidad-humana”, como se traducía en Francia? Ahora
bien, incluso en los análisis del ser-en-el-mundo como ser-con-otro,
de la preocupación en ella misma como “Fursorge”, buscaríamos en
vano, al parecer, el principio de un discurso sobre el deseo y sobre
la sexualidad. Podríamos sacar esta conclusión: la diferencia sexual
no es un rasgo esencial, no pertenece a la estructura existencial del
Dasein. El ser-ahí, el ser ahí, el ahí del ser en tanto tal no comporta
ninguna marca sexual. Ocurre lo mismo, pues, con la lectura del
sentido del ser, ya que, Sein und Zeit lo dice claramente (§ 2), el
Dasein es [reste], para tal lectura, el ente ejemplar. Incluso si se
quisiera admitir que toda referencia a la sexualidad no se ha
descartado o permanece implicada, lo sería solamente en la medida
en que, entre muchas otras, tal referencia presupone estructuras
muy generales (In-der-Welt-Sein als Mit-und-Selbstsein,
Räumlichkeit, Befindlichkeit, Rede, Sprache, Geworfenheit, Sorge,
Zeitlichkeit, Sein zum Tode). Pero no es nunca el hilo conductor
indispensable para un acceso privilegiado a esas estructuras.
La causa parece juzgada*, según se dice. ¡Y sin embargo! ¡Und
dennoch! (Heidegger usa bastante más seguido de lo que se piensa
ese giro retórico: ¡y sin embargo! Punto de exclamación y fin del
párrafo.)
Y sin embargo la cosa estaba tan mal juzgada que Heidegger tuvo
que explicarse inmediatamente. Tuvo que hacerlo al margen de Sein
und Zeit, si se puede llamar margen a un curso de verano en la
universidad de Marburgo/Lahn en 1928.89 Recuerda allí algunos
“principios rectores” sobre “El problema de la trascendencia y el
problema de Sein und Zeit” (§ 10). La analítica existencial del
Dasein no puede advenir más que en la perspectiva de una
ontología fundamental. Es por eso que allí no se trata ni de una
“antropología” ni de una “ética”. Esa analítica es solamente
“preparatoria” y la “metafísica del Dasein” no se encuentra aún “en
el centro” de la empresa, lo que deja pensar claramente que ella se
encuentra sin embargo en su programa.
A través del nombre del Dasein introduciré aquí al problema de la
diferencia sexual.
¿Por qué llamar Dasein al ente que constituye el tema de esta
analítica? ¿Por qué el Dasein proporciona su “título” a esta
temática? En Sein und Zeit, Heidegger había justificado la elección
de este “ente ejemplar” para la lectura del sentido del ser: “¿Sobre
qué ente el sentido del ser debería ser leído…?” En última instancia,
la respuesta conduce a los “modos de ser de un ente determinado,
de este ente que nosotros, los cuestionantes, somos nosotros
mismos”. Si la elección de este ente ejemplar en su “privilegio” es de
ese modo objeto de una justificación (sea lo que sea que se piense
de ésta y cualquiera sea su axiomática), en cambio cuando se trata
de nombrar a este ente ejemplar, de conferirle de una vez por todas
su título terminológico, Heidegger parece proceder por decreto, por
lo menos en este pasaje: “Este ente que somos nosotros mismos y
que, entre otras cosas, dispone en su ser del poder de cuestionar
(die Seinsmöglichkeit des Fragens), lo llamamos ser-ahí”. [Lo
comprendemos [saississons] lo detenemos, lo aprehendemos
“terminológicamente” como ser-ahí, fassen wir terminologisch als
Dasein]. Esa elección “terminológica” encuentra sin duda una
profunda justificación en toda la empresa y en todo el libro a través
de la explicación de un ahí y de un ser-ahí que ninguna (casi
ninguna) otra pre-determinación debería dominar. Pero eso no quita
a esta proposición liminar, a esta atribución de un nombre, su
apariencia decisoria, brutal y elíptica. En el Curso de Marburgo, por
el contrario, el título de Dasein –tanto su sentido como su nombre–
se encuentra calificado, explicado, y evaluado con más paciencia.
Ahora bien, el primer rasgo subrayado por Heidegger es la
neutralidad. Primer principio director: “Para el ente que constituye el
tema de esta analítica, no se ha escogido el título ‘hombre’
(Mensch), sino el título neutro ‘das Dasein’”.
El concepto de neutralidad parece, antes que nada, muy general.
Se trata de reducir o sustraer, a través de esta neutralización, toda
predeterminación antropológica, ética o metafísica para conservar
solo una especie de relación consigo mismo, de relación directa con
el ser de su ente. Es la mínima relación consigo mismo como
relación al ser, aquella que el ente que nosotros somos, en tanto
cuestionante, mantiene con él mismo y con su esencia propia. Esa
relación ante sí [soi] no es relación con un “yo” [moi], por supuesto,
ni con un individuo. El Dasein designa así al ente que, “en un
sentido determinado”, no es “indiferente” a su propia esencia o al
cual su ser propio no le es indiferente. La neutralidad es de este
modo, en primer lugar, la neutralización de todo aquello que no sea
el trazado desnudo de esa relación consigo mismo, de ese interés
por su ser propio en el sentido más amplio de la palabra “interés”.
Eso implica un interés o una apertura pre-comprensiva hacia el
sentido del ser y hacia las preguntas que se dirigen a éste. ¡Y sin
embargo!
Y sin embargo la explicación de esta neutralidad se orientará de
un salto, sin transición y desde el ítem siguiente (segundo principio
director) hacia la neutralidad sexual e incluso hacia una cierta
asexualidad (Geschlechtslosigkeit) del ser-ahí. El movimiento es
sorprendente. Si Heidegger quisiera dar ejemplos entre las
determinaciones que hay que descartar de la analítica del Dasein,
particularmente entre los rasgos antropológicos por neutralizar, tenía
múltiples opciones para elegir. Sin embargo comienza, y por otra
parte para limitarse a ella, por la sexualidad, más precisamente, por
la diferencia sexual. Esta detenta así un privilegio y parece
remitirnos, en primer lugar, si seguimos los enunciados a través de
la lógica de su encadenamiento, a esa “concreción fáctica” que la
analítica del Dasein debe comenzar por neutralizar. Si la neutralidad
del título “Dasein” es esencial, lo es justamente porque la
interpretación de este ente –que somos nosotros mismos– deber ser
comprometida antes y fuera de una concreción de ese tipo. El
primer ejemplo de “concreción” sería por tanto la pertenencia a uno
u otro de los sexos. Heidegger no duda que estos sean dos: “Esta
neutralidad significa también [yo subrayo, J. D.] que el Dasein no es
de ninguno de los dos sexos” (keines von beiden Geschlechtern ist).
Mucho más tarde, alrededor de treinta años después, la palabra
“Geschlecht” se cargará con toda su riqueza polisémica: sexo,
género, familia, raigambre, raza, linaje, generación. Heidegger
rastrea en la lengua, a través de una irrepetible apertura de
caminos, por supuesto inaccesibles para una traducción corriente, a
través de vías laberínticas, seductoras, inquietantes, la huella de
caminos muchas veces cerrados. Aún cerrados, aquí, por el dos. El
dos es algo que no puede contar, al parecer, sino sexos, aquello que
llamamos los sexos.
He subrayado la palabra “también” (“esta neutralidad significa
también…”). Por su lugar en el encadenamiento lógico y retórico,
ese “también” nos recuerda que, entre las numerosas
significaciones de esta neutralidad, Heidegger juzga necesario no
comenzar por la neutralidad sexual –por eso es que dice “también”–
pero, con todo, inmediatamente después de la única significación
general que ha señalado en ese pasaje, a saber, el carácter
humano, el título “Mensch” para el tema de la analítica. Es el único
que ha excluido o neutralizado hasta ahí. Hay así en este punto una
especie de precipitación o de aceleración que no puede ser, ella,
neutra o indiferente: entre todos los rasgos de la humanidad del
hombre que se encuentran así neutralizados, junto a la antropología,
la ética o la metafísica, el primero en que hace pensar la palabra
misma de neutralidad, el primero en que Heidegger piensa, en todo
caso, es la sexualidad. La incitación no puede provenir solamente
de la gramática, eso va de suyo. Pasar de Mensch, incluso de Mann
a Dasein, es ciertamente pasar del masculino al neutro, como
también es pasar a una cierta neutralidad que es la de pensar o
decir el Dasein y el Da del Sein a partir de ese trascendente que es
das Sein (“Sein ist das Trascendens schlechthin, Sein und Zeit, p.
38); y por lo demás tal neutralidad está íntimamente relacionada con
el carácter no genérico y no específico del ser: “El ser como tema
fundamental de la filosofía no es el género (keine Gattung) de un
ente…” (ibíd.). Pero, una vez más, si bien la neutralidad sexual no
puede sino estar relacionada con el decir, el habla [parole] y la
lengua, no se la podría reducir a una gramática. Heidegger designa
esta neutralidad, antes que describirla, como una estructura
existencial del Dasein. ¿Pero por qué insiste repentinamente en ella
con tanta prisa? Si bien no había dicho nada de ella en Sein und
Zeit, la asexualidad (Geschlechtslosigkeit) figura aquí en primera fila
entre los rasgos a mencionar cuando se recuerda la neutralidad del
Dasein, o más bien del título “Dasein”. ¿Por qué?
Podemos pensar en una primera razón. La palabra misma de
Neutralität (ne-uter) induce la referencia a una binaridad. Si el
Dasein es neutro y si no es el hombre (Mensch), la primera
consecuencia que podemos sacar, es que no está sometido a la
división binaria en la que se piensa de manera espontánea en este
caso, es decir, en la “diferencia sexual”. Si “ser-ahí” no significa
“hombre” (Mensch), no designa a fortiori ni “hombre” ni “mujer”. Pero
si la consecuencia es tan cercana al sentido común, ¿por qué
recordarla? Y sobre todo ¿porqué sería tan difícil desembarazarse,
en lo que sigue del Curso, de algo tan claro y aceptado? ¿Debemos
pensar que la diferencia sexual no depende simplemente de todo
aquello que la analítica del Dasein puede y debe neutralizar, la
metafísica, la ética, y sobre todo, la antropología, incluso otros
dominios del saber óntico, la biología o la zoología, por ejemplo?
¿Debemos sospechar que la diferencia sexual no puede reducirse a
un tema antropológico o ético?
La insistencia precavida de Heidegger deja en todo caso pensar
que las cosas no son tan evidentes. Una vez que se ha neutralizado
la antropología (fundamental o no) y se ha mostrado que ésta no
podía comprometer la cuestión del ser o ser comprometida en ésta
en tanto tal, una vez que se ha recordado que el Dasein no se
reducía ni al ser humano, ni al yo [moi], ni a la conciencia ni al
inconsciente, al sujeto o al individuo, ni, tampoco, incluso, al animal
rationale, se podía creer que la cuestión de la diferencia sexual no
tenía ninguna posibilidad de ser medida con la cuestión del sentido
del ser o de la diferencia ontológica, y que incluso al desahuciarla no
merecía ningún tratamiento privilegiado. Ahora bien, lo que ocurre
es justamente lo contrario. Heidegger acaba de recordar la
neutralidad del Dasein y sin embargo inmediatamente debe precisar:
neutralidad también en cuanto a la diferencia sexual. Quizás
respondía por entonces a preguntas más o menos explícitas,
ingenuas o ilustradas por parte de sus lectores, estudiantes, algunos
colegas atrapados aún, lo quisieran o no, en el espacio
antropológico: ¿Qué ocurre con la vida sexual de vuestro Dasein?
habrían preguntado ellos. Y después de haber respondido
directamente a esa pregunta, descalificándola, en suma, después de
haber recordado la asexualidad de un ser-ahí que no era el
anthropos, Heidegger quiere salir al encuentro de una segunda
pregunta y quizás de una nueva objeción. Es justamente en ese
punto que aumentarán las dificultades.
Que se trate de neutralidad o de asexualidad (Neutralität,
Geschlechtlosigkeit), en las palabras se acentúa con fuerza una
negatividad que va visiblemente en contra de lo que Heidegger
quiere subrayar de ese modo. No se trata aquí de signos lingüísticos
o gramaticales que constituirían la superficie de un sentido que en sí
mismo permanece inalterado. A través de predicados
manifiestamente tan negativos, debe dejarse leer aquello que
Heidegger no duda en llamar una “positividad” (Positivität), una
riqueza e incluso, en un código en este punto muy recargado, una
“potencia” (Mächtigkeit). Esta precisión permite pensar que la
neutralidad a-sexual no desexualiza, al contrario; no despliega su
negatividad ontológica respecto de la sexualidad misma (a la que
más bien libera) sino rasgos de la diferencia, más precisamente, de
la dualidad sexual. No habría Geschlechtslosigkeit sino respecto del
“dos”; la asexualidad no se determinaría como tal más que en la
medida en que por sexualidad se entendería inmediatamente
binaridad o división sexual. “Pero esta asexualidad no es la
indiferencia de la nulidad vacía (die indifferenz des Leeren
Nichtigen), la débil negatividad de una nada óntica indiferente. El
Dasein en su neutralidad no es un no importa quién indiferente, sino
la positividad originaria (Ursprüngliche Positivität) y la potencia del
ser (o de la esencia, Mächtigkeit des Wesens).
Si, en tanto que tal, el Dasein no pertenece a ninguno de los dos
sexos, eso no significa que esté privado de sexo. Por el contrario,
podemos pensar aquí en una sexualidad pre-diferencial, o más bien
pre-dual, lo que no significa necesariamente unitaria, homogénea e
indiferenciada, como podremos verificarlo más tarde. Y desde esta
sexualidad más originaria que la díada, se puede tratar de pensar,
desde su fuente misma, una “positividad” y una “potencia” que
Heidegger tiene cuidado, ciertamente, de no llamar “sexuales”, sin
duda por temor a reintroducir la lógica binaria que la antropología y
la metafísica asignan siempre al concepto de sexualidad. Pero de lo
que se trata aquí es justamente de la fuente, positiva y potente, de
toda “sexualidad” posible. La Geschlechtslosigkeit no sería más
negativa que la alètheia. Recordemos lo que Heidegger dice de la
“Würdigung” des “positiven” im “privativen” Wesen der Alètheia
(Platons Lehre von der Warheit, in fine).
A partir de ahí, la continuación del Curso inicia un movimiento
bastante particular. Es muy difícil aislar en él el tema de la diferencia
sexual. Me inclinaría por interpretarlo así: a través de un
desplazamiento extraño y sin duda necesario, es la división sexual
misma la que conduce a la negatividad, y la neutralización es, a la
vez, tanto el efecto de esta negatividad como la borradura a la que
el pensamiento debe someterla para dejar aparecer una positividad
originaria. Lejos de constituir una positividad que la neutralidad
asexual del Dasein vendría a anular, la binaridad sexual sería en sí
misma responsable – o más bien pertenecería a una determinación
ella misma responsable – de esta negativización. Para radicalizar o
formalizar rápidamente el sentido de ese movimiento, antes de
retrazarlo de manera más paciente, podemos proponer un esquema:
es la diferencia sexual misma como binaridad, la pertenencia
discriminante a uno u otro sexo la que destina o determina (a) una
negatividad de la cual es necesario dar cuenta. Yendo aún más
lejos, se podría incluso asociar diferencia sexual así determinada
(uno sobre dos), negatividad y una cierta “impotencia”. Volviendo a
la originareidad del Dasein, de ese Dasein que se dice sexualmente
neutro, podemos retomar “positividad originaria” y “potencia”. Para
decirlo de otro modo, a pesar de la apariencia, la asexualidad y la
neutralidad que se debe en primer lugar sustraer, en la analítica del
Dasein, a la marca sexual binaria, se sitúan en realidad, de ese
mismo lado, del lado de esta diferencia sexual –la binaria– a las que
se habría podido creer simplemente opuestas. ¿Sería esa una
interpretación demasiado violenta?
Los tres subparágrafos o ítems siguientes (3, 4 y 5) desarrollan
los motivos de la neutralidad, de la positividad y de la potencia
originaria, de la originareidad misma, sin referencia explícita a la
diferencia sexual. La “potencia” se convierte en la del origen
(Ursprung, Urquell) y por lo demás Heidegger no asocia nunca
directamente el predicado “sexual” con el término “potencia”, pues el
primero es fácilmente asociado a todo el sistema de la diferencia
sexual, que se puede declarar como inseparable, sin correr
verdaderamente el riesgo de equivocarse, de toda antropología y de
toda metafísica. Más aún, hasta donde yo sé, por lo menos, nunca
utilizará el adjetivo “sexual” (sexual, sexuell, geschlechtlich), sino
solamente los términos Geschlecht o Geschlechtlichkeit: lo que no
deja de ser importante, pues esos términos pueden irradiar hacia
otras zonas semánticas. Luego seguiremos otros caminos de
pensamiento.
Mas sin hablar directamente de ello, esos tres subparágrafos
preparan el retorno a la temática de la Geschlechtlichkeit. Borran
primero todos los signos de negatividad asociados al término
neutralidad. Éste no posee la vacuidad de la abstracción; reconduce
a la “potencia del origen”, que comprende en ella misma la
posibilidad interna de la humanidad en su factualidad concreta. El
Dasein, en su neutralidad, no debe ser confundido con el existente.
El Dasein no existe ciertamente más que en su concreción factual,
pero esa misma existencia tiene su fuente originaria (Urquell) y su
posibilidad interna en el Dasein en tanto que neutro. La analítica de
este origen no trata del existente mismo. Justamente porque los
precede, una tal analítica no puede confundirse con una filosofía de
la existencia, con una sabiduría (que no podría establecerse sino al
interior de la “estructura de la metafísica”), con una profecía o con
alguna prédica que enseñe tal o cual “visión del mundo”. Por ende,
no es de ninguna manera una “filosofía de la vida”. Por lo mismo, un
discurso sobre la sexualidad, que fuese de ese orden, (sabiduría,
saber, metafísica, filosofía de la vida o de la existencia) incumpliría
con todas las exigencias de una analítica del Dasein en su
neutralidad misma. Ahora bien, ¿ha existido alguna vez un discurso
sobre la sexualidad que no pertenezca a ninguno de esos registros?
Hay que recordarlo: la sexualidad no es aludida en ese último
parágrafo ni en aquel que va a tratar (volveremos a eso) de cierto
“aislamiento” del Dasein. Lo será en un parágrafo de Von Wesen
des Grundes (el mismo año, 1928), que desarrolla el mismo
argumento. La palabra se encuentra entre comillas, en un incidente.
La lógica del a fortiori alza algo el tono. Pues, finalmente, si es cierto
que la sexualidad debe ser neutralizada, “à plus forte raison” [con
mayor razón], como dice la traducción de Henry Corbin, o a fortiori,
erst recht, ¿por qué insistir en ello? ¿Dónde habría riesgo de un
malentendido? A menos que el asunto, decididamente, no fuese
evidente y que corramos el riesgo de confundir aún el problema de
la diferencia sexual con el problema del ser y la diferencia
ontológica. En ese contexto, se trata de determinar la ipseidad del
Dasein, su Selbstheit, su ser-yo [être-moi]. El Dasein no existe sino
según su propio designio*, si se puede decir así (umwillen semer),
pero eso no significa ni el para-sí de la conciencia, ni el egoísmo, ni
el solipsismo. Sólo a partir de la Selbstheit podría surgir una
alternativa entre “egoísmo” y “altruismo”, y desde ya una diferencia
entre el “ser-yo” [“être-je”] y el “ser-tú” [“être-tu”] (Ichsein/Dusein).
Siempre presupuesta, la ipseidad es por lo tanto también “neutra”
respecto al ser-yo [être-moi] y el ser-tú [être-toi], “y con mayor razón
[à plus forte raison] respecto a la ‘sexualidad’” (und erst recht etwa
gegen die “Geschlechtlichkeit” neutral). El movimiento de ese a
fortiori no es lógicamente irreprochable más que con una condición:
sería necesario que la mencionada “sexualidad” (entre comillas) sea
el predicado asegurado de todo lo que se haga posible por o desde
la ipseidad, en este punto, por ejemplo, las estructuras del “yo” [moi]
y el “tú”, pero que no pertenezca, en tanto que “sexualidad”, a la
estructura de la ipseidad, de una ipseidad que no sería aún
determinada ni como ser humano, yo [moi] o tú, sujeto-consciente o
inconsciente, hombre o mujer. Pero si Heidegger insiste y subraya
(“à plus forte raison”) es porque hay una sospecha que sigue
pesando: ¿y si la sexualidad marcara ya la Selbstheit más
originaria? ¿Si fuese una estructura ontológica de la ipseidad? ¿Si el
Da del Dasein fuese ya “sexual”? ¿Y si la diferencia sexual
estuviese ya marcada en la apertura a la cuestión del sentido del ser
y a la diferencia ontológica? ¿Y si, no siendo evidente por sí misma,
la neutralización fuese una operación violenta? El “con mayor razón”
puede esconder una razón más débil. En todo caso, las comillas
señalan siempre una especie de cita. El sentido corriente de la
palabra “sexualidad” es “mencionado” más que “utilizado”, se diría
en el lenguaje de la speech act theory; es citado a comparecer,
prevenido, si no acusado. Es preciso por sobre todo proteger la
analítica del Dasein ante los riesgos de la antropología, del
psicoanálisis, incluso de la biología. Mas quizás queda un paso
abierto para otras palabras, o para otro uso y otra lectura de la
palabra Geschlecht, si no es la de la “sexualidad”. Quizás otro
“sexo”, o más bien otro Geschlecht llegarán a inscribirse en la
ipseidad o a desarreglar el orden de todas las derivaciones, por
ejemplo, la de una Selbstheit más originaria y que hiciese posible la
emergencia del ego y del tú. Dejemos esta cuestión suspendida.
Si esta neutralización se encuentra implicada en todo análisis
ontológico del Dasein, eso no quiere decir que el “Dasein en el
hombre”, como dice muchas veces Heidegger, sea una singularidad
“egoísta” o un “individuo ónticamente aislado”. El punto de partida
en la neutralidad no conduce al aislamiento o a la insularidad
(Isolierung) del hombre, a una soledad fáctica y existencial. Sin
embargo, el punto de partida desde la neutralidad significa en
verdad, y Heidegger lo nota claramente, un cierto aislamiento
original del hombre: no, justamente, en el sentido de la existencia
fáctica “como si el ser filosofante fuese el centro del mundo”, sino en
tanto “aislamiento metafísico del hombre”. El análisis de este
aislamiento hace surgir así el tema de la diferencia sexual y de la
división dual en la Geschlechtlichkeit. En el centro de este nuevo
análisis, la fina enunciación de cierto léxico anuncia problemas de
traducción que para nosotros no harán más que agravarse. Será
siempre imposible considerarlos como accidentales o secundarios.
En un momento determinado, podremos incluso percibir que el
pensamiento del Geschlecht y el pensamiento de la traducción son
esencialmente los mismos. En este punto, el enjambre lexical reúne
(o enjambra) la serie “disociación”, “distracción”, “diseminación”,
“división”, “dispersión”. El dis- sería entonces lo que supuestamente
traduce, no sin transferencia y desplazamiento, el zer- de la
Zerstreuung, Zerstreutheit, Zerstörung, Zersplitterung, Zerspaltung.
Pero una frontera interior y suplementaria divide aún ese léxico: dis-
y zer- tienen a veces un sentido negativo pero a veces también un
sentido neutro o no negativo (dudaría en decir aquí positivo o
afirmativo).
Intentemos leer, traducir e interpretar al pie de la letra. El Dasein
en general esconde, abriga en él la posibilidad interna de una
dispersión o de una diseminación fáctica (faktische Zerstreuung) en
el propio cuerpo (Leiblichkeit) y “por ende en la sexualidad” (und
damit in die Geschlechtlichkeit). Todo cuerpo propio es sexuado y no
hay Dasein sin cuerpo propio. Mas el encadenamiento propuesto
por Heidegger parece muy claro: la multiplicidad dispersante no
depende en primer lugar de la sexualidad del cuerpo propio; es el
cuerpo propio mismo, la carne, la Leiblichkeit, lo que arrastra
originariamente al Dasein en la dispersión y como consecuencia en
la diferencia sexual. Esa “consecuencia” (damit) es insistente, con
algunas líneas de intervalo, como si el Dasein debiera tener o ser a
priori (como su “posibilidad interior”) un cuerpo que se encuentra
siendo sexuado y afectado por la división sexual.
También aquí insiste Heidegger en recordar que, tanto como la
neutralidad, la dispersión (como todas las significaciones en dis- o
en zer-) no debe entenderse de un modo negativo. La neutralidad
“metafísica” del hombre aislado en tanto que Dasein no es una
abstracción vacía operada a partir, o en el sentido, de lo óntico, no
es un “ni-ni”, sino lo que hay de propiamente concreto en el origen,
el “aún no” de la diseminación fáctica, de la disociación, del ser-
disociado, o de la dis-socialidad fáctica: faktische Zerstreutheit, aquí,
y no Zerstreuung. Este ser disociado, des-ligado, o desocializado
(pues va a la par con el “aislamiento” del hombre en tanto Dasein)
no es una caída o un accidente, una decadencia que le haya
acontecido. Es una estructura originaria del Dasein, que lo afecta
con el cuerpo y, por tanto, con la diferencia sexual, de multiplicidad y
de desligazón, esas dos significaciones permanecen distintas,
aunque reunidas, en el análisis de la diseminación (Zerstreutheit o
Zerstreuung). Asignado a un cuerpo, el Dasein es, en su facticidad,
separado, sometido a la dispersión y a la fragmentacion
(zersplittert), y por eso mismo (ineins damit) siempre desunido,
desacordado, partido, dividido (zwiespälig) por la sexualidad, hacia
un sexo determinado (in eine bestimmte Geschlechtichkeit). Sin
duda esas palabras tienen en principio una resonancia negativa:
dispersión, fragmentación, división, disociación, Zersplitterung,
Zerspaltung, tanto como Zerstörung (demolición, destrucción),
precisa Heidegger; esta resonancia se relaciona con conceptos
negativos desde el punto de vista óntico. Lo que entraña
inmediatamente una significación desvalorizante. “Pero de lo que se
trata en este punto es de algo completamente distinto”. ¿De qué?
De lo que marca el pliegue de una “multiplicación”. El signo
característico (Kennzeichnung) por el que se reconoce esa
multiplicación podemos leerlo en el aislamiento y la singularidad
fáctica del Dasein. Heidegger distingue esta multiplicación
(Mannigfaltigung) de una simple multiplicidad (Mannigfaltigkeit), de
una diversidad. Hay que evitar también la representación de un gran
ser originario cuya simplicidad se encontraría repentinamente
dispersa (zerspaltet) en diferentes singularidades. Se trata más bien
de elucidar la posibilidad interna de esta multiplicación por la cual el
cuerpo propio del Dasein representa un “factor de organización”. La
multiplicidad en ese caso no es una simple pluralidad formal de
determinaciones o determinidades (bestimmtheiten); ella pertenece
al ser mismo. Una “diseminación originaria” (ursprüngliche Streuung)
pertenece ya al ser del Dasein en general “según su concepto
metafísicamente neutro”. Esta diseminación originaria (Streuung)
deviene, desde un punto de vista enteramente determinado,
dispersión (Zerstreuung): dificultad de traducción que me obliga aquí
a distinguir, en cierto modo arbitrariamente, entre diseminación y
dispersión para marcar a través de una convención el trazo sutil que
distingue Streuung y Zerstreuung. Esta última es la determinación
intensiva de la primera. Determina una estructura de posibilidad
originaria, la diseminación (Streuung), según todas las
significaciones de la Zerstreuung (diseminación, dispersión,
esparcimiento, difusión, disipación, distracción). La palabra Streuung
no aparece, aparentemente, sino una sola vez, para designar esta
posibilidad originaria, esta diseminabilidad, si se puede decir así.
Enseguida es siempre la Zerstreuung lo que agregaría –pero no es
tan simple– una marca de determinación y de negación si Heidegger
no nos hubiese ya prevenido contra este valor de negatividad un
momento antes. No obstante, incluso si eso no es rigurosamente
legítimo, es difícil evitar cierta contaminación a través de la
negatividad, incluso a través de asociaciones ético-religiosas que
vendrían a asociar esta dispersión a una caída o a una corrupción
de la pura posibilidad originaria (Streuung) que parece afectarse así
de un giro suplementario. Y será necesario elucidar también la
posibilidad o la fatalidad de esta contaminación. Volveremos a eso
más adelante.
Algunos indicios de esta dispersión (Zerstreuung). Primero, el
Dasein no se relaciona nunca con un objeto, con un solo objeto. Si
lo hace, es siempre en el modo de la abstracción o de la abstención
respecto a otros entes que co-aparecen siempre al mismo tiempo. Y
esta multiplicación no ocurre en razón del hecho de que haya una
pluralidad de objetos: en realidad ocurre lo inverso. Es la estructura
originariamente diseminal, es la dispersión del Dasein lo que hace
posible esta multiplicidad. Ocurre lo mismo con la relación consigo
mismo del Dasein: es dispersa, conforme a la “estructura de
historicidad en el sentido más amplio”, en la medida en que el
Dasein adviene como Erstreckung, palabra cuya traducción aún
continúa siendo peligrosa. La palabra “extensión” sería demasiado
fácilmente asociada a la “extensio”, aquello que Sein und Zeit
interpreta como la “determinación ontológicamente fundamental del
mundo” para Descartes (§ 18). Se trata aquí de una cosa
completamente distinta. Erstreckung designa un espaciamiento que
“antes” de la determinación del espacio como extensio, viene a
tender o estirar el ser-ahí, el ahí del ser entre el nacimiento y la
muerte. Dimensión esencial del Dasein, la Erstreckung abre el entre
que lo relaciona a la vez con su nacimiento y con su muerte, el
movimiento de suspenso por el cual se tiende y se extiende él
mismo entre nacimiento y muerte, que solo cobran sentido desde
ese movimiento intervalario. El Dasein se afecta a sí mismo y esta
auto-afección pertenece a la estructura ontológica de su historicidad:
“Die spezifische Bewegtheit der erstreckten Sicherstreckens nennen
wir das Geschehen des Daseins” (§ 72). El quinto capítulo de Sein
und Zeit pone justamente en relación esta dimensión intervalar y la
dispersión (Zerstreuung) (especialmente en § 75, p. 390). Entre el
nacimiento y la muerte, el espaciamiento del entre marca a la vez la
distancia y la relación, pero la relación según una suerte de
distensión. Ese “entre dos” como relación (Bezug) referida al
nacimiento y la muerte, pertenece al ser mismo del Dasein, “antes”,
por ejemplo, que cualquier determinación biológica (“Im Sein des
Daseins liegt schon das ‘Zwischen’ mit Bezug auf Geburt und Tod”,
p. 374). La relación así entre-tenida, entre-tendida en, por encima o
a través de la dis-tancia entre nacimiento y muerte se entretiene a sí
misma con la dispersión, la disociación, la desligazón (Zerstreuung,
Unzusammenhang, etc., cf. p. 390 por ejemplo). Esa relación, este
entre, no tendría lugar sin ellas. Pero interpretarlas como fuerzas
negativas, eso sería precipitar la interpretación, por ejemplo,
dialectizarla.
La Erstreckung es así una de las posibilidades determinadas de la
dispersión (Zerstreuung) esencial. Este “entre” no sería posible sin
la dispersión, pero no forma más que una de sus dependencias
estructurales, a saber, la temporalidad y la historicidad. Otra
dependencia, otra posibilidad –conexa y esencial– de la dispersión
originaria: la espacialidad original del Dasein, su Räumlichkeit. La
dispersión espacial o espaciante se manifiesta por ejemplo en la
lengua. Toda lengua es determinada en primer lugar por
determinaciones espaciales (Raumbedeutungen90). El fenómeno de
lo que se ha llamado metáforas espacializantes no es para nada
accidental o al alcance del concepto retórico de “metáfora”. No es
una fatalidad exterior. Su irreductibilidad esencial no puede ser
elucidada fuera de esta analítica existencial del Dasein, de su
dispersión, de su historicidad y de su espacialidad. Es preciso, por
tanto, extraer las conclusiones pertinentes, en particular, para el
lenguaje mismo de la analítica existencial: todas las palabras de las
que se sirve Heidegger remiten también, necesariamente, a esos
Raumbedetungen, comenzando por el de Zerstreuung
(diseminación, dispersión, distracción) que nombra no obstante el
origen del espaciamiento en el momento en que, en tanto que
lenguaje, se somete a su ley.
La “dispersión trascendental”, así es como Heidegger la llama
aún, pertenece pues a la esencia del Dasein en su neutralidad.
Esencia “metafísica”, se precisa en un Curso que se presenta en
esta época ante todo como una ontología metafísica del Dasein
respecto de la cual la analítica misma no sería más que una fase,
sin duda preliminar. Hay que tenerlo en cuenta para situar lo que se
dice aquí de la diferencia sexual en particular. La dispersión
trascendental es la posibilidad de toda disociación y de toda
partición (Zersplitterung, Zerspaltung) en la existencia fáctica. Se
encuentra ella misma “fundada” en ese carácter originario del
Dasein que Heidegger llama por entonces la Geworfenheit. Habrá
que tener paciencia a propósito de esa palabra, sustraerla a tantos
usos, interpretaciones o traducciones corrientes (derelicción, por
ejemplo, ser-arrojado). Habría que hacerlo previendo aquello que la
interpretación de la diferencia sexual –que viene enseguida– retiene
en sí misma de esta Geworfenheit y, “fundada” en ella, de la
dispersión trascendental. No hay diseminación que no suponga este
“arrojo”, ese Da del Dasein en tanto arrojado. Arrojo “anterior” a
todos los modos de arrojo que llegaran a determinarlo, el proyecto,
el sujeto, el objeto, lo abyecto, el rechazo, el trayecto, la deyección;
arrojo que el Dasein no podría hacer suyo en un proyecto, en el
sentido en que se arrojaría él mismo como un sujeto que domina el
arrojo. El Dasein es Geworfen: eso significa que está arrojado antes
de todo proyecto de su parte, pero este ser-arrojado no está aún
sometido a la alternativa de la actividad y la pasividad que es aún
demasiado solidaria de la pareja sujeto-objeto y por lo tanto de su
oposición, podríamos decir de su objeción. Interpretar el ser-
arrojado como pasividad, eso podría inscribirlo en una problemática
más tardía de la subjeti[vi]dad (activa o pasiva). ¿Qué querrá decir
“arrojar” antes de todas esas sintaxis? ¿Y el ser-arrojado, incluso
antes de la imagen de la caída, sea esta platónica o cristiana? Hay
un ser-arrojado del Dasein “antes” incluso que aparezca, dicho de
otro modo, no adviene para él, ahí, ningún pensamiento del arrojo
que remita a una operación, una actividad o una iniciativa. Ese ser-
arrojado del Dasein no es un arrojo en el espacio, en el desde-ya-
ahí de un elemento espacial. La espacialidad originaria del Dasein
está íntimamente relacionada con el arrojo.
Es en este punto que puede reaparecer el tema de la diferencia
sexual. El arrojo diseminal del ser-ahí (aún comprendido en su
neutralidad) se manifiesta particularmente en cuanto “el Dasein es
Mitsein con el Dasein”. Como siempre en ese contexto, el primer
gesto de Heidegger es el recuerdo de una orden de implicancia: la
diferencia sexual o la pertenencia al género deben ser elucidadas a
partir del ser-con, dicho de otro modo, del arrojo diseminal, y no a la
inversa. El ser-con no surge a partir de una conexión fáctica, “no se
explica a partir de un ser genérico pretendidamente originario”, el de
un ser cuyo cuerpo propio estaría particionado según la diferencia
sexual (geschlechtlich gespaltenen leiblichen Wesen). De modo
inverso, cierta pulsión de reunión genérica (gattungshafte
Zuzammenstreben), la unión de los géneros (su unificación, su
acercamiento, Einigung) tiene como “presupuesto metafísico” la
diseminación del Dasein como tal, y por ende del Mitsein.
El “mit” del Mitsein es un existencial, no un categorial, y ocurre lo
mismo con los adverbios de lugar (cf. Sein und Zeit, § 26). Lo que
Heidegger llama aquí el carácter metafísico fundamental del Dasein
no puede dejarse derivar de una organización genérica o de una
comunidad de los vivientes en cuanto tales.
¿En qué esa cuestión del orden remite en sí misma a una
“situación” de la diferencia sexual? Gracias a una deriva prudente
que se convierte a su vez, para nosotros, en un problema,
Heidegger puede, por lo menos, reinscribir el tema de la sexualidad,
de manera rigurosa, en un cuestionamiento ontológico y en una
analítica existencial.
La diferencia sexual permanece impensada desde que dejamos
de situarnos en la doxa común o en tal o cual ciencia bio-
antropológica, una y otra apoyadas sobre una pre-interpretación
metafísica. Pero, ¿cuál es el precio de esa prudencia? ¿No será el
de alejar la sexualidad de todas las estructuras originarias? ¿De
deducirla? ¿O de derivarla, en todo caso, confirmando así los
filosofemas más tradicionales, repitiéndolos con la fuerza de un
nuevo rigor? Y esa desviación ¿acaso no ha comenzado por una
neutralización de la que se negaba laboriosamente la negatividad?
Y una vez que se ha realizado esa neutralización ¿no se accede
aún a una dispersión ontológica o “trascendental”, a esa
Zerstreuung en la que se hacía algo difícil borrar el valor negativo?
Así planteadas, esas preguntas siguen siendo, sin duda,
sumarias. Pero no podríamos elaborarlas en un simple intercambio
con el pasaje del Curso de Marburgo que alude a la sexualidad. Se
trate de neutralización, de negatividad, de dispersión, de distracción
(Zerstreuung), motivos en este punto indispensables, según
Heidegger, para plantear la cuestión de la sexualidad, es preciso
volver a Sein und Zeit. Aunque la sexualidad no sea aludida en él,
esos motivos son tratados de manera más compleja, más
diferenciada, lo que no quiere decir, por el contrario, más fácil.
Debemos contentarnos aquí con algunas disquisiciones
preliminares. Asemejándose, en el Curso, a un procedimiento
metódico, la neutralización guarda relación con lo que se dice en
Sein und Zeit sobre la “interpretación privativa” (§ 11). Se podría
incluso hablar de método, desde el momento en que Heidegger
recurre a una ontología que procede a través de la “senda” o en la
“senda” de una interpretación privativa. Esta senda permite
diferenciar algunos a priori y, dice una nota de la misma página que
atribuye el mérito a Husserl, sabemos que el “apriorismo es el
método de toda filosofía científica que se comprende a sí misma”.
Se trata, precisamente, en ese contexto, de psicología y biología. En
tanto que ciencias, éstas presuponen una ontología del ser-ahí. El
modo de ser que es la vida solo es accesible, en lo esencial, a
través del ser-ahí. Es la ontología de la vida la que exige una
“interpretación privativa”: la “vida” no sería ni un puro
“Vorhandensein”, ni un “Dasein” (Heidegger lo declara aquí sin
considerar que el asunto reclama algo más que una afirmación:
pareciera que para él eso va de suyo), solo se puede acceder a ella
operando, negativamente, por sustracción. Uno se pregunta
entonces qué es el ser de una vida que no es más que vida, que no
es ni esto ni aquello, ni Vorhandensein ni Dasein. Heidegger no
elaboró nunca esa ontología de la vida, pero podemos imaginar las
dificultades que ésta pudo haber acumulado, considerando que el
“ni…ni…” que la condiciona excluye o desborda los conceptos
(categoriales o existenciales) más estructurantes para todo el
análisis existencial. Es toda la organización problemática lo que se
encuentra aquí en cuestión, aquella que somete los saberes
positivos a las ontologías regionales, y esas ontologías a una
ontología fundamental, la que a su vez (en esta época) estaría
previamente abierta por la analítica existencial del Dasein. No es
casual si (una vez más, podríamos decir y probar) es el modo de ser
del viviente, de lo animado (por tanto también de lo psíquico) el que
plantea y sitúa este enorme problema, o le confiere, en todo caso,
su calificativo más reconocible. Si bien no podemos internarnos
ahora en eso, sino solo subrayar la necesidad, muchas veces
desapercibida, de hacerlo, es preciso por lo menos recordar que el
tema de la diferencia sexual no podría ser disociado de éste.
Quedémonos por lo menos un momento en esta “vía de la
privación”, expresión que Heidegger retoma en el parágrafo 12, y
esta vez una vez más para designar el acceso apriórico a la
estructura ontológica del viviente. Una vez que desarrolla esa
advertencia, Heidegger ampliará el problema de esos enunciados
negativos. ¿Por qué las determinaciones negativas se imponen con
tanta frecuencia en esta característica ontológica? No es para nada
debido al “azar”. Es porque hay que sustraer la originalidad de los
fenómenos a aquello que los ha disimulado, desfigurado,
desplazado o recubierto, a los Verstellungen y a los Verdeckungen,
a todas esas pre-interpretaciones cuyos efectos negativos deben ser
a su vez anulados por enunciados negativos cuyo verdadero
“sentido” es en realidad “positivo”. Es un esquema que hemos
reconocido hace un momento. La negatividad de la “característica”
no es por ende más fortuita que la necesidad de las alteraciones o
las disimulaciones que ella viene de alguna manera a corregir
metódicamente. Verstellungen y Verdeckungen son movimientos
necesarios en la historia misma del ser y su interpretación. Ya no se
los puede evitar, tal como con las faltas contingentes, no se pueden
reducir en su inautenticidad (Uneigentlichkeit) a una falta o a un
pecado en los cuales hubiese sido necesario no caer.
Y sin embargo. Si Heidegger se sirve frecuentemente del término
“negativ” cuando se trata de calificar enunciados o alguna
característica, nunca lo hace, me parece (o, digamos, por prudencia,
de modo mucho menos frecuente y menos fácilmente) para calificar
eso mismo que, en las preinterpretaciones del ser, hace sin
embargo necesarias esas correcciones metódicas de forma negativa
o neutralizante. El Uneigentlichkeit, las Verstellungen y las
Verdeckungen no son del orden de la negatividad (lo falso o el mal,
el error o el pecado). Y vemos bien porqué Heidegger se cuida
sobremanera de mencionar en esos casos la negatividad. Evita así,
pretendiendo elevarse más “alto” que ellos, los esquemas religiosos,
éticos, e incluso dialécticos.
Deberíamos decir entonces que ninguna significación negativa
está ontológicamente vinculada con lo “neutro” en general, ni menos
con esa dispersión (Zerstreuung) trascendental del Dasein. Ahora
bien, sin poder hablar de valor negativo ni de valor en general
(conocemos la desconfianza de Heidegger hacia el valor del valor),
debemos tomar en cuenta el acento diferencial y jerarquizante que,
en Sein und Zeit, señala regularmente lo neutro y la dispersión. En
algunos contextos, la dispersión marca la estructura general del
Dasein. Lo vimos en el Curso, pero ya era el caso en Sein und Zeit,
por ejemplo, en el § 12 (p. 56): “El In-der-Welt-Sein del Dasein se ha
dispersado (zerstreut) siempre, por la facticidad de éste, e incluso se
ha dividido (zersplittert) en modos determinados del In-Sein”. Y
Heidegger propone una lista de esos modos y de su irreductible
multiplicidad. Pero en otros lugares, la dispersión y la distracción
(Zerstreuung en los dos sentidos) caracterizan la ipseidad
inauténtica del Dasein, la del Man-selbst, de ese Uno que se ha
“distinguido” de la ipseidad (Selbst) auténtica, propia (eigentlich). En
tanto que “uno”, el Dasein es disperso o distraído (zerstreut).
Conocemos el conjunto de este análisis, no nos detendremos sino
en lo que concierne a la dispersión (cf. § 27), concepto que
reencontramos en el centro de los análisis de la curiosidad (Neugier,
§ 36). Esta, recordémoslo, es uno de los tres modos de la
decadencia (Verfallen) del Dasein en su ser-cotidiano. Más tarde
debemos volver sobre las precauciones de Heidegger: la
decadencia, la alienación (Entfremdung) e incluso la caída (Absturz)
no serían aquí el tema de una “crítica moralizadora”, de una
“filosofía de la cultura”, de una dogmática religiosa de la caída (Fall)
fuera de un “estado original” (del que no tenemos ninguna
experiencia óntica y ninguna interpretación ontológica) y de una
“corrupción de la naturaleza humana”. Mucho más tarde, tendremos
que recordar esas precauciones y su carácter problemático, cuando,
en la “situación” de Trakl, Heidegger interpreta la descomposición y
la desesencialización (Verwesung), es decir, también, cierta
corrupción de la figura del hombre. Se trata aún, más explícitamente
esta vez, de un pensar el “Geschlecht” o del Geschlecht. Pongo
comillas porque se trata tanto del nombre como de aquello que éste
nombra; y en este punto es igualmente imprudente tanto separarlos
como traducirlos. Como verificaremos, se trata nada menos que de
la inscripción de Geschlecht y del Geschlecht como inscripción,
golpe e impronta.
La dispersión es así subrayada dos veces: como estructura
general del Dasein y como modo de la inautenticidad. Se podría
decir lo mismo de lo neutro: no hay ningún índice negativo o
peyorativo en el Curso cuando es cuestión de la neutralidad del
Dasein, pero lo “neutro”, en Sein und Zeit, es lo que puede
caracterizar al “uno”, a saber, aquello que deviene el “quien” en la
ipseidad cotidiana: entonces el “quien” es lo neutro (Neutrum), “el
uno” (§ 27).
Ese breve recurso a Sein und Zeit puede que nos haya permitido
comprender mejor el sentido y la necesidad de ese orden de las
implicaciones que Heidegger intenta preservar. Entre otras cosas,
ese orden también da cuenta de los predicados que se usa en todo
discurso sobre la sexualidad. No hay predicado propiamente sexual,
no hay ninguno que no remita, por lo menos por su sentido, a las
estructuras generales del Dasein. Y para saber de qué se habla, y
cómo, cuando se alude a la sexualidad, debemos justamente
remitirnos a lo mismo que describe la analítica del Dasein.
Inversamente, si puede decirse así, esta desimplicación permite
comprender la sexualidad o la sexualización general del discurso:
las connotaciones sexuales no pueden marcarlo, hasta invadirlo,
sino en la medida en que son homogéneas a lo que implica todo
discurso, por ejemplo, la topología de esas “significaciones
espaciales” (Raumbedeutungen) irreductibles, pero también otros
rasgos que hemos situado al pasar. ¿Qué sería de un discurso
“sexual” o “sobre-la-sexualidad” que no apelara al alejamiento, al
dentro y al afuera, a la dispersión y la proximidad, al aquí y allá, al
nacimiento y a la muerte, al entre-nacimiento-y-muerte, al ser-con y
al discurso?
Ese orden de implicaciones abre al pensamiento de una diferencia
sexual que no sería aún dualidad sexual, diferencia como dual.
Como lo destacamos, lo que el Curso neutralizaba no era tanto la
sexualidad misma como la marca “genérica” de la diferencia sexual,
la pertenencia a uno de los dos sexos. De ahí, reconduciendo a la
dispersión y a la multiplicación (Zerstreuung, Mannigfaltigung), ¿no
podría quizás comenzar a pensarse una diferencia sexual (sin
negatividad, precisémoslo) que no estuviese marcada por el dos?
¿Que no lo estuviera aún o que no lo estuviese más? Pero el “no
aún” y el “no más” significarían aún, desde ya, cierto
reconocimiento.
El retiro de la díada encamina hacia la otra diferencia sexual.
Puede preparar también para otras preguntas. Por ejemplo, ésta:
¿de qué manera la diferencia se depositó en el dos? O también, si
se quiere mantener la diferencia en la oposición dual ¿Cómo es que
la multiplicación se detiene como diferencia? ¿Y en cuanto
diferencia sexual?
En el Curso, y por las razones que hemos avanzado, Geschlecht
designa siempre la sexualidad, tal como se encuentra tipificada por
la oposición o por lo dual. Más tarde (y más temprano) no ocurrirá lo
mismo, y esta oposición se dice descomposición.91
Traducción: Alejandro Madrid Zan

88. Al igual que el ensayo que sigue a continuación, “La mano de Heidegger. Geschlecht II”
(Primero publicado en el Cahier de l’Herne consagrado a Heidegger y dirigido por Michel
Haar en 1983) éste se contenta con esbozar, de manera completamente preliminar, una
interpretación a través de la cual querría situar Geschlecht en la senda de pensamiento de
Heidegger. En su senda de escritura también; y la impresión, la inscripción acentuada de la
palabra Geschlecht no es una casualidad. Palabra que dejo aquí en su lengua, por razones
que deberían imponerse en el curso de esta misma lectura. Se trata, precisamente, de
“Geschlecht” (de la palabra para sexo, raza, familia, generación, linaje, especie, género) y
no del Geschlecht: no aproximaremos tan fácilmente, hacia la cosa misma (el Geschlecht),
la marca del término (“Geschlecht”) en la que, mucho más tarde, Heidegger remarcará la
impronta del golpe o del golpeteo (Schlag). Lo hará en un texto del que no hablaremos
aquí, pero hacia el cual proseguirá esta lectura, y hacia el cual, en verdad, yo sé que se
encuentra imantado: Die Sprache im Gedicht, Eine Erörterung von Georg Trakls Gedicht
(1953), en Unterwegs zur Sprache, Neske, 1959, p. 36.; trad. fr. Jean Beaufret, “La Parole
dans l’élément du poème, Situation du Dict de Georg Trakl”, en Acheminement vers la
parole, 1976 ; trad. cast., Yves Zimmermann “El habla en el poema. Una dilucidación de la
poesía de Georg Trakl”, en De camino al habla, Del Serbal, 1987.
89.* “La cause paraît entendue, dirait-on”, como ocurre frecuentemente, la frase
corresponde a una expresión corriente, que no admite una traducción palabra por palabra,
sino por una expresión análoga: preferimos traducir la expresión por “causa juzgada”,
considerando cierta correspondencia general de sentido. [N. del T.]
Metaphysische Anfangsgründe der Logik Ausgang von Leibniz, Gesamtausgabe, vol. 26.
90. Cf. también, en este punto, Sein und Zeit, p. 166.
91. Cf. Más arriba, pp. 521 y ss., y De l’esprit, Heidegger et la question, p. 137 y ss.
LA MANO DE HEIDEGGER. (GESCHLECHT II)92

El pensar es el actuar, en lo que tiene de más propio,


si actuar (handeln) significa dar la mano (Hand) a la
esencia del ser, es decir: preparar (construir) para la
esencia del ser, en medio del ente, un dominio desde
el cual el ser se porta y porta su esencia a la lengua.
Sólo la lengua nos concede vía y paso a toda voluntad
de pensar.
Heidegger, Questions IV, p. 146 (yo subrayo).
Lo más bello, lo más precioso que hay en esta tela, es
la mano. Una mano sin deformaciones, con una
estructura particular y que parece hablar, como una
lengua de fuego. Verde, como la parte oscura de una
llama, y que porta consigo todas las agitaciones de la
vida. Una mano para acariciar y hacer gestos
graciosos. Y vive como una cosa clara en medio de la
sombra roja de la tela.
Artaud, Messages révolutionnaires. La peinture de
Maria Izquierdo, VIII, p. 254 (yo subrayo).
Debo comenzar con algunas precauciones. Todas ellas se
resumirán en pedir excusas e indulgencias, en particular en lo que
concierne a la forma y el status de esta “lectura”, así como respecto
de todos los supuestos con los cuales les pido contar. Presupongo,
en efecto, la lectura de un breve y modesto ensayo publicado con el
título Geschlecht I, Diferencia sexual, diferencia ontológica. Ese
ensayo, publicado y traducido hace más de un año, iniciaba un
trabajo que he retomado solo ahora, en el curso de un seminario
que ofrezco en París bajo el título Nacionalidad y nacionalismo
filosóficos. Por la escasez de tiempo, no puedo reproducir aquí ni el
artículo introductorio, llamado Geschlecht I, que trataba el tema de
la diferencia sexual en un Curso más o menos contemporáneo de
Sein und Zeit, como tampoco la totalidad de los desarrollos que, en
mi seminario Nacionalidad y nacionalismo filosóficos, constituyen el
marco de las reflexiones que les presentaré hoy. Me esforzaré, sin
embargo, por lograr que la presentación de esas pocas reflexiones,
aún preliminares, sea lo más inteligible y lo más independiente
posible de esos contextos invisibles. Otra precaución, otro recurso a
vuestra indulgencia: por falta de tiempo, no presentaré más que una
parte o más bien varios fragmentos, a veces un poco discontinuos,
del trabajo que prosigo este año, al ritmo lento, de un seminario
comprometido con una lectura difícil y que yo desearía tan
minuciosa y prudente como sea posible de ciertos textos de
Heidegger, en especial de Was heisst Denken?* y sobre todo de la
conferencia sobre Trakl en los Unterwegs zur Sprache.**
I
Vamos a hablar entonces de Heidegger.
Vamos a hablar también de la monstruosidad.
Vamos a hablar de la palabra “Geschlecht”. No la traduciré por el
momento. No la traduciré, sin duda, en ningún momento. No
obstante, según el contexto que la determine, esa misma palabra
puede dejarse traducir como sexo, raza, especie, género,
raigambre, familia, generación, genealogía o comunidad. En el
seminario sobre Nacionalidad y nacionalismo filosóficos, antes de
estudiar ciertos textos de Marx, Quinet, Michelet, Tocqueville,
Wittgenstein, Adorno, Hannah Arendt, hemos encontrado la palabra
Geschlecht en un primer y preliminar esbozo de aproximación a la
lectura de Fichte: “...was an Geistigkeit und Freiheit dieser
Geistigkeit glaubt, und die ewige Fortbildung dieser Geistigkeit durch
Freiheit will, das, wo es auch geboren sey und in welcher Sprache
es rede, ist unsers Geschlechts, es gehört uns an und es wird sich
zu uns thun.” (Séptimo de los Discursos a la nación alemana*,
Reden an Die Deutsche Nation). La traducción francesa omite
traducir la palabra Geschlecht, sin duda porque ésta fue realizada
en determinado momento, durante o poco tiempo después de la
guerra, me parece, por S. Jankélévitch, en condiciones que volvían
particularmente peligroso el término raza, al mismo tiempo que poco
pertinente para traducir a Fichte. Pero ¿qué es lo que quiere decir
Fichte cuando desarrolla de esa manera lo que él llama, por
entonces, su principio fundamental (Grundsatz), a saber aquel de un
círculo (Kreis) o de una alianza (Bund), de un compromiso (del que
hemos hablado abundantemente en las sesiones precedentes del
seminario) que constituye justamente la pertenencia a “nuestro
Geschlecht”? “Todo aquel que cree en la espiritualidad y libertad de
este espíritu, todo aquel que desea la eterna y progresiva formación
de esta espiritualidad a través de la libertad [die ewige Forbildung: si
Fichte es “nacionalista”, en un sentido demasiado enigmático para
que hablemos rápidamente de eso aquí, lo es en cuanto progresista,
republicano y cosmopolita: uno de los temas del seminario en el que
trabajo en este momento concierne justamente a la asociación
paradójica pero regular del nacionalismo a un cosmopolitismo y a un
humanismo] es de nuestra Geschlecht, nos pertenece y es asunto
nuestro, dondequiera que haya nacido y sea cual sea la lengua que
hable”. Ese Geschlecht no se encuentra, por tanto, determinado por
el nacimiento, el suelo natal o la raza, no tiene nada de natural ni tan
siquiera de lingüístico, por lo menos en el sentido corriente de ese
término, pues hemos podido reconocer en Fichte una especie de
reivindicación del idioma, del idioma del idioma alemán. Algunos
ciudadanos alemanes de nacimiento son extranjeros respecto a este
idioma del idioma, algunos no alemanes pueden acceder a él desde
el momento en que, comprometiéndose en ese círculo o alianza de
la libertad espiritual y su progreso infinito, pertenecerían a “nuestro
Geschlecht”. La única determinación analítica e irrebatible del
Geschlecht en ese contexto es el “nosotros”, la pertenencia al
“nosotros” que hablamos en este momento, en el momento en que
Fichte se dirige a esa comunidad supuesta, pero también por
constituir; comunidad que no es stricto sensu ni política, ni racial, ni
lingüística, pero que puede recibir su alocución, su dirección y su
apóstrofe (Rede an…) y pensar con él, decir “nosotros” en alguna
lengua y a partir de cualquier lugar de nacimiento, sea el que sea. El
Geschlecht es un conjunto, una reunión, (se podría decir
Versammlung), una comunidad orgánica, en un sentido no natural
sino espiritual, que cree en el progreso infinito del espíritu a través
de la libertad. Es entonces un “nosotros” infinito, que se anuncia a sí
mismo desde la infinidad de un telos de libertad y de espiritualidad, y
se promete, se compromete o se alía según el círculo (Kreis, Bund)
de esta voluntad infinita. ¿Cómo traducir Geschlecht en esas
condiciones? Fichte se sirve de una palabra que posee, ya en su
lengua, una gran riqueza de determinaciones semánticas, y él habla
alemán. Si bien dice que cualquiera, en cualquier lengua que hable,
“ist unsers Geschlechts”, lo dice en alemán, y ese Geschlecht es
una Deutschheit esencial. Incluso si solo posee un contenido
riguroso a partir del “nosotros” instituido por la intención misma, la
palabra Geschlecht comporta también connotaciones indispensables
a la inteligibilidad mínima del discurso y esas connotaciones
pertenecen irreductiblemente al alemán, un alemán más esencial
que todos los fenómenos de la germanidad empírica, pero que no
deja de ser alemán. Todos esos sentidos connotados están
copresentes en el uso de la palabra “Geschlecht”, comparecen en
ella virtualmente pero ninguno de ellos es enteramente satisfactorio.
¿Cómo traducir? Podemos retroceder ante el peligro y omitir la
palabra, como lo ha hecho el traductor francés. Podemos también
juzgar que es una palabra tan abierta e indeterminada, por el
concepto mismo que designa, es decir, ese “nosotros”, en cuanto
libertad espiritual comprometida hacia la infinidad de su progreso,
que con su omisión no se pierde gran cosa. El “nosotros” remite
finalmente a la humanidad del hombre, a la esencia teleológica de
una humanidad que se anuncia por excelencia en la Deutschheit. Se
dice a menudo “Menschengeschlecht”, por “género humano”,
“especie humana”, “raza humana”. En el texto de Heidegger que nos
ocupará en unos momentos, los traductores franceses hablan a
veces de género humano por Geschlecht y a veces simplemente de
especie.
Pues aquí se trata nada menos, si puede decirse así, que del
problema del hombre, de la humanidad del hombre y del
humanismo. Pero en un lugar en que la lengua ya no se deja borrar.
Para Fichte, incluso, no es lo mismo decir “humanidad” del hombre
que Menschlichkeit. Cuando dice “ist unsers Geschlechts”, piensa
en la Menschlichkeit y no en la Humanität de ascendencia latina. El
Cuarto de los Discursos… concuerda desde la distancia con algunos
textos de Heidegger sobre la latinidad. Distingue la lengua muerta
“desligada de sus raíces vivas” y la lengua viva animada por un
soplo, la lengua espiritual. Cuando una lengua, desde sus primeros
fonemas, nace desde la vida común e ininterrumpida de un pueblo,
al que ella acompaña en todas sus intuiciones, la invasión de un
pueblo extranjero no cambia nada. Los intrusos no pueden remontar
hacia esa lengua originaria, a menos que un día asimilen las
intuiciones del Stammvolkes, del pueblo-raíz, para el cual esas
intuiciones son inseparables de la lengua: “…und so bilden nicht sie
die Sprache, sondern die Sprache bildet sie [ellos no forman la
lengua, es la lengua la que los forma]” [p. 102]. Inversamente,
cuando un pueblo adopta otra lengua, desarrollada para la
designación de cosas supra sensibles, aunque sin entregarse
totalmente a la influencia de esta lengua extranjera, el lenguaje
sensible no se altera por este acontecimiento. En todos los pueblos,
observa Fichte, los niños aprenden esa parte de la lengua dirigida
hacia las cosas sensibles, como si los signos fuesen arbitrarios
(willkürlich). Ellos deben reconstituir el desarrollo anterior de la
lengua nacional. Pero en esta esfera sensible (in diesem sinnlichen
Umkreise), cada signo (Zeichen) puede volverse absolutamente
claro gracias a la visión o al contacto inmediato de la cosa
designada o significada (bezeichnete). Insisto aquí en lo del signo
(Zeichen) pues volveremos más adelante al signo en tanto que
monstruosidad. En ese pasaje, Fichte se sirve de la palabra
Geschlecht en su sentido restringido de generación: “Habría, por lo
menos en la primera generación (das erste Geschlecht) de un
pueblo que haya transformado así su lengua, un retorno forzado
desde la edad madura [la edad del hombre: Männer] a los años de
la infancia” [p. 102].
Es en este punto que Fichte tiende a distinguir Humanität y
Menschlichkeit. Para un alemán, esas palabras de origen latino
(Humanität, Popularität, Liberalität) suenan como si estuviesen
vacías de sentido, incluso si parecen sublimes y despiertan
curiosidad por su etimología. Ocurre por otra parte lo mismo con los
latinos o neo-latinos que ignoran la etimología y piensan que esas
palabras pertenecen a su lengua materna (Muttersprache). Pero
díganle Menschlichkeit a un alemán, les comprenderá sin otra
explicación histórica (ohne weitere historische Erklärung). Por otra
parte es inútil declarar que un hombre es un hombre y hablar de la
Menschlichkeit de un hombre del que se sabe bien que no es un
mono ni una bestia salvaje. Un romano no habría respondido así,
cree Fichte, porque si para el alemán la Menschheit o la
Menschlichkeit sigue siendo un concepto sensible (ein sinnlicher
Begriff) para el romano la humanitas se había vuelto el símbolo
(Sinnbild) de una idea suprasensible (übersinnliche). Desde los
orígenes, también los alemanes han reunido las intuiciones
concretas en un concepto intelectual de humanidad, siempre
opuesto a la animalidad: y nos equivocaríamos al considerar la
relación intuitiva que establecen con la Menschheit como un signo
de inferioridad respecto a los romanos.* Sin embargo, la
introducción artificial de palabras de origen extranjero,
particularmente latino, en la lengua alemana, amenaza con rebajar
el nivel moral de su manera de pensar (ihre sittliche Denkart […]
herunterstimmen). Pero, tratándose del lenguaje, de la imagen y del
símbolo (Sinnbild), hay una naturaleza indestructible de la
“imaginación nacional” (Nationaleinbildungskraft) [p. 104].
Este repaso esquemático me ha parecido necesario por dos
razones: por una parte, para subrayar la dificultad de traducir esa
palabra sensible, crítica y neurálgica, Geschlecht; al mismo tiempo,
para indicar el vínculo irreductible con el problema de la humanidad
(versus la animalidad) y de una humanidad en la que el nombre,
como la relación del nombre con la “cosa”, si podemos decir así,
sigue siendo tan problemático como el de la lengua en la cual se
inscribe. ¿Qué es lo que se dice cuando se dice Menschheit,
Humanitas, Humanität, mankind, etc., o cuando se dice Geschlecht
o Menschengeschlecht? ¿Se dice la misma cosa? Recuerdo
también al pasar la crítica que Marx dirigía en La ideología Alemana
al socialista Grün, cuyo nacionalismo reivindicaba, según la
expresión irónica de Marx, una “nacionalidad humana” mejor
representada por los alemanes (socialistas) que por los otros
socialistas (franceses, americanos o belgas).
En la carta dirigida en noviembre de 1945 al rectorado académico
de la universidad Albert-Ludwig, Heidegger se explica respecto de
su actitud durante el período del nazismo. Había pensado que podía
distinguir, nos dice, entre lo nacional y el nacionalismo, es decir
entre lo nacional y una ideología biologista y racista.
Yo creí que Hitler, después de haber asumido en 1933 la responsabilidad del pueblo
en su conjunto, se atrevería a desprenderse del Partido y su doctrina, y que todo se
rearticularía sobre la base de una renovación y una reunión dirigida a la
responsabilidad de Occidente. Esa convicción fue un error que reconocí a partir de
los acontecimientos del 30 de junio 1934. Yo había intervenido en 1933 para decir sí
a lo nacional y a lo social (y no al nacionalismo) y no a los fundamentos intelectuales
y metafísicos sobre los cuales reposaba el biologismo de la doctrina del partido,
porque lo social y lo nacional, tal como yo los concebía, no estaban esencialmente
relacionados a una ideología biologista y racista.

La condena del biologismo y el racismo, así como de todo el


discurso ideológico de Rosenberg, inspira numerosos textos de
Heidegger, ya sea en el Discurso de Rectorado, en los Cursos sobre
Hölderlin y Nietzsche, o también cuando se trata de la cuestión* de
la técnica, siempre situada en una perspectiva contraria a la
utilización del saber para fines técnicos y utilitarios, contraria a la
profesionalización y la rentabilización del saber universitario por los
nazis. No reabriré en esta ocasión el expediente sobre la “política”
de Heidegger. Lo he hecho en otros seminarios y disponemos
actualmente de un número bastante grande de textos para descifrar
las dimensiones clásicas y desde entonces hasta cierto punto
demasiado academicistas de ese problema. Sin embargo, todo lo
que abordaré ahora tendrá una relación indirecta con cierta
dimensión, quizás menos visible, del mismo drama. Voy a comenzar
aquí, pues, por hablar de esa monstruosidad que anunciaba hace un
rato. Será otro giro en torno a la cuestión del hombre (Mensch u
homo) y del “nosotros” que confiere su contenido enigmático a un
Geschlecht.
¿Por qué “monstruo”? No es para darle un cariz patético al
asunto, tampoco porque estemos siempre colindando cierta
monstruosa Unheimlichkeit cuando rondamos en torno a la cosa
nacionalista y de la cosa llamada Geschlecht. ¿Qué es un
monstruo? Ustedes conocen la gama polisémica de esa palabra, los
usos que se puede hacer de ella, por ejemplo, en relación a las
normas y las formas, la especie y el género, y por tanto, en relación
al Geschlecht. Es otra la dirección que comenzaré por privilegiar
aquí. Va en el sentido de un sentido menos conocido, pues en
francés la monstre (cambio de género, de sexo o de Geschlecht)
tiene el sentido poético musical de un diagrama que muestra en una
pieza de música el número de versos y el número de sílabas
asignadas al poeta. Monstrer, es mostrar, y une monstre, es une
montre.** Me encuentro ya instalado en el idioma intraducible de mi
lengua, pues es justamente de la traducción de lo que pretendo
hablarles. La monstre, entonces, prescribe la métrica de los versos
para una melodía. El monstre o la monstre, es lo que muestra, para
advertir o poner en guardia. En el francés de antaño, la montre se
escribía, la monstre.
¿Porqué este ejemplo melo-poético? Porque el monstruo del que
voy a hablarles proviene de un poema muy conocido de Hölderlin,
Mnemosynè, poema que Heidegger medita, interroga e interpreta a
menudo. En la segunda de sus tres versiones, aquella citada por
Heidegger en Was heisst Denken? se lee la famosa estrofa:
Ein Zeichen sind wir, deutungslos
Schmerzlos sind wir und haben fast
Die Sprache in der Fremde verloren

Entre las tres traducciones francesas de ese poema se encuentra la


de los traductores de Was heisst Denken?, Aloys Becker y Gérard
Granel. Traduciendo a Hölderlin en Heidegger, éstos emplean la
palabra monstre (por Zeichen), en un estilo que en un primer
momento me había parecido algo preciosista y galicista, pero que al
reflexionar, me parece, en todo caso, que da que pensar.
Nous sommes un monstre privé de sens
Nous sommes hors douleur
Et nous avons perdu
Presque la langue à l’étranger
[Nosotros somos un monstruo privado de sentido
Nosotros somos ajenos a todo dolor
Y casi hemos perdido
la lengua en el extranjero]

Dejando de lado la alusión a la lengua perdida en el extranjero, que


me conduciría inmediatamente al seminario sobre la nacionalidad,
insisto en primer lugar sobre el “nosotros… monstruo”. Nosotros
somos un monstruo, y uno singular; un signo que muestra y
advierte, pero tanto más singular en la medida en que mostrando,
significando, designando, está privado de sentido (deutungslos). Él
se dice privado de sentido, simple y doblemente monstruo, este
“nosotros”: nosotros somos signo –mostrando, advirtiendo, haciendo
signos hacia, pero, en verdad, hacia la nada, signo desfasado,
desfasado respecto al signo, monstruo que se distancia de la
muestra* o de la mostración, monstruo que no muestra nada. Tal
desviación del signo respecto de sí mismo y de la función llamada
normal ¿no es acaso ya una monstruosidad, una monstruosidad de
la mostración? Y eso, eso somos nosotros, nosotros en tanto que
casi perdemos la lengua en el extranjero, quizás en una traducción.
Pero ese “nosotros”, el monstruo, ¿es acaso el hombre?
La traducción de Zeichen por monstruo tiene una triple virtud. Nos
recuerda un motivo presente ya en Sein und Zeit: el lazo entre
Zeichen y zeigen o Aufzeigung, entre el signo y la mostración. El
parágrafo 17 (Verweisung und Zeichen) analizaba el Zeigen eines
Zeichens, el mostrar del signo, y alude al pasar a la cuestión del
fetiche. En Unterwegs zur Sprache, Zeichen y Zeigen son puestos
en serie con Sagen, más precisamente con el idioma alto alemán
Sagan: “Sagan heisst: zeigen, erscheinen-, sehen, und hören-
lassen”. (p. 252) Más adelante: “Empleamos para nombrar a ésta
(die Sage) una vieja palabra, bien fundada pero en desuso: la
monstre, die Zeige”. (p. 253. Palabra subrayada por Heidegger,
quien acaba por lo demás de citar a Trakl, al que volveremos más
adelante). La segunda virtud de la traducción francesa por “monstre”
solo posee valor en idioma latino, puesto que insiste sobre esta
desviación respecto a la normalidad del signo, de un signo que por
una vez no es lo que debería ser, no muestra o significa nada,
muestra la falta de sentido y anuncia la pérdida de la lengua.
Tercera virtud de esta traducción: plantea la cuestión del hombre.
Omito aquí un largo desarrollo que me había parecido necesario
sobre aquello que liga en profundidad cierto humanismo, cierto
nacionalismo y cierto universalismo europeo-céntrico y me precipito
hacia la interpretación que hace Heidegger de Mnemosynè. El
“nosotros” de “Ein Zeichen sind wir” ¿es realmente un “nosotros los
hombres”? Numerosos indicios permitirían pensar que la respuesta
del poema parece muy ambigua. Si ese “nosotros” fuese un
“nosotros los hombres”, esa humanidad estaría determinada
justamente de una manera bastante monstruosa, desviándose de la
norma, y entre otras cosas de la norma humanista. Pero la
interpretación heideggeriana que prepara y comanda esta cita de
Hölderlin dice algo del hombre, y por ende también de Geschlecht,
del Geschlecht y de la palabra “Geschlecht” que nos espera aún en
el texto de Trakl, en Unterwegs zur Sprache.
En una palabra, para ganar tiempo, diré que se trata de la mano,
de la mano del hombre, de la relación de la mano con la palabra y el
pensamiento. E incluso si el contexto está lejos de ser clásico, se
trata de una oposición planteada de manera muy clásica, muy
dogmática y metafísicamente planteada (incluso si el contexto está
lejos de ser dogmático y metafísico), entre la mano del hombre y la
mano del mono. Se trata, al mismo tiempo, de un discurso que dice
todo sobre la mano, en tanto que ésta da y se da, con excepción,
aparentemente al menos, de la mano o del don como lugar del
deseo sexual, como se dice, del Geschlecht en la diferencia sexual.
La mano: lo propio del hombre en tanto que monstruo (Zeichen).
“La mano ofrece y recibe, y no solamente cosas, pues ella misma se
ofrece y se recibe en el otro. La mano guarda, la mano porta. La
mano traza signos; muestra, probablemente porque el hombre es un
monstruo (Die Hand zeichnet, vermutlich Weil der Mensch ein
Zeichen ist)” (p. 51: tr. p. 90 [p. 78]). La Fenomenología del Espíritu,
¿dice acaso otra cosa de la mano? (I. tr. p. 261 [p. 197]).*
Este seminario de 1951-1952 es posterior a la Carta sobre el
Humanismo, que sustraía la pregunta por el ser del horizonte
metafísico u onto-teológico del humanismo clásico: el Dasein no es
el homo de ese humanismo. No podemos suponer, por tanto, que
Heidegger recaiga, simplemente, en ese humanismo. Por otra parte,
la fecha y la temática de ese pasaje concuerdan con ese
pensamiento del don, del dar y del es gibt que rebasa, sin revertirla,
la formulación anterior de la pregunta por el sentido del ser.
Para situar de manera más precisa lo que podríamos llamar aquí
el pensamiento de la mano, pero también la mano del pensamiento,
de un pensamiento supuestamente no metafísico del Geschlecht
humano, notemos que éste se desarrolla en un momento del
Seminario (“Reconsideraciones y transiciones desde la primera a la
segunda hora”, pp. 48 y ss.) que replantea el problema de la
enseñanza del pensamiento, en particular en la Universidad, como
lugar de las ciencias y de las técnicas. Es en ese pasaje que yo
recorto, si puede decirse así, la forma y el pasaje de la mano: la
mano de Heidegger. El número de L’Herne* en que publiqué por
primera vez “Geschlecht” exhibía en la tapa una foto de Heidegger
donde se lo muestra, decisión estudiada y significativa, sosteniendo
su pluma a dos manos por encima de un manuscrito. Incluso si
nunca se sirvió de ella, Nietzsche fue el primer pensador en
occidente en tener una máquina de escribir, la que conocemos por
una fotografía. Heidegger, por su parte, solo podía escribir con
pluma, con mano de artesano y no de mecánico, como lo prescribe
el texto en el que nos vamos a interesar. Desde entonces estudié
todas las fotografías de Heidegger que se han publicado, entre otras
cosas las de un álbum que compré en Friburgo cuando di una
conferencia sobre él en 1979. El juego y el teatro de las manos
merecerían un seminario por sí mismos. Si no renunciara a hacerlo,
insistiría sobre la puesta en escena deliberadamente artesanal del
juego de mano, de la mostración y de la demostración que se exhibe
allí, ya sea al sostener la pluma, en el manejo del cálamo, que más
que sostener muestra, o del sello de agua cerca de la fuente. La
demostración a través de las manos es igualmente cautivante como
acompañamiento del discurso. En la tapa del catálogo lo único que
desborda el marco –el marco de la ventana pero también el de la
foto– es la mano de Heidegger.
La mano sería la monstruosidad, lo propio del hombre como ser
de mostración. Ésta lo distinguiría de cualquier otro Geschlecht, y,
antes que nada, del mono.
No se puede hablar de la mano sin hablar de la técnica.
Heidegger acaba de recordar que el problema de la enseñanza
universitaria radica en que las ciencias pertenecen a la esencia de la
técnica: no a la técnica sino a la esencia de la técnica. Ésta
permanece inmersa en una nebulosa de la cual nadie es
responsable, ni la ciencia, ni los sabios, ni el hombre en general.
Simplemente, lo que más da que pensar (das Bedenklichste) es que
nosotros aún no pensamos. ¿Quiénes, nosotros? Todos nosotros,
precisa Heidegger, incluyendo quien habla aquí mismo, e incluso él
en primer lugar (der Sprecher mit einbegriffen, er sogar zuerst). Ser
el primero entre aquellos que aún no piensan ¿es pensar menos o
más el “no aún” de aquello que da más que pensar, a saber, que
nosotros no pensamos aún? El primero, aquí aquel que habla y se
muestra al hablar así, designándose en tercera persona, der
Sprecher, ¿es el primero porque piensa ya (aquello) que nosotros
no pensamos aún y ya lo dice? O bien es él el primero en no pensar
aún, por tanto, el último en pensar ya (aquello) que nosotros no
pensamos aún, lo que no le impediría, sin embargo, hablar para ser
el primero en decirlo? Estas preguntas merecerían largos
desarrollos sobre la auto-situación, sobre la mostración-de-sí de una
palabra que pretende enseñar hablando de la enseñanza y pensar
lo que es aprender y en primer lugar aprender a pensar. “Por lo cual,
sigue Heidegger, nosotros intentamos aquí aprender a pensar
(Darum versuchen wir hier, das Denken zu lernene)” [p. 78]. Pero
¿qué es aprender? La respuesta es intraducible en su literalidad,
pasa por un trabajo artesanal muy sutil, un trabajo de la mano y de
la pluma entre las palabras entsprechen, Entsprechung, zusprechen,
Zuspruch. En lugar de traducir, parafrasearemos: aprender es
relacionar aquello que hacemos con una correspondencia
(Entsprechung) en nosotros con lo esencial (wesenhaft). Para
ilustrar este acuerdo con la esencia, se presenta aquí el ejemplo
tradicional de la didáctica filosófica, el del ebanista, del aprendiz
ebanista. Heidegger escoge la palabra Schreiner antes que la de
Tischler, pues desea hablar de un aprendiz de ebanista que trabaja
en un cofre (Schrein). Ahora bien, dirá más adelante que “pensar es
quizás simplemente del mismo orden que trabajar en un cofre (wie
das Bauen an einem Schrein)”. El aprendiz-cofrero no aprende
solamente a utilizar útiles, a familiarizarse con el uso, la utilidad, la
utilización de las cosas por hacer. Si es un “auténtico cofrero” (ein
echter Schreiner), trata o se relaciona con los diferentes matices de
la madera misma, de acuerdo con las formas que duermen en la
madera tal como ésta se introduce en el hábitat del hombre (in das
Wohnen des Menschen). El ebanista auténtico se acuerda con la
plenitud escondida en la esencia de la madera; no con el utensilio y
el valor de uso, sino con la plenitud escondida en tanto que ésta
penetra el lugar habitado (insisto aquí sobre ese valor de lugar por
razones que se descubrirán más tarde), y habitado por el hombre.
No habría oficio de ebanista sin esta correspondencia entre la
esencia de la madera y la esencia del hombre en tanto ser
destinado a la habitación. “Oficio” se dice en alemán Handwerk,
trabajo de la mano, obra de la mano, si no maniobra. Quizás sea
legítimo o inevitable que el francés deba traducir Handwerk como
oficio, pero en el artesanado de la traducción es una maniobra
arriesgada, pues con ella se pierde la mano. Y se reintroduce allí
aquello que Heidegger quiere evitar, el servicio entregado, la
utilidad, el oficio, el ministerium, del que proviene probablemente la
palabra oficio. Handwerk, el oficio noble, es un oficio manual que no
se encuentra subordinado, como otra profesión, a la utilidad pública
o a la búsqueda de provecho. Ese oficio noble, como Handwerk,
será también el del pensador o el enseñante que enseña el
pensamiento (el enseñante no es necesariamente el maestro, el
profesor de filosofía).* Sin este acuerdo con la esencia de la
madera, acordado él mismo al hábitat del hombre, la actividad sería
vacía. Se restringiría solamente a una actividad (Beschäftigung)
orientada por el negocio (Geschäft), el comercio y el gusto por el
provecho. Implícitas, la jerarquización y la evaluación no son menos
netas: por una parte, pero también sobre él, del lado de lo mejor, el
trabajo de la mano (Handwerk) guiado por la esencia del hábitat
humano, por la madera de la choza más que por el metal o el vidrio
de las ciudades: por otra parte, pero también más abajo, la actividad
que separa a la mano de lo esencial, la actividad útil, el utilitarismo
guiado por el capital. Cierto, reconoce Heidegger, lo inauténtico
puede siempre contaminar lo auténtico, el auténtico cofrero puede
convertirse en un comerciante de muebles para las “grandes
tiendas” (supermercados), el artesano del hábitat puede convertirse
en el trust internacional llamado, según creo, “Habitat”. La mano se
encuentra en peligro. Siempre: “Todo trabajo de la mano
(Handwerk), todo actuar (Handeln) del hombre se encuentra
expuesto a este peligro. La escritura poética (Das Dichten) se
encuentra tan expuesta como el pensar (Das Denken) (p. 88, tr.
ligeramente modificada [p. 77]). La analogía es doble entre Dichten
y Denken por una parte, pero también, por otra parte, entre los dos,
poesía y pensamiento, y el auténtico trabajo de la mano (Handwerk).
Pensar es un trabajo de la mano, dice expresamente Heidegger. Lo
dice sin rodeos e incluso sin ese “quizás” (vielleicht) que había
moderado la analogía entre el pensamiento y la manufactura del
cofre, que es “quizás” como el pensamiento. Ahora, sin analogía y
sin “quizás”, Heidegger declara: “En todo caso, en pocas palabras,
[el pensar, das Denken], es un trabajo manual (Es ist jedenfalls ein
Hand-Werk), una obra de la mano” (pp. 89-90 [trad. cast. p. 78]).
Eso no quiere decir que uno piense con las manos, como cuando
se dice en francés que “on parle avec ses mains” [se habla con las
manos] refiriéndose al discurso que se acompaña con gestos
locuaces, o que se piensa con los pies cuando se es, dice también
el francés, bête comme ses pieds. ¿Qué es, entonces, lo que quiere
decir Heidegger, y porqué privilegia aquí a la mano, cuando en otros
lugares hace concordar más bien el pensamiento con la luz, con la
Lichtung, o con el ojo, por decirlo así, o incluso con la escucha y con
la voz?
Tres observaciones para preparar en este punto una respuesta.
He escogido este texto para introducir a una lectura de
Geschlecht. Heidegger relaciona aquí, en efecto, el pensar, y no
solamente la filosofía, a un pensar o a una situación del cuerpo
(Leib), del cuerpo del hombre y del ser humano (Menschen). Eso
nos permitirá entrever una dimensión del Geschlecht como sexo o
diferencia sexual a propósito de aquello que es dicho o callado de la
mano. El pensar no es cerebral o desencarnado, la relación a la
esencia del ser es una cierta manera del Dasein como Leib. (Me
permito remitir a lo que digo respecto a esto en el primer artículo
sobre Geschlecht).
Heidegger privilegia la mano en el momento en que, hablando de
las relaciones entre el pensamiento y el oficio del enseñante,
distingue entre la profesión corriente (actividad, Beschäftigung,
orientada por el servicio útil y la búsqueda de provecho, Geschäft) y,
por otra parte, el Hand-Werk auténtico. Ahora bien, para definir ese
Hand-Werk, que no es una profesión, es necesario pensar Werk, la
obra, pero también Hand y handeln, que no se podría traducir
simplemente como “actuar”. Es preciso pensar la mano. Pero no se
la puede pensar como una cosa, un ente, aún menos como un
objeto. La mano piensa antes de ser pensada, ella es pensar, un
pensar, el pensar.
Mi tercera observación estaría más estrechamente ligada a un
tratamiento clásico de la “política” de Heidegger en el contexto
nacional-socialista. En todas sus auto-justificaciones de postguerra,
Heidegger presenta su discurso sobre la esencia de la técnica como
una protesta, como un acto de resistencia, apenas disfrazado,
contra: 1) la profesionalización de los estudios universitarios a la que
se entregaban los nazis y sus ideólogos oficiales. Heidegger lo
recuerda a propósito de su Discurso de Rectorado que se levanta en
efecto contra la profesionalización, que es también una
tecnologización de los estudios; 2) la sumisión de la filosofía
nacional-socialista al imperio y a los imperativos de la productividad
técnica. La meditación sobre el Hand-Werk auténtico tiene también
el sentido de una protesta artesana contra la borradura o el
rebajamiento de la mano en la automatización industrial del
maquinismo moderno. Esta estrategia tiene efectos equívocos, sin
duda: conduce a una reacción arcaizante a favor del artesanado
rústico y denuncia el negocio o el capital, cuando sabemos
perfectamente a quienes estaban asociadas por entonces esas
nociones. Al mismo tiempo, con la división del trabajo,
implícitamente lo que se encuentra desacreditado es lo que se llama
el “trabajo intelectual”.
Concluidas estas observaciones, yo subrayaría siempre la
idiomaticidad de lo que Heidegger nos dice de la mano: “Mit der
Hand hat es eine eigene Bewandtnis”. Tratándose de la mano,
tenemos que abordar una cosa completamente particular, propia,
singular. Una cosa aparte, como dice la traducción francesa,
corriendo el riesgo de hacernos pensar en una cosa separada, en
una substancia separada, como cuando Descartes decía de la mano
que era una parte del cuerpo, ciertamente, pero dotada de tal
independencia que uno podía también considerarla como una
sustancia a parte entera y casi separable. No es en ese sentido que
Heidegger dice de la mano que es una cosa aparte. En lo que tiene
de propio o de particular (eigene), no es una parte del cuerpo
orgánico, como lo pretende la representación común (gewöhnliche
Vorstellung) contra la cual Heidegger nos invita a pensar.
El ser de la mano (das Wesen der Hand) no se deja determinar
como un órgano corporal de prensión (als ein leibliches Greiforgan).
No es una parte orgánica del cuerpo destinada a tomar [prendre],
asir [saisir], o aún a agarrar, agregemos incluso a aprehender
[prendre], comprender, concebir si pasamos de Greif a begreifen y a
Begriff. Heidegger no ha podido impedir a la cosa decirse y uno
puede concatenar desde aquí, como yo había intentado hacerlo en
otro lugar, toda una problemática de la “metáfora” filosófica, en
particular en Hegel, que presenta al Begriff como la estructura
intelectual o inteligible “relevando” (aufhebend) al acto sensible de
aprehender [saisir] (begreifen), de comprender aprehendiendo [en
prenant], apoderándose, dominando y manipulando. Si hay un
pensamiento de la mano o una mano del pensamiento, como
Heidegegr lo deja pensar, no es del orden de la aprehensión [saisie]
conceptual. Pertenece más bien a la esencia del don, de una
donación que donaría, si eso es posible, sin aprehender [prendre]
nada. Si la mano es también, nadie puede negarlo, un órgano de
prensión (Greiforgan), esa no es su esencia, no es la esencia de la
mano en el ser humano. Esta crítica del organicismo y del
biologismo tiene también el destino político del que hablaba hace un
momento. ¿Es eso suficiente, sin embargo, para justificarla?
En este punto aparece una frase que me parece a la vez
sintomática y dogmática. Dogmática, es decir, también metafísica,
que corresponde a una de esas “representaciones corrientes” que
amenazan con comprometer la fuerza o la necesidad del discurso
en ese lugar. Esa frase vuelve, a fin de cuentas, a distinguir el
Geschlecht humano, nuestro Geschlecht, y el Geschlecht animal,
llamado “animal”. Creo, y muchas veces he creído necesario
subrayarlo, que la manera, lateral o central en que un pensador o un
hombre de ciencia hablaban de dicha “animalidad”, constituye un
síntoma decisivo en cuanto a la axiomática esencial del discurso
sostenido. Me parece que Heidegger, tanto como otros, clásicos y
modernos, no escapa aquí a esta regla cuando escribe: “El mono,
por ejemplo (yo subrayo, J. D.), posee órganos de prensión, pero no
posee mano (Greiforgane besitzt z.B. der Affe, aber er hat keine
Hand)” (p. 90 [p. 78]).
Dogmático por su forma, este enunciado tradicional presupone un
saber empírico o positivo cuyos títulos, pruebas o signos no se
muestran aquí. Como la mayor parte de los que hablan de la
animalidad como filósofos o personas de sentido común, Heidegger
no toma muy en cuenta cierto “saber zoológico” que se acumula, se
diferencia y se afina a propósito de ese término tan general y
confuso de animalidad. No lo critica ni examina aquí los supuestos
de todo tipo, metafísicos o no, que pueda asimismo ocultar. Ese no
saber erigido en saber tranquilo, y luego expuesto en una
proposición esencial en relación a la esencia de los órganos
prensiles del mono, que no poseería mano, no es solamente, en la
forma, una especie de hápax empírico dogmático errado o
engañador en medio de un discurso que se mantiene a la altura del
pensamiento más exigente, más allá de la filosofía y de la ciencia.
En su contenido mismo, es una proposición que marca la escena
esencial del texto. La marca de un humanismo que se quisiera,
ciertamente, no metafísico –Heidegger lo subraya en el parágrafo
siguiente– pero que es un humanismo que, entre un Geschlecht
humano que se quiere sustraer a la determinación biologista (por las
razones que indicaba anteriormente) y una animalidad que se
encierra en sus programas orgánico-biológicos, inscribe no ya las
diferencias, sino un límite oposicional absoluto que, como he
intentado señalar en otra parte, como lo hace siempre la oposición,
borra las diferencias y reconduce a lo homogéneo, continuando con
la más resistente de las tradiciones metafísico-dialécticas. Lo que
Heidegger dice del mono privado de mano –y por tanto, como
vamos a ver, privado de pensamiento, de lenguaje, de don– no
solamente es dogmático en la forma porque Heidegger no sabe
nada y no quiere saber nada sobre ese punto.93 Es grave, pues
traza un sistema de límites entre los cuales todo lo que dice de la
mano del hombre toma sentido y valor. Desde el momento en que
tal delimitación es problemática, el nombre del hombre, su
Geschlecht, deviene él mismo problemático. Puesto que nombra a
aquel que tiene la mano, y por tanto, el pensamiento, la palabra o la
lengua, y la apertura al don.
La mano del hombre sería así una cosa aparte, no en tanto que
órgano separable sino en cuanto diferente, distinto (verschieden) de
todos los órganos de prensión (patas, garras, zarpas): está
infinitamente alejada de ellos (unendlich) por el abismo de su ser
(durch einen Abgrund des Wesens).
Ese abismo es la palabra y el pensamiento. “Sólo un ser que
habla, es decir, piensa, puede tener mano y ejecutar en su manejo
(in der Handhabung) obras de la mano (Nur ein Wesen, das spricht,
d.h., denkt, kann die Hand haben und in der Handhabung Werke der
Hand vollbringen)” (p. 90 tr. fr. ligeramente modificada [trad. cast. p.
78]). La mano del hombre es pensada desde el pensar, pero éste es
pensado desde la palabra o la lengua. He ahí el orden que
Heidegger opone a la metafísica: “Solo en tanto que habla el
hombre piensa y no a la inversa, como la metafísica creía aún (Doch
nur insofern der Mensch spricht, denkt er; nicht umgekehrt, wie die
Metaphysik es noch meint)”.
El momento esencial de esta meditación se abre sobre aquello
que yo llamaría la doble vocación de la mano. Utilizo el término
vocación para recordar que, en su destino (Bestimmung), esa mano
contiene (a) la palabra. Vocación doble, pero reunida o cruzada en
la misma mano: llamada a mostrar o hacer señas (zeigen, Zeichen)
y a dar o darse, en una palabra, la monstruosidad del don o de
aquello que se da.
Mas la obra de la mano (das Werk der Hand) es más rica de lo que pensamos
habitualmente [meinen: creemos, tenemos la opinión]. La mano no solamente
aprehende y atrapa (greif und füngt nicht nur), no solo aprieta y empuja. La mano
ofrece y recibe [reicht und empfängt- hay que escuchar las consonancias alemanas:
greift, fängt/reicht, empfängt], y no solamente las cosas, pues ella misma se ofrece y
se recibe en el otro. La mano guarda (hält). La mano porta (trägt). (Ibíd.)

Ese pasaje desde el don transitivo, si podemos llamarlo así, al don


de aquello que se da, que se da a sí mismo en tanto que poder dar,
que da el don, ese pasaje de la mano que da algo a la mano que se
da es evidentemente decisivo. Encontramos un pasaje del mismo
tipo o la misma estructura en la frase siguiente: no solo la mano del
hombre hace signos y muestra, sino que el hombre es él mismo un
signo o un monstruo, lo que se anticipa en la cita o la interpretación
de Mnemosynè, en la página siguiente.
La mano traza signos, muestra (zeichnet), probablemente porque el hombre es un
monstruo (ein Zeichen ist). Las manos se unen (falten sich: se pliegan también)
cuando ese gesto debe conducir al hombre a la simplicidad más grande [Einfalt: no
estoy seguro de comprender esta frase que juega sobre el sich falten y el Einfalt: ya
se trate de la plegaria –las manos de Durero– o de gestos comunes, importa que las
manos puedan tocarse unas a otras como tales, auto afectarse, incluso en el
contacto de la mano del otro al dar la mano. Y que ellas puedan, a la vez, mostrarse].
Todo eso es la mano, es el trabajo propio de la mano (das eigentliche Hand-Werk).
En eso reside todo lo que nosotros conocemos como un trabajo artesanal
(Handwerk) y en el que nos detenemos habitualmente. Pero los gestos [Gebärden:
palabra muy trabajada por Heidegger también en otros textos] transparentan por
doquier en el lenguaje [o en la lengua], y eso con la mayor pureza cuando el hombre
habla callando. No obstante, solo en tanto el hombre habla, piensa, y no a la inversa,
como cree aún la metafísica. Cada movimiento de la mano en cada una de sus obras
es transportado [se transporta: trägt sich] a través del elemento, se comporta
(gebärdet sich) a través del elemento del pensamiento. Toda obra de la mano reposa
en el pensar [penser]. Es por ello que el pensar [pensée] (das Denken) mismo es
para el hombre el más simple y por consiguiente el mas difícil trabajo de la mano
(Hand-Werk), cuando llega la hora en la que éste debe ser expresamente [eigens:
propiamente] cumplido. (Ibíd.)

El nudo de la argumentación me parece puede reducirse, en primer


lugar y en una primera aproximación, a la oposición asegurada del
dar y del tomar: la mano del hombre da y se da, como el
pensamiento o como aquello que da que pensar y que nosotros no
pensamos aún, mientras que el órgano del mono o del hombre
como simple animal, incluso como animal racional, puede solamente
tomar, asir, hacerse de la cosa. Por falta de tiempo, debo referirme a
un seminario ya antiguo (Dar el tiempo, 1977) en el que habíamos
podido problematizar esta oposición. Nada es menos seguro que la
distinción entre dar y tomar, a la vez en las lenguas indoeuropeas
que hablamos (remito aquí a un texto célebre de Benveniste, “Don e
intercambio en el vocabulario indoeuropeo”, en Problemas de
Lingüística General, 1951-1966) y en la experiencia de una
economía –simbólica o imaginaria, consciente o inconsciente, todos
valores que esperan justamente ser reelaborados desde la
precariedad de esta oposición del don y de la aprehensión, del don
que constituye un presente y de aquel que toma, guarda o retira, del
don que hace bien y del don que hace mal, del regalo y del veneno
(gift/Gift o pharmakon, etc.).
Pero, en último término, esta oposición reenviaría en Heidegger a
aquella del dar/tomar-la-cosa como tal y del dar/tomar sin ese como
tal, y finalmente sin la cosa misma. Se podría decir también que el
animal solo puede tomar o manipular la cosa en la medida en que
no tiene relación con la cosa como tal. Éste no la deja ser aquello
que ella es en su esencia. No tiene acceso a la esencia del ente
como tal (Gesamtausgabe, 29/30, p. 290). Más o menos
directamente, de manera más o menos visible, la mano o la palabra
Hand juega un rol inmenso en toda la conceptualidad heideggeriana
desde Sein und Zeit, especialmente en la determinación de la
presencia en el modo de la Vorhandenheit o de la Zuhandenheit. Se
ha traducido la primera más o menos bien en francés por “étant
subsistant” [“ente subsistente”] y mejor en inglés por “presence-at-
hand”, la segunda por “être disponible” [“ser disponible”], como útil o
utensilio y, aún mejor, puesto que el inglés puede conservar la
mano, por “ready-to-hand, readiness-to-hand”. El Dasein no es ni
vorhanden ni zuhanden. Su modo de presencia es otro pero es
necesario que haya mano para relacionarse con los otros modos de
presencia.
La pregunta planteada por Sein und Zeit (§ 15) reúne la mayor
fuerza de su economía en el idioma alemán y, en él, en el idioma
heideggeriano: la Vorhandenheit ¿se encuentra o no fundada
(fundiert) sobre la Zuhandenheit? Literalmente ¿Cuál es, de las dos
relaciones con la mano, aquella que funda a la otra? ¿Cómo
describir esta fundación según la mano en aquello que relaciona el
Dasein con el ser del ente que él no es? (Vorhandensein y
Zuhandensein). ¿Qué mano funda a la otra? ¿La mano que se
relaciona con la cosa como útil maniobrable o la mano como
relación a la cosa como objeto subsistente e independiente? Esta
cuestión es decisiva para toda la estrategia de Sein und Zeit. Lo que
está en juego: nada menos que la andadura original de Heidegger
para deconstruir el orden clásico de la fundación (fin del § 15). Todo
este pasaje es también un análisis del Handeln, de la acción o de la
práctica como gesto de la mano en su relación con la vista, y por
ello una nueva puesta en perspectiva de lo que se ha llamado la
oposición praxis/theoria. Recordemos que para Heidegger el
comportamiento “práctico” no es “ateórico” (p. 69). Citaré solamente
algunas líneas para extraer dos hilos conductores:
Los griegos tenían un término apropiado para hablar de las “cosas” (Dinge): los
pragmata, es decir, aquello que uno tiene que enfrentar (zu tun) usualmente en la
preocupación (im besorgenden Umgang), (Praxis). Pero, al mismo tiempo, en el
plano ontológico, dejaban en la sombra (im Dunkeln) el carácter específicamente
“pragmático” de los prágmata [a fin de cuentas los griegos comenzaban a dejar en la
sombra la Zuhandenheit del útil en provecho de la Vorhandenheit del objeto
subsistente: se podría decir que inauguraban toda la ontología clásica dejando una
mano en la sombra, dejando a una mano hacer sombra a la otra, substituyendo, en
una violenta jerarquización, una experiencia de la mano a otra experiencia de la
mano] que ellos determinaban “en el primer momento” como “puras cosas” (blosse
Dinge). Llamamos útil (Zeug) al ente que enfrenta la preocupación (im Besorgen).
Nuestro uso [en la vida corriente, im Umgang, en el medio cotidiano y social] nos
descubre los útiles que permiten escribir, coser, desplazarnos, medir, efectuar todo
trabajo manual [cito una traducción francesa muy insuficiente para Schcreibzeug,
Nähzeug, Werk-, Fahr-, Messzeug]. Se trata de poner en evidencia el modo de ser
del útil (Zeug). Es lo que tendrá lugar a la luz de una descripción [Umgrenzung:
delimitación] provisoria de lo que constituye al útil como útil, de la utensilidad.
(Zeughaftigkeit). (p. 68: tr. p. 92 [trad. cast. p. 95])

Ese modo de ser será justamente la Zuhandenheit (readiness-to-


hand). Y Heidegger comienza, para hablar de ella en el parágrafo
siguiente, por tomar los ejemplos que tiene de alguna manera a
mano: el escritorio (Schreibzeug), la pluma (Feder), la tinta (Tinte),
el papel (Papier), aquello que se llama felizmente en francés sous-
main* (Unterlage), la mesa, la lámpara, los muebles, y, sus ojos se
elevan un poco por encima de las manos que escriben, hacia las
ventanas, las puertas, la habitación.
He aquí ahora los dos hilos que querría tener en la mano, para
hacer de ellos los hilos conductores o para urdir y escribir, también,
un poco a mi manera.
A. El primero concierne a la praxis y los prágmata. Había ya
escrito todo esto cuando John Sallis, al que agradezco, atrajo mi
atención sobre un pasaje mucho más tardío de Heidegger. Éste
escande de manera pasmosa la larga maniobra que hace del
camino del pensar y de la cuestión del sentido del ser una larga y
continua meditación acerca de la mano. Heidegger dice siempre del
pensamiento que es un camino, en camino (Unterwegs); pero en
camino, encaminándose, el pensador está permanentemente
ocupado por un pensamiento de la mano. Mucho tiempo después de
Sein und Zeit, que no habla temáticamente de la mano cuando
analiza Vorhanden- y Zuhandenheit, mas diez años antes de Was
heisst Denken? donde se hace de ella un tema, está el Seminario
sobre Parménides (Parmenides, Gesamtausgabe, vol. 54) que, en
1942-1943, retoma la meditación sobre pragma y praxis. Aunque la
palabra alemana Handlung no sea la traducción literal de pragma,
toca justo: si lo comprendemos bien, encuentra “el ser
originariamente esencial de pragma” (das ursprünglich wesentliche
Wesen von pragma), ya que esos prágmata se presentan como
“Vorhandenen” y “Zuhandenen”, en el dominio de la mano (im
Bereich der “Hand”) (p. 118). Todos los motivos de Was heisst
Denken? se encuentran ya instalados. Solo el ente que, como el
hombre, “posee” la palabra (Wort, mythos, logos), puede y debe
tener la mano, gracias a la cual puede advenir la plegaria pero
también el asesinato, la salvación y el agradecimiento, el juramento
y el signo (Wink), y el Handwerk en general. Subrayo, por razones
que aparecerán más tarde, la alusión al Handschlag (el apretón de
manos o lo que se llama “chocar” la mano) que “funda”, dice
Heidegger, la alianza, el acuerdo, el compromiso (Bund). La mano
no adviene a su esencia (west) más que en el movimiento de la
verdad, en el doble movimiento de aquello que esconde y hace salir
de su reserva (Verbergung/Entbergung). Por otra parte, el seminario
se encuentra por entero consagrado a la historia de la verdad
(aletheia, lethè, lathon, lathès). Cuando dice, ya en ese mismo
pasaje (p. 118), que el animal no tiene mano, que una mano no
puede surgir jamás a partir de una pata o de las garras, sino
solamente de la palabra, Heidegger precisa que “el hombre no
‘tiene’ manos”, sino que la mano ocupa, para disponer de ella, la
esencia del hombre (“Der Mensch ‘hat’ nicht Hände, sondern die
Hand hat das Wesen des Menschen inne”) [trad. cast. p. 105].
B. El segundo hilo reconduce a la escritura. Si la mano del
hombre es lo que es desde el habla [parole] o la palabra [mot] (das
Wort), la manifestación más inmediata, la más originaria de este
origen será el gesto de la mano para volver manifiesta la palabra
[mot], a saber, la escritura manual, la manuscritura (Handschrift) que
muestra –e inscribe la palabra [mot] para la mirada. “La voz en tanto
trazada (o inscrita eingezeichnete) y tal como se muestra ante la
mirada (und so dem Blich sich Schrift) es la voz escrita, es decir, la
escritura (d.h.die schrift). Pero la palabra [mot] como escritura es la
escritura manual (Das Wort als die Schrift aber ist die Handschrift)”
(p. 119). En lugar de escritura manual, digamos mejor manuscrita,
para no olvidar algo que ocurre a menudo: la escritura de la
máquina de escribir, contra la cual Heidegger va a sostener un
requisitorio implacable, es también una escritura manual. En la
breve “’historia’ del arte de escribir” (“Geschichte” der Art des
Schreibens) que éste esboza en un parágrafo, Heidegger cree
discernir el motivo fundamental de una “destrucción de la palabra”
[mot] o del habla [parole] (Zerstörung des Wortes). La mecanización
tipográfica destruye esta unidad de la palabra [mot], esta identidad
integral, esta integridad propia de la palabra [mot] hablada que la
manuscrita preserva y reúne en tanto parece más próxima a la voz o
al cuerpo propio y en cuanto liga las letras, preserva y reúne. Insisto
en este tema de la reunión por ciertas razones que aparecerán
nuevamente más adelante. La máquina de escribir tiende a destruir
la palabra: “arranca (entreisst) a la escritura del dominio esencial de
la mano, es decir, de la palabra [mot], del habla [parole]” (p. 119
[trad. cast. p. 105]). La palabra [mot] “tipeada” en la máquina no es
más que una copia (abschrift) y Heidegger recuerda esos primeros
momentos de la máquina de escribir en que una carta
dactilografiada transgredía las convenciones. Hoy en día es la carta
manuscrita la que parece culpable: hace lenta la lectura y parece
fuera de moda. Obstaculiza aquello que Heidegger considera como
una verdadera degradación de la palabra [mot] por la máquina. La
máquina “degrada” (degradiert) la palabra [mot] o el habla [parole],
que reduce a un simple medio de transporte (Verkehrsmittel), a
instrumento de comercio y de comunicación. Por otra parte, ofrece
la ventaja, para quienes desean esta degradación, de disimular la
escritura manuscrita y el “carácter”. “En la escritura a máquina,
todos los hombres se parecen”, concluye Heidegger (p. 119 [trad.
cast. p. 105]).
Habría que seguir de cerca las vías según las cuales se agrava y
se precisa la denuncia de la máquina de escribir (pp. 124 y ss.)
Finalmente, ésta disimularía la esencia misma del gesto de escribir y
de la escritura (“Die Schreib-maschine verhüllt das Wesen des
Schreibens und der Schrift”, p. 126 [trad. cast. p. 111]). Esta
disimulación es también un movimiento de retiro o de sustracción
(las palabras entziehen, Entzug, se repiten frecuentemente en ese
pasaje). Y si en ese retiro, la máquina de escribir deviene
“zeichenlos”, sin signo, insignificante, a-significante (ibíd.), es porque
pierde la mano. Amenaza, en todo caso, a aquello que en la mano
guarda la palabra [parole] o guarda, por la palabra [parole], la
relación del ser con el hombre y del hombre con los entes. “La mano
maneja”, die Hand handelt. La co-pertenencia esencial
(Wesenszusammengehörigkeit) de la mano y de la palabra [parole],
distinción esencial del hombre, se manifiesta así en que la mano
manifiesta, justamente, aquello que está escondido (die Hand
Verborgenes entbirgt). Y ella lo hace precisamente en su relación
con la palabra [parole], mostrando y escribiendo, haciendo signos,
signos que muestran, o más bien, dando a esos signos o a esos
“monstruos” formas que llamamos escritura (“…sie zeigt und
zeigend zeichnet und zeichnend die zeigenden Zeichen zu Gebilden
bildet. Diese Gebilde heissen nach dem “Verbum” graphein die
grammata”). Eso implica, Heidegger lo dice expresamente, que la
escritura sea, en su proveniencia esencial, escritura manual (Die
Schrift ist in iher Wesensherkunft die Hand-Schrift). Y yo agregaría,
lo que Heidegger no dice, pero que me parece aún más decisivo:
escritura manual inmediatamente ligada a la palabra [parole], es
decir, de manera más verosímil, sistema de escritura fonética, a
menos que aquello que reúne Wort, zeigen y Zeichen no pase
siempre y necesariamente por la voz y que la palabra [parole] de la
que está hablando aquí Heidegger sea esencialmente distinta de
toda phonè. La distinción sería lo bastante insólita como para
merecer que se la subraye. Ahora bien, Heidegger no dice
absolutamente nada. Insiste, por el contrario, sobre la co-
pertenencia esencial y originaria de Sein, Wort, legein, logos, Lese,
Schrift, como Hand-schrift. Esta co-pertenencia que las reúne está
relacionada, por otra parte, al mismo movimiento de reunión que
Heidegger lee siempre, tanto aquí como en otros lados, en el legein
y en el Lesen (“…das Lesen d.h. Sammeln…). Ese tema de la
reunión (Versammlung) dirige la meditación del Geschlecht en el
texto sobre Trakl que evocaré brevemente a continuación. Aquí, la
protesta contra la máquina de escribir pertenece también, eso va de
suyo, a una interpretación de la técnica y a una interpretación de la
política a partir de la técnica. De la misma manera que Was heisst
Denken? nombra a Marx algunas páginas después de haber tratado
de la mano, asimismo en el seminario de 1942-1943 sitúa a Lenin y
el “leninismo” (nombre que Stalin ha dado a esta “metafísica”).
Heidegger recuerda la palabra de Lenin: “El bolchevismo es el poder
de los Soviets + la electrificación”. En el momento en que escribía
eso, Alemania acababa de entrar en guerra con Rusia y Estados
Unidos, los que tampoco son tratados con indulgencia en ese
seminario, pero no había aún máquina de escribir eléctrica.
Esta evaluación aparentemente positiva de la escritura manual no
excluye, al contrario, una desvalorización general de la escritura.
Ésta cobra sentido al interior de esta interpretación general del arte
de escribir como destrucción creciente de la palabra [mot] o de la
palabra [parole]. La máquina de escribir no es más que una
agravación moderna del mal. Éste no proviene solamente de la
escritura sino también de la literatura. Justo antes de la cita de
Mnemosynè, Was heisst Denken? enuncia dos afirmaciones
taxativas: 1. Sócrates es “el más puro pensador de Occidente” (der
reinste Denker des Abendlandes. Deshalb hat er nichts
geschrieben), “y por eso no ha escrito nada”. Supo mantenerse en el
viento y en el movimiento de retirada de aquello que da que pensar
(in den Zugwind dieses Zuges). En otro pasaje, que trata también de
ese retiro (Zug des Entziehens), Heidegger distingue aún al hombre
del animal, esta vez de las aves migratorias. En las primeras
páginas de Was heisst Denken? (p. 5; tr p. 27 [trad. cast. p. 20]),
antes de citar por primera vez Mnemosynè, escribe: “Cuando
esposamos ese movimiento de retiro (Zug des Entziehens), estamos
nosotros mismos –pero de manera completamente distinta que las
aves migratorias– en movimiento hacia aquello que nos atrae
retirándose”. La elección del ejemplo proviene del idioma alemán:
“ave migratoria” se dice Zugvogel en alemán. Nosotros, los
hombres, estamos en la traza [trait] (Zug) de ese retiro [retrait], nur
ganz anders alt die Zugvogel. 2. Segunda afirmación decisiva: el
pensamiento declina en el momento en que comenzamos a escribir,
a salir del pensamiento, saliendo del pensamiento para guarecerse
de éste, como del viento. Ese es el momento en que el pensamiento
entra en la literatura (Das Denken ging in die Literatur ein, p. 52; tr.
p. 91 [trad. cast. p. 80]) Guarecida del pensamiento, esta entrada en
la escritura y en la literatura (en el sentido amplio de la palabra)
habría decidido el destino de la ciencia occidental tanto como
doctrina de la Edad Media (enseñanza, disciplina, Lehre) que como
ciencia de los Tiempos Modernos. Se trata naturalmente de lo que
construye el concepto dominante de disciplina, de enseñanza y de
universidad. Vemos organizarse así en torno de la mano y de la
palabra [parole], con una gran coherencia, todos los rasgos que yo
había evocado por su constante recurrencia bajo los nombres de
logocentrismo y de fonocentrismo. Cualquiera que sean los motivos
laterales o marginales que lo trabajan simultáneamiente,
logocentrismo y fonocentrismo dominan cierto discurso muy
continuo de Heidegger, y eso desde la repetición de la pregunta por
el sentido del ser, la destrucción de la ontología clásica, la analítica
existencial que redistribuye las relaciones (existenciales y
categoriales) entre Dasein, Vorhandensein y Zuhandensein.
La economía que se me impone para este discurso me prohíbe ir
más allá de esta primera aproximación en la interpretación
heideggeriana de la mano. Para relacionar mejor, con una
coherencia más diferenciada, lo que digo aquí con lo que digo en
otros lugares sobre Heidegger, particularmente en Ousia y Grammè,
habría que releer sobre todo una página de La sentencia de
Anaximandro (Holzwege, 1946, p. 337 [trad. cast. en Caminos de
bosque, Alianza, 2012, p. 272]), es decir, de un texto en que se
nombra también Mnemosymè y con el cual se explica Ousia y
Grammè. Esa página recuerda que en chréôn, que se traduce en
general como “necesidad”, habla è cheir, la mano: “Chraô quiere
decir: yo manejo, yo llevo mi mano hacia algo (ich be-handle
etwas)”. La continuación del parágrafo, demasiado difícil de traducir
ya que domina de cerca el idioma alemán (in die Hand geben,
heinändigen, aushändigen: entregar en las propias manos, luego
liberar, abandonar, überlassen), sustrae el participio chréôn a los
valores de constricción y obligación (Zwang, Müssen). Al mismo
tiempo, se sustrae el término Brauch, por el cual Heidegger propone
traducir to chréôn y que en alemán común quiere decir necesidad.
Por ende, no es necesario pensar la mano a partir de la “necesidad”.
En francés, se ha traducido der Brauch por “le maintien”*; si bien
acarrea varios inconvenientes y sentidos falsos, aprovecha la
oportunidad de una alusión doble: a la mano y al ahora, que
preocupan el interés propio de ese texto. Si el brauchen traduce
bien, como dice Heidegger, el Chréôn que permite pensar el
presente en su presencia, (das Anwesende in seinem Anwesen, p.
340 [trad. cast. p. 274]), si nombra una huella (Spur) que
desaparece en la historia del ser, en tanto que ella se despliega
como metafísica occidental, si der Brauch es efectivamente “la
reunión (Versammlung): o logos”, entonces, antes de toda técnica
de la mano, de toda cirugía, la mano tiene un lugar [la main n’y est
pas pour rien].
II
La mano del hombre: ustedes lo han notado sin duda, Heidegger no
solo piensa la mano como algo muy particular, y que no
pertenecería propiamente más que al hombre. La piensa siempre en
singular, como si el hombre no tuviese dos manos sino, tal un
monstruo, una sola mano. No un solo órgano en medio del cuerpo,
como el cíclope tenía un solo ojo en medio de la frente, aunque esa
representación, que deja que desear, da también que pensar. No, la
mano del hombre, eso significa que no se trata ya de esos órganos
prensiles o esos miembros instrumentalizables que son las manos.
Los monos tienen órganos prensiles que parecen manos; el hombre
de la máquina de escribir y el de la técnica en general se sirve de
las dos manos. Pero el hombre que habla y el hombre que escribe a
mano, como se dice, ¿no es ese el monstruo con una sola mano?
Igualmente, cuando Heidegger escribe: “Der Mensch ‘hat’ nicht
Hände, sondern die Hand hat das Wesen des Menschen inne” (“El
hombre no ‘tiene’ manos, sino que, para disponer de ella, la mano
ocupa la esencia del hombre”), esta precisión suplementaria no
concierne solamente, como vemos en un primer momento, la
estructura del “tener”, palabra que Heidegger pone entre comillas, y
de la cual propone invertir su relación (el hombre no tiene manos, es
la mano la que [sos]tiene al hombre). Esta precisión alude a la
diferencia entre el plural y el singular: nicht Hände, sondern die
Hand. Aquello que llega al hombre a través del logos o de la palabra
[parole] (das Wort), eso no puede ser más que una sola mano. Las
manos, son ya o aún la dispersión orgánica y técnica. No nos
sorprenderá, por lo mismo, ante la ausencia de toda alusión, por
ejemplo en el estilo kantiano, al juego de la diferencia entre la
derecha y la izquierda*, al espejo o al par de guantes. Esa diferencia
solo puede ser sensible. Por mi parte, como he tratado a mi manera
del par de zapatos, del pie izquierdo y del pie derecho en
Heidegger94, no avanzaré más lejos por hoy en esta vía. Me
contentaré con dos observaciones. Por una parte, on the one hand,
como ustedes dicen, la única frase en que Heidegger, hasta donde
sé, nombra las manos en plural parece concernir justamente al
momento de la plegaria, o en todo caso al gesto mediante el cual las
dos manos se unen (sich falten) para no hacer más que una en la
simplicidad (Einfalt). Es siempre la reunión (Versammlung) lo
privilegiado por Heidegger. Por otra parte, on the other hand, nunca
se dice nada de la caricia o del deseo. ¿Hacemos el amor, el
hombre hace el amor con la mano o con las manos? ¿Y qué ocurre
con la diferencia sexual al respecto? Imaginamos la protesta de
Heidegger: esa pregunta es derivada, lo que usted llama el deseo o
el amor supone el advenimiento de la mano desde la palabra
[parole], y desde el momento en que yo he hecho alusión a la mano
que se da, promete, se abandona, se entrega, se libera y
compromete en la alianza y el juramento, usted dispone de todo lo
necesario para pensar lo que usted llama vulgarmente hacer el
amor, acariciar o incluso desear. Quizás sea así, pero ¿por qué no
decirlo?95
[Esta última observación debería servirme de transición hacia esa
palabra, esa marca, “Geschlecht”, que deberíamos seguir ahora en
otro texto. No leeré esta parte de mi conferencia, que debería
haberse llamado “Geschlecht III”, y cuyo manuscrito (dactilografiado)
ha sido fotocopiado y distribuido entre algunos de ustedes para
hacer posible la discusión. Me limitaré, por lo mismo, a un breve
esbozo.]
Acabo de decir “la palabra ‘Geschlecht’”: y es que no estoy seguro
que exista un referente determinable y unificable . No estoy seguro
de que podamos hablar del Geschlecht más allá de la palabra
“Geschlecht” –que se encuentra pues necesariamente citada, entre
comillas, mencionada más que utilizada. Por otra parte, la dejo en
alemán. Ninguna palabra, ninguna versión palabra por palabra
bastaría para traducir esta palabra, que reúne en su valor idiomático
la raíz, la raza, la familia, la especia, el género, la generación, el
sexo. Luego, después de haber pronunciado la palabra
“Geschlecht”, retomo o corrijo: la “marca ‘Geschlecht’”, precisé a
continuación. Pues el tema de mi análisis se remitiría a una especie
de composición o de descomposición que afecta justamente a la
unidad de esa palabra. Quizás no sea ya una palabra. Quizás haya
que comenzar para acceder a ella por su desarticulación o su
descomposición, dicho de otra manera, por su formación, por su
información, sus deformaciones o transformaciones, sus
traducciones, la genealogía de su cuerpo unificado a partir y según
la partición de fragmentos de palabras. Vamos a interesarnos,
entonces, en el Geschlecht del Geschlecht, en su genealogía o
generación. Pero esa composición genealógica de “Geschlecht”
será inseparable, en el texto de Heidegger que deberíamos
interrogar ahora, de la descomposición del Geschlecht humano, de
la descomposición del hombre.
Un año después de Was heisst Denken?, en 1953, Heidegger
publica “Die Sprache im Gedicht” en Merkur, con el título “Georg
Trakl”, con un subtítulo que no cambiará, por decirlo así, en el
momento en que el texto sea retomado en 1959 en Unterwegs zur
Sprache: Eine Erörterung seines Gedichtes. Todos esos títulos son
ya prácticamente intraducibles. Recurriré frecuentemente, sin
embargo, a la notable traducción publicada por Jean Beaufret y
Wolfang Brokmeier en la NRF (enero-febrero 1958), recogida
actualmente en Acheminemant vers la parole (pp. y 39 ss.).96 A
cada paso, el riesgo del pensamiento permanece íntimamente
comprometido en la lengua, el idioma y la traducción. Saludo la
audaz aventura que constituyó, en su discreción misma, esa
traducción. Tenemos una deuda en esto hacia un don que ofrece
mucho más que lo que se suele llamar una versión francesa. Cada
vez que tenga que alejarme de ella, lo haré sin la menor intención
de evaluarla, menos aún de mejorarla. Tendremos, más bien, que
multiplicar los esbozos, acosar la palabra alemana y analizarla
según múltiples niveles de retoques, caricias o golpes. Una
traducción, en el sentido corriente de lo que se publica con ese
nombre, no puede permitírselo. Pero nosotros tenemos, por el
contrario, el deber de hacerlo cada vez que el cálculo palabra por
palabra, una palabra por otra, es decir, el ideal convencional de
traducción, encuentra un desafío. Sería, por otra parte, legítimo,
aparentemente trivial, pero en verdad esencial, considerar el texto
sobre Trakl como una situación (Erörterung) de lo que llamamos
“traducir”. En el centro de esta situación, de ese lugar (Ort),
Geschlecht, la palabra o la marca. Pues es la composición y la
descomposición de esta marca, el trabajo de Heidegger en su
lengua, su escritura manual y artesanal, su Hand-Werk lo que las
traducciones existentes (francesas y, supongo, inglesas) tienden
fatalmente a borrar.
Antes de todo otro preliminar, salto de un golpe en medio del texto
para esclarecer como con un primer flash el lugar que me interesa.
Dos veces en la primera y la tercera parte, Heidegger declara que la
palabra “Geschlecht” tiene, en alemán, “en nuestra lengua” (es
siempre la cuestión del “nosotros”), una multiplicidad de
significaciones. Pero esa multiplicidad singular debe reunirse de
alguna manera. En Was heist Denken?, poco después del pasaje
sobre la mano, Heidegger protesta más de una vez contra el
pensamiento o vía de sentido único. Al mismo tiempo que recuerda
que “Geschlecht” se encuentra abierto en una suerte de polisemia,
se dirige, antes y después de todo, hacia cierta unidad que reúne
esa multiplicidad. Esa unidad no es una identidad, pero conserva la
simplicidad de lo mismo, incluso en la forma de su pliegue.
Heidegger quiere dar a pensar esa simplicidad originaria más allá de
cualquier deriva etimológica, por lo menos en el sentido
estrictamente filológico de la etimología.
1. El primer pasaje (p. 49, tr. p 53) cita la penúltima estrofa del
poema Alma de Otoño (Herbstseele). Lo leo en su traducción, que
nos planteará más adelante algunos problemas:
Bientôt fuient poisson et gibier
Âme bleu, obscur voyage
Départ de l’autre, de l’aimé
Le soir change sens et image
(Sinn und Bild)
[Pronto huyen pez y presa
Alma azul, oscuro viaje
Partida del otro, del amado
La tarde cambia sentido e imagen]

Heidegger agrega: “Los viajeros que siguen al extranjero se


encuentran enseguida separados de los ‘Amados’ (von Lieben) que
son para ellos los ‘Otros’ (die für sie ‘Ändere’ sind). Los ‘Otros’,
entendamos, la raíz desecha del hombre”.
Lo que se traduce de ese modo es “der Schlag der verwesten
Gestalt des Menschen”. En alemán, “Schlag” quiere decir varias
cosas. En sentido propio, como se diría en el diccionario, significa
golpe, con todas las significaciones que se pueden asociar a ello.
Pero en sentido figurado, dice el diccionario, significa también la
raza o la especie, la raigambre (souche, palabra escogida por los
traductores franceses). La meditación de Heidegger se dejará guiar
por esa relación entre Schlag (como golpe y raíz [souche] a la vez) y
Geschlecht. Der Schlag der verwesten Gestalt des Menschen, lo
que implica un Verwesen en el sentido de aquello que es
“descompuesto”, si se lo entiende literalmente según el código usual
de la putrefacción de los cuerpos, pero también en otro sentido,
como corrupción del ser o de la esencia (wesen), que Heidegger no
deja de subrayar. Abre aquí un parágrafo que comienza por “Unsere
Sprache”: “Nuestra lengua llama [nennt: nombra] a la humanidad
(Menschenwesen) que ha recibido la impronta de un golpe (das aus
einem Schlag geprägte) y en este golpe golpeado de especificación
[und in diesen Schlag verschlagene: y en efecto verschlagen quiere
decir corrientemente especificar, separar, encerrar, distinguir,
diferenciar], nuestra lengua llama a la humanidad […] ‘Geschlecht’”.
La palabra está entre comillas. Voy hasta el final de este parágrafo
del que habría que reconstituir el contexto más tarde: “La palabra
[Geschlecht, entonces] significa tanto la especie humana
(Menschengeschlecht) en el sentido de la humanidad (Menschheit)
como las especies, en el sentido de troncos, raíces y familias, todo
eso golpeado de nuevo [dies alles wiederum geprägt: golpeado en el
sentido de lo que ha recibido la impronta, el typos, la marca típica]
de la dualidad genérica de los sexos (in dus Zwiefache der
Geschlechter)”. Dualidad genérica de los sexos, es en francés una
traducción arriesgada. Es cierto que Heidegger habla esta vez de la
diferencia sexual que viene de nuevo, en un segundo golpe
(wiederum geprägt), a golpear, acuñar (como se dice también en
francés battre monnaie [acuñar moneda]) el Geschlecht en todos los
sentidos que acabamos de enumerar. Sobre este segundo golpe se
centrarán más tarde mis preguntas. Pero Heidegger no dice
“dualidad genérica”. Y en cuanto al término das Zwiefache, el doble,
el duelo, el duplicado, comporta todo el enigma del texto que se
juega entre das Zwiefache, cierta duplicidad, cierto pliegue de la
diferencia sexual o Geschlecht y, por otra parte, die Zwietracht der
Geschlechter, la dualidad de los sexos como disensión, guerra,
disentimiento, oposición, el duelo de la violencia y de las
hostilidades declaradas.
2. El segundo pasaje será un extracto de la tercera parte (p. 78. tr.
fr. p. 80 [trad. cast. p. 72]) en el curso de un trayecto que habrá
desplazado muchas cosas:
“Un” [entre comillas y en itálica en el texto alemán: das “Ein”] en las palabras “Una
raza” [im Wort “Ein Geschlecht”: cita de un verso de Trakl: esta vez los traductores
franceses han escogido, sin justificación aparente o satisfactoria, traducir Geschlecht
por “raza”] no quiere decir “uno” en lugar de “dos” (meint nicht “einst” statt “zwei”).
Uno no significa tampoco la indiferencia de una insípida uniformidad [das Einerlei
einer faden Gleicheit: me permito en este punto remitir a la primera parte de mi
ensayo titulado “Geschlecht I”] Las palabras “una raza” (das Wort “Ein Geschlecht”)
no nombran aquí ningún estado de cosas biológicamente determinable (nennt hier…
keinen biologischen Tatbestand), ni la “unisexualidad” (weder die
“Eingeschlechtlichkeit”) ni “la indiferenciación de los sexos” (noch die
“Gleichgeschlechtlichkeit”). En el Un subrayado [por Trakl] (In dem betonten “Ein
Geschlecht”) se abriga la unidad que, a partir del azur aparejante [esto es
incomprensible, tanto que no se ha reconocido, como trato de hacerlo enseguida en
la exposición que no pronunciaré, la lectura sinfónica o sincromática de los azules o
del cielo azulado en los poemas de Trakl y mientras no se ha reconocido que los
traductores franceses traducen por “apareillant” [“aparejante”] la palabra
versammelnd: reunidora, la que acoge en lo mismo o el “parecido”, lo que no es
idéntico] de la noche espiritual, reúne (einigt) . La palabra [se sobreentiende, la
palabra Ein en “Ein Geschlecht] habla a partir del canto (Das wort spricht aus dem
Lied) en el que se canta al país de la decadencia [o del occidente: worin das Land
des Abends gesungen wird]. En lo que sigue, la palabra “raza” (Geschlecht) conserva
aquí la múltiple plenitud de significación (mehrfälige Bedeutung) que ya hemos
mencionado. Designa en primer lugar la raza historial, al hombre, a la humanidad
(das geschichtliche Geschlecht des Menschen, die Menschheit) en la diferencia que
la separa del resto de lo vital (planta y animal) (im unterschied zum übrigen
Lebendigen (Pfianze und Tier)). La palabra “raza” (Geschlecht) designa enseguida
también las generaciones [Geschlechter, en plural: ¡la palabra Geschlecht designa
los Geschlechter!], troncos, raíces, familias, de ese género humano (Stämme,
Sippen, Familien dieses Menschengeschlechtes). La palabra “raza” (“Geschlecht”)
nombra al mismo tiempo, a través de todas esas distinciones [überall: por doquier.
Heidegger no precisa “todas esas distinciones” que la traducción francesa introduce
por analogía con la primera definición, pero no importa] el desdoblamiento genérico
[die Zwiefalt der Geschlechter: la traducción francesa no nombra aquí a la
sexualidad, sin embargo evidente, mientras que anteriormente traducía Zwiefache
der Geschlechter por “dualidad genérica de los sexos”].

Heidegger acaba entonces de recordar que “Geschlecht” nombra, al


mismo tiempo (zugleich), sobrenombra, la diferencia sexual, como
suplemento de todos los otros sentidos. Y abre el parágrafo
siguiente con la palabra Schlag que la traducción francesa vierte
como “frappe” [“golpe”], lo que presenta un doble inconveniente. Por
una parte, le falta la referencia al verso de Trakl en el que la palabra
Flügelschlag es traducida, justamente, como “coup d’aile” [“golpe de
ala”]. Por otra parte, al servirse de dos términos diferentes, “coup”
[golpe] y “frappe” [“impresión”], para traducir el mismo término
Schlag, borra lo que autoriza a Heidegger a recordar la afinidad
entre Schlag y Geschlecht en los dos versos que está leyendo. Esa
afinidad sostiene toda la demostración. Los versos son un extracto
de un poema titulado Canto Occidental (Abendländisches Lied). Otro
se llama Occidente (Abendland); y el declinar de Occidente como
Occidente es lo que está en el centro de esta meditación.
O der Seele nächtlicher Flügelschlag
Ô de l’âme nocturne coup d’aile
[Oh del alma nocturna golpe de ala]

Después de esos dos versos, dos puntos y dos palabras muy


simples:
“Ein Geschlecht". “Ein”: la única palabra que Trakl ha subrayado
en toda su obra, nota Heidegger. Subrayar se dice betonen. La
palabra así subrayada (Ein) daría en consecuencia el tono
fundamental, la nota fundamental (Grundton). Pero es el Grundton
del Gedicht y no de la Dichtung, pues Heidegger distingue
regularmente el Gedicht, que permanece [reste] siempre sin
pronunciar (ungesprochene), silencioso, de los poemas
(Dichtungen) que, en cuanto a ellos, dicen y hablan desde el
Gedicht. El Gedicht es la fuente silenciosa de los poemas
(Dichtungen), escritos y recitados, de la que hay que partir para
situar (erörten) el lugar (Ort), la fuente, a saber, el Gedicht. Es por
eso que Heidegger dice de este “Ein Geschlecht” que cobija el
Grundton desde el cual el Gedicht del poeta calla (schweig) el
secreto (Geheimnis). El parágrafo que comienza por Der Schlag
puede ahora autorizarse no solo desde una descomposición
filológica, sino desde aquello que llega en el verso, en la Dichtung
de Trakl: “El golpe [frappe] (Der Schlag) cuya marca reúne tal
desdoblamiento en la simplicidad de la ‘raza una’ (der sie in die
Einfalt des ‘Einene Geschlechts’ prägt), reconduciendo así las raíces
del género (die Sippen des Menschengeschlechtes) y ese mismo en
la dulzura de la infancia más serena, golpe [frappe] (einschlagen
lässt) el alma de apertura hacia el camino de la ‘primavera azul’.
[Cita de Trakl señalada por comillas, omitidas en la traducción
francesa]”.
Tales son, pues, los dos pasajes, aún abstraídos de su contexto,
en los que Heidegger tematiza a la vez la polisemia y la simplicidad
focal de “Geschlecht” en “nuestra lengua”. Esta lengua, que es la
nuestra, la alemana, es también la de “nuestro Geschlecht”, como
diría Fichte, si Geschlecht quiere decir también familia, generación,
linaje [souche]. Ahora bien, lo que se escribe y juega con la escritura
de esa palabra, Geschlecht, en nuestra Geschlecht y en nuestra
lengua (unsere Sprache) es lo bastante idiomático en sus
posibilidades y permanece más o menos intraducible. La afinidad
entre Schlag y Geschlecht tiene lugar y es pensable solo desde este
“Sprache”. No solamente desde el idioma alemán, que yo dudo aquí
en nombrar como idioma “nacional”, sino desde el idioma
sobredeterminado de un Gedicht y de un Dichten singulares, aquí
aquel o aquellos de Trakl, y aún más, superlativamente
sobredeterminados por el idioma de un Denken, aquel que pasa por
la escritura de Heidegger. Digo justamente Dichten y Denken,
poesía y pensamiento. Recordemos que, para Heidegger, Dichten y
denken son una obra de la mano expuesta a los mismos peligros
que el artesanado (Hand-Werk) del ebanista. Sabemos también que
Heidegger no pone nunca a la filosofía y la ciencia a la altura del
pensamiento o de la poesía. Estas, aunque radicalmente diferentes,
se emparentan y son paralelas, paralelas que se cortan y se mellan,
se cortan en un lugar que es también una especie de firma
(Zeichnung), la incisión de un trazo (Riss) (Unterwegs zur Sprache,
p. 196).97 De ese paralelismo se excluye, por así decir, a la filosofía,
la ciencia y la técnica.
¿Qué pensar de este texto? ¿Cómo leerlo?
¿Pero se tratará aún de una “lectura”, en el sentido francés o en el
sentido inglés de la palabra? No, al menos por dos razones. Por una
parte, es demasiado tarde, y en lugar de continuar leyendo las casi
cien páginas que he consagrado a ese texto sobre Trakl –del cual
una primera versión francesa, inacabada y provisoria, ha sido
comunicada a algunos de ustedes– me contentaré con indicar en
algunos minutos la preocupación principal tal como puede traducirse
en una serie de interrogaciones suspendidas o suspensivas. Las he
agrupado, de manera más o menos artificial, alrededor de cinco
puntos. Ahora bien, por otra parte, uno de esos puntos concierne el
concepto de lectura que no me parece adecuado, a menos de
reelaborarlo profundamente, ni para nombrar lo que hace Heidegger
en su Gesprächt con Trakl o en lo que éste llama el Gesprächt o la
Zwiesprache (la palabra [parole] a dos) auténtica de un poeta con un
poeta, ni para nombrar aquello que intento o aquello que me
interesa en esta explicación con (Auseinandersetzung) este texto de
Heidegger.
Mi preocupación más constante concierne evidentemente a la
“marca” “Geschlecht” y a aquello que, en ella, remarca la marca, el
golpe [frappe], la impresión [impression], cierta escritura como
Schlag, Prägung, etc. Esta re-marca me parece mantiene una
relación esencial con aquello que, algo arbitrariamente, instalo en
primer lugar entre esos cinco ejes de cuestionamiento:
1. Del hombre y de la animalidad. El texto sobre Trakl propone
también un pensamiento de la diferencia entre la animalidad y la
humanidad. Se trataría aquí de la diferencia entre dos diferencias
sexuales, de la diferencia de relación entre el 1 y el 2 y de la
divisibilidad en general. En el centro de ese centro, la marca
Geschlecht en su polisemia (especie o sexo) y en su diseminación.
2. Otro foco de cuestionamiento concierne justamente a lo que
Heidegger dice de la polisemia y que yo distinguiría de la
diseminación. En diferentes oportunidades, Heidegger se muestra
abierto a lo que podríamos llamar una “buena” polisemia, la de la
lengua poética y del “gran poeta”. Esta polisemia debe dejarse
reunir en una univocidad “superior” y en la unicidad de una armonía
(Einklang). Heidegger llega de esa manera a alabar por una vez una
“Sicherheit” del rigor poético, tensionada así por la fuerza de lo
reunidor. Y opone esta “seguridad” (Sicherheit) tanto a la errancia de
los poetas mediocres que se entregan a una mala polisemia (aquella
que no se deja reunir en un Gedicht o en un lugar (Ort) único) como
a la univocidad de la exactitud (Exakheit) en la tecno-ciencia. Ese
motivo me parece a la vez tradicional (propiamente aristotélico),
dogmático en su forma y sintomáticamente contradictorio respecto a
otros motivos heideggerianos. Pues yo no “critico” jamás a
Heidegger sin recordar que uno puede hacerlo desde otros lugares
de su texto. Éste no podría ser homogéneo y está escrito con las
dos manos, por lo menos.
3. Esta cuestión, que yo llamo, entonces, polisemia y
diseminación, comunica con otro foco en que se cruzan varias
cuestiones de método. ¿Qué hace Heidegger? ¿Cómo “opera” y
según que vías, odoi, que o no son aún, o ya no son, métodos?
¿Cuál es el paso de Heidegger en ese camino? ¿Cuál es su ritmo
en ese texto que se pronuncia explícitamente sobre la esencia del
rythmos y cual es a la vez su manera, su Hand-Werk de escritura?
Esas cuestiones más-allá-del-método [outre-méthode] son también
las de la relación que mantiene este texto de Heidegger (y el que yo
escribo a mi vez) con lo que se ha llamado hermenéutica,
interpretación o exégesis, crítica literaria, retórica o poética, pero
también con todos los saberes de las ciencias humanas o sociales
(historia, psicoanálisis, sociología, politología, etc.) Dos oposiciones
o distinciones, dos pares de conceptos sostienen la argumentación
heideggeriana –y yo los cuestiono a mi vez. Es, por una parte, la
distinción entre Gedicht y Dichtung. El Gedicht (palabra intraducible,
una vez más) es, en su lugar, lo que reúne todos los Dichtungen (los
poemas) de un poeta. Esa reunión no es la del corpus completo, de
las obras completas; es una fuente única que no se presenta en
ninguna parte, en ningún poema. Es el lugar de origen, desde donde
provienen y hacia el cual remontan los poemas según cierto “ritmo”.
Por lo demás, no es otra cosa que eso, no obstante, no se confunde
con los poemas en tanto que éstos dicen (sagen) algo. El Gedicht es
“impronunciado” (ungesprochene). Lo que Heidegger quiere indicar,
anunciar más que mostrar, es el Lugar único (Ort) de ese Gedicht.
Es por eso que Heidegger presenta su texto como una Erörterung,
es decir, según la literalidad que se ha despertado de esa palabra,
una situación que localiza el sitio único o el lugar propio del Gedicht
desde el cual cantan los poemas de Trakl. De ahí, por otra parte,
una segunda distinción entre el Erörterung del Gedicht y cierta
Erlaüterung (esclarecimiento, elucidación, explicación) de los
poemas (Dichtungen) mismos de los que se hace necesario partir.
Me ciño, entonces, a todas esas dificultades, que provienen de ese
doble punto de partida, y a aquello que Heidegger llama
“Wechselbezug”, relación de reciprocidad o de intercambio entre
una situación (Erörterung) y la elucidación (Erlaüterung). Ese
Wechselbezug ¿coincide con aquello que se ha llamado círculo
hermenéutico? ¿Y cómo practica o juega Heidegger ese
Wechselbezug a su manera?
4. Esta última formulación, que apunta siempre a la manera de
Heidegger, o como se puede decir también en francés, con otra
connotación, a sus maneras, no se deja ya separar, tanto como la
mano según Heidegger, de la práctica de la lengua. Y por ello, aquí,
de cierta maniobra de la escritura. Ésta recurre siempre en los
momentos decisivos a un recurso idiomático, es decir, intraducible,
si uno se fía del concepto corriente de traducción. Este recurso,
sobredeterminado por el idioma de Trakl y por el de Heidegger, no
es solamente el alemán sino la mayor parte de las veces un idioma
del idioma alto o antiguo alemán. A mi manera, es decir, siguiendo
las inyunciones y la economía de otros idiomas, retrazo y subrayo
todos esos recursos de Heidegger al antiguo alemán, cada vez que
comienza por decir: en nuestra lengua (in unsere sprache), tal
palabra significa originariamente (bedeutet ursprünglich). No podré
aquí, en este sobrevuelo, sino proporcionar la lista de palabras, de
fragmentos de palabras o de enunciados acerca de los cuales
marcaré una estación un poco más larga.
a) En primer lugar, naturalmente, se encuentra el término
“Geschlecht” y todo su Geschlecht, toda su familia, sus orígenes,
sus descendientes, legítimos o no. Heidegger los convoca a todos y
concede a cada uno su rol. Está Schlag, einschlagen, verschlagen,
(separar, compartimentar), zerschlagen (trizar, romper,
desmantelar), auseinanderschlagen (separar golpeando el uno al
otro), etc. En lugar de redesplegar aquí toda la maniobra
heideggeriana y aquella a la cual éste nos obliga, citaré, en signo de
agradecimiento, un parágrafo que David Krell consagra en inglés a
esa palabra en el capítulo XIV de su libro.98 El capítulo se titula
Strokes of love and death: Heidegger and Trakl, del que extraigo lo
siguiente:
“Strokes of love and death”: Schlag der Liebe, Schlag des Todes. What do the words
Schlag, schlagen mean? Hermann Paul’s Deutsches Wörterbuch lists six principal
areas of meaning for der Schlag; for the verb schlagen it cites six “proper” senses and
ten “distant” meanings. Devolving from the Old High German and Gothic slahan from
which the English word “slay” also derives), and related to the modern German word
schlachten, “to slaughter”, schlagen means to strike a blow, to hit or beat. A Schlag
may be the stroke of a hand, of midnight, or of the brain; the beating of wings or of a
heart. Schlagen may be done with a hammer or a fist. God does it through his angels
and his plagues; a nightingale does it with his songs. One of the most prevalent
senses of schlagen is to mint or stamp a coin. Der Schlag may therefore mean a
particular coinage, imprint or type: a horse dealer might refer to einem guten Schlag
Pferde. It is by virtue of this sense that Schlag forms the root of a word that is very
important for Trakl, das Geschlecht, Paul lists three principal meanings for Geschlecht
(Old High German gislahti). First, it translates the latin word genus, being equivalent
to Gattung: das Geschlecht is a group of people who share a common ancestry,
especially if they constitute a part of the hereditary nobility. Of course, if the ancestry
is traced back far enough we may speak of das menschliche Geschlecht, human
kind”. Second, das Geschlecht may mean one generation of men and women who die
to make way for a succeeding generation. Third, there are male and female
Geschlechter, and Geschlecht becomes the root of many words for the things male
and female have and do for the first two meanings: Geschlechtsglied or -teil, the
genitals; -trieb, the sex drive; -verkehr, sexual intercourse; and so on.

b) Encontramos enseguida el nombre Ort. Cuando recuerda,


desde la primera página, que esa palabra “significa originariamente”
(ursprünglich bedeutet) la punta de la espada (die Spitze des
Speers), es ante todo (y hay mucho que decir sobre ese “ante todo”)
para insistir sobre su valor de reunión. Todo concurre y converge
hacia la punta (in ihr läuft alles zusammen). El lugar es siempre el
lugar de reunión, lo reunidor, das Versammelnde. Esa definición del
lugar, aparte que implica el recurso a una “significación originaria” en
una lengua determinada, dirige toda la andadura de la Erörterung, el
privilegio acordado a la unicidad y la indivisibilidad en la situación
del Gedicht y de aquello que Heidegger llama un “gran poeta”, que
es grande en la medida en que se relaciona con esta unicidad de lo
reunidor, y resiste a las fuerzas de diseminación o de dislocación.
Naturalmente, multiplicaré las preguntas en torno a este valor de
reunión.
c) Advertimos luego la oposición idiomática e intraducible entre
geistig y geistlich que juega un rol determinante.99 Ésta autoriza a
sustraer el Gedicht o el “lugar” de Trakl tanto a aquello que es
reunido por Heidegger bajo el título de la “metafísica occidental” y de
su tradición platónica, que distingue entre lo material “sensible” y lo
espiritual “inteligible” (aistheton/noeton) como a la oposición
cristiana entre lo espiritual y lo temporal. Heidegger remite aún a la
“significación original (ursprüngliche Bedeutung) de la palabra Geist
(gheis): ser levantado, transportado fuera de sí, como una llama
(aufgebracht, entsetzt, ausser sich sein). Se trata también de la
ambivalencia del fuego del espíritu, cuya llama puede ser a la vez el
Bien y el Mal.
d) Encontramos, además la palabra fremd, que no significa el
extranjero, en el sentido latino de aquel que está fuera de, extra,
extraneus, sino, propiamente (eigentlich) según el alto alemán fram:
hacia otra parte, adelante, haciendo su camino… al encuentro de
aquello que está reservado con anterioridad (anderswohin vorwärts,
unterwegs nach… dem Voraufbehaltenen entgegen). Eso permite
decir que el Extranjero no erra, sino que tiene un destino (es irrt
nicht, bar jeder Bestimmung, ratlos umher), no es sin destino.
e) Por otra parte, está la palabra Wahnsinn, que no significa como
se cree, el sueño del insensato. Cuando Wahn es remitido al alto
alemán wana que significa ohne, sin, el “Wahnsinnige”, el demente,
es aquel que se queda sin el sentido de los Otros. Es de otro
sentido, y Sinnan “bedeutet ursprünglich” significa originariamente
“reisen, streben nach…, eine Richtung einsachlagen”, viajar, tender
hacia, abrir de golpe una dirección. Heidegger invoca la raíz
indoeuropea sent, set, que significaría Weg, camino. Aquí las cosas
se agravan, ya que es el sentido mismo de la palabra sens [sentido]
lo que parece intraducible, ligado a un idioma; y es entonces este
valor de sentido lo que, dirigiendo sin embargo el concepto
tradicional de traducción, se ve de golpe radicado en una sola
lengua, familia o Geschlecht de lenguas, fuera de las cuales pierde
su sentido originario.
Si la “situación” (Erörterung) del Gedicht se encuentra así
dependiente en sus momentos decisivos del recurso al idioma del
Geschlecht y al Geschlecht del idioma, ¿cómo pensar la relación
entre lo impronunciable del Gedicht y su pertenencia, la apropiación
de su silencio incluso en una lengua y en un Geschlecht? Esa
interrogación no concierne solamente al Geschlecht alemán y a la
lengua alemana, sino también a aquellos que parecen reconocibles
al Occidente, al hombre occidental, ya que toda esta “situación” se
encuentra pre-ocupada por el cuidador del lugar, del camino y el
destino de Occidente. Eso me conduce al quinto enfoque. Multiplico
los enfoques para “desarraigar” [dépayser] un poco una atmósfera
quizás algo demasiado “arraigada” [paysante], no digo paisana
[paysanne], aunque lo sea para Trakl…
5. Aquello que le ocurre al Geschlecht como su descomposición
(Verwesung), su corrupción, es un segundo golpe que viene a
golpear la diferencia sexual y transformarla en disenso, en guerra,
en oposición salvaje. La diferencia sexual originaria es tierna, dulce,
apacible. Cuando es golpeada por la “maldición” (Fluch, palabra de
Trakl retomada e interpretada por Heidegger), la dualidad o la
duplicidad del dos deviene oposición desencadenada, incluso
bestial. Ese esquema, que yo reduzco aquí a su expresión más
sumaria, Heidegger pretende que no es católico ni cristiano, a pesar
de todas las apariencias y todos los signos de los que está
consciente. No pertenecería ni a la teología metafísica ni a la
teología eclesiástica. Pero la originareidad (pre-platónica, pre-
metafísica o pre-cristiana) a la que nos convoca Heidegger, y en la
cual sitúa el lugar propio de Trakl, no posee ningún otro contenido e
incluso ningún otro lenguaje que no sea el del platonismo y del
cristianismo. Ella es simplemente aquello a partir de lo cual algo
como la metafísica y el cristianismo son posibles y pensables. Pero
aquello que constituye el origen archi-matinal y el horizonte ultra-
occidental no es otra cosa que ese vacío de una repetición, en el
sentido más fuerte e insólito de ese término. Y la forma o la “lógica”
de esa repetición no es solo legible en ese texto sobre Trakl, sino en
todo aquello que, desde Sein und Zeit, analiza las estructuras del
Dasein, la caída (Verfall), el llamado (Ruf), el cuidado (Sorge) y
regula la relación de lo “más originario” con aquello que lo sería
menos, principalmente, el cristianismo. En ese texto la
argumentación (particularmente para demostrar que Trakl no es un
poeta cristiano) asume formas particularmente laboriosas y a veces
muy simplistas –que no puedo reproducir en este esquema. Así
como Heidegger requiere un lugar único y reunidor para el Gedicht
de Trakl, debe presuponer que hay un solo lugar, único e unívoco,
para LA metafísica y EL cristianismo. Pero esa reunión ¿tiene lugar?
¿Tiene un lugar, una unidad de lugar? Es la pregunta que dejaré
aquí suspendida, justo antes de la caída. En francés, se suele llamar
a veces “caída” [chute] a la conclusión de un texto. Se dice también,
en lugar de caída, envío [envoi].
Traducción: Alejandro Madrid Zan
92. Conferencia pronunciada en marzo de 1985 en Chicago (Universidad de Loyola), con
motivo de un coloquio organizado por John Sallis y cuyas actas han sido luego publicadas:
John Sallis (ed), Deconstruction and philosophy, The University of Chicago Press, 1987.
93. Estudiaré en otra parte, lo mas cerca que sea posible, los desarrollos que Heidegger
consagrara a la animalidad en Die Grundbegriffe der Metaphysik (1929-1930,
Gesamtausgabe 29/30, 2ª parte, cap. 4). Sin discontinuidad esencial, me parece que esos
desarrollos constituyen la base de lo que yo interrogo aquí, ya se trate: 1. del gesto clásico
que consiste en considerar la zoología como una ciencia regional que debe presuponer la
ciencia de la animalidad en general, la misma que Heidegger propone describir sin recurrir
a ese saber científico (cf. § 45); 2. de la tesis según la cual “Das tier ist weltarm”, tesis
intermedia entre las otras dos (der Stein ist weltlos y der Mensch ist welt: bildend) –análisis
muy intrincado en el curso del cual Heidegger tiene mucha dificultad, me parece, para
determinar una pobreza, un ser pobre (Armsein) y una falta (Entbehren) como de sus
rasgos esenciales, ajenos a la determinación empírica de diferencias de grado (p. 287) y a
esclarecer el modo original de ese tener-sin-tener del animal que tiene y no tiene mundo
(Das Haben und Nichthaben von Welt, [§ 50]); 3. De la modalidad fenomeno-ontológica del
als, el animal no tenidría acceso al ente commo (als) ente (pp. 290 ss) Esta última
distinción compelería a precisar que la diferencia entre el hombre y el animal corresponde
menos a la oposición entre poder dar y poder tomar que a la oposición entre dos maneras
de tomar o de dar: una, aquella del hombre, es aquella del dar o del tomar como tales, del
ente o del presente como tales: la otra, aquella del animal, no sería ni dar ni tomar como
tales. Véase infra, p. 513 y De l'Esprit. Heidegger y la question, op. cit., pp. 75 ss.
94.* Alusión al problema de incongruencia que evoca Kant en los Prolegómenos, a través
del ejemplo de los guantes. [N. del T.]
Cf. La Vérité en peinture, Flammarion, 1978, p. 291 y ss [trad. cast. J. Derrida,
“Restituciones de la verdad en pintura” en La verdad en pintura, trad. M. C. González & D.
Scavino, Buenos Aires, Paidós, 2005, pp. 269-396].
95. Si bien el pensamiento e incluso la pregunta (esa “piedad del pensar”) son un trabajo
de la mano, y si las manos juntas por la oración o el juramento reúnen aún la mano en sí
misma, en su esencia y junto al pensamiento, Heidegger denuncia el “tomar a dos manos”:
prisa, aceleración [empressement] de la violencia utilitaria, aceleración [accélération] de la
técnica que dispersa la mano en el número y la separa del pensar cuestionante. Como si el
tomar a dos manos perdiera o violara una cuestión pensante que solo una mano, la mano
sola, podría abrir o guardar: manteniendo abierta. Es el fin de la Introducción a la
metafísica: “Saber cuestionar significa: saber esperar incluso toda una vida. Una época
(Zeitalter) no obstante para la cual no es real (wirklich) que aquello que va rápido y se deja
tomar a dos manos (sich mit beiden Händen greifen lässt), capta el cuestionar como
‘extraño a la realidad’ (wirklichkeitsfremd), como algo que ‘no paga’ (was sich nicht bezahlt
macht). Pero no es el número (Zahl) lo esencial, es el tiempo justo (dier rechte Zeit)” (p.
157; tr. fr. ligeramente modificada, pp. 221-222). Agradezco a Werner Hamacher por
haberme recordado este pasaje.
Sobre ese otro ”giro” que trato de describir o de situar en torno a la cuestión y la pregunta
de la pregunta, cf. De l’esprit. Heidegger et la question, op. cit., especialmente pp. 147 y ss.
96. Puede sorprender verme citar una traducción francesa de Heidegger en una
conferencia pronunciada en inglés. Lo hago por dos razones. Por una parte, por no borrar
las restricciones o las chances del idioma en el cual trabajo, enseño, leo o escribo yo
mismo. Lo que ustedes escuchan en este momento es la traducción de un texto que escribí
primero en francés. Por otra parte, he pensado que el texto de Heidegger podría ser más
accesible, ganar alguna legibilidad suplementaria al llegar a ustedes así, a través de una
tercera oreja. La explicación (Auzeinandersetzung) con una lengua más puede afinar
nuestra traducción (Überetzung) del texto que llamamos “original”. Acabo de hablar de la
oreja del otro como de una tercera oreja. No era solamente por multiplicar hasta el exceso
los ejemplos de pares (los pies, las manos, las orejas, los ojos, los senos, etc.) y todos los
problemas que deberían plantear a Heidegger. Es también para subrayar que uno puede
escribir a máquina, como lo he hecho, con tres manos entre tres lenguas. Sabía que
tendría que pronunciar en inglés el texto que escribía en francés sobre otro que leía en
alemán.
97. Cf. Más arriba “La retirada de la metáfora”,. pp. 67-99.
98. Intimations of Mortality. Time, Trhuth and Finitude in Heidegger’s Thinking of Being, The
Pennsylvania Statt University Press, 1986, p. 165.
99. Véase De l’esprit. Heidegger et la question, op. cit.
ADMIRACIÓN DE NELSON MANDELA O LAS LEYES DE
LA REFLEXIÓN100

1.
Admirable Mandela.
Punto, sin exclamación. No puntúo así para moderar un
entusiasmo ni para apaciguar un impulso. En lugar de hablar
únicamente en honor de Nelson Mandela, diría algo de su honor sin
ceder, si es posible, a la exaltación, sin proclamar ni aclamar.
El homenaje será quizás más justo, lo mismo el tono, si parece
entregar a la frialdad de un análisis esta impaciencia de la pregunta
sin la cual no sería dado de admirar. La admiración razona, a pesar
de lo que se diga, se explica con la razón, se asombra e interroga:
¿Cómo se puede ser Mandela? ¿Por qué parece ejemplar –y
admirable en lo que piensa y dice, en lo que hace o en lo que sufre?
¿Admirable él mismo, tanto como lo que porta* en su testimonio –
otra palabra para martirio–, a saber, la experiencia de su pueblo?
“Mi pueblo y yo”, dice siempre, sin hablar como un rey.
¿Por qué fuerza también a la admiración? Esta palabra supone
alguna resistencia, pues sus enemigos lo admiran sin confesarlo. A
diferencia de los que lo aman entre su pueblo y de ella, la
inseparable Winnie, de quien siempre lo han querido, en vano,
mantener separado, ellos le temen. Que sus persecutores más
llenos de odio lo admiren secretamente es justamente la prueba de
que él fuerza, como se dice, la admiración.
Ahora bien he aquí la cuestión: ¿de dónde viene esa fuerza? ¿A
dónde va ella? Se emplea o se aplica ¿pero a qué? O mejor: ¿qué
hace plegar? ¿Qué forma reconocer en ese pliegue? ¿Qué línea?
Se percibe aquí antes que nada, digámoslo sin otra premisa, la
línea de una reflexión. Es en primer lugar una fuerza de reflexión.
Primera evidencia, la experiencia o la pasión política de Mandela no
se separa jamás de una reflexión teórica, sobre la historia, la cultura
y, ante todo, sobre el derecho. Un análisis incesante esclarece la
racionalidad de sus actos, sus manifestaciones, sus discursos, su
estrategia. Antes incluso de haber sido contrito al repliegue por la
prisión –aunque durante un cuarto de siglo de encierro, no ha
dejado de actuar y orientar la lucha– Mandela ha sido siempre un
hombre de reflexión. Como todos los grandes políticos.
Pero a través de esa “fuerza de reflexión”, todavía otra cosa se
deja oír, que señala hacia la literalidad del espejo y la escena de la
especulación. No tanto hacia las leyes físicas de la reflexión como a
las paradojas especulares en la experiencia de la ley. No hay ley sin
espejo. Y en esta estructura precisamente desconcertante* no
evitaremos nunca el momento de la admiración.
La admiración, como su nombre lo indica, se dirá, etc. No, sea
cual sea su nombre o de lo que siempre da a ver, la admiración no
pertenece solo a la mirada. Ella traduce la emoción, el asombro, la
sorpresa, la interrogación ante lo que sobrepasa la medida: ante lo
“extraordinario”, dice Descartes, que la tenía por una pasión, la
primera de las seis pasiones primitivas, antes del amor, el odio, el
deseo, el goce y la tristeza. Ella da a conocer. Fuera de ella no hay
más que ignorancia, agrega, y tiene “mucho de fuerza”, de la
“sorpresa” o de la “ocurrencia súbita”. La mirada que admira se
asombra, interroga su intuición, se abre a la luz de una pregunta,
mas de una pregunta no menos planteada que recibida. Esta
experiencia se deja atravesar por el rayo de una pregunta, lo que no
le impide reflejarla.* El rayo proviene de eso mismo que fuerza la
admiración, la reparte entonces en un movimiento especular que
parece extrañamente fascinante.
Mandela se vuelve admirable por haber sabido admirar. Y lo que
ha sabido lo ha sabido en la admiración. Fascina también, lo
veremos, por haber sido fascinado.
Eso, de una cierta manera que deberemos oír, lo dice. Dice lo que
hace y lo que le ha ocurrido. Tal luz, la travesía reflejada, la
experiencia como el ir y venir de una pregunta, ese sería pues
también el resplandor de una voz.
La voz de Nelson Mandela: ¿qué es lo que nos recuerda, nos
pregunta, nos exige? ¿Tendría ella que ver con la mirada, la
reflexión, la admiración, quiero decir, la energía de esta voz pero
también la del canto que canta en su nombre (escuchen el clamor
de su pueblo cuando se manifiesta en su nombre: ¡Man-de-la!)?
Admiración de Nelson Mandela, como se dirá, la pasión de Nelson
Mandela. Admiración de Mandela, doble genitivo: aquella que
inspira y aquella que él siente. Ambas tienen el mismo foco, se
reflejan. He dicho ya mi hipótesis: Mandela se vuelve admirable por
haber, con toda su fuerza, admirado y por haber hecho de su
admiración una fuerza, una potencia de combate, intratable e
irreductible. La ley misma, la ley por encima de las leyes.
Pues, finalmente, ¿qué ha admirado? En una palabra: la Ley.
Y lo que inscribe a la ley en el discurso, en la historia, en la
institución, a saber: el Derecho.
Una primera cita. Es un abogado el que habla, en el curso de un
proceso, su proceso; pero también del proceso que instruye, el que
hace a sus acusadores, en el nombre del derecho:
La tarea fundamental en este momento debe ser la eliminación de toda
discriminación racial y el establecimiento de los derechos democráticos sobre la base
de la Carta de la libertad […]. De mis lecturas de obras marxistas y de mis
conversaciones con los marxistas, he obtenido la impresión de que los comunistas
consideran el sistema parlamentario occidental como no democrático y reaccionario.
Yo, al contrario, lo admiro. La Carta Magna, la Declaración de los derechos y la
Declaración universal son textos venerados por los demócratas en el mundo; admiro
la independencia y la imparcialidad de la magistratura inglesa. El congreso, la
doctrina de separación de los poderes, la independencia de la justicia americana
suscitan en mí los mismos sentimientos.101

Admira la ley, y lo dice con claridad; pero: esta ley que rige las
Constituciones y las Declaraciones, ¿es esencialmente una cosa de
occidente? ¿Su universalidad formal guarda una relación irreductible
con una historia europea, incluso anglo-americana? Si esto fuera
así, sería preciso aún, por supuesto, meditar esta extraña
posibilidad: su carácter formal sería tan esencial a la universalidad
de la ley como el acontecimiento de su presentación en un momento
y en un lugar determinados de la historia. ¿Cómo pensar entonces
una historia semejante? Dondequiera tenga lugar, y al menos tal
como Mandela lo conduce y refleja, el combate contra el apartheid
¿seguiría siendo una suerte de oposición especular, una guerra
intestina que Occidente mantendría en sí mismo, en su propio
nombre? ¿Una contradicción interna que no sufriría ni alteridad
radical ni verdadera disimetría?
De esta manera, una hipótesis semejante comporta aún muchas
presuposiciones indistintas. Intentaremos reconocerlas más
adelante. Retengamos por el momento una evidencia más limitada
pero más segura: lo que Mandela admira y dice admirar, es la
tradición inaugurada por la Carta Magna, la Declaración de los
derechos del hombre bajo sus diversas formas (él hace un llamado
a menudo a la “dignidad del hombre”, al hombre “digno de ese
nombre”); es también la democracia parlamentaria y, más
precisamente aún, la doctrina de la separación de los poderes, la
independencia de la justicia.
Pero si admira esta tradición, ¿es sin embargo el heredero, el
simple heredero? Sí y no, según lo que se entienda aquí por
herencia. Se puede reconocer un heredero auténtico en aquel que
conserva y reproduce, pero también en aquel que respeta la lógica
del legado hasta volverla, llegada la ocasión, contra aquellos que se
pretenden los depositarios, hasta dar a ver, contra los usurpadores,
eso mismo que, en la herencia, aún no ha sido nunca visto: hasta
dar a luz, por el acta [acte] inaudita de una reflexión, a lo que nunca
había visto la luz.
2.
Esta inflexible lógica de la reflexión fue también la práctica de
Mandela. He aquí, al menos, dos signos de ella:
1. Primer signo. El Congreso Nacional Africano, del que fue uno
de los líderes después de haber adherido a él en 1944, sucedió al
South African National Congress. Ahora bien, la estructura de este
último reflejaba ya la del Congreso norteamericano y la de la
Cámara de los Lores. Constaba, en particular, de una Cámara Alta.
El paradigma era pues ya esta democracia parlamentaria que
Mandela admiraba. La Carta de la Libertad, que promulga en 1955,
enuncia también los principios democráticos inspirados por la
Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Y, sin embargo,
con un rigor ejemplar, Mandela no rechaza en ella la alianza pura y
simple con los Blancos liberales que preconizaban mantener la
lucha en el marco constitucional, al menos como estaba entonces
establecido. Mandela recuerda en efecto la verdad: el
establecimiento de esta ley constitucional no solo había tomado la
forma, de hecho y como siempre, de un singular golpe de fuerza
[coup de force], este acto [acte] violento que a la vez produce y
presupone la unidad de una nación. En este caso el golpe de fuerza
ha seguido siendo un golpe de fuerza, entonces, un malvado golpe,
el fracaso de una ley que no llega a fundarse. Ella tuvo en efecto,
por autores y beneficiarios, a voluntades particulares, a una parte de
la población, a una suma limitada de intereses privados: los de la
minoría blanca. Esta minoría se convierte en el sujeto privilegiado, el
único sujeto en verdad de esta constitución anticonstitucional. Sin
duda, se dirá quizá, que un golpe de fuerza semejante marca
siempre el advenimiento [avènement] de una nación, de un Estado o
de un Estado-nación. El acto propiamente performativo de tal
institución, en efecto, debe producir (proclamar) lo que pretende,
declara, asegura describir según un acto constatativo. El simulacro o
la ficción consistente entonces en poner a luz, dándolo a luz, lo que
se dice reflejar para tomar acta, como si se tratara de registrar lo
que habrá sido ahí la unidad de una nación, el fundamento de un
Estado: registrar que se está, entonces, produciendo el
acontecimiento [événement]. Pero la legitimidad, incluso la
legalidad, no se instala indefinidamente, no oculta la violencia
originaria y no se presta al olvido más que bajo ciertas condiciones.
Ninguno de los performativos, diría un teórico de los speech acts,
sería “feliz”. Eso depende de un gran número de condiciones y de
convenciones que forman el contexto de tales acontecimientos. En
el caso de Sudáfrica, las “convenciones” no han sido respetadas, la
violencia ha sido muy grande, visiblemente muy grande en un
momento en que esta visibilidad se extendía sobre una escena
internacional nueva, etc. La comunidad blanca era muy minoritaria,
la desproporción de las riquezas muy flagrante. Desde entonces,
esta violencia sigue siendo a la vez excesiva e impotente, finalmente
insuficiente, perdida en su propia contradicción. No puede olvidarse,
como en el caso de los Estados fundados sobre un genocidio o una
cuasi-exterminación. Aquí, la violencia del origen debe respetarse
indefinidamente e imitar su derecho en un aparato legislativo cuya
monstruosidad acaba por pasar una cosa por otra: una proliferación
patológica de prótesis jurídicas (leyes, actas, enmiendas) destinadas
a legalizar en su mínimo detalle los efectos más cotidianos del
racismo fundamental, del racismo de Estado, el único y el último en
el mundo.
La constitución de un Estado como ese no puede, pues, con
suficiente verosimilitud, referirse a una voluntad popular. Como lo
recuerda la Carta de la Libertad: “Sudáfrica pertenece a todos sus
habitantes, negros y blancos. Ningún gobierno puede valerse de una
autoridad que no se funde en la voluntad del pueblo entero”.
Refiriéndose a la voluntad general, que por otra parte no se reduce
a la suma de las voluntades del “pueblo entero”, Mandela nos
recordará a menudo a Rousseau, aun cuando no lo cite nunca. Y él
impugna, de este modo, la autoridad, la legalidad, la
constitucionalidad de la Constitución. Rechaza, pues, la proposición
–y la alianza– de los blancos liberales que luchan, sin embargo,
contra el apartheid pretendiendo respetar el marco legal:
El credo de los liberales consiste en “el empleo de medios democráticos y
constitucionales, rechazando las diversas formas de totalitarismo: fascismo y
comunismo”. Sólo en aquellos pueblos que gozan ya de derechos democráticos y
constitucionales, es legítimo hablar de medios democráticos y constitucionales; no
tiene ningún sentido hacerlo en aquellos que no tienen ese beneficio (19).

¿Qué es lo que Mandela opone al golpe de fuerza de la minoría


blanca que ha instituido una ley pretendidamente democrática en
provecho de una sola entidad etno-nacional? El “pueblo entero”, es
decir, otra entidad etno-nacional, otro conjunto popular formado por
todos los grupos que habitan el territorio llamado Sudáfrica, incluida
la minoría blanca. Esta otra entidad no habría podido o no podrá en
el porvenir instituirse en sujeto del Estado o de la Constitución de
“Sudáfrica” más que por un acto performativo. Y éste no se referirá
en apariencia a ninguna ley fundamental preexistente, sino
solamente a la “convención” de una división geográfica y
demográfica llevada a cabo, en gran medida, por la colonización
blanca. Este hecho permanece imborrable. Sin duda la voluntad del
“pueblo entero”, en todo caso la voluntad general, debía reducir en
ella cualquier determinación empírica. Tal es al menos su ideal
regulador. No parece más accesible aquí que allá. La definición del
“pueblo entero” registra –y parece pues reflejar– el acontecimiento
de este golpe de fuerza que ha sido la ocupación blanca, seguido de
la fundación de la República Sudafricana. Sin este acontecimiento,
¿cómo reconocer la mínima relación entre una voluntad general y lo
que la Carta de la Libertad llama la “voluntad del pueblo entero”?
Ésta se encuentra paradojalmente reunida por la violencia que se le
ejerce y que tiende a desintegrarla o a desestructurarla para
siempre, hasta en su identidad más virtual. Este fenómeno marca la
fundación de casi todos los Estados después de una
descolonización. Mandela lo sabe: por democrática que sea, e
incluso si parece ajustarse al principio de igualdad de todos ante la
ley, la instauración absoluta de un Estado no puede suponer la
existencia previamente legitimada de una entidad nacional. Incluso
para una primera Constitución. La unidad total del pueblo no se
identifica por primera vez más que por un contrato –formal o no,
escrito o no– que instituye alguna ley fundamental. Ahora bien, este
contrato no se firma nunca, de hecho, más que por los supuestos
representantes del supuesto pueblo “entero”. Esta ley fundamental
no puede simplemente preceder, ni jurídicamente ni de hecho, lo
que a la vez la instituye y sin embargo la supone: ¡la proyecta y la
refleja! No puede preceder este extraordinario performativo por el
cual una firma se autoriza ella misma a firmar, en una palabra: se
legaliza por motu proprio sin el aval de una ley previa. Esta violencia
y esta ficción autográficas están manos a la obra tanto en lo que se
llama la autobiografía individual como en el origen “histórico” de los
Estados. En el caso de Sudáfrica, la ficción radica en esto –y es
ficción contra ficción: la unidad del “pueblo entero” no podía
corresponder al corte llevado a cabo por la minoría blanca. Ella tenía
ahora que constituir un conjunto (minoría blanca + todos los
habitantes de “Sudáfrica”) en el que la configuración no ha podido
constituirse, en todo caso, identificarse, más que a partir de una
violencia minoritaria. Que desde entonces pueda oponerse a ella, ya
no cambia en nada esta contradicción implacable. El “pueblo
entero”, unidad de “todos los grupos nacionales”, no se dará
existencia ni fuerza de ley más que por el acta a la cual se refiere la
Carta de la Libertad. Esta última habla al presente, un presente que
se supone fundado en la descripción de un pasado dado que tenía
que ser reconocido en el porvenir; y habla también al futuro, un
futuro que tiene valor de prescripción.
Sudáfrica pertenece a todos sus habitantes, negros y blancos. Ningún gobierno
puede valerse de una autoridad que no se funde en la voluntad del pueblo entero.
–El pueblo gobernará.
–Todos los grupos nacionales gozarán de iguales derechos […]
–Todos serán iguales ante la ley (19-20).

La Carta no anula el acta fundadora de la ley, este acto


necesariamente a-legal en sí que instituye, finalmente, Sudáfrica y
que no puede volverse legal más que después, especialmente si es
ratificado por el derecho de la comunidad internacional. No, la Carta
la refunda, la proyecta, en todo caso, al refundarla; al reflejar contra
la minoría blanca los principios en los que ésta pretendía inspirarse
mientras que de hecho no dejaba de traicionarlos. Democracia, sí,
Sudáfrica, sí, pero esta vez, dice la Carta, el “pueblo entero” debe
incluir a todos los grupos nacionales, tal es la lógica misma de la ley
que la minoría blanca simulaba representar. Sobre el territorio así
delimitado, todos los hombres “dignos de este nombre” se volverán,
entonces, efectivamente sujetos de la ley.
2. Segundo signo. La “admiración” declarada por el modelo de la
democracia parlamentaria de tipo anglo-americana y por la
separación de los poderes, la fidelidad de la Carta a todos los
principios de una democracia semejante, la lógica de una
radicalización que opone estos mismos principios a los partidarios
occidentales del apartheid, todo eso podría parecer el golpe de
fuerza de una simple inversión especular: el combate de la
comunidad negra (de las comunidades no “blancas”) estaría
amenazado en nombre de una ley y un modelo importados –y
traicionados en primer lugar por sus primeros importadores.
Terrorífica disimetría. Pero parece reducirse o más bien reflejarse
ella misma al punto de sustraerse a cualquier representación
objetiva: ni simetría ni disimetría. Y eso porque no habría
importación, ni origen simplemente asignable para la historia de la
ley, solo un dispositivo reflejante, con proyección de imágenes,
inversión de trayectos, puestas en abismo, efectos de historia para
una ley cuya estructura e “historia” consisten en llevar al origen.
Semejante dispositivo (y por esta palabra quiero solamente decir
que esta X no es natural, lo que no la define necesariamente como
un artefacto salido de las manos del hombre) no es representable en
el espacio objetivo, al menos por dos razones que recordaré aquí,
en el caso que nos ocupa.
A. La primera razón concierne, pues, a la estructura de la ley, del
principio o del modelo considerados. Cualquiera sea el lugar
histórico de su formación o de su formulación, de su revelación o de
su presentación, tal estructura tiende a la universalidad. Ese es, si
se puede decir, su contenido intencional: su sentido exige que
desborde inmediatamente los límites históricos, nacionales,
geográficos, lingüísticos, culturales de su origen fenomenal. Todo
tendría que comenzar por el desarraigo. Los límites, como las
contingencias empíricas, aparecerán enseguida. Ellas podrían
incluso disimular lo que parecen dejar aparecer. Se podría pensar,
de este modo, que la “minoría blanca” de Sudáfrica oculta la esencia
de los principios en los que se quiere reivindicar: los privatiza, los
particulariza, se los apropia y entonces los inspecciona [arraisonne]
contra su razón [raison] de ser, contra la razón misma. Por el
contrario, en el combate contra el apartheid, la “reflexión” de la que
hablamos aquí daría a ver lo que no era ni siquiera visible en la
fenomenalidad política dominada por los blancos. Obligaría a ver lo
que no se veía más o no se veía todavía. Intenta abrir los ojos de los
blancos. No reproduce lo visible: lo produce. Esta reflexión da a ver
una ley que en verdad no hace más que reflejar, porque esta ley, en
su fenómeno, era invisible: vuelta invisible o todavía invisible. Y
llevando lo invisible a lo visible, esta reflexión no procede de lo
visible, sino que pasa por el entendimiento. Más precisamente, da a
entender lo que sobrepasa al entendimiento y no se ajusta más que
a la razón. Era una primera razón, la razón misma.
B. La segunda razón parece más problemática. Concierne
precisamente a esta aparición fenomenal, a la constitución histórica
de la ley, de los principios democráticos y del modelo democrático.
Aquí otra vez la experiencia de la admiración declarada, esta vez de
una admiración que se dice también fascinada, sigue el pliegue de
una reflexión. Siempre una reflexión de la ley: Mandela percibe, ve,
otros dirían que proyecta y refleja sin verla, la presencia misma de
esta ley al interior de la sociedad africana. Antes incluso de “la
llegada del hombre blanco”.
En lo que él mismo enuncia a este respecto, subrayaría tres
motivos:
a) el de la fascinación: atención fija de la mirada que ha quedado
sorprendida, como petrificada por algo que, sin ser simplemente un
objeto visible, lo mira, le concierne ya, y lo lleva a seguir
observando, a responder, a volverlo responsable de la mirada que lo
mira y lo llama más allá de lo visible: ni percepción ni alucinación.
b) el del germen: proporciona un esquema indispensable a la
interpretación. Es por la virtualidad que el modelo democrático habrá
estado presente en la sociedad de los antepasados, incluso si no ha
sido revelada, desarrollada como tal, en la reflexión, sino hasta
después, después de la irrupción violenta del “hombre blanco”,
portador del mismo modelo.
c) el de la patria sudafricana, lugar de nacimiento de todos los
grupos nacionales llamados a vivir bajo la ley de la nueva República
Sudafricana. Esta patria no se confunde con el Estado ni con la
nación.
Hace muchos años, siendo un joven aldeano de Transkei, escuchaba a los ancianos
de la tribu contar sus historias de los buenos viejos tiempos, antes de la llegada del
hombre blanco. Nuestro pueblo vivía entonces en paz en el reino democrático de los
reyes y de los amapakati, y se desplazaba libremente y sin miedo por todo el país,
sin ninguna restricción. La tierra, entonces, nos pertenecía […]. Me juraba entonces
que, entre todos los tesoros esperables de la vida, elegiría servir a mi pueblo y
aportar mi humilde contribución a su lucha por la libertad.
La estructura y la organización de las primeras sociedades africanas de este país me
fascinaban y ellas tuvieron una gran influencia en la evolución de mis concepciones
políticas. La tierra, principal recurso, en esa época, pertenecía a toda la tribu, y la
propiedad privada no existía. No había clases, ni de ricos ni de pobres, ni explotación
del hombre por el hombre. Todos los hombres eran libres e iguales, tal era el principio
rector del gobierno, principio que se reflejaba [traduisait] igualmente en la
organización del Consejo que administraba los asuntos de la tribu.
Esta sociedad tenía aún elementos primitivos o poco elaborados y, en la actualidad,
no sería ya viable; sin embargo, ella contenía los gérmenes de la democracia
revolucionaria, en la que no había ni esclavitud ni servidumbre, y donde por tanto la
pobreza, la inseguridad, la necesidad no tenían lugar. […]
[…] el Congreso nacional africano estaba firmemente convencido que todos los
hombres, cualquiera sea su nacionalidad e independientemente del color de su piel,
todos los hombres cuya patria era Sudáfrica y que creían en la igualdad y en los
principios democráticos, debían ser tratados como Africanos; estaba persuadido que
todos los Sud-Africanos debían poder vivir libremente, sobre la base de una plena
igualdad de derechos y oportunidades… (31-34).

Lo que la fascinación parece dar a ver, lo que moviliza e inmoviliza


la atención de Mandela, no es únicamente la democracia
parlamentaria, cuyo principio estaría por ejemplo pero no
ejemplarmente presentado en Occidente. Es el pasaje, ya
virtualmente cumplido, si se puede decir así, de la democracia
parlamentaria a la democracia revolucionaria: sociedad sin clases y
sin propiedad privada. Acabamos pues de reconocer esta paradoja
suplementaria: el cumplimiento efectivo, el remplazo de la forma
democrática, la determinación real de la formalidad, no habrá tenido
lugar, en el pasado de esta sociedad no occidental, más que bajo la
especie de la virtualidad, dicho de otro modo, de los “gérmenes”.
Mandela se deja fascinar por lo que ve, de antemano, reflejarse, lo
que no se ve aún, lo que pre-vé: la democracia propiamente
revolucionaria de la que el Occidente anglo-americano no habría en
definitiva, él mismo, liberado más que una imagen incompleta,
formal, entonces también potencial. Potencialidad contra
potencialidad, potencia contra potencia. Pues si él “admira” el
sistema parlamentario del Occidente más occidental, declara
también su “admiración” –es también su palabra, siempre la
misma–, por “la estructura y la organización de las antiguas
sociedades africanas en este país”. Se trata de “germen” y de
preformación, según la misma lógica o la misma retórica, una
especie de genóptica. Las figuras de la sociedad africana prefiguran,
dan a ver de antemano lo que permanece todavía invisible en su
fenómeno histórico, a saber, la “sociedad sin clase” y el fin de “la
explotación del hombre por el hombre”.
Hoy estoy atraído por la idea de una sociedad sin clases, atracción que proviene en
parte de lecturas marxistas y en parte de mi admiración por la estructura y la
organización de las antiguas sociedades africanas en este país. La tierra, que era
entonces el principal medio de producción, pertenecía a la tribu, no había rico ni
pobre, no había explotación del hombre por el hombre (95).

3.
En todos los sentidos del término, Mandela resta, pues, un hombre
de ley. Ha siempre apelado [appele] al derecho incluso si, en
apariencia, tuvo que oponerse a tal o cual legalidad determinada, e
incluso si algunos jueces han hecho de él, en determinados
momentos, un fuera-de-la-ley.
Hombre de ley, lo fue desde el inicio por vocación. Por una parte,
recurre [appele] siempre a la ley. Por otra, se ha sentido siempre
atraído, llamado [appelé] por la ley ante la cual se lo ha querido
hacer comparecer. Ha aceptado además esta comparecencia, aun
cuando fue también forzado a ella. Aprovecha la ocasión, no nos
atrevemos a decir la chance. ¿Por qué la chance? Que se relea su
“defensa”, que es en verdad un petitorio, una acusación. Se
encontrará en ella una autobiografía política, la suya y la de su
pueblo, indisociablemente. El “yo” [“moi”] de esta autobiografía se
funda y justifica, razona y firma en nombre de “nosotros”. Siempre
ha dicho “mi pueblo”, ya lo hemos señalado, sobre todo cuando
plantea la cuestión del sujeto responsable ante la ley:
Se me acusa de haber incitado al pueblo a cometer un delito: el delito de
manifestarse contra la ley que establecía la república en la Unión sudafricana, ley de
cuya aprobación no hemos participado, ni mi pueblo ni yo. Pero, cuando la Corte
pronuncie su fallo, deberá preguntarse quién es el verdadero responsable de la
infracción: ¿soy yo? ¿No es más bien el gobierno que promulga esta ley, sabiendo
bien que mi pueblo –la mayoría de los ciudadanos de este país– se opondría a ella;
sabiendo que cualquier posibilidad legal de manifestar esta oposición le era negada
por una legislación anterior, y la aplicación que hace el gobierno de ella? (29).

De este modo se presenta, él mismo. Se presenta, él mismo en su


pueblo, ante la ley. Ante una ley que rechaza, sin duda, pero que
rechaza en nombre de una ley superior, la misma que declara
admirar y ante la cual acepta presentarse. En una presentación tal
de sí, se justifica al reunir su historia y la de su pueblo –que refleja
en un solo foco, un solo y doble foco–. Comparecer: aparecen
juntos, se reúne apareciendo ante la ley que convoca mientras que
lo convoca. Pero no se presenta en vista de una justificación que
podría seguir. La presentación de sí no está al servicio del derecho,
no es un medio. El desarrollo de esta historia es una justificación, no
es posible y no tiene sentido más que ante la ley. No es lo que es,
él, Nelson Mandela, él y su pueblo, no tiene presencia más que en
este movimiento de la justicia.
Memorias y confesiones de abogado. Esta “confesión”, en efecto,
aunque lo justifique, incluso aunque lo reivindique, señala una
infracción para la mirada de la legalidad. Tomando como testigo a la
humanidad entera, se dirige a la justicia universal por sobre la
cabeza de sus jueces de un día. De ahí viene esta paradoja: se
puede percibir una suerte de estremecimiento feliz a través del
relato de este mártir. Y uno cree a veces reconocer el acento de
Rousseau en estas confesiones, una voz que no deja de recurrir a la
voz de la conciencia, al sentimiento inmediato e infalible de la
justicia, a esta ley de las leyes que habla en nosotros antes de
nosotros porque ella está inscrita en nuestro corazón. En la misma
tradición, es también el lugar de un imperativo categórico, de una
moral inconmensurable con las hipótesis y las estrategias
condicionales del interés, como con las figuras de tal o cual ley civil.
Creo, Su Señoría, que la Corte, al infringirme una pena por el delito que he cometido,
tiene que perder la esperanza de que esta amenaza impida alguna vez a los hombre
resueltos hacer lo que estiman que es su deber. La historia muestra que las
sanciones no quitan el coraje a los hombres, cuando su conciencia está en juego…
(49).
Cualquiera que sea el veredicto, la Corte puede estar segura que después de haber
pagado mi pena continuaré escuchando la voz de mi conciencia. Estaré siempre
conmocionado por el odio racial y retomaré la lucha contra estas injusticias hasta que
estén definitivamente abolidas (50).
Actuamos sin tener en cuenta la ley, lo sabemos, pero nosotros no somos los
responsables: tuvimos que escoger entre obedecer la ley y obedecer a nuestra
conciencia (35).
[…] tuvimos que hacer frente a un nuevo conflicto entre la ley y nuestra conciencia.
Ante el desinterés manifiesto del gobierno hacia nuestras críticas y nuestras
sugerencias, ¿qué debíamos hacer? ¿Obedecer la ley que incrimina el delito de
protestar, y traicionar así nuestras convicciones? ¿O, al contrario, obedecer a nuestra
conciencia? […] Ante tal dilema, los hombres justos, los hombres resueltos, los
hombres de honor, no pueden dar más que una respuesta: deben obedecer a su
conciencia sin preocuparse de las lamentables consecuencias que pueda esto traer
para ellos. Los miembros del comité, y yo mismo en tanto que secretario, hemos
obedecido a nuestra conciencia (39-40).

Conciencia y conciencia de la ley, ambas no son más que una.


Presentación de sí y presentación de su pueblo, ambas no son más
que una sola historia en una sola reflexión. En los dos casos, lo
hemos dicho, un solo y doble foco: el de la admiración pues esta
conciencia se presenta, se reúne, se obtiene reflejándose ante la
ley. Es decir, no lo olvidemos, ante lo admirable.
Esta experiencia de la admiración es también doblemente interior.
Refleja la reflexión y pone en esto toda la fuerza que devuelve
contra sus jueces occidentales. Pues ella procede dramáticamente
de una doble interiorización. En primer lugar, Mandela interioriza,
asume dentro de sí un pensamiento ideal de la ley que puede
parecer venido de Occidente. Pero interioriza, al mismo tiempo, el
principio de interioridad en la figura que el Occidente cristiano le ha
dado. Se encuentran en ella todos los rasgos de la filosofía, la
política, el derecho y la moral que dominan en Europa: la ley de las
leyes reside en la conciencia más íntima, en última instancia se
debe juzgar la intención y la buena voluntad, etc. Antes que
cualquier discurso jurídico o político, antes que los textos de la ley
positiva, la ley habla por la voz de la conciencia o se inscribe en el
fondo del corazón.
Hombre de ley por vocación, entonces, Mandela también lo fue
por profesión. Se sabe que cursa en un comienzo estudios de
derecho, por el consejo de Walter Sisulu, entonces secretario del
Consejo Nacional Africano. Se ocuparía en particular de aprender el
derecho occidental, arma que volvería contra los opresores. Éstos
desconocían, finalmente, a pesar de todas sus astucias jurídicas, la
verdadera fuerza de una ley que ellos manipulaban, violentaban y
traicionaban.
Para poder inscribirse en el sistema, y antes que nada en la
facultad de derecho, Mandela sigue cursos por correspondencia.
Debe obtener, en primer lugar, un diploma de letras. Subrayemos
este episodio. Por no tener un acceso inmediato a los intercambios
directos, de “viva voz”, tiene que comenzar por la correspondencia.
Mandela se quejará de ello más adelante. El contexto, sin duda,
será diferente, pero se trata siempre de una política de la voz y de la
escritura, de la diferencia entre la “voz alta” y lo escrito, la “viva voz”
y la “correspondencia”.
La historia de los gobiernos blancos nos enseña que los Africanos, cuando expresan
en voz alta sus exigencias, encuentran siempre la opresión y el terror. No somos
nosotros los que se lo hemos enseñado al pueblo africano: es la experiencia. […] Ya
[1921-1923] el pueblo, mi pueblo, los Africanos, recurren deliberadamente a los actos
de violencia contra el gobierno con el fin de intentar hacerlo entrar en razón con un
lenguaje que el gobierno conoce bien, el único, a decir verdad, que conoce.
En cualquier otra parte del mundo, el tribunal me responderá: “Usted tendría que
haber escrito a sus gobernadores”. Este tribunal, lo sé, no tendrá el candor de
responderme eso. Hemos escrito reiteradamente al gobierno. No tengo que volver a
hablar de mi propia experiencia en estas materias. No espere la Corte que el pueblo
africano siga usando la correspondencia cuando el gobierno muestra cada día un
poco más cómo desprecia tales procedimientos. Tampoco espere la corte, yo creo,
que mi pueblo se calle sin protestar (43-44).

Para no oír [entendre], el gobierno blanco exige que se le escriba.


Pero pretende [entend] así no responder y, en primer lugar, no leer.
Mandela recuerda la carta que Albert Luthuli, entonces presidente
del CNA, había dirigido al primer ministro Strijdom. Era un largo
estudio de la situación, y acompañaba un pedido de informe. Sin la
menor respuesta.
La conducta de este gobierno hacia mi pueblo y sus aspiraciones no ha sido siempre
lo que habría tenido que ser, ni lo que en derecho se habría esperado de personas
también civilizadas; la carta del presidente Luthuli ha permanecido sin respuesta (38).

El poder blanco cree que no tiene que responder, no se tiene por


responsable ante el pueblo negro. Éste no puede incluso
asegurarse, por alguna vuelta del correo, por un intercambio de
palabra, de mirada o de signo, que del otro lado se haya formado
una imagen de él, que pueda luego volverle de alguna manera.
Pues el poder blanco no se contenta con no responder. Peor: no
acusa ni siquiera recibo. Después de Luthuli, Mandela hace él
mismo la experiencia. Acaba de escribir a Verwoerd para informarle
de una resolución votada por el comité de acción de la que Mandela
era entonces secretario. Exige también la convocatoria de una
Convención nacional antes del plazo determinado por la resolución.
Ni respuesta ni acuse de recibo:
En un país civilizado, se consideraría ofensivo que un gobierno no acuse recibo de
una carta de esta naturaleza, no tome incluso en consideración la petición entregada
por un organismo que agrupa a las personalidades y a los dirigentes más importantes
de la comunidad más numerosa del país: una vez más, la actitud del gobierno ha
estado por debajo de lo que se podría esperar de gentes civilizadas. Y nosotros, el
pueblo africano, los miembros del Consejo de acción nacional que tenemos la
responsabilidad acuciante de salvaguardar los intereses del pueblo africano, tuvimos
que hacer frente a un nuevo conflicto entre la ley y nuestra conciencia (39).

No acusar recibo es traicionar las leyes de la civilidad, pero antes


las de la civilización: comportamiento salvaje, retorno al estado de
naturaleza, fase pre-social, antes de la ley. ¿Por qué este gobierno
vuelve a esta práctica no civilizada? Porque considera a la mayoría
del pueblo, a la “comunidad más numerosa”, como no civilizada,
antes o fuera de la ley. Haciendo esto, interrumpiendo así la
correspondencia de manera unilateral, el blanco ya no respeta su
propia ley. Se vuelve ciego a esta evidencia: una carta recibida
significa que el otro apela al derecho de la comunidad. Al despreciar
su propia ley, el blanco vuelve la ley despreciable:
Quizás la Corte objetará que al usar nuestro derecho de protestar, de hacernos
escuchar, tenemos que permanecer dentro de los límites de la ley. Responderé que
es el gobierno, por el uso que ha hecho de ella, el que la desvaloriza, la vuelve
despreciable y hace que a nadie le importe respetarla. Mi experiencia en relación a
esto está llena de enseñanza. El gobierno ha utilizado la ley para molestarme en mi
vida personal, en mi carrera y en mi acción política, de una manera capaz de
engendrar en mí un profundo desprecio por la ley (45).

Este desprecio por la ley (la inversión simétrica del respeto por la ley
moral, diría Kant: Achtung/Verachtung), no es entonces el suyo, el
de Mandela. Refleja, en cierto modo, acusando, respondiendo,
acusando recibo, el desprecio de los blancos por su propia ley. Es
siempre una reflexión. Aquellos que, un día, lo han puesto fuera de
la ley no tenían simplemente el derecho de hacerlo: se habían
puesto ya ellos mismos fuera de la ley. Al describir su propia
condición de fuera-de-la-ley, Mandela analiza y refleja el estar-fuera-
de-la-ley de la ley en nombre de la cual habrá sido no juzgado sino
perseguido, prejuzgado, tenido de antemano por un criminal, como
si, en su proceso sin fin, el proceso hubiera ya tenido lugar, antes de
la instrucción, que entonces se aplaza sin fin:
La ley me quería culpable, no a causa de lo que había hecho, sino a causa de las
ideas que defendía. En estas condiciones, ¿quién se sorprende que un hombre se
vuelva rápidamente un fuera-de-la-ley? ¿Cómo sorprenderse que un hombre que la
sociedad ha rechazado elija llevar la vida de un fuera-de-la-ley, así como lo he hecho
durante algunos meses, según los testimonios aportados delante de la Corte? […]
pero ocurre –fue mi caso– que se le rechaza a un hombre el derecho de vivir una
vida normal, que es obligado a adoptar una existencia fuera-de-la-ley, por la sola
razón de que el gobierno ha decretado en nombre de la ley que él tenía que quedar
fuera de la ley (46-47).

Mandela acusa entonces a los gobiernos blancos de no responder


nunca mientras exigen a los negros callarse y “usar la
correspondencia”: ¡resígnense a la correspondencia y a
corresponder solos!
Siniestra ironía de un contrapunto: después de ser condenado,
Mandela es aislado veintitrés horas por día en la prisión del estado
de Pretoria. Se lo emplea cosiendo bolsas postales.
4.
Hombre de ley por vocación, Mandela somete a la misma reflexión
las leyes de su profesión, la deontología profesional, su esencia y
sus contradicciones. Este abogado, obligado por el “código de
deontología a cumplir las leyes de este país y a respetar sus
tradiciones”, ¿cómo ha podido conducir una campaña e incitar a la
huelga contra la política de ese mismo país? Esta cuestión la
plantea él mismo ante sus jueces. Para responder a ella, no
precisará menos que la historia de su vida. La decisión de
conformarse o no con un código de deontología no concierne a la
deontología en tanto que tal. La cuestión: “¿qué hacer de la
deontología profesional? ¿Debe o no ser respetada?” no es de
orden profesional. Se responde a ella por una decisión que
compromete a toda la existencia en su dimensión moral, política e
histórica. Entonces tiene que, en cierto modo, contar su vida para
explicar o más bien para justificar la transgresión de una regla
profesional:
Para que la Corte comprenda el estado de espíritu que me ha llevado ahí, hay que
recordar mis antecedentes políticos y que yo intento esclarecer los diversos factores
que me han empujado a la acción. Hace algunos años, joven aldeano de Transkei…
(31).

¿Trata Mandela las obligaciones profesionales a la ligera? No,


intenta pensar su profesión, que no es una profesión entre otras.
Refleja la deontología de la deontología, el sentido profundo y el
espíritu de las leyes deontológicas. Y, una vez más, por respeto
admirativo, decide zanjar en nombre de una deontología de la
deontología que es también una deontología más allá de la
deontología, una ley más allá de la legalidad. Pero la paradoja de
esta reflexión (deontología de la deontología) que conduce más allá
de lo que refleja, es que la responsabilidad recobra aun su sentido al
interior del dispositivo profesional. Ella se reinscribe ahí pues
Mandela decide, en apariencia contra el código, ejercer su profesión
cuando se le quería impedir hacerlo. Como un “abogado digno de
este nombre”, se conduce contra el código en el código, al reflejar el
código, pero dando a ver en él lo que el código vigente volvía
ilegible. Su reflexión, una vez más, exhibe lo que la fenomenalidad
disimulaba todavía. Ella no re-produce, ella produce lo visible. Esta
producción de luz es la justicia –moral o política–. Pues la
disimulación fenomenal no tiene que ser confundida con algún
proceso natural; ella no tiene nada de neutro, de inocente o de fatal.
Traduce aquí la violencia política de los blancos, mantiene su
interpretación de las leyes, esta proliferación de dispositivos
jurídicos cuya letra está destinada a contradecir el espíritu de la ley.
Por ejemplo, a causa del color de su piel y de su pertenencia al
CNA, Mandela no puede ocupar locales profesionales en la ciudad.
A diferencia de cualquier abogado blanco, necesita para eso de una
autorización especial del gobierno, de acuerdo al Urban Areas Act.
Autorización rechazada. Y después una derogación que no es
renovable. Mandela tiene entonces que ejercer en una reserva
indígena, difícilmente accesible para aquellos que tienen necesidad
de sus consejos en la ciudad.
Tanto pedirnos abandonar nuestra profesión, dejar de prestar servicio a nuestros
compatriotas, y perder, en definitiva, el beneficio de todos nuestros años de estudio.
Ningún abogado digno de este nombre habría consentido voluntariamente a eso. En
consecuencia, seguimos ocupando durante muchos años ilegalmente las oficinas en
la ciudad. Durante todo ese tiempo, amenazas de persecución y de expulsión caían
sobre nuestras cabezas. Actuamos con desprecio por la ley, lo sabemos, pero no
somos responsables de ello: tuvimos que elegir entre obedecer la ley u obedecer a
nuestra conciencia. […] Consideraba entonces que no era solo mi pueblo, sino
también mi profesión de jurista, y la justicia hacia toda la humanidad, los que me
imponían el deber de protestar contra esta discriminación fundamentalmente injusta,
que entra en contradicción con la concepción tradicional de la justicia que se enseña
en nuestras universidades (35-36).

Hombre de ley por vocación: simplificaría mucho las cosas decir que
Mandela sitúa el respeto de la ley y un cierto imperativo categórico
por sobre la deontología profesional. La “profesión de jurista” no es
como cualquier otra. Ella se ocupa, se podría decir, de algo que nos
incumbe a todos, más allá, incluso, de la profesión. Un jurista es un
experto del respeto o de la admiración, se juzga o se presta al juicio
con un rigor agregado. Tendría en todo caso que hacerlo. Mandela
debe pues encontrar, en el interior de la deontología profesional, la
mejor razón para incumplir un código de la legislación que traiciona
ya los principios de cualquier buena deontología profesional. Como
si, por reflexión, tuviera también que reparar, suplir, reconstruir,
añadir un agregado de deontología ahí donde los Blancos se
muestran finalmente incompetentes.
Dos veces, entonces, ha confesado un cierto “desprecio de la ley”
(es siempre su expresión) para tender a sus adversarios el espejo
en el cual debían reconocerse y ver reflejado su propio desprecio de
la ley. Pero con esta inversión suplementaria: del lado de Mandela,
el desprecio aparente significa un agregado de respeto por la ley.
Y sin embargo, no acusa a sus jueces, no inmediatamente, al
menos en el momento en que comparece ante ellos. Sin duda los
habrá recusado primero: por una parte, la Corte no cuenta con
ningún negro en su composición y no ofrece entonces las garantías
de imparcialidad necesarias (“El gobierno sud-africano afirma que la
Declaración Universal de los Derechos se aplica en este país pero,
en verdad, la igualdad ante la ley no existe de ninguna manera en lo
que concierne a nuestro pueblo”); por otra, se encuentra con que el
presidente [del jurado], entre las sesiones, permanecía en contacto
con la policía política. Pero una vez ante sus jueces, quienes
naturalmente no dieron lugar a esas recusaciones, Mandela deja de
llevar adelante el proceso al tribunal. De antemano, sigue
guardando en el fondo de él esta admiración respetuosa por
aquellos que ejercen una función a sus ojos ejemplar tanto como por
la dignidad de un tribunal. Luego, el respeto de las reglas le permite
confirmar la legitimidad ideal de una instancia ante la cual tiene
también necesidad de comparecer. Quiere aprovechar la ocasión,
no me atrevo a decir, una vez más, la chance, de este proceso para
hablar, para dar a su palabra un espacio de resonancia pública y
virtualmente universal. Es preciso que estos jueces representen una
instancia universal. Podrá así dirigirse a ellos hablando por sobre
sus cabezas. Este doble dispositivo le permitirá reunir el sentido de
su historia, la suya y la de su pueblo, para articularla en un relato
coherente. La imagen de lo que anuda su historia a la de su pueblo
debe formarse en este doble foco que a la vez la acoge, la recoge
reuniéndolos, y la guarda, sí, sobre todo la guarda: los jueces aquí
presentes que escuchan a Mandela y, atrás de ellos,
sobrepasándolos muy por arriba y desde muy lejos, el tribunal
universal. Y en un instante encontraremos al hombre y al filósofo de
este tribunal. Por una vez, entonces, habrá tenido el discurso en voz
alta y la correspondencia, el texto escrito de su alegato, que es
también una acusación: nos ha llegado, helo aquí, lo leemos en este
momento mismo.
5.
Este texto, a la vez único y ejemplar, ¿es un testamento? ¿En qué
se ha convertido, ya, después de veinte años? ¿Qué historia ha
hecho, qué es lo que ella hará de él? ¿Qué será del ejemplo? ¿Y de
Nelson Mandela mismo? ¡Sus carceleros hablan de intercambiarlo,
de negociar su libertad! ¡De hacer un mercado de su libertad y de la
de Sakharov!
Hay dos maneras, al menos, de recibir un testamento –y dos
acepciones de la palabra, dos acuses de recibo, en definitiva–. Se lo
puede desviar hacia lo que testimonia únicamente de un pasado y
se sabe condenado a reflejar lo que no volverá: una suerte de
Occidente en general, el fin de un curso que es también el trayecto
desde una fuente luminosa, la clausura de una época, por ejemplo,
la Europa cristiana (Mandela habla su lengua, es también un
cristiano inglés). Pero, otra inflexión, si el testamento se hace
siempre delante de testigos, testigo delante de testigos, es también
para abrir y ordenar, para confiar a otros la responsabilidad de un
porvenir. Testimoniar, testamentar, atestiguar, contestar, presentarse
delante de los testigos, para Mandela, no era solo mostrarse, darse
a conocer, él y su pueblo, era re-instituir la ley para el porvenir, como
si en el fondo ella no hubiera nunca tenido lugar. Como si, no
habiendo nunca sido respetada, ella permaneciera –esta cosa archi-
antigua que no ha sido nunca presente, el futuro mismo– todavía
invisible. Por reinventar.
Estas dos inflexiones del testamento no se oponen: se cruzan en
la ejemplaridad del ejemplo cuando toca al respeto de la ley. El
respeto por una persona, nos dice Kant, se dirige, en primer lugar, a
la ley de la que esta persona nos da únicamente el ejemplo. El
respeto no se debe propiamente más que a la ley, que es su única
causa. Y, sin embargo, es la ley, debemos respetar al otro por sí
mismo, en su irremplazable singularidad. Es verdad que en tanto
que persona o ser razonable, el otro testimonia siempre, en su
singularidad misma, el respeto de la ley. Es ejemplar en este
sentido. Y siempre reflejando, según la misma óptica: la de la
admiración y del respeto, esas figuras de la mirada. Algunos
estarían tentados de ver en Mandela el testigo o el mártir del
pasado. Se habría dejado capturar (literalmente aprisionar), en la
óptica occidental, como en la maquinación de su dispositivo
reflejante: no solo ha interiorizado la ley, decimos, ha interiorizado el
principio de interioridad en su tradición testamentaria (cristiana,
rousseauniana, kantiana, etc.).
Pero se puede decir lo contrario: su reflexión da a entrever, en la
coyuntura geopolítica más singular, en esta extrema concentración
de toda la historia de la humanidad que son hoy día los lugares o los
asuntos llamados, por ejemplo, “Sudáfrica” o “Israel”, la promesa de
lo que aún no ha sido nunca visto, escuchado, en una ley que no se
ha presentado en Occidente, en el límite de Occidente, más que
para ocultarse en seguida. Lo que se decidirá en estos “lugares” así
llamados –son también formidables metonimias–, si aún hubiera
eso, decidiría todo –absolutamente [du tout].
Entonces los testigos ejemplares son a menudo aquellos que
distinguen entre la ley y las leyes, entre el respeto de la ley que
habla inmediatamente a la conciencia y la sumisión a la ley positiva
(histórica, nacional, instituida). La conciencia no es solo memoria
sino promesa. Los testigos ejemplares, aquellos que dan a pensar la
ley que reflejan, son aquellos que, en ciertas situaciones, no
respetan las leyes. A veces se desgarran entre la conciencia y las
leyes, a veces se dejan condenar por los tribunales de su país. Y
hay de ellos en todos los países, lo que prueba que el lugar de
aparición o de formulación es también para la ley el lugar del primer
desarraigo. En todos los países, entonces, por ejemplo, una vez
más, en Europa, por ejemplo, en Inglaterra, por ejemplo, entre los
filósofos. El ejemplo escogido por Mandela, el más ejemplar de los
testigos que parece traer al tribunal, es un filósofo inglés, par del
Reino (¡todavía la admiración por las formas más elevadas de la
democracia parlamentaria!), el filósofo “más respetado del mundo
occidental” y que supo, en ciertas situaciones, no respetar la ley;
considerar la “conciencia”, el “deber”, la “fe en la justicia de la causa”
por sobre el “respeto de la ley”. Es por respeto que no ha respetado:
demasiado respeto. Respeto por el respeto. ¿Se puede regular un
modelo óptico sobre lo que promete semejante posibilidad?
Admiración de Nelson Mandela –por Bertrand Russell–:
Su Señoría, me atrevo a decir que la vida de un Africano de este país está
continuamente desgarrada por un conflicto entre su conciencia y la ley. Esto no es,
por otra parte, una particularidad de este país. Es algo que ocurre a todos los
hombres de conciencia. Recientemente en Inglaterra, un par del Reino [pair du
Royaume], Sir Bertrand Russell, probablemente el filósofo más respetado del mundo
occidental, fue juzgado y condenado por actividades del tipo de aquellas por las que
he tenido que comparecer ante ustedes: porque su conciencia ha primado por sobre
el gobierno de la ley, ha protestado contra la política de armas nucleares adoptada
por su país. Para él, su deber hacia sus semejantes, su fe en la justicia de la causa
que defendía eran anteriores a esta otra virtud que es el respeto de la ley. No podía
hacer otra cosa que oponerse a la ley y soportar las consecuencias de ello. Hoy, yo
me encuentro en la misma situación, lo mismo que numerosos Africanos aquí. Tal
como se aplica la ley, tal como ha sido sancionada en el curso de un largo periodo
histórico, y en particular la ley tal como la ha concebido y redactado el gobierno
nacionalista, es a nuestro parecer inmoral, injusta e insoportable. Nuestra conciencia
nos ordena protestar contra ella, oponernos a ella y hacer todo lo posible por
modificarla (36-37).

Oponerse a la ley, trabajar ahora para transformarla: una vez


tomada la decisión, el recurso a la violencia no tendrá que hacerse
sin medida ni sin regla. Mandela explica minuciosamente la
estrategia, los límites, el avance reflejado y observado. Hubo
primero un periodo durante el cual cualquier oposición legal estaba
prohibida, la infracción tenía, sin embargo, que seguir siendo no
violenta.
Nos encontrábamos en una situación en la que o bien teníamos que aceptar un
estado permanente de inferioridad, o bien aceptar el desafío del gobierno. Decidimos
aceptar el desafío. Comenzamos por enfrentar la ley evitando completamente el
recurso a la violencia (58).

La infracción manifiesta otra vez el respeto absoluto del espíritu


supuesto de las leyes. Pero fue imposible permanecer ahí. Pues el
gobierno crea numerosos dispositivos legales para reprimir estos
desafíos no violentos. Ante esta respuesta violenta, que fue también
una no-respuesta, el paso a la violencia fue a la vez la única
respuesta posible. Respuesta a la no-respuesta:
Y fue únicamente cuando el gobierno recurrió a la fuerza para reprimir cualquier
oposición, que nosotros decidimos responder a la violencia con la violencia. (ibíd.)

Pero, ahí otra vez, la violencia permanece sumisa a una ley


rigurosa, “violencia estrictamente controlada”. Mandela insiste,
subraya estas palabras en el momento en que explica la génesis del
Umkhonto we Sizwe (La lanza de la Nación) en noviembre de 1961.
Al fundar esta organización de combate, exige someterla a las
directivas políticas del CNA cuyos estatutos prescriben la no-
violencia. Ante sus jueces, Mandela describe con minuciosidad las
reglas de acción, la estrategia, las tácticas y sobre todo los límites
impuestos a los militantes encargados de los sabotajes: no herir ni
matar a nadie, ya sea durante la preparación o la ejecución de las
operaciones. Los militantes no deben portar armas. Si reconocía
“haber preparado un plan de sabotaje”, no fue ni por “aventurismo”
ni por “amor a la violencia en sí”. Por el contrario, quería interrumpir
lo que se llama tan curiosamente el ciclo de la violencia, una
arrastrando a la otra porque primero una responde a la otra, la
refleja, le reenvía su imagen. Mandela exigía limitar los riesgos de
explosión controlando la acción de los militantes y entregándose
constantemente a lo que llama un análisis “reflejado” de la situación
(56).
Es arrestado cuatro meses después de la creación del Umkhonto,
en agosto de 1962. En mayo de 1964, al final del proceso de
Rivonia, es condenado a cadena perpetua.
PS: El post-scriptum es para el porvenir –en lo que tiene hoy de más
borroso–. Pues yo quería hablar, desde luego, del porvenir de
Nelson Mandela, de lo que no se deja anticipar, captar, capturar, por
ningún espejo. ¿Quién es Nelson Mandela?
Nunca se dejará de admirarlo, a él y su admiración. Pero no se
sabe aún qué admirar en él: aquel que, en el pasado, habrá sido
cautivo de su admiración, o aquel que, en un futuro anterior, habrá
sido siempre libre (el hombre más libre del mundo, no lo decimos a
la ligera) por haber tenido la paciencia de su admiración y haber
sabido, apasionadamente, lo que tenía que admirar. Hasta rechazar,
ayer otra vez, una libertad condicional.
¿Se lo habría también encerrado, hace casi un cuarto de siglo, en
su admiración? ¿No sería ese el objetivo mismo –entiendo esto en
el sentido de la fotografía y de la máquina óptica–, el derecho de
mirada? ¿Se ha dejado encarcelar? ¿Se ha hecho encarcelar?
¿Hay en eso un accidente? Quizás es preciso situarse en un punto
en que estas alternativas pierden su sentido y se vuelven el título de
nuevas cuestiones. Luego, dejar estas cuestiones otra vez abiertas,
como las puertas. Y lo que resta por venir en estas cuestiones, que
no son solo cuestiones teóricas o filosóficas, es también la figura de
Mandela. ¿Quién es? ¿Quién viene ahí?
Lo hemos mirado a través de las palabras que son a veces
aparatos de observación, que pueden, en todo caso, devenirlo, si no
tenemos cuidado. Lo que hemos descrito, intentando justamente
escapar a la especulación, ha sido una suerte de mirador histórico.
Pero nada permite asegurar la unidad, aún menos la legitimidad de
esta óptica de reflexión, de sus leyes singulares, de la Ley, de su
lugar de institución, de presentación o de revelación, por ejemplo de
lo que se reúne demasiado rápido bajo el nombre de Occidente.
Pero esta presunción de unidad ¿no produce algo como un efecto
(no me detengo en esta palabra) que tantas fuerzas, siempre,
intentan apropiarse? ¿Un efecto visible e invisible, como un espejo,
duro también, como los muros de una prisión?
Todo lo que nos esconde aún Nelson Mandela.
Traducción: Cristóbal Thayer

100. Publicado inicialmente en Pour Nelson Mandela (“Quinze écrivains saluent Nelson
Mandela et le combat dont sa vie porte témoignage”), Gallimard, 1986. Agradezco a
Anotoine Gallimard haberme autorizado a reproducir este texto.
* Porta en su acepción antigua de “traer”, “llevar” (Cf., J. Derrida, Salvo el nombre, trad.
Horacio Pons, Buenos Aires, Amorrortu, 2013, pp. 50 y 94). [N. del T.]
101. “Plaidorie, Proces de Rivonia, octubre 1963-mai 1964”, Nelson Mandela, L’Apartheid,
Minuit, 1985, p. 96. Todas mis citas reenviarán a esta obra y las palabras subrayadas lo
serán siempre por mí.
PUNTO DE FOLIE. — MAINTENANT LA
ARQUITECTURA102

1. Maintenant, esta palabra francesa, no se traducirá. ¿Por qué? Por


razones, toda una serie, que aparecerán quizás durante el camino, o
incluso al final del recorrido, porque emprendo aquí un recorrido,
una carrera más bien, entre otras posibles y concurrentes: una serie
de anotaciones rápidas a través de las Folies de Bernard Tschumi,
punto por punto, y arriesgadas, discontinuas, aleatorias.
¿Por qué maintenant? Aparto o pongo en reserva, hago a un lado
tal razón de mantener el sello o el punzón de este idioma: nos haría
pensar en el Parque de la Villette en Francia –y que un pretexto dio
lugar a estas Folies. Sólo un pretexto, sin duda, durante el camino,
una parada, una etapa, una pausa en un trayecto, pero el pretexto
fue dado [offert]* en Francia. Se dice en francés que una chance est
offerte [oportunidad/chance es ofrecida] pero también, no lo
olvidemos, “offrir une résistance” [ofrecer resistencia].
2. Maintenant, la palabra no flameará como la bandera de la
actualidad, no nos conducirá a cuestiones candentes: ¿cuáles son
las cuestiones que ocupan hoy a la arquitectura? ¿Qué pensar de la
actualidad de la arquitectura? ¿Qué hay de nuevo en este dominio?
Y esto porque la arquitectura no define más un dominio. Maintenant:
ni un señal modernista, ni siquiera un saludo a la postmodernidad.
Los post- y los posters que así se multiplican hoy en día (post-
estructuralismo, post-modernismo, etc.) continúan cediendo a la
compulsión historicista. Todo hace época, hasta el descentramiento
del sujeto: el post-humanismo. Como si una vez más se quisiera
poner orden en una sucesión lineal, periodizar, distinguir entre el
antes y el después, reducir los riesgos de la reversibilidad o de la
repetición, de la transformación o de la permutación: ideología
progresista.
3. Maintenant: si la palabra aún designa lo que llega, lo que acaba
de llegar, lo que promete llegar a la arquitectura o, igualmente, por la
arquitectura, esta inminencia de lo justo (llega justo, justo acaba de
llegar, va a llegar justo) ya no se deja insertar en el curso ordenado
de una historia: ni una moda, ni un período, ni una época. El justo
maintenant no permanece ajeno a la historia, es verdad, pero la
relación sería otra. Y si eso nos llega, hay que prepararse a recibir
estas dos palabras. Por un lado, esto no llega a un nosotros
constituido, a una subjetividad humana cuya esencia estaría
detenida [arrêtée] y que luego se vería afectada por la historia de
esta cosa llamada arquitectura. Sólo nos aparecemos a nosotros
mismos a partir de una experiencia del espaciamiento ya marcada
por la arquitectura. Lo que llega por la arquitectura construye e
instruye este nosotros. Éste se encuentra comprometido por la
arquitectura antes de ser su sujeto: dueño [maître]* y poseedor. Por
otro lado, la inminencia de lo que nos llega maintenant no solo
anuncia un acontecimiento arquitectónico: más bien una escritura
del espacio, un modo de espaciamiento que da lugar al
acontecimiento. Si la obra de Tschumi describe precisamente una
arquitectura del acontecimiento, no es solo para construir lugares en
los cuales debe suceder algo, ni tampoco para que la propia
construcción sea, como se dice, un acontecimiento. Esto no es lo
esencial. La dimensión acontecimental se ve comprendida en la
propia estructura del dispositivo arquitectónico: secuencia, serialidad
abierta, narratividad, cinemática, dramaturgia, coreografía.
4. ¿Es posible una arquitectura del acontecimiento? Si lo que nos
llega no viene entonces del afuera, o más bien si este afuera nos
compromete en eso mismo que somos, ¿hay un maintenant de la
arquitectura y en qué sentido? Todo esto atañe justamente a la
cuestión del sentido. No responderemos a esto indicando una vía de
acceso según, por ejemplo, una forma determinada de la
arquitectura: preámbulo, pronaos, umbral, camino metódico, círculo
o circulación, laberinto, escalones de la escalera, ascenso, regresión
arqueológica hacia un fundamento, etc. Aún menos en forma de
sistema, a saber, el arquitectónico: el arte de los sistemas, nos dice
Kant. No se responderá permitiendo el acceso a algún sentido final
cuya asunción nos sería finalmente prometida. No, se trata
justamente de lo que le llega al sentido: no al sentido de lo que nos
permitiría llegar finalmente al sentido, sino de lo que llega al sentido,
al sentido del sentido. He aquí el acontecimiento, lo que llega por un
acontecimiento que, ya no teniendo que ver completamente y
simplemente con el sentido, estaría relacionado con algo así como
la folie.
5. De ningún modo* La Folie, hipóstasis alegórica de una Sinrazón,
el No-Sentido, sino las folies. Tendremos que contar con este plural.
Las folies, entonces, las folies de Bernard Tschumi. De ahora en
adelante hablaremos de esto por metonimia –y de manera
metonímicamente metonímica, puesto que esta figura, como
veremos, se desboca ella misma; no tiene en ella misma con que
detenerse, como así tampoco la cantidad de Folies en el Parque de
la Villette. Folies: es ante todo el nombre, un nombre propio en
cierto modo y una firma. Tschumi llama de esta manera a la trama
puntual que distribuye una cantidad no finita de elementos en un
espacio que ella espacia en efecto, pero que no satura. Metonimia
entonces, ya que en primer lugar folies solo designa una parte, una
serie de partes, la puntual precisamente, de un conjunto que
comporta también líneas y superficies, una “banda-sonora”, una
“banda- imagen”. Volveremos a hablar de la función asignada a esta
multiplicidad de puntos rojos. Señalemos solamente que ella tiene
una relación metonímica con el conjunto del Parque. Bajo este
nombre propio, en efecto, las “folies” son un denominador común, el
“más grande denominador común” de esta “desconstrucción
programática”. Aún más, el punto rojo de cada folie permanece
divisible a su vez, punto sin punto, ofrecido en su estructura
articulada a substituciones o permutaciones combinatorias que lo
ponen en relación tanto con otras folies como con sus propias
partes. Punto abierto y punto cerrado. Esta doble metonimia se
vuelve abisal cuando ella determina o sobredetermina lo que abre
este nombre propio (Las Folies de Bernard Tschumi) a la gran
semántica del concepto de folie, el gran nombre o denominador
común para todo lo que llega al sentido cuando éste se sale de sí,
se aliena y se disocia sin jamás haber sido sujeto, se expone al
afuera, se espacia en eso que él no es: no la semántica sino ante
todo la asemántica de las Folies.
6. Las folies, entonces, estas folies en todo sentido, por esta vez,
diremos que no conducen a la ruina, a la de la derrota, a la de la
nostalgia. No retoman la cuestión de la “ausencia de obra” –ese
destino de la locura [folie] en la época clásica del que habla
Foucault. Hacen obra, ponen en obra. ¿Cómo es eso? ¿Cómo
pensar que la obra pueda mantenerse [se maintienne] en esta
locura [folie]? ¿Cómo pensar el maintenant de la obra
arquitectónica? Por una cierta aventura del punto, a lo cual
volveremos, maintenant la obra –maintenant es el punto– en el
mismo instante, en el punto de su implosión. Las folies ponen en
obra una dislocación general, a la que ellas conducen todo lo que
parece haber, hasta maintenant, dado sentido a la arquitectura. .
Más precisamente, lo que parece haber sometido la arquitectura al
sentido en función de un cierto orden. Desconstruyen ante todo,
pero no solamente, la semántica arquitectónica.
7. Hay, no lo olvidemos, una arquitectura de la arquitectura. Hasta
en sus cimientos arcaicos, el concepto más fundamental de la
arquitectura fue construido. Se nos ha legado esta arquitectura
naturalizada, la habitamos, ella nos habita, pensamos que está
destinada [destinée] al hábitat, y ya no es un objeto para nosotros.
Pero hay que reconocer que es un artefacto, un constructum, un
monumento. No cayó del cielo, no es algo natural aun cuando nos
brinde ciertos puntos de referencia respecto a la physis, al cielo, a la
tierra, a lo mortal, a lo divino. Esta arquitectura de la arquitectura
tiene una historia, es histórica de parte a parte. Su herencia
inaugura la intimidad de nuestra economía, la ley de nuestro hogar
(oikos), nuestra oikonomía familiar religiosa, política, todos los
lugares de nacimiento y de muerte, el templo, la escuela, el ágora, la
plaza, la sepultura. A tal punto nos paraliza que olvidamos su propia
historicidad, consideramos que es parte de la naturaleza. Es de
sentido común.
8. El concepto de arquitectura, él mismo un constructum habitado,
una herencia que nos constituye incluso antes que intentemos
pensarlo. A través de todas las mutaciones de la arquitectura, hay
invariantes. Una axiomática atraviesa, impasible, imperturbable,
toda la historia de la arquitectura. Una axiomática, es decir, un
conjunto organizado de evaluaciones fundamentales y siempre
presupuestas. Esta jerarquía se ha fijado en la piedra, desde
entonces informa todo el espacio social. ¿Cuáles son estas
invariantes? Distinguiré cuatro, la carta un tanto artificial de cuatro
trazos [traits] , digamos más bien de cuatro puntos. Estos traducen
una sola y única postulación: la arquitectura debe tener un sentido,
lo tiene que presentar y por ese medio significar. El valor significante
o simbólico de este sentido debe regir la estructura y la sintaxis, la
forma y la función de la arquitectura. Tiene que regirlos desde el
afuera, a partir de un principio (arché), un fundamento o cimiento,
una trascendencia o una finalidad (telos) cuyos lugares mismos no
son arquitectónicos. Tópica anarquitectónica de este semantismo
del que derivan sin falta cuatro puntos de invariancia:
– La experiencia del sentido debe ser la habitación, la ley del oikos,
la economía de los hombres o de los dioses. En su presencia no
representativa que, a diferencia de otras artes, parece no remitir
más que a ella misma, la obra arquitectónica habrá sido destinada a
la presencia de los hombres y de los dioses. La disposición, la
ocupación y la inversión* de los lugares tenían que medirse con esta
economía. Heidegger todavía nos la recuerda cuando interpreta la
ausencia de hogar (Heimatlosigkeit) como el síntoma de la onto-
teología y más precisamente de la técnica moderna. Por detrás de la
crisis del alojamiento, nos invita a pensar específicamente el
verdadero desamparo, la indigencia, la penuria del propio habitar
(die eigentliche Not des Wohnens). Los mortales deben primero
aprender a vivir (sie das Wohnen erst lernen müssen), escuchar lo
que los llama a habitar. Esto no es una desconstrucción sino el
llamado a detectar el fundamento mismo de la arquitectura que
habitamos, que deberíamos volver a aprender a habitar, el origen de
su sentido. Por supuesto, si las “folies” piensan y dislocan este
origen, no deben abandonarse aún más al júbilo de la tecnología
moderna o al dominio maníaco de sus poderes. Éste sería un nuevo
giro de la propia metafísica. De ahí la dificultad de lo que justamente
–ahora [maintenant]– se anuncia.
– Centrada, jerarquizada, la organización arquitectónica habrá
tenido que someterse según un cierto orden a la anamnesis del
origen y a la base de un fondo. No solamente desde sus cimientos
en el suelo terrestre sino desde su fundamento jurídico-político, la
institución que conmemora los mitos de la ciudad, los héroes o los
dioses fundadores. Esta memoria religiosa o política, este
historicismo no ha desertado, a pesar de las apariencias, la
arquitectura moderna. Ésta conserva la nostalgia de eso, es
guardiana por destinación. Nostalgia siempre jerarquizante: la
arquitectura habrá materializado la jerarquía en la piedra o en la
madera (hylé), es una hylética de lo sagrado (hieros) y del principio
(arché), una archi-hierática.
– Esta economía es necesariamente una teleología del hábitat.
Suscribe a todos los regímenes de la finalidad. Finalidad ético-
política, servicio religioso, destinación utilitaria o funcional, siempre
se trata de poner la arquitectura en servicio, y al servicio. Este fin es
el principio del orden archi-hierático.
– Este orden finalmente atañe a las bellas artes, sea cual fuere el
modo, la época o el estilo dominante. El valor de belleza, de
armonía, de totalidad debe seguir reinando.
Estos cuatro puntos de invariancia no se superponen. Desde los
ángulos de un marco, dibujan el mapa de un sistema. No se dirá
solamente que se reúnen y permanecen inseparables, lo que es
verdad. Dan lugar a una cierta experiencia de la reunión, la de la
totalidad coherente, de la continuidad, del sistema. Rigen así una
red de evaluaciones, inducen e instruyen, aunque sea
indirectamente, toda la teoría y toda la crítica de la arquitectura más
especializada o más trivial. La evaluación inscribe la jerarquía en
una hylética, así como en el espacio de una distribución formal de
los valores. Pero esta arquitectónica de los puntos invariantes rige
también todo lo que se llama la cultura occidental, mucho más allá
de su arquitectura. De ahí la contradicción, el doble bind o la
antinomia que al mismo tiempo moviliza o inquieta a esta historia.
Por un lado, esta arquitectónica general borra o desborda la
especificidad aguda de la arquitectura, ella vale para otras artes y
para otras regiones de la experiencia. Por otro lado, la arquitectura
representa su metonimia más poderosa, le da la más sólida
consistencia, la substancia objetiva. Con consistencia, no solo me
refiero a la coherencia lógica, la que compromete en la misma red
todas las dimensiones de la experiencia humana: no hay obra
arquitectónica sin interpretación, es decir, sin decisión económica,
religiosa, política, estética, filosófica. Sino también, con consistencia,
me refiero a la duración, a la dureza, a la subsistencia monumental,
mineral o maderera, la hylética de la tradición. De ahí la resistencia:
la resistencia de los materiales como la resistencia de las
conciencias y de los inconscientes que instituye esta arquitectura en
última fortaleza de la metafísica. Resistencia y transferencia. Una
desconstrucción consecuente no sería nada si no tuviera en cuenta
esta resistencia y esta transferencia; haría muy poco si no se las
agarrara tanto con la arquitectura como con la arquitectónica.
Agarrárselas con ella: no atacarla, destruirla o descarriarla, criticarla
o descalificarla. Sino, en efecto, pensarla, separarse lo suficiente
como para aprehenderla en un pensamiento que vaya más allá del
teorema –y haga obra a su vez.
9. Ahora [Maintenant] tomaremos las medidas de las folies, otros
dirían de la hybris desmesurante de Bernard Taschumi, y de lo que
nos da para pensar. Estas folies hacen temblar el sentido, el sentido
del sentido, el conjunto significante de esta poderosa arquitectónica.
Ellas ponen en cuestión, dislocan, desestabilizan o desconstruyen el
edificio de esta configuración. Diremos que en este sentido son
“folie”. Y esto porque en un polemos sin agresividad, sin esta pulsión
destructiva que dejaría aún al descubierto un afecto reactivo en el
interior de la jerarquía, ellas se las agarraran con el sentido mismo
del sentido arquitectural, tal como éste nos es legado y como lo
seguimos habitando. No eludamos la cuestión: si esta configuración
es la base sobre la que se sostiene lo que en Occidente llamamos
arquitectura, ¿estas folies no hacen tabla rasa? ¿No nos
reconducen al desierto de la anarquitectura, a un grado cero de la
escritura arquitectónica en el que ésta se perdería, en lo sucesivo
sin finalidad, sin aura estética, sin fundamento, sin principio
jerárquico, sin significación simbólica, en fin, una prosa de
volúmenes abstractos, neutros, inhumanos, inútiles, inhabitables y
privados de sentido?
Justamente no. Las “folies” afirman, comprometen su afirmación
más allá de esta repetición finalmente aniquiladora, secretamente
nihilista de la arquitectura metafísica. Se comprometen con el
maintenant del que hablo, mantienen y reactivan, reinscriben la
arquitectura. Despiertan posiblemente una energía infinitamente
anestesiada, amurallada, enterrada en una sepultura general o en
una nostalgia sepulcral. Y esto hay que empezar a señalarlo: el
mapa o el marco metafísico cuya configuración acabamos de
dibujar, ya era, si se puede decir, el fin de la arquitectura, su “reino
de los fines” en la figura de la muerte.
Ella venía a hacer entrar en razones a la obra, le imponía
significaciones o normas extrínsecas, si no accidentales. Hacía de
sus atributos su esencia: la belleza formal, la finalidad, la utilidad, la
funcionalidad, el valor de habitación, su economía religiosa o
política, todos los servicios, predicados, todos ellos, no
arquitectónicos o meta-arquitectónicos. Substrayendo maintenant la
arquitectura –lo que sigo denominando así, por medio de un
paleónimo, para mantener en esto un llamado sordo– poniendo fin al
sometimiento de la obra a esas normas pasajeras, las folies
restituyen la arquitectura, con fidelidad, a lo que ella habría debido,
desde la víspera misma de su origen, firmar. El maintenant del que
hablo será esta firma –la más irreductible. Ella no contraviene la
carta, la arrastra a otro texto, incluso suscribe, llama al otro a
suscribir a lo que volveremos a llamar, más adelante, un contrato,
otro juego del rasgo, de la atracción y de la contracción*.
Propuesta que presentaré no sin precaución, avisos y
advertencias. Viendo, sin embargo, dos puntos rojos:
– Estas folies no destruyen. Tschumi siempre habla de
“desconstrucción/reconstrucción”, especialmente respecto a la Folie
y al engendramiento de su cubo (combinatoria formal y relaciones
transformacionales). Respecto a los Manhattan Transcripts, se trata
de inventar “nuevas relaciones en donde se produzca un quiebre de
los componentes tradicionales de la arquitectura y en donde éstos
se reconstruyan de acuerdo a otros ejes”. Sin nostalgia, el acto de
memoria más vivo. Acá no hay nada de ese gesto nihilista que por el
contrario cumpliría con un cierto motivo de la metafísica, ninguna
inversión de valores en vista de una arquitectura anestética,
inhabitable, inutilizable, asimbólica e insignificante, simplemente
vacante luego del retiro [retrait] de los dioses y de los hombres. Y
las folies –como la folie en general– son todo salvo el caos de una
anarquía. Pero sin proponer un “nuevo orden”, sitúan en otro lugar la
obra arquitectónica que, en su origen al menos, en lo esencial, no
obedecerá más a esos imperativos exteriores. La “primera”
preocupación de Tschumi no será más la de organizar el espacio en
función o en vista de normas económicas, estéticas, epifánicas o
tecno-utilitarias. Estas normas serán tomadas en cuenta, solo que
se verán subordinadas, re-inscriptas en un lugar del texto y en un
espacio que, en última instancia, ya no controlarán. Llevando “la
arquitectura a sus límites”, se seguirá dando lugar al “placer”, se
destinará cada folie a un cierto “uso”, con su finalidad cultural,
lúdica, pedagógica, científica, filosófica. Sobre su fuerza de
atracción diremos algo más luego. Todo esto obedece a un
programa de transferencia, de transformaciones o de permutaciones
cuyas normas exteriores ya no detentarán la última palabra. Ellas no
habrán dirigido la obra, Tschumi ha hecho que se plieguen a la
puesta en obra general.
– Sí, que se plieguen. ¿Cuál es el pliegue? Restituyendo la
arquitectura en lo que respecta a lo más propio que ella habría
debido tener, no se trata de ningún modo de reconstituir un simple
de la arquitectura, una arquitectura simplemente arquitectónica, por
una obsesión purista o integrista. Ya no se trata de salvar lo propio
en la inmanencia virginal de su economía y de devolverla a su
presencia inalienable, una presencia en fin no representativa, no
mimética y que no remite más que a ella misma. Esta autonomía de
la arquitectura, que pretendería de este modo reconciliar un
formalismo y un semantismo en sus extremos, no haría más que
contribuir plenamente a la realización de una metafísica que
pretendía desconstruir. En este caso, la invención consiste en cruzar
el motivo arquitectónico con lo más singular y lo más concurrente de
otras escrituras, ellas mismas arrastradas a la mencionada folie, a
su plural, el de la escritura fotográfica, cinematográfica,
coreográfica, e incluso mitográfica. Como lo han mostrado los
Manhattan Transcripts (y esto sería válido asimismo, de otro modo,
para la Villette), un montaje narrativo de una gran complejidad hace
explotar en el afuera el relato que las mitologías contraían o
borraban en la presencia hierática del monumento “para no olvidar”
[“pour memoire”]. Una escritura arquitectónica interpreta (en el
sentido nietzscheano de la interpretación activa, productiva, violenta,
transformadora) acontecimientos marcados por la fotografía o la
cinematografía. Marcados: provocados, determinados o transcriptos,
captados, en todo caso siempre movilizados en una escenografía
del pasaje (transferencia, traducción, transcripción, transgresión de
un lugar a otro, de un lugar de escritura a otro, injerto, hibridación).
Ni arquitectura ni anarquitectura: transarquitectura. Ella se explica
por el acontecimiento, ya no ofrece su obra a usuarios, fieles o
habitantes, a contempladores, estetas o consumidores, ella hace un
llamado al otro para que a su vez éste invente el acontecimiento,
signo [signe], consigna [consigne] o contrasigno [contresigne]:
avance de un adelanto hecho al otro –y maintenant la arquitectura.
(Escucho claramente un murmullo: pero este acontecimiento del que
habla usted, y que reinventa la arquitectura en una serie de “una
sola vez”, siempre única en su repetición, este acontecimiento, ¿no
es acaso lo que tiene lugar una y otra vez no en una iglesia o un
templo, ni incluso en un lugar político, no en ellos sino como ellos,
resucitándolos por ejemplo en cada misa cuando el cuerpo de
Cristo, cuando el cuerpo del Rey o de la Nación se presentan o se
anuncian allí? Por qué no, si al menos eso pudiera llegar aún,
llegando a través de la arquitectura, ¿o hasta ella? No pudiendo
aventurarme más en esta dirección, pero reconociendo esta
necesidad, solo diré que las “folies” arquitectónicas de Tschumi dan
a pensar lo que tiene lugar cuando, por ejemplo, el acontecimiento
de la eucaristía viene a hacer estremecer una iglesia, aquí,
maintenant, o cuando una fecha, un sello, la huella del otro al fin
viene al cuerpo de la piedra –en el movimiento esta vez de su des-
aparición).
10. Es entonces que ya no se puede hablar de un momento
propiamente arquitectónico, la impasibilidad hierática del
monumento, ese complejo hyle-mórfico dado de una vez y para
siempre que no deja que aparezca en su cuerpo, por no haberles
dado ninguna oportunidad, las marcas de transformaciones, de
permutaciones, de substituciones. En las folies de las que
hablamos, al contrario, el acontecimiento pasa sin duda por esta
prueba del momento monumental pero lo inscribe igualmente en una
serie de experiencias. Como su nombre lo indica, una experiencia
atraviesa: viaje, trayecto, traducción, transferencia. No con vistas a
una presentación final, a una puesta en presencia de la cosa misma,
ni para llevar hasta su término una odisea de la consciencia, la
fenomenología del espíritu según una marcha arquitectónica. El
recorrido de las folies está sin duda prescripto, punto por punto, en
la medida en que la trama puntual cuenta con un programa de
experiencias posibles y de experimentaciones nuevas (cine, jardín
botánico, taller-video, biblioteca, pista de patinaje, gimnasio). Pero la
estructura de la trama y la de cada cubo, puesto que estos puntos
son cubos, dejan su suerte librada al azar, a la invención formal, a la
transformación combinatoria, a la errancia. El habitante o el fiel, el
usuario o el teórico de la arquitectura, no tienen esta suerte, sino
aquél que se compromete a su vez con la escritura arquitectónica:
sin reservas, lo que presupone una lectura inventiva, la inquietud de
toda una cultura, y la firma del cuerpo. Éste ya no se contentaría con
marchar, con circular, con deambular en un lugar, en caminos,
transformaría sus movimientos elementales al darles lugar, recibiría
de este otro espaciamiento la invención de sus gestos.
11. La folie no se detiene: ni en el monumento hierático, ni en el
camino circular. Ni la impasibilidad ni el paso*. La serialidad se
inscribe en la piedra, el hierro o la madera, pero ella misma no
encuentra ahí su término. Y ella había empezado más temprano. La
serie de pruebas (experiencias o pruebas de artista, como se dice),
lo que se llama ingenuamente los dibujos, las muestras, las
fotografías, las maquetas, las películas o los escritos (por ejemplo lo
que se reúne por un tiempo en este volumen), pertenece con todo
derecho a la experiencia de las folies: folies a la obra. Ya no se les
puede acordar el valor de documento, de ilustraciones anexas, de
notas preparatorias o pedagógicas, el hors-d’oeuvre en suma o el
equivalente de los ensayos en teatro. No –y es esto lo que parece
más amenazador para el deseo arquitectónico que nos habita aún.
La masa de piedra inamovible, la vertical estación de vidrio o de
metal que considerábamos la cosa misma de la arquitectura (“die
Sache selbst” o “the real thing”), su efectividad indispensable, la
aprehendemos maintenant en el texto voluminoso de escrituras
múltiples: sobreimpresión de un Wunderblock (por hacer referencia
a un texto de Freud –y Tschumi expone la arquitectura al
psicoanálisis, le introduce el motivo de la transferencia, por ejemplo,
y la esquizo), trama del palimpsesto, textualidad sobresedimentada,
estratigrafía sin fondo, móvil, ligera y abismal, laminada*, foliiforme.
Folie laminada, hoja y loca por falta de algo sólido en donde
afirmarse: ni el suelo ni el árbol, ni la horizontalidad ni la verticalidad,
ni la naturaleza ni la cultura, ni la forma ni el fondo, ni el fin. El
arquitecto escribía con piedras, he aquí que incorpora lito-grafías en
un volumen –y Tschumi se refiere a ellas en términos de folios. Algo
se trama en esta foliación cuya estratagema, pero también el azar,
me recuerdan una sospecha de Littré. En cuanto al segundo sentido
de la palabra folie, el que se refiere a las casas que llevan el nombre
de su signatario, de “aquel que las ha hecho construir o del lugar en
el que se encuentran”, Littré se aventura de esta manera en lo que
respecta a su etimología: “Normalmente damos con la palabra folie.
Se torna dudosa cuando se encuentra, en los en los textos de la
Edad Media: foleia quae erat ante domum, et domum foleyae, et
folia Johannis Morelli. Ahí nace la sospecha de una alteración de la
palabra fouillie o feuillée”. La palabra folie ya ni siquiera conserva el
sentido habitual [commun], pierde hasta la unidad tranquilizadora de
su sentido. Las folies de Tschumi sacan provecho sin duda también
de esta “alteración” y sobreimprimen, en contra del sentido común,
este otro sentido, este sentido del otro, del otro lenguaje, la folie de
esta asemántica.
12. Cuando descubrí la obra de Bernard Tschumi, tuve que hacer a
un lado una hipótesis cómoda: recurrir al lenguaje de la
desconstrucción, a lo que pudo codificarse en él, a sus palabras y
motivos más recurrentes, a algunas de sus estrategias, no sería
más que una transposición analógica, incluso una aplicación
arquitectónica. En cualquier caso, lo imposible mismo. Y esto
porque según la lógica de esta hipótesis, que no resistió mucho
tiempo, nos podríamos haber preguntado: ¿qué podría ser
realmente una arquitectura desconstructiva? Lo que las estrategias
desconstructivas comienzan o terminan por desestabilizar, ¿no es
justamente el principio estructural de la arquitectura (sistema,
arquitectónica, estructura, fundamento, construcción, etc.)? Esta
última pregunta, por el contrario, me orientó en otra dirección
interpretativa: los Manhattan Transcripts o las Folies de la Villette
nos llevan a emprender los caminos inevitables de la
desconstrucción en una de sus puestas en obra más intensas, más
afirmativas, más necesarias. No la desconstrucción misma, eso no
existe ni existirá nunca, sino lo que hace que el alcance de la
sacudida vaya más allá del análisis semántico, de la crítica del
discurso o de las ideologías, de los conceptos o de los textos, en el
sentido tradicional del término. Las desconstrucciones serían débiles
si fueran negativas, si no construyeran, pero sobre todo si no se
midieran ante todo con las instituciones respecto en lo que tienen de
sólido, en el lugar de su más grande resistencia: las estructuras
políticas, los puestos de mando en donde se toman las decisiones
económicas, los dispositivos materiales y fantasmáticos del
acoplamiento entre el Estado, la sociedad civil, el capital, la
burocracia, los poderes culturales, la enseñanza de la arquitectura –
este relevo tan sensible– pero también entre las artes, de las bellas
artes al arte de la guerra, la ciencia y la tecnología, la antigua y la
nueva. Otras tantas fuerzas que se precipitan, se endurecen o se
cimientan en una operación arquitectónica de envergadura, sobre
todo cuando se acerca al cuerpo de una metrópolis y trata [traite]
con el Estado. Éste es el caso.
13. No se declara la guerra. Otra estrategia se trama, entre las
hostilidades y la negociación. Entendida en el sentido más estricto,
sino el más literal, la trama de las folies introduce un singular
dispositivo en el espacio de la transacción. El sentido propio de la
“trama” no se reúne. Atraviesa. Tramar es atravesar, pasar a través
de un conducto. Es la experiencia de una permeabilidad. Y la
travesía no avanza en un tejido ya dado, teje, inventa la estructura
histológica de un texto, en inglés se diría de algún “fabric”. Fábrica*,
sea dicho de paso, es el nombre francés –un sentido muy diferente–
que ciertos responsables habían propuesto para reemplazar al título
inquietante de folies.
Arquitecto tejedor. Trama, y urde los hilos de la malla, su escritura
tiende una red. Una trama, siempre, trama en diferentes sentidos, y
más allá del sentido. Estratagema en red, un singular dispositivo,
entonces. ¿Cuál?
Una serie disociada de “puntos”, de puntos rojos, constituye la
trama que espacia una multiplicidad de matrices o de células de
engendramiento cuyas transformaciones nunca se dejarán
tranquilizar, estabilizar, instalar, identificar en un continuum. Ellas
mismas divisibles, estas células apuntan también a instantes de
ruptura, de discontinuidad, de disyunción. Pero simultáneamente o
más bien por una serie de contratiempos, de anacronías ritmadas o
de diferencias aforísticas, el punto de folie reúne lo que acaba
precisamente de dispersar, lo reúne en tanto dispersión. Lo reúne en
una multiplicidad de puntos rojos. Parecido [Ressemblance] y
reunión [rassemblement] no tienen que ver con el solo color, el
recordatorio cromográfico desempeña igualmente un papel
necesario.
¿Qué es entonces, un punto, este punto de folie? ¿Cómo detiene
[arrête] a la folie? Y esto, porque la suspende, y en ese movimiento
la detiene, pero como folie. Interrupción* de folie: punto de folie
[point de folie], más folie [plus de folie], nada de folie [pas de folie].
Al mismo tiempo, toma las decisiones, pero ¿por medio de qué
decreto, de qué resolución [arrêt] –¿y de qué justicia del aforismo?
¿Qué hace la ley? ¿Quién hace la ley? Ésta divide y detiene la
división, mantiene este punto de folie, esta célula cromosómica, en
el origen del engendramiento. ¿Cómo pensar el cromosoma
arquitectónico, su color, este trabajo de la división y de la
individuación que ya no pertenecen a la bio-genética?
Volveremos, pero no sin antes desviarnos. Hay que pasar por un
punto más.
14. Hay palabras contundentes en el léxico de Tschumi. Marcan los
puntos más intensos. Son las palabras en trans- (transcript,
transferencia, trama, etc.) y sobre todo en de- o en dis-**. Expresan
la desestabilización, la desconstrucción, la dehiscencia, y ante todo
la disociación, la disyunción, la disrupción, la diferencia. Arquitectura
de lo heterogéneo, de la interrupción, de la no coincidencia. Pero,
¿habrá alguna vez alguien que haya logrado construir de esta
manera? ¿Quién habrá contado alguna vez tan solo con las
energías en dis- o en de-? No se puede hacer obra con un simple
desplazamiento o con la sola dislocación. Entonces hay que
inventar. Hay que abrirse el paso a otra escritura. Sin renunciar a
nuestra necesidad de la afirmación desconstructiva, al contrario,
para reactivarla, esta escritura mantiene lo dis-yunto como tal,
ayunta el dis- manteniendo el desajuste, reúne la diferencia. Esta
reunión será singular. Lo que mantiene reunido no posee
necesariamente la forma del sistema, no siempre atañe a la
arquitectónica y puede no obedecer a la lógica de la síntesis o al
orden de una sintaxis. El maintenant de la arquitectura sería esta
maniobra hecha para inscribir este dis- y hacer con él obra en
cuanto tal. Teniéndose y manteniéndose [Se tenant et maintenant],
esta obra no moldea la diferencia en el hormigón, no borra el rasgo
diferencial, no reduce ni instala el rasgo, lo dis-traído [dis-trait] o lo
abstraído [abstrait], en una masa homogénea (concreta). La
arquitectónica, o arte del sistema, solo representa una época, según
Heidegger, en la historia del ser-junto a. No es más que una
posibilidad determinada de la reunión.
Estar sería entonces la tarea y la apuesta, la preocupación por lo
imposible: tomar en consideración la disociación pero poniéndola en
obra como tal en el espacio de una reunión. Transacción con vistas
a un espaciamiento y a un socius de la disociación que permita por
otro lado negociar esto mismo, la diferencia, con las normas
recibidas, los poderes político-económicos de la arquitectónica, el
dominio [maîtrise] de los jefes [maîtres] de obra. Esta “dificultad” es
la experiencia de Tschumi. No lo oculta, “lo que no deja de ser una
dificultad”: “En la Villette, se trata de una puesta en forma, una
puesta en acto de la disociación... Lo que no deja de ser una
dificultad. La puesta en forma de la disociación necesita que el
soporte (el Parque, la institución) esté estructurado como un sistema
de reunión. El punto rojo de las Folies es el foco de este espacio
disociado”. (Textes parallèles, Instituto francés de arquitectura.)
15. Una fuerza ayunta y hace que se mantenga reunido lo dis-yunto
como tal. No afecta el dis- del exterior. El des-junta él mismo,
maintenant la arquitectura, la que detiene a la folie en su
dislocación. No solo es un punto. Una multiplicidad abierta de
puntos rojos ya no se deja totalizar, ni siquiera por metonimia. Estos
puntos fragmentan quizás pero yo no los definiría como fragmentos.
Un fragmento no deja de hacer referencia a una totalidad perdida o
prometida [promise].
La multiplicidad no abre cada punto desde el exterior. Para
entender cómo ésta le acontece también desde el adentro, hay que
analizar el doble bind cuyo nudo es atado por el punto de folie, no
sin olvidar lo que puede relacionar [lier] un doble bind a la esquizo y
a la folie.
Por un lado, el punto concentra, repliega sobre sí la más poderosa
fuerza de atracción, contracta [contracte] los trazos [traits] hacia el
centro. No haciendo más que remitir a sí mismo, en una trama
también autónoma, fascina y magnetiza, seduce por medio de lo
que podríamos llamar su auto-suficiencia y su “narcisismo”. Al
mismo tiempo, por medio de su fuerza de atracción magnética
(respecto a esto, Tschumi habla de un “imán” que vendría a “reunir”
los “fragmentos de un sistema que habría estallado”), parece ligar,
como diría Freud, la energía disponible, liberada, en un campo
dado. Ejerce atracción por su puntualidad misma, la stigme de un
maintenant instantáneo en el cual todo concurre y aparentemente se
indivisa, pero también por el hecho de que, deteniendo la folie, él
constituye el punto de transacción con la arquitectura que él
desconstruye o divide a su vez. Serie discontinua de los instantes y
de las atracciones: en cada punto de folie, las atracciones del
Parque, las actividades útiles o lúdicas, las finalidades, las
significaciones, las inversiones económicas o ecológicas, los
servicios recobrarán su derecho al programa. Energía ligada y
recarga semántica. De ahí también la distinción y la transacción
entre lo que Tschumi llama la normalidad y el desvío de las folies.
Cada punto es un punto de ruptura, interrumpe absolutamente la
continuidad del texto y de la trama. Pero el inter-ruptor mantiene
juntas la ruptura y la relación con el otro, él mismo estructurado al
mismo tiempo como atracción e interrupción, interferencia y
diferencia: relación sin relación. Lo que se contracta aquí establece
un contrato “loco” entre el socius y la disociación. Y esto sin
dialéctica, sin este relevo (Aufhebung) cuyo proceso nos explica
Hegel y que siempre puede reapropiarse un tal maintenant: el punto
niega el espacio y, en esta negación espacial de sí mismo, engendra
la línea en la cual se mantiene suprimiéndose (als sich aufhebend).
La línea sería entonces la verdad del punto; la superficie, la verdad
de la línea; el tiempo, la verdad del espacio y, finalmente, el
maintenant, la verdad del punto (Enciclopedia, 256-7). Sobre este
punto sugiero remitirse a mi texto “Ousia et grammè” (“La paráfrasis:
punto, línea, superficie” en Márgenes de la filosofía [Madrid:
Cátedra, 1994, pp. 74 y ss]). Con el mismo nombre, el maintenant
del que hablo marcaría la interrupción de esta dialéctica.
Pero, por otro lado, si la disociación no llega al punto desde el
afuera, es porque él es al mismo tiempo divisible e indivisible. No
parece atómico, no tiene entonces la función y la forma
individualizante del punto que, desde un punto de vista, desde la
perspectiva del conjunto serial que él señala [ponctue], organiza y
sostiene sin ser jamás su soporte. Visto, y visto desde el afuera,
escande e interrumpe al mismo tiempo, mantiene y divide, colorea y
ritma el espaciamiento de la trama. Pero este punto de vista no ve,
es ciego respecto a lo que acontece en la folie ya que si se lo
considera absolutamente, abstraído del conjunto y en sí mismo
(también está destinado a abstraerse, a distraerse o a sustraerse),
el punto no es más un punto, no posee más la indivisibilidad atómica
que se le atribuye al punto geométrico. Abierto en su adentro por un
vacío que abre el juego a las piezas, se construye/desconstruye
como un cubo que se ofrece a una combinación formal. Las piezas
articuladas se desjuntan, se componen y se recomponen. El dis-
junta articulando piezas que son más que piezas, piezas de un
juego, piezas de teatro, piezas habitables, al mimo tiempo lugares y
espacios de movimiento, las figuras prometidas al acontecer: para
que tengan lugar.
16. Y esto porque había que hablar de promesa y de prenda, de la
promesa como afirmación, de la promesa que es el ejemplo
privilegiado de una escritura performativa. Más que un ejemplo, la
condición misma de dicha escritura. Sin hacernos cargo de lo que
las teorías del lenguaje performativo y de los speech acts –aquí
relevadas por una pragmática arquitectónica– retendrían como
presuposiciones (por ejemplo, el valor de presencia, del maintenant
como presente), sin que podamos discutirlo aquí, quedémonos
solamente con este rasgo: la provocación del acontecimiento del
que hablo (“yo prometo” por ejemplo), que describo o trazo, del
acontecimiento que hago venir o que dejo venir marcándolo. Hay
que insistir sobre la marca o el rasgo [trait] para sustraer [soustraire]
esta performatividad a la hegemonía de la palabra y de la palabra
llamada humana. La marca performativa espacia, es el
acontecimiento del espaciamiento. Los puntos rojos espacian,
mantienen la arquitectura en la disociación del espaciamiento. Ahora
este maintenant no solo mantiene un pasado o una tradición, no
asegura una síntesis, mantiene la interrupción, dicho de otra
manera, la relación con el otro en tanto tal. Con el otro en el campo
magnético de la atracción, del “denominador común” o del “foco”,
con los otros puntos de ruptura también, pero ante todo con el Otro:
con aquel por medio del cual el acontecimiento prometido vendrá o
no vendrá. Y esto porque se lo llama, solo se lo llama, a refrendar la
prenda, el compromiso o la apuesta. Este Otro no se presenta
nunca, no está presente, maintenant. Puede estar representado por
lo que se llama con cierta ligereza el Poder, los responsables
político-económicos, los usuarios, los representantes de los
dominios, de la dominación cultural, en especial de una filosofía de
la arquitectura. Este Otro será cualquiera, no aún un sujeto [point
encore de sujet], un yo o una conciencia, no un hombre [point
d’homme], cualquiera que venga a responder a la promesa,
responder ante todo de la promesa: lo por-venir de un
acontecimiento que mantenga el espaciamiento, el maintenant en la
disociación, la relación con el otro como tal. No la mantenida* sino la
mano tendida [la main tendue] por sobre el abismo.
17. Recubierta por toda la historia de la arquitectura, abierta a la
suerte inanticipable de un futuro, esta otra arquitectura, esta
arquitectura del otro no es nada que sea. No es un presente, la
memoria de un presente pasado, la captación o la pre-comprensión
de un presente futuro. No presenta ni una teoría (constatativa) ni
una política, ni una ética de la arquitectura. Ni siquiera un relato, aun
cuando abre este espacio a todas las matrices narrativas, a sus
bandas-sonoras y a sus bandas-imágenes (en el momento en que
escribo esto, pienso en La locura de la luz de Blanchot, en el pedido
y en la imposibilidad del relato que surge. Todo lo que pude escribir
sobre esto, especialmente en Parages, tiene que ver directamente,
a veces literalmente, es recién a posteriori que tomo conciencia,
gracias a Tschumi, con la folie de la arquitectura: el paso [pas], el
umbral, la escalera, el escalón, el laberinto, el hotel, el hospital, el
muro, los cercados, los bordes, el cuarto, la habitación de lo
inhabitable. Y ya que todo esto, que tiene que ver con la folie del
rasgo, el espaciamiento de la dis-tracción, tiene que ser publicado
en inglés, pienso también en esta manera idiomática de designar al
loco, al distraído, al errante: the one who is spacy, or spaced out).
Pero si no presenta ni una teoría, ni una ética, ni una política, ni
un relato (“No, no más relato”, La locura de la luz), a todo eso da
lugar. Escribe y firma por adelantado, maintenant un rasgo dividido
al borde del sentido, antes de toda presentación, más allá de ella,
eso mismo, lo otro, que compromete la arquitectura, su discurso, su
escenografía política, su economía y su moral. Prenda pero también
apuesta, orden simbólico y envite: se tiran estos cubos rojos como
los dados de la arquitectura. La tirada no solo programa una
estrategia del acontecimiento, como lo sugerí antes, va por delante
de la arquitectura que viene. Corre el riesgo y nos da esta
oportunidad.
Traducción: Javier Tusso

102. Texto consagrado a la obra del arquitecto Bernard Tschumi, y más precisamente al
proyecto Folies, actualmente en construcción en el Parc de La Villete, en París. Primero
publicado en edición bilingüe en La case vide, coffret comportant de essais et de planches
de Bernard Tschumi (Architectural Association, Polio VIII, Londres, 1989). [Considérese que
el título del presente texto, Point de folie – maintenant l’architecture, puede traducirse como
“Se acabó la locura, comienza la arquitectura”, o bien “Se acabó la locura, mantenimiento
de la arquitectura”, o incluso como “Punto de locura, ahora la arquitectura”. Por otra parte,
también respecto del título, se deben tener en vista otros dos aspectos: que el maintenant
funciona, a la vez, como presente del verbo maintenir y como adverbio de tiempo (“ahora”);
y que “folie” es un sustantivo común de la lengua francesa cuya primera acepción y la más
corriente es “locura”, entre otras como “insensatez” o “desatino”, pero que refiere además,
como ya ha indicado Jacques Derrida, a las folies de Bernard Tschumi, los sistemas de
puntos que componen el Parque de La Villette (1982). N. del E.]
* Offert es el participio del verbo offrir cuya traducción puede ser tanto dar como ofrecer. [N.
del T.]
POR QUÉ PETER EISENMAN ESCRIBE TAN
BUENOS LIBROS103

Este título apenas oculta una cita, aquella de otro título muy
conocido. De él toma un fragmento, en realidad una persona.
Transcribiendo en tercera persona el “Por qué yo escribo tan
buenos libros” (Warum ich so gute Bücher schreibe), convocando al
Ecce Homo de Nietzsche, exonero a Eisenman de todas las
sospechas. No es él quien lo dice. Soy yo. Yo que escribo. Yo que,
por desplazamientos, extracciones, recortes, juego con las
personas, y sus títulos, la integridad de sus nombres propios.
¿Se tiene derecho a hacerlo? ¿Pero quién reclamará el derecho?
¿En nombre de quién?
Abusando de la metonimia como de la pseudonimia –Nietzsche
nos ha dado el ejemplo– me propongo hacer varias cosas. Al mismo
tiempo o sucesivamente. Pero no las revelaré todas y mucho menos
para comenzar. Sin dar todas las pistas, no mostraré en principio ni
el camino ni el encadenamiento. ¿No es esta la mejor condición
para escribir buenos textos? Se equivocan de camino aquellos que
han pensado, con la simple lectura del título, que iba a diagnosticar
la paranoia de cierto Nietzsche de la arquitectura moderna.
Me propongo ante todo llamar la atención sobre el arte con el cual
Eisenman juega con los títulos. Tomaremos algunos ejemplos. Se
trata ante todo de títulos de sus obras. Están hechos de palabras.
¿Qué son las palabras para un arquitecto? ¿Y los libros?
Me propongo también sugerir, con la alusión a Ecce Homo, que
Eisenman es, en la arquitectura si se quiere, el creador más anti-
wagneriano de nuestro tiempo. ¿Qué es la arquitectura wagneriana?
¿Dónde están sus huellas hoy y sus disfraces? Estas preguntas
quedarán aquí sin respuesta. Pero, cuestión de arte o de política,
¿no merecen al menos ser esbozadas, sino planteadas?
Me propongo hablar de música, de instrumentos de música en
cierta obra en curso de Eisenman. Inútil recordar que Ecce Homo es
principalmente un libro sobre la música, y no solo en su último
capítulo “Der Fall Wagner, Ein Musikanten-Problem”.
Finalmente, me propongo recordar que el valor, es decir la
axiomática misma de la arquitectura de Eisenman comienza por
invertir la medida del hombre, la que proporciona todo a escala
humana, demasiado humana: “Menschliches, Allsumenschliches,
Mit zwei Fortsetzungen”, otro capítulo de Ecce Homo. Ya en la
entrada al laberinto de Moving arrows, Eros and other Errors se
puede leer: “La arquitectura ha sido tradicionalmente relacionada
con la escala humana (human scale)”. Y es que la “metaphysics of
scale” que el “scaling” de Eisenman busca desestabilizar es ante
todo un humanismo o un antropocentrismo. Deseo humano,
demasiado humano de “presencia” y de “origen”. Hasta en sus
dimensiones teológicas, y ante todo bajo la ley de la representación
y de la estética, esta arquitectura de la presencia originaria vuelve al
hombre. “Desestabilizando la presencia y el origen, se pone también
en cuestión el valor que la arquitectura le otorga a la representación
y al objeto estético” (Ibíd.).
No concluyamos simplemente que esta arquitectura será
nietzscheana. No pidamos prestados temas o filosofemas a Ecce
Homo, sino más bien algunas figuras, escenas, apostrofes, luego un
léxico, como sobre aquellas paletas de computadoras en las cuales
se eligen los colores apretando una tecla antes de escribir. Entonces
tomo aquello que leerán inmediatamente sobre la pantalla (escribo
en mi computadora y ustedes saben que Nietzsche fue uno de los
primeros escritores en el mundo en usar una máquina de escribir),
es el comienzo de Ecce Homo: un “laberinto”, el laberinto del
conocimiento, el suyo, el más peligroso, al que algunos quisieran
prohibir la entrada: man wird niemals in diez Labyrinth verwegener
Erkenntnisse eintreten; un poco más lejos, la cita del Zarathustra,
luego alusión a aquellos que toman “con una mano débil el hilo de
Ariadna”. Entre las dos frases, está también la referencia a los
buscadores temerarios que se embarcan en “terribles mares” (auf
furchtbare Meere) y a aquellos cuya alma es atraída por las flautas
hacia sumideros peligrosos (deren Seele mit Flöten zu jedem
Irrschlunde gelockt wird). En resumen, lo que nosotros retendremos
de Ecce Homo, del capítulo “Por qué escribo tan buenos libros”, solo
será esto: la seducción de la música, el instrumento musical, el mar
o el abismo y el laberinto.
Extraña introducción a la arquitectura, dirán ustedes, y a la de
Peter Eisenman. ¿Con qué mano hay que sostener el hilo? ¿Con
fuerza o suavemente?
Sin duda, es verdad que ésta no es mi especialidad. Hablaría con
mayor agrado de encuentros, de lo que encuentro quiere decir, de lo
que tiene lugar en el cruce entre azar y programa, de la contingencia
y de la necesidad.
Cuando encontré a Eisenman, creí todavía ingenuamente que el
discurso estaba de mi lado, y la arquitectura “propiamente dicha” del
suyo: los lugares, el espacio, el diseño, el cálculo mudo, las piedras,
la resistencia de los materiales. Por supuesto, no era tan ingenuo,
sabía que el discurso y la lengua no estaban ausentes de la
actividad de los arquitectos, y sobre todo en la suya. Incluso tenía
razones para creer que estaban mucho más de lo que ellos mismos
creían. Pero no sabía hasta qué punto, y sobre todo de qué manera,
esta arquitectura se tomaba ante todo de las condiciones mismas
del discurso, de la gramática y de la semántica. Y por qué Eisenman
es un escritor, lo que, lejos de alejarlo de la arquitectura y de hacerlo
uno de los “teóricos” que, como dicen aquellos que no hacen ni lo
uno ni lo otro, escriben más de lo que construyen, abre por el
contrario un espacio en el cual dos escrituras, la verbal y la
arquitectónica, se imprimen la una en la otra fuera de las jerarquías
tradicionales. Lo que Eisenman escribe “con palabras” no se limita a
la reflexión llamada teórica sobre el objeto arquitectónico, lo que fue
o lo que debe ser. Es también esto por supuesto, pero también otra
cosa, que no se desarrolla solo como un metalenguaje sobre una
cierta autoridad tradicional del discurso en arquitectura. Se trata de
otro tratamiento de la palabra, de otra “poética” si se quiere, que
participa de pleno derecho en la invención arquitectónica sin
someterla al orden del discurso.
Nuestro encuentro fue para mí un azar. Pero la contingencia –he
aquí lo que adviene en todo encuentro– debía ser programada, en
un programa abismal del cual no me arriesgaría a intentar aquí un
análisis. Tomemos las cosas en el punto en que Bernard Tschumi
nos propone a los dos colaborar en la concepción de lo que
convencionalmente se llama un “jardín” en el parque de La Villete,
un jardín bastante inusual puesto que no debía tener vegetación,
solo líquidos y sólidos, agua y mineral. No me detendré acá sobre
mi primer aporte, un texto sobre la Chôra en el Timeo. El enigma
abismal de lo que Platón dice del demiurgo arquitecto, del lugar, de
la inscripción que graba en sí las imágenes de paradigmas, etc.,
todo esto me parecía que merecía un suerte de puesta a prueba
arquitectónica, un suerte de desafío de rigor, con todos los asuntos
poéticos, retóricos y políticos, con todas las dificultades de lectura
que este texto ha producido en siglos de interpretación. Pero, de
nuevo, no quiero hablar aquí de lo que pudo pasar de mi lado, del
lado de la propuesta que yo avanzaba, como avanzaba yo mismo,
con la mayor inquietud. Lo que cuenta aquí, es lo que vino del otro
lado, aquel de Peter Eisenman.
Las cosas parecían comenzar con ciertas palabras y un libro, he
debido rendirme muy rápido a la evidencia. Eisenman no tiene solo
un gran placer, un placer jubiloso, en jugar con la lengua, con las
lenguas, con el encuentro de varios idiomas, recibiendo el azar,
atento a las contingencias, a los injertos, a las comillas y derivas de
una letra. Él toma este juego en serio, por así decirlo, y sin otorgarle
el rol inductor en un trabajo que dudamos llamar propiamente o
puramente arquitectónico, sin constituir el juego de la letra en origen
determinante (no hay nada como tal para Eisenman), no lo
abandona fuera de la obra. Las palabras no son para él exergos.
No recordaré más que dos ejemplos.
Después de haber traducido o mejor transferido y transformado
ciertos motivos apropiados por él y para él de mi texto en un primer
proyecto arquitectónico, palimpsesto sin fondo, con “scaling”,
“quarry” y “laberinto”, yo insistí, y Eisenman estuvo de acuerdo, en la
necesidad de dar a nuestro trabajo un título, y un título inventivo.
Éste no debía tener por única función la reunión de significados y
producir los efectos de identificación legitimante que se espera de
los títulos en general. Por otra parte, precisamente porque lo que
hacíamos no era un jardín (categoría bajo la cual la administración
de La Villette clasificaba ingenuamente el espacio que nos era
confiado) sino algo, un lugar aún sin nombre, sino innombrable,
había que darle un nombre, y hacer de esta nominación un gesto
nuevo, un elemento suplementario de la obra, otra cosa que una
simple referencia a algo que existiría de todos modos sin el nombre,
fuera del nombre.
Tres condiciones parecían necesarias.
Que este título fuera una designación tan poderosa, inclusiva,
económica como la propia obra. Era esta la función “clásica” y
normalmente referencial del título y del nombre.
Que este título, designando la obra desde su exterior, fuera parte
de la obra, imprimiéndole desde el interior, si se puede decir así, un
movimiento imprescindible, la letra del nombre participando así del
cuerpo mismo de la arquitectura.
Que la estructura verbal mantuviera tal relación con la
contingencia del encuentro que ningún orden semántico pudiera
detener el juego, ni totalizarlo desde un centro, un origen o un
principio.
Choral work, tal fue el título inventado por Eisenman.
Si bien surgió en un momento donde largas discusiones habían ya
tenido lugar sobre los primeros drawings y sobre el esquema
principal de la obra, este título pareció imponerse de un solo golpe:
un golpe de azar pero también el resultado de un cálculo. Ninguna
impugnación, ninguna reserva era posible. El título era perfecto.
Nombra del modo más justo, según la referencia más eficaz y
más económica, una obra que interpreta a su manera, en una
dimensión a la vez discursiva y arquitectónica, la chôra platónica. El
nombre de chôra es conducido al canto (coral), incluso a la
coreografía. Final en l, chora l, chôra deviene más liquida o más
aérea, no me atrevo a decir más femenina.
Deviene indisociable de una construcción a la cual impone desde
el interior una dimensión nueva: coreográfica, musical y vocal a la
vez. El habla, incluso el canto, se inscriben, tienen espacio en una
composición rítmica. Dar lugar o tener espacio, es hacer de la
música o mejor del coro un acontecimiento arquitectónico.
Además de ser una alusión musical, coreográfica a la chôra de
Platón, este título es más que un título. Señala también una firma y
la marca de una firma plural, escrita por nosotros dos a coro.
Eisenman acababa de hacer lo que decía. La performance, la feliz
eficacia del performativo, consiste en inventar por sí mismo la forma
de una firma que no solo firma por dos, sino que enuncia en sí
misma la pluralidad de la firma coral, la co-firma o la contrafirma. Él
me da su firma, como se dice de alguien que le da a un colaborador
el “poder” de firmar en su lugar. La obra deviene musical, una
arquitectura a muchas voces, a la vez diferentes y concordantes en
su alteridad misma. Ella forma un don tan precioso como pétreo, un
coral (coral). Como si el agua se hubiera aliado al mineral
naturalmente por ese simulacro de creación espontánea en las
profundidades inconscientes de algún océano compartido. Ecce
Homo: el abismo de fondos sin fondo, la música, un laberinto
hiperbólico. La ley se encuentra a la vez respetada y aplicada.
Puesto que la orden que habíamos formulado prescribía también:
solamente agua y piedra para este pseudo-jardín, sobre todo no
debía haber vegetación. Así es realizado, de un golpe, de un golpe
de varita mágica, en dos palabras, muy cerca del silencio. La varita
mágica es también la de un jefe de orquesta. Todavía la escucho
como la obra maestra de un artificiero, la explosión de fuegos de
artificio. ¿Y cómo no pensar en el Music for the Royal Fireworks, en
coral, en la influencia de Corelli, en ese “sentido arquitectonico” que
se admira siempre en Händel?
Los elementos se encuentran develados, expuestos al aire libre:
tierra, agua y fuego. Como en el Timeo en el momento de la
formación del cosmos. Pero es imposible asignarle un orden, una
jerarquía, un principio de deducción o derivación a todos los
sentidos que se cruzan como por un efecto de encuentro aleatorio,
en poco más de diez letras, selladas, acuñadas (coined) en la
falsificación (forgery) idiomática de una sola lengua. El “título” se
condensa en el sello, el lacre o la rúbrica de esta contrafirma (pues
era también una manera de no firmar firmando), pero abriendo el
conjunto al cual parece pertenecer. Ningún papel principal para este
título abierto a otras interpretaciones, como se dice a otras
ejecuciones, de otros músicos, de otros coreógrafos, de otras voces
también. La totalización es imposible.
Se puede tirar de otros hilos, de otras cuerdas en esta madeja
laberíntica. Eisenman a menudo se refiere al laberinto para escribir
los trayectos convocados por algunas de sus obras: “Estas
superposiciones aparecen en un laberinto que tiene su lugar en el
castillo de Julieta. Como la historia de Romeo y Julieta, es la
expresión analógica de una tensión irresoluble entre el destino y la
libre voluntad. Aquí el laberinto, como los lugares del castillo,
deviene un palimpsesto”. Como la obra que nombra, el título choral
work es a la vez palimpsesto y laberinto, un dédalo de estructuras
sobreimpresas (el texto de Platón, la lectura que yo propuse del
texto, los mataderos de La Villette, el proyecto de Eisenman para
Venecia y las “Folies” de Tschumi). En francés, pero esto permanece
intraducible, se diría: el título se donne carriere [da rienda suelta].
Cantera [carriere], esto es quarry. Pero darse rienda suelta [se
donner carriere], es también darse libre juego, apropiarse de un
espacio con cierta insolencia feliz. Literalmente, lo entiendo aquí en
el sentido de una cantera que se da generosamente, libera su propio
fondo pero pertenece ante todo al espacio mismo que enriquece.
¿Cómo se puede dar así? ¿Cómo, a la vez que se saca de ahí,
enriquecer el conjunto del cual se forma parte? ¿Cuál es esta
extraña economía del don? En Choral Work y en otras partes,
Eisenman juega con constituir un parte del conjunto en cantera
[carriere], esta es su palabra, quarry, en mina de materiales a
desplazar por el resto, dentro del mismo conjunto. La cantera
[carriere] está a la vez dentro y fuera, el recurso está incluido. Y la
estructura del título obedece a la misma ley, tiene la misma forma de
potencialidad, la misma potencia: dinámica de una invención
inmanente. Todo se encuentra dentro pero es cuasi imprevisible.
Para mi segundo ejemplo, me hace falta tirar de otra cuerda. Esta
arquitectura musical y coreográfica apuntaría, como si los
incorporara o los citara, hacia un género poético, a saber la lírica, y
hacia el instrumento a cuerdas que le corresponde, me refiero a la
lira.
El título estaba ya dado, habíamos avanzado en la preparación de
Choral Work cuando Eisenman me sugerirá finalmente tomar una
iniciativa que no fue solamente discursiva, teórica o “filosófica”
(pongo esta palabra entre comillas, la lectura que propongo de la
chôra quizás no pertenece más al pensamiento filosófico, pero
dejemos eso). Deseaba justamente que nuestro coro no fuera solo
la suma de dos solistas, un escritor y un arquitecto. Este último
signaba y “designaba”, designed con las palabras. Por mi parte,
debía proyectar o diseñar formas visibles. Volviendo de New York,
en el avión, le escribí una carta que tenía un dibujo y su
interpretación. Pensando en uno de los pasajes más enigmáticos,
desde mi perspectiva, del Timeo de Platón, deseaba que la figura de
una criba se inscribiera en el Choral work para dejar allí la memoria
de una sinécdoque o de una metonimia errante. Errante, es decir sin
recuperación posible en cierta totalidad de la cual ella no sería más
que el fragmento separado: ni fragmento ni ruina. En efecto, el
Timeo utiliza lo que se llama sin duda abusivamente una metáfora,
aquella de la criba, para describir cómo el lugar (la chôra) filtra los
“tipos”, las fuerzas o las simientes que viene a imprimirse en ella:
La “nodriza” de lo que nace, mientras se humedece y se quema, y recibe tanto las
formas de la tierra como las del aire, experimentando todas las otras modificaciones
que se siguen de aquellas, se muestra a la vista como infinitamente diversificada. Sin
embargo, colmada de fuerzas que no eran ni uniformes ni equilibradas, nada de ella
se halla en armonía bajo ningún aspecto, sino que, cimbrando caprichosamente en
todos los sentidos, se ve trastocada por esas fuerzas y, al mismo tiempo, el
movimiento que de ellas recibe es restituido, a su vez, bajo la forma de renovadas
sacudidas. Entonces, los objetos llevados constantemente de esta manera, hacia uno
y otro lado, se separan los unos de los otros. Del mismo modo que lo hacen, por la
acción de cribas y otros instrumentos utilizados en la limpieza del trigo, las simientes
sacudidas y agitadas, yéndose las densas y pesadas hacia un costado, y las raras y
ligeras fijándose en el costado opuesto. De manera semejante, aquí, los cuatro
elementos han sido sacudidos por la realidad que los había recibido y cuyo propio
movimiento les comunicaba esas sacudidas, como una criba (Timeo, 52e-53a).

Este no es el lugar para explicar por qué este pasaje siempre me ha


parecido provocativo, fascinante también por la resistencia misma
que él ofrece a la lectura. Poco importa por el momento. Entonces,
como si se tratase de dar un cuerpo a esta fascinación, yo escribo a
Eisenman, en el avión, esta carta de la que se me permitirá citar un
fragmento:
Usted recordará lo que habíamos avizorado juntos en Yale, que para ultimar yo
“escribiría”, si se puede decir, sin una palabra, una pieza heterogénea, sin origen ni
destinación aparente, como si fuera un fragmento, sin ya hacer signo hacia ninguna
totalidad (perdida o prometida), rompiendo el círculo de la reapropiación, la triada de
los tres emplazamientos (Eisenman-Derrida, Tschumi, La Villette); en una palabra, la
totalización, la configuración todavía demasiado histórica, expedida aún a un
desciframiento general. Y sin embargo, pensaba que, sin poder dar garantías al
respecto, alguna metonimia desgajada, enigmática, rebelde a la historia de los tres
emplazamientos e incluso al palimpsesto, debería “recordar”, como si se tropezase
con ello al azar, alguna cosa, la más incomprensible, de chora. Para mí, hoy en día,
lo más enigmático, eso que más resiste y provoca en la lectura que intento del Timeo
es –hablaremos luego de esto– la alusión a la figura de la criba (plokanon, labor o
cuerda trenzada, 52e), a la chora como criba (sieve, sift, me son queridas también
estas palabras en inglés). Hay, en el Timeo, una alusión figural que no soy capaz de
interpretar y que me parece, no obstante, decisiva. Ella dice alguna cosa del
movimiento, la sacudida (seiesthai, seien, seiomena), el seísmo en el curso del cual
una selección de fuerzas o de simientes tiene lugar, un deslinde, un filtrado, ahí
donde, sin embargo, el lugar permanece impasible, indeterminado, amorfo, etc. Este
pasaje resulta, en el Timeo, igualmente errático (me parece), difícilmente integrable,
privado de origen y de telos manifiesto, como esa pieza que nosotros hemos
imaginado para nuestro choral work.
Así pues, propongo la siguiente “representación”, “materialización”, “formación”
(aproximada), en uno o tres ejemplares (si son tres, con diferentes scalings), un
objeto metálico dorado (hay oro en el pasaje del Timeo sobre chora y en el proyecto
veneciano suyo) será plantado de manera oblicua en el suelo. Ni vertical ni
horizontal, un armazón muy sólido pero semejante a la vez a una trama, a una criba
o a una rejilla (grid) y a un instrumento musical de cuerdas (¿piano, harpa, lira?,
strings, stringed instrument, vocal chord, etc.).
En tanto que rejilla, grid, etc., tendría una cierta relación con el
filtro (telescopio o revelador fotográfico, máquina caída del cielo
después de haber fotografiado, radiografiado, filtrado una vista
aérea). Filtro interpretativo y selectivo que habrá permitido leer y
cribar los tres emplazamientos y los tres estratos (Eisenman-
Derrida, Tschumi, La Villette). En tanto que instrumento de cuerdas,
él señalaría hacia el concierto y el coral múltiple, la chora de Choral
work.
No creo que haya que inscribir nada sobre esta escultura (puesto
que se trata de una escultura), a menos que, quizás, el título y una
signatura figuren en algún lado (Choral work, por, 1986), así como
una o dos palabras griegas (plonakon, seiomena, etc.). Habremos
de discutir sobre esto, entre otras cosas…(30 de mayo de 1986).104
Se lo habrá notado al paso, la alusión al tamiz de una
interpretación selectiva remitía, en mi carta, a Nietzsche, a una
cierta escena que se juega entre Nietzsche y los presocráticos, los
mismos que parecen asediar aquel pasaje del Timeo, por ejemplo
Demócrito.
¿Qué hace Eisenman, en consecuencia? Interpreta a su vez,
activa y selectivamente. Traduce, traspone, transforma y se apropia
de mi carta, la reescribe en su lengua, en sus lenguas, la
arquitectónica y algunas otras. Él da a la estructura arquitectónica
en vías de elaboración –pero ya bastante estabilizada– otra forma,
la de la lira inclinada, sobre un plano oblicuo. Luego, cambiando de
escala, la reinscribe al interior de sí misma, una pequeña lira en una
grande. Pero no se conforma con poner la metonimia en abismo, en
el fondo del océano donde el coral se sedimenta, para desbaratar
las astucias de la razón totalizante. Entre todos los instrumentos de
cuerdas evocados en mi carta (piano, harpa, lira), él escoge uno,
cuyo manejo reinventa en su propia lengua, el inglés. Y al inventar
otro dispositivo arquitectónico, transcribe esta reinvención
lingüística, haciéndola suya.
¿Qué ocurre entonces, en efecto? En primer lugar, él añade otra
justificación y otra dimensión en el título desplegado, choral work,
que queda así enriquecido y sobredeterminado. A continuación, a
propósito de todas las cuerdas semánticas, o incluso formales, de la
palabra “lyre” [lira] – que resulta ser homográfica en francés e
inglés–, se escuchan resonar diferentes textos. Estos se añaden, se
superponen, se sobreimprimen el uno en el otro, sobre o bajo el
otro, según una topología aparentemente imposible, no
representable, a través de una pared. Una pared invisible, por cierto,
pero audible en la repercusión interna de múltiples estratos sonoros.
Estos estratos resonantes son también estratos de sentido, pero se
lo advierte de inmediato, aquello se dice, de manera casi
homofónica, en la palabra inglesa para “estrato” [couche] (layer),
que a la vez forma parte de la serie de estratos a los que me he
referido y designa también el conjunto.
Los estratos de este palimpsesto, sus “layers”, son entonces sin
fondo, puesto que, por los motivos aludidos, ellos no se dejan
totalizar.
Ahora bien, esta estructura de palimpsesto no totalizable que
extrae de uno de sus elementos el recurso de los otros (su cantera o
quarry) y hace de este juego de diferencias internas (escala sin
término, scaling sin jerarquía) un laberinto irrepresentable,
inobjetivable, es justamente la estructura de Choral work, su
estructura de piedra y de metal, la superposición de los estratos (La
Villette, proyecto Eisenman-Derrida, las Folies de Tschumi, etc.) se
hunde en el abismo de la chora “platónica”. “Lira”, “Layer”, es
entonces un buen título, sobretítulo o subtítulo, para Choral work. Y
este título está inscrito en la obra, como una pieza de eso mismo
que ella nombra. Dice la verdad de la obra en el cuerpo de la obra,
dice la verdad en una palabra que es muchas, una suerte de libro de
mil hojas, pero esa es también la forma visible de una lira, la
visibilidad de un instrumento que suscita lo invisible, la música. Y
todo lo que lírica, en una palabra, puede dar a oír.
Pero por estos mismos motivos, la verdad de Choral work, aquello
que lira o layer dicen, y hacen, y dan, no es una verdad: ella no es
presentable, representable, totalizable, no se muestra jamás ella
misma. Ella no da lugar a ninguna revelación de presencia, todavía
menos a una adecuación. Pues lo que venimos de evocar es una
inadecuación irreductible. Y un desafío al soporte-sujeto [subjectil]:
todos estos estratos de sentidos y de formas, de visibilidad e
invisibilidad, se extienden (lie) unos en los otros, sobre o bajo los
otros, antes o detrás de los otros, pero la verdad de esta relación no
se establece nunca, ella no se estabiliza en ningún juicio. Ella hace
decir siempre, alegóricamente, otra cosa de lo que dice. En pocas
palabras ella hace mentir. La verdad de la obra es esta potencia
trapacera, ese embustero (liar)105 que acompaña todas nuestras
representaciones (como Kant lo decía del “yo pienso”), pero que las
acompaña así como una lira puede acompañar a un coro.
Sin equivalente y, por lo tanto, sin contrario. En este palimpsesto
abisal, ninguna verdad puede fundarse sobre alguna presencia
primigenia o final del sentido. En el laberinto de este coral, la verdad
es la no-verdad, la condición errante de uno de esos “errors”
[errores] que pertenecen al título de otro laberinto, de otro
palimpsesto, de otro “quarry” [cantera]. Llevo un rato hablando de
eso sin nombrarlo. Hablo de Romeo y Julieta, toda una historia de
nombres y contratiempos sobre los que he escrito en otro lugar106,
aquí del Romeo y Julieta de Eisenman, Moving Arrows, Eros And
Other Errors. ¿He mentido? ¿he hablado todo este tiempo, por
alegoría, de otra cosa de lo que ustedes suponían? Si y no. La
mentira es sin contrario, mentira absoluta y nula. No nos induce al
error sino a esos “moving errors” cuya errancia es a la vez finita e
infinita, aleatoria y programada. De esta mentira sin contrario, el
“liar” [embustero] sigue siendo, en efecto, inhallable. Lo que queda
“es” lo inhallable, algo completamente distinto de un signatario
consciente y asegurado de su dominio, algo totalmente diferente de
un sujeto, más bien una serie infinita de soportes-sujetos
[subjectiles] y contrasignatarios, ustedes entre ellos, listos a tomar, a
pagar o a perderse el placer provisto por el pasaje de Eros. Liar o
lira, he aquí el nombre majestuoso, por el momento, uno de los
mejores nombres, a saber el homónimo y el pseudónimo, la voz
múltiple de este firmante secreto, el título cifrado de choral work.
Pero si digo que le debemos esto a la lengua, más que a Peter
Eisenman, ustedes me preguntaran: ¿qué lengua? Hay tantas. ¿Se
refiere al encuentro de las lenguas? ¿Una arquitectura al menos tri–
o cuadrilingüe, de piedras o de metal políglotas?
-Pero si les digo que debemos esta chance a Peter Eisenman,
cuyo nombre, ustedes lo saben, porta en sí la piedra y el metal, ¿me
creerían? Les digo sin embargo la verdad. Es la verdad de este
hombre de fierro decidido a romper con la escala antropocéntrica,
con “el hombre medida de todas las cosas”: ¡él escribe tan buenos
libros! ¡se los juro!
– Es eso lo que dicen todos los mentirosos, ellos no mentirían si
no dijeran que dicen la verdad.
– Veo que no me creen, retomemos el asunto de otra manera.
¿Qué espero haber demostrado, respecto de Choral work,
proponiendo, por otra parte, un relato autobiográfico de mi
encuentro con Peter Eisenman, en todas las lenguas que lo
trabajan? Que todo esto se refería en verdad a otras dos obras, FIN
D’OU THOUS y Moving Arrows, Eros And Other Errors. Eso que
Jeffrey Kipnis ha analizado justamente como “el juego interminable
de las lecturas” (the endless play of readings)107 vale para estas tres
obras. Cada una de las tres es a la vez más grande y más pequeña
que la serie, que comprende sin duda también el proyecto de
Venecia y algunos otros. Me era preciso encontrar un medio
económico para hablar de las tres de una vez y en solo algunas
páginas, las que se me habían asignado. De modo similar, en La
Villette, contamos con poco espacio, un único espacio al que
debíamos acomodarnos. Ya lo habíamos multiplicado o dividido por
tres en su interior, y esperamos multiplicarlo todavía por tres en el
porvenir. Por el momento es preciso encontrar una estructura que
prolifere al interior de una economía dada, “haciendo flecha de
cualquier trozo de madera (faisant flèche de tout bois)”, como dice el
refrán francés. Cuando el sentido se desplaza como una flecha, sin
dejarse jamás detener ni tampoco reunir, los errores (errors) que él
induce, pero que desde luego no son mentiras, no serán
considerados como lo opuesto a la verdad. Entre errors, eros y
arrows la transformación es sin fin, la contaminación a la vez
inevitable y aleatoria. Ninguno de los tres preside el encuentro. Se
atraviesan el uno al otro como flechas, hacen de la misreading o
misspelling, de la lectura errónea o la falta ortográfica, una fuerza
generativa que dice el placer a la vez que lo procura. Si tuviese el
tiempo y el espacio suficiente, analizaría los estratagemas con los
que juega Peter Eisenman, lo que él debe hacer en sus libros, es
decir, también en sus construcciones, para pasar volando como una
flecha mientras evita ser atrapado por oposiciones con las que, sin
embargo, tiene que negociar. La ausencia de la que él habla en
Moving Arrows…no se opone, sobre todo no dialécticamente, a la
presencia. Ligada a la estructura discontinua del “scaling”, ella no es
el vacío. Determinada por la recursividad y por la diferencia interna-
externa de la “self-similarity”, esta ausencia “produce”, “es” (sin ser,
tampoco siendo un origen o una causa productiva) un texto, mejor y
otra cosa que un “buen libro”, más que un libro, más de un libro: un
texto como “an unending transformation of properties”; “Rather than
an esthetic object the object becomes a text…” Lo que desajusta la
oposición presencia/ausencia, y con ello toda una ontología, debe
no obstante anunciarse en la lengua que precisamente transforma,
en el que se encuentra inscrito aquello que esta lengua literalmente
contiene sin contener. La arquitectura de Eisenman marca ese sin,
que yo prefiero escribir en inglés, whitout, con/sin, within and out,
etc. Ese without de la lengua, al que nos remitimos dominándolo
para ponerlo en juego, a la vez nos hace sufrir su ley, que es la ley
de la lengua, de las lenguas, en verdad de toda marca. Uno es,
respecto a él, a la vez activo y pasivo. Y se puede decir algo
análogo respecto de esta oposición activo/pasivo en los textos de
Eisenman, algo análogo también respecto de aquello que él dice de
la analogía. Pero es preciso saber detener una flecha. Él sabe
hacerlo también.
Se podría estar tentado de hablar aquí de un Witz architectural, de
una nueva economía textual (y oikos, es la casa, Eisenman
construye casas también), una economía en la que no tiene ya que
excluirse lo invisible de lo visible, que oponer lo temporal a lo
espacial, el discurso y la arquitectura. No porque se las confunda,
sino porque se las distribye de acuerdo a otra jerarquía, una
jerarquía sin arché, una memoria sin origen, una jerarquía sin
jerarquía.
Lo que hay allí (there is, es gibt): un más allá del Witz, como un
más allá del principio del placer, si al menos se entiende bajo estos
dos nombres , Witz y placer, la ley intratable de la reserva y de la
economía.
La cuestión del libro, una vez más, para terminar: algunos
quisieran a veces dar a entender, un poco a la ligera, que los
arquitectos “teóricos”, los más innovadores de entre ellos, escriben
libros en lugar de construir. Los que sostienen este dogma, es
preciso llamarlo así, no hacen en general ni lo uno ni lo otro. En
efecto, Eisenman escribe. Pero para quebrantar las normas y la
autoridad de la economía existente, él ha debido, a través de algo
que todavía se parece a un libro, abrir efectivamente un nuevo
espacio en el que esta aneconomía sería a la vez posible y hasta un
cierto punto legitimada, producto de una negociación. La
negociación tiene lugar en el tiempo, y precisa tomarse su tiempo
con los poderes y la cultura del momento. Pues más allá de la
economía, más allá del libro, cuya forma todavía se yergue sobre
cierta manía totalizante del discurso, él escribe otra cosa.
Traducción: Marcela Rivera Hutinel y Emmanuel Biset

103. Texto destinado a una revista japonesa (número especial consagrado a la obra del
arquitecto Peter Eisenman, Architecture and Urbanism, Tokyo, 1987. Primero publicado en
inglés).
104. Tiempo después, los diseños y maquetas de este proyecto en vías de realización
fueron publicadas, Cf. “Œuvre chorale”, en Vaisseau de Pierres, 2, Parc-Ville Villette,
Champ-Vallon, 1987.
105. “The pink edition extra spotting, of the Telegraph, tell a graphic lie, lay, as luck would
have it, beside his elbow”, Joyce, Ulysses, p. 567. Citado en Ulysse Gramophone, Deux
mots pour Joyce, Galilèe, 1986, p. 67. [el pasaje aparece citado en la p. 52 de la edición en
castellano, Tres Haches, 2002]
106. “El aforismo a contratiempo”, aquí mismo, más adelante, pp. 605-620.
107. “Y entonces un juego interminable de lecturas: “find out house”, “fine doubt house”,
“find either or” “end of where”, “end of covering” [En beneficio de las posibles lecturas,
puede ser interesante destacar dos cuya naturaleza “interna” ha despuntado hace poco.
“Fin d’Ou T” puede sugerir el francés fin d’août, fines de agosto, el período, de hecho, en
que el proyecto de la obra fue culminado. Por lo demás, un lector de habla inglesa sensible
al francés bien podría pronunciar erróneamente este mismo fragmento y decir “fondue”,
técnica culinaria suiza (proveniente del francés fondu –derretido– pero también un término
de ballet para referirse al doblamiento de la rodilla), aludiendo así a la presencia de un
arquitecto educado en Suiza, Pieter Versteegh, ¡como asistente principal de diseño!] etc.,
es provocado por manipulaciones reguladas de los espacios –entre letras, entre lenguajes,
entre imagen y escritura– manipulación que es en cada caso formal, en cada caso
escritura, y sin embargo abiertamente independiente de las manipulaciones que los
cimientos (del francés o del inglés) podrían permitir” (Jeffrey Kipnis, Arquitecture Unbound,
Consequences of the recent work of Peter Eisenman, en Peter Eisenman, Fin d’OU T hou
S, Arquitectural Association, Londres, 1985, p. 19).
CINCUENTA Y DOS AFORISMOS PARA UN
PRÓLOGO108

1. El aforismo corta, pero por su sustancia tanto como por su forma,


decide en un juego las palabras. Incluso si habla de la arquitectura,
no le pertenece. Eso resulta obvio y el aforismo, que depende del
discurso, da a menudo a la evidencia trivial la autoridad de una
sentencia.
2. Se espera del aforismo que pronuncie la verdad. Profetiza,
vaticina a veces, profiere lo que es o lo que será, lo detiene de
antemano en una forma monumental, por cierto, pero
anarquitectural: disociada y a-sistémica.
3. Si hay una verdad de la arquitectura, ella parece doblemente
alérgica al aforismo: se produce como tal, en lo esencial, fuera del
discurso. Concierne a una organización articulada, pero una
articulación muda.
4. Hablar aquí de aforismos, y por aforismo, es instalarse en la
analogía entre la retórica y la arquitectura. Se supone así resuelto el
problema, uno de los problemas ante los cuales se arriesgan, cada
uno a su manera, todos los textos aquí reunidos. La analogía entre
logos (logía) y arquitectura no es una analogía entre otras. No solo
que se reduzca a una simple figura de retórica. El problema de la
analogía definiría, pues, el espacio mismo de este libro, la apertura
dada a su proyecto.
5. Un problema, el tema de una discusión o el objeto de una
investigación, traza siempre los contornos, esboza las líneas de una
construcción. Es a menudo una arquitectura protectora. Problema*:
lo que se anticipa o lo que se propone, el objeto que se pone ante
sí, la armadura, el escudo, el obstáculo, la vestidura, la muralla, la
saliente, el promontorio, la barrera. Tenemos siempre por delante y
por detrás el problema.
6. ¿Qué es un proyecto en general? ¿Y qué es el “proyecto” en
arquitectura? ¿Cómo interpretar su genealogía, su autoridad, su
política – finalmente, su filosofía implicada? Si los textos reunidos en
este volumen se cruzan a menudo con estas cuestiones, nos
preguntaremos lo que puede significar este “proyecto” aquí, lo que
se expone o reúne en un pre-facio, prólogo o el anteproyecto de un
libro sobre la arquitectura y la filosofía.
7. Un texto que se presenta como un simulacro de prólogo, una
serie discontinua, un archipiélago de aforismos, he aquí una
composición intolerable en este lugar, un monstruo retórico y
arquitectural. Demuéstrelo. Luego lea este libro. Comenzará usted
quizá a dudar.
8. Esto es una palabra, una frase, pues esto no es de la
arquitectura. Pero pruébelo, exhiba sus axiomas y sus definiciones y
sus postulados.
9. Esto es la arquitectura: proyecto ilegible y por venir, escuela
todavía desconocida, estilo por definir, espacio inhabitable,
invención de nuevos paradigmas.
10. Paraedigma significa “plano de arquitecto”, por ejemplo. Pero
paraedigma es también el ejemplo. Queda por saber lo que llega
cuando hablamos de un paradigma arquitectural para otros
espacios, otras técnicas, artes, escrituras. El paradigma como
paradigma para todo paradigma. Del juego de las palabras en
arquitectura – y si el Witz es posible.
11. La arquitectura no tolera el aforismo, pareciera, desde que la
arquitectura existe como tal en occidente. Habría quizá que concluir
que un aforismo, en rigor, no existe: no aparece, no se da a ver en el
espacio, ni atravesar, ni habitar. No es, aunque lo haya. ¿Cómo se
dejaría leer? No entramos ahí ni salimos jamás, no tiene, pues, ni
comienzo ni fin, ni fundamento ni finalidad, ni abajo ni arriba, ni
adentro ni afuera. Estas aserciones no tienen sentido sino a
condición de una analogía entre el discurso y todas las artes dichas
del espacio.
12. Esto es un aforismo, dice él. Y nos contentaremos con citarlo.
13. De la citación: aunque esté comprometida según una modalidad
singular, aunque no imite al modo en que una pintura o una
escultura vienen a representar un modelo, la arquitectura de la
“tradición” pertenece al espacio de la mímesis. Es tradicional, por lo
tanto ella constituye la tradición. A pesar de las apariencias, la
“presencia” de un edificio no remite solamente a ella misma, ella
repite, significa, evoca, convoca, reproduce, cita también. Ella lleva
hacia el otro y se refiere, se divide en su referencia misma. Las
comillas en arquitectura.
14. No hay nunca arquitectura sin “prefacio”. Las comillas señalan
aquí el riesgo de la analogía. Un “prefacio” arquitectural comprende,
entre otros preliminares, el proyecto o sus análogos, la metodología
que define las vías y los procedimientos, los preámbulos
axiomáticos, principales o fundamentales, la exposición de las
finalidades, luego los modelos de la puesta en obra, y finalmente, en
la obra misma, todos los modos de acceso, el umbral, la puerta, el
espacio vestibular. Pero el prefacio (sin comillas esta vez, el prefacio
de un libro) debe anunciar la “arquitectura” de una obra sobre la que
es muy difícil decir si acaso le pertenece o no.
15. Se espera de un prefacio que describa y justifique la
composición del libro: por qué y cómo fue así construido. Ningún
prefacio a una desconstrucción, a menos que sea un prefacio al
revés.
16. Todo prefacio es al revés. Se presenta al derecho, como es
requerido, pero en su construcción, procede al revés, es revelado
(processed) como se dice de la fotografía y de sus negativos, desde
el fin o la finalidad supuesta: una cierta concepción del “proyecto”
arquitectural.
17. La analogía siempre ha procedido en ambos sentidos, este libro
lo demuestra: se habla de la arquitectura de un libro pero se
compara a menudo tales construcciones de piedra con volúmenes
ofrecidos al desciframiento.
18. El prefacio no es un fenómeno institucional entre otros. Se
presenta él mismo como institución de parte a parte, la institución
por excelencia.
19. Requerir un prefacio, es fiarse a una idea conjunta de la firma y
de la arquitectura: la ley del umbral, la ley sobre el umbral o más
bien la ley como el umbral mismo, y la puerta (una inmensa
tradición, la puerta “ante la ley”, la puerta en el lugar de la ley, la
puerta haciendo la ley que ella es), el derecho de entrar, las
presentaciones, los títulos, la legitimación que, desde la apertura del
edificio, da los nombres, anuncia, previene, introduce, libera una
perspectiva sobre el conjunto, sitúa las fundaciones, recuerda la
orden, llama al orden del comienzo y del fin, del mando a las
finalidades, del arkhé en vistas del telos.
20. Un prefacio reúne, relee, articula, prevé los pasos, deniega las
discontinuidades aforísticas. Hay un género prohibido para el
prefacio, es el aforismo.
21. Esto no es un aforismo.
22. El Collège International de Philosophie debería dar lugar a un
encuentro, un encuentro pensante, entre filosofía y arquitectura. No
para ponerlas finalmente frente a frente, sino para pensar lo que,
desde siempre, las mantiene unidas en la más esencial de las
cohabitaciones. Se implican la una a la otra según necesidades que
no dependen solamente de la metáfora o de la retórica en general
(arquitectónica, sistema, fundamento, proyecto, etc.).
23. El Collège International de Philosophie es el verdadero prefacio,
la verdad del prefacio a este encuentro y a este libro. Su prefacio
por el lado derecho, ya que de cierta manera todavía no existe, este
Collège, se busca desde más de cuatro años, busca la forma de su
comunidad, su modelo político, que no será quizá más político, y por
consiguiente su designio arquitectural que no será quizá más una
arquitectura. Pero para hacerlo, para dar lugar a este encuentro y a
este libro, es sostenido por las fuerzas de una institución sólida,
legítima, abierta, amiga: el Centre de Création Industrielle (CCI).
Este hecho es un problema, es decir la más generosa de las
“protecciones” (ver más arriba, aforismo 5): centro, creación,
industria.
24. Un aforismo auténtico nunca debe remitir a otro. Se basta a sí
mismo, mundo o mónada. Pero que se le quiera o no, que se le vea
o no, los aforismos se encadenan aquí, como aforismos, y en
número, numerados. Su serie se pliega a un orden irreversible. En
qué consiste sin ser arquitectural, Lector, visitante, ¡a trabajar!
25. Un aforismo jamás prescribe. No exclama, no ordena ni
promete. Al contrario, propone, detiene y dice lo que es, un punto es
todo. Un punto que no es exclamación.
26. El Collège International de Philosophie se da como tarea pensar
la institucionalidad de la institución, y primero la suya,
principalmente en lo que reúne la arquitectura, la firma y el prefacio
(cuestión de nombres, de títulos, del proyecto, de la legitimación, del
derecho de acceso, de las jerarquías, etc.). Pero, cosa extraña, si él
ha podido dar lugar a tales encuentros y a un libro como este, es
quizá en la medida en que no tiene todavía lugar ni forma
arquitectural que le sea propia. Esto sin duda obedece a límites
heredados del viejo espacio político-institucional, a sus
constricciones más tenaces y menos eludibles.
27. Desde su Anteproyecto, el Collège International de Philosophie
debía pensar su arquitectura, o al menos su relación con la
arquitectura. Debía prepararse para inventar, y no solamente por sí
mismo, una configuración de los lugares que no reproduce la tópica
filosófica que se trata justamente de interrogar o de desconstruir.
Esta tópica refleja los modelos o se refleja en ellos: estructuras
socio-académicas, jerarquías político-pedagógicas, formas de
comunidad que dirigen la organización de los lugares o no se dejan,
en todo caso, nunca separar.
28. Desconstruir el artefacto llamado “arquitectura” es quizá
comenzar a pensarla como artefacto, a repensar la artefactura a
partir de él, y la técnica, pues, en este punto donde ella queda
inhabitable.
29. Decir que la arquitectura debe ser sustraída a los fines que se le
asigna, y de entrada al valor de habitación, eso no es prescribir
construcciones inhabitables, sino interesarse por la genealogía de
un contrato sin edad entre la arquitectura y la habitación. ¿Es
posible hacer obra sin disponer una manera de habitar? Todo pasa
aquí por las “preguntas a Heidegger” sobre lo que él cree poder
decir de esto, que nosotros traducimos en latín por “habitar”.
30. La arquitectura de una institución –por ejemplo una institución
filosófica– no es ni su esencia ni su atributo, ni su propiedad ni su
accidente, si su sustancia ni su fenómeno, ni su adentro ni su
afuera. Lo que se sigue, que no es nada, no depende quizás más de
la consecuencia filosófica: la arquitectura no sería.
31. Construyéndose –des-construyendo– así, el Collège
International de Philosophie se debía, esto desde su anteproyecto,
de abrir a la filosofía de otras “disciplinas” (o más bien a otras
preguntas sobre la posibilidad de la “disciplina”, sobre el espacio de
la enseñanza), a otras experiencias teóricas y prácticas. No
solamente en nombre de la sacrosanta interdisciplinariedad que
supone competencias demostradas y objetos ya legítimos, sino en
vista de “jectos” (proyectos, objetos, sujetos) nuevos. ¿Qué es
“establecer” [jeter] para el pensamiento? ¿Y para la arquitectura?
¿Qué quiere decir “establecer los fundamentos”? ¿Qué es “lanzar”,
“enviar”, “lanzarse”, “erigir”, “instituir”?
32. La desconstrucción del “proyecto” en todos sus estados La
arquiectura es sin ser en el proyecto – en el sentido técnico o no del
término.
33. Se debe plantear al arquitecto una cuestión análoga a la del
subyectil [subjectile] (por ejemplo en pintura, en las artes gráficas o
escultóricas). Cuestión del soporte o de la sustancia, del sujeto, de
lo que es arrojado debajo. Pero también de lo que es lanzado hacia
adelante o por adelantado en el proyecto (proyección, programa,
promesa, proposición), de todo lo que pertenece, en el proceso
arquitectural, al movimiento del lanzar o del ser lanzado, del arrojar
o ser-arrojado (jacere, jacio/jaceo). Horizontalmente o verticalmente:
los cimientos para la erección de un edificio que siempre se alza
hacia el cielo, ahí dónde, suspenso aparente de la mimesis, no
había nada. Una tesis pone algo en lugar de nada o de la falta. Es el
proyecto como prótesis. Otro valor del pro: no delante o por
adelantado, ni el problema ni la protección, sino lo que viene en
lugar de –. De la suplementariedad arquitectural.
34. El Collège International de Philosophie debía –y esto fue dicho
desde el anteproyecto– dar lugar a investigaciones llamadas por
comodidad performativas. Entendemos con ello estos momentos
donde el saber hace obra, cuando la constatación teórica no se deja
disociar del acontecimiento que se llama “creación”, “construcción”.
No basta decir aquí que la arquitectura es uno de los mejores
paradigmas. Le palabra misma y el concepto de paradigma tienen
un valor ejemplarmente arquitectural.
35. El Collège international de philosophie anunciaba, desde su
anteproyecto, que no descuidaría ninguna de las apuestas de lo que
se llama la enseñanza, y sin limitarse a la disciplina filosófica. Toda
didáctica conlleva una filosofía, una relación con la filosofía, aunque
denegada. ¿Cuál es, en este país, la filosofía practicada o ignorada
por la pedagogía y la arquitectura, la enseñanza de su historia, de
sus técnicas, de su teoría, de sus relaciones con las otras “artes”,
los otros textos, las otras instituciones, las otras instancias político-
económicas? ¿En este país y en los otros? La situación de Francia
es muy singular a este respecto y este libro, haciendo hincapié en
ciertas premisas filosóficas, podría contribuir a una suerte de
desplazamiento general de las fronteras, a otra experiencia de la
internacionalidad. Es, sin duda, una urgencia para la arquitectura, en
todo caso un proyecto esencial para un Colegio internacional.
36. Teniendo en cuenta lo que se encuentra enseñado por el
“proyecto” arquitectural en este libro, vacilamos en hablar de un
“proyecto” del Collège International de Philosophie. Decir que no
tiene proyecto, no es revelar por ello su empirismo o su
aventurerismo. Asimismo, una arquitectura sin proyecto se
compromete quizá en una obra más pensante, más inventiva, más
propicia que nunca a la llegada del acontecimiento.
37. Decir de la arquitectura que ella no es, es quizá sobreentender
que ella llega. Se da lugar no retornando, he ahí el acontecimiento.
38. No hay proyecto desconstructor, ningún proyecto para la
desconstrucción.
39. El proyecto: es y no es la esencia de la arquitectura. Habrá quizá
sido la historia de la arquitectura, su orden en todo caso.
40. Dejar el aforismo en el umbral. No hay lugar habitable para el
aforismo. La fuerza disyuntiva no puede ponerse en obra
arquitectural sino en el instante en que, por alguna sinergia secreta
o denegada, ella se deja integrar en el orden de un relato,
cualquiera que sea la dimensión, en una historia ininterrumpida,
entre el principio y el fin, el basamento fundador y el caballete, el
sótano y el techo, el suelo y la punta de la pirámide…
41. Ningún hábitat para el aforismo, pero no se habita en adelante
un aforismo, ni el hombre ni el dios. El aforismo no es ni una casa, ni
un templo, ni una escuela, ni un parlamento, ni un ágora, ni una
tumba. Ni una pirámide ni, sobre todo, un estadio. ¿Qué más?
42. A pesar suyo, el aforismo es irremediablemente edificante.
43. Nada más arquitectural que un aforismo puro, dice el otro,
Arquitectura en la forma más filosófica de su concepto: no una
interrupción pura, no un fragmento disociado, sino una totalidad que
pretende bastarse, la figura del sistema (la arquitectónica es el arte
de los sistemas, dice Kant) en su elocuencia más autoritaria,
perentoria, dogmática, autolegitimante hasta la complacencia,
cuando pone todo en obra para hacer la economía de una
demostración.
44. El aforismo resume, reúne todo en él mismo, como el saber
absolut. No plantea pregunta. Punto de interrogación: imposible
puntuar así un discurso que es o que produce su propio método,
comprende en sí mismo sus preámbulos o vestíbulos. Si la
arquitectura está dominada por el logos, el carácter a la vez
prescriptivo y entero del aforismo ve triunfar esta filosofía
logocéntrica de la arquitectura. El aforismo dirige, comienza y
termina: arquitectónica, archi-escatología y archi-teleología. Reúne
en él mismo, agencia el anteproyecto, el proyecto, la matriz de obra
y la puesta en obra. Niega la resistencia de los materiales (aquí
todas las palabras con R: la tierra, la materia, la piedra, el vidrio, el
hierro, sin los cuales, pensamos, no hay arquitectura que se
sostenga, solamente discursos analógicos sobre la arquitectura).
Para verificarlo, no hay que contentarse con lo que Hegel dice de la
arquitectura misma, sino tener en cuenta que ella no es nada, ella
misma, una vez sustraída a la teleología del saber absoluto.
Asimismo, los aforismos no pueden multiplicarse, ponerse en serie,
sino confirmándose o contradiciéndose los unos y los otros.
45. Hay siempre más de un aforismo.
46. A pesar de su apariencia fragmentaria, ellos señalan hacia la
memoria de una totalidad, a la vez ruina y monumento.
47. En su multiplicidad contradictoria, ellos pueden siempre volver a
ser momentos dialécticos, el saber absoluto en reserva en una tesis
o en una antítesis. Prefacio a un corto de la negatividad en
arquitectura. Cómo una interrupción arquitectural retoma un sentido,
una función, una finalidad (trabajo de lo negativo) en una nueva
edificación.
48. Contrariamente a la apariencia, “desconstrucción” no es una
metáfora arquitectural. La palabra debería, deberá nombrar un
pensamiento de la arquitectura, un pensamiento a la obra. Primero,
esta no es una metáfora. No nos fiamos más aquí del concepto de
metáfora. En seguida, una desconstrucción debería desconstruir,
primero, como su nombre lo indica, la construcción misma, el motivo
estructural o constructivista, sus esquemas, sus intuiciones y sus
conceptos, su retórica. Pero desconstruir también la construcción
estrictamente arquitectural, la construcción filosófica del concepto de
arquitectura, aquél cuyo modelo rige tanto la idea del sistema en
filosofía como la teoría, la práctica y la enseñanza de la arquitectura.
49. No desconstruímos superestructuras para alcanzar por fin el
fondo, el suelo originario, el último fundamento de una arquitectura o
de un pensamiento de la arquitectura. No volvemos a una pureza o
a una propiedad, a la esencia de la arquitectura misma. Ir tras el
esquema de lo fundamental y a las oposiciones que induce:
“fondo/superficie”, “sustancia/cualidad”, “esencia/accidente”,
“adentro/afuera”, y sobre todo “investigación
fundamental/investigación finalizada”, siendo esta última oposición
aquí de gran importancia.
50. El compromiso, el desafío: tener en cuenta esta necesidad
arquitectural o anarquitectural sin destruir, sin sacar consecuencias
solamente negativas. El sin-fondo de una arquitectura
“desconstructiva” y afirmativa puede dar vértigo, pero esto no es el
vacío, no es el resto abismalmente abierto y caótico, el hiato de la
destrucción. Inverstamente, esto no es la Destruktion heideggereana
incluso si debemos presuponer el proyecto. Todavía menos la
inverosímil desobstrucción con la cual recientemente se le ha
ataviado en nuestra lengua.
51. Ni Babel, ni Nemrod, ni el Diluvio, Entre khora y arché, quizá, si
había una arquitectura que no fuera, en este entre, ni griega ni judía.
Una filiación todavía innombrable, otra serie de aforismos.
52. Mantener, a pesar de las tentaciones, a pesar de todas las
reapropiaciones posibles, la chance del aforismo, es guardar en la
interrupción, sin interrupción, la promesa de dar lugar, si falta. Pero
esto jamás es dado.
Es un topos: a menudo se han comparado el monumento con un
libro.109 Los opúsculos de Eisenman ya no son, sin duda, libros. Ni
tan “buenos y bellos”. Ellos sobrepasan la medida de la caligrafía o
de la calística, este antiguo nombre de la estética. No diré que ellos
son, por tanto, sublimes. En su desmesura misma, lo sublime es aún
a la medida del hombre.
Ecce Homo: fin, el fin de todo.
Traducción: Zeto Bórquez

108. Prefacio a Mesure pour mesure. Architecture et philosophie, número especial de los
Cahiers du CCI (Centre Georges-Pompidou), 1987 (“...primera rendición de cuentas de los
trabajos realizados entre 1984 y 1986 por la iniciativa del Collège International de
Philosophie y del Centre de Création Industrielle...”).
109. O el libro a un monumento. Hugo, por ejemplo, en Notre-Dame de Paris: “El libro
abatirá al edificio”, pero también “la biblia de piedra y la biblia de papel”, “la catedral de
Shakespeare”, “la mezquita de Byron”.
EL AFORISMO A CONTRATIEMPO110

1. Aforismo es el nombre.
2. Como su nombre indica, el aforismo separa, marca la disociación
(apo), termina, delimita, detiene (orizô). Al separar pone fin, separa
para dar –y definir.
3. El aforismo es un nombre pero cualquier nombre puede tomar
forma de aforismo.
4. Un aforismo expone a contratiempo. Expone el discurso –lo
entrega a contratiempo. Literalmente –porque abandona una
palabra a su letra.
(Esto podría ya leerse como una serie de aforismos, el azar de
una primera anacronía. En el comienzo hubo el contratiempo. En el
comienzo hay la velocidad. La palabra y el acto han tomado
velocidad. El aforismo toma la delantera).
5. Abandonar la palabra, confiar el secreto a las cartas es la
estratagema del tercero, el mediador, el Hermano, el casamentero
que, sin otro deseo que el deseo de los demás, organiza el
contratiempo. Cuenta con las cartas sin tenerlas en cuenta.
In the mean time, against thou shalt awake,
Shall Romeo by my letter know our drift,
And hither shall he come…111

6. A pesar de las apariencias, un aforismo nunca llega solo, no


acude completamente solo. Pertenece a una lógica serial. Como en
la obra teatral de Shakespeare, en el tratamiento de sus
paradigmas, de todos los Romeo y Julieta que la han precedido,
habrá aquí numerosas series de aforismos.
7. Romeo y Julieta, los héroes del contratiempo en nuestra
mitología, los héroes positivos. Se han echado en falta, ¡cómo se
han necesitado!, ¿Se han necesitado? También han sobrevivido, los
dos, el uno y el otro sobrevivido, en su nombre, por su sabio efecto
del contratiempo: entrecruzamiento desafortunado, por suerte, de
series temporales y aforísticas.
8. Por aforismo, hay que decir que Romeo y Julieta, por aforismo,
habrán vivido y sobrevivido. Romeo y Julieta debe todo al aforismo.
Éste puede convertirse, sin duda, como procedimiento de retórica,
en el cálculo astuto con vistas a la mayor autoridad, en una
economía o una estrategia del dominio que se empeña en potenciar
el sentido (“ved cómo formalizo, digo siempre del asunto más de lo
que parece en tan pocas palabras”). Pero antes de dejarse
manipular así, el aforismo nos entrega sin protección a la
experiencia misma del contratiempo. Antes de todo cálculo pero
también mediante el cálculo, más allá de lo calculable mismo.
9. El aforismo o el discurso de la disociación: cada frase, cada
parágrafo se consagra a la separación, se encierra, se quiera o no,
en la soledad de su propia duración. Su encuentro y su contacto con
el otro dependen siempre de la fortuna, de lo que acaece, bueno o
malo. En él nada está completamente asegurado, ni el
encadenamiento ni el orden. Un aforismo de la serie puede llegar
antes o después del otro, antes y después, cualquiera puede
sobrevivir al otro –y en la serie. Romeo y Julieta son aforismos, en
primer lugar en su nombre que no son (Juliet. Tis but thy name is my
enemy (…) Romeo. My name, dear saint, is hateful to myself, /
Because it is an enemy to thee: / Had I it written, I would tear the
word)112, porque no hay aforismo sin lenguaje, sin nombre, sin
apelación, sin letra siquiera que desgarrar.
10. Cada aforismo, como Romeo y Julieta, cada serie aforística
tiene su propia duración. Su lógica temporal le impide compartir todo
su tiempo con otro lugar del discurso, con otro discurso, con el
discurso del otro. Sincronización imposible. Me refiero aquí al
discurso del tiempo, a sus marcas a sus fechas, al curso del tiempo
y a la digresión esencial que disloca el tiempo de los deseos y
extravía el paso de los que se aman. Pero esto no es suficiente para
caracterizar nuestro aforismo, no es suficiente que haya lenguaje o
marca, no es suficiente que haya disociación, dislocación, anacronía
para que el aforismo tenga lugar. Le es precisa además una forma
determinaba, un cierto modo. ¿Cuál? El siniestro aforismo, lo
malvado del aforismo es sentencioso, todo aforismo se distingue por
su carácter de sentencia: dice la verdad como si fuera el último juicio
y esa verdad lleva consigo la muerte. La sentencia de muerte* es,
para Romeo y Julieta, un contratiempo que les condena a muerte, al
uno y al otro, pero también un contratiempo que detiene la muerte,
que suspende su llegada, que les asegura a los dos la demora
necesaria para asistir y sobrevivir a la muerte del otro.
11. El aforismo deja que las citas dependan del azar. El deseo, sin
embargo, no se expone al aforismo por casualidad. Sin el aforismo
no hay tiempo para el deseo. El deseo no tiene lugar sin el aforismo.
Aquello que Romeo y Julieta experimentan es la anacronía ejemplar,
la imposibilidad esencial de una sincronización absoluta. Pero viven,
y nosotros, al mismo tiempo, ese desorden de las series.
Disyunción, dislocación, separación de los lugares, desarrollo o
espaciamiento de una historia a causa del aforismo, ¿habría teatro
sin esto? La supervivencia de una obra teatral supone que,
teatralmente, dice algo del teatro mismo, de su posibilidad esencial.
Y que lo hace, teatralmente por tanto, mediante el juego de lo único
y de la repetición, dando lugar cada vez a la posibilidad de un
acontecimiento completamente singular como en el idioma
intraducible de un nombre propio, en su fatalidad (el “enemigo” que
“yo odio”), en la fatalidad de una fecha y de una cita. Las fechas, los
calendarios, los catastros, los topónimos, todos los códigos que
lanzamos al tiempo y al espacio como redes para reducir o dominar
las diferencias, para detenerlas, determinarlas, son también trampas
a contratiempo. Destinados a evitar los contratiempos, a conciliar
nuestros ritmos plegándolos a la medida objetiva, producen el
malentendido, acumulan las ocasiones de pasos en falso o de
maniobras falsas, hacen notar e incrementan a la vez esa anacronía
de los deseos: al mismo tiempo. ¿Cuál es ese tiempo? No hay lugar
para una pregunta en el aforismo.
12. Romeo y Julieta, la conjunción de dos deseos aforísticos pero
que permanecen unidos, mantenidos en el ahora dislocado de un
amor o de una promesa. De una promesa en su nombre, pero a
través y más allá del nombre que les han dado, la promesa de otro
nombre, más bien su exigencia: “O be some other name…”.113 El y
de esa conjunción, el teatro de esa “y” se ha presentado,
representado, a menudo, como la escena del contratiempo fortuito,
de la anacronía aleatoria: la cita fallida, el accidente desdichado, la
carta que no llega a su destino, el tiempo del rodeo prolongado para
una purloined letter, el remedio que se transforma en veneno
cuando la estratagema de un tercero, de un hermano, el Hermano
Lorenzo, ofrece a la vez el remedio y la carta (And if thou dar’st, I’ll
give thee remedy… (…) In the mean time, against thou shalt awake,
/ Shall Romeo by my letters know our drift, / And hither shall he
come…)114 Esa representación no es falsa. Pero si este drama se
ha impreso de esta manera, sobreimpreso en la memoria de
Europa, texto sobre texto, es porque el accidente anacrónico ilustra
la posibilidad esencial. Desconcierta la lógica filosófica que desearía
que los accidentes sigan siendo lo que son, accidentales. Por lo
mismo, esta lógica rechaza por impensable una anacronía
estructural, la interrupción absoluta de la historia considerada como
desarrollo de una temporalidad, de una temporalidad una y
organizada. Lo que les sucede a Romeo y Julieta, y que sigue
siendo en efecto un accidente al que no se puede borrar la
apariencia aleatoria e imprevisible, en el entrecruzamiento de
numerosas series y más allá del sentido común, no puede ser lo que
es, accidental, salvo en la medida en que eso ya ha sucedido
esencialmente antes de suceder: el deseo de Romeo y Julieta no
encuentra casualmente el veneno, el contratiempo o el rodeo de la
carta. Para que ese hallazgo tanga lugar, es necesario haber
instituido ya un sistema de marcas (los nombres, las horas, los
mapas de los lugares, las fechas y los topónimos llamados
“objetivos”) para contrarrestar, por así decirlo, la dispersión de las
duraciones interiores y heterogéneas, para cesar, organizar, poner
en orden, hacer posible una cita: es decir, para negar, levantando
acta de ello, la no coincidencia, la separación de las mónadas, la
distancia infinita, la desconexión de las experiencias, la multiplicidad
de mundos, todo lo que hace posible un contratiempo o el rodeo en
el seno de la posibilidad. No habría habido amor, el juramento no
habría tenido lugar, ni el tiempo, ni su teatro sin la contrariedad. El
contratiempo accidental hace notar el contratiempo esencial. Lo cual
es tanto como decir que no es accidental. No tiene, en
consecuencia, la significación de una esencia o de una estructura
formal. No es la condición de posibilidad abstracta, una forma
universal de la relación con el otro en general, una dialéctica del
deseo o de las conciencias. Más bien la singularidad de una
inminencia cuya “punta acerada” aguijonea el deseo de su
nacimiento –el nacimiento mismo del deseo. Amo porque el otro es
el otro, porque su tiempo no será jamás el mío. La duración viva, la
presencia misma de su amor permanece infinitamente alejada de la
mía, alejada de sí misma en aquello que la tiende hacia la mía,
incluso en lo que se querría describir como la euforia amorosa, la
comunión extática, la intuición mística. No puedo amar al otro más
que en la pasión de este aforismo. Éste no sucede, no se produce
como la desdicha, la mala suerte o la negatividad. Tiene la forma de
la afirmación más amorosa –es la posibilidad del deseo. Y no corta
solamente el tejido de las duraciones, espacia. El contratiempo dice
algo de la topología o de lo visible, abre el teatro.
13. Inversamente, ningún contratiempo, ningún aforismo sin la
promesa de un ahora común, sin el juramento, la voluntad de
sincronía, el reparto deseado de un presente vivo. Para que el
reparto sea deseado, ¿no debe ser en primer lugar dado,
vislumbrado, aprehendido? Sin embargo, el reparto es precisamente
otro nombre del aforismo.
14. Esta serie aforística atraviesa otra. Porque traza, el aforismo
sobrevive, vive mucho más tiempo que su presente y más que la
vida. Sentencia de muerte. Da y lleva consigo la muerte, pero para
determinar así una condena, la suspende, la detiene una vez más.
15. No habría contratiempo, ni anacronía, si la separación entre
mónadas desuniera únicamente las interioridades. El contratiempo
se produce en la intersección entre la experiencia interior (la
“fenomenología de la conciencia íntima del tiempo” o del espacio) y
sus marcas cronológicas o topográficas, aquellas que llamamos
“objetivas”, “en el mundo”. Por otra parte, no habría series sin la
posibilidad de ese espaciamiento marcado, con sus convenciones
sociales y la historia de sus códigos, con sus ficciones y sus
simulacros, con sus fechas. Con sus nombres llamados propios.
16. El simulacro alza el telón, revela, gracias a la disociación de las
series, el teatro de lo imposible: dos seres se sobreviven el uno al
otro. La certeza absoluta que predomina en el duelo (Romeo y
Julieta es la puesta en escena de todos los duelos) es que uno debe
morir antes que el otro. Uno debe ver morir al otro. Tengo que
poderle decir a cualquiera: puesto que somos dos, sabemos de
manera completamente ineluctable que uno de nosotros morirá
antes que el otro. Uno de nosotros verá morir al otro, uno de
nosotros sobrevivirá, siquiera un instante. Uno de nosotros, solo uno
de nosotros soportará la muerte del otro –y su duelo. Es imposible
que ambos nos sobrevivamos, el uno al otro. He aquí el duelo, la
axiomática de todo duelo, la escena más común y la menos dicha –
o la más en entredicho– de nuestra relación con el otro. Ahora bien,
lo imposible tiene lugar, no en la “realidad-objetiva” que aquí no
añade nada, sino en la experiencia de Romeo y Julieta. Y bajo la ley
del juramento, la que preside toda palabra dada. Viven
alternativamente la muerte del otro, durante un tiempo, el
contratiempo de su muerte. Ambos soportan el duelo –y velan
ambos por la muerte del otro, la muerte del otro. Doble interrupción
de la muerte. Romeo muere antes que Julieta a la que he visto
muerta. Viven, sobreviven ambos a la muerte del otro.
17. Lo imposible –este teatro de la doble supervivencia– dice
también, como todo aforismo, la verdad. A partir del juramento que
liga los deseos, cada uno soporta ya el duelo del otro, le confía
también su muerte: si mueres antes que yo, yo te aguardaré, si
muero antes que tú, tú me llevarás contigo, uno guardará al otro, lo
habrá guardado ya tras la primera declaración. Esta doble
interiorización no sería posible ni en la interioridad monádica ni en la
lógica del espacio o del tiempo “objetivos”. Esta doble interiorización
tiene lugar, sin embargo, cada vez que amo. Todo comienza, por
tanto, por esa supervivencia. Cada vez que amo o cada vez que
odio, una ley me compromete con la muerte del otro. Es la mima ley,
la misma ley doble. Un compromiso, siempre puede invertirse un
compromiso que guarda (de) la muerte.
18. Dicha serie de aforismos se entrecruzan con otra, la misma con
otros nombres, con el nombre del nombre. Romeo y Julieta se aman
mediante su nombre, a pesar de su nombre, mueren a causa de su
nombre, sobreviven en su nombre. Puesto que sin la separación
aforística no hay deseo ni juramento del nexo sagrado
(sacramentum), el mayor nace de la mayor fuerza de disociación,
aquella que opone aquí y separa a las dos familias por su nombre.
Romeo y Julieta tienen esos nombres. Los llevan, los soportan,
aunque no quieran asumirlos. De ese nombre que les separa, pero
que, del mismo modo, habrá sometido su deseo a toda su fuerza
aforística, desearían separarse. Sin embargo, la declaración más
vibrante de su amor requiere el nombre que ella misma denuncia.
Se podría tener la tentación de distinguir ahora, he aquí otro
aforismo, entre el nombre propio y el nombre de familia que no sería
nombre propio más que por su carácter de generalidad o de
clasificación genealógica. Se podría estar tentado de distinguir
Romeo de Montesco y Julieta de Capuleto. Quizá ellos mismos, el
uno y el otro, están tentados de hacerlo. Pero no lo hacen, y debe
señalarse que en la denuncia del nombre (acto II, escena 2),
también la toman con el nombre propio, al menos con el de Romeo,
que parece formar parte del nombre de familia. El nombre propio
aún supone el nombre del padre, recuerda la ley de la genealogía.
Romeo mismo, el portador del nombre no es el nombre, es Romeo,
el nombre que lleva. Y, ¿es precio llamar a quien lo lleva por el
nombre que lleva? Ella le llama para decirle: te amo, líbranos de tu
nombre, Romeo, no lo lleves más, Romeo, el nombre de Romeo:
JULIET:
O Romeo, Romeo! Wherefore art thou Romeo?
Deny thy father, and refuse thy name.
Or, if thou wilt not, be but sworn my love,
And I’ll no longer be a Capulet.115

Ella habla durante la noche y nada le asegura que se dirija a Romeo


mismo, presente en persona. Para pedir a Romeo que rechace su
nombre ella solo puede, en su ausencia, dirigirse a su nombre o a
su sombra. Romeo –él mismo– está en la sombra y se pregunta si
es momento de tomarle la palabra o si debe aún esperar: tomarle la
palabra, eso será comprometerse a abandonar su nombre un poco,
un poco más tarde. Por el momento decide esperar y escuchar
todavía;
ROMEO (aside)
Shall I hear more, or shall I speak at this?
JULIET
‘Tis but thy name that is my enemy.
Thou art thyself, though not a Montague.
What’s Montague? It is nor hand, nor foot,
Nor arm, nor face, nor any other part
Belonging to a man. O, be some other name!
What’s in a name? That which we call a rose
By any other word would smell as sweet.
So Romeo would, were he not Romeo called,
Retain that dear perfection which he owes
Without that title. Romeo, doff thy name,
And for that name, which is no part of thee
Take all myself.
ROMEO
I take thee at thy word.
Call me but love, and I’ll be new baptized.
Henceforth I never will be Romeo.
JULIET
What man art thou that, thus bescreen’d in night,
So stumblest on my counsel?
ROMEO
By a name
I know not how to tell thee who I am.
My name, dear saint, is hateful to myself
Because it is an enemy to thee.
Had I it written, I would tear the word.
JULIET
My ears have not yet drunk a hundred words
Of that tongue’s uttering, yet I know the sound.
Art thou not Romeo, and a Montague?

ROMEO
Neither, fair maid, if either thee dislike.116

19. Cuando ella se dirige a Romeo por la noche, cuando ella le


pregunta “¡Oh Romeo, Romeo! ¿Por qué eres tú Romeo? Reniega
de tu padre y rechaza tu nombre”, parece dirigirse a él, a él mismo,
a Romeo portador del nombre de Romeo, a aquel que no es Romeo
puesto que se le ha pedido que reniegue de su padre v de su
nombre. En consecuencia, ella parece llamarle más allá de su
nombre. Ahora bien, él no está presente, ella no está segura de que
él esté ahí, él mismo, más allá de su nombre, es de noche y esa
noche protege la indistinción entre el nombre y quien lo lleva. Ella
aún le llama por su nombre y le pide que no se llame ya Romeo y le
exige, a él Romeo, que reniegue de su nombre. Pero es a él, por
más que lo afirme o lo niegue Julieta, a quien ama. ¿Él?, ¿quién?
Romeo. Aquel que se llama Romeo, el que lleva el nombre, el que
se llama Romeo aunque no sea solamente aquel que lleva ese
nombre y aunque exista, sin ser visible o presente en la noche, fuera
de su nombre.
20. La noche. Para Romeo y Julieta, todo lo que sucede durante la
noche se decide sobre todo en la penumbra, entre la noche y el día.
La indecisión entre Romeo y el que lleva el nombre, el nombre de
Romeo y Romeo mismo. Teatro es, decimos, la visibilidad, la
escena. Este teatro pertenece a la noche porque pone en escena lo
que no se ve, el nombre; pone en escena aquello a lo que se llama
bien porque no se ve bien porque no se está seguro de verlo. Teatro
del nombre, teatro de noche. El nombre llama más allá de la
presencia, del fenómeno, de la luz, más allá del día, más allá del
teatro. Guarda, de ahí el duelo y la supervivencia, aquello que no
está ya presente, lo invisible, aquello que en lo sucesivo no verá ya
el día.
21. Ella quiere la muerte de Romeo. La tendrá. La muerte de su
nombre (‘Tis but thy that is my enemy), ciertamente, la muerte de
“Romeo”, pero no podrán desprenderse de su nombre, lo saben sin
saberlo. Ella declara la guerra a “Romeo”, a su nombre, en su
nombre, ella solo ganará esa guerra con la muerte de Romeo, él
mismo. ¿Él mismo? ¿Quién? Romeo. Pero “Romeo” no es Romeo.
Precisamente. Ella quiere la muerte de “Romeo”. Romero muere,
“Romeo” sobrevive. Ella guarda por su nombre. ¿Quién? Julieta.
Romeo.
22. El aforismo: la separación dentro del lenguaje, y en él por el
nombre que cierra el horizonte. El aforismo es a la vez necesario e
imposible. Romeo está radicalmente separado de su nombre. Él, él
mismo vivo, deseo vivo y singular; no es “Romeo”; sin embargo, la
separación, el aforismo del nombre resulta imposible. Muere sin su
nombre pero muere también porque no ha podido liberarse de su
nombre, o de su padre, aún menos renegar de él, responder a la
exigencia de Julieta (Deny thy father, and refuse thy name).
23. Cuando ella me dice: solamente tu nombre es mi enemigo, ella
no piensa en “mi” enemigo. Ella misma, Julieta, no tiene nada contra
el nombre de Romeo. Es el nombre que ella tiene (Julieta y
Capuleto) el que está en guerra con el nombre de Romeo. La guerra
tiene lugar entre los nombres. Y cuando ella dice eso, no está
segura, en la noche, de dirigirse a Romeo mismo. Ella le habla, le
supone distinto de su nombre puesto que se dirige a él para decirle:
“Eres tú mismo, no un Montesco”. Pero él no está ahí. Al menos ella
no puede asegurarse de su presencia. En ella, en su fuero interno,
ella se dirige a él durante la noche aún mediante su nombre, y en la
forma más exclamativa del apóstrofe: O Romeo, Romeo! Wherefore
art thou Romeo! Ella no le dice: ¿por qué te llamas Romeo?, ¿por
qué llevas ese nombre (como un vestido, un ornamento, un signo
prescindible)? Ella le dice: ¿por qué eres tú Romeo? Ella lo sabe:
por muy prescindible y disociable, por muy aforístico que sea, su
nombre es su esencia. Inseparable de su ser. Y al exigirle que se
separe de su nombre, ella, sin duda, le pide que por fin viva, y que
viva su amor (porque para que viva verdaderamente por sí mismo
es necesario escapar a la ley del nombre, a la ley familiar hecha
para la supervivencia y que me recuerda sin cesar la muerte) pero
igualmente le pide que muera, puesto que su vida es su nombre. Él
existe en su nombre: Wherefore art thou Romeo! O Romeo, Romeo!
Romeo es Romeo, y Romeo no es Romeo. No es él mismo salvo
que se separe de su nombre, pero no es él mismo sino en su
nombre. Romeo no puede llamarse a sí mismo si no se aparta de su
nombre, pero no se llama más que a partir de su nombre. Sentencia
de muerte y de supervivencia: dos veces más que una.
24. Al hablar a aquel que ama en ella y fuera de ella, en la
penumbra, Julieta murmura el análisis más implacable del nombre.
Del nombre y del propio nombre. Implacable: ella dice la sentencia,
la sentencia de muerte, la verdad fatal del nombre. Analiza
despiadadamente, elemento por elemento. ¿Qué es Montesco?
Nada de ti, tú eres tú mismo y no Montesco, le dice. Ese nombre no
solo no dice nada de ti como totalidad, sino que no dice nada ¡no
nombra siquiera una parte de ti, ni la mano, ni el pie, ni el brazo, ni
el rostro, nada que sea humano! Este análisis es implacable porque
anuncia o denuncia la inhumanidad o la ahumanidad del nombre. Un
nombre propio no nombra nada que sea humano, que pertenezca a
un cuerpo humano, a un alma humana, a una esencia del hombre.
Y, sin embargo, esa relación con lo inhumano solo le sucede al
hombre, por él, en él, en el nombre del hombre. Sólo él se da ese
nombre inhumano. Y Romeo no sería lo que es, ajeno a su nombre,
sin ese nombre. Julieta prosigue entonces su análisis: el nombre de
las cosas no pertenece a las cosas más que el nombre de los
hombres a éstos, y, sin embargo, es separable de ellas. Ejemplo de
la rosa, una vez más. Sin su nombre, una rosa es lo que es; sin su
nombre, Romeo no es ya lo que es. Pero, durante un tiempo, Julieta
hace como si Romeo pudiera no perder nada al perder su nombre:
como la rosa. Sé como una rosa, le dice en definitiva, sin
genealogía, “sin porqué”. Suponiendo que la rosa, todas las rosas
del pensamiento, de la literatura, de la mística, esa “formidable
antología”, carente de todo aroma…)
25. Ella no le pide que pierda cualquier nombre, solamente que
cambie de nombre: O! be some other name. Eso puede querer decir
dos cosas: toma otro nombre propio (un nombre humano, esa cosa
inhumana que solo pertenece al hombre); o bien, toma otra forma de
nombre, un nombre que no sea un nombre de hombre, toma un
nombre de cosa, un nombre común que, como el nombre de la rosa,
no tenga esa inhumanidad que consiste en afectar al ser mismo de
quien lo lleva aunque no nombre nada de él. Y, tras los dos puntos,
la pregunta.
O! be some other name
What’s in a name? That what we call rose
By any other name would smell as sweet;
So Romeo would, were he not Romeo call’d,
Retain that dear perfection which he owes
Whitout that title.

26. El nombre no sería más que un “título”, y el título no es lo que


nombra, no toma más parte en eso mismo que un título nobiliario, la
familia, la obra, a la que se dice pertenecer: Romeo y Julieta es
también el título –superviviente– de toda una familia de obras de
teatro, Lo que pasa en esas obras, debemos decirlo también de sus
obras, de su genealogía, de su idioma, de su singularidad, de su
supervivencia.
27. Julieta propone a Romeo un trato infinito, el contrato
aparentemente más disimétrico: puedes ganar todo tiempo sin
perder nada, un asunto de nombre. Si renuncias a tu nombre no
renuncias a nada, nada tuyo, a nada de ti mismo ni a nada humano.
En contrapartida y sin haber perdido nada me ganas, y no solo una
parte de mí, sino a mí entera: Romeo, doff thy name; /And for that
name, wich is no part of thee, /Take all myself. Romeo habrá ganado
todo, habrá perdido todo: el nombre y la vida, y a Julieta.
28. El círculo de todos estos nombres en o: words, Romeo, rose,
love. Romeo ha aceptado el trato, le toma la palabra (I take thee at
thy word) en el momento en que ella le propone tomarla toda entera
(Take all myself). Juego de idioma, al tomarle la palabra, al aceptar
el desafío, al asumir ese intercambio increíble, impagable, te tomo
toda entera. Y a cambio de nada, a cambio de una palabra, mi
nombre, que no es nada, nada humano, nada mío, nada para mí. No
doy nada al tomarle la palabra, no me desprendo de nada y te
consigo toda entera. En verdad, y ambos conocen la verdad del
aforismo, él lo perdería todo. Por haber aceptado cambiar el nombre
propio de Romeo por un nombre común: no el nombre rosa, sino el
nombre amor, perderán todo en esa aporía del nombre propio.
Porque Romeo no renuncia a cualquier nombre, únicamente al
nombre de su padre, es decir, a su nombre propio, por así decirlo: I
take thee at thy Word, /Call me but love, and I’ll be new baptized
/Henceforth I never will be Romeo. Romeo se gana y se pierde, a la
vez, en el nombre común, pero también en la ley común del amor:
Call me love. Llámame tu amor.
29. La disimetría sigue siendo infinita. De nuevo depende de esto:
Romeo no le dirige la misma exigencia. No le pide secretamente a
aquella que será su mujer que renuncie a su nombre o que reniegue
de su padre. Como si fuera de suyo y no exigiera el mismo
desgarramiento (hablará en un momento de desgarrar su nombre, la
escritura o la letra de su nombre, si al menos lo hubiera escrito él
mismo, lo cual precisamente se excluye por principio,
originariamente). ¿Paradoja, ironía, inversión de la ley común? ¿O
repetición que, por el contrario, confirma la verdad de esa ley?
Frecuentemente en nuestras culturas, el marido conserva su
apellido, el de su padre, y la mujer renuncia al suyo. Cuando el
marido da su apellido a su mujer, no es como aquí, para perderlo, o
para cambiarlo, es para imponerlo conservándolo. Aquí ella le pide
que reniegue de su padre y que cambie de nombre. Pero esa
inversión confirma la ley: el nombre del padre debería ser
conservado por el hijo, es a él a quien tiene algún sentido
arrancárselo, de ninguna manera a la hija que no ha recibido jamás
la custodia. Terrible lucidez de Julieta. Ella conoce los dos nexos de
la ley, el doble nexo que liga a un hijo al nombre de su padre. Sólo
puede vivir si se afirma singularmente, sin el nombre de heredero.
Pero la escritura de ese nombre, que él no ha escrito por sí mismo
(Had I it written, I would tear the Word), le constituye en su ser
mismo, sin nombrar nada de él, y él no puede más que aniquilarse
al negarlo. Puede, como mucho, en suma, negarlo, renegar de él, no
puede borrarlo ni desgarrarlo. Por consiguiente, está perdido de
todas formas y ella lo sabe. Lo sabe porque lo ama y lo ama porque
lo sabe. Le exige su muerte al pedirle que guarde su vida porque lo
ama, porque sabe y porque sabe que la muerte no le llegará
accidentalmente. Está consagrado a ella, y Julieta con él, por la
doble ley del nombre.
30. Sin la doble ley del nombre no habría contratiempo. El
contratiempo supone esa inadecuación inhumana, demasiado
humana, que siempre disloca un nombre propio. El matrimonio
secreto, el juramento (sacramentum), la doble supervivencia a que
compromete, su anacronía constitutiva, todo obedece a la misma
ley. Esa ley, la ley del contratiempo, es doble porque está dividida;
acarrea el aforismo, como su verdad, en ella misma. El aforismo es
esa ley.
31. Aunque quisiera. Romeo no podría renunciar por sí mismo a su
nombre y a su padre. No puede quererlo por sí mismo, aun cuando,
sin embargo, esa emancipación le es presentada como la
posibilidad de ser por fin él mismo, de inventarse más allá del
nombre –la posibilidad de vivir por fin, porque él lleva el nombre
como su muerte. No puede quererlo él mismo, por sí mismo, porque
él no es sin su nombre. Sólo puede desearlo tras la llamada del otro,
e inventarse en nombre del otro. Sólo cuando Julieta se lo exige, por
así decirlo, él odia su nombre:
My name, dear saint, is hateful to myself,
Because it is an enemy to thee:
Had I it written, I would tear the word.

32. Cuando ella cree reconocerle en la penumbra, en el claro de


luna, el drama del nombre está consumado (Juliete. My ears have
not yet drunk a hundred words / Of that tongu’es uttering, yet I know
the sound: / Art thou not Romeo, and a Montague? Romeo. Neither,
fair maid, if either thee dislike). Ella le reconoce y le ama por su
nombre (¿No eres tú Romeo y un Montesco?), le identifica por un
lado por el timbre de su voz, es decir, por las palabras que ella
escucha sin imagen, por otro lado, en el momento en que,
obedeciendo a la inyunción, él ha renegado de su nombre y de su
padre. La supervivencia y la muerte, es decir, la luna, están
funcionando. Ese poder de muerte que aparece en el claro de luna
se llama Julieta, y el sol al que de repente ella se asemeja conlleva
la vida y la muerte en el nombre del padre. Ella mata a la luna. ¿Qué
dice Romeo en la apertura de la escena (que no es una escena
porque el nombre la consagra a la invisibilidad, sino un teatro
porque la luz es en ella artificial y figurada)? But soft! What ligth
through Gonder window breaks? / It is the east, and Juliet is the sun!
/Arise fair sun, and kil the envious moon, /Who is already sick and
pale with grief…117
33. El lado lunar de esta sombría obra teatral, una cierta frialdad de
Romeo y Julieta. Todo en ella no es de hielo, ni de espejo; el hielo
de la obra no proviene únicamente de la muerte, del mármol al que
todo parece consagrado (the tomb, the monument, the grave, the
flowers on the lady’s grave), en ese destino de estatus yacentes que
enlaza y separa, a partir de su nombre, a estos dos amantes. No, la
frialdad que conquista poco a poco el cuerpo de la obra y que la
cadaveriza como de antemano es quizás la ironía, la figura o la
retórica de la ironía, el contratiempo de la conciencia irónica. Ésta se
desmesura siempre entre lo finito y lo infinito, juega con la
inadecuación, con el aforismo, especula, analiza, analiza, analiza la
ley de desidentificación, la implacable necesidad, la máquina del
nombre propio que me obliga a vivir eso mismo, a saber mi nombre,
por el que muero.
34. Ironía del nombre propio, tal y como es analizada por Julieta.
Sentencia de verdad que produce la muerte, el aforismo separa, y
ante todo me separa de mi nombre. No soy mi nombre. Es lo mismo
que decir que podría sobrevivirle. Pero ante todo el nombre está
destinado a sobrevivirme. De este modo me anuncia la muerte. No
coincidencia y contratiempo entre mi nombre y yo, entre la
experiencia según la cual me llamo o escucho que me llaman y mi
“presente vivo”. Cita con mi nombre. Untimely, intempestiva, en el
peor momento.
35. Cambiar de nombre: el baile, la sustitución, las máscaras, el
simulacro, la cita con la muerte. Untimely. Never on time.
36. Lo que se dice irónicamente, es decir, en el sentido retórico de la
figura irónica: dar a entender lo contrario de lo que se dice. Por
tanto, he aquí lo imposible: 1) dos amantes se sobreviven, el uno al
otro, cada uno ve morir al otro; 2) el nombre les constituye sin ser
nada de ellos mismos, condenándoles a ser lo que no son bajo la
máscara, a confundirse con la máscara; 3) los dos están unidos por
aquello mismo que los separa, etc. Esto es lo que enuncian con
claridad, lo que incluso formalizan como jamás se habría atrevido
una especulación filosófica. Una vena, mediante la aguda punta de
ese análisis, recibe la poción destilada. No espera, no da tiempo,
siquiera el tiempo del teatro, hiela inmediatamente el corazón de sus
juramentos. Esa poción será el verdadero veneno, la verdad
envenenada de ese teatro.
37. Ironía del aforismo. En estética, Hegel se burla de aquellos que,
empeñados en alagar a los irónicos, no son capaces de analizar la
ironía analítica de Romeo y Julieta. Refiere a Tieck: “Pero cuando
creemos que se da la mejor ocasión para mostrar qué es la ironía,
por ejemplo en Romeo y Julieta, nos decepcionamos, porque ya no
es cuestión de ironía”.
38. Otra serie, que atraviesa a todas las demás: el nombre, la ley, la
genealogía, la doble supervivencia, el contratiempo, en suma, el
aforismo de Romeo y Julieta. No de Romeo y de Julieta, sino de
Romeo y Julieta, la obra teatral de Shakespeare así titulada. Dicha
obra pertenece a una serie, al palimpsesto aún vivo, el teatro abierto
de los relatos que llevan ese nombre. La obra les sobrevive, pero
gracias a ella ellos sobreviven. Esta doble supervivencia, ¿habrá
sido posible “whitout that title”, tal y como diría Julieta? Y los
nombres de Matteo Bandello, de Luigi da Porto, ¿sobrevivirían sin el
Shakespeare que a su vez les sobrevivió? ¿Y sin las innumerables
repeticiones bajo el mismo nombre peculiarmente avaladas? ¿Sin
los injertos de nombres? ¿Y sin otras obras teatrales? O!, be some
other name.
39. El aforismo absoluto: un nombre propio. Sin genealogía, sin la
menor cópula. Fin del teatro. Telón. Estampa (Los dos amantes
unidos en la muerte de Angelo dall’Oca Bianca). Turismo, sol de
diciembre en Verona (Verona by that name is know).118 Un
verdadero sol, el otro (The sun, for sorrow, will nos show his
head).119
Traducción: Emilio Velasco

110. Primera versión publicada en Romeo et Juliette, Papiers, Paris, 1986 (con motivo de
una creación de Romeo y Julieta por Daniel Menguich en el teatro Gérard-Philippe de
Saint-Denis). [Todas las citas de Romeo y Julieta se encuentran en inglés en el original.
Hemos optado, por coherencia con el pensamiento y el uso de Derrida, por presentarlas sin
traducir. No obstante, y para comodidad del lector en castellano, todas las citas se
presentan traducidas en nota al pie. Cuando no se indique lo contrario, las citas están
extraídas de la traducción de Manuel Ángel Conejero y Jenaro Talens, Cátedra, Madrid,
1988 (11.a reed. 2003). N. del T.]
111. Entretanto, y antes que te despiertes, /Romeo conocerá, por carta, nuestros planes, / y
se apresurará a venir…
112. Julieta. Sólo tu nombre es mi enemigo. […] Romeo. Mi nombre –cielo mío– yo mismo
lo detesto, / pues sé que es tu enemigo. / Si yo lo hubiera escrito, yo mismo desgarraría la
palabra.
[Se ha modificado la traducción original. Donde decía “fuera la palabra escrita y yo la
rompería”, ahora dice: “Si yo lo hubiera escrito, yo mismo desgarraría la palabra”].
* Tal y como Derrida la desarrolla con posterioridad, la expresión francesa para sentencia
de muerte (Arrêt de mort) alude también, en la lectura más literal, a una interrupción de la
muerte. Sobre el mismo asunto se ha pronunciado Derrida muy extensamente en
Demeure. Maurice Blanchot, Galilée, Paris 1998. [N. del T.]
113. ¡Sé otro nombre!
[Se ha modificado la traducción original. Esta decía: “¡Si otro fuese tu nombre!”]
114. Y si os atrevéis, yo os daré el remedio […] Entretanto, y antes que te despiertes,
Romeo conocerá, por carta, nuestros planes, y se apresurará a venir…
[Se ha modificado la traducción original. Donde decía: “Y que si osáis cumplir será vuestro
remedio”, ahora dice “Y si os atrevéis, yo os daré el remedio”.]
115. ¡Oh Romeo, Romeo! ¡Por qué eres Romeo! / ¡Reniega de tu padre! ¡renuncia a tu
nombre! / O jura a al menos que me amas, / y dejaré de ser yo Capuleto.
[Donde decía: “¡Si otro fuese tu nombre!”, hemos traducido por “¡Por qué eres Romeo!”.]
116. ROMEO: (aparte) ¿Debo escuchar aún o hablarte ahora?
JULIETA: Sólo tu nombre es mi enemigo. Tú / eres tú mismo, seas Montesco o no. / ¿Qué
es Montesco? La mano no, ni el pie, / ni el brazo ni la cara ni cualquier otra parte / de un
mancebo. ¡Si otro fuese tu nombre! / ¿En un nombre qué hay? Lo que llamamos rosa / aun
con otro nombre mantendría el perfume; / de ese modo Romeo, aunque Romeo nunca se
llamase, / conservaría la misma perfección, la misma, / sin ese título. Romeo, dile adiós a
tu nombre, / pues que no forma parte de ti; y, a cambio de ese nombre, / tómame a mí, todo
mi ser.
ROMEO: Te tomo la palabra. / Llámame solo “amor”, será un nuevo bautismo. / De ahora
en adelante, ya no seré Romeo.
JULIETA: ¿Quién eres tú, cubierto por la noche, / que me sorprendes en mis confidencias?
ROMEO: No, / no basta con un nombre para decir quién soy. / Mi nombre –cielo mío– yo
mismo lo detesto / pues sé que es tu enemigo. / Si yo lo hubiera escrito, yo mismo
desgarraría la palabra.
JULIETA: Aún no han bebido mis oídos cien palabras / salidas de tus labios y ya conozco
su rumor, / ¿No eres Romeo? ¿No eres un Montesco?
ROMEO: Ninguno de los dos, si a ti te desagrada.
117. ¿Qué luz es la que asoma por aquella ventana? / ¡Es el oriente! ¡Y Julieta es el sol! /
Amanece tú, sol, Mata a la envidiosa luna. / Está enferma, y cómo palidece de dolor…
118. Verona es conocida por ese nombre.
119. El sol, apenado, no asoma su cabeza.
CÓMO NO HABLAR. DENEGACIONES120

I
Antes incluso de empezar a preparar esta conferencia, sabía que
deseaba hablar de la “huella” en su relación con lo que se llama, a
veces de forma abusiva, la “teología negativa”. Más precisamente,
sabía que debería hacerlo en Jerusalén. Pero, ¿en qué consiste
aquí tal deber? Y cuando digo que sabía que debía hacerlo antes
incluso de la primera palabra de esta conferencia, estoy nombrando
ya una singular anterioridad del deber –un deber antes de la primera
palabra: ¿es eso posible?– que sería difícil situar y que será quizás
hoy mi tema.
Bajo el título muy laxo de “teología negativa”, se designa
frecuentemente, lo saben ustedes, una cierta forma de lenguaje, con
su puesta en escena, sus modos retóricos, gramaticales, lógicos,
sus procedimientos demostrativos, en una palabra, una práctica
textual atestiguada, o situada “en la historia”. Es verdad que aquella
excede a veces los predicados que construyen tal o cual concepto
de la historia. ¿Hay una teología negativa, la teología negativa? En
todo caso la unidad de su archivo sigue siendo difícil de delimitar. Se
la podría intentar organizar en torno a ciertas tentativas que pasan
por ejemplares o explícitas, como la de Los nombres divinos de
Dionisio Areopagita (llamado el Pseudo-Dionisio). Pero no cabe
estar seguro nunca, y por razones esenciales, como se verá, de
poder atribuir a quienquiera que sea un proyecto de teología
negativa como tal.121 Antes de Dionisio, se buscará por el lado de
una cierta tradición platónica y neo-platónica. Después de él, hasta
en la modernidad de Wittgenstein y de bastantes otros. Así, se ha
llegado a designar con ese nombre, más vagamente, de manera
menos rigurosa o informada, una cierta actitud típica con respecto al
lenguaje y en éste, en el acto de la definición, de la atribución, de la
determinación semántica o conceptual. Suponiendo por hipótesis
aproximativa que la teología negativa consista en considerar que
todo predicado, o todo lenguaje predicativo, sea [reste]inadecuado a
la esencia, en realidad inadecuado a la hiperesencialidad de Dios, y
que, en consecuencia, solo una atribución negativa (“apofática”)
puede pretender aproximarse a Dios, prepararnos a una intuición
silenciosa de Dios, entonces, mediante una analogía más o menos
defendible, se reconocerán algunos rasgos, el aire de familia de la
teología negativa, en todo discurso que parece recurrir de manera
insistente y regular a esa retórica de la determinación negativa, que
multiplica indefinidamente las precauciones y las advertencias
apofáticas: esto, que se llama X (por ejemplo, el texto, la escritura,
la huella, la différance, el himen, el suplemento, el fármacon, el
parergon, etc.), “no es” ni esto ni aquello, ni sensible ni inteligible, ni
positivo ni negativo, ni dentro ni fuera, ni superior ni inferior, ni activo
ni pasivo, ni presente ni ausente, ni siquiera neutro, ni siquiera
dialectizable en un tercero, sin relevo (Aufhebung) posible, etc. No
es pues ni un concepto, ni siquiera un nombre, a pesar de la
apariencia. Esta X se presta, ciertamente, a una serie de nombres,
pero reclama otra sintaxis, excede incluso el orden y la estructura
del discurso predicativo. No “es” y no dice lo que “es”. Se escribe
completamente de otra forma.
Acabo de recurrir deliberadamente a unos ejemplos que me son
próximos y, cabría pensar, familiares. Por dos razones. Por un lado,
desde muy pronto se me acusó, más bien que se me felicitó, por
repetir, en un paisaje que se cree conocer realmente, los
procedimientos de la teología negativa. En esos procedimientos se
quisiera ver así una simple retórica, o una retórica del fracaso, o
algo peor, de la renuncia al saber, a la determinación conceptual, al
análisis: para aquellos que no tienen nada que decir o que no
quieren saber nada siempre resulta fácil imitar la técnica de la
teología negativa. Y de hecho ésta implica necesariamente un
aparato de reglas metódicas. Intentaré enseguida mostrar en qué
medida aquella pretende al menos no dejarse confundir con una
técnica expuesta al simulacro y a la parodia, a la repetición
mecánica. Escaparía de eso gracias a la oración que precede a los
enunciados apofáticos y gracias al dirigirse al otro, a ti, en un
momento que no es solo el preámbulo o el umbral metódico de la
experiencia. Naturalmente, la oración, la invocación, el apóstrofe
pueden también imitarse, incluso prestarse como a pesar de ellos a
la técnica repetitiva. Volveré al concluir a este riesgo que, afortunada
y desgraciadamente, es también una ocasión [chance]. Pero si el
riesgo es inevitable, la acusación a la que se expone no debe
limitarse a la apofática de la teología negativa. Aquella puede
extenderse a todo lenguaje, incluso a toda manifestación en general.
El riesgo está inscrito en la estructura de la marca.
Hay también un uso automático, ritual y “dóxico” de la sospecha
lanzada contra todo lo que se parece a la teología negativa. Me
interesa desde hace mucho. Su matriz envuelve al menos tres tipos
de objeciones.
a) Usted prefiere negar, usted no afirma nada, es usted
fundamentalmente un nihilista o un oscurantista, no es así como
progresará el saber, ni siquiera la ciencia teológica. Por no hablar
del ateísmo, del que se ha podido decir, de manera siempre
igualmente trivial, que era la verdad de la teología negativa.
b) Usted abusa de una técnica fácil, basta con repetir: “X no es
esto, como tampoco aquello”, “X parece exceder todo discurso o
toda predicación”, etc. Eso equivale a hablar para no decir nada.
Habla usted solo por hablar, por hacer la experiencia del habla. O,
cosa más grave, habla usted así con vistas a escribir, ya que lo que
usted escribe entonces no merece ni siquiera ser dicho. Esta
segunda crítica parece ya más interesante y más lúcida que la
primera: hablar por hablar, hacer la experiencia de lo que le sucede
al habla por el habla misma, en la huella de una especie de quasi-
tautología, eso no es simplemente hablar en vano y para no decir
nada. Es quizás hacer la experiencia de una posibilidad del habla
que el objetor mismo tiene realmente que suponer en el momento
en que dirige de esa manera su crítica. Hablar para (no) decir nada,
no es no hablar. Sobre todo no es no hablar a nadie.
c) Esta crítica no afecta, pues, a la posibilidad esencial del
dirigirse o del apóstrofe. Aquella envuelve todavía una tercera
posibilidad, menos evidente pero sin duda más interesante. La
sospecha adopta ahí una forma que puede invertir el proceso de la
acusación: si no es solo estéril, repetitivo, oscurantista, mecánico, el
discurso apofático, una vez analizado en su tipo lógico-gramatical,
nos deja quizás pensar el devenir-teológico de todo discurso. Desde
el momento en que una proposición toma una forma negativa, basta
con llevar hasta su límite la negatividad que así se anuncia ahí para
que aquella se asemeje, al menos, a una apofática teológica. Cada
vez que digo: X no es esto, ni aquello, ni lo contrario de esto o de
aquello, ni la simple neutralización de esto o de aquello con los que
no tiene nada en común, siendo absolutamente heterogéneo o
inconmensurable con ellos, empezaría a hablar de Dios, bajo ese
nombre o bajo otro. El nombre de Dios sería entonces el efecto
hiperbólico de esta negatividad o de toda negatividad consecuente
en su discurso. El nombre de Dios convendría a todo aquello a lo
que solo cabe aproximarse, aquello que solo cabe abordar, designar
de manera indirecta y negativa. Toda frase negativa estaría ya
asediada por Dios o por el nombre de Dios, como que la distinción
entre Dios y el nombre de Dios abre el espacio mismo de este
enigma. Si hay un trabajo de la negatividad en el discurso y en la
predicación, ese trabajo produciría la divinidad. Bastaría entonces
con un cambio de signo (o más bien con demostrar, cosa bastante
fácil y clásica, que esa inversión siempre ya ha tenido lugar, que ella
es la necesidad misma del pensamiento) para decir que la divinidad
no está aquí producida sino que es productora. Infinitamente
productora, diría, por ejemplo, Hegel. Dios no sería solo el fin sino el
origen de este trabajo de lo negativo. No solo el ateísmo no sería la
verdad de la teología negativa, sino que Dios sería la verdad de toda
negatividad. Se accedería así a una especie de prueba de Dios, no
una prueba de la existencia de Dios sino una prueba de Dios por
sus efectos, más precisamente una prueba de lo que se llama Dios,
del nombre de Dios por efectos sin causa, por lo sin causa. El valor
de esta palabra, sin, nos va a volver a interesar enseguida. En la
lógica absolutamente singular de esta prueba, “Dios” nombraría
aquello sin lo cual no se podría dar cuenta de ninguna negatividad:
la negación gramatical o lógica, la enfermedad, el mal, la neurosis
finalmente, que, lejos de permitir al psicoanálisis que reduzca la
religión a un síntoma, tendría que reconocer en el síntoma la
manifestación negativa de Dios. Sin decir que debe haber al menos
tanta “realidad” en la causa como en el efecto y que la “existencia”
de Dios no tiene necesidad de otra prueba que la sintomática
religiosa, cabría ver por el contrario en la negación o en la
suspensión del predicado, o de la posición de “existencia”, la
primera señal del respeto por una causa divina que no tiene ni
siquiera necesidad de “ser”. Y en cuanto a quienes quisieran
considerar la “desconstrucción” como un síntoma del nihilismo
moderno o post-moderno, en aquélla podrían reconocer justamente,
si así lo desean, el último testimonio, por no decir el mártir de la fe
en este final de siglo. Una lectura como esa será siempre posible.
¿Quién podría prohibirla? ¿En nombre de qué? Pero ¿qué ha
ocurrido para que eso que así está permitido no sea jamás sin
embargo necesario? ¿Qué debe ser la escritura de esta
desconstrucción, la escritura según esta desconstrucción, para que
la cosa sea así?

He aquí una primera razón. Pero he recurrido a ejemplos que me


son próximos por una segunda razón. Quería también decir algunas
palabras de un deseo muy antiguo: abordar directamente y por sí
misma la red de cuestiones que se anuda de manera demasiado
precipitada bajo el título de “teología negativa”. Hasta ahora, ante la
cuestión o la objeción, mi respuesta ha sido siempre breve, elíptica y
dilatoria.122 Pero ya escandida, me parece, en dos tiempos:
1. No, lo que escribo no depende de la “teología negativa”. En
primer lugar, en la medida en que ésta pertenece al espacio
predicativo o judicativo del discurso, a su forma estrictamente
proposicional, y privilegia no solo la unidad indestructible de la
palabra sino también la autoridad del nombre, axiomas todos ellos
que una “desconstrucción” debe empezar por reconsiderar (cosa
que he intentado hacer desde la primera parte de De la
gramatología). Después, en la medida en que aquella parece
reservar, más allá de toda predicación positiva, más allá de toda
negación, más allá incluso del ser, alguna especie de
superesencialidad, un ser más allá del ser. Es la palabra de la que
hace uso tan frecuentemente Dionisio en Los nombres divinos:
hyperousios, -ôs, hyperousiotes. Dios como ser más allá del ser o
también Dios sin el ser123: he aquí algo que parece desbordar la
alternativa de un teísmo o de un ateísmo que se opondrían
alrededor de lo que se llama a veces ingenuamente la existencia de
Dios. Sin poder detenerme aquí en la sintaxis y la semántica de la
palabra “sin” –lo que he intentado analizar en otro lugar–, me
atengo, pues, al primer tiempo de esta respuesta: no, dudaría en
inscribir lo que propongo bajo el título corriente de la teología
negativa, precisamente por esa sobrepuja ontológica de la
hiperesencialidad que se encuentra en obra tanto en Dionisio como,
por ejemplo, en el Maestro Eckhart cuando escribe:
Cada cosa actúa en su ser (Ein ieglich dinc würket in wesene), ninguna cosa puede
actuar por encima de su ser (über sîn wesen). El fuego solo puede actuar en la
madera. Dios actúa por encima del ser (Got würket über wesene) en la amplitud
donde puede moverse, actúa en el no-ser (er würket in unwesene). Antes incluso de
que hubiera ser, Dios actuaba (ê denne wesen waere, dô wohrte got). Maestros de
espíritu grosero dicen que Dios es un ser puro (ein lûter wesen); está tan elevado por
encima del ser como lo está el más elevado de los ángeles por encima de una
mosca. Si llamase a Dios un ser estaría hablando con tanta falsedad como si dijese
del sol que es pálido o negro. Dios no es ni esto ni aquello (Got enist weder diz noch
daz). Y un maestro dice: aquel que cree que ha conocido a Dios y que conocerá
alguna otra cosa, no conocerá a Dios. Pero al decir yo que Dios no era un ser y que
estaba por encima del ser (über wesene), no por eso le he discutido el ser (ich im niht
wesen abegesprochen), por el contrario, le he atribuido un ser más elevado (ich hân
ez in im gehoehet).124

En el movimiento del mismo parágrafo, una cita de san Agustín


recuerda ese valor a la vez negativo e hiperafirmativo del sin: “San
Agustín dice: Dios es sabio sin sabiduría (wîse âne wîsheit), bueno
sin bondad (guot âne güete), potente sin potencia (gewaltic âne
gewalt)”. El sin no disocia solamente la atribución singular de la
generalidad esencial: la sabiduría como ser-sabio en general, la
bondad como el ser-bueno en general, la potencia como ser-potente
en general. No evita solo la abstracción ligada a todo nombre común
y al ser implicado en toda generalidad esencial: transmuta también
en afirmación, en la misma palabra y en la misma sintaxis, su
negatividad puramente fenomenal, aquella que el lenguaje ordinario,
clavado a la finitud, da a entender en una palabra como sin o en
otras palabras análogas. Desconstruye el antropomorfismo
gramatical.
Por seguir todavía con el primer tiempo de mi respuesta, es, pues,
el pensar en ese movimiento hacia la hiperesencialidad por lo que
creía que debía negarme a escribir en el registro de la “teología
negativa”. Lo que “quiere-decir” la différance, la “huella”, etc. –que
por otra parte no quiere decir nada–, sería “antes” del concepto, el
nombre, la palabra, “algo” que no sería nada, que no dependería
[relèverait] ya del ser, de la presencia o de la presencia del presente,
ni siquiera de la ausencia, todavía menos de alguna
hiperesencialidad. Pero su reapropiación onto-teológica es siempre
posible, y sin duda inevitable en tanto que se habla, precisamente,
dentro del elemento de la lógica y de la gramática onto-teológica.
Siempre cabe decir: la hiperesencialidad es justamente eso, un ser
supremo que se mantiene inconmensurable con el ser de todo lo
que es, que no es nada, ni presente ni ausente, etc. Si el
movimiento de esta reapropiación parece efectivamente irreprimible,
no por eso es menos necesario su fracaso final. Pero esta cuestión
perdura, lo concedo, en el corazón de un pensamiento de la
différance o de una escritura de la escritura. Perdura como cuestión
y por eso vuelvo de nuevo a ella. Pues dentro de la misma “lógica”,
y me atengo todavía al primer tiempo de esta respuesta, mi
inquietud se dirigía también hacia la promesa de esa presencia dada
a la intuición o a la visión. La promesa de una presencia así
acompaña frecuentemente la travesía apofática. Visión de una luz
tenebrosa, sin duda, intuición de esta “Tiniebla más que
luminosa”125 (hyperphoton), sin duda, pero todavía la inmediatez de
una presencia. Hasta la unión con Dios. Tras ese movimiento
indispensable de la oración (de la que volveré a hablar más tarde),
Dionisio exhorta así a Timoteo a los mystika theamata:
Así es mi oración. En cuanto a ti, querido Timoteo, ejercítate sin cesar en las
contemplaciones místicas, abandona las sensaciones, renuncia a las operaciones
intelectuales, rechaza todo lo que pertenece a lo sensible y a lo inteligible, despójate
totalmente del no-ser y del ser (panta ouk onta kai onta), y elévate así, tanto cuanto
puedas, hasta unirte en la ignorancia (agnôstos) con Aquel que está más allá de toda
esencia y de todo saber (tou hyper pasan ousian kai gnôsin). Pues es saliendo de
todo y de ti mismo, de manera irresistible y perfecta, como te elevarás en un puro
éxtasis (extasei) hasta el rayo tenebroso de la divina Superesencia (pros ten
hyperousion tou theiou), una vez que hayas abandonado todo y que estés despojado
de todo [ibíd.].

Esta unión mística, este acto de inconocimiento es también “una


visión verdadera y un verdadero conocimiento” (to ontós idein kai
gnôsai) (1025b, p. 180). Éste conoce el inconocimiento mismo en su
verdad, una verdad que no es de adecuación sino de
desvelamiento. Para celebrar lo “superesencial según un modo
superesencial” (tôn hyperousion hyperousiôs hymnesai), esta unión
tiende a “conocer sin velo (aperikaluptôs: de forma no oculta,
abierta) este inconocimiento (agnosian) que disimula en todo el ser
el conocimiento que se puede tener de este ser” (1025bc). Se
reclama la revelación mediante una elevación: hacia ese contacto o
esa visión, esa intuición pura de lo inefable, esa unión silenciosa con
lo que permanece inaccesible al habla. La ascensión corresponde
también a una rarefacción de los signos, figuras, símbolos –y
también de las ficciones, de los mitos y de la poesía–. Esta
economía, Dionisio la trata como tal. La Teología simbólica será más
voluble y más voluminosa que la Teología mística. Pues aquella
trata de las “metonimias de lo sensible a lo divino” (ai apo tôn
aistheton epi ta theia metonumiai) (1033a, p. 181), describe la
significación en Dios de las formas (morphai), de las figuras
(skhemata), mide su discurso con “símbolos” que “exigen más
palabras que el resto, de manera que la Teología simbólica ha sido
necesariamente mucho más voluminosa que los Esbozos teológicos
y que los Nombres divinos”. Elevándose por encima de lo sensible,
se gana en “concisión”, “pues los inteligibles se presentan de forma
cada vez más sinóptica” (1033b, p. 182). Pero hay también un más
allá de la concisión económica. Sobrepasando incluso lo inteligible,
las apophatikai theologai tienden hacia la rarefacción absoluta, a la
unión silenciosa con lo inefable:
Ahora, pues, que vamos a penetrar en la Tiniebla que está más allá de lo inteligible,
no se tratará ya ni siquiera de concisión (brakhylogian) sino realmente de un cese
total de la palabra (alogian) y del pensamiento (anoesian). Allí donde nuestro
discurso descendía de lo superior a lo inferior, a medida que se alejaba de las
alturas, su volumen aumentaba. Ahora que nos remontamos de lo inferior a lo
trascendente, justo en la medida en que nos aproximamos a la cima, el volumen de
nuestras palabras disminuirá; en el término último de la ascensión, estaremos
totalmente mudos y plenamente unidos a lo inefable (aphthegktô) (1033c, p. 182).

Esta economía es paradójica. De derecho y en principio, la marcha


apofática tendría que volver a recorrer, negativamente, todas las
etapas de la teología simbólica y de la predicación positiva. Le sería,
pues, co-extensiva, sujeta al mismo volumen de discurso.
Interminable en sí, no puede encontrar en sí misma el principio de
su interrupción. Tiene que aplazar indefinidamente el encuentro con
su propio límite.
Extraño, heterogéneo, en todo caso irreductible al telos intuitivo, a
la experiencia de lo inefable y de la visión muda que parece orientar
toda esa apofática, incluidas la oración y la celebración que le abren
el camino, el pensamiento de la différance tendría, pues, poca
afinidad, por una razón análoga, con la interpretación corriente de
ciertos enunciados muy conocidos del primer Wittgenstein.
Recuerdo esas palabras tan frecuentemente citadas del Tractatus,
por ejemplo: “6-522 –Hay ciertamente lo inexpresable (es gibt
allerdings Unausprechliches), lo que se muestra a sí mismo; esto es
lo místico” y “7 –De lo que no se puede hablar hay que callarse”.
Lo que va a importar aquí es la naturaleza de ese “hay que”: éste
inscribe el mandato de silencio en la orden o la promesa de un “hay
que hablar”, “hay que no evitar hablar”, o más bien “hace falta que
haya la huella”. No, “hace falta que haya habido la huella”, frase que
se debe hacer volver simultáneamente hacia un pasado y hacia un
futuro todavía impresentables: realmente hace falta (ahora) que
haya habido la huella (en un pasado inmemorial y por esa amnesia
es por lo que hace falta el “hace falta” de la huella); pero también
hace falta (desde ahora, hará falta, el “hace falta”/el “hay que” [le “il
faut”] vale siempre también para el porvenir) que en el futuro haya
habido la huella.
Pero no nos apresuremos demasiado. Enseguida habrá que
discernir entre esas modalidades del “hay que”.

2. Pues –y éste fue muchas veces el segundo tiempo de mis


respuestas improvisadas– la apelación general “teología negativa”
recubre quizás confusiones y da lugar a veces a interpretaciones
sumarias. Quizás se da ahí, escondida, inquieta, diversa,
heterogénea en sí misma, una multiplicidad de posibles para los que
la expresión única “teología negativa”, demasiado tosca y vaga,
resultaría todavía inadecuada. Para entrar seriamente en este
debate, he respondido a menudo, habría que clarificar esa
denominación estudiando corpus, escenas, recorridos y lenguas
muy desemejantes. Como siempre me han fascinado los
movimientos llamados de teología negativa, los cuales sin duda no
son nunca ajenos a la experiencia de la fascinación en general, por
más que recusase la asimilación de un pensamiento de la huella o
de la différance a alguna especie de teología negativa, mi respuesta
equivalía a una promesa: un día habrá que dejar de aplazar, un día
habrá que intentar explicarse directamente a este respecto y hablar
por fin de la “teología negativa” misma, suponiendo que algo así
exista.
¿Ha llegado ese día?
Dicho de otro modo: ¿cómo no hablar de la teología negativa
(how to avoid speaking on negative theology)? Pero, ¿cómo decidir
sobre esa cuestión, y entre estos dos sentidos? 1. ¿Cómo evitar
hablar de eso en adelante? Parece imposible. ¿Cómo podría
callarme sobre este tema? 2. ¿Cómo, si se habla de eso, evitar
hablar de eso? ¿Cómo no hablar de eso? ¿Cómo hay que no hablar
de eso? ¿Cómo evitar hablar de eso a tontas y a locas? ¿Qué
precauciones tomar para evitar las faltas, las afirmaciones
inadecuadas o simplistas?
Vuelvo a mi primera frase. Sabía, pues, lo que debería hacer.
Había prometido implícitamente hablar un día, directamente, de la
teología negativa. Antes incluso de hablar me sabía comprometido a
hacerlo. Tal situación da lugar a dos interpretaciones posibles al
menos. 1. Hay necesariamente compromiso o promesa antes
incluso de la palabra, en todo caso antes de un acontecimiento
discursivo como tal. Ésta supone el espacio abierto de la promesa.
2. Este compromiso, esta palabra dada, pertenece ya al tiempo de la
palabra por la que, como se dice en francés, cumplo la palabra. De
hecho, en el momento de prometer hablar un día de teología
negativa ya he empezado a hacerlo. Pero esto no es más que el
índice confuso de una estructura que quisiera analizar más tarde.
Habiéndolo prometido ya, como a pesar mío, no sabía cómo
podría mantener esa promesa. ¿Cómo hablar convenientemente de
la teología negativa? ¿Hay alguna? ¿Sólo una? ¿Un modelo
regulador para los otros? ¿Cabe ajustar a ella un discurso? ¿Hay un
discurso a su medida? ¿No se está obligado a hablar de la teología
negativa según los modos de la teología negativa, de manera a la
vez impotente, agotadora e inagotable? ¿Hay jamás otra cosa que
una “teología negativa” de la “teología negativa”?
Sobre todo, no sabía dónde ni cuándo lo haría. El año que viene
en Jerusalén, me decía quizás para diferir indefinidamente el
cumplimiento de la promesa. Pero también para hacerme saber a mí
mismo, y realmente he recibido el mensaje, que el día en que fuese
efectivamente a Jerusalén, ya no sería posible aplazarlo. Habrá que
hacerlo.
¿Lo haré? ¿Estoy en Jerusalén? He aquí una cuestión a la que no
se responderá jamás en presente, solo en futuro o en pasado
anterior.
¿Por qué insistir en este aplazamiento? Es que no me parece ni
evitable ni insignificante. No se puede decidir nunca si no da lugar,
en cuanto aplazamiento, a eso mismo que difiere. No es seguro que
hoy yo mantenga mi promesa, pero no es seguro tampoco que al
retrasar todavía su cumplimiento, no la haya mantenido sin embargo
ya.
Dicho de otra manera: ¿estoy en Jerusalén o en otra parte, muy
lejos de la ciudad santa? ¿En qué condiciones se encuentra uno en
Jerusalén? ¿Basta con estar ahí, como se suele decir, físicamente, y
habitar, como hago en este momento, los lugares que llevan ese
nombre? ¿Qué es habitar Jerusalén? He aquí algo que no es fácil
de decidir. Permitidme que cite de nuevo al Maestro Eckhart. Como
la de Dionisio, su obra parece ser a veces una meditación
interminable sobre el sentido y la simbólica de la ciudad santa: una
lógica, una retórica, una tópica y una tropología de Jerusalén. He
aquí un ejemplo entre tantos y tantos otros:
Ayer estuve en un lugar donde pronuncié una palabra (dâ sprach ich ein wort) que
parece verdaderamente increíble; dije: Jerusalén está tan próxima a mi alma como el
lugar donde me encuentro ahora (mîner sêle als nâhe als diu stat, dâ ich nû stân). Sí,
completamente en verdad, lo que está a más de mil leguas más lejos que Jerusalén,
está tan próximo a mi alma como a mi propio cuerpo; de eso estoy tan seguro como
de ser un hombre [“Adolescens, tibi dico: surge”, Sermons, vol. II, p. 77].

Hablaré, pues, de una promesa, pero también en la promesa. La


experiencia de la teología negativa depende quizás de una
promesa, la del otro, que debo mantener porque me compromete a
hablar allí donde la negatividad debería llevar el discurso a su
absoluta rarefacción. ¿Por qué, efectivamente, debería yo hablar
con vistas a explicar, enseñar, llevar, por las vías de una psicagogia
o una pedagogía, hacia el silencio, la unión con lo inefable, la visión
muda? ¿Por qué no puedo evitar hablar, sino porque una promesa
me ha implicado antes incluso de que comience a mantener el más
mínimo discurso? Si, en consecuencia, hablo de la promesa, no
podría tomar respecto a ella ninguna distancia metalingüística. El
discurso sobre la promesa es por adelantado una promesa: en la
promesa. No hablaré, pues, de tal o cual promesa sino de aquella
que, tan necesaria como imposible, nos inscribe con su huella en el
lenguaje, antes del lenguaje. Desde el momento que abro la boca,
ya he prometido, o más bien, ya antes, la promesa ha atrapado al yo
[je] que promete hablar al otro, decir algo, afirmar o confirmar
mediante la palabra, al menos esto, en último extremo: que habría
que callarse, y callar lo que no se puede decir. Se lo podía saber de
antemano. Esta promesa es más vieja que yo [moi]. He aquí algo
que parece imposible, dirían algunos teóricos de los speech acts:
como todo realizativo [performatif] auténtico, una promesa debe
hacerse en presente, en la primera persona (del singular o del
plural) por quien debe poder decir yo o nosotros, aquí ahora, por
ejemplo, en Jerusalén, “el lugar donde me encuentro ahora” y donde
puedo ser considerado responsable de este speech act.
La promesa de la que hablaré habrá escapado siempre a cierto
requerimiento de presencia. Ella es más vieja que yo [moi] o que
nosotros. Vuelve posible, por el contrario, todo discurso presente
sobre la presencia. Incluso si decido callarme, incluso si decido no
prometer nada, no comprometerme a decir algo que confirmaría
todavía la destinación del habla, la destinación al habla, ese silencio
sigue siendo [reste] aún una modalidad del habla: memoria de
promesa y promesa de memoria.
Así pues, lo sabía: no podría evitar hablar de ello. Pero ¿cómo y
bajo qué título lo haré? Un día recibí un mensaje telefónico en
Yale126: tenía que dar un título con toda urgencia. He tenido que
improvisar en dos minutos, cosa que he hecho primero en mi
lengua: “¿Cómo no decir...?”. El uso de la palabra decir permite un
cierto suspenso. “¿Cómo no decir...?” puede decir: ¿cómo callarse?,
¿cómo no hablar en general?, ¿cómo no decir nada? (how to avoid
speaking?); pero también cómo, al hablar, no decir esto o aquello,
de tal o cual manera, a la vez transitiva y modalizada. Dicho de otra
manera, ¿cómo al decir, al hablar, evitar tal o cual modo discursivo,
lógico, retórico? ¿Cómo evitar tal forma injusta, errónea, aberrante,
abusiva? ¿Cómo evitar tal predicado, incluso la predicación? Por
ejemplo: ¿cómo evitar tal forma negativa o cómo no ser negativo?
¿Cómo decir finalmente algo? Lo cual equivale a la cuestión
aparentemente inversa: ¿cómo decir?, ¿cómo hablar? Entre las dos
interpretaciones del “¿cómo no decir?”, el sentido de la inquietud
parece así volverse: del “¿cómo callarse?” (how to avoid speaking at
all?) se pasa, de forma, por otra parte, enteramente necesaria, y
como desde el interior, a la cuestión que puede convertirse cada vez
en el título prescriptivo de una recomendación: ¿cómo no hablar?,
¿qué palabra evitar para hablar bien? How to avoid speaking?, es,
pues, a la vez o sucesivamente: ¿cómo hay que no hablar? ¿cómo
hay que hablar? (he aquí) cómo hay que no hablar, etc. El “cómo”
alberga siempre un “por qué” y el “hay que” tiene el doble valor de
“should” o de “ought” y de “must”.
Así pues, he improvisado este título por teléfono. Al dejármelo
dictar desde no sé qué orden inconsciente, en una situación de
urgencia absoluta, he traducido también, pues, mi deseo de diferirlo
de nuevo. Este comportamiento de huida se reproduce en la ocasión
de cada conferencia: ¿cómo evitar hablar y comprometer su tema
dando un título antes incluso de escribir su texto? Pero también, en
la economía del mismo gesto: ¿cómo hablar, y hacerlo como se
debe, como hay que hacerlo, para asumir la responsabilidad de una
promesa? No solo de esa promesa archioriginaria que nos instituye
a priori en responsables de la palabra, sino de esta promesa: dar
una conferencia sobre “ausencia y negatividad”, sobre el no (how
not to, ought not, should not, must not, etc.), sobre el “cómo” y el
“por qué” (del) no [ne pas], el paso [le pas], la negación y la
denegación, etc., y en consecuencia comprometerse a dar un título
por anticipado. Todo título tiene el valor de una promesa, un título
dado por anticipado es la promesa de una promesa.
Así, he tenido que responder, pero he asumido mi responsabilidad
difiriéndola. Ante o más bien dentro de un double bind: ¿how to
avoid speaking puesto que ya he empezado a hablar y desde
siempre ya he empezado a prometer hablar? Que yo haya
empezado ya a hablar, o más bien que la huella al menos de una
palabra haya predecido a ésta, esto es algo que no se puede
denegar. Traducidlo: no cabe sino denegarlo. Ahí no puede haber
más que la denegación para esto indenegable. ¿Qué hacer
entonces con las negaciones y las denegaciones? ¿Qué hacer ante
Dios? He aquí la cuestión si es que hay una. Pues el surgimiento de
toda cuestión es quizás secundario; sigue quizás, como una primera
respuesta reactiva, a la indenegable provocación, la inevitable
denegación de la indenegable provocación.
Para evitar hablar, para retrasar el momento en que habrá que
decir realmente algo y quizás confesar, entregar, confiar un secreto,
se multiplican las digresiones. Intentaré aquí una breve digresión
sobre el secreto mismo. Bajo ese título, how to avoid speaking?, hay
que hablar del secreto. En ciertas situaciones uno se pregunta “how
to avoid speaking?” bien porque se ha prometido no hablar, guardar
un secreto, bien porque se tiene un interés, a veces vital, en
callarse, aunque sea bajo tortura. Esta situación supone todavía la
posibilidad de hablar. Algunos dirían, quizás imprudentemente, que
solo el hombre es capaz de hablar porque solo él puede no
manifestar lo que podría manifestar. Un animal puede ciertamente
inhibir un movimiento, abstenerse de un gesto peligroso, por
ejemplo, en una estrategia ofensiva o defensiva de predación o en la
delimitación de un territorio sexual o en una maniobra de seducción.
Puede así, se dirá, no responder a la inquisición o al requerimiento
de un stimulus o de un complejo de stimuli. Según la misma filosofía
un poco ingenua de la animalidad, se hará observar sin embargo
que la bestia es incapaz de guardar y primeramente de tener un
secreto porque no podría representarse como tal, como un objeto
ante la consciencia, aquello que tendría que prohibirse manifestar.
Quedaría ligado así el secreto a la representación objetiva
(Vorstellung) expuesta ante la consciencia y expresable en forma de
palabras. La esencia de un secreto se mantendría rigurosamente
ajena a cualquier otra no manifestación, y en primer lugar a aquella
de la que fuera capaz el animal. La manifestación o no-
manifestación de este secreto –en una palabra, su posibilidad– no
pertenecería jamás al orden de lo sintomático. Un animal no podría
callarse, ni callar un secreto.
No voy a abordar aquí este inmenso problema. Para tratar de él
habría que tener en cuenta numerosas mediaciones, después
preguntarse en particular por la posibilidad de un secreto preverbal o
simplemente no verbal, ligado, por ejemplo, al gesto o a la mímica, o
a otros códigos y más generalmente al inconsciente. Habría que
estudiar las estructuras de la denegación antes y fuera de la
posibilidad del juicio y del lenguaje predicativo. Habría que
reelaborar, sobre todo, una problemática de la consciencia, esta
cosa de la que se evita cada vez más hablar como si se supiese lo
que es o como si su enigma estuviese agotado. Ahora bien, ¿hay
hoy en día problema más nuevo que el de la consciencia? Se
estaría tentado de designarla, si no de definirla, como el lugar en el
que se retiene el poder singular de no decir lo que se sabe, de
guardar el secreto bajo la forma de la representación. Un ser
consciente es un ser capaz de mentir, de no presentar en un
discurso aquello de lo que tiene sin embargo la representación
articulada: aquel que puede evitar hablar. Pero para poder mentir,
posibilidad segunda y ya modalizada, primero hace falta, posibilidad
ésta más esencial, ser capaz de guardar para sí, diciéndoselo,
aquello que ya se sabe. Guardar para sí, he aquí el poder más
increíble y lo que da más que pensar. Pero este guardar-para-sí,
esta disimulación para la que hace falta ya ser varios y diferir de sí
mismo, supone también el espacio de una palabra prometida, es
decir, una huella cuya afirmación no es simétrica. ¿Cómo
asegurarse de la disimulación absoluta? ¿Se dispone alguna vez de
criterios suficientes o de certeza apodíctica que permitan concluir:
se ha guardado el secreto, ha tenido lugar la disimulación, se ha
evitado hablar? Incluso sin pensar en el secreto arrancado mediante
la tortura física o psíquica, ciertas manifestaciones incontroladas,
directas o simbólicas, somáticas o trópicas, pueden dejar en reserva
la traición posible o la confesión. No que todo se manifieste.
Simplemente la no-manifestación no está asegurada jamás. En esta
hipótesis habría que reconsiderar todos los límites entre la
consciencia y el inconsciente, como entre el hombre y el animal, es
decir, un enorme sistema de oposiciones.
Pero yo evitaré hablar del secreto en cuanto tal. Estas breves
alusiones a la negatividad del secreto y al secreto de la denegación
me han parecido necesarias para situar otro problema. Me
contentaré también con rozarlo. Se trata de lo que ha asociado
siempre, de manera no fortuita, las “teologías negativas” y todo lo
que ahí se asemeja a una forma de socialidad esotérica, a
fenómenos de sociedad secreta, como si el acceso al discurso
apofático más riguroso exigiese compartir un “secreto”, es decir, un
poder-callar-se que sería siempre más que una técnica lógica o
retórica fácilmente imitable, y un contenido reservado, un lugar o
una riqueza que había que sustraer al primer recién llegado. Todo
ocurre como si la divulgación pusiese en peligro una revelación
prometida a la apófasis, a ese desciframiento que, para hacer
aparecer la cosa de manera manifiesta (aperikalyptôs) debe
encontrarla primero oculta. Recurrencia y analogía reglada: aquellos
que todavía hoy denuncian por ejemplo en la “desconstrucción”, en
el pensamiento de la diferencia o la escritura de la escritura, un
resurgir bastardo de la teología negativa son también aquellos que
fácilmente sospechan, de aquellos a los que llaman los
desconstruccionistas, que forman una secta, una cofradía, una
corporación esotérica o, más vulgarmente, una banda, una pandilla,
o –es una cita– una “mafia”. Puesto que se da ahí una recurrencia,
la lógica de la sospecha se deja, hasta un cierto punto, formalizar.
Los que llevan la instrucción o el proceso dicen o se dicen, sucesiva
o alternativamente:
1. Esas gentes, adeptos de las teologías negativas o de la desconstrucción (la
diferencia importa poco a los acusadores), deben realmente tener un secreto.
Ocultan algo puesto que no dicen nada, hablan de forma negativa, responden “no, no
es eso, no es tan simple” a todas las cuestiones y dicen en suma que aquello de lo
que hablan no es esto, ni aquello, ni un tercer término, ni un concepto, ni un nombre,
en suma no es y en consecuencia no es nada.
2. Pero como, visiblemente, ese secreto no se deja determinar y no es nada, ellos
mismos lo reconocen, esas gentes no tienen secreto. Hacen como que tienen uno
para reagruparse alrededor de una palabra hábil en hablar para decir nada. Estos
oscurantistas son terroristas que recuerdan a los sofistas. Un Platón sería muy útil
para combatirlos. Detentan un poder real del que ya no se sabe si se encuentra en la
Academia o fuera de la Academia: se las arreglan para confundir también esa
frontera. Su presunto secreto depende del simulacro o de la mistificación, o mejor, de
una política de la gramática. Pues para ellos no hay más que la escritura y el
lenguaje, nada más allá, incluso si pretenden “desconstruir” el “logocentrismo” e
incluso empiezan con eso.
3. Si sabe usted interrogarlos, acabarán por confesar: “el secreto es que no hay
secreto, pero hay al menos dos maneras de pensar o de demostrar esta proposición”,
etc. Pues, expertos como son en el arte de evitar, saben mejor negar o denegar que
decir sea lo que sea. Se las arreglan siempre para evitar hablar aun hablando mucho
y “cortando en cuatro los cabellos”. Algunos de entre ellos parecen “griegos”, otros
“cristianos”, apelan a varias lenguas a la vez, se sabe que los hay que parecen
talmudistas. Son lo bastante perversos como para hacer su esoterismo popular y
“fashionable”. Final de una requisitoria conocida.

Se encuentran señales de ese esoterismo en el platonismo y en el


neoplatonismo, tan presentes ellos mismos a su vez en el corazón
de la teología negativa de Dionisio. En Dionisio mismo, y de otra
manera en el Maestro Eckhart, no se hace misterio, si se puede
decir así, con la necesidad del secreto –que callar, que guardar, que
compartir–. Hay que mantenerse aparte, encontrar el lugar propio
para la experiencia del secreto. Este rodeo a través del secreto
llevará inmediatamente a la cuestión del lugar que orientará a partir
de ahora mi discurso. Desde la oración que abre su Teología
mística, Dionisio nombra varias veces el secreto de la divinidad
superesencial, los “secretos” (cryphiomísticos) de la “Tiniebla más
que luminosa del Silencio”. El “secreto” de esta revelación da
acceso al inconocimiento más allá del conocimiento. Dionisio
exhorta a Timoteo a no divulgar ni a los que saben, creen saber o
creen poder conocer por vía de conocimiento, ni a fortiori a los
ignorantes y a los profanos. Evita hablar, le aconseja en suma. Así
pues, hay que separarse dos veces: de los que saben –se podría
decir aquí de los filósofos o de los expertos en ontología– y de los
vulgares profanos que manejan la atribución como idólatras
ingenuos. No se está lejos de sobrentender que la ontología misma
es una idolatría sutil o perversa, cosa que podrá oírse, de manera
análoga y diferente, a través de la voz de Levinas o de Jean-Luc
Marion.
El parágrafo que voy a leer tiene además el interés de definir un
más allá que excede la oposición entre la afirmación y la negación.
En realidad, como dice expresamente Dionisio, excede la posición
misma (thesis) y no solo la amputación, la sustracción (aphairesis).
Y al mismo tiempo la privación. El sin del que hablábamos hace un
momento no señala ni privación ni falta ni ausencia. En cuanto al
hyper de lo superesencial (hyperousiôs), tiene el valor doble y
ambiguo, de lo que está encima en una jerarquía, y así, a la vez,
está más allá (beyond) y es más (more). Dios (es) más allá del ser,
pero en eso más (ser) que el ser: no more being and being more
than being: being more. El sintagma francés “plus d’être”* formula
este equívoco de manera bastante económica. He aquí la apelación
al secreto iniciático y la advertencia:
§ 2. Pero ten cuidado que no te oiga nadie de los que no están iniciados (ton
amuetôn), quiero decir de aquellos [de esos profanos: pasaje del manuscrito perdido]
que están ligados a los seres (tois ousin), que no imaginan que algo pueda existir
superesencialmente (hyperousiôs) más allá de los seres y que creen conocer por vía
de conocimiento a “Aquel que se ha retirado a la Tiniebla” (Sal. XVII). Pero si la
revelación del misterio divino supera la capacidad de estos hombres, qué decir
entonces de los verdaderos profanos (“de esos otros profanos”, M.), de aquellos que
para definir la causa trascendente (hyperkeimenen aitian) de todas las cosas se
apoyan en las realidades más bajas y no la consideran superior en nada a los ídolos
impíos de los que fabrican múltiples formas (polyeidôn morphomatôn), cuando en
realidad, si conviene atribuirle y afirmar de ella todo lo que se dice de los seres,
puesto que es para todos ellos su causa, todavía más conviene negar en ella todos
esos atributos, puesto que trasciende todo ser, sin creer sin embargo que las
negaciones contradicen las afirmaciones, sino que permanece en sí perfectamente
trascendente a toda privación (tas stereseis), puesto que se sitúa más allá de toda
posición, sea negativa o afirmativa (hyper pasan kai aphairesin kai thesin) [1000ab, p.
178; la cursiva es mía].

Así pues, aquella se sitúa. Se sitúa más allá de toda posición. ¿Cuál
es, pues, ese lugar? Entre este lugar y el lugar del secreto, entre
este lugar secreto y la topografía del lazo social que debe guardar la
no-divulgación, debe haber una cierta homología. Ésta debe regular
algún tipo de relación –secreta– entre la topología de lo que se
mantiene más allá del ser, sin ser [sans être] –sin el ser/sin serlo
[sans l’être]–, y la topología, la politopología iniciática que a la vez
organiza la comunidad mística y hace posible este dirigirse al otro,
esta palabra quasi-pedagógica y mistagógica que Dionisio destina
aquí, singularmente, a Timoteo (pros Timotheon: dedicatoria de la
Teología mística).
En esta jerarquía127, ¿dónde se mantiene el que habla, el que
escucha y recibe, el que habla recibiendo desde la Causa que es
también la Causa para esta comunidad? ¿Dónde se mantienen
Dionisio y Timoteo, ellos dos y todos aquellos que potencialmente
lean el texto dirigido por el uno al otro? ¿Dónde se mantienen con
respecto a Dios, a la Causa? Dios reside en un lugar, dice Dionisio,
pero no es ese lugar. Acceder a éste no es todavía contemplar a
Dios. También Moisés tiene que retirarse. Recibe esa orden desde
un lugar que no es un lugar, aun cuando uno de los nombres de
Dios puede a veces designar el lugar mismo. Como todos los
iniciados, tiene que purificarse, separarse de los impuros, apartarse
de la muchedumbre, unirse a “la élite de los sacerdotes”. Pero el
acceso a ese lugar divino no le da todavía el paso a la Tiniebla
mística donde cesa la visión profana y donde hay que callarse. Ahí
está por fin permitido y prescrito callarse cerrando los ojos:
Esta [la Causa universal y buena] trasciende todas las cosas de forma superesencial
y no se manifiesta al descubierto y verdaderamente más que solo a aquellos que van
más allá de toda consagración ritual y de toda purificación, que superan todo
ascenso a las cimas más santas, que abandonan todas las luces divinas, todas las
palabras, y todas las razones celestiales, para penetrar así en esta Tiniebla [...] Así, a
algo obedece el que el divino Moisés reciba primero la orden de purificarse, después
la de separarse de los impuros, que tras la purificación oiga las trompetas de
múltiples sonidos, que vea fuegos numerosos cuyos innumerables rayos expiden un
vivo brillo, que, apartado de la muchedumbre, alcance entonces, con la élite de los
sacerdotes (ton ekkritôn iereôn), la cima de los ascensos divinos. Sin embargo, en
ese grado todavía no está en relación con Dios, no contempla a Dios, pues Dios no
es visible (atheatos gar), sino solo el lugar (topôn) donde Dios reside, lo cual
significa, pienso, que en el orden visible y en el orden inteligible los objetos más
divinos y los más sublimes no son más que las razones hipotéticas de los atributos
que convienen verdaderamente a Aquel que es totalmente trascendente, razones
que revelan la presencia (parousia) de Aquel que supera toda aprehensión mental,
por encima de las cimas inteligibles de sus lugares más santos (tôn agiôtatôn autou
topôn).
Es solo entonces cuando, superando el mundo en que uno es visto y uno ve, Moisés
penetra en la Tiniebla verdaderamente mística del inconocimiento (tes agnôsias); es
ahí donde hace callar (“cierra los ojos”, ms.) todo saber positivo, donde se escapa
por completo a toda aprehensión y a toda visión, pues no se pertenece ya a sí mismo
ni pertenece a nada extraño, unido como está por lo mejor de sí mismo con Aquel
que escapa a todo conocimiento, una vez que ha renunciado a todo saber positivo, y
conociendo, gracias a ese inconocimiento mismo, por encima de toda inteligencia
[1000c y ss., pp. 179 y 180; la cursiva es mía].

Voy a retener, de este pasaje, tres motivos.


1. Apartarse, separarse, retirarse con una élite: esta topolitología
del secreto obedece en primer lugar a una orden. Moisés “recibe en
primer lugar la orden de purificarse, después la de separarse de los
impuros”. Esta orden no se distingue de una promesa. Es la
promesa misma. El saber del gran sacerdote que intercede, si
puede decirse así, entre Dios y la santa institución, es el saber de la
promesa. Dionisio lo precisa en La jerarquía eclesiástica a propósito
de la oración por los muertos. Epaggelia significa a la vez el
mandato y la promesa: “Sabiendo que las promesas divinas se
realizarán infaliblemente (tas apseudeis epaggelias), de esta
manera enseña igualmente a todos los asistentes que los dones que
él implora en virtud de una santa institución (kata thesmon ieron)
serán concedidos plenamente a quienes lleven una vida perfecta en
Dios” (564a, p. 321). Más arriba había dicho que “el gran sacerdote
conocía bien las promesas contenidas en las infalibles Escrituras”
(561d).
2. En esta topolitología del secreto, las figuras o lugares de la
retórica son también estratagemas políticas. Los “símbolos
sagrados”, las composiciones (synthemata), los signos y las figuras
del discurso sagrado, los “enigmas”, los “símbolos típicos” son
creados como otros tantos “escudos” contra la masa. Todas las
pasiones antropomórficas que se le prestan a Dios, los dolores, las
cóleras, los arrepentimientos, las maldiciones, otros tantos
movimientos negativos, e incluso los “sofismas” (sophismata)
múltiples a los que recurre en la Escritura “para eludir sus
promesas” no son sino “Santas alegorías (iera synthemata) que se
ha tenido la audacia de usar para representar a Dios proyectando
hacia fuera y multiplicando las apariencias visibles del misterio,
dividiendo lo que es único y no compuesto, refigurando bajo formas
múltiples aquello que no tiene ni forma ni figura (kai typôtika, kai
polymorpha tôn amorphotôn kai atypôtôn), de manera que aquel que
pudiera ver la belleza oculta dentro [de estas alegorías] las
encontraría todas ellas místicas, conformes a Dios y llenas de una
gran luz teológica” (Carta IX, a Tito, 1105b y ss., pp. 352 y ss.). Sin
la promesa divina, que es también una orden, el poder de estos
synthemata no sería más que retórica convencional, poesía, bellas
artes, literatura quizás. Bastaría con poner en duda esta promesa o
con infringir la orden para ver abrirse, pero también cerrarse sobre sí
mismo, el campo de la retoricidad, o de la literariedad, la ley sin ley
de la ficción.
Como la promesa es también una orden, el velo retórico se
convierte entonces en un escudo político, en el límite sólido de una
partición social, en un schibboleth. Éste se inventa para proteger el
acceso a un saber que permanece en sí mismo inaccesible,
intransmisible, inenseñable. Esto inenseñable, sin embargo, se
enseña, lo veremos, de otro modo. Este no-mathema puede y debe
llegar a ser un mathema. Recurro aquí al uso que hace Lacan de
esta palabra en un dominio que no deja de tener relación, sin duda,
con aquel. No hay que pensar, precisa Dionisio, que las
composiciones retóricas se bastan a sí mismas, en su simple
fenómeno. Son instrumentos, mediaciones técnicas, armas, al
menos armas defensivas, “escudos (probeblesthai) que garantizan
esta ciencia inaccesible (“intransmisible”, ms.), que la masa no debe
contemplar en absoluto, para que los más santos misterios no se
ofrezcan cómodamente a los profanos y no se desvelen más que a
los verdaderos amigos de la santidad, puesto que solo ellos saben
separar los símbolos sagrados de toda imaginación pueril...” (1105c,
p. 353).
Otra consecuencia política y pedagógica, otro rasgo institucional:
el teólogo debe practicar no un doble lenguaje sino la doble
inscripción de su saber. Dionisio evoca aquí una doble tradición, un
doble modo de trasmisión (ditten paradosin): por una parte,
indecible, secreto, prohibido, reservado, inaccesible (aporreton) o
místico (mystiken), “simbólico e iniciático”, por otra parte, filosófico,
demostrativo (apodeiktiken), exponible. La cuestión es entonces
evidentemente ésta: ¿cómo se relacionan el uno con el otro estos
dos modos? ¿Cuál es la ley de su traducción recíproca o de su
jerarquía? ¿Cuál sería su figura institucional o política? Dionisio
reconoce que cada uno de estos dos modos se “entrecruza” con el
otro. Lo “inexpresable” (arreton) se entrelaza o se entrecruza
(sympleplektai) con lo “expresable” (tô retô).
¿A qué modo pertenece entonces este discurso, el de Dionisio,
pero también el que yo sostengo a propósito suyo? ¿No tendrá éste
que sostenerse necesariamente en ese lugar, que no puede ser un
punto indivisible, donde se cruzan los dos modos, de tal forma que
el cruce mismo, o la symploké, no pertenezca propiamente a
ninguno de esos dos modos y sin duda preceda incluso su
distribución? En el cruce del secreto y del no secreto, ¿cuál es el
secreto?
En el lugar de cruce de esos dos lenguajes, de los que cada uno
sostiene el silencio del otro, un secreto debe y no debe dejarse
divulgar. Puede, no puede. Hay que no divulgar pero hay también
que hacer saber o más bien hacer saber ese “hay que”, “no hay
que”, “hay que no”.
¿Cómo no divulgar un secreto? ¿Cómo no decir? ¿Cómo no
hablar? Sentidos contradictorios e inestables dan a una cuestión
como esa su oscilación sin fin: ¿qué hacer para que el secreto
permanezca secreto? ¿Cómo hacerlo saber para que el secreto del
secreto –como tal– no permanezca secreto? ¿Cómo evitar esta
divulgación misma? Estas olas ligeras agitan la misma frase.
Estable e inestable a la vez, ésta se deja llevar por los movimientos
de lo que llamo aquí denegación, palabra que quisiera entender
antes incluso de que se la sitúe en un contexto freudiano (cosa que
quizás no es muy fácil y que supone al menos dos condiciones: que
los ejemplos tomados lleven a la vez más allá de la estructura
predicativa y de los presupuestos onto-teológicos o metafísicos que
seguirían sosteniendo los teoremas psicoanalíticos).
Hay un secreto de la denegación y una denegación del secreto. El
secreto como tal, como secreto, separa e instituye ya una
negatividad, es una negación que se niega a sí misma. Se de-niega.
Esta denegación no le sobreviene accidentalmente, es esencial y
originaria. Y en el como tal del secreto que se deniega porque se
aparece a sí misma para ser lo que es, esta de-negación no deja
ninguna oportunidad a la dialéctica. El enigma del que hablo aquí de
manera sin duda demasiado elíptica, demasiado “concisa”, diría
Dionisio, pero también demasiado voluble es la partición del secreto
(partage du secret). No solo el compartir el secreto con el otro, mi
compañero en una secta o una sociedad secreta, mi cómplice, mi
testigo, mi aliado. Sino en primer lugar el secreto partido en sí
mismo, su partición “propia”, lo que divide la esencia de un secreto
que no puede aparecer, y aunque no sea más que a uno solo, sino
en cuanto comience a perderse, a divulgarse, así pues, a
disimularse, como secreto, mostrándose: a disimular su
disimulación. No hay secreto como tal, lo deniego. Y esto es lo que
confío en secreto a quienquiera que se alíe conmigo. Éste es el
secreto de la alianza. Si lo teológico se insinúa ahí necesariamente,
eso no quiere decir que el secreto sea teo-lógico. Pero ¿hay alguna
vez eso, el secreto mismo, propiamente dicho? El nombre de Dios
(no digo Dios, pero ¿cómo evitar decir aquí Dios desde el momento
en que digo el nombre de Dios?) no puede decirse más que en la
modalidad de esta denegación secreta: sobre todo no quiero decir
eso.
3. Mi tercera observación concierne de nuevo al lugar. La Teología
mística distingue, pues, entre el acceso a la contemplación de Dios
y el acceso al lugar donde reside Dios. Contrariamente a lo que
ciertos actos de nominación pueden hacer pensar, Dios no es
simplemente su lugar, ni siquiera en sus lugares más santos. No es
y no tiene lugar, o más bien es y tiene lugar, pero sin ser y sin lugar,
sin ser su lugar. ¿Qué es el lugar, qué es lo que tiene lugar o se deja
pensar, así, bajo esa palabra? Tendremos que seguir ese hilo para
preguntarnos lo que puede ser un acontecimiento, lo que tiene lugar
o takes place en esta atópica de Dios. Digo atópica apenas jugando:
atopos es el insensato, el absurdo, el extravagante, el loco. Dionisio
habla frecuentemente de la locura de Dios. Cuando cita la Escritura
(“La Locura de Dios es más sabia que la sabiduría humana”), evoca
“el procedimiento de los teólogos de invertir, negándolos, todos los
términos positivos para aplicarlos a Dios bajo su aspecto negativo”
(Nombres Divinos, 865b, p. 140). De momento una sola precisión: si
el lugar de Dios, que no es Dios, no se comunica con la
superesencia divina eso no es solo porque aquel siga siendo
sensible o visible. Lo mismo pasa también en cuanto lugar
inteligible. Cualquiera que sea la ambigüedad del paso y la dificultad
de saber si el “lugar donde reside Dios” –y que no es Dios–
pertenece o no al orden inteligible, la conclusión parece inequívoca:
“la presencia” (parousía) de Dios se sitúa “por encima de las cimas
inteligibles de sus lugares más santos” (tais noetais akrotesi tôn
agiôtatôn autou topôn) [Teología mística, 1.001a, p. 1.799].
II
Estamos todavía en el umbral.
¿Cómo no hablar? How to avoid speaking? ¿Por qué conducir
ahora esta cuestión hacia la cuestión del lugar? ¿No estaba ahí ya
ésta? Y ¿no es siempre el conducir volverse de un lugar a otro? Una
cuestión no se mantiene fuera de lugar, está concernida
propiamente por el lugar.
En las tres etapas que nos esperan ahora, he creído deber
privilegiar la experiencia del lugar. Pero ya la palabra experiencia
parece arriesgada. La relación con el lugar de la que vamos a hablar
no tendrá quizás ya la forma de la experiencia, al menos si ésta
sigue suponiendo el encuentro o el paso a través de la presencia.
¿Por qué este privilegio del lugar? Las justificaciones irán
surgiendo, eso espero, sobre la marcha. He aquí sin embargo
algunas señales preliminares y esquemáticas.
Se trata, por lo pronto, y puesto que tal es el topos de nuestro
coloquio en Jerusalén, de poesía, de literatura, de crítica literaria, de
poética, de hermenéutica y de retórica: de todo aquello que puede
hacer comunicar el habla o la escritura en sentido corriente, con lo
que llamo aquí una huella. Cada vez, es imposible evitar ahí por una
parte el inmenso problema de la espacialización figural (tanto en el
habla o la escritura en sentido corriente como en el espacio entre el
sentido corriente y el otro, del que el sentido corriente es solo una
figura), por otra parte el del sentido y la referencia, finalmente el del
acontecimiento en cuanto que tiene lugar.
La figuralidad y los llamados lugares de la retórica, lo hemos
entrevisto ya, constituyen justo la inquietud de los procedimientos
apofáticos. En cuanto al sentido y a la referencia, he aquí otra señal
o llamada; en realidad la llamada del otro, el llamamiento del otro
como llamada. En el momento en que la cuestión “¿cómo no
hablar?” (how to avoid speaking?) se plantea y se articula en todas
sus modalidades, ya se trate de las formas lógico-retóricas del decir
o del simple hecho de hablar, ya es, si cabe decirlo, demasiado
tarde. Ya no es cuestión de no decir. Incluso si se habla para no
decir nada, incluso si un discurso apofático se priva de sentido o de
objeto, tiene lugar. Aquello que lo ha lanzado o lo ha hecno posible
ha tenido lugar. La eventual ausencia del referente alude todavía, si
no a la cosa de la que se habla (así Dios que no es nada porque
tiene lugar, sin lugar, más allá del ser), sí al menos al otro (otro que
el ser) que llama o a quien se destina esta palabra, incluso si ésta le
habla por hablar o para no decir nada. Como este llamamiento del
otro ha precedido ya siempre a la palabra, a la cual, en
consecuencia, aquel no ha estado jamás presente una primera vez,
ese llamamiento se anuncia por anticipado como una llamada. Tal
referencia al otro habrá siempre tenido lugar. Antes de toda
proposición e incluso antes de todo discurso en general, promesa,
oración, alabanza, celebración. El discurso más negativo, más allá
incluso de los nihilismos y de las dialécticas negativas, conserva su
huella. Huella de un acontecimiento más viejo que él o de un “tener
lugar” por venir, lo uno y lo otro: no hay ahí ni alternativa ni
contradicción.
Traducido en la apofática cristiana de Dionisio (pero son posibles
otras traducciones de esa misma necesidad), eso significa que el
poder de hablar y de hablar bien de Dios procede ya de Dios,
incluso si para hacerlo hay que evitar hablar de tal o cual modo, a fin
de hablar recta o verdaderamente, incluso si hay que evitar hablar
de forma simple. Ese poder es un don y un efecto de Dios. Su causa
es una especie de referente absoluto, pero en primer lugar a la vez
una orden y una promesa. La causa, el don del don, la orden y la
promesa son lo mismo eso mismo a lo que o más bien a Quien
responde la responsabilidad de quien habla y “habla bien”. Al final
de Los nombres divinos, la misma posibilidad de hablar de los
nombres divinos y de hablar de ellos de modo adecuado le
corresponde a Dios, “a Aquel que es la causa de todo bien, Él que
concede, primero, el poder de hablar y, después, de hablar bien (kai
to legein kai to eu legein)” (981c, p. 176). De acuerdo con la regla
implícita de este enunciado, se dirá que es posible siempre llamar
Dios, nombrar con el nombre de Dios, a ese supuesto origen de
todo habla, a su causa exigida. La exigencia de su causa, la
responsabilidad ante aquello de lo que es responsable, pide lo que
es pedido. Es, para el habla o para el mejor silencio una petición, la
exigencia o el deseo, como se quiera, de lo que se llama también el
sentido, el referente, la verdad. Es esto lo que nombra siempre el
nombre de Dios, antes o más allá de los otros nombres: la huella de
ese singular acontecimiento que habrá hecho posible el habla, antes
incluso de que ésta se vuelva, para responderle, hacia esa primera
o última referencia. Por eso el discurso apofático tiene además que
abrirse con una oración que reconozca, asigne o asegure su
destino: el Otro como Referente de un legein que no es otro que su
Causa.
Este acontecimiento siempre presupuesto, este singular haber
tenido lugar, es también, para toda lectura, toda interpretación, toda
poética, toda crítica literaria, eso que se llama corrientemente la
obra: al menos el ya-ahí de una frase, la huella de una frase cuya
singularidad tendría que quedar irreductible, e indispensable su
referencia, en un idioma dado. Una huella ha tenido lugar. Incluso si
la idiomaticidad tiene necesariamente que perderse o dejarse
contaminar por la repetición que le confiere un código y una
inteligibilidad, incluso si aquella no ocurre más que borrándose, si no
sucede más que borrándose, el borrarse habrá tenido lugar, aunque
sea de ceniza. Hay ahí ceniza.
Lo que acabo de evocar hace un instante parece que solo
concierne a la experiencia finita de obras finitas. Pero como la
estructura de la huella es en general la posibilidad misma de una
experiencia de la finitud, la distinción entre una causa finita y una
causa infinita de la huella parece aquí, nos atrevemos a decirlo,
secundaria. Es ella misma un efecto de huella o de différance, lo
cual no quiere decir que la huella o la différance (a propósito de la
cual he intentado señalar en otro lugar que era, en tanto que infinita,
finita)128 tengan una causa o un origen.
Así, en el momento en que surge la cuestión “¿cómo no hablar?”
(how to avoid speaking?), es ya demasiado tarde. No era ya
cuestión de no hablar. El lenguaje ha comenzado sin nosotros, en
nosotros antes que nosotros. Es lo que la teología llama Dios y hay
que, habrá habido que hablar. Ese “hay que” es a la vez la huella de
una necesidad indenegable (otro modo de decir que no se puede
evitar denegarla: no se puede sino denegarla) y de una orden
pasada. Ya desde siempre pasada, así pues, sin presente pasado.
Ha habido realmente que poder hablar para dejar venir la cuestión
“¿cómo no hablar?”. Venido del pasado, lenguaje antes del lenguaje,
pasado que no ha sido jamás presente y que permanece, pues,
inmemorable, ese “hay que” parece, pues, señalar hacia el
acontecimiento de una orden o de una promesa que no pertenece a
lo que se llama corrientemente la historia, el discurso de la historia o
la historia del discurso. Orden o promesa, este mandato (me)
implica de modo rigurosamente asimétrico antes incluso de que yo
haya podido decir yo y firmar, para reapropiárrnela, para reconstituir
la simetría, una tal provocación. Eso no atenúa en nada, todo lo
contrario, mi responsabilidad. No habría responsabilidad sin esa
antelación de la huella, y si la autonomía fuese primera o absoluta.
La misma autonomía no sería posible, ni el respeto de la ley (única
“causa” de ese respeto) en el sentido estrictamente kantiano de
estas palabras. Para eludir esta responsabilidad, denegarla, intentar
borrarla con un retroceso absoluto, me hace falta de nuevo o ya
refrendarla. Cuando Jeremías maldice el día en que ha nacido129,
tiene de nuevo o ya que afirmar. Tiene más bien que confirmar, con
un movimiento que no es más positivo que negativo, según la
expresión de Dionisio, pues no depende de la posición (thesis) o de
la de-posición (privación, sustracción, negación).
¿Por qué tres etapas? ¿Por qué deberé ahora proceder en tres
tiempos? Ciertamente no tengo interés en cumplir con algún deber
dialéctico. Se trata aquí de un pensamiento esencialmente extraño a
la dialéctica, a pesar de fuertes apariencias, incluso si las teologías
negativas cristianas deben mucho a la dialéctica platónica o
neoplatónica, e incluso si es difícil leer a Hegel sin tener en cuenta
una tradición apofática que no le era extraña (al menos por la
mediación de Bruno, y así, del Cusano, del Maestro Eckhart, etc.).
Los tres “tiempos” o los tres “signos” que voy a encadenar ahora,
como en una narración fabulosa, no constituyen los momentos o los
signos de una historia. No revelarán el orden de una teleología. Por
el contrario, se trata de cuestiones desconstructoras en relación a
una teleología como esa.
Tres tiempos o tres lugares en todo caso para evitar hablar de una
cuestión que yo sería incapaz de tratar, para denegarla de alguna
manera, o para hablar de ella sin hablar de ella, en un modo
negativo: ¿qué hay de la teología negativa y de sus fantasmas en
una tradición de pensamiento que no sería ni griega, ni cristiana?
Dicho de otra forma, ¿qué pasa con los pensamientos judío y árabe
a este respecto?130 Por ejemplo, y en todo lo que voy a decir, un
cierto vacío, el lugar de un desierto interior, hará resonar quizás esta
cuestión. Los tres paradigmas que tendré que situar demasiado
deprisa (pero un paradigma es muchas veces un modelo de
construcción) rodean un espacio de resonancia del que nunca se
dirá nada, casi nada.
A
El primer paradigma sería griego.
Muy rápidamente le doy nombres, propios o no: Platón y los
neoplatonismos, el epekeina tes ousias de La República, la Khora
del Timeo. El movimiento que, en La República, lleva epekeina tes
ousias, más allá del ser (o de la entidad, importante cuestión de
traducción en la que no puedo detenerme aquí), abre
indudablemente una inmensa tradición. Se pueden seguir sus
trayectos, sus giros y sus sobredeterminaciones hasta en lo que va
a ser inmediatamente el segundo paradigma, las apófasis cristianas
las de Dionisio en particular. Se ha escrito mucho acerca de esta
filiación y de sus límites, pero no es ese mi tema. Como no es
cuestión de que en los minutos de que dispongo me dedique a un
trabajo micrológico, ni siquiera de que resuma lo que intento en otro
lugar, en este momento, en seminarios o textos en preparación, me
contentaré con algunos rasgos esquemáticos. Los escojo desde el
punto de vista nuestro aquí, el de la cuestión “¿cómo no hablar?” tal
como he empezado a determinarla: cuestión del lugar como lugar de
la escritura, de la inscripción, de la huella. Y a falta de tiempo,
tendré que aligerar mi intervención: ni largas citas, ni literatura
“secundaria”. Pero eso no hará menos problemática, como veremos,
la hipótesis de un texto “desnudo”.
En el texto platónico y en la tradición que éste señala, habría que
distinguir, me parece, entre dos movimientos o dos trópicas de la
negatividad. Dos estructuras que serían radicalmente heterogéneas.
1. La primera encontraría a la vez su regla y su ejemplo en La
República (509b y ss.). La idea del Bien (idea tou agathou) tiene su
lugar más allá del ser o de la esencia. Así el Bien no es ni su lugar.
Pero ese no-ser no es un “no ser” [Mais ce ne pas-être n’est pas un
non-être], sino que se sostiene, si puede decirse así, más allá de la
presencia o de la esencia, epekeina tes ousias, de la entidad del ser.
Desde el más allá de la presencia de todo lo que es, da nacimiento
al ser o a la esencia de lo que es, a to einai y ten ousian, pero sin
ser él mismo. De ahí la homología entre el Bien y el sol, entre el sol
inteligible y el sol sensible. El primero da a los entes su visibilidad,
su génesis (crecimiento y alimentación). Pero no está en devenir, no
es visible, y no pertenece al orden de lo que procede de él, ni según
el conocimiento ni según el ser.
Sin poder entrar aquí en las lecturas que exige y que ha
provocado ya este texto inmenso, señalaré dos puntos que me
interesan en este contexto.
Por una parte, cualquiera. que sea la discontinuidad marcada por
ese más allá (epekeina) con respecto al ser, al ser del ente o de la
entidad (tres hipótesis distintas, sin embargo), este límite singular no
da lugar a determinaciones simplemente neutras o negativas sino a
una hiperbolización de aquello mismo más allá de lo cual el Bien
deja pensar, conocer y ser. La negatividad sirve al movimiento en
hyper que la produce, la atrae o la dirige. Ciertamente el Bien no es,
en ese sentido de que no es el ser o el ente, y toda gramática
ontológica debe tomar respecto a él una forma negativa. Pero ésta
no es neutra. No oscila entre el ni esto-ni aquello. Obedece en
primer lugar a una lógica del sobre, del hyper, que anuncia todos los
superesencialismos de las apófasis cristianas y todos los debates
que se desarrollan ahí (por ejemplo, la crítica de Dionisio por santo
Tomás que le reprochará el que sitúe Bonum antes o por encima de
Ens o Esse en la jerarquía de los nombres divinos). Esto mantiene
entre el ser y (lo que es) el más allá del ser una relación lo bastante
homogénea, homóloga o análoga como para que lo que exceda el
límite pueda dejarse comparar con el ser, aunque sea en la figura de
la hipérbole, pero sobre todo para que lo que es o es conocido deba
a ese Bien su ser y su ser-conocido. Esta continuidad analógica
permite la traducción, y comparar el Bien con el sol inteligible, y
después a éste con el sol sensible. El exceso de este Bien que (es)
kyperekhon, su trascendencia lo sitúa en el origen del ser y del
conocimiento. Esa trascendencia permite dar cuenta, hablar a la vez
de lo que es y de lo que es el Bien. Las cosas cognoscibles no solo
obtienen del Bien la facultad de ser conocidas, sino también el ser
(einai), la existencia o la esencia (ousia), incluso si el Bien no
depende de la ousia (ouk ousias ontos tou agathou), sino de algo
que sobrepasa (hyperekhontos) con mucho al ser en dignidad, en
antigüedad (presbeia) y en potencia (all’eti epekeina tes ousias
presbeia kai dynamei hyperekhontos, 509b). La excelencia no es lo
bastante extraña al ser o a la luz como para que el exceso mismo no
pueda ser descrito en los términos de lo que aquel excede. Cuando,
un poco más arriba, se alude a un tercer género (triton genos) que
parece desorientar el discurso, porque no sería ni lo visible, ni la
vista –ola visión–, se trata precisamente de la luz (507e), producida
a su vez por el sol, hijo del Bien (ton tou agathou ekgonon) que el
Bien ha engendrado a su propia semejanza (on tagathon agennesen
analogon). Esta analogía entre el sol sensible y el sol inteligible
permitirá confiar en la semejanza entre el Bien (epekeina tes ousias)
y aquello a lo que éste da nacimiento el ser y el conocimiento. El
discurso negativo sobre lo que se mantiene más allá del ser y
aparentemente no soporta ya los predicados ontológicos no
interrumpe esta continuidad analógica. En verdad la supone, incluso
se deja guiar por ella. La ontología sigue siendo posible y necesaria.
Se podrían percibir los efectos de esta continuidad analógica en la
retórica, la gramática y la lógica de todos los discursos sobre el Bien
y el más allá del ser.
Por otra parte, inmediatamente después del pasaje sobre lo que
(es) epekeina tes ousias y hyperekhon, Glaucón se dirige o finge
dirigirse a Dios, al dios del sol, Apolo: “Oh Apolo, ¡qué divina
hipérbole (daimonias hyperboles: qué exceso demoníaco o
sobrenatural)!”. No recarguemos demasiado esta invocación o este
dirigirse a Dios en el momento de hablar de lo que excede el ser.
Parece que está hecha ligeramente, de forma un poco graciosa
(geloiôs), como para escandir la escena con una respiración. Pero la
destaco por razones que van a aparecer enseguida, cuando la
necesidad que toda teología apofática tiene de empezar por un
dirigirse a Dios se convierta en algo completamente diferente de una
retórica de teatro: como que tendrá la gravedad de una oración.
¿Por qué he señalado inmediatamente la alusión al “tercer
género” destinado a representar un papel de mediación analógica, el
de la luz entre la vista y lo visible? Porque ese esquema de lo
tercero concierne también al ser, en El Sofista (243b). De todas las
parejas de opuestos se puede decir que cada término es. El ser
(einai) de este es representa un tercero más allá de los otros dos
(triton para ta duo ekeina). Y es indispensable para el
entrelazamiento (symploké) o el entrecruzamiento dialéctico de las
formas o de las ideas en un logos capaz de acoger lo otro. Tras
haber planteado la cuestión del no-ser que sería en sí mismo
impensable (adianoeton), inefable (arreton), impronunciable
(aphtegkton), extraño al discurso y a la razón (alogon) (238c), se
llega a la presentación de la dialéctica misma. Pasando por el
parricidio y el asesinato de Parménides, aquella acoge el
pensamiento del no-ser como otro y no como nada absoluto o
simple contrario del ser (256d, 259c). Así se confirma que no podría
haber discurso absolutamente negativo: un logos habla
necesariamente de algo, no puede evitar hablar de algo, es
imposible que no se refiera a nada (logon anagkaion, otamper è,
tinos einai logon, mè dè tinos adunaton, 262e).

2. De esta trópica de la negatividad que acabo de esbozar de forma


tan esquemática distinguiré, siempre en Platón, otra trópica, otra
manera de tratar el más allá (epekeina) del límite, el tercer género y
el lugar. Éste se denomina aquí khora, y aludo claro está, al Timeo.
Cuando digo que esto se encuentra “en Platón”, dejo de lado, a falta
de tiempo, la cuestión de saber si eso pertenece o no al interior del
texto platónico y qué significa aquí “al interior”. Son cuestiones de
las que trataré largamente en otro lugar en un texto a aparecer. Me
permitiré tomar de este trabajo en curso131 algunos elementos
indispensables para la formulación de una hipótesis que interesa a
este contexto.
Khora constituye también un tercer género (triton genos, 48e, 49a,
52a). Ese lugar no es paradigma inteligible en el que se inspira el
demiurgo. Tampoco pertenece al orden de las copias o de los
mimemas sensibles que aquel imprime precisamente en la khora.
De ese lugar absolutamente necesario, de eso “en lo que” nacen los
mimemas de los seres eternos imprimiéndose en él (typothenta),
ese portaimpronta (ekmageion) para iodos los tipos y todos los
esquemas, de eso es difícil hablar. Es difícil ajustar a eso un logos
verdadero o firme. No se lo entrevé más que de forma “onírica” y
solo se lo puede describir mediante un “razonamiento bastardo”
(logismô tini nothô). Este espaciamiento ni nace ni muere jamás
(52b). Sin embargo, su “eternidad” no es la de los paradigmas
inteligibles. En el momento en que, si puede decirse así, el demiurgo
organiza el cosmos recortando, haciendo entrar, imprimiendo las
imágenes de los paradigmas “en” la khora, ésta debía estar ya ahí,
como el “ahí” mismo, fuera del tiempo, en todo caso fuera del
devenir, en un fuera de tiempo sin medida común con la eternidad
de las ideas y el devenir de las cosas sensibles. ¿Cómo trata Platón
esta desproporción y esta heterogeneidad? Hay dos lenguajes
concurrentes, me parece, en estas páginas del Timeo.
Uno de estos lenguajes multiplica ciertamente las negaciones, las
precauciones, las evitaciones, los giros, los tropos, pero con vistas a
reapropiar el pensamiento de la khora a la ontología y a la dialéctica
platónica en sus esquemas más dominantes. Aunque la khora,
lugar, espaciamiento, receptáculo (hypodokkè), no es ni sensible ni
inteligible, parece participar de lo inteligible de forma enigmática
(51a). Puesto que “recibe todo”, hace posible la formación del
cosmos. Como no es ni esto ni aquello (ni inteligible ni sensible),
puede hablarse de ello como si fuese un mixto que participa de los
dos. El ni-ni se convierte fácilmente en un tanto-como a la vez esto y
aquello. De ahí la retórica del paso, la multiplicación de las figuras
que se interpretan tradicionalmente como metáforas: oro, madre,
nodriza, criba, receptáculo, porta-impronta, etc. Aristóteles habrá
proporcionado la matriz de muchas lecturas del Timeo y, a partir de
su Física (IV), se ha interpretado siempre este pasaje sobre la khora
como interior a la filosofía, de forma regularmente anacrónica, como
si prefigurase, por un lado, filosofías del espacio como extensio
(Descartes) o como forma sensible pura (Kant) o, por otro lado,
filosofías materialistas del sustrato o de la sustancia que se
sostiene, como la hypodokkè, bajo las cualidades o bajo los
fenómenos. Estas lecturas, cuya riqueza y profundidad no podrán
rozarse aquí, son siempre posibles y, hasta cierto punto,
justificables. En cuanto a su anacronismo, me parece no solo
evidente sino estructuralmente inevitable. La khora es la anacronía
misma del espaciamiento, como que anacroniza, reclama la
anacronía, la provoca indefectiblemente desde el ya pre-temporal
que da lugar a toda inscripción. Pero esa es otra historia en la que
no podemos entrar aquí.
El otro lenguaje, la otra decisión interpretativa, me interesan más,
sin dejar de ser anacrónicos a su manera. La sincronía de una
lectura no tiene aquí ninguna posibilidad y sin duda dejaría perder
aquello mismo a lo que pretendería ajustarse. Este otro gesto
inscribiría, en el interior (pero así también en el exterior, una vez
puesto el interior fuera) del platonismo, o de la ontología, de la
dialéctica, quizás de la filosofía en general, un espaciamiento
irreductible. Bajo el nombre de khora, el lugar no pertenecería ni a lo
sensible ni a lo inteligible, ni al devenir ni al no-ser (la khora no se
describe jamás como un vacío), ni al ser: la cantidad o la cualidad
del ser se miden, según Platón, por su inteligibilidad. Todas las
aporías, que Platón no disimula, significarían que hay algo que no
es ni un ente ni una nada pero que ninguna dialéctica, ningún
esquema participacionista, ninguna analogía permitiría rearticular
con algún filosofema sea cual sea éste: ni “en” Platón, ni en la
historia que el platonismo inaugura y dirige. El ni-ni no puede ya
reconvertirse en tanto-cuanto. Desde ese momento las llamadas
“metáforas” no serían solo inadecuadas puesto que toman de las
formas sensibles inscritas en la khora figuras sin pertinencia para
designar la khora misma. Es que no serían ya metáforas. Como toda
la retórica que constituye su red sistemática, el concepto de
metáfora ha nacido de esta metafísica platónica, de la distinción de
lo sensible y lo inteligible, de la dialéctica y del analogismo que se
heredan con él. Cuando los intérpretes de Platón discuten sobre
estas metáforas, cualquiera que sea la complejidad de sus debates
y de sus análisis, no los vemos nunca someter a sospecha el
concepto mismo de metáfora.132
Pero decir que Platón no se sirve de metáfora o de figura sensible
para designar el lugar no implica sin embargo que hable
propiamente del sentido propio y propiamente inteligible de khora. El
valor de receptividad o de receptáculo que constituye el invariante
elemental, si se puede decir así, de esta determinación, me parece
que se mantiene más allá de esa oposición entre sentido figurado y
sentido propio. El espaciamiento de khora introduce una disociación
o una différance en el sentido propio que aquella hace posible,
obligando así a giros trópicos que no son ya figuras de retórica. La
tipografía y la trópica a las que da lugar la khora, sin dar nada, están
por otra parte explícitamente marcadas en el Timeo (50bc). Platón lo
dice, pues, a su manera, hay que evitar hablar de khora como de
“algo” que es o que no es, que estaría presente o ausente,
inteligible, sensible o las dos cosas a la vez, activo o pasivo, el Bien
(epekeina tes ousias) o el Mal, Dios o el hombre, lo viviente o lo no-
viviente. Todo esquema teomórfico o antropomórfico debería así
evitarse. Si la khora recibe todo, no es a la manera de un medio o
de un continente, ni siquiera de un receptáculo, pues el receptáculo
sigue siendo una figura inscrita en ella. No es una extensión
inteligible, en el sentido cartesiano, un sujeto receptivo en el sentido
kantiano del intuitus derivativus, ni un espacio sensible puro como
forma de la receptividad. Radicalmente ahumana y ateológica ni
siquiera puede decirse que dé lugar o que hay la khora. El es gibt
que se traduciría así anuncia o recuerda todavía demasiado la
dispensación de Dios, del hombre o incluso la del ser de la que
hablan ciertos textos de Heidegger (es gibt Sein). Khora no es ni
siquiera eso, el es del dar antes de toda subjetividad. No da lugar
como se daría algo, sea lo que sea, no crea ni produce nada, ni
siquiera un acontecimiento en cuanto que tiene lugar. Ni da orden ni
hace promesas. Es radicalmente ahistórica, pues nada sucede a
través de ella, ni nada le sucede a ella. Platón insiste en su
necesaria indiferencia: para recibir todo y para dejarse marcar o
afectar por lo que se inscribe en ella, hace falta que permanezca sin
forma y sin determinación propias. Pero que sea amorfa (amorphon,
50d) no significa ni falta ni privación Nada negativo ni nada positivo.
Khora es impasible, pero no es ni pasiva ni activa.
¿Cómo hablar de ella? ¿Cómo no hablar de ella? Singularidad
que interesa aquí a nuestro contexto, esta imposibilidad de hablar
de ella y de darle un nombre propio, lejos de reducir al silencio, dicta
todavía, a causa o a pesar de la imposibilidad, un deber: hay que
hablar de ella y para eso hay una regla. ¿Cuál? Si se quiere
respetar esta singularidad absoluta de la khora (no hay más que una
khora incluso si ésta puede ser pura multiplicidad de lugares), hay
que llamarla siempre de la misma forma. No darle el mismo nombre,
como dice una traducción francesa, sino llamarla, dirigirse a ella de
la misma forma (tauton auten aei prosreteon, 49b). No es una
cuestión de nombre propio, sino más bien de apelación, una manera
de dirigirse. Proserô: me dirijo, le dirijo la palabra a alguien, y a
veces: adoro la divinidad; prosrema, la palabra dirigida a alguien;
prosresis, el saludo con que se llama. Llamándolo siempre de la
misma manera –y esto no se limita al nombre, hace falta una frase–,
se respetará la unicidad absoluta de la khora. Para obedecer a esta
conminación sin orden ni promesa y que siempre ha tenido ya lugar,
se debe pensar aquello que, manteniéndose más allá de todos los
filosofemas dados habrá dejado sin embargo una huella en la
lengua, por ejemplo, la palabra khora en la lengua griega, tal como
aquella está presa en la red de sus sentidos usuales. Platón no
tenía otra palabra. Con ella se dan también posibilidades
gramaticales, retóricas, lógicas y así también filosóficas. Por muy
insuficientes que éstas sigan siendo, están dadas, marcadas ya por
esa huella inaudita, prometidas a ella, que no ha prometido nada.
Esta huella y esta promesa se inscriben siempre en el cuerpo de
una lengua, en su léxico y en su sintaxis, pero se la debe poder
reencontrar, de nuevo como única, en otras lenguas, otros cuerpos,
otras negatividades también.
B
La cuestión es ahora la siguiente: ¿qué pasa entre, por una parte,
una “experiencia” tal como ésta la experiencia de la khora que no es
sobre todo una experiencia si se entiende por esta expresión una
cierta relación con la presencia o con la presencia del presente en
general, y, por otra parte, lo que se llama la vía negativa en su
momento cristiano?
El paso por la negatividad del discurso a propósito de la khora no
es ni una última palabra ni la mediación al servicio de una dialéctica,
una elevación hacia un sentido positivo o propio, un Bien o un Dios.
No se trata aquí de teología negativa, no hay ahí referencia ni a un
acontecimiento ni a un don ni a una orden, ni a una promesa,
incluso si, como acabo de subrayar, la ausencia de promesa o de
orden, el carácter desértico, radicalmente ahumano y ateológico de
este “lugar” nos obliga a hablar, a referirnos a él de una cierta y
única forma, como a aquello completamente otro que ni siquiera
sería trascendente, absolutamente alejado, ni por otra parte
inmanente o próximo. No que estemos obligados a hablar de ella,
pero sí, movidos por un deber que no viene de ella, la pensamos y
hablamos de ella entonces hay que respetar la singularidad de esta
referencia. Aunque no sea nada, este referente parece irreductible e
irreductiblemente otro: no se lo puede inventar. Pero como sigue
siendo extraño al orden de la presencia y de la ausencia, todo
ocurre como si no se pudiese otra cosa sino inventarlo en su
alteridad misma, en el momento de dirigirse a él.
Pero ese dirigirse único no es una oración, una celebración o una
alabanza. No te habla a Ti.
Sobre todo, este “tercer género” que sería también la khora no
forma parte de un conjunto de tres. “Tercer género” no es aquí sino
una manera filosófica de denominar una X que no se cuenta dentro
de un conjunto, una familia, una tríada o una trinidad. Incluso
cuando Platón parece compararla a una “madre” o a una “nodriza”,
esta khora siempre virgen en realidad no forma pareja con el “padre”
con el que Platón “compara” el paradigma; aquella no engendra las
formas sensibles que se inscriben en ellas y que Platón “compara”
con un hijo (50d).
Preguntarse por qué pasa entre este tipo de experiencia (o esta
experiencia del typos) y las apófasis cristianas no es
necesariamente ni solamente pensar en historias, acontecimientos,
influencias. La cuestión que aquí se plantea justamente concierne a
la historicidad o al carácter de lo que acontece, es decir, a
significaciones extrañas a la khora. Incluso si se quiere describir “lo
que pasa” en términos de estructuras y de relaciones, hay que
reconocer sin duda que lo que pasa entre los dos es quizás
justamente el acontecimiento del acontecimiento, la historia, el
pensamiento de un “haber-tenido-lugar” esencial, de una revelación,
de una orden y de una promesa, de una ántropo-teologización que,
a pesar del extremo rigor de la hipérbole negativa, parece mandar
de nuevo, más próximo todavía del agathon que de la khora. Y el
esquema trinitario parece absolutamente indispensable, en Dionisio,
por ejemplo, para asegurar el paso o el cruce entre los discursos
sobre los nombres divinos, la teología simbólica y la teología
mística. Los teologemas afirmativos celebran a Dios como el Bien, la
Luz inteligible, o incluso el Bien “más allá de toda luz” (como es
“principio de toda luz es demasiado poco por consiguiente llamarlo
luz”; Nombres divinos, 701ab, pp. 99 y 100). Incluso si a este Bien
se le llama informe (como a la khora), esta vez es él el que da
forma: “Pero si el Bien es trascendente a todo ser, como en efecto
es el caso, hay que decir entonces que es lo informe lo que da
forma, que es aquel que permanece en sí sin esencia el que es el
colmo de la esencia, y la realidad sin vida, vida suprema [...]”
(Nombres divinos, 697a, p. 96). Este Bien inspira toda una erótica,
pero Dionisio nos previene: hay que evitar que se tome la palabra
eros sin aclarar su sentido, su intención aquí. Hay que partir siempre
del sentido intencional y no de la verbalidad (708bc, pp. 104 y 105).
“[...] que no se imagine que vamos contra la Escritura al venerar
este vocablo de deseo amoroso (erôs)” (ibíd). “Incluso le ha
parecido a algunos de nuestros autores sagrados que ‘deseo
amoroso’ (erôs) es un término más digno de Dios que ‘amor
caritativo’ (agapè). Pues el divino Ignacio ha escrito: ‘Es el objeto de
mi deseo amoroso a quien han crucificado’” (709ab, p. 106). Los
santos teólogos le atribuyen el mismo valor, el mismo poder de
unificación y de conjunción a eros y a agapè, cosa que la masa
comprende con dificultad ya que asigna el deseo al cuerpo, a la
partición, a la fragmentación (ibíd.). Esta erótica conduce y
reconduce, pues, al Bien, circularmente, es decir, hacia aquello que
“se sitúa mucho más allá del ser considerado en sí y del no-ser”
(716d, p. 111). En cuanto al mal, “no pertenece ni al ser ni al no-ser,
pero está más separado del Bien que el no-ser mismo, pues es de
otra naturaleza y está más privado de esencia que aquel” (ibíd.).
¿Cuál es el “más” de ese “menos” con respecto a lo que es ya sin
esencia? El mal es todavía más sin esencia que el Bien. Que se
saque, si es posible, toda la consecuencia de esta singular
axiomática. De momento no es ese mi tema.
Entre el movimiento teológico que habla de y se inspira en el Bien
más allá del ser o de la luz, y la vía apofática que excede el Bien,
hace falta un pasaje, una trasferencia, una traducción. Una
experiencia debe guiar todavía la apófasis hacia la excelencia, no
dejarle que diga cualquier cosa, evitar que manipule sus negaciones
como discursos vacíos y puramente mecánicos. Esta experiencia es
la de la oración. La oración no es aquí un preámbulo, un modo
accesorio del acceso. Aquella constituye un momento esencial,
ajusta la ascesis discursiva, el paso por el desierto del discurso, la
aparente vacuidad referencial que no evitará el mal delirio y la
palabrería a no ser comenzando por dirigirse al otro, a ti. Pero a ti
como “Trinidad superesencial y más que divina”.
En las experiencias y las determinaciones tan múltiples de lo que
se llama la oración distinguiré al menos dos rasgos. Los aíslo aquí,
aun a costa de descuidar todo lo demás, para aclarar mi tema. 1.
Tendría que haber en toda oración un dirigirse al otro como otro, y
diría, con riesgo de parecer chocante, a Dios por ejemplo. El acto de
dirigirse al otro como otro debe ciertamente orar, es decir, pedir,
suplicar, requerir. Poco importa qué y la pura oración no pide al otro
nada sino que éste la oiga, la reciba, le esté presente, que sea el
otro como tal, don, llamada y causa misma de la oración. Este
primer rasgo caracteriza, pues, un discurso (un acto de lenguaje
incluso si la oración es silenciosa) que, en cuanto tal, no es
predicativo, teórico (teológico) o constatativo. 2. Pero lo distinguiré
mediante otro rasgo, al que se le asocia con mucha frecuencia,
especialmente por parte de Dionisio y sus intérpretes, a saber, la
alabanza o la celebración (hymnein). Que la asociación de estos dos
rasgos sea esencial para Dionisio no significa que un rasgo sea
idéntico al otro ni siquiera indisociable en general del otro. Ni la
oración ni la alabanza son ciertamente actos de predicación
constatativa. Los dos tienen una dimensión realizativa cuyo análisis
merecería aquí largos y difíciles desarrollos, especialmente en
cuanto al origen y la validación de estos realizativos. Me atendré a
una distinción: aunque la oración en sí misma, si se puede decir así,
no implica ninguna otra cosa sino el dirigirse al otro pidiéndole
quizás más allá de la petición y del don, que dé la promesa de su
presencia como otro, y finalmente la trascendencia de su alteridad
misma, sin ninguna otra determinación, la alabanza, por su parte,
sin ser un simple decir atributivo, guarda sin embargo una relación
irreductible con la atribución. Sin duda, como dice justamente Urs
von Balthasar133: “Cuando se trata de Dios y de lo divino, la palabra
hymnein casi sustituye la palabra ‘decir’”. Casi en efecto, pero no
completamente, y cómo negar que la alabanza cualifica y determina
la oración, determina al otro. Aquel al que aquella se dirige, se
refiere, invocándolo incluso como fuente de la oración. Y cómo
negar que sea en ese momento de determinación (que no es ya el
puro dirigirse de la oración al otro) cuando la denominación del Dios
trinitario y superesencial distingue la oración cristiana de Dionisio de
cualquier otra oración. Rehusar esa distinción, sin duda sutil
irrecibible para Dionisio y quizás para un cristiano en general, es
rehusar la cualidad esencial de oración a toda invocación que no
fuese cristiana. Sin duda, la alabanza, como hace notar con razón
Jean-Luc Marion, no es “ni verdadera ni falsa, ni siquiera
contradictoria”134 pero dice algo de la tearquía del Bien y de la
analogía; y si sus atributos o sus denominaciones no dependen del
valor ordinario de la verdad, sino más bien de una sobre-verdad
regulada por una superesencialidad, no se confunde sin embargo
por eso con el movimiento propio de la oración, que no habla de
sino a. Incluso si esta apelación se determina inmediatamente
mediante el discurso de alabanza y si la oración se dirige a Dios
hablándole (a él) de él, el apóstrofe de la oración y la determinación
de la alabanza constituyen dos, dos estructuras diferentes: “Trinidad
superesencial y más que divina, tú que presides la divina sabiduría
[...]”. Citaré enseguida más largamente esa oración con la que se
abre La teología mística y que prepara la definición de los
teologemas apofáticos. Pues “hay que comenzar por oraciones”
(eukhès aparkhesthai khreon, 680d), dice Dionisio. ¿Para qué? Para
alcanzar la unión con Dios, sin duda; pero para hablar de esa unión,
hay que hablar además de los lugares, de la altura, de la distancia y
de la proximidad. Dionisio le propone a su destinatario o dedicatario
inmediato, Timoteo, que examine el nombre del Bien, que expresa la
divinidad, después de haber invocado la Trinidad, ese principio del
bien que trasciende todos los bienes. Hay que rezar para acercarse
a ella “lo más cerca” –es decir, elevarse a ella–, y recibir de ella la
iniciación de sus dones:
Pues es hacia ella adonde tenemos ante todo que hacer elevar nuestras oraciones,
como hacia el principio del bien, y, acercándonos a ella lo más cerca, recibir la
iniciación de los dones perfectamente buenos que residen en ella. Pues si es verdad
que está presente en todo ser, en cambio no todo ser reside en ella. Pero
suplicándole con muy santas oraciones, con una inteligencia exenta de confusión y
de la forma que conviene a la unión divina, también nosotros residiremos en ella.
Pues su residencia no es local de tal forma que cambiaría de lugar y pasaría de uno
a otro. Pero decir que es totalmente inmanente a todo ser es permanecer más acá de
esa infinidad que supera y contiene todas las cosas [680b, pp. 89 y 90].

Mediante una serie de analogías, Dionisio explica entonces que al


acercarnos y elevarnos de esa manera no estamos recorriendo la
distancia que nos separa de un lugar (puesto que la residencia de la
Trinidad no es local: ésta está “por doquier y en ninguna parte”) y
que por otra parte, la Trinidad nos atrae hacia ella, que permanece
inmóvil, como la altura del cielo o la piedra de la roca marina desde
la que tiraríamos con una cuerda para llegar hasta ella y no para
atraerla hacia nosotros:
[...] en el umbral de toda operación, pero particularmente si se trata de teología, hay
que empezar con oraciones, no para atraer hacia nosotros esa Potencia que está
toda ella en conjunto presente por doquier y en ninguna parte, sino para ponernos en
sus manos y unirnos a ella por medio de conmemoraciones e invocaciones divinas
[ibíd.].

El principio del bien está más allá del ser pero trasciende también el
bien (680b). Dios es el bien que trasciende el bien y el ser que
trasciende el ser. Esta “lógica” es la del “sin” que evocábamos hace
un momento en las citas del Maestro Eckhart que cita a san Agustín
(“Dios es sabio sin sabiduría, bueno sin bondad, potente sin
potencia”) o a san Bernardo (“Amar a Dios es un modo sin modo”).
En la negatividad sin negatividad de estos enunciados sobre una
trascendencia que no es nada diferente y completamente diferente
de lo que ella trasciende podríamos reconocer un principio de
desmultiplicación de las voces y de los discursos, de desapropiación
y de reapropiación de los enunciados, pareciendo los más lejanos
los más próximos y recíprocamente. Un predicado puede siempre
esconder otro predicado, o la desnudez de una ausencia de
predicado, como el velo de un vestido –a veces indispensable–
puede a la vez disimular y hacer visible a quello mismo que disimula
–y hace atractivo por eso mismo–. Así, la voz de un enunciado
puede esconder otra, a la que aquella parece entonces citar sin
citarla, presentándose ella misma como otra forma, o una cita de la
otra. De ahí la sutileza pero también los conflictos, las relaciones de
fuerza, las aporías incluso de una política de la doctrina, quiero decir
de la iniciación o de la enseñanza en general, y de una política
institucional de la interpretación. El Maestro Eckhart, por ejemplo
(pero ¡qué ejemplo!), sabía algo de esto. Incluso sin hablar de los
argumentos que tuvo que desplegar contra sus jueces inquisidores
(“Ellos tachan de error todo lo que no comprenden...”), la estrategia
de sus sermones ponía en juego esta multiplicidad de voces y de
velos que él superponía o sustraía como pelajes y mondaduras,
tematizando y explorando él mismo una quasimetáfora hasta ese
extremo despojo del que jamás se está seguro si deja ver la
desnudez de Dios o si deja oír la propia voz del Maestro Eckhart.
Quasi stella matutina, que proporcionó tantos pretextos a los jueces
de Colonia, pone en escena a veinticuatro maestros (Liber 24
philosophorum del pseudo-Hermes Trismegisto), reunidos para
hablar de Dios. Eckhart elige una de sus afirmaciones: “Dios está
necesariamente por encima del ser...” (got etwaz ist, daz von nôt
über wesene sin muoz). Al hablar así de aquello de lo que habla uno
de estos maestros, comenta con una voz de la que nada permite
decidir ya que no sea la suya. Y en el mismo movimiento cita a otros
maestros, cristianos o paganos, grandes maestros o maestros
subalternos (kleine meister). Uno de ellos parece decir: “Dios no es
ser ni bondad (Got enist niht wesen noch güete). La bondad está
ligada al ser y no es más amplia (breiter) que el ser, pues si no
hubiese ser, no habría bondad y el ser es todavía más puro que la
bondad. Dios no es ni bueno, ni mejor, ni el mejor. El que dijese que
Dios es bueno hablaría tan mal como quien dijese que el sol es
negro” (I, p. 102). (La Bula de condenación menciona solo en
apéndice este pasaje, sin concluir que Eckhart lo haya enseñado
verdaderamente.) La teoría de los arquetipos que constituye el
contexto de este argumento atenúa su carácter provocador: Dios no
comparte ninguno de los modos de seres con los demás seres
(divididos por estos maestros en diez categorías), pero “no está sin
embargo por eso privado de ninguno de ellos” (er entbirt ir ouch
keiner).
Pero he aquí lo que dice “un maestro pagano”: que el alma que
ama a Dios “lo capta bajo el pelaje de la bondad” (nimet in under
dem welle der güete), pero la razón o la racionalidad
(Vernunftlichkeit) quita ese pelaje y capta a Dios en su desnudez (in
blôz). Está entonces desvestido (entkleidet), despojado “de bondad,
de ser y de todos los nombres”. Eckhart no contradice al maestro
pagano, no lo aprueba tampoco. Advierte que, a diferencia de los
“santos maestros”, el pagano habla según la “luz natural”. Después,
con una voz que parece ser la suya, diferencia, no me atrevo a decir
que dialectiza, la proposición anterior. En las líneas que me apresto
a citar, un cierto valor de desvelamiento, de puesta al desnudo, de
verdad como lo más allá del vestido, parece que orienta, al final del
final y a fin de cuentas, toda la axiomática de esta apófasis. Sin
duda no puede hablarse aquí, con todo rigor de valor y de
axiomática puesto que lo que ordena y regula el proceso apofático
excede justamente el bien o la bondad. Pero sí hay una regla o una
ley: hay que ir más allá del velo o del vestido. ¿Es arbitrario seguir
llamando verdad o superverdad a ese desvelamiento que no sería
quizás ya desvelamiento del ser? ¿O a la luz, también, que no sería
ya claro del ser? No lo creo. He aquí el texto:
He dicho en la Escuela que el intelecto (Vernunftlichkeit) es más noble que la
voluntad, y sin embargo ambos pertenecen a esa luz. Un maestro de otra escuela
dice que la voluntad es más noble que el intelecto, puesto que la voluntad capta las
cosas tal como éstas son en sí mismas y el intelecto toma las cosas tal como éstas
están en él. Es verdad. Un ojo es más noble que un ojo pintado en la pared. Pero yo
digo que el intelecto es más noble que la voluntad. La voluntad capta a Dios bajo el
vestido (under dem kleide) de la bondad. El intelecto capta a Dios en su desnudez,
despojado de bondad y de ser (Vernunftlichkeit nimet got blôz, als er entkleidet ist
von güete und von wesene). La bondad es un vestido (kleit) bajo el que Dios está
oculto y la voluntad capta a Dios bajo el vestido de la bondad. Si no hubiese bondad
en Dios, mi voluntad no. querría saber de él [I, p. 103].

Luz y verdad, esas son las palabras de Eckhart. Quasi stella


matutina es eso, y es también una topología (altura y proximidad) de
nuestra relación con Dios. Como el adverbio quasi estamos al lado
del verbo que es la verdad:
“Como (als) una estrella matutina en medio de la niebla”. Considero la pequeña
palabra “quasi”, es decir, “como” (als); en la escuela los niños la llaman un adverbio
(ein biwort). Es eso lo que yo busco en todos mis sermones. Lo que se puede decir
que conviene mejor (eigenlîcheste) a propósito de Dios [estas últimas palabras se
han omitido en la traducción francesa] es Verbo y Verdad (wort und wârheit). Dios se
ha denominado a sí mismo Verbo (ein wort). San Juan dice: “Al principio era el
Verbo”, y así indica que se debe ser un adverbio al lado del verbo. Igualmente la libre
estrella (der vrîe sterne), según la cual se denomina el viernes (vrîtac), Venus, tiene
muchos nombres. [...] Más que todas las estrellas, está siempre igualmente próxima
al sol; nunca está de éste ni más lejana ni más próxima (niemer verrer noch naeher);
así ella significa (meinet) que un hombre que quiera llegar allí debe estar en todo
momento próximo a Dios, estar presente (gegenwertic) a él, de manera que nada
pueda alejarlo de Dios, ni felicidad, ni desgracia, ni criatura alguna. [...] Mientras más
se eleve (erhaben) el alma por encima de las cosas terrestres, más fuerte (kreftiger).
Aquel que solo conociera las criaturas no tendría necesidad jamás de pensar en un
sermón, pues toda criatura está llena de Dios y es un libro (buoch) [I, p. 104].

En su necesidad pedagógica y su virtud iniciadora, el sermón suple


no tanto el Verbo, que no tiene ninguna necesidad de aquel, sino la
incapacidad de leer en el “libro” auténtico que somos, en tanto que
criaturas, y la adverbialidad que tendríamos que ser justo por eso.
Ese suplemento de adverbialidad, el sermón, debe llevarse a cabo y
orientarse (como se orienta uno con la estrella matutina) mediante la
oración o la invocación del Dios trinitario. Esto es a la vez el oriente
y el fin del sermón: “El alma debe ser ahí un “adverbio” y realizar
con Dios una única acción (mit gote würken ein werk), para
conseguir su felicidad en el conocimiento que se cierne en ella
misma. [...] Que el Padre y este mismo Verbo y el Espíritu Santo nos
ayuden a seguir siendo en todo momento “el adverbio” de ese
mismo Verbo. Amén” (p. 105).
Ese es el final del Sermón, la oración no se dirige directamente,
en la forma del apóstrofe, a Dios mismo. Por el contrario, en el
comienzo, y desde las primeras palabras de la Teología mística,
Dionisio se dirige, por su parte, a Ti, a Dios, de aquí en adelante
determinado como “Trinidad superesencial” en la oración que
prepara los teologemas de la vía negativa:
Trinidad superesencial (Trias hyperousiè) y más que divina (hyperthèe) y más que
buena (hyperagathè), tú que presides la divina sabiduría (theosophias) cristiana,
llévanos no solo más allá de toda luz, sino más allá del desconocimiento hasta la
más alta cima de las Escrituras místicas, allí donde los misterios simples, absolutos e
incorruptibles de la teología se revelan en la Tiniebla más que luminosa del silencio:
es efectivamente en el Silencio donde se aprenden los secretos de esta Tiniebla, de
la que es decir demasiado poco afirmar que brilla con la más resplandeciente luz en
el seno de la más negra oscuridad, y que, aun permaneciendo ella misma
perfectamente intangible y perfectamente invisible, llena de esplendores más bellos
que la belleza a las inteligencias que saben cerrar los ojos (tous anommatous noas).
Así es mi oración (Êmoi men oun tanta eukhtô). Para ti, querido Timoteo, ejercítate
sin cesar en las contemplaciones místicas... [997ab, p. 177].

¿Qué es lo que ocurre?


Después de haber rezado (escribe él, leemos nosotros), presenta
su oración. La cita, y yo acabo de citar su cita. La cita en lo que es
propiamente un apóstrofé a su destinatario, Timoteo. La teología
mística le está dedicada a él, debe conducirlo, para iniciarlo, por los
caminos hacia los que Dionisio mismo ha rezado a Dios para que le
conduzca, a ellos más literalmente, le dirija, en línea recta (ithunon).
Pedagogía, pues, mistagogía, psicagogía: el gesto de conducir o
dirigir la psyché del otro pasa aquí por el apóstrofe. Aquel que pide
ser conducido por Dios se vuelve un instante hacia otro destinatario
para conducirlo a su vez. No es que se desvíe simplemente de su
primer destinatario que es en verdad la primera Causa de su oración
y que ya la conduce. Es incluso porque no se desvía de Dios por lo
que puede volverse hacia Timoteo y pasar de un dirigirse al otro sin
cambiar de dirección.
La escritura de Dionisio, la que actualmente creemos leer o
leemos con vistas a creer, se mantiene en el espaciamiento de este
apóstrofé que desvía el discurso en la misma dirección entre la
oración misma, la cita de la oración y el dirigirse al discípulo, dicho
de otra manera al mejor lector, al lector que debería dejarse
conducir para hacerse mejor, a nosotros que actualmente creemos
leer este texto. No a nosotros tal como somos actualmente, sino tal
como deberíamos ser, en nuestra alma, si leemos este texto como
debería ser leído, rectamente, en la buena dirección, correctamente:
según su oración y su promesa. Nos ruega también que leamos
correctamente, según su ruego, su oración. Y nada de todo esto
sería posible sin la posibilidad de la cita (más generalmente de la
iteración) y de un apóstrofe que permita hablar a varias personas a
la vez. A más de a un otro. La oración, la cita de la oración y el
apóstrofe, de un a ti a otro, tejen así el mismo texto, por
heterogéneas que parezcan aquellas. Hay texto porque hay esta
iteración.135 Pero entonces, ¿dónde tiene lugar este texto? ¿Tiene
un lugar, actualmente? ¿Y por qué no se puede separar ahí la
oración, la cita de la oración y el dirigirse al lector?
La identidad de este lugar, y en consecuencia de este texto, y en
consecuencia de su lector, se instituye a partir del porvenir de lo que
se promete por medio de la promesa. La venida de este porvenir
tiene una procedencia, es el acontecimiento de esta promesa. A
diferencia de lo que parecía pasar en la “experiencia” del lugar como
khora la apófasis se pone en movimiento, se inicia, en el sentido de
la iniciativa y de la iniciación, a partir del acontecimiento de una
revelación que es también una promesa. Ésta pertenece a una
historia; más bien abre una historia y una dimensión
antropoteológica. El guion de unión une “la escritura nueva añadida
a la que dictó Dios mismo” (861b, p. 91), señala el lugar mismo de
ese añadido. Ese lugar mismo está asignado por el acontecimiento
de la promesa y la revelación de la Escritura. Sólo es el lugar a partir
de lo que habrá tenido lugar, según el tiempo y la historia de ese
futuro anterior. El lugar es un acontecimiento. ¿En qué condiciones
se encuentra uno en Jerusalén, nos preguntábamos hace un
momento, y dónde se encuentra el lugar que se llama así? ¿Cómo
medir la distancia que nos separa de él o que nos acerca a él? Ésta
es la respuesta de Dionisio quien cita la Escritura en La jerarquía
eclesiástica: “No os alejéis de Jerusalén, sino esperad la promesa
del Padre que habéis oído de mi boca, y según la cual seréis
bautizados por el Espíritu Santo” (512c p. 303). Situación de esta
palabra que sitúa un lugar: aquel que ha trasmitido la promesa
(Jesús, “divino fundador de nuestra propia jerarquía”) habla de
Jerusalén como del lugar que tiene lugar a partir del acontecimiento
de la promesa. Pero el lugar así revelado sigue siendo el lugar de la
espera, a la espera de la realización de la promesa. Entonces tendrá
lugar plenamente. Será plenamente lugar.
Así, un acontecimiento nos prescribe la apófasis buena y justa:
cómo no hablar. Esta prescripción es a la vez revelación y
enseñanza de las Santas Escrituras, el architexto antes de todo
“añadido” suplementario:
[...] con respecto a la Deidad superesencial y secreta, hay que evitar toda palabra,
todo pensamiento temerario (ou tolmeteon eipein, oute men ennoesai), fuera de lo
que nos revelan divinamente las Santas Escrituras (para ta theoeidôs emin ek tôn
ierôn logiôn ekpephasmena). Pues es la Deidad misma la que, en esos textos
sagrados, ha manifestado por sí misma qué convenía a su Bondad [Los Nombres
divinos, 588c, p. 69; la cursiva es mía].

Esta bondad superesencial no es totalmente incomunicable, ella


misma puede manifestarse pero queda separada por su
superesencialidad. En cuanto a los teólogos que han “alabado” su
inaccesibilidad y han penetrado su “secreta infinitud”, no han dejado
ninguna “huella” (ikhnous) (ibíd.; la cursiva es mía).
Manifestación secreta, pues, si es que algo así es posible. Antes
incluso de ordenar la extrema negatividad de la apófasis, esta
manifestación se nos trasmite como un “don secreto” por medio de
nuestros maestros inspirados. Aprendemos así a descifrar los
símbolos, llegamos a comprender cómo “el amor de Dios por el
hombre envuelve lo inteligible en lo sensible, lo superesencial en el
ser, da forma y hechura a lo que no se puede conformar ni moldear,
y a través de una variedad de símbolos parciales multiplica y
refigura la no figurable y maravillosa simplicidad” (592b, p. 71). En
una palabra, aprendemos a leer, a descifrar la retórica sin retórica
de Dios, y finalmente a callarnos.
Entre todas estas figuras de lo no figurable está la figura del sello.
No es una figura entre otras, como que refigura la figuración de lo no
figurable mismo y este discurso sobre la impresión parece desplazar
la tipografía platónica de la khora. Esta última daba lugar a
inscripciones, a typoi, para las copias de los paradigmas. Aquí la
figura del sello, que sella también una promesa, vale para todo el
texto de la creación. Traslada un argumento platónico, uno de los
dos esquemas que he intentado distinguir hace un momento, a otro
orden. Dios es a la vez participable y no participable. El texto de la
creación sería como la inscripción tipográfica de lo no participable
en lo participable:
[...] como del punto central de un círculo participan todos los radios que constituyen el
círculo, y como las múltiples impresiones (ektypomata) de un sello (sphragidos)
participan del original, el cual es inmanente enteramente y de forma idéntica en cada
una de las imprecisiones, sin fragmentarse de ninguna manera. Pero la
imparticipabilidad (amethexia) de la Deidad, causa universal, trasciende además
todas esas figuras (paradeigmata) [644ab, p. 83].

Pues a diferencia de lo que pasa con el sello, aquí no hay ni


contacto, ni comunidad, ni síntesis. La continuación de la
demostración recuerda además, aun desplazándola, la necesidad
que tiene la khora de ser informe y virgen. Si no fuese así, no podría
prestarse adecuadamente a la escritura de impresiones en ella:
Se podría objetar sin embargo: el sello no está entero e idéntico en todas las
impresiones (en olois tois ekmageiois). Contesto que el fallo no es del sello que se
trasmite a cada uno entero e idéntico, sino que es la alteridad de los participantes lo
que hace desemejantes las reproducciones del único modelo (arkbetypias), total e
idéntico [ibíd.].

Todo dependerá pues, de la materia o de la cera (keros) que recibe


las impresiones. Hace falta que ésta sea receptiva, blanda, plástica,
lisa y virgen para que la impresión permanezca pura, clara y
perdurable (644b).
Si se recuerda que la khora era también descrita como un
receptáculo (dekhomenon), cabe seguir otro desplazamiento de esta
figura, la figura de las figuras, el lugar de las demás figuras. En
adelante, el “receptáculo” es a la vez psíquico y creado. No era ni
una cosa ni otra en Platón. Más tarde, san Agustín asegura de
nuevo la meditación y el Maestro Eckhart lo cita en su sermón
Renovamini... spiritu mentis vestrae; “Pero Agustín dice que, en la
parte superior del alma que se llama mens o gemüte, Dios ha
creado, al mismo tiempo que el ser del alma una potencia (craft) que
los maestros llaman receptáculo (sloz) o estuche (schrin) de formas
espirituales o de imágenes formales” (III, p. 151). La creación del
lugar, que es también una potencia, funda la semejanza del alma
con el Padre. Pero más allá de la Trinidad, si cabe decirlo así, más
allá de la multiplicidad de las imágenes, más allá del lugar creado, la
impasibilidad sin forma que el Timeo atribuía, si cabe decirlo así una
vez más, a la khora, nos encontramos aquí con que solo le
corresponde a Dios: “...cuando se apartan del alma todas las
imágenes, y aquella contempla solo el único Uno (das einig ein), el
ser desnudo del alma encuentra el ser desnudo sin forma (das blose
formlose wesen) de la unidad divina que es el ser superesencial
reposando impasible en sí mismo (ein uberwesende wesen, lidende
ligende in ime selben)”. Esta impasibilidad de lo sin-forma es la
fuente única y maravillosa de nuestra posibilidad, de nuestra pasión,
de nuestro más noble sufrimiento. Entonces solo podemos sufrir a
Dios, a ninguna otra cosa más que a él: “¡Ah! ¡Maravilla de las
maravillas (wunder uber wunder), qué noble sufrimiento hay en que
el ser del alma no pueda sufrir ninguna otra cosa sino la pura y
simple unidad de Dios!”.
Así nombrado, “Dios es sin nombre (namloz)”, “nadie puede
hablar de él ni comprenderlo”. De ese “ser supereminente” (uber
swebende wesen) que es también una “nada superesencial” (ein
uber swesende nitheit), hay que evitar hablar. Eckhart deja hablar a
san Agustín: “Lo más bello que puede el hombre decir sobre Dios es
que sepa callarse (swigen) a causa de la sabiduría de la riqueza
interior [divina]”. “Por eso, cállate”, encadena Eckhart. Si no lo
haces, mientes y pecas. Este deber es un deber de amor, el
apóstrofe ordena el amor pero habla a partir del amor e implorando,
en una oración, la ayuda de Dios: “Debes amarlo en tanto que es un
No-Dios, un No-Intelecto, una No-Persona, una No-Imagen. Más
aún: en tanto que es un Uno puro, claro, limpio, separado de toda
dualidad. Y en ese Uno debemos hundirnos eternamente: del Algo a
la Nada. / Que Dios nos ayude, Amén” (p. 154).
Hablar para mandar no hablar, decir lo que Dios no es y que es un
no-Dios. ¿Cómo entender la cópula del ser que articula este habla
singular y esta orden de callarse? ¿Dónde tiene su lugar? ¿Dónde
tiene lugar? Ella es el lugar, el lugar de esta escritura, esta huella
(dejada en el ser) de lo que no es, y la escritura de ese lugar. Éste
no es más que un lugar de paso, más precisamente un umbral. Pero
un umbral, esta vez, para acceder a lo que no es ya un lugar.
Subordinación, relativización del lugar, consecuencia. extraordinaria:
el lugar es el ser. Lo que se encuentra reducido a la condición de
umbral es el ser mismo, el ser como lugar. Sólo un umbral, pero un
lugar sagrado, el atrio del templo:
Cuando captamos a Dios en el ser, lo captamos en su atrio (vorbürge), pues el ser es
su atrio en el que reside (wonet). ¿Dónde está, entonces, en su templo donde brilla
en su santidad (heilic)? El intelecto (vernünftlichkeit: la racionalidad) es el templo de
Dios [Quasi stella matutina, I, p. 102].

El alma, que ejerce su poder en el ojo, permite ver lo que no es, lo


que no está presente “actúa en el no-ser y sigue a Dios que actúa
en el no-ser”. Guiado por esta psyché, el ojo atraviesa así el umbral
del ser hacia el no ser para ver aquello que no se presenta. Eckhart
lo compara con una criba. Las cosas deben “pasar por la criba”
(gebiutelt) (O.C., p. 103). No es una figura entre otras, sino que
expresa la diferencia entre el ser y el no-ser, la discierne, la deja ver,
pero como el ojo mismo. No hay texto, sobre todo no hay sermón,
no hay predicación posible, sin la invención de un filtro como ése.
C
Así pues, había decidido no hablar de la negatividad o de los
movimientos apofáticos en las tradiciones judía o árabe. Por
ejemplo. Dejar vacío ese sitio inmenso, y sobre todo lo que en él
puede ligar tal nombre de Dios al nombre del Lugar, quedarse así en
el atrio, ¿no es eso una apófasis lo más consecuente posible?
Aquello de lo que no se puede hablar, ¿no resulta mejor callarlo? Os
dejo responder a esa cuestión. Ésta se confía siempre al otro.
Mi primer paradigma fue griego, el segundo cristiano, sin dejar de
seguir siendo griego. El último no sería ni griego ni cristiano. Si no
temiese abusar de vuestra paciencia, recordaría sin embargo lo que
en el pensamiento de Heidegger podría asemejarse a la herencia
más cuestionadora, la repetición a la vez más audaz y más libre de
las tradiciones que acabo de evocar. Tendré que atenerme a
algunos puntos de referencia.
Se podría leer Qué es la metafísica como un tratado de la
negatividad. Funda el discurso negativo y la negación en la
experiencia de la nada que por sí misma anonada (das Nichts selbst
nichtet). La experiencia de la angustia nos pone en relación con un
anonadamiento (Nichtung) que no es ni una aniquilación
(Vernichtung) ni una negación o una denegación (Verneinung).
Aquella nos revela la extrañeza (Befremdlichkeit) de lo que es (el
ente, das Seiende) como lo completamente otro (das schlechthin
Andere). Abre así la posibilidad de la cuestión del ser para el
Dasein, cuya estructura se caracteriza justamente por lo que
Heidegger llama entonces la trascendencia. Esa trascendencia, dirá
Vom Wesen des Grundes, está “formulada propiamente” (eigens
ausgesprochen) mediante la expresión platónica epekeina tes
ousias. Sin poder entrar aquí en la interpretación del agathon
propuesta entonces por Heidegger, quisiera solamente señalar ese
paso más allá del ser o más bien de la onticidad y la reinterpretación
de la negatividad que le acompaña. Heidegger precisa enseguida
que Platón no ha sabido elaborar “el contenido original del epekeina
tes ousias como trascendencia del Dasein (der ursprüngliche Gehalt
des epekeina als Transzendenz des Daseins)”. Gesto análogo con
respecto a la khora: en la Einführung in die Metaphysik un breve
paréntesis sugiere que Platón ha dejado perder un pensamiento del
lugar (Ort) que, sin embargo, se anunciaba en él. En realidad no
habrá hecho más que preparar (vorbereiten) la interpretación
cartesiana del espacio como extensio (Ausdehnung) (p. 51). Intento
mostrar en otra parte lo que puede tener de problemática y
reductora esa perspectiva. La última página de Was heisst denken?,
diecisiete años más tarde, nombra de nuevo khora y khorismos, sin
referencia explícita al Timeo. Platón, que habría dado la Deutung
más determinante para el pensamiento occidental, situaría el
khorismos, el intervalo o la separación, el espaciamiento, entre el
ente y el ser. Pero “e khora heisst der Ort”, “la khora quiere decir el
lugar”. Para Platón, pues, el ente y el ser están en lugares diferentes
(verschieden geortet). “Si Platón toma en consideración el
khorismos, la diferencia de lugar (die verschiedene Ortung) del ser y
del ente, entonces plantea la cuestión del lugar completamente otro
(nach dem ganz anderen Ort) del ser, por comparación con el del
ente”. Que se le acuse a Platón a continuación de haber dejado
perder ese lugar completamente otro, que haya que reconducir la
diversidad (Verschiedenheit) de los lugares hacia la diferencia
(Unterschied) y el pliegue de una duplicidad (Zwiefalt) que debe
estar dada por anticipado sin que se le pueda prestar “propiamente
atención”, se produce ahí un proceso que no puedo seguir en ese
final de Was heisst denken? o en otras partes. Me limito a subrayar
ese movimiento hacia un lugar completamente otro como lugar del
ser o lugar de lo completamente otro: en y más allá de una tradición
platónica o neoplatónica. Pero también en y más allá de una
tradición cristiana respecto a la que Heidegger no ha dejado de
pretender, aun estando inmersa en ella, como en la griega, y sea o
no esto denegación, que en ningún caso podría acoger una filosofía.
“Una filosofía cristiana –dice a menudo– es un círculo cuadrado y un
malentendido (Missverständnis)” (Introducción a la Metafísica, p. 6).
Hay que distinguir entre la ontología o la teiología por una parte y la
teología por otra.136 La primera concierne al ente supremo, al ente
por excelencia, fundamento último o causa sui en su divinidad. La
segunda es una ciencia de la fe o de la palabra divina, tal como ésta
se manifiesta en la revelación (Offenbarung). Heidegger parece
distinguir además entre la manifestación o la posibilidad que tiene el
ser de revelarse (Offenbarkeit) y, por otra parte, la revelación
(Offenbarung) del Dios de la teología.137
Tras estas distinciones se esconden inmensos problemas. Se
pueden seguir en Heidegger los hilos que hemos reconocido ya: la
revelación, la promesa o el don (das Geben, die Gabe, el es gibt que
desplazan progresivamente y profundamente la cuestión del ser y lo
que fue su horizonte trascendental en Sein und Zeit, el del
tiempo)138 o también eso que se traduce a veces de forma tan
problemática como acontecimiento, Ereignis. Me limitaré a la
cuestión que impone mi título: ¿cómo no hablar? how to avoid
speaking? Más precisamente: ¿cómo no hablar del ser? Cuestión en
la que subrayaré tanto él valor de evitamiento (avoiding), como el
del ser para atribuirles una dignidad pareja, una especie de
esencialidad común, cosa que no dejará de tener sus
consecuencias. Son esas consecuencias lo que me interesa.
¿Qué significa aquí el evitamiento? ¿Tiene éste, y refiriéndonos
siempre al ser o a la palabra “ser”, el modo que le hemos reconocido
en las teologías apofáticas? ¿Serían éstas para Heidegger ejemplos
de la aberración o del “círculo cuadrado”, a saber, filosofías
cristianas, o incluso onto-teologías vergonzosas? ¿Depende el
evitamiento de la categoría o del diagnóstico de la denegación
(Verneinung), en un sentido determinado esta vez por una
problemática freudiana (“sobre todo no digo eso”)? O aun: con
respecto a las tradiciones y los textos que acabo de evocar,
especialmente los de Dionisio, y de Eckhart139, ¿se mantiene
Heidegger en una relación de evitamiento?, pero entonces, ¿qué
abismo designaría esa simple palabra?
(Esto por no decir nada., una vez más, de las místicas o de las
teologías de tradición judía, árabe u otra.)
En dos ocasiones, en contextos y sentidos diferentes, Heidegger
ha propuesto explícitamente evitar (¿hay denegación en este caso?)
la palabra ser. Precisemos: no evitar hablar del ser, sino evitar
utilizar la palabra ser. Precisemos: no evitar el mencionarlo, como
dirían ciertos teóricos de los speech acts que distinguen entre
mention y use, sino el utilizarlo. Lo que propone explícitamente,
pues, no es evitar hablar del ser, ni siquiera evitar mencionar, de
alguna manera, la palabra ser, sino evitar utilizarlo normalmente, si
se puede decir así, sin .comillas ni tachadura. Y en los dos casos,
nos podemos temer, lo que se pone en juego es grave, por más que
parezca reducirse a la sutil fragilidad de un artificio terminológico,
tipográfico, o, más ampliamente, “pragmático”. Pero en los dos
casos, se trata de una vez más del lugar, y por eso los privilegio.
1. Primero, en Zur Seinsfrage (1952), cuando se trata de pensar,
justamente, la esencia del nihilismo moderno, Heidegger recuerda a
Ernst Jünger la necesidad de una topología del ser y la nada.
Distingue esa topología de una simple topografía y acaba de
proponer una reinterpretación del sello, del typos, de la tipografía
platónica y de la tipografía moderna. Es entonces cuando propone
escribir el ser, la palabra ser, bajo tachadura, una tachadura en
forma de cruz (kreuzweise Durchstreichung). La palabra ser no se
evita, sigue siendo legible. Pero esta legibilidad anuncia que la
palabra solo puede ser leída, descifrada; no puede o no debe ser
pronunciada, utilizada normalmente, podría incluso decirse, como un
habla del lenguaje ordinario. Hay que descifrarla bajo una tipografía
espacializada, epaciada o espaciadora, sobreimpresora. Ésta
tendría que, si no evitar, al menos prevenir, advertir, apartar
designándolo, el recurso normal, si es que lo hay, a esta extraña
palabra. Pero Heidegger nos previene también contra el uso
simplemente negativo de esta Durchstreichung. Así pues, esta
tachadura no tiene como función esencial la de evitar. Sin duda, el
ser no es ningún ente y se reduce a sus vueltas, giros, tropos
historiales (Zuwendungen); se debe evitar, pues, representarlo
(vorzustellen) como algo, un objeto que se encuentra frente
(gegenüber) al hombre y después llega a éste. Así, para evitar esa
representación objetivadora (Vorstellung), se escribirá la palabra ser
bajo tachadura. Desde ese momento, aquella palabra ya no se oye,
pero se la lee de una cierta manera. ¿Qué manera? Si esta
Durchstreichung no es un signo, ni un signo simplemente negativo
(kein bloss negatives Zeichen), es porque no borra el “ser” bajo
señales convencionales y abstractas. Heidegger pretende que ese
signo haga mostrar (zeigen) las cuatro regiones (Gegenden) de lo
que llama, aquí y en otras partes, el Cuadrante o la Cuaternidad
(Geviert); la tierra y el cielo, los mortales y los divinos. ¿Por qué
según Heidegger esta cruz de escritura no tiene en absoluto una
significación negativa? 1. Al sustraerlo a la relación sujeto/objeto,
aquella cruz deja leer el ser, la palabra y el sentido del ser. 2.
Además, “muestra” el Geviert. 3. Y sobre todo, reúne. Esa reunión
tiene lugar. Tiene su lugar (Ort) en ese punto de cruce140 de la
Durchstreichung. La reunión del Geviert en un lugar de cruce
(Versammlung im Ort der Durchkreuzung) se da a la lectura y a la
escritura en un topos indivisible, en la simplicidad (die Einfalt) de
este punto, de este Ort cuyo nombre parece tan difícil de traducir.
Eso “significa originariamente –nos dice en otra parte Heidegger–, la
punta de la espada”141, aquello hacia lo que todo concurre y en lo
que se reúne. Esa punta indivisible asegura siempre la posibilidad
de la Versammlung, le da lugar, es siempre lo reunidor, das
Versammelde. “El lugar reúne hacia sí en lo más alto y lo más
extremo (Der Ort versammelt zu sich ins Höchste und Äusserste)”.
Sin embargo, para pensar la apariencia negativa de esta
tachadura, para acceder al origen de la negatividad, de la negación
y del nihilismo, y así, quizás, del evitamiento, habría, pues, que
pensar el lugar de la nada. “¿Cuál es el lugar de la nada (der Ort
des Nichts)?”, acababa de preguntarse Heidegger. Y ahora precisa:
la nada también tendría que ser escrita, es decir, pensada. Como el
ser, tendría también que leerse y escribirse bajo tachadura: “Wie das
Sein, so müsste auch das Nichts geschrieben und d. h. gedacht
werden”.
2. En otro lugar, en un contexto aparentemente diferente, Heidegger
explica en qué sentido, esta vez sin tacharlo, evitaría hablar del ser.
Más precisamente: en qué sentido evitaría escribir la palabra “ser”.
Más precisamente todavía, y siempre en condicional, modo que
cuenta aquí mucho, en qué sentido “la palabra ‘ser’” (das Wort
“Sein”) no debería tener lugar, ocurrir, sobrevenir (vorkommen) en su
texto. No se trata de “callarse”, como preferiría uno hacer, dice en
otro sitio142, cuando el asunto es el “pensamiento de Dios” (sobre
Dios). No, sino más bien no deja venir, a propósito de Dios, la
palabra “ser”.
El texto se presenta como una “transcripción”. En 1951, en
respuesta a unos estudiantes de la Universidad de Zurich,
Heidegger recuerda que el ser y Dios no son idénticos, y que evitará
siempre pensar la esencia de Dios a partir del ser. Precisa, en una
frase en la que subrayo las palabras tuviese, debería y escribir: “Si
yo tuviese todavía que escribir una teología, a lo que a veces estoy
tentado, la palabra ‘ser’ no debería aparecer en ella [encontrar sitio
en ella, tener lugar en ella, figurar o sobrevenir en ella] (Wenn ich
noch eine Theologie schreiben würde, wozu es mich manchmal
reizt, dann dürfte in ihr das Wort ‘Sein’ nicht vorkommen)”.143
¿Cómo analizar los dobleces de la denegación en este
condicional de escritura, en el curso de una improvisación oral? ¿Se
pueden reconocer sus modalidades si no es a partir, primeramente,
del fondo y de la cosa misma: aquí, del ser y de Dios? Heidegger
habla para decir lo que pasaría si escribiese un día. Pero sabe que
lo que dice se escribe ya. Si tuviese que escribir una teología, la
palabra ser no estaría bajo tachadura, ni siquiera aparecería. De
momento, al hablar y escribir sobre lo que tendría que o podría
escribir de hecho acerca de teología, Heidegger deja aparecer la
palabra “ser”: no la utiliza sino que la menciona sin tachadura justo
cuando está hablando realmente de la teología, precisamente ésa
que estaría tentado de escribir. Así pues, ¿dónde tiene lugar esa
palabra? ¿Tiene ésta lugar? ¿Qué es lo que tendría lugar?
“La fe –prosigue Heidegger– no tiene necesidad del pensamiento
del ser”. Y, como suele recordar, los cristianos deberían dejarse
inspirar por la lucidez de Lutero a este respecto. Y sin embargo,
incluso si el ser no es “ni el fundamento ni la esencia de Dios (Grund
und Wesen von Gott)”, la experiencia de Dios (die Erfahrung
Gottes), es decir, la experiencia de la revelación “ocurre en la
dimensión del ser” (in der Dimension des Seins ereignet). Esta
revelación no es aquella (Offenbarung) de la que hablan las
religiones, sino la posibilidad de esta revelación, la apertura para
esa manifestación, esa Offenbarkeit de la que hablábamos más
arriba y en la que puede tener lugar una offenbarung y el hombre
puede encontrar a Dios. Aunque Dios no sea y no deba ser pensado
a partir del ser como su esencia o fundamento, la dimensión del ser
abre el acceso al acontecimiento, la experiencia, el encuentro de
ese Dios que sin embargo no es. Y la palabra “dimensión” –que es
también la diferencia– da aquí a una medida al dar lugar. Se podría
dibujar un quiasmo singular. La experiencia angustiada de la nada
abría al ser. Aquí, la dimensión del ser no es ni la esencia ni el
fundamento.
¿Cómo no pensar en eso? Esa dimensión de apertura, este lugar
que da lugar sin esencia ni fundamento, ese paso o ese pasaje, esta
entrada de la puerta que da acceso a Dios, ¿no seguirá siendo el
“atrio” (vorbürge) del que hablaba el Maestro Eckhart, “Cuando
captamos a Dios en el ser, lo captamos en su atrio, pues el ser es su
atrio en el que aquel reside”. ¿Es ésta una tradición teiológica, onto-
teológica? ¿O una tradición teológica? ¿La asumiría Heidegger?
¿La renegaría? ¿La denegaría?
No pretendo ni responder a estas cuestiones ni siquiera concluir
con ellas. Más modestamente, de forma más precipitada pero
también programática, vuelvo al enigma del evitamiento de la
negación o de la denegación en una escena de escritura. Heidegger
dice (y después deja escribir en su nombre) que si escribiese una
teología evitaría la palabra ser. Evitaría escribirla, y esta palabra no
figuraría en su texto o más bien debería no aparecer en él. ¿Qué
quiere decir con eso?, ¿que la palabra seguiría figurando ahí bajo
tachadura, apareciendo sin aparecer ahí, citada pero no utilizada?
No, no debería figurar ahí en absoluto. Heidegger sabe bien que eso
no es posible y quizás ésa es la razón profunda por la que no ha
escrito esa teología. Pero ¿no la ha escrito? y ¿ha evitado escribir
en ella la palabra “ser”? En efecto: como el ser no es (un ente) y en
realidad no es nada (que sea), ¿qué diferencia hay entre escribir
ser, ese ser que no es, y escribir Dios, ese Dios del que Heidegger
dice también que no es? Ciertamente, Heidegger no se contenta con
decir que Dios no es un ente precisa que “no tiene nada que ver con
el ser” (Mit dem Sein, ist hier nichts anzusichten). Pero como
reconoce que Dios se anuncia a la experiencia en la “dimensión del
ser”, ¿qué diferencia hay entre escribir una teología y escribir sobre
el ser, del ser, como Heidegger no ha dejado de hacer jamás? Sobre
todo cuando escribe la palabra “ser” bajo y en el lugar (Ort) de la
raya en forma de cruz? ¿No ha escrito Heidegger lo que dice que le
habría gustado escribir, una teología sin la palabra ser? Pero,
asimismo también, ¿no ha escrito eso de lo que dice que no se
tendría que escribir, que habría tenido que no escribir, a saber, una
teología abierta, dominada, invadida por la palabra “ser”?
Heidegger ha escrito, con y sin (without) la palabra “ser”, una
teología con y sin Dios. Ha hecho eso de lo que dice que habría que
evitar hacer. Ha dicho, escrito, dejado escribir eso mismo que dice
querer evitar. No ha sido sin dejar una huella de todos esos
pliegues. No ha sido sin dejar aparecer una huella de eso, una
huella que no es quizás la suya, pero que es casi la suya. No, sin,
casi, he aquí tres adverbios. Casi. Ficción o fábula, todo ocurre
como si yo hubiese querido, en el umbral de esta conferencia,
preguntar qué quieren decir estos tres adverbios, e incluso de dónde
vienen.

P.S.: Todavía unas palabras para acabar, y os pido perdón. No estoy


seguro de que se trate solo de retórica. Pero concierne de nuevo a
la extraña modalidad discursiva o más bien a ese paso de escritura
[pas d’écriture], ese pasar o este esquivar de Heidegger. ¿Qué
hace? En suma dice a los estudiantes: si yo tuviese que escribir una
teología (he pensado mucho en eso pero no lo he hecho y sé que no
lo haré jamás), no dejaré venir (vorkommen) ahí esa palabra ser.
Ésta no encontraría su sitio, no tendría derecho a él en un texto
como ése. Esta palabra, yo la menciono aquí, pero no la he dejado
venir, no ha podido figurar en toda mi obra más que no haciéndolo,
puesto que siempre he dicho que el ser no es (el ente, pues) y que
siempre se habría tenido que escribir bajo tachadura, regla que no
he observado siempre de hecho, pero que habría tenido que
respetar en principio y de derecho desde la primera palabra, desde
el primer verbo. Entendedme bien: ¡una tachadura que sobre todo
no tendría nada de negativo! ¡Y todavía menos de denegativo! Etc.
¿Cuál es, pues, la modalidad discursiva de este paso [pas] de
escritura y de este abismo de denegación? Y en primer lugar ¿es
una modalidad, una simple modalidad entre otras posibles o bien un
resorte casi trascendental de la escritura? No olvidemos que se trata
en primer lugar de una declaración oral, consignada después de
memoria por Beda Allemann. Ciertamente Heidegger ha aprobado
este protocolo pero haciendo notar que no se había trasmitido la
atmósfera de la conversación, y por otra parte tampoco lo habría
hecho un “estenograma completo”: ninguna escritura habría podido
trasmitir lo que se había dicho allí.
Lo que se dijo allí se dirigía a colegas y a estudiantes, a discípulos
en el sentido amplio de esta palabra. Como el dirigirse de Dionisio,
en su apóstrofe a Timoteo, este texto tiene una virtud pedagógica o
psicagógica. No permanece, como texto (escrito u oral, importa
poco) más que en esta medida: repetición o iterabilidad en un
camino agógico.
Pero no hay jamás oración, ni siquiera apóstrofe, en la retórica de
Heidegger. A diferencia de Dionisio, no dice jamás “tú”: ni a Dios, ni
al discípulo, ni al lector. No hay sitio, en todo caso no hay sitio
regularmente asignado, para esos enunciados “ni verdaderos ni
falsos” que serían oraciones según Aristóteles. Esto puede
interpretarse al menos de dos formas, y que parecen contradictorias.
1. Esta ausencia significa que en efecto la teología (en el sentido
en que Heidegger la liga a la fe y la distingue de la teiología y la
onto-teología metafísica) queda rigurosamente excluida de su texto.
Está en éste bien definida pero excluida, al menos por lo que se
refiere a lo que tendría que dirigirla, a saber el movimiento de la fe.
Y de hecho, aun pensando que solo la verdad del ser puede abrir a
la esencia de la divinidad y a lo que quiere decir la palabra “dios” (se
conoce el célebre pasaje de la Carta sobre el humanismo),
Heidegger no dice menos: “Dentro del pensamiento, no podría
hacerse nada que permitiese preparar o contribuir a determinar lo
que sucede en la fe y en la gracia. Si la fe me interpelase de ese
modo, cerraría mi taller. Ciertamente, dentro de la dimensión de la
fe, se sigue todavía pensando; pero el pensamiento como tal no
tiene ya tarea”.144 En suma, en cuanto tales, ni la fe ni la ciencia
piensan, no tienen como tarea pensar.
Esta ausencia de la oración o en general del apóstrofe, confirma
el predominio de la forma teórica, “constatativa”, o proposicional (de
la tercera persona del presente de indicativo: S es P) en la retórica,
al menos, de un texto que, sin embargo, pone en cuestión con tanta
fuerza la determinación de la verdad ligada a ese teoreticismo y a
esa forma judicativa.
2. Pero al mismo tiempo, por el contrario, se puede leer en eso un
signo de respeto por la oración. Respeto por las temibles cuestiones
que provoca la esencia de la oración: ¿puede, debe, una oración
dejarse mencionar, citar, arrastrar en una demostración ella misma
arrastradora, agógica? Quizás no debe. Quizás debe no hacerlo.
Quizás debe hacer al contrario. ¿Hay criterios externos al
acontecimiento mismo para decidir si Dionisio, por ejemplo
desnaturalizaba o por el contrario llevaba a cabo la esencia de la
oración citándola, y en primer lugar escribiéndola para Timoteo?
¿Hay derecho a pensar que, en tanto puro dirigirse, al borde del
silencio, extraña a todo código y a todo rito, y así a toda repetición,
la oración no debería nunca ser apartada de su presente por medio
de una notación o por el movimiento de un apóstrofe, por una
multiplicación de los “dirigirse”? ¿Que cada vez no tiene lugar más
que una vez, y que no debería ser consignada jamás? Pero es
quizás lo contrario. Quizás no habría oración, posibilidad pura de la
oración sin lo que entrevemos como una amenaza o una
contaminación: la escritura, el código, la repetición, la analogía o la
multiplicidad –al menos aparente– de los “dirigirse”, la iniciación. Si
hubiese una experiencia puramente pura de la oración, ¿habría
necesidad de la religión y de las teologías, afirmativas o negativas?
¿Habría necesidad de un suplemento de oración? Pero si no
hubiese suplemento, si la cita no plegase la oración, si la oración no
plegase, no se plegase a la escritura, ¿sería posible una teiología?
¿Sería posible una teología?
Traducción: Patricio Peñalver

120. How to avoid speaking, conferencia pronunciada en inglés, en Jerusalén, en junio de


1986, en la apertura de un coloquio sobre Ausencia y negatividad, organizado por The
Hebrew University y The Institute for Advanced Studies de Jerusalén.
121. ¿Quién no ha asumido nunca como tal, reivindicándolo explícitamente con ese
nombre, en singular, el proyecto de la teología negativa, sin someterlo y subordinarlo, sin
pluralizarlo al menos? A propósito de este título, la teología negativa, ¿cabe hacer otra
cosa que denegar? Jean-Luc Marion discute la legitimidad de ese título no solo para el
conjunto de la obra de Dionisio, cosa evidente, sino incluso para los lugares en que se trata
de “teologías negativas” en plural (tines of kataphatikai theologiai, tines ai apophatikai) en el
capítulo 3 de La teología mística. A propósito de “lo que se ha convenido en llamar
‘teología negativa’”, Jean-Luc Marion señala: “Que sepamos, Dionisio no emplea nada que
pueda traducirse por ‘teología negativa’. Si habla de ‘teologías negativas’, en plural, no las
separa de las ‘teologías afirmativas’ con las que aquellas mantienen la relación que se ha
descrito aquí”. (Cf. La Théologie mystique, tr. M. de Gandillac, en Œeuvres complètes de
Pseudo-Denys l’Aéropagite, 111, 1032 ss.). En L’Idole et la distance, Grasset, 1977, pp. 189
y 244. [El ídolo y la distancia, trad. S. M. Pascual y N. Latrille, Sígueme, Salamanca, 1999]
122. Así lo fue en lugares y contextos diversos. Sólo citaré uno con objeto de poder
precisar un punto y, quizás, responder a una objeción que tiene el mérito de no ser
estereotipada. En La différance (1968, recogido en Marges – de la philosophie, Minuit
1976, p. 6): “De modo que los giros, los períodos, la sintaxis, a los que tendré que recurrir
con frecuencia, se asemejarán, a veces hasta llegar a confundirse con ellos, a los de la
teología negativa. Ha habido ya que señalar que la différance no es, no existe, no es un
ente-presente (on), cualquiera que éste sea; y nos vamos a ver llevados a señalar también
todo lo que ella no es, es decir, todo; y, por consiguiente, que no tiene ni existencia ni
esencia. Ella no depende de ninguna categoría del ente, sea éste presente o ausente. Y sin
embargo, lo que se marca así de la différance no es teológico, no pertenece ni siquiera al
orden más negativo de la teología negativa, puesto que ésta se ha ocupado siempre en
destacar, como se sabe, una supra-esencialidad por encima de las categorías finitas de la
esencia y la existencia, es decir, de la presencia, y ha insistido siempre en recordar que si
el predicado de la existencia se le rehúsa a Dios, eso es así para reconocerle un modo de
ser superior, inconcebible, inefable”. Tras haber citado esta última frase, Jean-Luc Marion
objeta (L’idole et la distance, Grasset, 1977, p. 318): “¿Qué quiere decir aquí ’se sabe’?
Hemos visto que, precisamente, la teología llamada negativa, en su fondo [cursiva mía,
J.D.], no apunta al restablecimiento de una “superesencialidad”, puesto que no apunta ni a
la predicación ni al Ser; ¿cómo, a fortiori, podría tratarse de existencia y de esencia en
Dionisio, el que habla todavía un griego lo suficientemente originario como para no ver ni la
idea ni el empleo de aquellas?”. He aquí, demasiado brevemente, algunos elementos de
respuesta. 1. Al hablar de presencia o de ausencia, de existencia o de esencia, pretendía
solo precisar, de forma cursiva, las diferentes categorías o modalidades de la presencia en
general, sin referencia histórica precisa a Dionisio. 2. Cualquiera que sea la historicidad
completa y muy enigmática de la distinción entre esencia y existencia, no estoy seguro de
que sea simplemente ignorada por Dionisio: ¿cómo asegurarse de la ausencia de tal
distinción en una lengua griega cualquiera que sea? ¿Qué es “un griego lo suficientemente
originario” para eso? 3. ¿Qué quiere decir aquí “en su fondo” y que “la teología negativa”,
en su fondo, no apunta a restablecer una “super-esencialidad”? En primer lugar, es difícil, y
Marion lo sabe mejor que nadie, contar como un accidente o una apariencia la referencia a
esa superesencialidad que tenga un papel mayor, insistente, literal, en tantos y tantos
textos de Dionisio –y de otros que citaré más delante–. Además, más allá de esta
evidencia, la única a la que he tenido que referirme en una conferencia que no estaba
dedicada a la teología negativa y que ni siquiera nombraba a Dionisio, es necesario
elaborar un discurso interpretativo tan interesante y tan original como el de Marion, en el
cruce, en la estela, a veces más allá de pensamientos como los de Heidegger, Urs von
Balthazar, Levinas y algunos otros, para poder distinguir el “fondo” (pensamiento del don,
de la paternidad, de la distancia, de la alabanza, etc.) de lo que en la llamada “teología
negativa” parece seguir estando muy lleno de superesencialidad. Pero sin poder desarrollar
aquí este tercer punto, volveré a ello más abajo, al menos en principio y de manera oblicua.
123. Acerca de una escritura paradójica de la palabra sans [sin], especialmente en
Blanchot, me permito remitir aquí a “Pas”, Gramma, 3/4, 1976, recogido en Parages,
Galilée, 1986. Dieu sans l’être es el título magnífico de un libro de Jean-Luc Marion
(Fayard, 1982 [Dios sin el ser, trad. D. Barreto González, J. Bassas Vila y C. E. Restrepo,
Ellago Ediciones, Vilaboa, 2010]) al que el espacio de una nota y el tiempo de una
conferencia no me van a permitir rendir un justo homenaje. Y este título es difícil de
traducir. En su suspensión misma, juega con la indecisión gramatical que solo la sintaxis
francesa puede tolerar justamente en la estructura de un título, es decir, de una frase
nominal o incompleta. L’ puede ser el artículo definido del nombre ser (God without Being)
pero puede también tener el valor de un pronombre personal –objeto del verbo ser– que
remite a Dios, de Dios a Dios mismo que no sería lo que es o que sería lo que es sin serlo
[sans l’être] (Dios sin ser Dios, sin serlo, God without being God): Dios con y sin serlo
without, with and without). A propósito de la sintaxis de un título, es sin duda para evitar la
prelación del ser o de la frase predicativa, que todavía se seguiría insinuando aquí, por lo
que Levinas, en una sintaxis también muy singular, ha preferido decir, más bien que “ser
sin ser”, más bien que “Dios con o más allá del ser”, superesencia o hiperesencia, de otro
modo que ser [autrement qu’être]. No olvidemos lo que dan que pensar esos dos títulos al
fin y al cabo bastante recientes (Dieu sans l’être y Autrement qu’être ou au-delà de
l’essence [1974-1978]) y que pretenden evitar, de maneras sin duda muy diferentes, lo que
Levinas llama la contaminación por el ser, para “oír a Dios no contaminado por el ser”, por
ejemplo. La gramática no basta para eso, pero aquella no se reduce jamás a una
instrumentalidad accesoria, es que mediante la palabra gramática se designa una disciplina
y su historia o más radicalmente las modalidades de la escritura: ¿cómo se escribe de
Dios? Los dos títulos citados muestran el camino hacia dos grandes respuestas a la
cuestión que yo quisiera plantear: ¿cómo no hablar? ¿Cómo no decir? Dicho de otro modo
y sobreentendido: ¿cómo no decir el ser (how to avoid speaking of being)? ¿Cómo decir el
ser de otro modo? ¿Cómo decir de otro modo (que) el ser? Etc.
124. “Quasi stella matutina”, en Sermons, trad. Jeanne Ancelet-Hustache, Le Seuil, 1978,
p. 101. Todas mis citas remitirán a esa traducción, a la que añado a veces algunas
palabras del texto original.
125. La teología mística, par. 1, trad. M de Gandillac (Oeuvres complètes de Pseudo-
Dionisio el Areopagita, Aubier Montaigne, 997a y ss., pp. 177 y ss.). Tomo el partido de
remitir siempre a esa traducción fácilmente accesible, y que me fue preciosa en una
primera lectura de Dionisio. Citaré a veces algunas palabras del texto original por razones
evidentes.
126. Procedencia de la llamada: Jerusalén. Sanford Budick acababa de llamar. Tenía que
inscribir un título en el programa del coloquio, aunque fuese un título provisorio. Debo
asociar a este recuerdo de una llamada telefónica el de un telegrama. Procedía también de
Jerusalén, estaba ya firmado por Sanford Budick, que estaba preparando entonces el
volumen aparecido después sobre Midrash and Literature (Yale, University Press, 1986).
Acababa de enterarse de que yo había dado en Seattle, en el curso de un coloquio
dedicado a Paul Celan, lo que él llamaba una “lecture on circumcision”, y me pedía: “Could
we have portion of that lecture or some other piece you would be willing to give us however
short stop midrash soon going to press?”.
127. No es posible entrar aquí directamente en este difícil problema de la jerarquía, en
particular por lo que se refiere a las relaciones de traducción, de analogía o de ruptura y de
heterogeneidad entre la jerarquía como tal, a saber, “el orden sagrado”, el principio o el
origen de la santidad, y, por otra parte, el orden socio-político. Se puede seguir a Jean-Luc
Marion tan lejos como sea posible cuando disocia la “jerarquía, comprendida a partir del
misterio teándrico cuyo lugar único lo ofrece la Iglesia” y el “concepto vulgar” o el “concepto
común” de jerarquía (El ídolo y la distancia, p. 209). Incluso se podrían suscribir algunas de
sus formulaciones más provocadoras (“El modelo político de la jerarquía no tiene nada que
ver con el misterio de la jerarquía que da acceso a la comunión de los santos. E1 equívoco,
mantenido o ingenuo, traiciona la perversión de la mirada, y no merece siquiera la
refutación. No se trata sino de ver, o de no ver”, p. 217). Indudablemente, pero lo que hay
que ver también es la posibilidad histórica, esencial, indenegable e irreductible de la
llamada perversión que no es quizás “de la mirada” sino por haber sido primeramente
observable, como suele decirse, “en los hechos”. ¿Cómo se ha constituido el “concepto
vulgar”? Esto es también lo que hay que ver o que no ver. ¿Cómo es posible que la
“distancia”, en el sentido que da Marion a esta palabra, y que constituye también la
distancia entre las dos jerarquías, haya podido dejarse franquear o “recorrer” y dar lugar a
la traducción analógica de una jerarquía en la otra? ¿Puede proscribirse aquí una
“analogía” que parece por otra parte sostener toda esta construcción? Y si la traducción es
mala, fallida, “vulgar”, ¿cuál sería la buena traducción política de la jerarquía como “orden
sagrado”? Es solo una cuestión pero no es imposible que su matriz reserve otras, del
mismo tipo, a propósito de la Tearquía trinitaria, cuya jerarquía sería “el icono, a la vez
semejante y desemejante” (p. ٢٢٤; y todo el desarrollo, pp. ٢٠٧ y ss. a partir de ese término
“jerarquía” que “moviliza Dionisio” y que “nuestra modernidad nos impide de entrada
entender correctamente”); y en consecuencia a propósito del esquema trinitario o paternal
que sostiene a un pensamiento del don que no requiere aquel necesariamente y que
encuentra en aquel quizás una extraña y abismal economía, dicho de otro modo, un
fascinante límite. Debo interrumpir aquí esa nota demasiado larga sobre una a-economía o
una anarquía del don que por otra parte me ocupa desde hace mucho tiempo. Siento, a
este respecto, el pensamiento de Marion muy próximo y extremadamente distante, otros
dirían opuesto.
128. “La différance infinita es finita” en La voix et le phénomène, PUF, 1967, p. 114. [trad.
cast., Pre-textos, 1985, p. 165]
129. Está alusión remitía a un seminario sobre Jeremías que acababa de tener lugar en
Jerusalén (Institute for Advanced Studies) poco antes de este coloquio, en una buena
medida, con los mismos participantes. Acerca de lo que una cuestión (aunque ésta sea la
“piedad del pensamiento”) debe ya implicar en ella, y que no pertenece ya al
cuestionamiento mismo, cf. De l’esprit, Heidegger et la question, Galilée, 1987, pp. 147 y
ss.
130. A pesar de ese silencio, en realidad a causa de él, se me permitirá quizás releer esta
conferencia como el discurso más “autobiográfico” que jamás haya yo arriesgado. Habrá
que poner a esa palabra todas las comillas que se pueda. Hay que rodear de precauciones
la hipótesis de una presentación de sí que pase por un discurso sobre la teología negativa
de otros. Pero si un día tuviese que contarme, en ese relato nada comenzaría a hablar del
asunto mismo si no me apoyase en este hecho: todavía no he podido jamás, a falta de
capacidad, de competencia o de auto-autorización, hablar de aquello que mi nacimiento,
como se suele decir, habría tenido que darme como más próximo: lo Judío, lo Árabe.
Este pequeño pedazo de autobiografía lo confirma oblicuamente. Está interpretado en
todas mis lenguas extranjeras: el francés, el inglés, el alemán, el griego, el latín, el
filosófico, el meta-filosófico, el cristiano, etc.
En una palabra: ¿cómo no hablar de sí? Pero también: ¿cómo hacerlo sin dejarse inventar
por el otro? ¿O sin inventar al otro?
131. Una larga introducción a este trabajo en curso aparece simultáneamente, bajo el título
Chora, en un volumen de homenaje a Jean-Pieme Vernant. Ver también más
recientemente, Khôra, Galilée, 1993.
132. Cf. “La retirada de la metáfora”, aquí mismo pp.67-99.
133. Citado por Jean-Luc Marion en El ídolo y la distancia, p. 249. Remito aquí a este
trabajo, y especialmente a su capítulo “La distancia del Requisito y el discurso de alabanza:
Dionisio”. Tengo que confesarlo, no había leído este libro en el momento de escribir esta
conferencia. Este libro se publicó sin embargo en 1977 y su autor me lo había enviado
amistosamente. Desanimado o irritado por algunos signos de incomprensión reductora o de
injusticia que había creído advertir inmediatamente con respecto a mí, cometí el error de no
proseguir mi lectura y de dejarme así desviar por ese aspecto muy secundario (a saber, su
relación con mi trabajo) de una obra, cuya fuerza y cuya necesidad percibo mejor hoy, tras
la relectura de Dionisio y la preparación de esta conferencia. Lo cual no significa por mi
parte un acuerdo sin reservas. Como los límites de esta publicación no me permiten
explicarme sobre eso, dejo la cosa para más tarde. Sin embargo, las pocas líneas en las
que distingo entre oración y alabanza han sido añadidas con posterioridad, como las
referencias a Dieu sans l’être, al desarrollo que había consagrado a la oración en la
conferencia pronunciada en Jerusalén. Lo he hecho en respuesta y en homenaje a Jean-
Luc Marion que me parece que deja entender aquí demasiado deprisa que el paso a la
alabanza es el paso mismo a la oración, o que entre las dos hay una implicación inmediata
necesaria y de alguna manera analítica. Especialmente cuando escribe: “...Dionisio tiende
a sustituir el decir del lenguaje predicativo por otro verbo, hymmein, alabar. ¿Qué significa
esta sustitución? Indica sin duda el paso del discurso a la oración pues “la oración es un
logos, pero ni verdadero ni falso” (Aristóteles) (p. 232). Lo que dice efectivamente
Aristóteles en el peri hermeneias (17a) es que si todo logos es significante (semantikos),
solo aquel en el que se puede distinguir lo verdadero y lo falso es apofántico, constituye
una proposición afirmativa. Y añade: eso no lo tiene todo logos “así la oración (eukhè) es
un discurso (logos), pero ni verdadero ni falso (al’oute althès oute pseudès)”. Pero ¿habría
dicho Aristóteles de la alabanza (hymmein) que no es apofántica? ¿Que no es ni verdadera
ni falsa? ¿Que no tiene ninguna relación con la distinción de lo verdadero y lo falso? Cabe
ponerlo en duda. Cabe incluso ponerlo en duda con respecto a Dionisio. Pues aunque la
alabanza o la celebración de Dios no tiene en efecto el mismo régimen de predicación que
cualquier otra proposición aunque la verdad a la que aspira es la superverdad de una
superesencialidad, celebra y nombra lo que “es” tal como “es” más allá del ser. Incluso si
no es una afirmación predicativa de tipo corriente la alabanza conserva el estilo y la
estructura de una afirmación predicativa. Dice algo de alguien. No es el caso de la oración
que apostrofa, se dirige al otro y permanece, en ese puro movimiento, absolutamente ante-
predicativa. No basta aquí con subrayar el carácter realizativo de los enunciados de oración
y de alabanza. El realizativo en sí mismo no excluye siempre la predicación. Todos los
pasajes de los Nombres divinos o de la Teología mística, de los que Marion da la referencia
en nota (n. 65, p. 249) como “confirmación” comportan una alabanza o, como traduce a
veces M. de Gandillac, una celebración que no es una oración y que alberga un enfoque
predicativo, por extraño que éste sea a la predicación ontológica “normal”. Cabe incluso
arriesgar la paradoja siguiente: la celebración puede a veces ir más lejos que la oración al
menos al suplirla allí donde ésta no puede efectuarse, a saber, como dice Dionisio, en la
“unión” (680bcd). Incluso si la alabanza no puede contentarse con sacar a la luz
(ekphainein) o con decir, dice y determina como lo que es justo aquello que no puede
mostrar y conocer, y a lo que no puede unirse ni siquiera por medio de la oración. Si la
oración, según Dionisio al menos, tiende a la unión con Dios, la alabanza no es la oración,
es en todo caso su suplemento: lo que se le añade, cuando la unión resulta inaccesible o
falta, para representar en aquella un papel vicario, pero también para determinar el
referente mismo, que es también la causa (el Requisito, diría Marion) de la oración. Puede
incitar a la oración, puede seguirla también, pero no se confunde con ella. Entre tantos
otros ejemplos posibles, recuerdo aquí solamente, subrayando algunas palabras, éste que
cita justamente Marion: “Sólo nos hace falta recordar que este discurso no pretende sacar
a la luz (ekphainein) la esencia superesencial en tanto que superesencial (pues ésta
permanece indecible, incognoscible y en consecuencia totalmente imposible de sacar a la
luz, sustrayéndose a toda unión), sino más bien alabar la procesión que constituye las
esencias y que procede para todos los entes de la Tearquía [sc. trinitaria], principio de
esencia” (Nombres divinos, V, I, 816c, citado por Marion, pp. 249 y 250. Este pasaje se
encuentra en la página 128, en la traducción con frecuencia diferente de M. de Gandillac).
No sacar a la luz, no revelar (ekphainein), no acceder por medio de una revelación que
vaya hasta la “unión”, no es exactamente no decir, no nombrar, ni siquiera abstenerse de
atribuir, por más que sea más allá del ser. No es evitar hablar. Es incluso empezar a hablar
para determinar al destinatario de la oración, un destinatario que es también aitia,
ciertamente, y causa o requisito de la oración, según un más allá trinitario del ser, una
tearquía como principio de la esencia.
134. O.C. p. 240.
135. La repetición parece a la vez prohibida y prescrita, imposible y necesaria, como si
hubiese que evitar lo inevitable. Para analizar la ley de estas paradojas desde el punto de
vista de la escritura (especialmente en el sentido corriente de la palabra) o de la iniciación
pedagógica, y eso es mucho más que un “punto de vista”, habría que seguir muy de cerca
tal pasaje de los Nombres divinos, por ejemplo, que nos explica por qué sería “locura”
“repetir dos veces las mismas verdades”. Por ejemplo, las de los Elementos teológicos “de
nuestro preceptor Hieroteo”. Si Dionisio acomete la escritura de otros tratados, “y
particularmente este que se está leyendo aquí” (kai ten parousian theologian), es solo para
introducir unos suplementos adaptados a nuestras fuerzas (desarrollos, explicitaciones) allí
donde Hieroteo se había contentado magistralmente con un cuadro de conjunto de las
definiciones fundamentales. Estos suplementos no vienen a suplir una falta sino que
repiten sin repetir lo que se ha dicho ya, virtualmente. Siguen el orden dado y obedecen a
una orden dada. No transgreden ninguna ley, por el contrario: “Todo ocurre como si él
(Hieroteo) nos hubiese prescrito, a nosotros y a todos los demás preceptores de las almas
todavía novicias, el introducir desarrollos y distinciones, por medio de un razonamiento que
estuviese adaptado a nuestras fuerzas”. Pero la orden, la oración o la petición, también del
lector, del destinatario inmediato, Timoteo, como si éste reflejase la prescripción de
Hieroteo (“Todo ocurre como si él nos hubiese prescrito”): “Y es a esa tarea a la que tú
mismo frecuentemente nos has comprometido, al enviarnos el libro de Hieroteo, por
juzgarlo demasiado difícil”. De lo más difícil a lo más fácil, el añadido de suplementos no
suple más que nuestra debilidad y no una falta por el lado de lo que hay que leer. Antes
incluso de determinar nuestra relación con el texto mayor de Hieroteo, el primer maestro,
esta suplementariedad habrá marcado la relación de la escritura de Hieroteo con la de Dios
o mejor con el “dictado” de Dios. Y así se constituye la élite o la jerarquía, y la analogía: “,.,
este maestro de las razones completas y perfectas debe reservarse a una élite, como una
especie de nueva escritura añadida a la que dictó Dios mismo. En cuanto a nosotros,
nuestro papel es explicar a nuestra manera, y empleando la analogía, las verdades divinas
a las inteligencias que se encuentran a nuestro nivel [...] para captar con una visión directa
el sentido intelectual de las Escrituras y para enseñarle a los otros el producto de esa
visión, hace falta la capacidad de un anciano; pero la ciencia y la enseñanza de los
razonamientos que conducen a esas alturas corresponden a maestros y a discípulos de
una menor santificación” (b81ac, pp. 91 y 92; la cursiva es mía). Todo esto se decide a la
vista de una mayor santificación, siempre, y así, de envejecer bien, porque la consideración
de la edad no toma su sentido sino después de esta analogía y esta teleología.
136. Aunque sea esencial y estable, esa distinción no siempre tiene un equivalente
terminológico tan claro como, por ejemplo, en “El concepto de experiencia de Hegel”
(“Hegels Begriff der Erfahrung”, en Holzwege, p. 179): “Aristóteles llama a esa ciencia que
considera el ente en cuanto ente con un nombre forjado por él mismo. Ese nombre es
filosofía primera. Pero ésta no considera solo el ente en su entidad (Sciendheit); sino, que
considera al mismo tiempo el ente que, en puridad, corresponde a la entidad: el ente
supremo. Este ente (to theion), lo divino (das Göttliche), se llama también, con una extraña
ambigüedad, “el Ser”. La filosofía primera es, en cuanto ontología, al mismo tiempo la
teología de lo verdaderamente ente. Para ser más exactos, habría que llamarla la teiología.
La ciencia del ente en cuanto tal es en sí onto-teológica”. Cf. también el curso sobre
Schelling (1936, Niemeyer, 1971), pp. 61 y 62. En cuanto distinta de la teiología onto-
teológica, la teología se había definido en Sein und Zeit (p. 10) como: una “explicitación
más originaria del ser del hombre en su relación con Dios a partir del sentido de la fe”. Cf
también Nietzsche, II pp. 58 y 59. En el capítulo anterior, “Nihilismus, nihil und Nichts”,
Heidegger define la esencia del nihilismo (al que no habría escapado Nietzsche): no
tomarse en serio la cuestión de la nada, “el esencial no-pensar en la esencia de la nada”,
das wesenhafte Nichtdenken an das Wesen des Nichts (pp. 53 y 54).
137. Cf. especialmente el acta de una sesión de la Academia evangélica, a principios de
diciembre de 1953, en Hofgeismar; trad. J. Greisch, en Heidegger et la question de Dieu,
París, 1980, p. 335.
138. “Es gibt die zeit” “es gibt das Seind”, dice Zeit und Sein en 1962. No se trata de invertir
una prioridad o un orden lógico, y de decir que el don precede al ser. Pero el pensamiento
del don abre el espacio en el que el ser y el tiempo se dan y se dejan pensar. No puedo
abordar aquí esas cuestiones a las que consagré, en los años setenta, un seminario en la
École Normale Supérieure y en la Universidad de Yale (“Dar el tiempo) y que orientan
expresamente todos los textos que he publicado desde 1972 aproximadamente.
139. Heidegger cita a veces al Maestro Eckhart. Con frecuencia es a propósito del
pensamiento de la cosa. “Como dice el viejo Maestro de la lectura y de la vida, solo en lo
no-hablado de su lenguaje (del de las cosas) Dios es Dios” (la cursiva es mía, Der
Feldweg, 1950; trad. cast. A. Leyte, Anthropos, 64, p. 57). Es siempre a propósito de la
cosa como Heidegger asocia el nombre de Dionisio (a quien no cita en ninguna otra parte
que yo sepa) al de Eckhart: “También el maestro Eckhart emplea la palabra dinc tanto para
Dios como para el alma. [...] Con eso este maestro del pensamiento [la cursiva es mía] no
quiere decir de ninguna manera que Dios y el alma sean semejantes a las piedras: a
objetos materiales. Dinc es aquí una denominación prudente y reservada para aquella que,
de una manera general, es. Es así como el Maestro Eckhart, apoyándose en un pasaje de
Dionisio Areopagita, dice: diu miune ist der natur, daz si deu menschen wandelt in die dinc,
die er minnet (el amor es de tal naturaleza que transforma al hombre en las cosas que éste
ama). [...] Como el Maestro Eckhart, Kant habla de la cosas y entiende por esta palabra
aquello que es. Pero, para Kant, aquello que es se convierte en objeto de la representación
(Gegenstand des Vorstellens)” (“Das Ding”, en Vorträge und Aufsätze, p. 169). Cito esta
última frase porque no carece de relación con la razón por la que, como veremos,
Heidegger tacha la palabra ser. En cuanto al concepto de Gemüt en Heidegger, y en una
tradición que lleva, entre otros, a Eckhart, cf. De l’ésprit, Heidegger et la question, p. 125 y
passim.
140. Por medio de un gesto análogo pero sin duda radicalmente diferente, es el nombre de
Dios el que Jean-Luc Marion inscribe bajo una cruz en Dieu sans l’être, “cruzando Dios con
la cruz que no lo revela más que en la desaparición de su muerte de su resurrección” (pp.
152 y 153). Otro pensamiento del don y de la huella, “teología” que se pretende
“rigurosamente cristiana”, oponiéndose a veces a los pensamientos más próximos, el de
Heidegger en particular. “Estas preguntas podrían anudarse en una cuestión tópica, de
apariencia modesta: el nombre de Dios que se cruza porque se crucifica, ¿depende del
Ser? No estamos diciendo Dios en general o pensamiento a partir de lo divino, en
consecuencia también a partir del Cuadrante: estamos hablando del Dios que se cruza con
una cruz porque se revela mediante su crucifixión, el Dios revelado por medio de, en y
como el Cristo; dicho de otro modo, el Dios de una teología rigurosamente cristiana” (p.
107). Al poner una cruz sobre “Dios” más bien que sobre “el Ser”, Marion pretende sustraer
el pensamiento del don, o más bien de la huella del don, pues se trata también y de nuevo
de un pensamiento de la huella del Cuadrante heideggeriano: “Dios da. La donación en
cuanto que deja adivinar cómo ‘eso da’, una donación, ofrece la única huella accesible de
Aquel que da. El Ser/ente, como toda cosa, si se presta a ser considerado como una
donación puede dejar adivinar la huella de otro don. Lo único que importa aquí es el
modelo del don que se admite –apropiación o distancia–. En el primero, naturalmente, no
podría intervenir la instancia de Dios puesto que el dar está incluido en el Cuadrante. [...]
Queda por entrever, si no con Heidegger, al menos en su lectura y, si realmente hace falta,
contra él, que Dios no depende del Ser/ente e incluso que el Ser/ente depende de la
distancia” (pp. 153 y 154). Este pensamiento de la huella es, pues, también, el
pensamiento de una “distancia” irreductible a la diferencia ontológica.
141. Cf. entre otros muchos lugares, la primera página de “Die Sprache im Gedicht. Eine
Erörterung con Georg Trakls Gedicht”, Unterwegs zur Sprache.
142. “La metafísica es una onto-teología. Quien quiera que haya experimentado en la
plenitud de sus fuentes la teología, sea ésta la de la fe cristiana o también la de la filosofía,
prefiere hoy en día callarse en el ámbito del pensamiento sobre Dios. Pues el carácter
onto-teológico de la metafísica se ha convertido en un asunto problemático (fragwürdig), no
a causa de algún género de ateísmo, sino a causa de la experiencia de un pensamiento
ante el que se ha mostrado la unidad todavía no-pensada de la esencia de la metafísica en
la onto-teología”, Identität und Differenz, p. 51. He subrayado la palabra callarse.
143. Este seminario fue traducido y presentado por F. Fedier y D. Saatdjian en la revista
Poesie, 13 (1980), y el pasaje que cito fue traducido ese mismo año por J. Greisch en
Heidegger et la question de Dieu, p. 334. El texto alemán de la edición fuera de comercio
está citado, en el pasaje que nos interesa aquí, por J.L. Marion, Dieu sans l’être, p. 93.
144. Acta de una sesión de la Academia evangélica en Hofgeismar, diciembre de 1953,
trad. por J. Greisch, Heidegger et la question de Dieu, p. 335.
DESISTENCIA145

Paréntesis
(Dicho sea entre paréntesis, ¿cómo van a traducir désister? Me lo
pregunto. Deberán tener en cuenta el lugar de esta palabra en la
obra de Philippe Lacoue-Labarthe. ¡Parece tan discreta, pero tantos
trayectos se cruzan en ella! Él la hará administrar, en otra lengua, y
no una latina, toda una familia de palabras. Palabras con un alto
contenido filosófico en nuestra tradición. Unos verbos: existir,
subsistir, consistir, persistir, insistir, resistir, asistir, y sin duda me
olvido de algunos. Y unos nombres sin un verbo que les
corresponda: sustancia, constancia, instancia, instante, distancia.
Desistir, mucho más raro, quizá anuncia algo distinto que un
término en dicha serie. Quizá no marque nada negativo. Quizá el
de– no viene a determinar al ister o más bien, como veremos, al
ester. Quizá lo desaloja radicalmente, en un desarraigo que
dislocaría poco a poco a toda la serie, cuya matriz común solo
parecía modificada al ser afectada por atributos complementarios.
Lo que podríamos seguir a través de los textos de Lacoue-Labarthe,
entre otros caminos, es una potente meditación sobre la raíz, sobre
la ausencia de radicalidad del ist, est, ister, ester. A veces emplea el
verbo désister, del nombre désistement. Siguiendo unas razones
que me faltará esclarecer, propongo desistencia, que por el
momento no es francés.
La desistencia es lo ineluctable.
Para empezar, hay al menos dos experiencias de lo ineluctable.
Formalicemos un poco, a flor de piel: dos experiencias típicas.
Primer tipo: es preciso que eso suceda (¿Cómo van a traducir el
es preciso? ¿has to, is to, ought to, must, should?), eso no puede ni
debe ser eludido. Es preciso que eso comience una vez, un día,
según la necesidad de lo que así será anunciado al futuro. Yo, que
lo digo, precedo y así anticipo el acontecimiento de lo que me
ocurre, que llega a mí o al cual llego. Soy entonces como el sujeto
(libre) o el accidente (aleatorio) de lo ineluctable. Este último no me
constituye. Estoy constituido sin él.
Segundo tipo: lo que se anuncia como ineluctable parece ya
haber sucedido en cierto modo, sucedido antes de sucedido,
siempre pasado, adelantado al acontecimiento. Algo comenzó antes
de mí, que hago su experiencia. Estoy atrasado. Si insisto por
mantenerme como su sujeto, ello sería en cuanto sujeto prescrito,
pre-inscrito, marcado de antemano por la impronta de lo ineluctable,
que lo constituye sin pertenecerle. Él solo puede apropiársela
cuando parece ser suya propia. Ya vemos perfilarse lo que
analizaremos más adelante, cierta desistencia constitutiva del
sujeto. Una (de)constitución antes que una destitución. ¿Pero cómo
una desistencia podría ser constitutiva o esencial? Ella aleja de sí
misma toda constitución y toda esencia. La impronta de lo
ineluctable no es una impronta entre otras, ella no consta de una
multiplicidad de caracteres, determinaciones o predicados, entre los
cuales se encuentra lo ineluctable. No, la impronta, el typos de esta
pre-inscripción, es lo ineluctable mismo. La ineluctabilidad es la pre-
impresión, y ella marca la desistencia del sujeto. No soy
simplemente el sujeto o el soporte de la impronta o de “mis”
impresiones. Pero eso tampoco implica que lo ineluctable se deje
concebir como un programa genético o una predestinación histórica.
Esas son determinaciones suplementarias y tardías. No nos
apresuremos por sacar una conclusión de este ejercicio preliminar;
éste solamente está destinado, entre paréntesis, a dar la nota y a
preparar su léxico.
¿Por qué comenzar de este modo? Al menos por dos razones. En
primer lugar, para mí, la obra de Lacoue-Labarthe se asemeja a la
prueba misma de lo ineluctable: insistente, paciente, pensante, la
experiencia de un pensamiento muy singular de lo ineluctable. La
palabra singularidad podría hacer pensar en la novedad. Y, de
hecho, el lector deberá rendirse ante esta evidencia: una
configuración muy nueva que ensambla, según esquemas inéditos,
la cuestión del ser y la del sujeto en sus dimensiones filosófica,
política, ética, poética, literaria, teatral, musical, y en las razones y la
locura de su autobiografía. Un pensamiento distinto de la mimesis y
del typos permite hoy acceder a estas figuras y a esta configuración.
Pero la idea de una novedad todavía se mantiene demasiado ligada
a la de una periodización, e incluso, en el mejor de los casos, a una
estructura epocal de tipo heideggeriano. Pero como veremos, una
que otra pregunta dirigida a Heidegger, particularmente sobre el
tema del sujeto, de la Gestell y de la mimesis, parecen inspirar cierta
reserva con respecto a una historia del ser y de sus épocas. En
cuanto a la palabra configuración, no podemos confiarnos en ella; ya
supone demasiado la consistencia y la recolección identificable de la
figura, dos de los focos problemáticos más ricos de este libro.
Configuración nueva, sí, muy nueva, pero esta novedad desordena
la posibilidad misma de lo configurable, y ella no califica ni un
período ni una época, y todavía menos un modo. Quizá ni siquiera
tampoco una historia. ¿Entonces qué? Es preciso ser paciente e
intentaré explicar por qué. Es preciso aprender a leer a Lacoue-
Labarthe, a escucharlo, a su ritmo (a seguir su ritmo y lo que él
entiende por “ritmo”), el de su voz, casi diría de su aliento, la frase
que ni siquiera se interrumpe cuando multiplica las cesuras, los
puntos aparte, los incidentes, las precauciones, los escrúpulos, las
advertencias, los signos de circunspección, los paréntesis, las
comillas, las itálicas – los guiones sobre todo – o todo eso a la vez
(por ejemplo, él dice “yo” y “yo” [moi] entre comillas, y hasta su
nombre propio, al final de Typographie, en el momento en que más
se expone, a propósito del sujeto y de la exposición o la
presentación (Darstellung). Es preciso aprender la necesidad de una
escansión que viene a plegar y a desplegar un pensamiento. Ésta
no es otra que la del ritmo, el ritmo mismo.
Tengo una segunda razón para comenzar de esta manera, entre
paréntesis: en el momento mismo de hacer el prefacio de una
traducción no he podido evitar, yo, el compromiso de seguir el hilo
de una palabra, el desistimiento, que creo intraducible. Y no he
podido evitar preguntarme por qué lo he hecho. ¿Es acaso una ley?
Estas palabras no me evitan jamás, me precipito en ellas, y sería
bastante incómodo tener que escoger entre dos hipótesis: la
elección o la compulsión. El prefacio se hace para sortear esta
alternativa. Él anudará un pensamiento del idioma intraducible con
la “lógica” de una doble coerción (double bind, doble obligación: es
preciso evitar; no es preciso evitar. Es preciso evitar evitar, pero no
se puede evitar evitar, y no es preciso hacerlo).
Este es el prefacio que aún no he comenzado verdaderamente,
entre paréntesis, encentado desde hace un buen rato,
ineluctablemente. En ciertas lenguas, las nuestras, algunas palabras
articulan una formación sintáctica que se pliega al duplicar el
movimiento de la negación: no no [ne pas ne pas], no hacer algo
que ya consista en no hacer, no evitar o no eludir. Lo ineluctable y lo
inevitable pertenecen a esta familia. De este modo se designa lo
que no puede o no debe ser eludido, ni evitado. Lo innegable parece
formar parte de la misma serie pero dice algo de más o de menos.
Nombra la negación o la de-negación, incluso la sobre-negación, el
suplemento de no [ne pas] que se encuentra actuando en los otros
términos del conjunto. Esta duplicación suplementaria de la
negación no corresponde necesariamente a un trabajo dialéctico o a
una denegación inconsciente. Lacoue-Labarthe quizá nos ayudará a
retroceder sin llegar a una interpretación hegeliana, marxista o
freudiana de esta posibilidad. Y el desistimiento podría ser uno de
sus nombres.
Continúo entonces con mi fábula, en la prehistoria de este
prefacio; me inquieto incluso antes de empezar: ¿Cómo van a
traducir la palabra desistimiento, su retorno a la vez discreto e
insistente en la obra de Lacoue-Labarthe? ¿Cómo la han traducido
ya? No quiero saberlo todavía, más vale que no lo sepa. Escribo
esto, con la traducción de Typographie terminada, mientras Chris
Fynsk le ha dado sus últimos retoques en Estrasburgo. No la he
leído. Podemos imaginar algunas soluciones. La palabra existe en
inglés: to desist. El código de la jurisprudencia generalmente la
domina, tal como ocurre en francés. Pero no admite el reflexivo,
siempre de rigor en francés: se désister, renunciar a una diligencia,
a una acción jurídica, a una responsabilidad. Por otra parte, en
inglés siempre designa, me parece, una interrupción en el tiempo (to
cease, to stop, to leave off). De ahí se desprende cierto desfase y
unas posibilidades sintácticas bien diferentes. Es cierto que, si al
menos se la domesticase en francés, si se la naturalizara,
repatriándola hasta hacerla perder su sentido corriente de cese, la
palabra desistencia se aproximaría más a lo que Lacoue-Labarthe
parece querer señalar. Pero la dificultad reside justamente en otra
parte, y es por ello que “desistencia” en francés, palabra que
Lacoue-Labarthe no utiliza nunca y que por otra parte tampoco
existe, prestaría algunos servicios. ¡A condición de que no se la
transcriba en inglés, simplemente y sin otra precaución, por
desistance! Admito que esto no simplifica la tarea, ¿pero acaso se
trata de eso? El mismo Lacoue-Labarthe señala un desvío en el
idioma francés. Su palabra apenas se deja traducir en el francés
corriente. El “desistimiento” – yo diría, de ahora en adelante, la
desistencia – del sujeto146 no tiene en principio el sentido jurídico
que se impone en su uso ordinario, aun cuando cierta relación con
la ley sea descifrable en dicha palabra. El desistimiento no se deja
determinar de antemano por la reflexividad (el “desistir-se” es la
única forma aceptada en el francés “normal”). Pero si la desistencia
del sujeto no significa que en principio él se desiste, no concluyamos
por ello alguna pasividad de dicho sujeto. Tampoco su actividad.
Desistencia indica mejor una voz media. Antes de toda decisión,
antes de toda desition, como también diríamos en inglés para
designar a cessation of being, el sujeto es desistido sin ser pasivo,
desiste sin desistirse, incluso antes de ser sujeto de una reflexión,
de una decisión, de una acción o una pasión. ¿Se dirá entonces que
la subjetividad consiste en dicha desistencia? Precisamente no, ya
que se trata aquí de la imposibilidad de consistir, de una singular
imposibilidad: algo muy distinto de una inconsistencia. Más bien se
trata de una “(de)-constitución”.147 Intentaremos analizarlo. Pero por
el momento tomemos nota que la gran tarea del traductor, su locura,
su agonía, sus aporías, proceden siempre de cierta extrañeza inicial:
es la distancia ya profundizada en el idioma del texto original.
Porque, para encabestrar de antemano los hilos de esta
prehistoria, estuve a punto de empezar – precisamente – por el
problema de la traducción. ¿Pero acaso lo he evitado? ¿Acaso no lo
he hecho ya? La obra de Lacoue-Labarthe también podría leerse
así: un pensamiento enfrentado sin cesar con el problema más
grave de la traducción, un pensamiento que es presa de la
traducción, un pensamiento de la traducción, una experiencia de
pensamiento para la cual la traducción no sería un problema entre
otros, un objeto, algo que enfrentaría a una obligación o a lo que
una conciencia o un sujeto concienzudo enfrentaría, sino la
experiencia misma del pensamiento, su más arriesgada y esencial
travesía, en aquellos lugares donde la experiencia del pensamiento
es también una experiencia poética. Ejemplos privilegiados: Gestell,
mimesis, rythmos, y tantas otras palabras, en realidad tantas otras
frases, que toman a estas palabras en su lienzo. Y, además, hay
algunos signos que aparecerán en este libro y en las traducciones
publicadas en otros lados, que dan testimonio de la misma
experiencia: la traducción de la traducción de Sófocles hecha por
Hölderlin (una locura en la locura), la traducción de Celan, inmenso
poeta-traductor que nunca se lee solo – quiero decir, sin la
genealogía de tantos otros poetas. Ya que, por muy impresionante
que sea, la coherencia de los textos reunidos en esta recopilación
no debe hacer olvidar la amplitud tan diferenciada de los campos
recorridos por tantos otros textos, escritos a veces en otros modos,
poéticos y filosóficos, textos que espero que el lector anglófono no
tarde en tener a su disposición. Esta coherencia no tiene la forma de
lo que en filosofía se llama un sistema. Ello por dos razones
esenciales y explícitas, que acompañan ambas a la desistencia, y a
la desarticulación o la dehiscencia que aquella inscribe en toda
totalidad. El retorno insistente de este motivo únicamente dibuja la
silueta de una unidad, y dibuja un ritmo antes que una configuración
orgánica.
Acabo de releer estos textos. Alegría de redescubrir, de descubrir
de otro modo la fuerza y la exigencia, la vigilancia inflexible de un
pensamiento fiel. Fiel justamente, y justamente a lo ineluctable. Es
como si este pensamiento de la desistencia no desistiese nunca.
Desde casi veinte años, ha permanecido para mí – permítanme
decirlo y el lector americano debe saberlo – como una extraña
medida, la justa desmedida, si puede decirse así, de aquello que
infaltablemente habrá que pensar mañana, su recurso, su tarea y su
posibilidad. Diciendo esto no cedo de ninguna manera a la
convención de los prefacios, o a la evaluación que ella puede
prescribir. Sin duda porque era sensible a lo que he compartido con
Lacoue-Labarthe y a lo que he recibido de él, nuestro amigo
Eugenio Donato, de quien viene la idea de esta recopilación,
deseaba que yo fuese el primero en escribir el prefacio. Lo que
comparto con Lacoue-Labarthe, lo compartimos ambos aunque de
distinto modo con Jean-Luc Nancy. Pero enseguida me apresuro a
recordar que, pese a tantos trayectos y trabajos comunes entre ellos
dos y entre nosotros tres, la experiencia de cada uno es, en su
singular proximidad, absolutamente diferente, y ese es, pese a su
fatal impureza, el secreto del idioma. El secreto, es decir, en primer
lugar la separación, lo sin-relación, la interrupción. Lo más urgente,
e intentaré ocuparme de ello, sería romper aquí con los aires de
familia, evitar las tentaciones genealógicas, las proyecciones,
asimilaciones o identificaciones. Y la tentación no se vuelve más
evitable por el hecho de que ellas sean imposibles. Por el contrario.
La asimilación o la proyección especular es precisamente aquello
contra lo cual Lacoue-Labarthe nos pone constantemente en
guardia. Él descubre su fatalidad, su trampa política, incluso en la
mimetología “inconfesada” y “fundamental” de Heidegger148, en una
interpretación de la mimesis originaria como imitación. Sea que
aceptemos o rechacemos la imitación, en este caso el resultado es
el mismo: un desconocimiento de la mimesis originaria como
desistencia. Primera indicación para tomar una medida totalmente
preliminar del trayecto: una vez que se haya ido tan lejos como sea
posible con la consecuencia de la Destruktion heideggeriana o de la
demolición nietzscheana, y sin dejar de poner en carne viva la
irreductibilidad de una a otra, una vez que se haya tomado en
cuenta la irrecusable necesidad y el carácter "insoslayable" (es el
término de Lacoue-Labarthe149 y agreguémoslo junto con lo
irrecusable a la serie de sobre-negaciones) de esos momentos, se
hará aparecer la terca permanencia, en esos dos pensamientos, de
una aprensión todavía platónica de la mimesis, una onto-
mimetología. Repetición equívoca y turbadora. Lacoue-Labarthe no
se le opone ni la critica, incluso no está seguro de que la
deconstruya, de que “deconstruir” sea la mejor palabra para
describir lo que hace con ella, reinscribiéndola en otra estructura:
abismo, Unheimlichkeit, double bind, hiperbología. Él abre un
pensamiento totalmente distinto de la mimesis, del typos y del
rythmos que, pese a estar dirigido por el impulso de la
deconstrucción nietzscheana-heideggeriana, le imprime, como
veremos, una torsión suplementaria, reorganiza todo el paisaje,
desprende o compromete nuevas cuestiones: sobre otra dimensión
del sujeto, de la política, de la ficción literaria o teatral, de la
experiencia poética y de la auto– o la hetero-biografía.
Impronta y cesura, la firma afilada de esta obra interrumpe las
filiaciones más poderosas. Ineluctablemente, en el momento más
necesario, cuando esta tradición ya no puede pensar, ni asegurar
eso mismo que ella repite como su propia tradicionalidad
(ejemplaridad, identificación, imitación, repetición). La firma
interrumpe o más bien marca con una incisión el pliegue según el
cual debe dividirse o desistir la onto-mimetología metafísica de
Platón a Aristóteles, de Hegel a Heidegger, pero también aquella
que perdura de manera más subrepticia en Nietzsche, Freud y
Lacan. El idioma de esta firma (pero no olvidemos que también hay
una desistencia del idioma) se mantiene atípico frente a lo que muy
rápido y con demasiado frecuencia se identifica, sobre todo en
Estados Unidos, con el nombre de posestructuralismo. La cesura es
más memorable mientras más evita la evitación o la denegación;
ella nunca huye de la explicación (Auseinandersetzung) y de la más
temible proximidad con los pensamientos que ella excede con
preguntas que se reactivan sin cesar. Probidad ejemplar, prudente y
aventurera; probidad mayor que, sin ceder al moralismo dogmático,
somete la exigencia ética a la prueba del pensamiento.
Desde este momento, ciertamente, habrá que multiplicar y
respetar todas estas disociaciones: ello no depende ni de la onto-
teología metafísica ni de la onto-mimetología (concepto forjado por
Lacoue-Labarthe y que ya no corresponde a una unidad historial o
epocal de tipo heideggeriano, ya que la delimitación de la onto-
teología en la historia del ser todavía pertenece al conjunto sin
conjunto de la onto-mimetología); ello, que no es stricto sensu
nietzscheano ni heideggeriano, no es tampoco marxista, freudiano,
lacaniano, posestructuralista o posmoderno. Y sin embargo, pese a
estas disociaciones y alejamientos que no son críticas ni
oposiciones nunca se tiene el sentimiento de aislamiento o de
insularidad. Otra figura se me impone, pero no es más que una
figura: la de un poder sitiado. Sitiado porque se expone por todos
lados, incluso se expone a la pregunta ¿qué es la obsidionalidad150?
¿Qué es la obsesionalidad cuando un double bind ineluctable hace
que un frente o un paréntesis solo se cierre al abrir otro por otro
costado? ¿Y en qué la pregunta “¿qué es?”, con sus épocas (y el
suspenso de una epokhé también es una puesta entre paréntesis, e
incluso, y volveremos sobre esto, una puesta entre paréntesis de la
tesis o de lo tético en general), tendría que ver o no tendría que ver
con la locura? El poder sitiado se mantiene inconquistable ya que no
tiene un lugar figurable, un solo lugar, una única figura; no tiene
identidad propia, propiamente propia. Inestable y desestabilizante,
desde su desistencia dicho poder hostiga a su vez a todos los otros,
sin relajo, sin darles el menor respiro. De ahí el “estilo”, el ethos, el
“carácter” (y remito aquí a la problemática que se inicia y se
complica en el capítulo “Le roman est un miroir” del Écho du sujet),
el ritmo de las puestas en guardia. Lacoue-Labarthe multiplica los
paréntesis para prevenirnos a cada instante contra las omisiones,
las evitaciones, las simplificaciones: de todos los costados puede
venir a sorprendernos la sobredeterminación, nos puede faltar un
pliegue, las trampas están por todos lados, ni el double bind ni lo
hiperbológico dejan ninguna salida, y es preciso saber esto para
empezar a pensar. Y la puesta en guardia no tiene por finalidad
última proteger a alguien. Ella se encarga de no dejar de exponerse:
no olviden que están expuestos, que deben exponerse de este lado
y también de este otro, no eviten la exposición que de todas
maneras no les faltará, ni que me faltará a mí.
Eso supone un momento de contrato, de alianza, de fidelidad. Es
preciso leer, y por consiguiente pactar, negociar, transigir. ¿Fidelidad
a qué, finalmente, o a quién? Y bien, quizá a eso mismo que
ustedes, que necesariamente me asedian, que ya están ahí, delante
de mí, no han evitado o no han podido no evitar (¿acaso eso
significa lo mismo?) y que tiene la forma de lo ineluctable. Esta
forma es aterradora pues se presta a todas las figuras, a todos los
esquemas; ella es inestable y amorfa. Singular fidelidad a lo que a
fin de cuentas ya ni siquiera requiere fidelidad. ¿Pero habría
fidelidad sin la fe que reclama dicha disimetría?
Habría sido preciso no multiplicar las precauciones de preámbulo
a este prefacio y saltar inmediatamente fuera de los paréntesis.
¿Pero cómo llegar a eso? También se presentó la tentación de
comenzar, en exergo, por un largo paréntesis, uno más, a propósito
de un brevísimo paréntesis ahora citado, de solo siete palabras.
Habría puesto una máscara sobre un nombre propio, aparentando
que reemplazaba lo más irremplazable, un nombre propio, por otro:
figura, ficción, simulacro de sinonimia. En Typographie (p. 189), se
puede leer lo siguiente, precisamente entre paréntesis: “(de todas
maneras, Heidegger nunca evita nada)”.
¿Y bien? ¿Cómo así? ¿Es eso posible?
Primera reflexión, respuesta espontánea: es difícil saber si es
cierto de Heidegger o de cualquiera, pero si es cierto de alguien,
¡sería de aquel que ha osado escribir “Heidegger nunca evita nada”!
A menos que eso no sea lo único que haya debido evitar decir o
pensar. Pues a fin de cuentas, ¿cómo se puede arriesgar una frase
como esa? ¿Con qué derecho tiene sentido avanzar una
proposición como esa a propósito de quien sea? ¿Qué quiere decir
esta provocación?
No nos apresuremos. Se puede no evitar nada, en un primer
sentido: nunca pasar por el lado de una cuestión, de una posibilidad,
de una verdad y de una verdad de la verdad, de la necesidad. No
perder ni un pliegue, ni un bucle. Pero también se puede, en un
segundo sentido, no evitar nada, ni siquiera lo peor, las faltas, las
debilidades, los desprecios, las inhibiciones, las omisiones, los
compromisos. Y las evitaciones y denegaciones. Compulsivamente.
Como se dice en francés vulgar: no perderse una. Cuando Lacoue-
Labarthe dice de Heidegger que “nunca evita nada”, lo entiende
visiblemente en el primer sentido: el bueno. Heidegger enfrenta,
nunca evita nada, y es por eso que se mantiene “insoslayable”. Y sin
embargo la ironía abisal de Lacoue-Labarthe inscribe este
paréntesis increíble en un análisis enteramente consagrado a
describir la manera en la que Heidegger pasa por alto,
deliberadamente soslaya (aproximadamente) eso mismo que
Lacoue-Labarthe quiere no evitar. Porque para él se trata de
“detectar”, esa es su expresión, la tortuosa estrategia de Heidegger
para evitar eso que no evita, para evitar sin evitar. ¿Denegación de
Heidegger? ¿Denegación de Lacoue-Labarthe a propósito de la
denegación de Heidegger que a la vez (double bind) quisiera
detectar y no detectar? No, pero entonces ¿qué quiere decir evitar?
¿Y qué sucede con la denegación cuando se trata, como
verificaremos en un instante, de un “vasto movimiento” de
Heidegger o de su “maniobra” (cito a Lacoue-Labarthe), en un
pensamiento que se ocupa de pensar, además del sentido de una
onto-teología sin la cual el concepto mismo de denegación no habría
podido formarse, lo impensado mismo? Y que no solo se ocupa de
pensar tal o cual impensado, sino la estructura, la posibilidad y la
necesidad de lo impensado en general, su cuasi-negatividad (lo im-
pensado está im-pensado, como nos recuerda), de la que no estoy
seguro, pese a lo que diga Heidegger, que se reúne cada vez en la
unidad de un solo lugar, como si no hubiese más que un impensado
en el cual cada “gran” pensamiento, y ese sería su grandeza misma,
encontraría su ley secreta. Pero pronto volveré a esto.
¿Qué habría que entender con “evitar” o “denegar” cuando este
impensado del mismo impensar, el de Heidegger, concierne a
motivos como la escritura, la Darstellung poética o ficcional, el sujeto
de la enunciación, la locura o la política de dicho sujeto, la unidad
del texto, etc., y tantas otras significaciones sin las cuales la filosofía
y el psicoanálisis, la lógica y la pragmática, difícilmente habrían
podido determinar esas figuras que tranquilamente denominamos
“evitar”, “denegar”, “eludir”, etc.? Estas determinaciones corrientes
ya no pueden bastar y el gesto de Lacoue-Labarthe parece operar
un desplazamiento estratégico de gran alcance en el lugar de dicho
límite. Ya que uno de los análisis más audaces e inéditos de
Typographie, el mismo en que se señala al pasar que “de todas
maneras, Heidegger nunca evita nada”, multiplica alrededor de
estas cuestiones los diagnósticos inquietantes a propósito de una
“maniobra” heideggeriana. Por el momento no encuentro una
palabra más apropiada que “diagnóstico”, pero la entiendo más en el
sentido de la genealogía nietzscheana, pese a las reservas que
haya que tomar con Lacoue-Labarthe por ese lado. Estos
diagnósticos son tanto más graves en la medida en que no acusan
ni critican a nadie: nada más que cierta fatalidad de la que nunca
bastará con de-limitar para escapar de ella. Y estos diagnósticos
son tanto más interesantes en la medida en que conciernen, en
cada una de sus formulaciones, a los movimientos mediante los
cuales Heidegger habría parecido evitar esto o aquello (veremos por
qué en un instante) y que abren, por su misma delimitación, el
espacio de la problemática singular, en realidad sin precedentes, de
Lacoue-Labarthe. ¿Cuáles son sus formulaciones? Primero,
citémoslas como tales, precisamente en su simple forma, antes de
volver, fuera de paréntesis, a la cosa misma. Antes que todo,
Lacoue-Labarthe nos dice que Heidegger “‘evacúa’ (o sublima)…”.
Nótese, como siempre, los signos de prudencia, la circunspección
vigilante, las seguridades tomadas contra todos los riesgos a los que
no deja de exponerse a cada instante: comillas alrededor de
“evacúa”, como si se retirase enseguida una palabra insatisfactoria
(como tampoco lo hace Lacoue-Labarthe, Heidegger nunca evacúa
nada); y luego sublima está en itálicas. Y entre paréntesis. Ya que la
palabra podría parecer tomada a préstamo de un contexto
extranjero y muy problemático (la aporética freudiana de la
sublimación). Pero mediante esta misma palabra se mantiene un
pasaje necesario, que acompaña a la cuestión de lo sublime,
presente en otra parte de la explicación con Heidegger, y que se
refiere a cierta impresentabilidad de lo totalmente otro. Heidegger
“‘evacúa’” o “sublima” tres cuestiones que por cierto, según Lacoue-
Labarthe, son la misma. Sobre esta unidad o esta unicidad, yo
mismo tendré una pregunta para plantear, pero eso será para
después. Una sola pregunta, una pregunta en tres, la misma
“siempre enfrentada y siempre postergada” (p. 189), de manera tal
que Heidegger parece “no prestar atención a ella”, “o, en rigor,
aparenta no prestarle atención”.
No sería imposible aparentar no prestarle atención. Precisemos:
en una lectura pensante o en una meditación, ya que sabemos que
nada es más fácil en la “vida corriente”. Como siempre lo hace,
Lacoue-Labarthe da crédito generosamente al pensamiento que
interroga, o incluso “detecta”. Le da crédito con la mayor de las
fuerzas, la mayor de las astucias, con el saber más lúcido, aquel
que nunca se deja sorprender por las preguntas que se le puede
plantear.
…no es imposible detectar [yo subrayo, J. D.], en el conjunto de la gestión que
concierne al Zaratustra, y eso desde la posición misma de la pregunta que lo
gobierna (“¿Quién es el Zaratustra de Nietzsche?”), una especie de vasto movimiento
que gira alrededor de una pregunta que Heidegger sabe pertinentemente (yo
subrayo, J. D.) que no puede evitar o eludir (de todos modos, Heidegger nunca evita
nada), sino que juzga indispensable, con el fin de neutralizar su poder [yo subrayo, J.
D.], con el fin de “cortar sus cuerdas” y de atacar por la retaguardia.

Se puede entonces neutralizar el poder, y así evitar de cierta


manera lo que no se evita ver o saber. Toda la estrategia, toda la
guerra en lo que se refiere al poder puede abocarse a ello,
desplegar en ello sus “maniobras” o manipulaciones. La pregunta
esencial concierne aquí menos al hecho de la maniobra que al
trayecto elegido:
…¿por qué esta maniobra toma la vía de la Gestalt? ¿Incluso por qué esta maniobra
buscará el Ge-stell más allá de la Gestalt? Una vez más, ¿qué sucede con la
(palabra) Gestell?
Ahí estamos, y este es el contenido, si se puede decir así, de la
cuestión: el Gestell o la palabra “Gestell”, ya que el reparto entre la
palabra y la cosa es difícil, por razones esenciales. El problema de
la cosa es también asunto de la lengua. Pero este “contenido”, como
vamos a ver, guarda una relación necesaria, justamente, con lo que
corrientemente se denomina forma: Gestalt, presentación
(Darstellung), exposición, ficción, todo lo que implica la Darstellung
en la raíz de los significados terminados en –stellen, todo un
enjambre que quizá desorganiza al hacerlo trabajar, quizá también
porque ella no le pertenece de una forma tan simple como parece.
En todo caso, Heidegger lo habría evitado, sabiendo
“pertinentemente”151 que así soslayaba lo ineluctable, al menos
provisoriamente.
Sin embargo, un poco más adelante, el rastreo de detección es
más despiadado. Acorralado, Heidegger “no puede evitar caer”.
¿Diríamos eso? Es cierto, de todas maneras, este hombre nunca
evita nada. Rastrear es también nachstellen y (p. 192) Lacoue-
Labarthe propone una traducción de eso: “rastrear, vindicar”.
¿Dónde Heidegger no puede evitar caer? Siempre se trata de la
Darstellung y del paradigma platónico del espejo. Este
es un paradigma de la Darstellung. De hecho. Pero es un paradigma trucado,
atrapado. Una trampa de caza, que cuidadosamente enmascara un agujero. En el
cual, de cierta manera, Heidegger no puede evitar caer. Caída mimética, si alguna
vez la hubo, ya que se deja entrampar por sobrepujar sobre Platón. Y eso se “ve”. Yo
(“yo”) quiero decir que eso es perfectamente legible, que en ello hay índices y que el
“accidente” no se hace sin dejar huellas (pp. 217-218.).

Ustedes han visto, no, han leído las comillas, las comillas entre
paréntesis. Este accidente no es un accidente, la caída era
inevitable, pero aquí ya no es asunto del sujeto (yo) de una
percepción o de una ciencia, de un ver o un saber. Lo que le ha
sucedido a Heidegger o con él, bajo su nombre, es grave en otro
sentido y su no-evitación ya no depende de estas categorías.
Recién se nos había dicho que Heidegger nunca evita nada. Cerca
de treinta páginas más adelante, se nos dice que él “no puede evitar
caer” en un “agujero” cuidadosamente enmascarado. Si este
ineluctable ya no depende de las categorías del ver y el saber, de la
lógica o el psicoanálisis de la denegación, presentimos la
singularidad del problema cuando Lacoue-Labarthe se compromete
con las huellas dejadas por este accidente fatal, casi se diría
necesario o esencial. Su desciframiento, del cual no puedo intentar
reconstituir aquí sus etapas, no depende ni del ver, ni del saber, ni
de ninguna disciplina constituida, la hermenéutica o el psicoanálisis.
Tampoco creo que se pueda hablar de un método o de una lectura
filosófica.
¿Es indispensable darle un nombre? Lacoue-Labarthe parece
describir una estrategia: “movimiento giratorio”, “cortar las riendas”,
“atacar por la retaguardia”, “maniobra”. Pero también el fracaso, el
vencimiento, la caída, el gran lapsus de un pensamiento. ¿Cuál
debe ser la estrategia de Lacoue-Labarthe, su estrategia sin guerra,
para detectar las huellas, deshacer o sorprender a la gran maniobra
de Heidegger que no es ella misma una maniobra entre otras
(militar, metódica, científica, lógica, psicoanalítica, hermenéutica,
filosófica)? Ella efectivamente concierne a la tradición platónica más
coercitiva, y finalmente a toda la onto-teología que se sigue de ella,
hasta llegar a ese concepto de onto-teología, de historia de la
metafísica, incluso de Ge-stell. Y en ellos, la determinación, que se
cree derivada, subordinada, de sujeto o de subjetidad.
Ésta es a fin de cuenta una de las preguntas que me planteaba,
quedándome inmóvil ante este pequeño paréntesis (“de todas
maneras, Heidegger nunca evita nada)”), la única frase, sin duda,
contra la cual no pude defenderme con un primer movimiento de
protesta. Es por eso que tuve que empezar así, de manera
espontánea. La resistencia, pues fue una resistencia de mi parte,
indica con frecuencia el lugar sensible de una lectura, el punto de
incomprensión que la organiza. ¿Cómo puede escribir eso?, me
preguntaba. ¿Y de quienquiera que sea? ¿Cómo alguien, un
pensador finito, y un pensador de la finitud, podría nunca evitar
nada, sabiendo “pertinentemente”, cuando evita, lo que evita? Sobre
todo cuando este pensador de la finitud toma en serio la necesidad
de lo impensado, hasta reconocer en ella la condición esencial, casi
la fuente del pensamiento, algo totalmente distinto de una falta: “Lo
im-pensado solo es tal, cada vez, en cuanto es im-pensado”, dice, y
Lacoue-Labarthe lo recuerda (p. 188).
Cuando Paul de Man se atrevió a decir que el texto de Rousseau
no comportaba ninguna “tarea ciega”, sentí la misma impaciencia.
Una impaciencia nunca está justificada. Ella debe incitar a tomar el
tiempo y a someterse a la prueba de lo que no es evidente –sin
evitarlo. De ahí mi primer consejo, si es que puedo permitírmelo, en
el momento de cerrar este largo paréntesis: esmerarse en leer y
releer estos textos difíciles, ellos mismos (con sus incidentes,
comillas y paréntesis) y aquellos a los que interrogan, plegarse a la
estrategia, hecha de audacia, astucia y prudencia, a la necesidad
intratable que los constriñe, sobre todo a su ritmo y a su aliento:
períodos amplios y respiración profunda del pensamiento, el tiempo
de una carrera a larga distancia durante la cual ustedes siguen a
alguien que no deja de dirigirse a ustedes. Se gira hacia ustedes,
describe los accidentes de un terreno que conoce bien, se detiene
para enseguida empezar de nuevo, les previene de los riesgos que
se corren, de los pasos en falso o de las trampas que les acechan,
los saltos indispensables, el paisaje que todavía no se ve, la
necesidad de un rodeo, de otra puntuación, de una escansión por
inventar para atravesar la línea o trazar un nuevo camino. Si
ustedes tienen a veces el sentimiento de un pensador jadeante u
hostigado, no se engañen: por el contrario, ustedes leen a alguien
que acorrala, polemos sin polémica, a los pensamientos más
poderosos de nuestra tradición. Cierro el paréntesis. ¿Es posible?)
Gestell
Comencemos aquí, entonces, con este ejemplo. Porque anuncia la
manera y la maniobra de Lacoue-Labarthe, la mano o el ritmo de su
cirugía, y considerando que no puedo hacer más en un prefacio.
Aceptando los riesgos de esta limitación, deseo que sobre todo se
lea a Lacoue-Labarthe mismo y me limitaré a tres ejemplos,
siguiendo cada vez un solo hilo: la desistencia. Cada uno de los
ejemplos estará firmado por una palabra extranjera (Gestell,
Mimesis, Ruthmos), y en primer lugar, extrajera en la lengua a la
cual parece pertenecer. Corresponderá tanto a una locura de la
traducción, como a una de la tradición: obsesión y esquizofrenia,
foco y cesura, double bind, fatalidad e imposibilidad de la
reapropiación, hiperbología, desidentificación ineluctable. Otra regla
de limitación y otro riesgo: solo introducir a los lugares en que
Lacoue-Labarthe aguza el pensamiento de la desistencia ante la
prueba de las obras más extranjeras y más cercanas a la vez, y por
consiguiente las más resistentes: por ejemplo, las de Nietzsche,
Heidegger, Freud o Lacan.
Más allá del pathos antropológico y de los saberes
autodenominados positivos, Lacoue-Labarthe siempre ha concedido
a la locura la dignidad de una cuestión mayor para el pensamiento.
Sin “demagogia” y sin “psicagogia”.152 Antes de preguntarse si la
demencia debe ser excluida o dominada, es decir, domesticada por
la filosofía, se debe intentar pensar la obsesión [hantise], es decir,
cierta manera en que la filosofía es regularmente visitada y habitada
por la locura. Hay una domesticidad de la “locura filosófica”. En su
inicio y en su fin, Typographie se abre con esta predestinación de la
filosofía a la locura. Ejemplos (solamente ejemplos) de Rousseau
(el... “y así es como uno se vuelve loco” del Prefacio a La nouvelle
Héloïse), de Nietzsche (“La significación de la locura en la historia
de la moralidad”, de Aurora), pero también de Kant, de Comte y de
Hegel. Entre todos los trayectos de estos análisis profusos y
extraordinarios, se deberá aislar el hilo que liga la locura con una
nueva “cuestión del sujeto”. Lacoue-Labarthe la retoma, incluso
retoma su título (p. 189) y la reactiva de manera inédita. Lo hace
desde hace casi quince años153, con discreción, paciencia y rigor,
en una especie de soledad, sin practicar ese “retorno al sujeto”, que
alimenta desde hace poco las conversaciones parisinas y que, en el
mejor de los casos, sin duda el menos dogmático y el más refinado,
algunos creen reconocer en las últimas obras de Foucault. Lo que
persiste en todos los casos es la cuidosa omisión de la lectura
rigurosa y la travesía efectiva de los textos de Heidegger a propósito
de la subjetidad.154 Lacoue-Labarthe hace algo totalmente distinto.
No solo no propone restaurar, rehabilitar o reinstalar al “sujeto” sino
que, antes de eso, propone pensar su desistencia tomando en
cuenta tanto una deconstrucción de tipo heideggeriano como
aquello sobre lo que Heidegger habría guardado silencio.
¿Cuál silencio? La palabra aparece al menos dos veces. Lo que
ella designa no deja de tener relación con lo ineluctable. Aun cuando
“nunca evita nada”, Heidegger permanece silencioso sobre algo de
la Darstellung que no se deja fácilmente domesticar, ordenar y
clasificar en la gran familia del Ge-stell (bestellen, vorstellen,
herstellen, nachstellen). Esta palabra introduce un desorden que
Heidegger no atiende o, como se dice en alguna parte, al que
aparenta no prestar atención. El “silencio” de Heidegger a propósito
de la Darstellung puede descifrarse de dos maneras: o bien
descuida la pertenencia de la Darstellung al Ge-stell y todo lo que
ello debería obligar a tomar en cuenta, y Lacoue-Labarthe lo
recuerda; o bien, inscribe la Darstellung en una serie homogénea y
la reduce así a ser solo un modo entre otros. En su delimitación de
una onto-tipología, Heidegger permanece “elíptico” (esta palabra
también aparece dos veces155) en lo referido a la relación entre
trabajo o sufrimiento por una parte (se trata de Jünger, Der Arbeiter,
Ueber den Schmerz) y, por otra, (re)presentación por figura
(gestalthafte Darstellung). Y en su “tratamiento relativamente elíptico
de la relación de Jünger con Hegel”, Heidegger también observa
“cierto silencio”156 sobre la relación entre la metafísica de la Gestalt,
o la representación del ser como figura, y la Darstellung, es decir, la
“presentación literaria”. Y lo que vale para Jünger también valdría
para esos otros “escritores” que son Nietzsche y Rilke. Elipsis y
silencio señalan una “pérdida”157 que es algo distinto que la
“desaparición de una palabra” y que concierne a la derivación
stellen-darstellen. Al interrogarse sobre lo que “pasa” con “la
(palabra) Ge-stell” y su traducción imposible, Lacoue-Labarthe
define el lugar de una nueva “cuestión del sujeto”. Y este es su
“contenido”; es el pasaje que recién citaba por su “forma”:
Yo (“yo”) no volveré aquí sobre la manera en que Heidegger, de un solo y mismo
impulso, “evacúa” (o sublima), a la vez, en beneficio de una destinación mayor de lo
impensado/impensamiento de Nietzsche (i.e. de “Nietzsche”), el problema del
carácter “poético” o “ficcional” (“literario”) del Zaratustra, el problema de cierta
dispersión o de cierta desintegración del “texto” nietzscheano (más insoslayables, sin
embargo, que la “ausencia de obra” (capital) en donde se organizaría, en la
“articulación” esencial de algunas palabras fundamentales, lo im-pensado mismo), y,
finalmente, el problema de la “locura” de Nietzsche: me ha parecido posible mostrar
en otra parte – pero, a decir verdad, era un poco evidente – que estas tres cuestiones
no son más que una, o, más exactamente, que todas ellas gravitan alrededor de una
única cuestión central, a un mismo tiempo siempre considerada y siempre rechazada
(constantemente propuesta por lo demás en términos inadmisibles para el
pensamiento, metafísicamente marcados, y por ello, constantemente condenada –sin
“apelación”), y que es la cuestión del sujeto. Del “sujeto de la enunciación”,
supongamos, o de la “escritura” – en cualquier caso, nada que pueda asimilarse o
identificarse sin más, es decir inmediatamente, con el sujeto de la “metafísica de la
subjetidad”, bajo cualquier forma que sea (pp. 188-189).

Lo que a partir de ahora se reúne con el título de Typographie saca


su fuerza, en gran medida, de la impresionante articulación en “una
única cuestión central” de esta cuestión del sujeto, que Lacoue-
Labarthe sustrae de la deconstrucción heideggeriana, es decir, de la
delimitación de una onto-tipo-logía o de una metafísica de la
subjetividad. La sustrae mostrando cómo Heidegger se sustrae de
ella; y sobre todo, reconduce un gran número de cuestiones hacia
su unicidad, que es también un centro de gravedad. Entre ellas,
“cierta desintegración del ‘texto’”, nietzscheano en este caso, donde
me pregunto – no es más que una inquietud – si acaso Lacoue-
Labarthe no corre el riesgo de reducirlo a su vez. Con las mejores
justificaciones del mundo, ya que esta reunión en la reelaboración
es la mejor palanca estratégica para una lectura deconstructiva de
Heidegger; pero no sin confirmar al pasar el axioma fundamental
según el cual lo im-pensado de un pensamiento siempre es
único158, y que en cierta medida constituye el lugar mismo desde el
cual un pensamiento da o se da a pensar. Lacoue-Labarthe hace
como si la manera en la cual Heidegger determina lo im-pensado de
Nietzsche o lo im-pensado en general solo implicase a su vez un
solo y único im-pensado, alrededor del cual o desde el cual se
organizaría el pensamiento heideggeriano. ¿Pero no es eso repetir,
a propósito de Heidegger, aquello de lo que el mismo Lacoue-
Labarthe lo acusaba, a saber, de privilegiar una “destinación mayor
de lo impensado/impensamiento”, aquella de Nietzsche por parte de
Heidegger, aquella de Heidegger por parte de Lacoue-Labarthe? ¿Y
si el impensado de Heidegger (por ejemplo) no fuese uno, sino
plural? ¿Y si su impensado, fuese creer en la unicidad o en la
unidad de lo impensado? No haré de mi inquietud una crítica, ya que
no creo evitable ese gesto de reunión. Siempre es productivo y
filosóficamente necesario. Pero seguiré preguntándome si la “lógica”
misma de la desistencia, tal como continuaremos siguiéndola, no
debería conducir a alguna dispersión irreductible de esta “única
cuestión central” como cuestión del sujeto, en cierto sentido a su
desidentificación y a su desinstalación. Y continuaré preguntándome
si el “sujeto” en cuestión, aun cuando excede la “metafísica de la
subjetidad” o la onto-tipología, no sigue reflejando o recogiendo en
su fuerza de reunión, en la unicidad de su cuestión, algo de lo
“impensado” heideggeriano. En una palabra, si no hay que separar
las dos cuestiones aquí asociadas: la del “sujeto de la enunciación”
y la de la “escritura”. Pero sin duda Lacoue-Labarthe lo hace, y es
eso lo que denomina tipografía, más allá de la formulación y del
momento estratégico que acabo de aislar de forma un poco artificial.
La estrategia de Typographie es de tal sutileza que ni soñaré con
dar cuenta aquí de ella. Con el riesgo de aumentar exageradamente
sus rasgos, leeré en ella en primer lugar una especie de
desestabilización o desinstalación generales. Generales, en primer
lugar, porque ellas están redobladas. Este redoblamiento se
sostiene en la esencia sin esencia de la mimesis, en lo que ella no
es, en el hecho mismo de que ella no existe, sino que desiste, y que
en ello no hay nada de negativo. Para pensarlo no es preciso
instalarse (al revés) en la mimetología de Platón finalmente
confirmada por Heidegger. No es preciso rehabilitar, reivindicar o
salvar una mimesis determinada como “declinación”, “inestabilidad”,
“desinstalación” accidental o “caída” acaecida a la verdad, de esta
aletheia interpretada curiosamente por Heidegger, en su lectura del
libro X de La República, como Unverstelltheit: instalación, no-
desinstalación, estela. Si el redoblamiento abisal debe desestabilizar
la verdad o la estela desde su origen, podríamos decir, también es
preciso no ceder a la tentación casi irresistible de generalizar la
mimesis condenada por Platón o rehabilitarla al conferirle el noble
estatuto de una mimesis originaria.159 La línea por traspasar para
dicha tentación parece tan sutil que nadie, yo diría que ni siquiera
Lacoue-Labarthe, puede cuidarse constantemente de ella. La
diferencia puede marcarse con comillas visibles o invisibles
alrededor de la palabra “originaria”. Y cuando se quiere subrayar
que la mimesis no tiene el estatuto (destituido) de una caída o de
una derivación accidental, uno se tienta a llamarla “contra” Platón
“originaria”, “‘originaria’”, precisando que su valor de originariedad es
incompatible con el de mimesis, etc.
El pliegue o redoblamiento abisal del que intentamos hablar no
viene a desestabilizar una verdad que ya sería, esterait, como a
veces se traduce. La desistencia es, ante todo, la desistencia de la
verdad. Ella nunca se asemeja. De ahí su semejanza con la
mimesis. ¿Pero cómo puede asemejarse a la mimesis sin estar ya
contaminada por ella? ¿Y cómo pensar esta contaminación
originaria de manera no negativa y no originaria para impedir que
sus enunciados sean dictados por el mimetologismo dominante? La
verdad, entonces, nunca se asemeja. Ella se retira, se enmascara y
no deja de “desistirse”160, como dice Lacoue-Labarthe, que en esta
ocasión usa un reflexivo.
Antes de volver a esta consecuencia, señalemos lo que en el
léxico justifica el privilegio de esta palabra, desistir; y sobre todo
aquello que al ponerla en relación con ese cuasi-radical ist o más
bien stare, en francés ester, la destierra para sustraer el desistir, el
desistimiento, y la desistencia, de la serie de estancias a la que
parece pertenecer (subsistencia, substancia, resistencia, constancia,
consistencia, insistencia, instancia, asistencia, persistencia,
existencia, etc.). Tal como ella es puesta en marcha por Lacoue-
Labarthe, la desistencia no es una modificación de ester, y sobre
todo no una de tipo negativa. El de– sobre-marcaría justamente la
no-pertenencia a la familia de ester. Ya lo sugerí y ahora vuelvo a
ello para complicar un poco más los problemas de la traducción.
Hay que saber que ester no es solo una especie de radical. La
palabra existe en francés, aunque sea rara. Tiene un sentido sobre
todo jurídico, como desistirse, y significa “presentarse”, “parecer”,
“comparecer” ante la justicia. “Ester en juicio”, “ester en justicia”, es
presentarse a la justicia como demandante o defensor. Ahora bien,
en razón de esta semántica de la presentación o de la
comparecencia, de este acto de presencia, si se puede decir así,
sucede que a veces se ha creído poder traducir wesen, según su
uso heideggeriano, por ester161 o estancia. Aventuro entonces la
siguiente sugestión: si, más allá de su código jurídico y en su
operación “tipográfica”, la desistencia no modifica la estancia, si no
le pertenece como una de sus determinaciones, sino que marca una
ruptura o una salida, o una heterogeneidad en relación con la
estancia o con el Wesen; si ella no designa una ausencia ni un
desorden o inesencialidad, ni Abwesen, ni Unwesen, ni incluso
alguna Entwesen arrancada de su sentido trivial, entonces sería
bastante difícil re-traducirla en el código, en la problemática o
incluso en la cuestión del sentido o de la verdad del ser, o también,
si se prefiere decir, en la lengua de “Heidegger”. Lo que no significa
que ya no pasará nada entre las dos lenguas, sino que el pasaje
estaría entregado a otro abismo, aquel del cual Heidegger habla y
también otro. No sé si mi hipótesis agrade o acaso interese a
Lacoue-Labarthe. Quizá la rechazará tajantemente, quizá por el
contrario le parecerá evidente, a él, que un día escribió: “Me cuesta
bastante no ver en el ‘ser’ de Heidegger – si todavía es el ser y si es
el ser de Heidegger – lo mismo (si no la posibilidad misma) del “otro
modo que ser” de Levinas”.162 Quizá. Quizá (y ésta es la apertura
que intento en vano) la desistencia, tal como la leo en Lacoue-
Labarthe, apela a un “otro modo que ser” (otro modo que “ester”),
todavía distinto, y que no sería ni “heideggeriano” ni “levinasiano”
(esos atributos nos imponen una economía estúpida) y que no por
ello deja de abrir el pasaje de una traducción pensante entre ambos
pensamientos, tan cercanos y tan heterogéneos.
La estancia, la significación “estancia”, se encontraría entonces
desestabilizada en sí misma, sin que ella pueda aparecer en virtud
de la negatividad. La desistencia, y primero aquella de la verdad,
condicionaría todas las posiciones y todas las estancias que sin
embargo ella también arruina y perturba efectivamente desde el
interior. Cuestión de traducción, también, y pasaje entre el griego
(aletheia traducida o interpretada por Heidegger bajo el término
Unverstelltheit), el alemán (Ge-stell y las palabras en stellen cuyos
recursos son desplegados en el capítulo “La estela”) y el latín (sto,
stare, etc.). Habría que permanecer mucho tiempo cerca del punto
de pasaje cuyo privilegio, para nosotros quienes escribimos más
bien en latín, se encontraría en una Nota.163 Ésta no busca, y yo
tampoco lo haré, disimular el abismo abierto por debajo de lo que
aquí es denominado Witz. Abismo, hiato o caos:
En efecto, Heidegger juega constantemente, manteniendo también al mismo tiempo
cierta diferencia, con el acercamiento (sino acaso la pura y simple “asimilación”) entre
stehen y stellen, como si identificase la stal del stellein (equipar, pero también,
mediante, mandar, llamar) con el sta de stélè, la columna o la estela (cf. istemi o, en
latín, sto, stare), – procediendo más a fin de cuentas – como es además un caso muy
frecuente en él – por un Witz filológico que por un verdadero etimologismo […] pese
a que en un texto muy cercano […] Heidegger indique, pasando de largo, que el
griego thésis (que deriva de la raíz – simple – indoeuropea dhe) se puede traducir en
alemán tanto por Setzung, como por Stellung y Lage.

La desistencia quizá dé a luz a la demencia o a la sinrazón, a la


anoia contra la cual se edifica, se instala o se estabiliza la onto-
ideología platónica, incluso su interpretación heideggeriana.164 En
tanto no se reduce a un modo negativo de la estancia, ella tampoco
se confunde con la locura ciertamente. Pero al doblar o desinstalar
todo lo que asegura la razón, ella puede asemejarse a la demencia.
Locura contra locura. El double bind oscila entre dos locuras, ya que
puede haber también una locura de la razón, de la crispación
defensiva en la asistencia, la imitación, la identificación. Double bind
entre el double bind y su otro. Salto aquí por elipsis hacia Hölderlin y
La césure du spéculatif, pero luego volveremos a ella:
…en cuyo caso el esquema histórico y la mimetología que supone comienzan suave
y vertiginosamente a vacilar, a retorcerse y profundizarse de manera abisal. Y si
ahora piensan que la estructura de suplencia que a fin de cuentas define la relación
mimética en general, la relación del arte con la naturaleza, es fundamentalmente
para Hölderlin una estructura de asistencia y de protección, necesaria para evitar que
el hombre “se inflame en el contacto con el elemento”, entonces no solamente
comprenderán cuál era para él el problema del arte griego (en definitiva se trataría de
la “locura” por exceso de imitación de lo divino y de especulación), sino que también
comprenderán porqué, en la época moderna, aun cuando en principio invierta la
relación griega del arte con la naturaleza, es preciso repetir completamente lo que
hay de más griego en los griegos. Recomenzar a los griegos. O sea, no seguir siendo
griego en absoluto.165 (Yo subrayo, J. D.)

La desistencia: mimesis o su doble. La desistencia, es decir y dicho


de otro modo, eso mismo que ella dobla y abisma, aletheia. De
golpe, la nueva “cuestión del sujeto” apela a otra experiencia de la
verdad. A otra puesta en marcha de la deconstrucción
heideggeriana: actuar (la mimesis actúa, ella hace juego, da juego y
obliga a actuar), actuar el retorno a una verdad determinada como
homoiosis, adecuación, similitud o semejanza pero también
sustraída, mediante dicho retorno actuado, de la interpretación
heideggeriana (justeza, exactitud, e-videncia) que a su vez se ve
desestabilizada. Desestabilizada no solo por un movimiento de
desestabilización sino por ese movimiento más radical de la
desistencia que la desaloja de toda relación con una posible
estancia.
Habrá que comprometerse en la vía de un desvío y un retorno, y
seguir más bien el trayecto de un bucle suplementario. A la vez en y
fuera del camino de la epocalidad. Estaré tentado de apodar a este
bucle como anillo, o incluso sortija. Cierta circulación, como vamos a
ver, toma valor de prescripción: obligación (doble), conminación,
alianza.
Mimesis
Cuestión crítica, cuestión de la crítica, o dicho de otro modo, de la
decisión: no se puede evitar fallar a la mimesis desde el momento
que se la identifica y que se quiere decidir sobre su verdad. No se la
encontraría si es que ya no se le ha fallado al buscarla, es decir, si
no se cree en su identidad, en su existencia o en su consistencia. Es
lo que hacen de manera muy diferente, pero finalmente análoga,
Platón, Heidegger y Girard. En la extraordinaria escena de
sobrepuja que organiza entre ellos, Lacoue-Labarthe remite, si
puede decirse así, los dos últimos codo a codo, pero no sin antes
haber hecho jugar a Heidegger contra Girard, si nos mantenemos en
este código de los juegos y de la estrategia. Éste último querría
“apropiar” o “identificar” la mimesis. A partir de eso, falta a ella, o
más bien, siempre lo hace “infaltablemente”, dice Lacoue-Labarthe,
a lo ineluctable; traiciona su esencia confiriéndole precisamente una
esencia o una propiedad. Una verdad por revelar. Lo ineluctable
corresponde aquí a faltar a la falta o, aun más paradójicamente, a
faltar a esa falta cuya estructura, finalmente, no es negativa: a
apropiar(se) o a decidir por un propio, ahí donde no hay más que lo
im-propio o lo no-propio, y que esto se mantiene tanto más
inaprehensible por el hecho de no ser negativo; desafía todas las
dialécticas que, literalmente, desencadena, libera e induce. Tal es,
sin serlo, la mimesis como desistencia:
Aquello que infaltablemente traicionaría la esencia o la propiedad, si es que hubiera
una esencia de la mimesis, o si lo “propio” de la mimesis no fuera justamente no
tener una, jamás (por lo cual la mimesis tampoco consiste en lo impropio o en no se
sabe qué esencia “negativa”, sino que ek-siste o mejor aún, “desiste” en esta
apropiación de todo lo supuestamente propio, necesariamente perturbadora de la
propiedad “misma”). Dicho de otro modo, aquello que traicionaría su esencia, o, si la
“esencia” de la mimesis no fuese el vicariato absoluto, llevado a su colmo (pero
inagotable), sin término ni fondo –algo como el infinito de la sustitución y de la
circulación (ya es preciso repensar a Nietzsche): el desfallecimiento “mismo” de la
esencia (p. 246).

Estamos lejos de todo mimetologismo, de la interpretación de la


mimesis como imitación, incluso como representación, aun cuando
el re– de la re-petición, en el origen de toda re-presentación, tiende
a la desistencia (p. 242). Desistencia de lo “mismo”, y de la
“esencia”; tal como ocurre con lo “propio”, ya solo se los puede
escribir entre comillas, desde el momento en que debe dejárselos en
su lengua.
Del pasaje que acabo de citar, retengamos un momento la palabra
circulación. Ella está subrayada, y nos va a conducir hacia esa
rehabilitación fingida pero necesaria de la verdad como homoiosis
que ya no pertenece simplemente a la interpretación epocal de
Heidegger. Si Girard, al relacionar la mimesis con el sujeto del
deseo, la interpreta como asimilación, reciprocidad indiferente y,
finalmente entonces como inestabilidad o desinstalación general, no
por ello deja de albergar la esperanza de una revelación de la
mimesis. Frente a eso, Lacoue-Labarthe parece oponer en primer
lugar a Heidegger, no al intérprete de La República para quien la
mimesis es también una desinstalación considerada como caída,
decadencia y aminoramiento de la verdad (de la verdad en cuanto
Unverstelltheit), sino aquél para quien el retiro aleteico sigue siendo
inadecuado, la “inadecuación” misma de toda oposición entre lo
adecuado y lo inadecuado, entre la presencia o la ausencia, y por
consiguiente, de toda revelación (por ejemplo, religiosa o
antropológica). Cité la palabra “inadecuación” ya que porta consigo
toda la carga de este movimiento. Esta inadecuación no pertenece a
la pareja “adecuado / inadecuado” de la verdad como homoiosis, tal
como ella está circunscrita y situada decidiblemente por Heidegger.
Sin embargo, es preciso que dicho léxico, dicho simulacro o ficción
retomen su “derecho” (aquel de la mimesis, justamente)
desordenando el orden de una historia de la verdad, tal como
Heidegger nos la cuenta. En ella, la desistencia o la des-
estabilización de la aletheia (por o como mimesis) reintroduce una
inadecuación o una inestabilidad de la homoiosis que se asemeja a
lo que no obstante ella desplaza. De ahí el vértigo, la inquietud, lo
Unheimlichkeit. De cierta manera, la mimesis “precede” a la verdad;
desestabilizándola de antemano ella introduce un deseo de
homoiosis y quizá permite dar cuenta de ella, como de todo aquello
que podría ser su efecto, hasta eso que se denomina sujeto. Todo
esto
no deja de tener relación, por extraño que parezca, con esa determinación de la
verdad que Heidegger siempre se esforzó por considerar como secundaria y
derivada (la determinación de la verdad como homoiosis, como adecuación, similitud
o semejanza), pero ella misma está a su vez desplazada, en todo caso sustraída del
horizonte de la justeza y de la exactitud (de la e-videncia), nunca está rigurosamente
donde se la espera ver ni en aquello que se quisiera saber. Dicho de otro modo, una
homoiosis inestable, que circula sin detención desde la semejanza inadecuada a la
inadecuación semejante, y que confunde tanto la memoria como la vista, perturbando
el juego aleteico y arruinándolo hasta en su manera de significar la diferencia. Así de
inaprensible (imperceptible) es la agitación que ella imprime a lo Mismo (p. 251).

Con lo Mismo lo que se encuentra así radicalmente desestabilizado


por la desistencia de mimesis es la economía, la ley del oikos, “toda
economía histórica o historial”, toda seguridad de reapropiación
crítica, teórica o hermenéutica. En última instancia, todo discurso,
sea el de cierta deconstrucción, en la medida en que los discursos
de Girard o de Heidegger dependen, aunque sea de un modo
“desigual” (p. 253), de la deconstrucción. Lacoue-Labarthe apela a
una “(de)construcción menos crítica que positiva, por así decir poco
negativa, que a fin de cuentas da crédito a lo filosófico en su mismo
desfallecimiento, en su destape y su quiebra, en el defecto de su
supuesta infalibilidad. Habría que sostener hasta el final la tesis
filosófica misma, según la cual – siempre – es preciso la verdad y el
saber”.166
¿Qué acaba de pasar de una deconstrucción a otra? Al volver a
acentuar, al remarcar la verdad de adecuación, al no considerarla
simplemente como una determinación secundaria, inscribible,
clasificada y decidible, Lacoue-Labarthe disloca la historia epocal
escandida por la deconstrucción heideggeriana. Pero no se trata de
que rehabilite, tal cual, la verdad de adecuación o la homoiosis. Por
el contrario, hace aparecer un abismo en ella, una potencia
perturbadora y desestabilizante que se parece a una mimesis pre-
originaria. Al mismo tiempo, esta “verdad” ya no está simplemente
derivada de otra, de una más originaria. Atormentada por la
mimesis, ella juega ahora un papel mucho más determinante que
aquel en el que Heidegger parecía contenerla. De ahí esa suerte de
bucle o de torsión suplementaria, ese anillo de más y de menos en
la cadena epocal. Este más-y-menos se disimula pero no tiene solo
un efecto local. Desorganiza los esquemas esenciales, por no decir
la axiomática o el principio regulador de la deconstrucción
heideggeriana. A partir de entonces, de cierta manera, la
deconstrucción que firma Lacoue-Labarthe, si la palabra
deconstrucción todavía conviene, ya no tendría ninguna relación de
filiación con la de Heidegger. No solo no se le asemeja, al menos en
eso, en su estilo, sino que deja de proseguirla, de desarrollarla,
continuarla y prolongarla. Ella la interrumpe. ¿Ya no se le asemeja?
Claro que sí, solo se le asemeja. En verdad, la interrumpe. En lo que
concierne a la verdad, la semejanza sigue siendo inquietante. Desde
luego, hay que pensar conjuntamente las dos proposiciones que
adelanto aquí y que también describen un double bind, uno que se
anunciaría en la escritura misma de Lacoue-Labarthe: 1. No se
puede ni se debe leer a Lacoue-Labarthe sin Heidegger, nunca
escribe sin proseguir una lectura interminable de Heidegger. 2. Y a
pesar de eso, lo que hace es totalmente distinto. Además del double
bind que lo mantiene, gracias a este anillo suplementario, en la
necesidad “insoslayable” de las preguntas heideggerianas, se
imprime otra consecuencia en todos estos textos. ¿Cuál? Más allá
de la ontología fundamental que ordena y unifica todos los campos,
y que Heidegger mismo suspendió en un momento dado, más allá
de ese poder de recolección que continuaba ejerciéndose en una
historia epocal del ser, se libera una diversidad, que ya no se puede
ser denominada como una multiplicidad de regiones o de campos
ontológicos. Se ofrecen a la tipografía de Lacoue-Labarthe, y ésta
ya no es una tipografía fundamental: filosofía, teatro, poética,
pintura, música, “auto-biografía”, política. Ya no son instancias
regionales, y ya no se hablará tranquilamente de la esencia de lo
poético, de lo político, de lo teatral, etc. Ya no hay una cuestión
central, que sea siempre la misma.
Por ejemplo: tal como se desarrollará más tarde, en particular en
La transcendance finie/t dans la politique, en Poétique et Politique,
Histoire et mimesis, L’antagonisme, y prácticamente en todo
Typographie I y II, la dimensión política de este anillo aparece con
nitidez. Entre un pensamiento de la mimesis que disloca la
deconstrucción heideggeriana o que perturba la posibilidad de las
delimitaciones epocales que ésta pone en marcha, por ejemplo el
espacio de una onto-tipología, y, por otra parte, la interpretación
estrecha y literalmente política del texto nietzscheano o
heideggeriano (en este último caso entiendo por texto los hechos-y-
obras de Heidegger), se puede reconocer en cada paso la
coherencia diferenciada. No puedo hacerlo aquí. Pero si el género
del prefacio – ¿por qué negarlo? – apela a evaluaciones perentorias,
y que respecto a estos graves y temibles problemas no conozco
juicio más justo ni más riguroso y prudente que el de Lacoue-
Labarthe, atento a la vez a los pliegues discretos y a la gran
amplitud, a la importancia sin medida de lo que ya no se puede
llamar con toda tranquilidad, una escena, una secuencia, un período
o una historia; en todo caso, una deportación aterradora, cuya
desmesura parece todavía desafiar la esperanza misma de un juicio
y de una justicia. Y sin embargo, existe la instancia del “es preciso”
que acabo de citar, hay filosofía y su ley. Este pensamiento de la
desistencia es uno de los pensamientos más exigentes de la
responsabilidad. Que las categorías tradicionales de la
responsabilidad ya no sean suficientes para él es lo que sitúa a la
irresponsabilidad más bien del lado mismo de dichas categorías.
¿Cómo asumir una responsabilidad en la desistencia? ¿La
responsabilidad de la desistencia misma? Se puede hacer variar o
deconstruir todos los predicados de la responsabilidad en general, y
no se podría reducir su retraso: un acontecimiento, una ley, una
llamada, un otro ya están ahí, otros están ahí, por los cuales y ante
los cuales es preciso responder. Por muy “libre” que ella deba ser, la
respuesta no inaugura nada si ella no viene después. Prescripción,
tipografía, ethos, ética, carácter, retraso.
La despropiación (de)constitutiva del sujeto, esa desestabilización
a la cual Mimesis lo somete desde el “origen”, es lo que da a la
desistencia la forma fenoménica del “retraso”. La palabra aparece
dos veces: “retraso en la palabra”, “retraso (imposible de colmar)
respecto de su ‘propio’ nacimiento”167, esta especie de prematuridad
que la anti-mimesis filosófica siempre quiso borrar. Pero a fin de
cuentas la Bildung y la Paideia no podían más que confirmar,
mediante ese “suplemento de nacimiento”, la irreductibilidad de una
estructura tipo-gráfica, de un “carácter” (ethos o typos) sometido por
anticipado. Se recordará aquí la preinscripción de un sujeto en un
orden simbólico que siempre le precede. Pero la desistencia de la
que habla Lacoue-Labarthe perturba incluso el orden en el cual
Lacan determina esta situación: una lógica de la oposición y del
clivaje, una identificación del Otro, en resumen, eso mismo que, muy
cerca de la semejanza, la mimesis arruina, desestabiliza,
(de)construye:
… originariamente atravesado por un discurso múltiple y anónimo (por el discurso de
los otros y no necesariamente por aquel de un Otro), el “sujeto” no se (de)constituye
tanto en un clivaje, una Spaltung simple o simplemente articulada según la oposición
entre lo negativo y la presencia (entre la ausencia y la posición, o incluso entre la
muerte y la identidad) y más bien estalla y se dispersa según la inquietante
inestabilidad de lo impropio. De ahí la obsesión por la apropiación que domina de un
cabo a otro todo el análisis de la mimesis, del mimetismo, y que trama en ella –
mucho antes que la preocupación anunciada frente a la problemática de la mentira –
todo su alcance económico (y por consiguiente, político) (p. 259).

Todos los rasgos así seleccionados parecen ser pertinentes, y esa


es, a mi parecer, la regla de su selección, tanto para el discurso
platónico (véase el análisis que sigue inmediatamente) como para el
discurso lacaniano, incluido en lo que se refiere a su “preocupación
expresada frente a la problemática de la mentira”. ¿Y quién creerá
que el platonismo caducó cuando denuncia en la mimesis, o dicho
de otro modo, en la desistencia, la locura, la feminización y la
histeria168?
Rhuthmos
Al comienzo era el ritmo, decía von Bülow. Otra manera de marcar
que no hay comienzo simple: no hay ritmo sin repetición,
espaciamiento, cesura, “diferencia-con-sigo repetida de lo
Mismo”169, dice Lacoue-Labarthe, y por ende, repercusión,
resonancia, eco, retumbe. Estamos constituidos por ese ritmo, o
dicho de otro modo, (de-)constituidos por las marcas de ese golpe
cesurado, por esa ritmotipia que no es más que el idioma dividido de
la desistencia en nosotros. Un ritmo nos reúne y nos reparte en la
prescripción de un carácter. No hay sujeto sin la firma de ese ritmo,
en nosotros antes de nosotros, antes de toda imagen, de todo
discurso, incluso antes de la música. “… el ritmo sería la condición
de posibilidad del sujeto” (p. 285). Estamos “ritmados” (p. 293 y p.
297) de tal manera que el ritmo ya no nos acaece como un
predicado. El “carácter” que imprime o prescribe no es el atributo del
ser que somos, no es el atributo de nuestra existencia. No, antes de
la estancia de nuestro ser-presente, antes de su consistencia, su
existencia y su esencia, hay una desistencia rítmica.
Tratar con el ritmo no es agregar un capítulo a la nueva tipografía
del sujeto. Es pensar la desistencia tal como ella se escribe. “Antes”
de la reflexividad especular de la psyché, antes de la “imagen” e
incluso antes de todo “discurso” autográfico (autobiográfico o auto-
tanato-gráfico). Sin embargo, la cuestión del autos y de su relación-
con-sigo como ritmo, que atraviesa toda la obra de Lacoue-
Labarthe, es lo que encuentra en L’écho du sujet su despliegue más
impresionante. El punto de partida: la relación entre autobiografía y
música, un recordatorio del “desistimiento” y sobre todo de una
necesidad de que la “deconstrucción” sea arremetida en el “lugar de
su mayor resistencia”. ¿Cuáles son los nombres propios más
propios para designar este lugar? Heidegger, por supuesto, y
Lacoue-Labarthe lo precisa enseguida. Pero habría que agregar a
Freud y a Lacan, ya que ahí la discusión será finalmente más
encarnecida, y también más específica. Y a Reik, pero como
veremos su caso parece todavía más complicado en esta
extraordinaria dramaturgia donde nunca está ganado ningún sitio:
una implacable fidelidad, una probidad ejemplar lleva a Lacoue-
Labarthe a respetar todos los pliegues, todas las determinaciones
de la escena, a relacionar una y otra, una para otra y una contra
otra. Tal cuadrangulación lacaniana contra la teoría edípica, y por
consiguiente contra Freud; tal temática de la voz y del ritmo en Reik,
contra el teoreticismo especular u óptico, incluso contra el
verbocentrismo, que se encuentra en Lacan, de quien enreda
también el reparto entre lo imaginario y lo simbólico. Y finalmente la
recaída de Reik y su “fracaso teórico”, su sujeción a Freud y el
triunfo de Edipo, etc.
¿Por qué el motivo del ritmo, cuando está articulado así sobre el
motivo de la inscripción tipográfica, detenta un poder deconstructivo
tan eficaz?
Porque anuda varias posibilidades. Permite abrir una nueva
problemática del sujeto (de su “carácter”, de lo que lo prescribe o
preinscribe, y que también lo divide según el corte y la repetición de
una desistencia) dando vuelta la deconstrucción heideggeriana de
una metafísica de la subjetividad, es decir, sustrayendo en ella al
sujeto de su determinación por parte del yo, la conciencia, la
representación, la objetividad óptica o discursiva, y por consiguiente
considerando una dimensión psicoanalítica. Pero simultáneamente,
en cierta filosofía del psicoanálisis, el motivo del ritmo permite
deconstruir a la vez la hegemonía de lo visual, de la imagen o de lo
especular y la hegemonía de la discursividad, por ejemplo del texto
verbal en la música. Ambas hegemonías nunca han sido
incompatibles, sino que por el contrario han estado coordinadas en
la historia de la metafísica que todavía gobierna a estas teorías
psicoanalíticas, desde Freud a Lacan. El ritmo –la repetición
espaciada de una percusión, la fuerza de inscripción de un
espaciamiento– no depende ni de lo visible ni de lo audible, ni de la
figuración espectacular ni de la representación verbal, ni de la
música, aun cuando las estructure insensiblemente. La
estructuración que hace un momento llamaba ritmotípica o
tiporítmica debe mantenerse insensible. Ella no pertenece a ningún
sentido. También es por eso que, pese a las apariencias, L’écho du
sujet concierne menos a la música que al ritmo en la música o en la
danza. Pero decir la insensibilidad del ritmo no es declararlo
inteligible. Como cadencia y cesura, la ritmotipia abre la posibilidad
del sentido inteligible, sin pertenecer a él. Nietzsche, al pasar,
lateralmente: “… confundirse sobre el ritmo de una frase es
confundirse sobre el sentido mismo de la frase”. Lateralmente,
porque este pensamiento del ritmo siempre atormentó a nuestra
tradición sin nunca poder ganar su centro. Y L’écho du sujet es
también un texto sobre la reaparición, la obsesión, el tormento
musical o incluso el retumbe y el retorno del ritmo. Una guerra muy
antigua. Es “normal” que el ritmo sea reprimido, si se puede decir
así, y que incluso sea reprimido por las teorías de la represión. La
presión que ejerce y la presión que se ejerce sobre él forman una
compresión, una compulsión, podríamos decir, regularmente
escandida por trazos: todos señalan que la compulsión ritmotípica
constituye, tradúzcase por de-constituye, desiste al “sujeto” en su
nudo central, en su “alma”, en su ineluctable “destino”, a todos los
nombres que se quiera para la dis-locación de ese lugar destinal.
Lateralidad ineluctable, al margen de la filosofía completamente
ocupada en evitar el ritmo: Hölderlin (“Todo es ritmo [Rhythmus], el
destino entero del hombre es un único ritmo celestial, al igual que la
obra de arte es un solo ritmo”), Mallarmé (“… porque toda alma es
un nudo rítmico”). Al margen de la filosofía, y antes de ella: pienso
en esos trabajos ahora conocidos, en particular en el de Benveniste,
sobre el uso que por ejemplo hace Leucipo de la palabra rhythmos,
para designar la configuración gráfica. Heidegger recordó bien que
Georgiades tradujo rhythmos por Gepräge (impronta, sello, tipo,
carácter).170 Sin duda, pero esto no le impidió reconducir la
problemática del typos a la onto-tipología de la que antes
hablábamos, y a aquella del sujeto en la época de la subjetidad: una
doble razón, en un grado de generalidad diferente, para leer L’écho
du sujet como una nueva inflexión en el desplazamiento de la
deconstrucción heideggeriana, otro nudo en el bucle suplementario
que recién definíamos. Pero aquí Heidegger no ocupa el primer
plano de una escena cuya turbulencia es propiamente inimaginable
(pues también se trata de lo que le ocurre a la imagen, lo imaginario,
lo espectacular y lo especular; o de aquello que lo vuelve
indeterminable). Si no fuese inimaginable, diría que L’écho du sujet
puede ser leído como un teatro que retumba, una serie de golpes
imprevistos [coups de théâtre], una gran mitología trágica que
arrastra a filósofos, músicos y a psicoanalistas en una sobrepuja de
filiaciones, denegaciones de filiación o de paternidad, dramas de la
especularidad, rivalidades miméticas, nudos de double bind en
cadena, transgresiones y re-edipizaciones de la ley, des-
triangulaciones y retriangulaciones: Mahler, von Bülow y Beethoven,
Reik, Abraham y Freud. Pero también Heidegger y Lacan,
Rousseau, Hegel, Nietzsche y Girard. Y Groddeck, y Thomas Mann,
y Leucipo. Y Wallace Stevens. Olvido a más de uno. Y Lacoue-
Labarthe. Pues nunca lo tenemos que olvidar: lo que dice del double
bind, del que habla cada vez más en sus textos y que aquí se
encuentra nombrado en el momento mismo en que se trata de un
sujeto que “‘desiste’ por tener que enfrentarse siempre al menos con
dos figuras (o con una figura al menos doble)” (p. 261),
desestabilizando al pasar la distinción lacaniana entre lo imaginario
y lo simbólico; lo que Lacoue-Labarthe hace con el double bind,
diciéndolo, es la experiencia de lo ineluctable. Es una experiencia en
la que no se trata de que yo (“yo”), Lacoue-Labarthe, escape. Yo me
escribo escribiendo como eso se escribe en este teatro
autobiográfico, alo– y tanatográfico. Si allí planteo o propongo lo que
sea, no se trata solo de una teoría, incluso de una práctica del
double bind hecha a la medida de una inmensa tradición –
escandida, continuada, interrumpida por lo que todos estos nombres
propios parecen firmar. Me presento, o más bien me escribo, firmo
mi propia desistencia, lo imposible mismo, como una experiencia del
double bind, como la experiencia poética del double bind. Doble
coerción, doble ley, nudo y cesura de una ley desdoblada, la ley del
doble. El ritmo es el nudo y la cesura, la obligación y el corte. ¿No
es el ritmo la doble ley, y recíprocamente? Pensar eso sería la tarea.
Y el anillo suplementario de esta deconstrucción no sería otra cosa,
no tendría otra modalidad que esta doble coerción que ninguna
dialéctica podría acabar con ella.
A menos que – a menos que el double bind como tal no haya
partido todavía demasiado ligada a la oposición, la contradicción, la
dialéctica; y que todavía pertenezca a esa especie de indecidible
que siempre depende del cálculo y de la crispación dialéctica.
Habría entonces que pensar en otro indecidible, interrumpir ese
double bind por una hiancia o un hiato; y reconocer la respiración
del ritmo en una cesura arrítmica. Esta necesidad nos aguarda
todavía.
Pero como vemos, un prefacio no se mide con un texto así. Dejo
el fondo de las cosas, el background de la escena, a las lecturas y
relecturas minuciosas. Como me comprometí a ello, solo sigo los
hilos del debate manifiesto con quienes representan el lugar
estratégico de mayor resistencia. Con Heidegger hemos empezado
a evaluar sus efectos. Quedan Freud, Lacan y Reik.
Freud: él confiesa no tener la “experiencia” de la música y de los
músicos. Cuando privilegia el texto en detrimento de la música,
limita prudentemente el alcance de sus aserciones a las gentes que
no son “realmente músicos”. Incluso si ella es formulada con
inquietud, esta limitación fue con frecuencia subrayada por Reik.
Ella confirma la organización general de la teoría, cierto teoreticismo
logocéntrico. Regula toda la interpretación sobre la articulación del
discurso y de la figuración (Darstellbarkeit), sobre una semiótica de
los significantes verbales y de las formas visuales.
Lacan: lo menos que se puede decir es que no rompe con esta
estructura teórica. Lacoue-Labarthe no propone una “crítica”.
Procede como siempre: “con y contra Lacan”.171 Ese ya era el caso
en Le titre de la lettre (Galilée, 1973; en colaboración con Nancy).
Pero demuestra que lo que parece teóricamente justo, e incluso
insuperable, es cierto teoreticismo. Este se inscribe en esa ontología
de la figura (figural y ficcional) que se trata sin cesar de delimitar, y
que somete la remodelación lacaniana a la mirada, a lo teorético, a
lo especular y lo especulativo. Y por ende, a una interpretación onto-
mimetológica de la mimesis. La demostración se dirige ante todo a
las condiciones en las que el triángulo edípico está abierto al
cuarteto mítico o al “sistema cuaternario”, sin hablar de la teoría de
la figuralidad ficcional en El estadio del espejo. La teoría del
narcisismo reconduce a
la trascendencia eidética del platonismo tal como Heidegger mostró su lógica, de la
“donación de sentido” mismo o de lo que instaura, en su verdad inverificable, la
“medida del hombre”, como decía Lacan. En cuyo caso, y es lo que Lacan enunciaba
al terminar, la teoría del narcisismo no es otra cosa que la verdad de la
Fenomenología del espíritu.172

Pero si esta cuaternidad se mantiene “muy hegeliana,


perfectamente dialéctica”, todo el discurso sobre el clivaje, la
alienación y la Spaltung del sujeto se mantiene como una ontología
dialéctica de la falta y de la negatividad, una lógica de la oposición,
allí mismo donde podemos recordar que un pensamiento de la
mimesis venía a la vez a duplicarla, inquietarla y a desestabilizarla.
La “pérdida del sujeto”, en el sentido lacaniano, su misma ek-
sistencia, tiene por efecto paradójico suturar, o más bien obliterar la
desistencia. Allí también, la experiencia de la desistencia está presa
por el double bind:
…por consiguiente, al tomar en cuenta esta discordia que ninguna especulación
puede dialectizar porque está inscrita en la relación especular misma, de lo que se
trata es probablemente de una pérdida del sujeto, que mina por adelantado toda
constitución, toda asunción funcional y toda posibilidad de apropiación o
reapropiación. Pero es una pérdida imperceptible del sujeto, y que no es equivalente
a un defecto secreto o a una falta escondida, sino que se confunde estrictamente, en
doblete, con el proceso de constitución o apropiación. Por esta razón, propuse hablar
de (de)constitución [en L’oblitération]. Pero se trata de un último recurso. Lo que
habría que marcar, con y contra Lacan, remontando desde Lacan a Reik, es que hay
un desfondamiento constante, pero sordo, de lo imaginario. Lo imaginario destruye al
menos tanto como lo que ayuda a construir. O con más exactitud: no deja de pervertir
aquello que construye. Con lo que quizá se explica que el sujeto en el espejo es
primero un sujeto en “desistimiento” (y que, por ejemplo, nunca recuperará la
insuficiencia mortal a la cual, según Lacan, lo consagra su prematuridad). Con lo que
también se explican el retraso, la inhibición, los efectos de des-tiempo, el deterioro,
en resumen, todo lo que resulta de la repetición mortífera que no solo está operando
en la llamada neurosis obsesiva. No es la franca ruptura de la economía en general,
sino la lenta erosión de la apropiación. […] la dialéctica del reconocimiento quizá no
funciona tan bien, no solo porque todo sujeto está “a punto” de morir, ni siquiera
porque estaría irremediablemente separado de sí (como “sujeto”), sino porque
sencillamente solo alcanza a perderse.
Consecuencia “teórica” pero en el límite de lo teorizable: la figura nunca es una. No
solo es el Otro, sino que no hay unidad o estabilidad de lo figural, no hay fijeza o
propiedad de la imago. No hay “imagen propia” con la que identificarse en totalidad,
no hay esencia de lo imaginario (p. 260-261).

Interrumpo un instante esta cita para subrayar la coherencia de la


declaración en su dimensión política, incluso si ésta no está tan
marcada en L’écho du sujet como, por ejemplo, en los textos más
recientes dedicados a Nietzsche o a Heidegger. Que no esté tan
marcada no quiere decir que esté ausente: cuando los asuntos se
denominan institución psicoanalítica o identificación en general ellos
son evidente e inmediatamente políticos. “¿El problema de la
identificación no sería, en general, el problema mismo de lo
político?” Esa es la conclusión de La transcendance finie/t dans la
politique y el análisis que la conducía pasaba por caminos análogos:
la ek-sistencia, no la desistencia, determinada de manera todavía
onto-tipológica por Heidegger en el Discurso de Rectorado, una
“mimetología inconfesada” que “sobredeterminaría políticamente el
pensamiento de Heidegger”, cierto double bind en la identificación
nacional (imitación y rechazo de la imitación), etc. Siempre se trata
de la interpretación de la mimesis, y de una desistencia presa del
double bind, desde que “no hay esencia de lo imaginario”. Lacoue-
Labarthe inmediatamente continúa:
Dicho de otro modo, lo que Reik incita a pensar, es que el sujeto “desiste” por tener
que enfrentarse siempre al menos con dos figuras (o con una figura al menos doble)
y que solo hay ocasión de “adueñarse” inmiscuyéndose y oscilando entre figura y
figura (entre el artista y el sabio, entre Mahler y Abraham, entre Freud y Freud).
Quizá eso es lo que da razón a la lógica del double bind, de la “doble coerción” […]
esta partición desestabilizante o desestabilizadora de lo figural (que ciertamente
confunde la distinción entre lo imaginario y lo simbólico, y que encenta en el mismo
caso la negatividad o la alteridad absoluta de lo ‘real’…”), todo parece indicar que eso
es precisamente lo que se ve implicado en la “obsesión musical” y ligado a dicha
obsesión y, por consiguiente, a la compulsión autobiográfica misma.

Eso es “lo que Reik incita a pensar…”. Más allá de Freud, más allá
de Lacan, pero con ellos, y recayendo regularmente bajo la ley que
ellos representan, sometiéndose nuevamente cada vez que se está
a un paso de transgredirla. Recae y se somete. Las palabras
“fracaso” y “sumisión”173 retornan casi a cada página de este
magnífico texto. Pues lo que Reik incita a pensar es lo que Lacoue-
Labarthe piensa y de lo que Reik no ha podido librarse por no haber
sabido librarse. No se trata de una simple transgresión liberadora, y
la conclusión de L’écho du sujet, una vez que se liberó este
pensamiento, no tiene nada de triunfal; en verdad no concluye, salvo
sobre un “quizá”: “quizá sea imposible exceder la clausura del
narcisismo. Incluso utilizando su modelo especular”. Es decir, el
modelo óptico, teatral, teórico y edípico, la psyché que coacciona a
Reik a la recaída y al “fracaso teórico” que no es otra cosa que el
fracaso en la teoría, a causa de la teoría, de una teorización de eso
mismo, y es el ritmo más que la música, cuya experiencia pensante
no se deja teorizar. Ésta no excede a la teoría desde el lado de una
región oculta en donde habría que preferir el afecto al saber. Por el
contrario, ella permite pensar la ley de lo teórico, como tal. Lacoue-
Labarthe analiza pacientemente, con una suerte de compasión
rigurosa, el retorno de esta ley en el texto de Reik, en su aventura
teórico-auto-analítica. Le reconoce todas las audacias, las
“sospechas”174 respecto a Freud, los presentimientos de aquello
que “incita a pensar” sin pensarlo él mismo, a saber, la clausura en
la que se mantiene – y se mantendrá – como un psicoanálisis
todavía demasiado griego, y en todo caso demasiado platónico
(onto-tipológico, onto-eidético, mimetológico175), y al interior del cual
retumba y al cual se somete y se sujeta. El movimiento por el cual
se instituye como sujeto, en el curso de una autobiografía analítica
“atormentada” por el retorno de la música y del ritmo, es también el
movimiento por el cual se sujeta a la ley representada por Freud. Se
sujeta por defensa, por inhibición176, y por resistencia ante aquello
mismo que lo incita a pensar, que él incita a pensar: cierta
desistencia del sujeto en la experiencia del double bind y de su
(de)constitución rítmica. No puede no evitar lo inevitable. Resiste a
la desistencia, consolida su subjetidad en esta sujeción, en este
mismo fracaso, y por ende en esta dimisión; muchos signos
muestran de un modo evidente, que fue muy consciente de eso.
Cediendo a dicha resistencia, se podría decir que debió abdicar ante
la responsabilidad de pensar, de pensar lo que incitaba a pensar. Se
ha desistido, él, ante la tarea que parecía incumbirle: pensar la
desistencia ineluctable. No se trata de una falta moral, por supuesto,
¿pero cómo es ello posible? Lean L’écho du sujet. Sólo propondré
un hilo suplementario en un laberinto que intentaré reconstituir y que
no se podría “redoblar” con un comentario, pues se trata de un
recorrido único a lo largo del cual una lógica del espejo es sustituida
por una de la resonancia. Eco deshace a Narciso, sino acaso a
Psyché, transformando así todo el espacio, todo el tiempo. No para
dramatizar una lectura que no tiene ninguna necesidad, ni para
dárselas de Ariadna. Sino para acercarme un poco a la firma de
Lacoue-Labarthe cuando dice “yo” (entre comillas, como en todas
partes), cuando habla de locura, de estilo, de autobiografía o de
alobiografía, de muerte o de música, de Reik; o de cualquier otro,
pues quien se denomina Reik, en este texto, es también quien ha
ligado, al borde de la locura (¿qué es eso, el borde?), la aventura
autobiográfica y sus dobles, y el otro, y la muerte, con la obsesión
musical (Rousseau, Nietzsche), con la preocupación por el ritmo
(Hölderlin, Mallarmé, Nietzsche también). Ustedes dirán que Reik y
todos ellos son Lacoue-Labarthe, presionados por identificar las
identificaciones, y en este caso, los felicito con gusto si quieren
detenerse un día en esta cadena genealógica. Pero no, Lacoue-
Labarthe no pudo leer a Reik como lo hizo más que en la medida en
que rompió la identificación, en que supo acompañarlo levantando
cada vez los límites a los cuales se aferraba la resistencia del otro.
Y cada vez que levanta ese límite, explica su proveniencia y su
dispositivo, y luego su retorno ineluctable. Pueden verificarlo en ese
gesto y en ese ritmo en que Lacoue-Labarthe no puede estar, a
cada instante, más cerca y más lejos de Reik. Y les dice todo lo
necesario para pensar la ley de esa paradoja.
Incluso hay un nombre para la ley de la paradoja: es lo
hiperbológico.177 En el momento en que, demasiado tarde y
demasiado temprano, debo cortar el texto, solo tomaré un ejemplo:
la cesura. No hay ritmo sin cesura. Y sin embargo, es preciso que la
cesura “misma” sea “antirrítmica”178, como nos recuerda Hölderlin, e
incluso arrítmica. Esta interrupción no tiene la cadencia dialéctica de
una relación entre el ritmo y el no-ritmo, entre un continuo y un
discontinuo. Ella interrumpe la alternancia, la “coerción de la
oposición en general”179, la dialéctica y lo especulativo, incluso el
double bind180, cuando conserva una forma oposicional. Es
ineluctable, y no evita la evitación:
Ella evita (gesto protector, lo cual no significa forzosamente “ritual”) el arrebato
oscilatorio, el enloquecimiento y la inflexión en tal o cual polo. Ella representa la
neutralidad activa del entredós. Sin duda por esto no es azaroso que la cesura sea
cada vez ese momento vacío – la ausencia de todo “momento” – de la intervención
de Tiresias, o sea, la intrusión de la palabra profética...181

En la tragedia de Sófocles, cuando ella marca el retiro de lo divino


y el retorno del hombre hacia la tierra, como hiancia o hiato, la
cesura actúa y deshace el duelo. Un Trauerspiel182 actúa el duelo.
Duplica el trabajo del duelo: lo especulativo, la dialéctica, la
oposición, la identificación, la interiorización nostálgica, e incluso el
double bind de la imitación. Pero no lo evita. Hiancia o hiato: la boca
abierta. Para dar, para recibir. A veces la cesura corta el aliento.
Cuando tiene la oportunidad, lo hace para dar la palabra.
Traducción: Cristóbal Durán

145. Prefacio de Typography, de Philippe Lacoue-Labarthe, Harvard University Press,


1989.
146. Por ejemplo en un pasaje que volveremos a citar y a releer: “Por esta razón, propuse
hablar de (de)constitución [en L’oblitération]. Pero se trata de un último recurso. Lo que
habría que marcar, con y contra Lacan, remontando desde Lacan a Reik, es que hay un
desfondamiento constante, pero sordo, de lo imaginario. Lo imaginario destruye al menos
tanto como lo que ayuda a construir. O con más exactitud: no deja de pervertir aquello
mismo que construye. Con ello, quizá se explica en qué medida el sujeto en el espejo es
primero un sujeto en ‘desistimiento’ (y que, por ejemplo, nunca recuperará la insuficiencia
mortal a la cual, según Lacan, lo consagra su prematuridad. […] La figura nunca es una […]
no hay esencia de lo imaginario. Dicho de otro modo, lo que Reik incita a pensar, es que el
sujeto ‘desiste’ por tener que enfrentarse siempre al menos con dos figuras – o con una
figura al menos doble) […] partición desestabilizante o desestabilizadora de lo figural (que
ciertamente confunde la distinción entre lo imaginario y lo simbólico, y que a la vez merma
la negatividad o la alteridad absoluta de lo ‘real’…” (“L’écho du sujet”, en Le sujet de la
philosophie. Typographies I, Aubier-Flammarion, 1979, pp. 260-261; véase también p. 221
y por ejemplo, Typographie, en Mimesis désarticulations, Aubier-Flammarion, 1976, p. 246.)
147. Ibíd.
148. “… constante rechazo de Heidegger a tomar en serio el concepto de mimesis […] me
parece cada vez más difícil no ver operando una mimetología fundamental en el
pensamiento de Heidegger”. (“La transcendance finit dans la politique”, en Rejouer le
politique, Galilée, 1981, p. 211, reimpreso en L’imitation des modernes. Typographies II,
Galilée, 1986. “Una mimetología inconfesada sobredeterminaría políticamente el
pensamiento de Heidegger”. (Ibíd., p. 214.)
149. “Un pensamiento puede no ser infalible y mantenerse, como se dice, ‘insoslayable’”.
(ibíd., p. 174.) En este texto que se puede leer también como una meditación muy
necesaria sobre el ananké (Notwendigkeit), tal como la interpreta el Discurso de Rectorado,
se seguirá el hilo de lo ineluctable y la distribución de su léxico: “evitado”, “inevitable”, “…
no renegado”, “incontestable” (p. 172), “irreparable”, “imperdonable”, “in-evitable”,
“irrenunciable”, “insoslayable”, “difícil de evitar” (p. 174-175), “no prohibido”, “no renegado”,
“inevitables” (p. 176-177), “inexorabilidad” (en el Discurso) (p. 184), “innegable” (p. 190),
“irreprochado”, “innegable” (p. 197), “irreprochable”, “imparable” (p. 198), “inevitable”,
“insoslayable” (en el Discurso) (p. 203).
150. En todos estos textos, la cuestión de la obsesión, de lo obsesionante y de lo obsesivo,
retorna con mucha regularidad en el centro de la problemática de la mimesis, del typos y
del Gestell. Incluso ella es el asunto del “estilo de cuestionamiento”. Cf. por ejemplo “L’écho
du sujet”, en Le sujet de la philosophie…, p. 233, 279, 284, etc. Y de la escritura misma,
empezando por aquella que Lacoue-Labarthe firma, para quien no escapa nada de esto.
Final de L’oblitération: “Siempre se puede poner a la escritura, sobre todo cuando ella es
precavida, bajo el expediente de la manía de conjuro o de la compulsión repetitiva. Pero
quizá es estrictamente imposible escribir algo distinto que esto: ‘Lo que me obliga a
escribir, creo, es el temor a volverme loco’”. Esta es una expresión de Bataille, y que
Lacoue-Labarthe agrega que es válida tanto para “Nietzsche” como para “Heidegger” (en
Le sujet de la philosophie, p. 176). Por ejemplo. O también: “… lo que vacila es la más
elemental seguridad narcisista (el “yo no estoy muerto” o el “yo sobreviviré” de lo
obsesionante)” (p. 284). Lo obsesivo ya no es una categoría clínica.
151. Habría que saber. ¿Qué es saber? ¿Y qué es lo que la sobre-negación de lo
ineluctable tendría que ver con el saber del saber? Ya que diez páginas más adelante,
Lacoue-Labarthe se preguntaba, y lo hacía a propósito de Heidegger y entre paréntesis:
“(nunca se sabe lo que sabe…)” (p. 180). Entonces también hay que poner comillas
alrededor de este saber. L’écho du sujet: “¿Pero por qué Reik, que lo ‘sabe’, no quiere
saber nada de eso?” (p. 286).
152. “… se tiene cierta razón al desconfiar de toda esa especie de fraseología
‘demagógica’, e incluso ‘psicagógica’, por medio de la cual hoy se pretende – sin gran
riesgo, a decir verdad – hablar en nombre de la locura…” (Typographie, p. 172.)
153. Al menos desde L’oblitération (1973, incluido en Le sujet de la philosophie) que ya
anudaba la cuestión de la locura y aquella del sujeto. La palabra ‘desistencia’ todavía no
está presente ahí como tal, pero si la “(de)constitución del sujeto” (p. 138, 157 y passim).
Quizá la palabra “desertar” es lo que anuncia de la mejor forma el “desistir”, del que
tendremos que hablar, por ejemplo en el siguiente pasaje, que en cierto sentido dispone
notablemente los axiomas de esta problemática: “Lo que aquí nos interesa, como ya se
sospechará, no es ni el sujeto ni el autor [cuestión y precaución retomadas en el Diderot de
L’imitation…, p. 19]. Tampoco lo que introducimos por debajo es el ‘otro’ del sujeto o del
autor. Más bien sería (para mantenernos, provisoriamente, solo en la cuestión del sujeto) lo
que también está en juego en el sujeto, y que es también absolutamente irreductible a
alguna subjetividad (es decir, a cualquier objetividad que sea); en el sujeto, lo que deserta
(y siempre ya ha desertado) es el sujeto mismo, y que, antes de toda ‘posesión de sí’ (y
según un modo distinto de aquel de la desposesión) es la disolución, la derrota del sujeto
en el sujeto o como sujeto: la (de)constitución del sujeto o la ‘pérdida’ del sujeto, si es que
se puede pensar la pérdida de lo que nunca se tuvo, una especie de pérdida (de ‘sí’)
‘originaria’ y ‘constitutiva’” (p. 151).
La puesta entre paréntesis del “de” en (de)constitución significa que no debe ser
entendida, como tampoco debe serlo la desistencia, como una negatividad que afecta una
constitución originaria y positiva. La puesta en itálicas del como significa que el “sujeto”,
como tal, se (de)constituye en ese movimiento de desistencia y no es otra cosa que la
formación de dicho movimiento. Y en este sentido, él no podría ser simplemente omitido o
disuelto, ni silenciado en nombre de una deconstrucción de la subjetidad, de la época de la
subjetidad en el sentido determinado por Heidegger. De ahí entonces la distancia frente a
este último, y eso constituye la continuación inmediata del pasaje que acabo de citar.
Acusa cierta “sublimación” heideggeriana: “Ahora bien, es precisamente eso lo que toca el
texto de Heidegger. Pero es enseguida (o incluso con antelación) para retomarla, relevarla
(es decir, también, sublimarla) en o como pensamiento. Ella es la ‘locura’, y la ‘locura’ tal
como se declara, o como más bien no se declara en Ecce Homo…”
154. Heidegger prácticamente nunca fue nombrado por Foucault, quien en todo caso nunca
se explicó con él o con su tema, si se puede decir así. Esto es igualmente cierto para
Deleuze. Eso no impidió que Foucault declarara en su última entrevista: “Todo mi devenir
filosófico fue determinado por la lectura de Heidegger”. Ni impidió que Deleuze hablara, en
las últimas páginas de su libro sobre Foucault, de una “confrontación necesaria de Foucault
con Heidegger”. (Subrayo.) ¿Cómo interpretar entonces, retrospectivamente, ese silencio
de veinticinco años? Es preciso ser breve: si al escuchar este silencio se piensa
simultáneamente en quienes, como Lacoue-Labarthe, no han dejado de tomar en cuenta,
en lo que precisamente dicha “confrontación” con Heidegger tiene de más difícil, arriesgado
y “necesario”, se obtiene cierto film de la escena filosófica francesa de este cuarto de siglo.
Queda por descifrar todavía la evitación de lo inevitable. ¿Qué se evita así? ¿Heidegger?
Seguramente no es tan simple.
155. Pp. 183 y 186.
156. P. 186. Cf. también la p. 190: “… no solo la Gestalt, sino la Darstellung misma (la
(re)presentación, la exposición, la puesta en escena, etc.) es derivable de la Ge-stell. O,
con mayor exactitud, Heidegger nunca advirtió explícitamente, quizá salvo error, que entre
otras cosas se pueden derivar conjuntamente la Gestalt y la Darstellung de la Ge-stell.
Pero para ello es necesario religar y, al mismo tiempo, “homogeneizar” entre sí muchos
textos relativamente independientes. De hecho, incluso cuando todo ocurre como si la
comunidad de origen, es decir, la homogeneidad entre la Gestalt y la Darstellung – es
preciso insistir: sintomáticamente silenciada cuando se trataba de conformar a Jünger con
Hegel – tenía, de una manera u otra, algo de molesto. Es en efecto Mimesis, aquí, lo que
está en juego…” (Yo subrayo.)
157. “… sin duda es inevitable [yo subrayo, J. D] el riesgo de que algo se pierda en ello – o
que en alguna parte se pierda la continuidad de la derivación. Por ejemplo, entre dos o tres
textos, del lado de la (cuestión de la) Darstellung, o, para ser más precisos y no aflojar el
hilo que ya extendimos, del lado en que la (cuestión de la) Darstellung tiene que ver,
efectivamente, con (la) Mimesis. Sin embargo, en el comienzo todo sucede bastante bien”
(p. 192). Un análisis largo y ceñido de numerosos textos (aquí no puedo más que invitar a
seguirlo) muestra enseguida el proceso y los efectos de esta “pérdida de la Darstellung”
que “no podría ser simple” (p. 200) y que no podría limitarse a la “desaparición de una
palabra” (p. 201), aunque tal o cual texto de Heidegger deje caer esta palabra
inmediatamente después de haberla citado en la pareja Her– y Darstellen (p. 201). Que la
Darstellung “se pierda”, no significa la pérdida de algo, sino cierta inatención a la estructura
abisal que siempre puede dividirla y ficcionalizarla. La pregunta viene a ser entonces:
“¿Cómo se pierde la Darstellung? ¿Y qué consecuencia tiene esta pérdida para la
interpretación de la mimesis?” (p. 201; cf. también p. 207: “… la pérdida de la Darstellung”).
158. Hay que releer el pasaje de Was heisst Denken? que cita el mismo Lacoue-Labarthe
(p. 187, n. 20), en el momento en que plantea una segunda cuestión de traducción. La
primera concernía al intraducible Ge-stell, que se trata menos de saber lo que quiere decir
que “cómo funciona” y “para qué sirve”. La otra, el proyecto heideggeriano de “traducir” el
Zaratustra y de someterlo a un tratamiento “alegórico”. La traducción concierne en esta
oportunidad a un impensado, más allá de la “expresión o del “ornamento poético”.
Heidegger: “… Este reconocimiento [de la lengua de los pensadores] descansa en el hecho
de que dejamos venir a nosotros aquello que cada pensador pensó como algo que siempre
es único, que nunca retorna, que no se agota, y es en esa medida que nos desconcierta lo
impensado en su pensamiento. En un pensamiento, lo im-pensado no es una falta que
pertenezca al pensamiento. Lo im-pensado solo es cada vez en cuanto que es im-
pensado”. (Subrayé siempre es único que aquí constituye el correlato indispensable del
pensar mismo del pensamiento. Ahí donde la unicidad fallaría, el pensamiento mismo,
incluso lo im-pensado del pensamiento no advendría. Eso es lo que Lacoue-Labarthe
respeta un poco más que yo: la unicidad, y la afinidad entre dicha unicidad y el
pensamiento mismo. Sobre este punto, mi poco de respeto o lo que atormenta mi respeto
puede significar dos cosas: o bien que no sé (reconocer) lo que es auténticamente el
pensamiento y no preocupa lo suficiente, o bien que no excluyo algún residuo de im-
pensado en esta determinación heideggeriana de lo im-pensado que todavía tiende
demasiado al lugar único de la reunión. ¿Y si se denomina pensamiento (pero quizá sería
preciso otro nombre) a la dislocación, e incluso a la desistencia de esta unicidad o de esta
unidad, de este lugar de reunión? Ya que se podría mostrar que esta pregunta vuelve a
pasar regularmente por la topología del ser según Heidegger y por todo aquello que reúne
bajo los términos Ort y Ertörterung: precisamente la reunión.)
159. En textos posteriores, Lacoue-Labarthe será cada vez más preciso respecto a las
coerciones paradójicas – hiperbológicas – que la “sobredeterminación mimetológica” ejerce
sobre el pensamiento y el discurso. Incluso hablará de una “‘metafísica negativa’ de los
modernos: el pensamiento de una mimesis sin modelo o de una ‘mimesis originaria’”. En
ese texto, declara sus reservas frente a una rehabilitación y una generalización de la
mimesis, sean ellas modernas o postmodernas. Cf. L’imitation des modernes, Galilée,
1986, en especial p. 278, 281, 283.
160. Typographie, p. 249.
161. Cf. en particular la traducción de la Einführung in die Metaphysik (Introduction à la
métaphysique) hecha por Gilbert Kahn en 1958. Este es un extracto del índice de los
términos alemanes: “Wesen: esencia, estancia, cuando este sentido es sobre todo verbal,
y, con ello, excluye toda referencia a la quididad. Wesen: ester, realizarse historialmente
como esencia, sin que ésta esté dada fuera del tiempo como modelo para su realización;
wesenmässig: según su estancia; anwesen: adester; An-wesen: ad-estancia; Anwesenheit:
presencia; Ab-wesen: ausencia; ab-wesend: ausencia. Unwesen: inesencialidad,
desorden”.
162. L’imitation des modernes, p. 271.
163. Nota 29, p. 194.
164. Pp. 229 y ss.
165. “La césure du spéculatif“, en L’imitation des modernes, p. 54-55. Véase también lo que
sigue inmediatamente a este pasaje, a propósito del double bind y del retiro o la “locura” de
Hölderlin.
166. Pp. 253-254. Remito a la nota que dedico más adelante a la palabra
“(de)construcción”.
167. Pp. 257-258. Un poco más adelante, lo inevitable es justamente el retraso. Véase todo
el parágrafo que explica en qué “la teorización, para quien escribe, no solo es inevitable
sino absolutamente necesaria” y porqué siempre hay un “espejo en un texto”, “única
manera en que se puede concebir colmar este inevitable retraso del ‘sujeto’ respecto de ‘sí
mismo’ y única manera de fijar por poco que sea este desfallecimiento despiadado en el
que algo se dice, se enuncia, se escribe, etc.” (p. 269). Una vez más: el “sujeto” escrito así
(entre comillas) no es aquel que Heidegger deconstruye. Quizá incluso sería aquel contra
cuya desistencia se protege (y busca asistencia) la deconstrucción heideggeriana. Este
“sujeto” no se identifica. Ni con el otro ni consigo. Desde luego, parece no hacer nada
distinto y en efecto no hace otra cosa que identificarse. Pero el efecto de subjetividad da
testimonio de lo contrario. Hace la prueba y la experiencia de lo contrario. Si se identifica es
porque nunca puede ser idéntico ni identificarse consigo o con el otro. La condición de
posibilidad de la identificación no es otra que su imposibilidad, una y otra ineluctables.
Como la mimesis. El sujeto, que de ese modo se desubjetiva, no tendría cómo identificarse
sin la desistencia que hace que la identificación absoluta le sea absolutamente inaccesible.
El retraso y la “prematuridad”, que van a la par, el retraso respecto de su “propio”
nacimiento inscriben al sujeto en una experiencia de “aborto”, de la cual volveremos a
hablar.
168. Remito aquí a todo el pasaje alrededor de esta proposición: “… el ‘sujeto’ de-siste, y
doblemente cuando se trata del hombre (del macho)…” (p. 259 y sigs.)
169. L’écho du sujet, p. 286. En el corazón de un pensamiento del ritmo, y como el ritmo
mismo, el “Uno que difiere en sí mismo” (En diaphéron heauto). Lacoue-Labarthe cita con
frecuencia a Heráclito, y a Hölderlin citando a Heráclito.
170. L’écho du sujet, p. 290.
171. Pp. 257, 260.
172. Pp. 256-257.
173. Subrayo: “este libro [The Haunting Melody, de Reik] es un ‘fracaso teórico’…” (p. 230).
“Todo ocurre como si Reik mezclara a la vez todos los repartos, a menudo estrictos, a los
cuales Freud se somete y como si se hundiera en esa especie de agujero o de hiancia que
hay, si se quiere, entre lo ‘simbólico’ y lo imaginario, no necesariamente ocupa algo como
lo ‘real’, sea por mucho que esté afectado de imposibilidad. Lo que desde luego no dejará
de tener consecuencias, incluso si el fracaso teórico esté asegurado” (p. 235).
Veremos que el sujeto Reik termina por someterse a lo que Freud se somete y a lo que
Lacan se somete (es eso “lo que no dejará de tener consecuencias…”). Y esa es la cadena
ineluctable de la misma sumisión del mismo fracaso. Singular “rivalidad” enlutada (p. 240-
241). “… lo que puede y debe retener Reik, todo lo que hace de su obra algo más que una
simple repetición de Freud, es decir, de hecho su ‘fracaso teórico’… Su fracaso teórico o
más bien, a través de él, Reik, el fracaso de lo teórico en general” (p. 248). Este consiste
en reflejar a Freud en la repetición del motivo goethiano del “reflejo repetido” (wiederholte
Spiegelung), reducción especular de lo catacústico. “En suma él buscaba definir una suerte
de esencia ‘musical’ del sujeto. No ignoraba que al someterse a lo teórico, perdía toda
chance de acceder a ella. Razón por la cual, además, el ‘fracaso’ teórico es también un
‘acierto’, y la inhibición nunca será completamente desbloqueada” (p. 252). “… la doble
inhibición que está aquí en marcha: teórica por sumisión, pero también literaria, artística…”
(p. 258). “Es preciso volver a empezar aquí con el fracaso teórico de Reik. Más bien su
hundimiento (Lacoue-Labarthe subraya) teórica, ya que ésta tiene también mucho que ver
con la ‘inhibición’. ¿Por qué este ‘hundimiento?” (p. 262). “Es por esta razón que no solo su
teoría de la autobiografía aborta, sino la autobiografía misma no puede ser escrita” (p. 265).
Subrayé aborta, ya que dicha palabra dice algo adicional en lo referido al acontecimiento
de un fracaso singular: un nacimiento, más que un origen, tiene lugar sin tener lugar, un
sujeto nombrable habrá sido llevado a nacer muerto o “solo alcanza a perderse”. Todo esto
es también portado en la “clausura materna”, sobre la que se abren también las últimas
páginas. Pero también subrayé el término porque pertenece al título (L’avortement de la
littérature) de un libro anunciado por Lacoue-Labarthe. Por las mismas razones habría
subrayado el término ejemplaridad, otro título anunciado, otro motivo mayor de este
pensamiento. Extiendo mi índice (un prefacio es un índice un poco charlatán si acaso no es
una traición irremediable): “… estamos a la espera del segundo hundimiento teórico. […] El
relato que hace Reik de este segundo fracaso amerita que nos detengamos en él…” (p.
266).
El valor del hundimiento quizá agrega a aquel del fracaso, y luego a aquel del aborto, la
imagen de un lento ahuecamiento en un terreno cuyos límites no son nítidos; no hay
lugares oponibles ni un suelo sólido. Eso se sostiene en la estructura de un límite sin
oposición. Y la lentitud tiende a la repetición, a la compulsión de repetición: no se avanza,
se avanza en el mismo lugar, se repite el fracaso, la inhibición coacciona con el mismo
gesto que antes de que ella paralice, y cada movimiento hunde más. Las cosas no ocurren
una sola vez, culminando en un límite, como podría hacerlo entender el término ‘fracaso’. Y
sobre todo, lo que produce y agrava el hundimiento, es decir, esta situación en que el
esfuerzo para salir levantándose los hunde más, es la repetición que se hace más pesada,
que se carga de relato autobiográfico o auto-analítico, tan lúcido como impotente, del
hundimiento mismo. Reik es el primero en contar, repitiéndola, la “falta inicial repetida
luego”: “No extraigo ninguna lección de este tipo del fracaso de mi intento…” (p. 267).
“Debo confesar… que también fracasé por ser demasiado ambicioso”. (p. 277). Lacoue-
Labarthe: “En realidad, esto es someterse pura y simplemente a la programación freudiana.
A pesar de todo, esto no es tan sencillo…” (p. 267). Y véase la siguiente escena de la
resistencia a la desistencia y a la asistencia, formalizada de la manera más económica:
“Ahora bien, sucede que en el texto mismo de Reik, estas tres cuestiones están reunidas
en una ocasión [igual, todavía…]. Quizá pese a él, todavía no estoy seguro de eso, y de
todas formas sin resultado. Un poco como si ya fuese demasiado tarde y como si la
sumisión teórica a Freud impidiese que Reik pueda desasirse hasta el punto de renunciar a
la renuncia, donde pese a todo se decide su frágil (re)-captura narcisista en la demanda de
asistencia paterna (mediante la que la teoría, aquí el Edipo, triunfa dos veces)” (p. 278.
Lacoue-Labarthe subrayó desasir y (re)-captura). Y el “demasiado tarde” todavía resuena.
174. El mismo término “sospecha”, una “sospecha enterrada precipitadamente” se refiere
más estrictamente a la posibilidad de pensar el ritmo mismo “antes” de la música, casi sin
ella. La palabra aparece muchas veces (p. 294-295) en uno de esos pasajes
impresionantes sobre el Schofar, cuyos tres grupos de notas, precisa Reik, “solo se
diferencian por un cambio de ritmo”. El Schofar, advirtió Reik, no es un instrumento
musical. El sonido que produce “se asemeja más al mugido de un toro que a una obra
musical” y la tradición judía no atribuye la invención de la música a un regalo de Dios.
Pero más allá de la palabra, y esta vez acusando más que presintiéndolo, Reik
sospecha que Freud insistió “unilateralmente sobre el papel determinante del texto” en la
música (p. 269) y que en general “descuidó” “la importancia de la estructura musical como
representación de cierto estado de ánimo” (p. 273).
175. Este sería el lugar de un análisis paciente: ¿demasiado griego o demasiado
“platónico”? ¿Se puede relacionar lo que en una Grecia pre-“platónica” o pre-“filosófica” no
sería todavía demasiado onto-tipológico o mimetológico, con la vena judaica hacia la cual
indica la experiencia del Schofar? Habría que seguir en la obra de Lacoue-Labarthe, y más
precisamente en este contexto, en el corazón mismo del psicoanálisis, el debate entre el
griego, el alemán y el judío. Resuena por todas partes. ¿Diremos del judío o del alemán lo
que se dice del griego, en Hölderlin et les Grecs (p. 83): “Lo propio de los griegos es
inimitable porque nunca tuvo lugar”?
176. La resistencia a la desistencia toma la forma general de la inhibición, que ya no
representa una categoría clínica o la determinación de un síntoma “patológico”. La
inhibición es inevitable, en general. No hay ritmo sin ella, y se puede decir lo mismo del
double bind. Véase en particular los pasajes ya citados de las páginas 252 y 258.
177. Esta hiperbológica es expresamente definida en Le paradoxe et la mimesis (por
ejemplo, p. 29) y en La césure du spéculatif (por ejemplo, p. 67). Ella programa los efectos
inevitables de una “lógica” de la mimesis. En este contexto preciso, cuando se trata del
comediante, ella regularmente convierte el don de todo en don de nada, y este último en
don de la cosa misma. “El don de la impropiedad”, es decir el “don de mimesis” es el “don
de la apropiación general y de la presentación”. Pero ese no es, se advierte con claridad,
un “contexto” o un “ejemplo” entre otros. Se trata de la apropiación y de la (des-)propiación
en general. El juego del des-, en el cual trabajamos desde el inicio de este prefacio, podría
depender de esta hiperbológica. Sin ser negativo ni dialectizable, ese juego organiza y
desorganiza a la vez lo que parece determinar; pertenece y sin embargo escapa al orden
de su propia serie. Lo que dijimos al empezar la desistencia valdría también para la
hiperbológica de la desinstalación (Typographie, p. 250, 264 y passim), la (des)constitución
(L’oblitération ; Typographie, p. 259-260 ; L’écho du sujet, p. 260), la desarticulación (La
césure du spéculatif, p. 68; Hölderlin et les Grecs, p. 82), la despropiación (Typographie, p.
264-267; Le paradoxe et la mimesis, p. 34; La césure du spéculatif, p. 64-67; Hölderlin et
les Grecs, p. 81), la deconstrucción (Typographie, p. 193, 253-254; L’écho du sujet, p. 222,
La césure du spéculatif, p. 43, 53, 67). Teniendo en cuenta el anillo suplementario del cual
hablamos, la significación del “deconstruir”, ese término del que Lacoue-Labarthe dice en
otra parte que no cree que sea “la menos ‘usada’ del mundo” (L’imitation des modernes, p.
282), tiene tanto la inflexión de una tarea, que la de un acontecimiento, de lo que en cierto
sentido tiene lugar en estado “práctico”, por ejemplo en Hölderlin (cf. La césure du
spéculatif, p. 53). Hemos advertido que Lacoue-Labarthe escribe a veces
“(des)construcción” (Typographie, p. 254).
178. P. 68.
179. P. 43.
180. Pp. 72, 73 y passim.
181. P. 68.
182. Ibíd.
CANTIDAD DE SÍ(ES)183

Sí, al extranjero/Sí, en el extranjero. [Oui, à l’étranger.] Nos


habremos cruzado la mayoría de las veces al/en el extranjero. Estos
encuentros conservan para mí un valor emblemático. Quizás porque
ellos tuvieron lugar en otra parte, lejos, pero más seguramente
porque jamás nos separábamos, no lo olvido, sin una promesa.
Como tampoco olvido lo que Michel de Certeau escribe de la
escritura en el texto místico: es también, de punta a punta, una
promesa.184
Estos encuentros en el país del otro –con lo que entiendo también
la interrupción que los marca íntimamente, la separación que
desgarra su mismo acontecimiento*–, para mí, es como si
describieran a su manera los caminos del pensamiento cuando éste
se confunde con la palabra dada en la escritura: en el corazón del
mismo tiempo, de una sola vez, la apertura y el corte. Ya una cita de
La fábula mística:
Ángel Silesio […] identifica el grafismo del Separado (Jah, o Jahvé) con lo ilimitado
del ‘sí’ (Ja). […] El mismo fonema (Ja) hace coincidir el corte y la apertura, el No
Nombre del Otro y el Sí del Querer, la separación absoluta y la aceptación infinita:
Gott spricht nur immer Ja
Dios siempre dice únicamente Sí o: [Yo soy].185

Chance** del encuentro en la singularidad de un “grafismo”,


coincidencia del corte y la apertura. Tendremos que volver sobre
esto una y otra vez.
De estos encuentros que fueron enseguida separaciones, no diré
nada, nada directamente. Que se me permita solamente murmurar,
para mis adentros, algunos nombres de lugar. Me acuerdo del sol de
California, en San Diego o en Irvine. Me acuerdo de Cornell,
Binghampton, Nueva York, y me acuerdo de Venecia finalmente,
sobre la nieve, en diciembre de 1983. ¿Cómo reunir toda esta
memoria en una clave en la que ella ya no se distingue de lo que he
aprendido y todavía aprendo a leer de Michel de Certeau? Si la
memoria aquí no debiera habitar más que una sola palabra, y una
que se le pareciera, esa palabra sería quizás sí.
Lo que él nos dijo a propósito* del sí no era simplemente un
discurso sobre un elemento particular de lenguaje, un metalenguaje
teórico refiriéndose a una posibilidad de la enunciación, a una
escena de la enunciación entre otras. Por razones esenciales,
siempre es riesgoso decir “el ‘sí’”, hacer del adverbio “sí” un nombre
o una palabra como cualquier otra, un objeto acerca del cual [sujet]
se podría pronunciar la verdad con enunciados constatativos.
Porque un sí ya no sufre de metalenguaje, entra en el “performativo”
de una afirmación originaria y queda así supuesto por toda
enunciación a propósito [sujet] del sí. Por lo demás, digámoslo al
pasar, como un aforismo, no hay, para Michel de Certeau, ningún
tipo de sujeto [sujet] que no surja de la escena del sí. Los dos sí(es)
que acabamos de discernir (pero ¿por qué hay siempre dos?, nos lo
volveremos a preguntar) no son homogéneos y, sin embargo, se
parecen hasta el punto de confundirse. Que un sí sea presupuesto
cada vez, no solamente por todo enunciado sobre el tema [sujet] del
sí sino por toda negación y por toda oposición, dialéctica o no, entre
el sí y el no, es esto quizás lo que da de entrada su infinidad
irreductible y esencial a la afirmación. Michel de Certeau insiste
sobre esta infinidad. Allí él ve el “postulado místico”. Éste “plantea lo
ilimitado de un ‘sí’”. El análisis admirable que es entonces propuesto
me parece atravesado por al menos cuatro cuestiones.** Antes de
formularlas, como para prolongar un coloquio interrumpido, y luego
de esbozar una suerte de analítica cuasi trascendental u ontológica
de si, citaré un largo pasaje de “La escena de la enunciación”, de La
fábula mística:
En una tradición más discreta pero insistente, “la performancia” del sujeto tiene
también como señal el sí. Un ‘sí’ tan absoluto como el volo, sin objetos, ni fines.
Mientras que el conocimiento de-limita sus contenidos según un proceso que es
esencialmente el del ‘no’, trabajo de distinción (‘esto no es aquello’), el postulado
místico plantea lo ilimitado de un ‘sí’. Naturalmente, se trata de un postulado de
principio, tan desligado de las circunstancias como la intención que tiende al ‘todo’, a
la ‘nada’ o a Dios. Tiene su modelo en una frase sorprendente de san Pablo a
propósito de Cristo: ‘En él ha habido únicamente un sí (nai)’. Esta paradoja de un ‘sí’
sin límites en la circunscripción de un singular (Jesús) esboza una teoría,
contradictoria y atópica, del Sujeto (crístico); un sí in-finito perfora el campo de las
separaciones y distinciones practicadas por toda la epistemología hebraica. Este ‘sí’
se repite a continuación. El mismo lapsus de la historia (el mismo olvido) se
reproduce. En el siglo XVII, Ángel Silesio va todavía más lejos; identifica el grafismo
del Separado (Jah o Jahvé) con lo ilimitado del ‘sí’ (Ja). En el lugar mismo del único
Nombre propio (un Nombre que aleja todo ser), instala la desapropiación (por un
asentimiento a todo). El mismo fonema (Ja) hace coincidir el corte y la apertura, el No
Nombre del Otro y el Sí del Querer, la separación absoluta y la aceptación infinita:
Gott spricht nur immer Ja
Dios siempre dice únicamente Sí o: [Yo soy].
Identidad entre el ‘sí’ crístico y el ‘Yo soy (el Otro)’ de la zarza ardiente. El separado
se convierte en exclusión de la exclusión. Esta es la clave del sujeto místico. Figura
del ‘abandono’ o del ‘desapego’, el ‘sí’ nombra finalmente al ‘interior’. En ese país,
una población de intenciones grita por todas partes: ‘sí, sí’, como el Dios de Silesio.
¿Este espacio es divino o nietzscheano? La palabra (Wort) instauradora de ese lugar
(Ort) participa de la ‘esencia’, que, según Evagrio, ‘no tiene contrario’.186

Las cuatro cuestiones las dejaré abiertas o suspendidas. La


respuesta no vendrá, en todo caso no de mí, pero importa poco.
Esto es lo que yo quisiera mostrar. No que la respuesta aquí importe
menos que la pregunta. Es la pregunta la que importa menos que un
cierto sí, aquel que resuena en ella para venir siempre antes que
ella. Lo que interesa aquí es un sí que abre la pregunta y se deja
siempre suponer por ella, un sí que afirma antes que ella, más acá o
más allá de toda pregunta posible.
Primera cuestión. ¿Por qué pertenece la repetición al destino del sí?
Michel de Certeau ha hecho dos alusiones a dos repeticiones que,
aparentemente, no tienen para él la misma significación. No las
relaciona entre sí y no se demora en eso. Hay primero “este ‘sí’ que
–dice– se repite a continuación. El mismo lapsus de la historia (el
mismo olvido) se reproduce”. Esta reproducción parece no tener el
mismo valor o el mismo sentido que el “sí, sí” del Dios de Silesius.
Sin duda. ¿Pero cuál puede ser la raíz común de estas dos
repeticiones o reproducciones? ¿Y si, curiosamente, ellas se
repitieran o se implicaran la una a la otra? ¿No prescribe acaso la
estructura cuasi trascendental u ontológica del sí este doble destino,
que es también destino de duplicidad?
Segunda cuestión. ¿Por qué sería necesario elegir entre un espacio
“divino” y un espacio “nietzscheano”? Michel de Certeau sin duda
hace aquí alusión a numerosos textos de Nietzsche, por ejemplo
“Los siete sellos (o “La canción ‘Sí y Amén’”)”, en Also spracht
Zarathustra. Y de hecho Nietzsche mismo opone el Ja ligero,
danzante, aéreo de la afirmación inocente al Ja, Ja del asno
cristiano que sufre o resopla [souffrant ou soufflant] bajo la carga de
una responsabilidad gravemente asumida (Der Esel aber schrie
dazu I-A) (Die Erweckung). La repetición y la memoria (Ja, Ja)
parecen asignadas al sí cristiano, que sería también un sí de finitud.
En su inocencia misma, el sí infinito sería pues excesivo con
respecto a esta finitud, y es sin duda por esta razón que Michel de
Certeau plantea su pregunta en forma de alternativa (“divino o
nietzscheano”), refiriéndose así quizás a “das ungeheure
unbegrenzste Ja – und Amen – sagen” de Also spracht Zarathustra
(Von sonnen anfang).* O, una vez más, ¿no hay en la experiencia
cuasi trascendental u ontológica del sí una raíz común que, sin
anular la alternativa, nos prescribe sin embargo derivarla de una
posibilidad más “antigua”?
Tercera cuestión. Del sí ilimitado, Michel de Certeau dice a la vez
que él “horada el campo de las separaciones y distinciones
practicadas por toda la epistemología hebraica” y que él nos
recuerda “la identidad entre el ‘sí’ crístico y el ‘Yo soy (el Otro)’ de la
Zarza ardiente”.187 Estas dos proposiciones no se contradicen, por
supuesto. Una “epistemología hebraica” de la separación no
necesariamente es acorde u homogénea a la afirmación infinita. Y
por otra parte, el sí ilimitado no excluye la separación, al contrario.
Entre la afirmación judía y la afirmación cristiana, ciertamente no
hablaremos de afinidad o, todavía menos, de afiliación. Pero, ¿la
“identidad entre el ‘sí’ de Cristo y el ‘Yo soy (el Otro)’ de la Zarza
ardiente” no abre acaso, aquí también, hacia un acontecimiento o un
advenimiento del sí que no sería ni judío ni cristiano, no todavía o ya
no solamente el uno o el otro, donde este “ni… ni” no nos reenvía a
la estructura abstracta de alguna condición de posibilidad ontológica
o trascendental, sino a este “cuasi” que insinuaba hace apenas un
momento (“cuasi trascendental” o “cuasi ontológico”) y que haría
concordar la acontecimentalidad originaria del acontecimiento al
relato fabuloso o a la fábula inscrita en el sí como origen de toda
palabra (fari)? Es posible preguntarse, por ejemplo, si Franz
Rosenzweig habla todavía en/como Judío [en Juif], o si habla como
este Judío ya demasiado cristianizado que algunos lo han acusado
de ser cuando nos recuerda el sí originario en textos cuyo estatus
permanece esencialmente indeciso, como todo aquello que dice (el)
sí, entre lo teológico, lo filosófico (trascendental u ontológico) y la
alabanza o el himno. El sí hebreo (ken) puede siempre inscribirse,
no lo olvidemos, en esta Sekina cuya tradición evoca a menudo La
fábula mística.188 Como, por lo que sé, Michel de Certeau no cita a
Rosenzweig (cuya Estrella de la redención, por lo demás, no estaba
traducida cuando él publica La fábula mística), quizás sea mejor
retener antes estas pocas líneas:
El Sí es el principio. El No no puede ser un principio, pues solo podría ser un No de la
nada, lo que presupondría una nada que fuera negable, o sea una nada que se
hubiera ya resuelto al Sí. [...] Y ya que esta no-nada no está dada con independencia
–pues nada se da fuera de a nada–, la afirmación de la no-nada circunscribe, como
límite interno, la infinitud de cuanto no es nada. Se afirma un infinito: la esencia
infinita de Dios, su infinita facticidad, su physis. [...] La fuerza del Sí consiste en que
se adhiere a todo. [...] Es la palabra originaria (Urtwort) de la lengua, una de esas
gracias a las cuales se hacen posibles... no ya las proposiciones, sino hasta las
palabras que las componen, las palabras como partes de las proposiciones. El Sí no
es una parte de la proposición, pero tampoco es la sigla taquigráfica de una
proposición, aun cuando pueda usárselo así, sino que es el tácito acompañante de
todas las partes de la proposición: la confirmación, el “sic”, el “amén” tras cada
palabra. Él otorga a cada palabra de la proposición el derecho a existir; le señala el
sitio en que puede descansar; la ‘sienta’. El primer Sí en Dios funda con toda infinitud
la esencia divina. Y este primer Sí está ‘en el principio’189

Palabra originaria (Urwort), el sí pertenece sin duda al lenguaje. Es


definitivamente una palabra. Puede siempre ser una palabra, y
traducible. Pero implicada por todas las otras palabras, de las que
ella representa la fuente, permanece también silenciosa,
“compañera silenciosa” (un poco como el “yo pienso” que
“acompaña”, dice Kant, todas nuestras representaciones) y así, de
una cierta manera, extranjera en el lenguaje, heterogénea al
conjunto de vocablos así cercados y concernidos* por su poder. Es
entonces una suerte de vocablo inaudible, inaudible mismo en el
proferimiento del sí determinado, en tal o cual lengua, en tal o cual
frase válida por una afirmación. Lenguaje sin lenguaje, pertenece sin
pertenecer al conjunto que instituye y que abre a la vez. Excede y
horada el lenguaje al que permanece empero inmanente: como su
primer habitante, el primero en salir de él /de su casa [sortir de chez
lui]. Hace ser y deja ser todo aquello que puede decirse. Pero
vemos ya anunciarse o, precisamente, confirmarse su doble
naturaleza intrínseca. Es sin ser del lenguaje, se confunde sin
confundirse con su enunciación en una lengua natural. Ya que si es
“antes” de la lengua, marca la exigencia esencial, el compromiso, la
promesa de venir a la lengua, en una lengua determinada. Tal
acontecimiento es requerido por la fuerza misma del sí. En tanto que
aprueba o confirma, dice Rosenzweig, todo lenguaje posible, el “sic”
o el “amén” que instituye viene a duplicar con una aquiescencia este
sí archi-originario que da su primer aliento a toda enunciación. El
“primero” es ya, siempre, una confirmación: sí, sí, un sí que va de sí
a sí o que viene de sí a sí. Hay algo de este consentimiento que dice
también una cierta quietud cruel, aquel “cruel reposo” (immanem
quietem) que citaremos nuevamente más adelante.190 ¿Podemos
tener en cuenta, dar razón, intentar el recuento de este
redoblamiento del sí? ¿Por qué su analítica no puede ser más que
“cuasi” trascendental u ontológica?
Cuarta cuestión. Michel de Certeau analiza la performancia del sí en
el curso de una interpretación del volo (“un ‘sí’ tan absoluto como el
volo, sin objetos, ni fines”191), en las tres bellas páginas dedicadas a
“Una condición previa: el volo (Del Maestro Eckhart a Madame
Guyon)”.192 ¿El pensamiento de este sí es acaso coextensivo a
aquel de un volo? El consentimiento originario que se deja proferir u
oír así en esta palabra sin palabra, ¿pertenece a este “volitivo
absoluto” “equivalente”, en otras palabras, sugiere Michel de
Certeau, a “lo que Jacob Boehme plantea en el origen de todo
existir: la violencia, y aun el furor, de un querer”193? ¿Diremos
entonces que esta determinación del sí permanece aún dominada
por aquello que Heidegger llama una metafísica de la voluntad, en
otras palabras por la interpretación del ser como voluntad
incondicional de una subjetividad cuya hegemonía marcaría toda la
modernidad, al menos de Descartes a Hegel y a Nietzsche? Y si
fuera así, ¿no se debería sustraer la experiencia y la descripción del
sí de aquellas de un volo? Por supuesto, se trataría de una
experiencia sin experiencia, de una descripción sin descripción:
ninguna presencia determinable, ningún objeto, ningún tema
posible. A falta de poder embarcarme aquí en esta inmensa y
temible problemática, situaré tres referencias posibles.
A. Después de haber sostenido, a lo largo de un trayecto de casi
treinta años, el privilegio irreductible de la actitud cuestionante,
después de haber escrito que el cuestionamiento (Fragen) era la
piedad (Frömmigkeit) del pensamiento, Heidegger tuvo que, al
menos, complicar este axioma. Primero recordándonos que por
piedad era preciso ya entender la docilidad de una escucha, la
cuestión siendo entonces, ante todo, una modalidad receptiva, una
atención que se fía de aquello que se da a oír más bien que, antes
que* la actividad emprendedora e inquisitorial de una petición o una
investigación**. Después, de ahora en adelante, insistiendo en una
dimensión más originaria del pensamiento, la Zusage, esta
aceptación confiada, este asentimiento a la palabra dirigida
(Zuspruch) sin los cuales ninguna pregunta es posible, un sí en
suma, una suerte de pre-compromiso presupuesto por toda lengua y
por toda palabra (Sprache).194 En él, en sus últimos textos, esta
dimensión de la “experiencia” comunica evidentemente con aquella
de la Gelassenheit. Vuelvo a traer la palabra no solamente por el rol
mayor que ella juega en estos textos de Heidegger, sino también
para evocar al Maestro Eckhart, del que él fue, sin duda aún más de
lo que lo ha dicho, un lector asiduo. Ahora bien, Michel de Certeau
nombra a Heidegger desde la primera página de la introducción a La
fábula mística195, y hace alusión a la Gelâzenheit del Maestro
Eckhart en el capítulo que nos ocupa. Lo que él dice allí me conduce
a mi segunda referencia.
B. Esta Gelâzenheit dice el no-querer dentro del querer* más
incondicional. De tal manera que la incondicionalidad misma de un
querer sin fin y sin objeto reconvierte la voluntad en a-voluntad. Una
vez más, una larga cita se impone:
[…] puesto que no tiene objeto particular y no ‘se refiere’ a nada, este volo se
convierte en su contrario –no querer nada– y ocupa así todo el campo, positivo y
negativo, del querer. El querer solo se estabiliza (en la afirmación o en la negación)
cuando se asocia a un objeto particular (‘quiero’ o ‘no quiero’ eso), y por
consiguiente, cuando hay una distinción entre un sujeto particular (‘yo’) y un objeto
particular (‘eso’). Una vez que se le quita ese lazo con una singularidad, el querer se
vuelve sobre sí mismo y se identifica con su contrario. ‘Querer todo’ y ‘querer nada’
coinciden. De la misma manera ‘querer nada’ y ‘no querer nada’. Cuando ya no es la
voluntad de alguna cosa y ya no sigue las órbitas organizadas por las constelaciones
de sujetos y objetos distintos, el volo es también un acto de ‘renunciar a su voluntad’.
Es asimismo un no-querer, por ejemplo con el ‘abandono’ (Gelâzenheit) y el
‘desapego’ (Abegescheidenheit) del Maestro Eckhart. La aniquilación del
complemento (yo no quiero nada) va por lo demás a refluir sobre el sujeto:
finalmente, ¿quién quiere? ¿Qué es el ‘yo’ que quiere? Queda, desorbitado, el acto
de querer, fuerza que nace. El verbo no está ‘ligado a nada’ y nadie puede
apropiárselo; pasa a través de los momentos y los lugares. En el principio está el
verbo querer, que plantea de golpe lo que va a repetirse en el discurso místico con
muchos otros verbos (amar, herir, buscar, orar, morir, etc.), actos itinerantes en medio
de actores colocados ya en la posición de sujetos, ya en la posición de
complementos: ¿quién ama a quién? ¿quién hiere a quién? ¿quién le reza a quién?
A veces Dios, a veces el fiel…196

C. La consecuencia de ello es incalculable. Particularmente para


todo aquello que en el discurso heideggeriano discernía épocas al
interior de una historia del ser. Es el pensamiento mismo de una
historia del ser el que se encuentra afectado por esta epokhè interna
que así parte, divide o suspende el sí. Si la incondicionalidad misma
del querer lo reconvierte en no-querer, y eso según una necesidad
interna, esencial y ella misma incondicional, entonces ninguna
“metafísica de la voluntad” permanece rigurosamente identificable.
La voluntad no es idéntica a sí misma. Ni todo aquello que
Heidegger asocia constantemente con ella, la subjetidad, la
objetidad, el cogito, el saber absoluto, el principio de razón
(Principium reddendae rationis: nihil est sine ratione), la
calculabilidad, etc. Y, entre tantas otras cosas, la que nos interesa
aquí ante todo: el “dar razón”, el “dar cuenta”, la contabilidad y la
computabilidad, e incluso la imputabilidad del innumerable sí. El sí
dona o promete aquello mismo, y lo dona desde la promesa: lo
incalculable mismo.
Ahora lo presentimos: una analítica trascendental u ontológica del
sí no puede ser más que ficticia o fabulosa, toda entera dedicada a
la dimensión adverbial de un cuasi. Retomemos ingenuamente las
cosas. El sí archi-originario se parece a un performativo absoluto.
No describe y no constata nada sino que se compenetra en una
suerte de archi-compromiso, de alianza, de consentimiento o de
promesa que se confunde con la acquiescencia dada a la
enunciación que él siempre acompaña, aunque sea silenciosamente
y aún si ésta deba ser radicalmente negativa. Dado que este
performativo está presupuesto, como su condición, en todo
performativo determinable, no se trata de un performativo entre
otros. Puede incluso decirse que este performativo cuasi
trascendental y silencioso está sustraído de toda ciencia de la
enunciación como de toda teoría de los speech acts. No es, stricto
sensu, un acto, no es asignable a ningún sujeto ni a ningún objeto.
Si abre la acontecimentalidad de todo acontecimiento, no es un
acontecimiento. No está jamás presente en cuanto tal. Aquello que
traduce esta no-presencia en un sí presente en el acto de una
enunciación o en un acto en general/a secas [tout court] disimula al
mismo tiempo, al revelarlo, el sí archi-originario. La razón que lo
sustrae así a toda teoría lingüística (y no a toda teoría de sus
efectos lingüísticos) lo arranca así de todo saber, en particular de
toda historia. Precisamente porque se encuentra implicado en toda
escritura de la historia.
Por lo tanto, la analítica de un “sí” impronunciable que ni está
presente, ni es objeto, ni sujeto, no sabría ser ontológica (discurso
sobre el ser de una presencia) más que trascendental (discurso
sobre las condiciones de un objeto –teórico, práctico, estético– para
un sujeto). Todo enunciado ontológico o trascendental supone el sí o
la Zusage. No puede así sino fracasar en hacer de aquellos su
tema. Y por tanto, hace falta –sí– mantener la exigencia ontológico-
trascendental para desprender la dimensión de un sí que ya no es
más empírica u óntica, que no se releva de una ciencia, de una
ontología o de una fenomenología regional, y finalmente de ningún
discurso predicativo. Presupuesto por toda proposición, no se
confunde con la posición, tesis o tema, de ningún lenguaje. Es de
punta a punta esta fábula que, casi* antes del acto y antes del logos,
permanece casi al comienzo: “Par le mot par commence donc ce
texte… [Por la palabra por comienza entonces este texto…]”
(Fábula, Francis Ponge).
¿Por qué casi en el origen? ¿Y por qué una cuasi-analítica
ontológico-trascendental? Recién vimos por qué el cuasi refería a la
pretensión ontológico-trascendental. Todavía una palabra para
agregar: una cuasi-analítica. Una analítica debe remontarse hacia
las estructuras, los principios, o los elementos simples. Ahora bien,
aquí el sí no se deja jamás reducir a ninguna simplicidad de última
instancia. Reencontramos aquí la fatalidad de la repetición, y de una
repetición como apertura cortante.197 Supongamos un primer sí, el
sí archi-originario que ante todo compromete, promete, consiente.
Por una parte, es originariamente, en su estructura misma, una
respuesta. Es primero segundo**, viniendo después de un pedido,
una pregunta o un otro sí. Por otra parte, en tanto que compromiso o
promesa, debe al menos y de antemano atarse a una confirmación
en un próximo sí. Sí al próximo/prójimo***, es decir, al otro sí que ya
está allí pero queda sin embargo por venir. El “yo” no preexiste a
este movimiento, ni el sujeto, ellos se instituyen aquí. Yo (“yo”) no
puedo decir sí (sí-yo) más que prometiendo guardar la memoria del
sí, prometiendo confirmarlo enseguida. Promesa de memoria y
memoria de promesa. Este “segundo” sí está a priori envuelto en el
“primero”. El “primero” no tendría lugar sin el proyecto, la (a)puesta*
o la promesa, la misión o la emisión, el envío del segundo que está
ya allí en él. Este último, el primero, se duplica por anticipado: sí, sí,
de antemano asignado a su repetición. Como el segundo sí habita el
primero, la repetición aumenta y divide, reparte de antemano el sí
archi-originario. Esta repetición, que representa la condición de una
apertura del sí, la amenaza también: repetición mecánica,
mimetismo, por lo tanto olvido, simulacro, ficción, fábula. Entre las
dos repeticiones, la “buena” y la “mala”, hay a la vez corte y
contaminación. “Cruel quietud”, cruel aquiescencia. El criterio de la
conciencia o de la intención subjetiva no tiene aquí pertinencia
alguna, es él mismo derivado, instituido, constituido.
Promesa de memoria, memoria de promesa, en un lugar de la
acontecimentalidad que precede a toda presencia, todo ser, toda
psicología de la psyché, así como a toda moral. Pero la memoria
misma debe olvidar para ser aquello que ella tiene, desde el sí, la
misión de ser. Prometido desde el “primero”, el “segundo” sí debe
llegar como una renovación absoluta, de nuevo absolutamente
inaugural y “libre”, sin lo cual no sería más que una consecuencia
natural, psicológica o lógica. Debe hacer como si el “primero” se
encontrara olvidado, lo suficientemente pasado como para exigir un
nuevo sí inicial. Este “olvido” no es psicológico o accidental, es
estructural, la condición misma de la fidelidad. De la posibilidad
como de la imposibilidad de una firma. La divisibilidad contra la cual
una firma se extiende. Voluntaria e involuntariamente, in-voluntad
del querer incondicional, el segundo primer sí rompe con el primer sí
(que era ya doble), se corta de él para poder ser eso que debe ser,
“primero”, único, únicamente único, abriendo a su giro, in vicem, vice
versa, a su día, cada vez la primera vez (vices, ves, volta, time, Mal,
etc.). Gracias, si puede decirse, a la amenaza de este olvido, la
memoria de la promesa, la promesa misma puede dar su primer
paso, a saber, el segundo. ¿No es acaso en la experiencia de este
peligro –al que un sí siempre da las gracias– que, como dice Michel
de Certeau, el mismo sí “se repite a continuación” en “el mismo
lapsus de la historia (el mismo olvido)” y que “el mismo fonema (Ja)
hace coincidir el corte y la apertura”?
Ya pero siempre contra-firma fiel, un sí no se cuenta. Promesa,
misión, emisión, él se envía siempre en cantidad.
Traducción: Renata Prati

183. Primera versión publicada en “Michel de Certeau”, Cahiers pour un temps, 1987. [El
título original en francés es Nombre de oui. Dado que la expresión francesa nombre de no
tiene una traducción exacta en castellano, hemos priorizado en esta traducción mantener la
idea de una cantidad indeterminada. Consideramos que si bien es posible que refiera a una
cantidad grande (“muchos sí”), no es posible determinarlo con certeza ya que en este caso
no hay un adjetivo que lo especifique. Tampoco quisimos traducir por “innumerable” o
“incalculable” ya que, aún sin establecer un juicio valorativo, esas palabras conllevan un
matiz negativo que no está presente en el original y que Derrida hubiera podido utilizar de
haberlo querido (de hecho utiliza el adjetivo innombrable en este artículo). Por otro lado, el
“sí” debe ser entendido como el adverbio de afirmación, y no como el pronombre personal
reflexivo en tercera persona. De allí que incluyéramos los paréntesis en “sí(es)”, para
desambiguar la expresión en castellano, teniendo en cuenta además que en francés oui
puede ser leído también como plural y quisimos mantener dicha posibilidad. N. de la T.].
184. “Este acto no exige una realidad o un conocimiento anterior a lo que dice. Bajo esta
forma lingüística también, tiene fuerza de comienzo. Entre los performativos, depende más
particularmente de la clase de los ‘prometedores’. Los ejemplos que presenta Austin
(prometer, estar decidido a, hacer voto de, consagrarse a, declarar su intención de, etc.)
hacen desfilar los términos que señalan, en los textos místicos, las manifestaciones
sociales del volo inicial”. Michel de Certeau, La fable mystique, XVIe-XVIIe siècle, París,
Gallimard, 1982, [Hay traducción al castellano: La fábula mística. Siglos XVI-XVII, trad.
Jorge López Moctezuma, México DF, Universidad Iberoamericana, 1993, p. 206].
185.* Événement. Hemos decidido traducir esta palabra por “acontecimiento”, y évent por
“evento”. No es posible en castellano mantener la cercanía etimológica que existe en
francés entre ambas palabras [N. de la T.].
Michel de Certeau, op. cit., trad. cast., p 208. [Las itálicas en la expresión “No Nombre” no
se hallan en el texto de Michel de Certeau, sino que son agregadas por Jacques Derrida,
N. de la T.]
** Chance, en francés, remite tanto a “oportunidad” como a “posibilidad”. Por eso hemos
optado por la palabra castellana “chance” para mantener ambos sentidos [N. de la T.].
186. Michel de Certeau, op. cit., trad. cast., pp. 207-208.
187.* Friedrich Nietzsche, Así habló Zarathustra, “Antes de la salida del sol”: “el inmenso e
ilimitado decir sí y amén”, trad. cast. de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1997, p.
238. [N. de la T.]
Michel de Certeau, op. cit., trad. cast., p. 208. [Derrida escribe “identidad” sin mayúsculas y
“Zarza” con mayúsculas, a la inversa de como aparece en el texto de de Certeau. N. de la
T.]
188. “La Sekina implica una inhabitación, una presencia, una gloria y, ulteriormente, una
feminidad de Dios, temas que desempeñan también un papel muy importante en la mística
cristiana de la época”. (Michel de Certeau, op. cit., trad. cast., p. 13, n. 3; cf. también p.
164). Sobre esta afinidad entre la afirmación y la feminidad, me permito remitir a Espolones
(París, Flammarion, 1978 [Valencia, Pretextos, 1981]), a Parages (París, Galilée, 1986) y a
Ulises gramófono (París, Galilée, 1987 [Buenos Aires, Tres Haches, 2002]), y citar aún La
locura de la luz de Blanchot: “Sin embargo, he encontrado seres que jamás le han dicho a
la vida, cállate, y nunca a la muerte, vete. Casi siempre mujeres, bellas criaturas”. (La folie
du jour, Fata Morgana, 1973, p. 12, [La locura de la luz, trad. cast. de Alberto Ruiz de
Samaniego, Madrid, Tecnos, 1999, p. 35]).
189. Franz Rosenzweig, L’Étoile de la rédemption, tr. A. Derczanski y J.-L. Schlegel, Le
Seuil, 1982, pp. 38-39. [trad. cast.: La estrella de la redención, trad. M. García-Baró,
Salamanca, Sígueme, 1997, pp. 66-67. (Traducción ligeramente modificada. Anotamos al
pie que Derrida cita la traducción de Le Seuil sin anotar modificaciones; en la cita, sin
embargo, los dos primeros “No” se leen “Nom”, es decir, “Nombre”. Debe sin duda quizás
tratarse de una errata de tipeo: “Le Nom ne peut être commencement ; car il ne pourrait
être qu’un Nom du néant”. N. del E.).]
* Hemos intentado conservar en la mayor medida posible la cercanía fónica y etimológica
entre las palabras francesas utilizadas, cernés y concernés. [N. de la T.]
190. Michel de Certeau, La fable mystique, especialmente p. 193 y 197. [Posiblemente
Derrida se refiera a las páginas 163 y ss. de la traducción castellana, N. de la T.]
191. Michel de Certeau, op. cit., trad. cast. p. 207.
192. Ibíd., p. 196 y ss.
193. Ibid, p. 202.
194.* Plutôt, plus tôt. Juego de palabras entre las expresiones francesas para “más bien” y
“más temprano”, respectivamente [N. de la T.].
** No es posible mantener en castellano la cercanía fónica y etimológica entre requête y
enquête, las palabras francesas que utiliza Derrida [N. de la T.].
12. Cf. Martin Heidegger, Unterwegs zur Sprache, 1959, p. 175 y ss; trad. cast. de Yves
Zimmerman, De camino al habla, Serbal, Barcelona, 1990. He abordado estas cuestiones
del sí en Ulises gramófono, y, en cuanto al movimiento de Heidegger al que aquí hago
alusión, en Del espíritu. Heidegger y la pregunta [Valencia, Pre-textos, 1989].
195. “Cuando esta situación logra decirse, puede tener todavía por lenguaje la antigua
oración cristiana: ‘No permitas que me separe de ti’. No sin ti. Nicht ohne”. (Michel de
Certeau, op. cit., trad. cast., p. 11). En este punto, Michel de Certeau añade en nota al pie:
“Me parece que esta categoría heideggeriana permite una reinterpretación del
cristianismo”. Cf. Michel de Certeau, “La ruptura instauradora”, Esprit, junio 1971, p. 1177-
1214”. (Ídem., n. 1).
196.* Hemos decidido traducir vouloir por “querer” y volonté por voluntad [N. de la T.]
14. Michel de Certeau, op. cit., trad. cast., p. 202.
197.* Derrida utiliza aquí y en lo que sigue la palabra francesa quasiment, que no es la más
usual para decir “casi”, y que es más cercana fónica y etimológicamente al quasi que utiliza
en expresiones como “cuasi-trascendental” [N. de la T.].
15. Alianza y corte, Mont Carmel, cuyo nombre “quiere decir ciencia de la circuncisión”
(Michel de Certeau, op. cit., trad. cast., p. 163). Habría que citar aquí las páginas dedicadas
al lenguaje de la circuncisión y a la circuncisión del lenguaje en los textos místicos (cf. ibíd.,
p. 163 y ss.). A propósito de la “marca sangrienta del cuerpo”, que, según Michel de
Certeau, “señala el acceso al nombre del padre (a la virilidad) por medio de una sumisión al
poder paterno”: “Así como Abraham levantaba su cuchillo sobre su hijo Isaac para
sacrificarlo a Yahvé, es decir para producir sentido (“sacer facere”), de la misma manera
Juan de la Cruz corta en lo vivo de la carne para describir el camino de la unión. Cercenar,
tal es el proceso de la alianza cuando se trata de lo absoluto que se marca por lo que quita.
Trabajo de la escultura, caro a Juan de la Cruz. Teología negativa: significa por lo que
quita”. (Ibíd., p. 166).
** D’abord second: en francés no se produce el mismo choque entre “primero” y “segundo”
que se aprecia en castellano, ya que Derrida no utiliza el adjetivo de cantidad premiere sino
la locución adverbial d’abord [N. de la T.].
*** La palabra francesa prochain conserva mejor que el castellano la cercanía entre el
sustativo “prójimo” y el adjetivo “próximo”, o cercano, por eso hemos decidido conservar
ambas posibles traducciones [N. de la T.].
INTERPRETATIONS AT WAR. KANT, EL JUDÍO, EL
ALEMÁN198

Se va a poder constatar enseguida y fácilmente: las elecciones que


he hecho para esta comunicación tienen una relación necesaria con
este lugar: la universidad, una institución israelí de Jerusalén.
Tienen una relación necesaria con este momento: las terribles
violencias que marcan una vez más la historia de esta tierra, y
lanzan unos contra otros a todos aquellos que se creen justificados
para habitar en ella.
¿Por qué es necesaria esta relación?
Como otras veces, mi comunicación consistirá en un conjunto de
hipótesis interpretativas a propósito, justamente, de las instituciones
de la interpretación. En consecuencia, esta intervención estará,
ciertamente y de facto, en conexión con un contexto institucional,
este que determinan hoy, aquí, ahora, una universidad, un Estado,
un ejército, una policía, unos poderes religiosos, unas lenguas, unos
pueblos o unas naciones. Pero esta situación de facto reclama
también interpretación y responsabilidad. Así, he creído que no
debía aceptar pasivamente el hecho de esta situación. He decidido
tratar de un tema que me permita, aun abordando de frente los
problemas programados en este coloquio (“Las instituciones de la
interpretación”), plantear al menos de modo indirecto, y tan
prudentemente como sea posible, algunas cuestiones acerca de lo
que está pasando aquí ahora. Pero, si bien las mediaciones entre mi
discurso de ahora y las violencias en curso tendrán que ser
cuantiosas, complicadas, difíciles de interpretar, y si reclaman de
nuestra parte tanta paciencia como vigilancia, no recurriré a eso
como pretexto para esperar, y callarme ante lo que exige respuesta
y responsabilidad inmediatas.
Había yo ya puesto de manifiesto mi inquietud a los organizadores
de este encuentro. Les había hecho partícipes de mi deseo de
participar en un coloquio en el que estuvieran oficialmente invitados
y asociados de manera efectiva colegas árabes y palestinos. Los
organizadores de este encuentro, los profesores Sanford Budick y
Wolfgang Iser, han compartido mi preocupación. Les agradezco la
comprensión de que han hecho gala al respecto. Con la gravedad
que la cosa requiere, quiero desde ahora declararme solidario con
aquellos que sobre esta tierra reclaman el final de todas las
violencias, solidario con aquellos que condenan los crímenes del
terrorismo y de la represión militar o policial, con aquellos que
desean la retirada de las fuerzas israelíes de los territorios
ocupados, el reconocimiento del derecho de los palestinos a elegir
ellos mismos a sus representantes en unas negociaciones más que
nunca indispensables. Lo cual no podrá llevarse a cabo sin una
reflexión incesante, informada, valiente. Esa reflexión tendrá que
conducir a unas interpretaciones, novedosas o no, de lo que
propuse aquí hace un par de años llamar, como título de este
coloquio por entonces en proyecto, las “instituciones de la
interpretación”. Pero la misma reflexión debería también llevar a
interpretar esta institución dominante que es un Estado, aquí el
Estado de Israel (cuya existencia, por supuesto, tiene que ser
reconocida en adelante por todos, y asegurada de manera
definitiva), su prehistoria, las condiciones de su fundación reciente y
los fundamentos constitucionales, jurídicos, políticos, de su
funcionamiento actual, las formas y los límites de su
autointerpretación, etc.
Mi presencia aquí mismo lo atestigua: esta declaración no está
solamente inspirada por una preocupación de justicia y por mi
amistad con palestinos y con israelíes. Querría expresar también
una esperanza en el porvenir, y el respeto por una cierta imagen de
Israel.
Claro está, no digo esto para ajustar artificialmente mi
intervención a la exterioridad de alguna circunstancia. La apelación
a una reflexión histórica como ésta, y por angustiosa que pueda
parecer, por valiente que deba ser, me parece que está a su vez
inscrita en el contexto más determinante de nuestro encuentro. A
mis ojos, constituye su sentido mismo, y su urgencia.
I
Doy por supuesto que se conoce el texto previo199 que definía el
horizonte más general de esta comunicación, de manera que
precisaré sin más preámbulos las razones por las que estoy tentado
de aproximar o de oponer, de manera todavía parcial y preliminar, a
dos pensadores judíos alemanes, en un contexto político-
institucional determinado.
l. Hermann Cohen y Franz Rosenzweig han asumido su judaísmo
de manera radical aunque opuesta.
2. Ni uno ni otro han sido sionistas, y Rosenzweig fue incluso
francamente hostil, al parecer, al proyecto de un Estado israelí.
3. Si bien ambos han privilegiado la referencia a Kant, los dos han
tomado cierta distancia en relación con Kant; y no fue de la misma
manera.
4. Aunque forman parte de dos generaciones diferentes, hay algo
de su tiempo que han compartido. Rosenzweig ha seguido la
enseñanza de Cohen. Declara su admiración por el gran maestro
del neokantismo, que citaré enseguida. Se aleja después de Cohen,
se opone incluso a él, cuando menos por lo que se refiere al
pensamiento y la relación con el judaísmo. Hizo una lectura crítica
de Deutschtum und judentum, este texto de Cohen que vamos a
empezar a analizar en un instante.
5. Dos generaciones diferentes, dos situaciones diferentes,
ciertamente; y sin embargo, los dos textos que van a servirnos de
hilo conductor son más o menos contemporáneos. Están fechados,
por lo que se refiere al momento de su publicación para uno, en su
preparación y en su “composición” para el otro, en la guerra del 14.
Los dos textos están atrapados y enraizados en esa guerra: en una
guerra a la que ninguno de los dos pensadores ha sobrevivido,
cabría decir, en cualquier caso no ha sobrevivido hasta el punto de
llegar vivo a la etapa siguiente, a saber, el momento del nazismo, el
cual arroja sobre toda esta aventura, sobre lo que llamaré la psyché
judeo-alemana de la guerra del 14, una luz a la vez reveladora y
deformante. El riesgo es tanto más grave en la medida en que sigue
siendo ambiguo: el futuro anterior puede inducir distorsiones
retrospectivas, pero puede también desgarrar velos. Cohen muere al
final de la guerra, en 1918, tres años después de la publicación de
Deutschtum und Judentum. Rosenzweig queda afásico, y después
totalmente paralizado, desde 1922, por una enfermedad de la que
muere siete años más tarde, en diciembre de 1929.
Para introducir este contexto, leamos primero un homenaje de
Rosenzweig a Cohen en la muerte de este último, en 1918. Se
percibe ahí primeramente cierta desconfianza con respecto a ese
gran universitario tan respetado, ese maestro del neokantismo que
marca tan fuertemente la filosofía alemana durante medio siglo, y
medio siglo que separa ya dos guerras franco-alemanas (1870-
1920). Se olvida demasiado, cuando nos interesamos en Husserl y
en Heidegger, que esa secuencia neokantiana ha determinado
ampliamente el contexto en el que, es decir también contra el que,
se han elevado la fenomenología husserliana, y después la
ontología fenomenológica del primer Heidegger (quien por otra parte
sucedió a Cohen en su cátedra de Marburgo; y esto marca también
un contexto institucional, en el sentido más estricto: contra el
neokantismo, y en una relación diferente con Kant).
Rosenzweig recuerda su desconfianza inicial con respecto a este
gran filósofo universitario cuya autoridad, en medios judíos y no
judíos, se apoya en esa profesoralidad respetable que, tras haber
irradiado desde la Universidad de Marburgo, sigue haciéndolo en
Berlín, donde Cohen enseña, en 1913, en otra institución, el Instituto
de Judaísmo. El trabajo que Cohen publica esos años lleva un título
muy kantiano (de hecho, es como el libro de un Kant judío sobre la
religión en los límites de la simple razón: Religion der Vernunft aus
den Quellen des Judentums) y tendrá una cierta influencia sobre
Rosenzweig. Éste había acudido a seguir los cursos de Cohen, en
1913, con un interés escaso, o más bien desconfiado. La
desconfianza se dirige primeramente a una especie de entidad
institucional, “el mercado de la filosofía universitaria alemana”:
Sólo he seguido los cursos de Hermann Cohen durante los años en los que él estuvo
en Berlín. Aparte de trabajos de circunstancia sobre la teología judía, no había yo
leído prácticamente nada de él. Estas pocas lecturas, que me habían dejado una
impresión grisácea, sin conmoverme, y, sobre todo, una desconfianza creciente que
se fue haciendo poco a poco sistemática, en relación con todo lo que en el mercado
de la filosofía universitaria alemana llegaba a juntar a un puñado de admiradores, me
habían disuadido de intentar conocerlo mejor. De manera que no esperaba yo nada
de particular cuando en noviembre de 1913 acudí a seguir su curso, empujado no por
un vivo interés, sino por simple curiosidad.200

La desconfianza dejó paso a la sorpresa maravillada. Algunos


rasgos del elogio recuerdan o anuncian la experiencia que han
descrito algunos del encuentro con las enseñanzas de Heidegger en
los años inmediatamente posteriores a la guerra. Todo lo cual nos
dice algo acerca del contexto cultural y de la relación con la filosofía
universitaria. Se trata, pues, de una reacción típica. Esto típico
parece aquí interesante, pues viene a decir: por fin, he aquí un
filósofo que no es ya un profesional de la academia; que piensa
delante de vosotros; que nos habla de los envites de la existencia;
que nos recuerda el riesgo abismal del pensamiento o de la
existencia. Rosenzweig habla del sentimiento del abismo (Abgrund)
para describir esa experiencia. Esperaba uno un profesor, he aquí
un hombre que se acerca al borde del abismo, un hombre
encarnado, un hombre que no olvida su cuerpo. Esta aura rodea
también la enseñanza de Heidegger, su sucesor, desde sus
comienzos, en los cursos de los primeros años. Habla Heidegger ahí
de la universidad, apela a un pensamiento que, en el interior de la
universidad, sea también un pensamiento de la existencia y no un
ejercicio abstracto y confortable, en suma irresponsable. Ahora bien,
ése es justamente el lenguaje de Rosenzweig: allí donde uno
esperaba ver a un profesor, descubre a un hombre, un hombre
singular atento a la singularidad de cada existencia, un hombre y un
cuerpo sobre el abismo:
Experimenté entonces una sorpresa sin igual. Habituado como estaba a encontrar,
en las cátedras de filosofía, gente inteligente de espíritu fino, agudo, elevado,
profundo […], me encontré entonces con un filósofo. En lugar de los equilibristas que,
sobre el hilo del pensamiento, presentaban sus saltos más o menos audaces, hábiles
o graciosos, vi un hombre. No había allí ya nada de esa vacuidad desesperante o de
ese carácter vano que me parecían gravar todas las trayectorias filosóficas de la
época, y que obligaban a todos a plantearse constantemente la cuestión de por qué
tal individuo entre todos los demás, por qué ése precisamente, se ponía a hacer
filosofía más que otra cosa. Con Cohen esa cuestión no se planteaba, y tenía uno el
sentimiento indefectible de que él, Cohen, no podía hacer otra cosa sino dedicarse a
la filosofía, que estaba habitado por esa fuerza preciosa a la que el verbo soberano
obliga a manifestarse. Aquello que desde hacía ya tiempo solo buscaba yo,
extraviado como estaba por lo que ofrecía el presente, en las grandes figuras del
pasado, ese espíritu científico y riguroso que sabe meditar sobre el abismo, sobre un
mundo todavía sumergido en la confusión de una realidad en el caos amenazador:
todo eso lo encontré yo de repente con Cohen, cara a cara, encarnado en una
palabra viva (Ibíd.) .

¿Y qué es lo que se revela así a Rosenzweig? Un judío, nada


menos que la esencia del judío, pero también del judío alemán. Y no
se sabe muy bien si es puramente judío porque es judío alemán o si
es esencialmente judío y además, por accidente o por otra parte,
judío alemán. Es un equívoco notable; pues es con ese Judío
alemán, con una cierta manera de ser judío alemán, judío y alemán
(y volveré luego a una carta de Rosenzweig donde dice: “Seamos
pues alemanes y judíos. Las dos cosas a la vez, sin preocuparnos
del y, sin hablar mucho de él, pero verdaderamente las dos cosas”),
con lo que Rosenzweig, como también aunque de otra manera
Scholem y Buber, acabarán rompiendo, a pesar del respeto que
siempre inspiró Cohen, esta gran figura del judaísmo alemán,
racionalista, liberal y no sionista, sino asimilacionista, ese pensador
judío y alemán. La diferencia concernirá a la determinación de ese y:
dos maneras de pensar o de vivir la conjunción entre el judío y el
alemán.
Por el momento, podemos fijarnos en los rasgos más marcados
en ese elogio de un judío alemán que hace Rosenzweig. Vamos a
discernir al menos tres en el párrafo siguiente.
A. Como hará más tarde Scholem en una carta que devendrá
célebre desde entonces y dirigida al propio Rosenzweig201, éste
asocia extrañamente y de manera igualmente bíblica la figura del
abismo con la del fuego volcánico. Burbujeo, erupción, surgimiento
que viene de las profundidades insondables, mezclando el agua y el
fuego, pero sobre todo ese ritmo convulsivo en la crecida de la lava,
así es la palabra de Cohen.
B. La convulsión, la sacudida convulsiva que ritma la producción
volcánica y escande el lanzamiento o la proyección de lava, la
eyaculación del fuego líquido, es también el tempo de una retórica
discontinua, y esto sigue siendo la palabra de Cohen. Rosenzweig
reconoce ahí esa cesura en la composición retórica, la aforística de
una palabra que se burla de la composición o que se compone de
un relanzar entrecortado de interrupciones aforísticas. Pero la
reconoce primeramente como una propiedad de la palabra judía;
una interpretación cuya responsabilidad dejo a él, como hago
siempre.
Esta interrupción, esta interruptividad en la que Rosenzweig ve
algo de esencialmente judío, demanda al menos tres observaciones.
l. Esa interrupción tendría que marcar, como lo haría un
interruptor, la esencia de la conjunción y que no solo define la
relación del judío con el alemán (“Seamos judío y alemán”), sino que
determina también lo judío en lo alemán: irruptividad, potencia
disociativa e irruptiva. El volcán es la irrupción, pero la irrupción es
aquello que inicia la llegada de un acontecimiento, la ruptura y en
consecuencia la interrupción en la síntesis totalizante. Se sabe que
el pensamiento de Rosenzweig se distingue ante todo tanto por ese
pensamiento del “y” como por lo que en dicho pensamiento disloca
la síntesis totalizante. Ese pensamiento no impide toda unificación,
pero sí impide la unificación en el syn de la síntesis del sistema, de
la síntesis kantiana al igual que de la síntesis o del sistema de
Hegel, en especial en la forma del Estado. El “y” del “judío y alemán”
es quizá un “syn” o un “con”, pero sin síntesis de identificación o
totalizadora. Lleva consigo la disyunción al igual que la conjunción.
Es esa “ausencia de transición” lo que Rosenzweig cree reconocer
en Cohen, y de lo que dirá que “nada es más judío”. Se trata
primeramente de una manera de hablar y de enseñar: ausencia de
transición también, advierte, y en consecuencia ausencia de
mediación entre el pensamiento y el sentimiento, el pensamiento
más frío y el sentimiento más apasionado. Esta “lógica” es
enteramente tan paradójica como la del “y”. La ausencia de
transición significa la omisión del término medio y de todo aquello
que representa el papel de la mediación en una dialéctica, ya se
entienda con esta palabra el proceso del ser y del saber absoluto, o
bien el arte del lenguaje. Pero esta no-mediación puede traducirse
en dos efectos aparentemente contradictorios: por una parte la
discontinuidad, la yuxtaposición abrupta de dos elementos
heterogéneos, la relación sin relación de dos términos sin
continuidad, sin analogía, sin semejanza, que no se prestan a
ninguna derivación genealógica o deductiva; pero por otra parte, y
por la misma razón, la ausencia de transición produce una especie
de continuidad inmediata que junta lo uno a lo otro, lo mismo a lo
mismo o a lo que no es lo mismo, lo otro a lo otro.
2. Esta conjunción disyuntiva, esta “ausencia de transición”, es
una manera de encadenar sin encadenar en la retórica y en la
argumentación, por ejemplo en la argumentación filosófica: “[…] una
sola palabra, o una breve frase de cinco o seis palabras [...]”, dice.
Una serialidad aforística, en suma. Ahora bien, ¿no es más o menos
en el momento en que escribe esto sobre Cohen cuando el mismo
Rosenzweig, de manera eruptiva y como una serie de breves
sacudidas volcánicas, escribe La estrella de la redención, y según
se cuenta, en una especie de tarjetas postales cuando se
encontraba en el frente de guerra? En todo caso, el tejido
conjuntivo-disyuntivo de este libro tiene efectivamente ese ritmo:
ausencia de transición, continuidad y discontinuidad, un estilo más
bien ajeno al de la presentación clásica del sistema o del tratado de
filosofía, una argumentación, una retórica y unos modos de
encadenamiento que no se parecen a los que dominan en la historia
de la filosofía occidental. Esta historia, esta filosofía, estos cánones,
Rosenzweig los conocía bien. Él se había explicado acerca de ellos,
después rompió de cierta manera con ellos, y esto no solo en la
medida en que no fue universitario.
3. Este homenaje se lo rinde no a la escritura sino a la palabra
hablada. Se dirige no al autor de libros sino a un hombre, a una
existencia en la que pensamiento y sentimiento son una sola cosa.
El autor dejaba a Rosenzweig desconfiado y frío, la palabra viva lo
sorprende y lo inflama. Esta palabra, hechizada ella misma, hechiza
a su vez, y el movimiento rítmico del cuerpo arrebata las manos
tanto como la voz. Se sabe qué atención prestaba Rosenzweig,
especialmente el traductor Rosenzweig, y no solo el traductor de la
Biblia, al ritmo de la voz:
¿Qué hechizo dominaba la palabra de este hombre? La palabra más bien que los
escritos: éstos estaban empañados por una distancia. Su palabra daba la impresión
de un volcán latente bajo un suelo llano: cuando había tejido en un cierto momento
su trama acantonándose en el tratamiento riguroso, y mientras el auditorio veía surgir
de su poderosa frente la corriente de sus pensamientos, la personalidad de Cohen
hacía irrupción en un momento dado, como un relámpago, súbitamente sin
transición, sin que se lo pudiese prever o adivinar. Una actitud con escasos
movimientos, un gesto de la mano –aunque hablaba casi sin hacer gestos, no se
podía quitar la vista de él–, una sola palabra o una breve frase de cinco o seis
palabras, y la corriente que se arrastraba llegaba a ampliarse hasta alcanzar las
dimensiones de un mar desbordante, y la luz de un mundo resucitado en el fondo del
corazón humano surgía del tejido del pensamiento. Es precisamente la inmediatez
total de estos surgimientos lo que les confería un poder decisivo. Ese burbujeo
completamente espontáneo de un pathos que surge de esas fuentes subterráneas, la
coexistencia estrecha del pensamiento más frío y del sentimiento más apasionado:
sin duda no hay nada más judío que una tal ausencia de transición. En efecto, este
alemán, este judío alemán de conciencia tan recta, tan libre y tan elevada, era sin
duda, en lo más profundo de las adhesiones de su alma, realmente más judío, y más
puramente judío, que todos los que hoy reivindican con la más evidente nostalgia ser
puramente judíos.202

El último párrafo podrá parecer más extraño. Subrayaré ahí la


alusión al sistema. El elogio acentúa primero la singularidad y la
soledad de Cohen: es el único hoy, el único de su generación en
hacer tal cosa o tal otra. Se distingue de la “tropa”, y de la “tropa de
los contemporáneos”.
¿En qué es el único? Primero en no disociar el sentimiento y el
intelecto. Afronta así los grandes problemas –de la humanidad
concreta, de la vida y de la muerte. Pero como él no disocia jamás,
ahí está su grandeza y su singularidad, es el único en proponer un
sistema. ¿Qué quiere decir esto? Proponer un sistema no es
contentarse con prometerlo, como demasiadas veces se ha hecho
en la historia de la filosofía: es darlo. Cohen tiene un sistema,
parece decir Rosenzweig. No solo lo tiene, lo da, da lo que ha
prometido, lo que otros han prometido sin cumplir su promesa o lo
que otros dan sin tenerlo. Cohen da lo que tiene, tiene lo que da, el
sistema. El sistema es su generosidad, el signo de una
sobreabundancia que no se ha contentado con prometer ni con
tener, sino que ha sabido producir, dar: aquí, enseñar.
Ahora bien, no olvidemos que el autor de La estrella de la
redención ha impulsado todo su pensamiento contra o más bien
más allá del sistema, en cualquier caso más allá de la totalidad
sistémica, en especial bajo su forma hegeliana. No puede en
consecuencia alabar simplemente a un pensador porque haya
prometido, producido o dado un sistema. El sistema es quizá justo lo
que no puede darse, lo que impide o reapropia de antemano y
circularmente el don. El mayor elogio que él puede hacer, y el don
más generoso, es haber pensado, y haber dejado pensar más allá
del sistema. Sea verdadero o falso, es eso en cualquier caso lo que
él ofrece a la memoria de Cohen. Pero también al judío. Pues en
ese pasar más allá del sistema, Rosenzweig cree reconocer al judío,
a alguien que no es solo el filósofo racionalista, el neokantiano de la
religión judía de las Luces, de la religión (judía) en los límites de la
simple razón, sino al hombre piadoso.
Es precisamente ahí donde se enraíza su personalidad científica, y es eso lo que le
distingue de toda la tropa de los contemporáneos. Fue sin duda el único de su
generación, e incluso de la siguiente, que no ha apartado en un gesto de altivez
falsamente científica las preguntas fundamentales que la humanidad se ha planteado
siempre y que giran en torno al problema de la vida y de la muerte, o que no ha
cedido a la debilidad de envolverlas en un enredo inextricable de sentimientos y de
intelectualismo; las ha abordado por el contrario en toda su amplitud y en su
verdadero sentido. De manera que es imposible que haya sido puro azar el hecho de
que fuese en eso también el único, entre aquellos que, en el curso de estos últimos
decenios, seguían reconociendo una autonomía científica a la filosofía, que no
simplemente prometía un sistema, sino que lo daba verdaderamente. Es justo el
hecho de que no evitaba lo esencial lo que le permitía no esquivar el alcance
primordial de la cuestión de la totalidad. Sabía de entrada, sin limitarse a haberlo
aprendido, abordar los problemas últimos, lo cual, más allá del sistema, lo llevó
finalmente, en el curso de su último período teológico, a un cara a cara inmediato con
tales preguntas. Es solo entonces, en este septuagenario, cuando apareció sin duda
el carácter más profundamente infantil de esta gran alma, “infante” en el sentido de la
Elegía de Marienbad: “Tú eres pues todo, tú eres insuperable”. Y en efecto era en el
fondo verdaderamente un hombre sencillo. Era un hombre piadoso. (Ibid, subrayado
mío.)
Este homenaje póstumo nos ha permitido entrever qué fue la
relación sin relación (pero desde tantos puntos de vista ejemplar
para lo que aquí nos interesa) de esos dos judíos alemanes.
Ninguno de ellos ha conocido el nazismo, ninguno de ellos fue
sionista: ¡pero los dos habrían tenido tantas cosas que decir, y
siguen dando todavía tanto que pensar, lo hayan sabido o no,
acerca de lo que sucedió a su muerte!
II
Este hombre que Rosenzweig describió como un “Septuagenario
infante” escribió unos años antes de morir, en plena guerra, un texto
titulado Deutschtum und Judentum. Desde su publicación en 1915,
ese ensayo se reeditó tres veces en un año. Se convirtió en una
especie de best-seller en su género (10.000 ejemplares) y fue
recogido en los Jüdische Schriften (vol. II, Berlín, 1924) con un
prefacio de Rosenzweig.* Otro texto de Cohen lleva ese mismo título
y relanza los mismos argumentos en un estilo menos polémico y
menos político en 1916. Como se ha observado a menudo, y es un
hecho muy conocido, la preocupación por definir la relación entre
germanidad y judeidad no es original de esta época. A ello se
consagró una enorme literatura, que trataba igualmente de los
problemas de la emancipación, de la asimilación, de la conversión o
del sionismo.
Se ha dicho de este texto que estaba “maldito”; esa es la palabra
que su traductor francés, Marc B. De Launay, arriesga entre
comillas, en el comienzo de su presentación.203 Haciendo alarde de
una especie de hipernacionalismo alemán, alegando una simbiosis
judeo-alemana definida a veces en términos que desafían el sentido
común, el texto estaba primeramente destinado a los judíos
americanos. Una vez convencidos éstos, a su vez ellos tendrían que
haber ejercido la más fuerte presión para impedir a los Estados
Unidos que entrasen en guerra al lado de Inglaterra y sobre todo al
lado de Francia, la cual se había aliado con la barbarie zarista, y
había traicionado así los ideales de la Revolución francesa. Esos
ideales estaban mejor representados por el kantismo y por el
socialismo alemán (y no olvidemos que Cohen es socialista). Por
más que “maldito”, y condenado por Rosenzweig, Scholem, Buber y
por numerosos sionistas, este texto representa entonces, bajo una
forma científica y a veces extravagante, elaboradísima y excesiva,
algo típico en una cierta intelligentsia judeo-alemana, aquella justo
que acabará, bien exilada (a menudo en América, precisamente),
bien en los campos unos 25 años más tarde; y ése fue el caso de
Marta Cohen, la mujer de Hermann, que murió a los 82 años en
Theresienstadt. En la medida en que representa, y de manera
notablemente elaborada, un cierto tipo de patriotismo militante en la
comunidad judía alemana, también en la medida en que moviliza a
este efecto la referencia kantiana, o también socialista, nacional y
neokantiana me ha parecido que ese texto merece una atención
particular, y que está estratégicamente motivada en nuestro
contexto. En esta época, en el curso de la primera guerra, y sin
duda en los años inmediatamente posteriores a ésta, el patriotismo
militante de Scheler o de Husserl, por ejemplo, forma parte, y a
pesar de tantas diferencias, de la misma configuración. Ésta es al
menos la hipótesis.
Esta estrategia nos dicta también un principio de lectura selectiva
en un texto que trata de toda la historia del Occidente griego, judío y
cristiano, de toda la historia de la filosofía, de la literatura y de las
artes, de la cultura judía y alemana, de la política, del derecho, de la
moral, de la religión, del imperativo categórico y del mesianismo, del
Estado y de la nación, del ejército o de la educación escolar o
universitaria. Asignaremos un privilegio al foco kantiano de este
texto, lo proyectaremos sobre varias células kantianas o
neokantianas. Neokantismo, en este caso, puede querer decir dos
cosas: tanto un kantismo adoptado y adaptado, ajustado o
apropiado, como también una crítica de la crítica kantiana en
nombre de Kant, un kantismo de derecho o de inspiración que
pretende oponerse a un kantismo de hecho o sobrepasar su límites.
Kant contra Kant o Kant sin Kant.
Vayamos derechamente, y para empezar, a la proposición más
clara, la más firme, y para nosotros la más interesante: el
parentesco estrecho, profundo, interior (die innerste Verwandtschaft)
entre el judaísmo y el kantismo. Es decir, también entre el judaísmo
y el apogeo histórico (geschichtliche Höhepunkt) del idealismo como
esencia de la filosofía alemana, a saber, el momento kantiano, el
sanctasanctórum (innerste Heiligtum) que es el kantismo con sus
conceptos universales (la autonomía de la ley universal, la libertad y
el deber). Se trata de ese Kant del que Adorno dirá, en la
“Respuesta a la pregunta: qué es lo alemán”, que es el mejor
“testigo” de la tradición alemana o del espíritu alemán. ¿Cómo llega
a sostenerse dicha proposición (§ 6-12, especialmente)? ¿Bajo qué
perspectiva, o dicho de otro modo, en qué contextualización
histórica cabe pretender justificar una interpretación como ésa?
Ante todo, y en una lógica comparatista que tiene su historia y sus
instituciones, es el argumento del tertium comparationis. Cuando se
corre el riesgo de una comparación (Vergleichung) entre pueblos o
el espíritu de los pueblos (Volksgeister), hay que evitar los abusos, y
dar legitimidad a una tal ciencia del espíritu (Geisteswissenschaft).
Para ello, es preciso estar seguro que los dos términos han
mantenido una relación íntima con un tercer término (tertium
comparationis), una asociación intrínseca (innerliche Verbindung). El
tercer término en este caso no es otra cosa sino el helenismo,
singularmente la filosofía griega. Las idiosincrasias judía y alemana
han tenido relaciones fecundas e interiores con la filosofía griega.
Lejos de estar opuesto a lo judío, de acuerdo con un viejo hábito, lo
griego sería por el contrario consustancial al idioma judío, el cual
habría recibido de aquello una nueva fuerza y una nueva marca
(Aufprägung). No se trata simplemente de una mezcla, de una
identidad o de una reciprocidad (el Jewgreek is Greekjew, del
Ulises). Cohen invoca aquí la gran figura de Filón de Alejandría. El
exilio del judaísmo a Alejandría elevó el destino de Israel a un nivel
mundial. Lo ha universalizado, cosmopolitizado de alguna manera
en su misión mundial (Weltmission) sin poner en cuestión sus
fundamentos. Este momento cosmopolítico ha llegado a ser esencial
al judaísmo. Filón había sido ese heredero judío de Platón que,
mediante el logos, el nuevo “espíritu santo” (heilige Geist), ha
preparado la vía al cristianismo. Platón (y Filón), como hubiera dicho
Pascal: para preparar al cristianismo. El logos que tiene en efecto un
lugar de mediador en la filosofía de Filón, se convierte en el
mediador (Mittler) entre Dios y el hombre, entre Dios y el mundo. Sin
duda Filón no es judío en tanto que platónico. Pero este discípulo de
Platón (y la disciplina tiene aquí un carácter institucional) domina
una corriente judeo-alejandrina que, por la mediación del logos y del
espíritu santo, reconcilia helenismo y judaísmo. Esta influencia no
fue solo especulativa sino también institucional. Ha marcado toda la
vida social de los judíos. Con respecto al judaísmo alejandrino, Filón
fue no solo un miembro, y menos todavía un “mentor”, como traduce
pudorosamente Marc B. De Launay, quien querría no sobrecargar
demasiado este texto, sino un Mitglied, un miembro, en efecto, y
sobre todo, un Führer, un guía. Traducir Führer por “mentor” es
querer evitar en este texto hipernacionalista una connotación
inquietante (¿podrían los judíos también tener un Führer?), pero
supone también descuidar lo que tiene de uso corriente en alemán
la palabra Führer.
El logos neoplatónico sella pues la alianza judeo-helénica. Es
también aquello sin lo que la Iglesia, la institución del cristianismo si
no el cristianismo mismo, es impensable. Pero al mismo tiempo, en
el elemento del logos y del cristianismo, Grecia deviene la fuente
fundamental (Grundquelle) de la germanidad. Lo sepan o no, lo
quieran o no, los alemanes son judíos. No podría uno en todo caso
desarraigar el judaísmo de su genealogía. Sean cuales sean la
violencia o el artificio del silogismo, éste tendería a sugerir lo
siguiente, y que Cohen evidentemente no dice, no al menos en
estos términos: hay en el inconsciente alemán, es decir, en la
profundidad del espíritu alemán, una proposición indesarraigable,
indestructible, indenegable, un cogito alemán: “… ergo sumus todos
judíos alemanes”. Cohen sí asume, de manera literal, el término
medio del silogismo, el logos cristiano que sirvió de mediador entre
helenismo y la germanidad, entre el espíritu judío y el espíritu
alemán.
Todo esto, una vez más, puede ser consciente o inconsciente.
Esta hipótesis del inconsciente –y la necesitamos para evocar una
psyché que ha tenido que actuar realmente, hasta llegar al
genocidio, como una última y mortífera denegación del origen o de
la semejanza, y una sombría historia del padre o del mediador
crucificado– no se puede decir que Cohen la excluya, al margen de
que él mismo no emplee el término “inconsciente”. Este término
importa poco aquí, desde el momento en que Cohen designa una
fuerza histórica fundamental (Grundkraft) que no puede nunca
“agotarse ni secarse”, y designa también algo que “no cesa de
mantener viva la fuerza original que lo impregna todo a lo largo de
una historia nacional”. Es, dice en efecto Cohen (§ 2), “lo que varias
veces ha llegado a producirse (ereignen) en el seno de la relación
entre germanidad y judaísmo, incluso si esa relación estaba
mediatizada por el cristianismo, con ocasión de los giros que han
marcado profundamente la historia del espíritu alemán”. Cohen
subraya este último miembro de la frase: “an inneren Wendepunkten
in der Geschhichte des deutschen Geistes ereignen...”. Frase fuerte
y singular: dice que hay un espíritu alemán, que ese espíritu tiene
una historia, que es una historia marcada por acontecimientos
decisivos que constituyen giros o virajes. En cada giro, en cada
viraje, en cada punto de viraje, en cada vuelta o sesgo del espíritu
alemán, una “fuerza” original, a saber, la genealogía o la
ascendencia judía ha tenido que jugar un papel destacado. El
alemán se explica con el judío en cada giro decisivo de su historia,
en la historia del espíritu, y de manera ejemplar, como historia del
espíritu alemán. Al explicarse con el judío, el alemán se explica
consigo mismo en la medida en que lleva consigo y refleja el
judaísmo: no en la sangre sino en el alma. O en el espíritu. No en la
sangre, pues esta genealogía no es natural, sino institucional,
cultural, espiritual, y psíquica. Suponiendo que lo racial sea
reductible, en esta argumentación, a esquemas biológico-
naturalistas (pensemos en el enigmático pensamiento de la sangre
en Rosenzweig), la cuestión del racismo no está ni planteada, ni es
sin duda necesaria. En cambio, ya y al menos en este momento del
silogismo, Cohen parece apelar aquí a una teoría de la psyché
judeo-alemana. Psyché porque la genealogía –que empareja de
alguna manera al judío y al alemán para culminar con Kant– no tiene
nada de una genealogía natural, física, genética. Pasa por esa
alianza de lo religioso y de lo filosófico, por ese contrato de las
lenguas que consigna la herencia judeo-helénica según la
mediación esencial del logos en la forma de un logocentrismo
absoluto. Realmente se trata de una psyché porque esa alianza no
es natural, sino que está sellada en toda la familia semántica del
logos: razón, discurso o palabra, unión, etc. Realmente se trata
también de una psyché, no solamente de un espejo, sino de un alma
que mira el espíritu, el espíritu santo, sin implicar necesariamente la
conciencia o el conocimiento representativo. Cohen habla de una
fuerza que actúa en los grandes giros de la historia del espíritu
alemán, pero una fuerza de la que no son necesariamente
conscientes los “sujetos” judíos o alemanes. De ahí la necesidad de
una pedagogía, de un análisis didáctico a propósito de lo que a
veces duerme y a veces se despierta en esta psyché logocentrada.
No estamos haciendo sino empezar a leer este extraño
documento. Tenemos al menos el sentimiento de que se trata de un
discurso trabajado por instituciones, o también por síntomas, por la
sensibilidad a síntomas decisivos que son a continuación
racionalizados, interpretados a veces de manera forzada, artificial,
ingenuamente ingeniosa, pero incluso ahí de acuerdo con
esquemas o gestos cuya extravagancia, cuyo delirio incluso, pueden
indicar algo esencial. Una de las cuestiones sería entonces ésta:
para dar cuenta (logon didonai, fórmula griega y platónica que
Cohen invoca en la página siguiente) del fenómeno judeo-alemán (y
¿quién negará la existencia de un “fenómeno” tal?) en sus formas a
veces delirantes, ¿es posible no implicar la lógica, el logos, en este
delirio? ¿Se puede evitar entrar en ella, en la lógica, si se quiere dar
cuenta de ella? ¿Cómo no deslizarse en esta psyché y en su
fantasmática para explicarla, hablar de ella y describirla? ¿No es
todo artificial, o en todo caso no natural en eso que llamamos
psyché?
Intentemos hacer más accesible esta serie de cuestiones por la
vía de dos proposiciones distintas y de nivel diferente.
Primera proposición
Quizá en suma es bastante indiferente decidir si Cohen se toma o
no en serio lo que él mismo cuenta, si se lo cree o no. Sin duda lo
creía seriamente, pero la cuestión justamente no está ahí, mientras
nos mantengamos en la determinación trivial de lo que puede ser
una creencia así o “algo serio” así. Si se llegase a demostrar a
Cohen que todo eso es delirante, siempre podría él decir: pero, en el
fondo, ¿quién os ha dicho que esto es la verdad “objetiva” y que yo
creo en ella como en algo objetivable? Yo explico el espíritu alemán,
en la psyché judeo-alemana que lo constituye. Si, con todo el fondo
judeo-helénico-cristiano que la estructura, esta psyché es a vuestros
ojos delirante, si da lugar a delirio, a todas las violencias, los puntos
altos (Höhepunkten) y los bajos, las depresiones, las crisis, los giros
históricos, las expulsiones, los asesinatos o los suicidios, las
reapropiaciones mediante emancipación o mediante genocidio...,
pues lo que yo os digo es justo de qué está hecho eso que llamáis
delirio. Y mi discurso debe parecer delirante puesto que refleja una
psyché que es ella misma un delirio reflexivo. Que yo, judío alemán,
crea en eso o no, es una cuestión sin interés o sin pertinencia. Que
mi discurso esté o no implicado en su objeto, eso es una señal
(positiva o negativa) que no cambia en nada el interés de su
contenido. Puesto que se trata de algo así como del espíritu alemán
o de la psyché judeo-helénico-cristiana, no estamos aquí en un
simple ejemplo de relación científica “sujeto-objeto”, como si mi
discurso (que es también un discurso sobre el origen del valor de
objetividad y una historia de la razón) debiese estar él mismo a su
vez sometido a las exigencias de la objetividad. Tenéis el derecho a
considerar mi discurso como un síntoma de la locura que él
describe, eso no cambia en nada su valor, su pertinencia como
síntoma verdadero en cierto modo. Si es que es un síntoma de lo
que describe, resulta quizá tanto más revelador de la verdad
inconsciente de la que habla o, lo que viene a ser lo mismo, que
habla a través de él. En este ámbito, el síntoma es el saber, el saber
es el síntoma. Entre uno y otro, no habría ya el límite de que tal
racionalismo objetivista, positivista o cientificista, de que esa
violencia, solo puede producirse a través de instituciones. Ese
racionalismo en nada es natural, por definición. Y no comprende
nada en el espíritu y en la psyché: no se da cuenta de que de éstos
no cabe hacer un objeto. El objeto mismo está atrapado en una
estructura de interpretación y de institución, de reflexión “artificial”, lo
que llamamos también una psyché. Sobre todo, esta forma de
racionalismo (que no debemos confundir con la razón misma o con
la razón en general, y que interpretamos a su vez en nombre de una
cierta razón, y en lo más mínimo en beneficio de algún tipo de
irracionalismo), es la amnesia misma, entendida en su propia
genealogía, ésta que estamos describiendo aquí, dirá Cohen: toda
la filosofía, la razón o el logos en su exigencia de dar cuenta (logon
didonai), esto es, el principio de razón como tal. Lejos de que mi
discurso, añadirá todavía Cohen, pueda devenir, en tanto síntoma
de un presunto delirio, el objeto de un saber racional, él es el que da
cuenta del saber sedicente objetivo. Por eso un síntoma puede ser
verdadero, verdadero según una verdad que ese síntoma dice, y
que no pertenece ya al orden de la objetividad positiva. Un poco
más adelante (§ 9), en un momento todavía más alucinado o
alucinante de su interpretación, Cohen escribe: “Maimónides es, en
el seno del judaísmo medieval, el síntoma del protestantismo”. Lo
que aquí se traduce por síntoma es justamente Wahrzeichen.
Segunda proposición
Este ámbito, en el que un síntoma tiene ocasión de ser verdad, de
hablar como la verdad, no podemos considerarlo como un ámbito
entre otros. Es aquel ámbito del que hablo, dirá Cohen, y, hablando
en propiedad, ni para mí ni para aquellos a los que me dirijo es un
ámbito, una región. Es nada menos que el logos, lo que hay en el
comienzo y lo que mantiene juntas la palabra y la razón. El logos
habla por él mismo. Por él mismo, es decir, espontáneamente, motu
proprio, por principio. Pues no hay que dar cuenta de lo que es
principio y da razón. Por él mismo, puesto que por mi boca, el logos
en realidad habla del logos, de él mismo. Cualquier pretensión
objetiva que se le quisiera contraponer, seguiría siendo no otra cosa
que su manifestación “lógica”.
Esta “lógica” sigue siendo, pues, bastante fuerte. Es menos una
“lógica” que la ambición de hablar de la lógica, de decir lo verdadero
sobre el origen de la lógica, a saber, el logos. Hay quizá una “meta-
lógica”, no hay meta-logos.
III
Nos hemos atenido deliberadamente al silogismo inicial de este
discurso. Se trata realmente de una especie de silogismo: el ser
cabe sí, el ser con (syn) él mismo o consigo mismo del logos se
junta y se junta para hablar de él mismo. Silogismo originario del
logos mismo cuando produce su propia lógica. ¿Cómo, a través de
qué mediaciones, se concluirá a partir de este silogismo originario
en la grandeza del ejército alemán, en la necesidad del servicio
militar obligatorio, en el deber de los judíos del mundo entero de
reconocer a Alemania como su verdadera patria, y el deber de
impedir a América que se alíe con Inglaterra, Rusia, y Francia, que
ha traicionado su Revolución? Estamos solo en el comienzo. Y
comenzamos como es debido, por el logos. Pero para comprender
la necesidad de ir más lejos, hay quizá que inquietarse por aquello
que a primera vista parece una especie de defecto en esta
deducción de la psyché judeo-alemana. Si ésta se constituye a partir
del logos griego, a saber su mediador principal, el cual se alía tanto
al judaísmo alejandrino como al cristianismo, y a un cristianismo que
tiene necesidad tanto del griego como del judío, ¿dónde ha
intervenido el alemán en toda esta historia? ¿Qué pasa con el
alemán? ¿Qué añade de esencial a toda esta intriga? Con una
lógica así, ¿por qué no hablar de la misma psyché en cualquier
parte donde haya habido helenismo, judaísmo y cristianismo? ¿Por
qué no interesarse en una psyché judeo-española, a la vista de la
riqueza de esa cultura, así como de las violencias a las que ha dado
lugar? ¿Por qué no reconocerle un papel decisivo en la historia de
Occidente? Y no hablo de una psyché judeo-árabe que parece
excluida en el principio mismo de esta potente fábula.
Aunque Cohen no plantea esta cuestión como tal y en esos
términos, sí se puede decir que su argumentación la asume
implícitamente. Se trata de demostrar que no solo el momento
alemán de este silogismo es esencial y necesario, sino también que
no hay ninguna otra psyché judeo-X (española, italiana, francesa,
menos aún árabe, es decir, no cristiana). No la hay en cualquier
caso que esté a la altura de este silogismo. En una palabra, no
puede haber psyché judeo-musulmana o judeo-católica (española,
francesa o italiana). La psyché de la que hablamos no es, incluso,
judeo-cristiana en general, es estrictamente judeo-protestante: es
decir, gracias a Lutero, judeo-alemana.
Y esto al menos por dos razones.
La primera es fácil de formular, concierne a una tradición alemana
que sobrevive hasta Heidegger: el alemán conserva una relación
absolutamente privilegiada con el griego: descendencia, mimesis y
rivalidad, con todas las paradojas que de ahí se siguen. He
intentado aproximarme a una de esas paradojas en la lectura de
Heidegger.204 Ningún otro pueblo europeo tendría esa afinidad
concurrencial con Grecia. Si la tradición griega se consigna de
manera privilegiada en la cultura y más precisamente en la filosofía
alemana, el silogismo implica el espíritu alemán. Cohen lo subraya
desde el final del primer parágrafo: “Ahora bien, como el cristianismo
es impensable sin el logos, el helenismo es una de las fuentes de
aquél. Pero de esa manera, y con un impacto igual, el helenismo
aparece como una de las fuentes fundamentales (Grundquelle) de la
germanidad”.
La segunda razón concierne al resorte profundo y específico de
este texto, a su retórica, a la mecánica de la demostración y de la
persuasión que está actuando ahí, aquella que analizamos aquí al
subrayar el privilegio de la referencia a Kant. Lo que se encuentra
en juego es nada menos que una interpretación del sentido del ser.
En un nivel y en un estilo que no son los de Heidegger, a mucha
distancia de ellos, pero que no dejan de sugerir analogías
prudentes, Cohen pretende responder a la pregunta por el ser. Lo
hace él también (pues cabe decir otro tanto de Heidegger) a través
de una interpretación del platonismo, una interpretación de las
interpretaciones instituidas del platonismo, del logos, del eidos, y
sobre todo del hypotheton platónicos. Esta historia de las
interpretaciones concede un doble privilegio al espíritu alemán en su
devenir, en el encadenamiento de sus acontecimientos espirituales,
a la vez filosóficos y religiosos. Es, por una parte, el privilegio del
idealismo alemán, como filosofía o más bien como conciencia moral
de la filosofía y de la ciencia. Ese privilegio del idealismo alemán
constituye, conforma la interpretación ideal del idealismo platónico.
Es, por otra parte, y primeramente, la Reforma luterana. Hay que
reconocer en ésta la forma religiosa de la racionalidad que
contrapone el logos, el eidos, y sobre todo el hypotheton al dogma
de la institución eclesial. Cabría considerar la Reforma desde este
punto de vista como una crítica de la verdad instituida, de la
dogmática institucional en la que se fija la interpretación de las
Escrituras. Esta crítica no puede dejar de dar lugar a su vez a
instituciones, ciertamente, y podríamos seguir el devenir de ese
“motivo protestante en las hermenéuticas modernas. Pero la
Reforma alemana estaría así del lado, de parte de la Aufklärung, y
no frente a ella. Las Luces francesas, que habría que distinguir de la
Aufklärung a este respecto, solo han podido contraponerse a la
Iglesia católica. En cuanto que se alía a la ciencia crítica, a la
hipótesis, a la duda, a la historia del conocimiento, a la puesta en
cuestión de las autoridades institucionales, etc., “la Reforma sitúa el
espíritu alemán en el centro de la historia mundial” (mit der
Reformation tritt der deutsche Geist in den Mittelpunkt der
Weltgeschichte, § 7).
¿Cómo pretende demostrar Cohen esto? El comparatismo,
cuando de lo que se trata es de determinar los espíritus nacionales,
no se limita a apelar al tertium comparationis. Tiene que interesarse
también en la profundidad esencial de cada espíritu nacional
(Nationalgeist), más allá de las propiedades extrínsecas que son las
determinaciones políticas, sociales, morales (en el sentido de las
costumbres, de las “mores”: sittliche Eigenschaften). Esta
profundidad se manifiesta en la cultura espiritual: religión, arte,
filosofía. La ciencia pura, por ejemplo la matemática, queda excluida
de tal profundidad porque es por esencia universal. La “influencia”
(Einwirkung) y la “interacción recíproca” (Wechselwirkung) entre
judaísmo y germanidad serán analizadas en el elemento de esta
cultura espiritual. Cohen no empieza ni por la religión ni por el arte,
sino por la filosofía, que es “la más comprensible científicamente”
(wissenschaftlichen fassbarsten). La pregunta “Was ist deutsch?”,
que circula de Wagner a Nietzsche, Adorno, Gehlen, etc., viene a
ser aquí en lo esencial la pregunta “¿Qué es la filosofía alemana?”.
Respuesta sencilla, directa, unívoca: la esencia de la filosofía
alemana es el idealismo. “Was bedeutet aber Idealismus?” Cabe
dudar de esa respuesta: es más complicada que la pregunta. Es esa
respuesta la que supone un desplazamiento histórico dentro de lo
que cabe llamar sin abuso una institución de la interpretación, a
saber, la interpretación dominante del platonismo. El idealismo no es
una teoría de las ideas en oposición a lo sensible o a la materia, no
es un antisensualismo o un antimaterialismo. A pesar de su
madurez y de su precisión didáctica, Platón no ha determinado la
idea (eidos) con toda claridad. Al plantear la cuestión del ser, de la
sustancia, del ente eterno, se sirvió de términos entre los que
privilegiaba equivocadamente todos los que hacían referencia a la
visión (Schauen) o a la intuición (Anschauung), de acuerdo con la
etimología de la palabra eidos. Pero la determinación más
fundamental, aquella que aun encontrándose ya en Platón, ha sido
recubierta Y descuidada a través de todas las renovaciones del
neoplatonismo y del Renacimiento, la que ha fundado el idealismo
como proyecto científico y como método es el hypotheton, el
concepto de la hipótesis. Sin extenderse acerca del discurso
complicado de Platón a propósito de la hipótesis y de lo
anhipotético, Cohen asume algo brutalmente la hipótesis,
justamente, de una filiación entre el concepto platónico de hipótesis
y la astronomía o la física de Kepler. A través de Kepler, después de
él, el pensamiento alemán habría dado al idealismo auténticamente
científico (cosa que no era todavía el platonismo) su plena
efectividad.
Lo peculiar, lo propio del espíritu alemán se juega en la
interpretación del sentido del ser o del sentido de la idea. Heidegger
ha ligado también (por ejemplo en su Nietzsche) el destino del
pueblo alemán a la responsabilidad de ese tipo de preguntas. Pero
una de las numerosas y radicales diferencias entre Cohen y
Heidegger (su sucesor, no lo olvidemos, en esa institución que es la
Universidad de Marburgo), es que a los ojos del primero la
interpretación de la idea como ser no es alemana, es menos
alemana en cualquier caso que la interpretación de la idea como
hipótesis. Esta última sería más “crítica”, supondría la ontología
ingenua de la idea en provecho de su interpretación metodológico-
científica. Pues el idealismo filosófico (es decir, alemán) debe ser un
proyecto de filosofía científica: no la ciencia misma, sino la filosofía
como científica (wissenschaftlich). Esta es la respuesta a la
pregunta: “¿Qué significación (welche Bedeutung) tiene, para lo
característico del espíritu alemán, que a la idea se la conozca solo
como el ser, o bien como la hipótesis?”.
El pliegue es sutil. Lo que es alemán, no es la ciencia o la
hipótesis. Éstas, lo hemos visto, son universales. Pero la
interpretación filosófica inaugural, la determinación de la idea como
hipótesis que plantea la problemática del conocimiento científico, es
esto lo que sería platónico-germano; es éste el acontecimiento
histórico que instituye y constituye propiamente el espíritu alemán,
en su misión ejemplar y en consecuencia en su responsabilidad. Si,
como reconoce Cohen, la ciencia es universal en sus
procedimientos metódicos e hipotéticos, si ella es “condición de todo
pensamiento natural en la vida humana, así como en el
comportamiento histórico de los pueblos” (§ 5), lo propio del espíritu
alemán y del idealismo filosófico que aquél en cierto modo ha
firmado, está en haber llevado en él mismo ese posible universal, en
haberlo hecho advenir dando testimonio de él. Ésa es, una vez más,
su ejemplaridad.
Es gracias a este concepto [el concepto platónico de hipótesis] como Kepler elaboró
su astronomía y su mecánica […], es a través de Kepler como el pensamiento
alemán supo hacer del idealismo auténticamente científico, fundado en la idea como
hipótesis, el motor de la ciencia. […] El sentido de esta introducción que parte de la
hipótesis se aclarará en lo que sigue. Al ser no se lo aprehende como un dato
inmediato, prejuicio en el que se basa el sensualismo, sino que es pensado como un
proyecto universal, como un problema que la investigación científica debe resolver, y
cuya realidad debe demostrar. En cuanto hipótesis, la idea no es en absoluto la
solución del problema, sino tan solo la exacta definición del problema mismo (§ 4).
Realmente se trata, pues, bajo el nombre de hipótesis, de una
determinación de la idea: apertura al infinito, tarea infinita para la
“filosofía como ciencia rigurosa” (desde hacía años, tal era el título
de un texto célebre de Husserl) o incluso Idea en el sentido
kantiano, expresión que orientará también a Husserl en el momento
de diagnosticar la crisis de las ciencias europeas, y al definir la tarea
infinita, pero también en muchos otros contextos, y en los más
“teleologistas” de su discurso.
Por consiguiente, la idea no es tampoco verdadera a priori y en sí, todavía menos es
la verdad última: debe por el contrario sufrir la prueba de su propia verdad, de la que
solo esa prueba decidirá.
Por eso Platón empleó para ese método de la idea otra expresión: la de dar
cuenta (Rechenschaftsablegung) (logon didonai).
La idea (idea) es tan escasamente sinónimo de concepto (eidos = logos), que es
solo gracias a ella, y al dar cuenta que ella proporciona, como el concepto (logos)
mismo puede verificarse.
Se comprende ahora qué profundidad revela y asegura esta interpretación
verdaderamente auténtica del idealismo a la conciencia deontológica del
pensamiento científico […]. Este procedimiento es la condición previa de toda ciencia
auténtica y, por tanto, de toda filosofía, de toda fecundidad científica, pero ello no es
menos condición de todo pensamiento natural en la vida humana, al igual que en el
comportamiento histórico de los pueblos.
§ 6. Esta sobria lucidez es la significación profunda y verdadera del idealismo
alemán, que ha sido siempre la señal tanto de su ciencia como de su filosofía en sus
obras clásicas. De ese rasgo fundamental del espíritu científico, hay que concluir
ahora –haciendo ver la validez de una generalización como ésa– en el conjunto del
comportamiento histórico, y más particularmente, en el comportamiento político del
pueblo alemán.

Este movimiento lleva pues a Kant. ¿Quién es Kant? Es el santo de


los santos del espíritu alemán, la más profunda y la más interior
sacralidad del espíritu alemán (in diesem innersten Heiligtum des
deutschen Geistes), pero es también aquel que representa la
afinidad más íntima (die innerste Verwandtschaft) con el judaísmo.
Este parentesco queda sellado en la más íntima profundidad y la
interioridad más esencial. Este sello es sagrado, la sacralidad
misma, la sacralidad histórica del espíritu. Pero si hay que insistir
aquí sobre “die innerste”, lo más íntimo o lo más interior, es porque,
justamente, en el principio de esta alianza sagrada, está la
interioridad misma. Esta alianza no es solamente interior como el
espíritu: se concluye en ella en nombre de la conciencia moral
(Gewissen), como interioridad absoluta. Ciertamente aquella se hizo
posible mediante el tercio griego, o mediante el triángulo
logocentrado del greco-judeo-cristianismo; pero es en el momento
de la Reforma cuando este parentesco judeo-alemán nace
renaciendo. Ese parentesco conoce entonces uno de sus múltiples
nacimientos que, como el idealismo alemán, escanden este devenir
teleológico, de Kepler a Nicolás de Cusa, a Leibniz y finalmente a
Kant. Cosa irreductiblemente alemana a los ojos de Cohen, la
Reforma sitúa el espíritu alemán “en el centro de la historia mundial”
(in den Mittelpunkt der Weltgeschichte). Proposición poco aceptable
si se acepta un cierto número de protocolos, pero que no
analizaremos aquí. En su espíritu esta Reforma sería en el fondo la
fiel heredera del hipoteticismo platónico: respeto de la hipótesis,
culto de la duda, sospecha del dogma (si se lo prefiere también, de
la doxa) y sospecha de las instituciones basadas en el dogma,
cultura de la interpretación pero de una interpretación libre y que, en
su espíritu al menos, tiende a emanciparse de toda autoridad
institucional. La Reforma quiere dar cuenta y justificar (logon
didonai). No mantiene nada como cosa establecida, somete todo a
examen. Dar cuenta y justificar, el dar-razón (Rechenschaft) y la
justificación (Rechtfertigung), tal es el lema (Schlagwort) de la
Reforma. Es el ejercicio del logos, del logon didonai, o en latín, de la
ratio, del rationem reddere. Podríamos confrontar este esquema con
el de Heidegger a propósito de un principio de razón, que, tras un
período de incubación, encuentra el acontecimiento de su
formulación con Leibniz, para dominar a continuación toda la
Modernidad. Resulta que el texto de Heidegger (Der Satz vom
Grund) es también, entre otras cosas, una meditación acerca de la
institución de la universidad moderna bajo la dependencia del
principio de razón. Pero no parece que Heidegger se interese desde
este punto de vista en el protestantismo, y todavía menos en alguna
afinidad judeo-alemana alrededor del principio de razón.
¿Qué dice Cohen cuando se refiere al acontecimiento del
protestantismo? Habla prudentemente del “espíritu histórico de
protestantismo” (der geschichtliche Geist des Protestantismus). Este
espíritu no se confunde con la historia empírica de los
acontecimientos factuales, es una corriente, una fuerza, un telos. Es
tan fuerte, interior, e indenegable, que incluso los no-protestantes,
los católicos y los judíos tienen que reconocerlo. Es como si Cohen
dijese a estos últimos: haceos lo suficientemente protestantes como
para reconocer, más allá del dogma institucional, científicamente,
racionalmente, filosóficamente, consultando solo vuestra conciencia,
la esencia misma del protestantismo, de ese espíritu protestante que
ya os habita. El axioma oculto de esta provocación no es solo la
paradoja de alguna perversidad especulativa. Se asemeja además a
una gran maniobra: la de la filosofía, la de la conversión al
protestantismo, la de la conversión en general. Si reconocéis que el
protestantismo es en el fondo la verdad, la exigencia misma de la
verdad más allá del dogma instituido, la exigencia del conocimiento
y la libertad de la interpretación sin institución, sois entonces ya
protestantes al someteros a esta exigencia de verdad, lo sois sea
cual sea la institución religiosa y dogmática a la que creáis
pertenecer por otra parte. Es porque érais ya protestantes (y esta
modalidad temporal es toda la cuestión de la verdad) por lo que os
habéis convertido. Y os habéis convertido secretamente, incluso si
aparentemente, dogmáticamente, institucionalmente, sois católicos,
judíos, musulmanes, budistas, o incluso ateos. Del mismo modo,
eres kantiano, pero también judío, judío y alemán, siendo ya el judío
mismo, y lo vamos a verificar, un protestante, y el protestante un
platónico judío a poco que seas filósofo, y que lleves en ti, en
conciencia, la exigencia de la hipótesis, de la verdad, de la ciencia.
Antes de ir más lejos, intentemos formalizar una de las leyes de
esta “lógica”, tal como ésta interviene en la interpretación de Cohen.
Éste no analiza solamente alianzas, genealogías, matrimonios,
mezclas de sangre espiritual, injertos, esquejes, derivaciones. No
analiza ningún tipo de composición químico-espiritual del alemán,
del judío o del cristiano. No, él tiene una tesis, que es también una
hipótesis, una tesis subyacente y sustancial, la hipótesis de toda
tesis posible a propósito de toda genealogía espiritual de los
pueblos, a propósito de toda alianza posible entre los espíritus de
los pueblos. ¿Cuál es esa hipótesis absoluta, que se asemejaría en
suma a lo anhipotético de Cohen, y tanto más en la medida en que
se trata de la moral y del Bien, es decir, de ese agathon en el que
Platón situaba lo anhipotético? Es que la posibilidad general de
estos parentescos espirituales, de esta economía general del
espíritu, y en consecuencia, de las familias espirituales (oikonomia
quiere decir aquí la ley, la ley del oikos familiar en tanto que la ley
sin más), la posibilidad de esta genealogía sin límite no encuentra
solo un ejemplo o una aplicación en el caso judeo-alemán o más
bien judeo-protestante. El platonismo o el logocentrismo judeo-
protestante es el acontecimiento mismo que hace posible esta
economía general, esta hibridación espiritual como genealogía
mundial. Digo efectivamente logocentrismo mundial.
“Logocentrismo” no es la palabra de Cohen, pero creo que he
justificado su empleo aquí. “Mundial” porque la mundialización
espiritual tendría su origen en esta psyché judeo-protestante que, en
nombre del logos, del espíritu, de la filosofía como idealismo, y en
consecuencia del saber y de la cientificidad, como “conciencia
[moral] de la filosofía y de la ciencia” (Gewissen der Philosophie und
der Wissenschaft) habría llegado a ser el “centro del mundo”.
La forma abstracta de estas proposiciones no debe engañar. Se
trata de una formalización económica, desde luego, y el lenguaje de
Cohen es también una especie de composición: anotaciones muy
concretas asociadas a los atajos metafísicos más intrépidos. Pero
algunos podrían estar tentados, como yo, de traducir o de teatralizar
esos teoremas.
Esto permitiría la puesta en escena siguiente, y algunos dirían:
“Pero desde luego que sí, es eso realmente lo que pasa: si la
mundialización, si la homogeneización de la cultura planetaria pasa
por la tecno-ciencia, por la racionalidad, por el principio de razón (y
¿quién podría discutirlo en serio?), si la gran familia del anthropos
se reúne gracias a esta hibridación general, a través de las más
grandes violencias, ciertamente, pero irresistiblemente, si esa gran
familia se unifica y se dispone a juntarse y a asemejarse no como
familia genética sino como familia “espiritual” que confía en este
conjunto ·que se llama la ciencia y el discurso de los derechos del
hombre, en la unidad de la tecno-ciencia y del discurso ético-jurídico
de los derechos del hombre, a saber, en su axiomática común,
oficial y dominante, entonces la humanidad se unifica realmente
alrededor de un eje platónico-judeo-protestante (y los católicos son
ya protestantes, como hemos visto, al igual que los judíos son todos
ellos kantianos neoplatónicos). El eje platónico-judeo-protestante es
también el eje alrededor del cual gira la psyché judeo-alemana,
heredera ésta, guardiana y responsable ésta de la hipótesis
platónica, relevada a su vez ella misma por el principio de razón.
Esta unificación del anthropos pasa de hecho por lo que se llama la
cultura europea, en adelante representada, en su unidad
indisociable, por el poder económico-técnico-científico– militar de los
Estados Unidos. Pero si se considera los Estados Unidos como una
sociedad esencialmente dominada, en su espíritu, por el judeo-
protestantismo, por no hablar de un eje americano-israelí, entonces,
cabría seguir en el sentido de la misma hipótesis, la hipótesis de
Cohen a propósito de la hipótesis platónica y su descendencia no
sería tan loca. Si es una hipótesis loca, es porque traduce la locura
“real”, la verdad de una locura real, esta psicosis logocéntrica que se
habría apoderado de la humanidad desde hace más de veinticinco
siglos, quedando confundidos o articulados ciencia, técnica,
filosofía, religión, arte y política en el mismo conjunto”. Final de la
fábula; o verdad de la verdad.
Pero ¿desde qué lugar exterior puede uno pretender pronunciarse
acerca de esta verdad de la verdad? En esto está toda la cuestión
de lo que algunos llaman la desconstrucción: un seísmo que le
sobreviene a esta verdad, sin que pueda uno verdaderamente
decidir si aquél le sobreviene del exterior o del interior, ahora o
desde siempre, ni en qué sentido y hasta qué punto el título en lo
sucesivo tan extendido de “desconstrucción en América” es una
fábula, una facilidad retórica, una metonimia o una alegoría. ¿Acaso
no está hecha de esos desplazamientos de figuras la historia más
duramente real, la más mortífera también?
Se ve por qué razón suplementaria he situado una alusión a los
Estados Unidos en la boca de mi interlocutor imaginario, este
hombre al mismo tiempo muy sensato y muy loco, este hombre sin
lugar que habita todavía y que ya no habita: y ni en el viejo mundo ni
en el nuevo mundo. Es que la hipótesis sobre la hipótesis, la
hipótesis anhipotética de Cohen está dirigida sin duda, como una
carta abierta, a la humanidad entera –y es a ese título como nos
llega ahora, aquí mismo (¿y de qué está hecho nuestro aquí mismo,
nuestro ahora? ¿cómo podríamos mantenerlo entre paréntesis?)–.
Pero la hipótesis anhipotética estaba primeramente destinada a
América, a los judíos americanos en un momento preciso, en el
curso de una guerra real dentro de Europa, pero de una guerra
posible solamente entre Alemania y Estados Unidos. Cohen quiere
impedir esta guerra. Quiere interponerse para evitar el
enfrentamiento entre dos hermanos, entre dos miembros en
cualquier caso de la gran familia judeo-protestante. Tiene incluso
otras dos hipótesis a este respecto, quizá una hipótesis y una
certeza, quizá incluso dos certezas: 1. Si los Estados Unidos entran
en la guerra, Alemania la perderá (y realmente es eso lo que ha
pasado dos veces). 2. Los judíos americanos pueden pesar de
manera determinante en la decisión americana: son poderosos en
los Estados Unidos y su relación con el judaísmo sigue siendo muy
fuerte. Todo sucede como si la primera guerra llamada mundial
hasta 1917, y después la segunda guerra llamada mundial hasta
1941, hasta que los Estados Unidos no se implicaron en una y otra,
hubiesen resultado unas guerras secundarias y locales. ¿Por qué?
No por razones cuantitativas o geográficas, sino porque no dividían
todavía el mundo espiritual, porque no contraponían todavía a los
grandes hijos o hermanos de la familia, a los dos miembros mayores
del gran cuerpo judeo-protestante en el mundo, los dos lóbulos de la
psyché judeo-alemana o de su poderosa prótesis judeo-americano-
alemana. Esta psyché, como siempre lo hace la psyché, guarda el
espíritu. Cuando estalle entre los Estados Unidos y Alemania, esta
guerra será una inmensa guerra de familia, una disensión, una
guerra de secesión: no entre dos bloques opuestos, X y X, ni entre
judíos y protestantes, sino entre judeo-protestantes y judeo-
protestantes. La retórica de Cohen se levanta como una bandera
blanca: ¡alto a esta guerra fratricida! Este filósofo judío, socialista,
alemán, pacifista, nacionalista, internacionalista y neokantiano,
¿habría dicho que la segunda guerra mundial hizo que ocurriera lo
que parecía él temer, y que sucedió justo antes de su muerte en
1917, a saber, una guerra interior del espíritu? Y del espíritu como
espíritu de la filosofía, conciencia y conciencia moral de la ciencia,
logos judeo-protestante bajo la custodia de la psyché judeo-
alemana.
Hemos hablado del alma –o de psyché–. Hemos hablado del
espíritu –del espíritu alemán, del espíritu santo, del espíritu del
judaísmo–. Pero solo hemos hecho algunas alusiones a la
conciencia, precisamente al Gewissen, a esa conciencia moral que
situaría en la historia el devenir-alemán de la filosofía. Forma
auténtica y acabada del idealismo platónico, el idealismo alemán
adviene en suma con el protestantismo, a saber, en la tendencia a
no reconocer otra autoridad que no sea la del Gewissen.
Por una parte, el idealismo es la conciencia, el Gewissen de la
filosofía y de la ciencia. Por otra parte, el protestantismo ordena no
fiarse ni de la Iglesia misma y sus obras, es decir, de la institución, ni
de sus sacerdotes, sino “solo del trabajo propio de la conciencia”
(allein die eigene Arbeit des Gewissens).
Pero fiarse únicamente del “trabajo” incesante de la conciencia es,
en relación con el “pensamiento religioso” (das religiöse Denken) un
gesto doble y equívoco. Y eso explica en parte que la Reforma
alemana pueda haber estado en la fuente de una Aufklärung que, a
diferencia de las Luces y de la Enciclopedia francesa, no va contra
la fe. Es que el trabajo de la conciencia libera y agrava a la vez el
pensamiento religioso. Emancipación y abatimiento a la vez.
Befreien y belasten, porque al liberarla de la autoridad dogmático-
eclesial y del peso exterior de la institución, le encarga a la
conciencia que tome sobre sí misma, y solo sobre ella, una
responsabilidad puramente interior. Esa conciencia tiene que
instituirse, erigirse y mantenerse por sí sola, asumir una fe que se
expone a los golpes y las objeciones del conocimiento. La fe se
asemeja a una decisión autoinstituyente cuya autenticidad no busca
ninguna garantía exterior, no al menos en las instituciones del
mundo. De ahí el doble sentido (Doppelsinn) de esta fe (Glaube), a
la que Lutero apela en contra de la Iglesia: de institucional y archi-
institucional. No olvidemos nunca, dicho sea de paso, el inmenso
respeto que Lutero ha inspirado siempre a la inteligencia judía
alemana. Rosenzweig y Buber, por ejemplo, en el momento de
traducir la Biblia del hebreo al alemán, consideran a Lutero como el
gran ancestro, el rival temible, el maestro insuperable. Rosenzweig
habla a veces de él con acentos de fervor abrumado.
En su doble sentido, una fe así constituye justamente el idealismo
en tanto que se contrapone a las bases instituidas de la iglesia. Pero
ésta no querrá renunciar a la fuerza del idealismo. Además, al
menos bajo un pretexto polémico, la Iglesia interioriza a su vez
aquello que la cuestiona, a la vez desde dentro y desde fuera, desde
un afuera que justamente apelaba a un adentro, al Gewissen más
íntimo. Tras haber consagrado hasta un cierto punto la Reforma, la
Iglesia se asigna un deber (Pflicht) de justificación (Rechtfertigung,
que remite al logon didonai). Este deber de justificación es la única
fuente de felicidad, de salud (Seligkeit). Confiere a la religión una
nueva autenticidad, una nueva verdad, una nueva veraz verdad, una
veracidad (Wahrhaftigkeit). Se trata de un acontecimiento histórico,
puesto que esta veracidad o esta autenticidad es nueva. Un
acontecimiento así instituye una relación nueva de la religión con la
verdad como veracidad, como autenticidad más bien que como
verdad de adecuación en el sentido de la ciencia o del conocimiento
objetivo. Este acontecimiento instituyente, cuyo alcance no podría
exagerarse, hace nacer la fe (Glauben) en su autenticidad. Al mismo
tiempo, asigna un “nuevo destino” (eine neue Bestimmung) al
espíritu alemán.
El concepto de Wahrhaftigkeit es evidentemente ambiguo. Señala
a la vez hacia lo verdadero y hacia lo veraz, a la vez hacia la verdad
del conocimiento y hacia la autenticidad de una cierta existencia,
aquí la existencia en la fe. La Reforma pone al vivo, convierte en
certezas vivientes dos tipos de certeza (Gewissheit) para el hombre
moderno (y Cohen plantea en suma la cuestión de la Modernidad,
cabe incluso decir que pretende definir el advenimiento de los
tiempos modernos). (No olvidemos que para Heidegger ese valor de
certeza, que él más bien tiene bajo sospecha, y que está asociado
más bien al idealismo del cogito cartesiano, marca también el
advenimiento de una cierta Modernidad.) Más vale conservar aquí la
palabra alemana Gewissheit. A diferencia de “certeza”, aquella
mantiene una cierta comunicación entre el saber (Wissen), la ciencia
(Wissenschaft), la conciencia moral (Gewissen), la conciencia de sí
(Selbstbewusstsein) y la certeza (Gewissheit). Está la Gewissheit, la
certeza del conocimiento científico, y está la Gewissheit en el orden
de la fe. Desde el momento en que las cuestiones de la fe no están
ya abandonadas al escepticismo, cosa que no puede dejar de pasar
cuando tan solo la dogmática de la institución eclesial las
garantizaba, aquellas cuestiones quedan unificadas y firmemente
establecidas (zusammengefasst und festgehalten) en una doctrina
de la moralidad, como esta doctrina misma (als Lehren der
Sittlichkeit). En adelante la moralidad se sitúa del lado de la religión,
al lado de ésta; justo en la misma religión, inseparable de una
especie de “religión en los límites de la simple razón”, como pudo
decirlo Kant el Aufklärer. La moralidad no es ya la rival sino la aliada
de la religión. Ésta no es ya lo “infame” de lo que las Luces
francesas (demasiado católicas todavía justo porque anticatólicas, y
yo añadiría: ¡demasiado francesas en 1915!), con Voltaire, querían
desembarazarse. El ideal del protestantismo estructura y funda la
conciencia cultural y científica de los pueblos modernos en estos
dos tipos de Gewissheit. Y así, el desarrollo de la ética, al igual que
el de la religión, se encuentra condicionado por este idealismo de la
cultura moderna. Sin él no hay ni rectitud o justicia (Aufrichtigkeit) ni
probidad, ni conciencia personal para el hombre de la Modernidad.
¿Qué llega a ser el judaísmo en todo esto?
Aunque no esté preparado de manera científica, aunque no
procede de la ciencia positiva misma, el idealismo tiende
naturalmente a la especulación filosófica. Es decir, también a la
ontología y al pensamiento del ser mismo. Ahora bien, el judaísmo
comienza por la auto-presentación de Dios en la zarza ardiente.
Dios dice “Ich bin der Ich bin”. Aunque traduce la fórmula del hebreo
al alemán, Cohen advierte que el futuro está marcado en la versión
primitiva de esta forma temporal. Dios se nombra, se llama el ser.
Pero se llama, apela a ser en futuro, un futuro que no es solo la
modificación de un presente, de otro presente por venir. Y este ser
por venir es único. Cohen traduce inmediatamente, sin otra
precaución, el “Ich bin der Ich bin” al idioma platónico: Dios es el ser,
único, no hay ser fuera de él: cualquier otro ser, “como diría Platón
(wie Platon sagen würde) es solo pura apariencia, simple fenómeno
(Erscheinung)”. Dios es el ser, es en él donde el mundo y la
humanidad tienen su fundamento, es él lo que guarda y mantiene a
aquéllos. El judaísmo se confundiría con el platonismo, Yahweh con
el agathon y el anhypotheton. Dios, como el Bien, se sustrae a toda
imagen, a toda comparación, a toda percepción. Resulta
irrepresentable. El pensamiento puramente intuitivo que se relaciona
con él no es un pensamiento de conocimiento (Denken der
Wissenschaft), sino un pensamiento del amor (Denken der Liebe):
“El conocimiento de Dios es amor”, dice Cohen. “Amor” sería la
palabra auténtica para la fe en la lengua bíblica reformada. Es el
Eros greco-platónico, que está en la fuente del conocimiento y del
sentimiento estético. Es también el léxico de tantos textos cristianos,
y primeramente evangélicos.
De ahí el parentesco inicial del judaísmo con el idealismo. Este
parentesco se explora y se desarrolla, desde Filón hasta el siglo XII
con Maimónides, fuente de los grandes escolásticos, de Nicolás de
Cusa en su doctrina de los atributos divinos, y de Leibniz, que lo cita
también cuando habla del ser divino. De ahí la singular fórmula:
Maimónides es el “síntoma” (el signo revelador, la señal,
Wahrzeichen) de un protestantismo judío medieval. Habría habido
una Reforma judía, figura anticipada de la Reforma cristiana. Su
nombre propio es Maimónides, es él el que emblematiza o sella la
alianza entre estas dos Reformas. Maimónides firma por primera
vez la alianza o el contrato entre ellas. Es la figura del primer
firmante o del primer delegado en la firma de esta alianza que
conforma la psyché judeo-alemana, el espejo o la conciencia
reflexiva de la Modernidad. Todo esto se orienta en el sentido de un
“auténtico (echten) idealismo platónico”.
¡Ah!, ¡si lo hubiera sabido Maimónides, si se hubiese visto
anticipadamente arrastrado en el curso de esta cabalgada
fantástica, en este galope de un historiador judío alemán de la
filosofía que recorre de un solo soplo toda la historia de Occidente
sin detenerse un instante, ante un público americano! Si lo hubiese
sabido, él, que se sentía más bien judeo-magrebí, judeo-árabe o
judeo-español, esto de que se vería un día enrolado en este extraño
combate tras haber firmado sin saberlo una alianza con la Alemania
postluterana, tras haber en suma consignado la gran alianza judía
en esta alianza entre dos presuntas Reformas, ¿dormiría en paz su
alma, quiero decir, su psyché? ¿Y si lo hubiese sabido Platón? ¿Y si
todos lo hubiesen sabido?
Sus protestas contra Cohen, es decir, contra el protestantismo, no
habrían sido quizá injustas. Pero, sin embargo, ¿quién puede decir
si estas protestas habrían estado en lo cierto? Pues, finalmente,
¿qué es la verdad en este caso? ¿No se trata justamente de una
interpretación de la verdad de la verdad misma en el origen de su
institución?
¿Cómo racionaliza Cohen este enrolamiento de Maimónides en la
causa judeo-alemana? No racionaliza, piensa que no tiene que
racionalizar. Habla de la razón misma –y de la institución histórica
del racionalismo–. Si bien no la emprende con las instituciones
religiosas, como sí podrá hacerlo Lutero, Maimónides busca siempre
los fundamentos de la religión. Funda la religión en un grande y
riguroso racionalismo. Es en nombre de la razón como funda la
Reforma judía.
Tratándose de Maimónides, puede parecer extraño un silencio de
Cohen. En este texto que rebosa conocimientos, y cita
prácticamente todos los filósofos canónicos (con tal que no sean
franceses, a excepción de Rousseau, del que hablaremos más
tarde), hay un filósofo al que no nombra nunca, al que no se le
reconoce ningún lugar significativo. Es, sin embargo, un gran filósofo
racionalista, judío a su manera, y crítico de Maimónides,
precisamente: Spinoza. Cohen lo conoce bien, ha escrito mucho
sobre él. ¿Por qué no le hace aquí ningún sitio? Es un rasgo que
tiene en común con Heidegger en lo que es para los dos una
especie de meditación sobre el logon didonai y sobre el principio de
razón. Habría mucho que decir sobre este silencio común. Tanto
más porque Cohen habla abundantemente de Mendelssohn. Es
particularmente difícil hacerlo sin evocar a aquel que fue para él un
maestro, un maestro discutido, por cierto, pero un maestro. Las
últimas líneas del artículo parecen apuntar a un cierto espinosismo,
sin nombrar a Spinoza, para excomulgarlo de la psyché judeo-
alemana, junto con la mística y el panteísmo. En el momento en que
celebra la unidad del Dios único, Cohen escribe: “El porvenir de la
cultura (Gesittung) alemana reposa en la fuerza de la que dará
prueba el espíritu nacional para resistir a todos los encantos de la
mística, pero también a las ilusiones panteísticas del monismo:
nuestro porvenir depende de la capacidad de comprender en su
diferencia racional pura la naturaleza y la moral, ‘el cielo estrellado
encima de mí y la ley moral en mí’, y en no buscar su unidad
(unificación, Vereinigung) sino en la idea del Dios uno”.
La ausencia de Spinoza parece tanto más notable porque Cohen
habla de una religión y de una moral fundadas en el amor de Dios y
en la ley paulina: son éstos motivos esenciales también del Tratado
teológico-político.
Cohen ha nombrado con frecuencia el espíritu: el espíritu alemán
y el espíritu santo. Por mi parte, he hablado a menudo de psyché
judeo-alemana, de simbiosis o de alianza espiritual. Pero, ¿no ha
dicho Cohen nada del alma, del alma judía o alemana, de la psyché
judía o de la psyché alemana? Vamos a ver esto.
Habría dos principios del judaísmo. El uno es la unicidad de Dios,
el otro el de la “pureza del alma (Reinheit der Seele)”. La oración
matutina judía dice: “Dios mío, el alma que me has dado es un alma
pura. Tú la has creado, tú la has formado dentro de mí, tú me la has
insuflado [y la psyché es un soplo], tú la preservas dentro de mí y
eres tú quien volverá a tomarla de mí para devolvérmela en la vida
futura”. La pureza de alma, dice Cohen, es el “pilar fundamental
(Grundpfeiler)” de la piedad judía. De ahí la inmediatez de la
relación con Dios, sin intercesor, sin mediador. Después de
Maimónides, Cohen cita otro judío, Ibn Esra, el primero y el más
importante de los críticos de la Biblia. La autoridad de este lbn Esra,
lo señalo de paso para recordar una vez más a Spinoza, es
invocada ampliamente en el Tratado teológico-político, en particular
en el capítulo VIII, cuando se trata de saber quién ha escrito los
libros sagrados, singularmente el Pentateuco. Todo el mundo creía
que era Moisés, sobre todo los fariseos, hasta el punto de que
declaraban herético a quien lo pusiese en duda. Ahora bien, Ibn
Esra, “hombre de espíritu bastante libre, y de una vasta erudición –
dice Spinoza–, fue el primero, que yo sepa, en darse cuenta de ese
prejuicio”. Pero no se atrevió a decirlo abiertamente, y para eludir
astutamente lo que seguía siendo la autoridad de una institución, lo
dijo crípticamente. Spinoza quiso levantar la autocensura, y desvelar
sus verdaderas intenciones.
Ahora bien, ¿qué dice Ibn Esra, al que cita ahora Cohen? Una de
sus máximas plantea que no hay otro mediador entre Dios y el
hombre sino la razón humana. El espíritu santo es tanto espíritu del
hombre como espíritu de Dios. El espíritu del hombre es santo
porque el Dios santo lo ha depositado en él. Por el espíritu pasan a
la vez la reconciliación (Versöhnung) entre Dios y el hombre y la
redención de los pecados: pureza del alma y santidad del espíritu.
Citando un salmo de David, Cohen intenta mostrar (§ 11) que, en el
judaísmo, la redención supone un concepto de la psyché humana.
Este concepto judío del alma implica una relación inmediata con el
Dios único. No es necesario ningún mediador. Pero si aquélla
permite comprender la libertad y lo que la moral supone de libertad,
¿cómo puede esta filosofía de la inmediatez dar cuenta del deber,
de la obligación, del mandamiento? ¿Qué hacer de la ley, que es sin
embargo tan esencial al judaísmo? La manera como Cohen plantea
y resuelve el problema en tres frases (así es la guerra) resulta
maravillosa. Maravillosa por su simplificación elíptica, por no decir
su simplismo consternante, sobre todo cuando se sabe que la
economía disimula enormes problemas de exégesis, de debates
hermenéuticos siempre abiertos a pesar de las bibliotecas y las
instituciones que cada día se enriquecen con ellos. Estos debates,
Cohen los conoce bien, los habita, enseña y escribe sobre ellos
ocasionalmente.
¿Y qué dice Cohen? Esto: acabo de mostrar un “punto de apoyo”
(Stützpunkt) del idealismo, pero hay otra concepción fundamental
(Grundgedanke) del judaísmo. Desde Pablo, se opone a la primera
a través del concepto de ley. Es una sola frase, al principio del
parágrafo 12. Es cierto que en textos muy conocidos y
extremadamente complejos (que, por otro lado, Spinoza interpreta a
su manera alrededor del problema de la circuncisión en el capítulo 3
del Tratado teológico-político), Pablo dice cosas más bien negativas
sobre la obediencia a la ley en el judaísmo, al menos a la ley
exterior y trascendente que estaría en el origen de la falta y a la que
Pablo opone el amor y la ley interior.
El pensamiento fundamental del judaísmo, si hay uno, y si se lo
interpreta con Cohen, estaría extendido entre dos polos: la libertad
del alma en la relación inmediata con Dios, el respeto de la ley
trascendente, el deber y el mandamiento. A pesar de su apariencia
contradictoria, hay que pensar la unidad del movimiento entre estos
dos polos. Pero, ¿quién lo ha hecho? ¿Quién ha pensado, como de
una sola pieza, como una sola revolución, lo que gira alrededor de
estos dos polos, la libertad y el deber, la autonomía y la ley
universal? Kant, y este pensador habría ido al fondo del judaísmo,
de su espíritu o de su alma. Como es el santo de los santos del
espíritu alemán, es “en esta santidad, la más interior del espíritu
alemán (in diesem innersten Heiligtum des deutschen Geistes)”
donde encontramos la afinidad o “el parentesco más interior (die
innerste Verwandtschaft)” del espíritu alemán con el judaísmo. “El
deber es el mandamiento de Dios, y, en la piedad judía, debe ir a la
par, para el servicio libre del amor, con el respeto [no Achtung aquí,
la palabra kantiana, sino Ehrfurcht]: para el amor de Dios en el amor
de los hombres”. La consanguinidad espiritual, la simbiosis psico-
espiritual está sellada en la Crítica de la razón práctica, y en todo lo
que con ésta concuerda, y tanto en la obra de Kant como en otros
lugares.
El gesto no es nuevo. El pensamiento de Kant, cuya filiación
protestante es tan evidente, ha sido interpretado muy pronto como
un judaísmo profundo. Cabe recordar que aquél fue saludado
inmediatamente como una especie de Moisés, y que Hegel veía en
él un judío avergonzado.205 Este antisemitismo filosófico, o más bien
este antijudaísmo, reaparecerá, con motivaciones apenas
diferentes, en el contra Kant de Nietzsche. Por otra parte, la religión
en los límites de la simple razón se asemeja realmente a esa
Aufklärung judeo-reformista de la que habla Cohen. La Crítica de la
facultad de juzgar describe la ejemplaridad de la experiencia judía
en su relación con la sublimidad de la ley moral. El hecho de que la
Antropología desde un punto de vista pragmático comporte al
menos una nota propiamente antisemita (literalmente antipalestina),
no es incompatible con el cuasijudaísmo de Kant. Por lo demás,
¿con qué no es compatible el antisemitismo? Esta pregunta es una
pregunta terrible, porque se dirige tanto a los judíos, a los que se
tienen por tales, como a los no-judíos, a los antisemitas y a los que
no lo son, y más todavía quizá a los filosemitas. Sin poder formalizar
aquí la lógica extraña de esta pregunta, ni tampoco demostrar que
no cabe contar con una respuesta positiva y determinada, diré solo
que en ella se anuncia la desmesura esencial de esta cosa que se
llama el antisemitismo. Tiene y no tiene una forma. Su forma
consiste en de-formarse y en de-limitarse sin cesar para poder
entablar contratos con todo lo que se contrapone a ella. En lugar de
desplegar esta lógica, cosa que no podemos hacer aquí,
contentémonos con una imagen y un hecho: el homenaje de un
ramo de flores que, en una manifestación pública en Niza, los
militantes judíos del Frente Nacional creyeron que debían hacer al
señor Le Pen (quien osó hablar como de un “detalle” a propósito de
la Shoah, y que recogió el 14% de los votos en la primera vuelta de
la última elección presidencial). Puede uno explorar la combinatoria
de las posiciones implicadas de esta manera, y la matriz de las
estrategias que se juntan en este ramillete.
Cohen, lo quiera él o no, ofrece a cada momento un ramillete de
flores a todos los Le Pen que duermen o más bien que no duermen
nunca, y que no se sobrecargan con detalles. A propósito de los
detalles y del antisemitismo en sus manifestaciones empírico-
políticas más visibles, Cohen sabe bien que en el momento en que
él escribe para celebrar su sentido de la sacralidad sublime y de la
ley moral, esta cultura o esta sociedad alemana practica de forma
oficial e institucional un antisemitismo legal. Este antisemitismo
afecta a Cohen muy cercanamente, en su propia institución: toma la
forma de la exclusión de los estudiantes judíos en las asociaciones
corporativas de estudiantes. Cohen dedica a eso solo una breve
alusión, y con ello no desorganiza en absoluto su discurso, que
pretende seguir siendo “espiritual”, no factual. Sienta que no puede
abordar aquí esta cuestión “en detalle” (wir hier keine
Einzelforderungen aufstellen, § 42). Estamos en guerra: no es el
momento de abrir frentes en el interior, solidaridad nacional y judeo-
germánica ante todo, más tarde se verá, quedan progresos por
hacer, nuestros correligionarios judíos americanos lo saben bien (y
es cierto que durante mucho tiempo en los Estados Unidos se ha
practicado de manera cuasioficial un cierto numerus clausus, y de
hecho todavía después de la segunda guerra mundial también para
los Full Professors en las grandes universidades de la lvy League).
Cohen sabe, pues, en tanto que profesor de universidad (y lo
recuerdo: él fue el primer profesor judío de ese rango en Alemania),
que hay ese detalle embarazoso, la exclusión de los estudiantes
judíos de la comunidad corporativa. Remite el análisis para más
adelante:
Vivimos en la gran esperanza patriótica alemana de que la unidad entre judaísmo y
germanidad, aquello en lo que se ha comprometido toda la historia pasada del
judaísmo alemán, sea finalmente expuesta a plena luz e irradie, a título de una
verdad de la historia cultural [subrayado mío, J. D.] en la política alemana y en la
vida, pero también en el sentimiento del pueblo alemán (im deutschen Volksgefühl).
Volveremos a hablar del Gefühl inmediatamente (§ 41).

Eso es ya reconocer que la verdad psico-espiritual, como verdad de


la historia cultural, no está todavía encarnada en la efectividad
histórica: la verdad no ha sido reconocida todavía. Aquel que dice la
verdad, aquel que la lleva consigo, ha venido, pero no ha sido
reconocido. Cohen prosigue:
No tenemos aquí la intención de examinar en detalle la cuestión compleja (diese
komplizierte Frage) de saber de qué manera las condiciones de una cohesión
nacional [más bien de un consensus, habría que decir: nationale Einmütigkeit] deben
enraizarse en la vida social. En cualquier caso, los grandes establecimientos de
enseñanza que son las universidades deberían asumir como un deber imperativo
[incondicional: unbedingte Verpflichtung], con respecto a la dignidad y a la
preservación del sentimiento de honor nacional, el de suprimir sin más ni menos,
puesto que choca con las “buenas costumbres” (gegen die guten Sitten), la exclusión
(Auscschluss) de los estudiantes judíos de las asociaciones y corporaciones
estudiantiles. Una exclusión como ésa atenta en primer lugar contra el respeto
[Achtung, esta vez] que se les debe a los profesores judíos. Quien no me tiene por
digno de su comunidad socio-académica [y el profesor dice aquí “yo” ejemplarmente],
debería también no seguir mis cursos y desdeñar mi enseñanza. Esta exigencia se
dirige pues de manera apremiante tanto a las autoridades académicas como a los
estudiantes que gozan de su libertad académica.

En plena lógica Cohen no podía otra cosa sino apelar a la libertad


académica. De un modo tan formal como perverso, es por otro lado
en nombre de esa libertad como se practicaba la exclusión: se tiene
el derecho de fijar libremente las condiciones de la asociación. La
apelación de Cohen es a la vez muy digna y un poco humillante:
primero para él mismo, pero también para los estudiantes judíos
cuyos derechos tendrían que ser protegidos y garantizados por el
prestigio o la autoridad de los grandes profesores judíos.
Pero esto es a sus ojos solo una cuestión contextual e
institucional. Sigue siendo relativamente secundaria, se la puede
remitir a un tratamiento más “detallado” para más adelante. Lo que
cuenta, en tiempo de guerra, en la jerarquía de las urgencias, es lo
más fundamental, a saber, la ley judeo-kantiana y su correlación en
la libertad, la autonomía del sujeto como espíritu, alma y conciencia.
La elección no es aquí entre un contexto institucional y una instancia
fundamental, sino entre dos órdenes de interpretación y de
institucionalidad, pues lo que llamo lo judeo-kantiano forma parte del
orden de los acontecimientos históricos. Comportan momentos
instituyentes, y se encarnan siempre, si se sigue bien a Cohen, en
pueblos, naciones, lenguas, e incluso estructuras jurídico-políticas.
A esto vamos a llegar. En tanto fundamento más profundo de toda
moralidad, la ley de Dios es también el fundamento del derecho y
del Estado. El derecho mosaico ha sido en el fondo reconocido
siempre, por más que, al comienzo del iusnaturalismo de Grotius, se
lo ha rechazado sobre la base de sus justificaciones formales. De
hecho, esta ley divina y este derecho mosaico han estado según
Cohen en la fuente viviente del derecho. Aquéllos han hecho
posibles la institución, el establecimiento justo del derecho y
primeramente el sentimiento jurídico. Éste presenta alguna analogía,
en un plano que no es el de la ley moral, con el sentimiento del
respeto definido por Kant. Ese sentimiento domina la conciencia
universal del justo, más allá incluso de las culturas judeo-cristianas,
por ejemplo, en el islam (Cohen cita a este respecto a
Trendelenburg, autor de un Naturrecht, 1860). Al unir la libertad y el
deber en la “personalidad”, Kant enuncia a la vez la diferencia y la
conexión íntima, una nueva “Verbindungslinie” entre ética y religión.
Y en la religión, esta nueva “línea de alianza” junta “el alma y el
espíritu” (die Seele und der Geist).
V
Kant, el judío, el alemán. En este título ninguno de los atributos
puede secundarizarse, ninguno de ellos es un atributo más esencial.
Se trata de una reciprocidad consustancial más bien que de una co-
atribución. Esta identificación fundamental o esta alianza sustancial,
se la puede llamar más bien subjetual. Es en la subjetividad misma
del sujeto kantiano, del hombre como sujeto de la moral y del
derecho, libre y autónomo, donde el judío y el alemán se asocian.
Su socius (alianza, simbiosis espiritual, psyché, etc.) es el socius
mismo que hace del subjectum un ser moral y un ser de derecho,
una libertad, una persona.
En este punto, me parece necesario un salto en esta lectura. Hay
que poner en evidencia la estrategia y la pragmática de este texto, el
enfoque contextual e institucional de su retórica, en el momento en
el que la nueva línea de alianza entre el alma y el espíritu acaba de
ser nombrada. Esto nos permitirá además recordar que el alemán, si
no el judío, es también el alemán como lengua, el alemán que se
habla.
La estrategia de Cohen apunta a demostrar a todos los judíos del
mundo, prioritariamente a los judíos americanos pero no solo a
ellos, que la universalidad del sujeto moral está arraigada en un
acontecimiento: la historia del espíritu alemán y del alma alemana.
De tal manera que Alemania es la verdadera patria de todo judío en
el mundo, “la madre patria de su alma (das Mutterland seiner
Seele)”. Si la religión es su alma, la patria de su alma es Alemania.
La vieja acusación contra el internacionalismo o el cosmopolitismo
judío reposa en un oscuro prejuicio. No deberíamos tenerlo en
cuenta cuando queremos elucidar cuestiones de principio. Si hay un
internacionalismo judío, es en la medida en que todos los judíos en
el mundo tienen una patria común para su psyché (Seele). Ahora
bien, esta patria, no es Israel, es Alemania: “Pienso que, si hacemos
abstracción del problema de la naturalización (Naturalisierung), los
judíos de Francia, de Inglaterra y de Rusia, están ligados por
deberes de piedad (Pflichten der Pietät) a Alemania; pues es la
madre patria de su alma, si es que la religión es su alma”.
Cohen no pretende evitar la contradicción en la que encierra a
estos pobres judíos no-alemanes en tiempos de guerra, puesto que
podría uno mantener discursos análogos en el mismo momento, por
ejemplo en Francia o en América. Despliega entonces una
argumentación que renuncio a parafrasear, hasta tal punto resulta
inimitable. Antes de citar un parágrafo (§ 40), diré tan solo, y en una
palabra, que viene a ser algo así como pedir a todos los judíos del
mundo, en nombre de lo que se reclama aquí como “el tacto político
más fino (Freilich bedarf es des feinsten politischen Taktes)”, que
reconozcan a Alemania como la madre patria de su alma, sin
traicionar al otro, sino justo abriéndose a una paz universal, es decir,
al final de una guerra ganada por Alemania; y de una guerra donde
se mantenga la obligación sagrada de amar al prójimo, aunque sea
su enemigo.
A decir verdad, se requiere aquí el tacto político más fino para que esta piedad no
hiera ni haga sombra al deber superior de amor a la patria. Sin embargo, esta
dificultad propia de la situación bélica no es en el fondo de naturaleza diferente: cada
uno conduce toda guerra sin perder de vista la paz que encierra la humanidad
profunda. Las guerras de exterminio son la vergüenza de la humanidad. El deber de
piedad hacia su patria de origen que experimenta aquel que ha adquirido otra
nacionalidad, y aunque sea parcialmente, ¿es acaso tan diferente de ese deber
internacional y universal de humanidad?
Sin duda la significación más concreta de la obligación de amar a los enemigos
está en que se preserve, en el pueblo enemigo, su participación no solo en la
humanidad en general, sino también en las complejas ramificaciones de esta idea. Y
no hay ninguna solución de continuidad, y a fortiori ningún salto, entre ese deber
general de humanidad y la piedad de la que debe dar muestra en relación con su
verdadera madre patria cultural y espiritual, física incluso, aquel a quien el destino ha
llevado a un Estado extranjero o le ha hecho nacer allí.
De ese principio es de donde los esfuerzos de paz emprendidos a escala
internacional deberían extraer el único fundamento esencial e indiscutible que les
conferiría una eficacia que ninguna de las partes en causa discutiría. La humanidad
adecuada al lugar de nacimiento puede convertirse en la lengua materna de un
verdadero internacionalismo con el fin de establecer sólidamente un espíritu de paz.

La última frase dice que “la humanidad [Humanität: y Fichte


recordaba que esa palabra latina no era equivalente, en su
abstracción, a la Menschheit, esencia inmediatamente sensible e
inteligible para un alemán] puede llegar a ser el suelo materno
(Mutterboden) de una verdadera internacionalidad con vistas a
fundar, establecer, o justificar, instituir en derecho (Begründung)
firmemente un espíritu de paz, un sentido de la paz
(Friedengesinnung)”.
Pero justamente a propósito de la lengua, esta propuesta resulta
muy singular. ¿Por qué los judíos americanos, a los que Cohen se
dirige prioritariamente, y que vienen por millares de Alemania o de
Rusia, conservarían un deber de piedad para con Alemania, incluso
si son ciudadanos americanos? ¿Por qué tendrían que respetar
(achten, esta vez) con piedad (pietätsvoll) a su madre patria psico-
espiritual (als ihr seelisch-geistiges Mutterland)? En razón de la
lengua, y más precisamente y de manera todavía más significativa,
en razón del “Jargon”, el yiddisch. Aunque éste mutile, estropee,
trunque (verstümmelt) la lengua materna, señala hacia la lengua a la
que debe la fuerza originaria de la razón (Urkraft der Vernunft) como
fuerza originaria del espíritu (Urkraft des Geistes). Es por medio de
esta lengua, el alemán, como el hombre (y aquí de manera ejemplar,
el judío alemán) ha podido espiritualizar sus pensamientos y
ennoblecer sus hábitos religiosos. Aquél no debe rechazar su
fidelidad interior al pueblo que le ha permitido tal renacimiento
(Wiedergeburt).
Al dirigirse de esta manera a los judíos americanos, Cohen acusa
la actitud de ciertos judíos franceses o ingleses (los cuales cedían
por su parte, dicho sea de paso, a una retórica análoga –solo
análoga, por motivos esenciales-). Esos judíos franceses o ingleses
se habrían mostrado débiles en relación con una Rusia que se
anexiona a sus hermanos, e ingratos con Alemania. Es el caso, por
ejemplo, de ese “Monsieur Bergson” que pone su talento y su
crédito al servicio de Francia. Este perjuro pierde su alma al olvidar
que es el hijo de un judío polaco (¡ni siquiera un alemán!), y sobre
todo que sus padres hablaban el yiddisch (ni siquiera el alemán puro
que, como todo miembro de una cierta inteligencia judía alemana
que se respete, sitúa por encima de esa forma degradada
(verstümmelt) de la noble lengua alemana):
Es en este contexto donde resaltan las invectivas de un filósofo francés que,
recurriendo a todos los expedientes de la virtuosidad y la publicidad (der Virtuosität
und der Reklame), los cuales desgraciadamente tienen demasiado éxito en Alemania
[se oyen por cierto cosas parecidas hoy en día a algunos filósofos alemanes], se las
da de filósofo original: es el hijo de un judío polaco que hablaba yiddisch. ¡Qué pasa
en el alma de este señor Bergson cuando evoca la memoria de su padre y niega a
Alemania los ideales! (Er ist der Sohn eines polnischen Juden, der den Jargon
sprach. Was mag in der Seele dieses Herrn Bergson vergehen, wenn er seines
Vaters gedenkt und Deutschland die “Ideen” abspricht!).

Tenemos que afinar nuestro análisis para estudiar mejor la más


aguda especificidad de esta interpretación, en esta situación
contextual e institucional típica (esta guerra, este profesor judeo-
alemán, este filósofo neokantiano, etc.), y para determinar mejor la
articulación entre la institución “externa” y la institución “interna” de
estas interpretaciones. Hay varios caminos para esto. Al haber
decidido asignarle un privilegio a la referencia a Kant, el judío, el
alemán, subrayaremos primero la ambivalencia que sigue marcando
esta referencia a pesar del homenaje hiperbólico. Esta ambivalencia
corresponde también a un tipo general. No es exclusiva del
neokantismo, de Cohen, o de los pensadores judíos alemanes de
ese tiempo. Nos falta ahora el tiempo y el espacio para situar mejor
el pensamiento de Rosenzweig a este respecto, en su doble relación
con Kant y Cohen. En el curso de una breve digresión, nos vamos a
contentar con invocar no solo la ambivalencia de Rosenzweig en
relación con Kant, sino, y es esto lo más interesante en este punto,
la conciencia que aquél tenía de esto, así como el diagnóstico que
proponía.
En 1923 Buber acaba de publicar sus conferencias sobre el
judaísmo.206 Rosenzweig le escribe para darle las gracias.207 De
esta larga carta, que trata sobre todo de la ley judía, citaré primero
un homenaje a Buber. Anuncia una especie de double bind en la
filiación o más bien en la disciplina. Al igual que, para “nuestro
judaísmo espiritual”, es a la vez posible e imposible heredar a Kant,
a la vez posible e imposible ser discípulo de Kant, del mismo modo
será a la vez posible e imposible seguir a Buber (y a fortiori a
Cohen).
Los siglos precedentes habían reducido ya el Estudio a una pobreza de buen tono, a
un puñado de conceptos fundamentales; al siglo XIX le correspondió la carga de
rematar esa evolución metódicamente y con la mayor seriedad. Usted ha liberado de
esa esfera limitada el Estudio, y al hacer esto nos ha protegido usted del peligro
inminente que había en hacer depender nuestro judaísmo espiritual de la posibilidad
y de la imposibilidad en que estábamos de ser discípulos de Kant.

Posibilidad e imposibilidad: podíamos heredar de Kant. Esto se


traduce quizá en un “podíamos pero no debíamos”, o bien, en un “no
habríamos debido”. O incluso: “en relación con Kant, con aquel que
dio su formulación categórica a la ley y al imperativo del mismo
nombre, teníamos relaciones contradictorias, quizá deberes
contradictorios. Kant fue, y no habría debido ser, el instituidor y la ley
de nuestra relación con la ley. Y usted, Buber, nos ha liberado de
ese Moisés con el que se ha comparado tan frecuentemente a Kant,
de ese ídolo o de esa efigie de Moisés, y del lazo necesariamente
confuso y ambiguo que teníamos con él”.
En realidad, usted nos ha liberado y no nos ha liberado. Pues aquí
se declara la misma ambivalencia en relación con la enseñanza de
Buber. Éste habría seguido confinando la relación con la ley en un
espacio de enseñanza, es decir, finalmente en un espacio teórico o
epistemológico. Pero la ley no es solo un objeto de conocimiento, y
no es tampoco un texto que habría que contentarse con leer o
estudiar:
Por eso, y tras habernos liberado y habernos mostrado el camino a un nuevo
Estudio, nada resulta más curioso que el hecho de que la respuesta que da usted al
otro lado de la cuestión concerniente a la Ley: “¿Qué debemos hacer?”, tuviera que
dejar esa Ley cogida en las trabas que se le habían impuesto a ésta, así como al
Estudio, a lo largo del siglo XIX. Pues realmente con lo que usted intenta llegar a un
acuerdo es con la Ley judía, y al no conseguirlo, realmente es a esa Ley a lo que
vuelve usted simplemente la espalda, para decirse a sí mismo y decirnos a nosotros
que esperábamos de usted una respuesta, que nuestra única tarea debe ser conocer
esa Ley con reverencia, una reverencia que no afecta en nada a nuestras personas
ni a nuestra manera de vivir. ¿Es realmente eso la Ley judía, esa Ley milenaria,
estudiada y vivida, escrutada y celebrada, la Ley de cada día y del día último,
meticulosa y sin embargo sublime, sobria y sin embargo tejida de leyendas; una Ley
que conoce a la vez la llama de las velas del Shabbat y la de las hogueras de los
mártires?

¿En qué lugar de esta carta se liga el double bind a la cuestión de la


nación? La singularidad “inaudita” de la nación judía en su relación
con la Ley es que su nacimiento no forma parte de la naturaleza
sino justamente de la Ley. Rosenzweig disocia la naturaleza y la
nación, el nacimiento según naturaleza y el nacimiento según la Ley.
La distinción sigue siendo por otra parte kantiana. Todas las
naciones, dice, nacen en el seno de la naturaleza, en las entrañas
de la madre naturaleza. Justo por eso tienen necesidad de un
desarrollo histórico. Ciertamente, en el momento en que nacen no
tienen todavía historia, incluso no tienen rostro. La nación judía tiene
una historia, si cabe decirlo así, antes de nacer: no nace
naturalmente, sino separándose de otra nación, y por haber sido
conocida, llamada por la Ley de Dios antes incluso de su
nacimiento. Ha nacido de esta llamada, de manera no natural. Su
rostro estaba ya formado, su nacimiento estaba ya inscrito en una
historia que había empezado antes de ella de alguna manera,
aunque era ya la suya. Por eso la historia de esta nación es de
alguna manera sobrenatural, transhistórica, o si se prefiere,
prehistórica. Su camino sigue siendo único. Como Heidegger,
Rosenzweig piensa todo esto en la forma del camino y como un
nuevo pensamiento del camino, el pensamiento como camino. Y liga
el camino a la Ley. Tal pasar, propio de la letra, es un pasar por el
camino, por el camino en el que nosotros estamos y que nosotros
somos. Es un pasar por el camino y por el salto:
Podemos alcanzar a la vez el Estudio y la Ley tan solo si tomamos conciencia de que
estamos todavía en la primera parte del camino, y que nos corresponde elegir ir
adelante. Ahora bien, ¿cuál es el camino que lleva a la Ley?

Ésta es la pregunta de Kafka en Vor dem Gesetz (escrito unos años


antes): ¿cómo acceder a la Ley? ¿Cómo tocarla? ¿Cuál es el paso
a la Ley? Rosenzweig se interroga por ese camino hacia la Ley
como camino a lo inaccesible. Lo hace con palabras y acentos muy
próximos a los de Kafka. La “pista” está “abierta” para alguien que,
una vez recorrido el camino “en toda su extensión”, no tendría ni
siquiera “el derecho de afirmar que había alcanzado entonces su
objetivo”. “Un hombre así debía incluso contentarse con decir que
había recorrido todo el camino, pero que incluso para él el objetivo
se encontraba un paso más allá: en lo inaccesible. ¿Por qué
llamarlo entonces camino? ¿Puede un camino llevar a lo
inaccesible?” ¿Sigue mereciendo el nombre de camino? Un “rodeo
laborioso y sin objetivo a través del judaísmo cognoscible nos da la
certeza de que el salto último desde lo que conocemos ya hasta
aquello que tenemos necesidad de conocer cueste lo que cueste, el
salto al Estudio, nos ha llevado al Estudio Judío”. ¿En qué consiste
la necesidad de ese salto último? La respuesta expone la
singularidad “inaudita” de la nación judía. Su relación con la Ley es y
no es la que determina Kant:
Esta especie de necesidad no la sienten los otros pueblos. Cuando uno de ellos
enseña, enseña en el seno de su pueblo y a su pueblo, incluso si no ha aprendido
nada. Todo lo que enseña se convierte en posesión de su pueblo. Pues las naciones
tienen un rostro, que se sigue buscando –cada una el suyo–. Ninguna de ellas sabe
desde su nacimiento cuál será exactamente; su rostro no está modelado mientras
están todavía en el seno de la naturaleza. Pero nuestro pueblo, el único que no viene
de las entrañas de la naturaleza que lleva consigo las naciones, sino que –¡y es esto
lo inaudito!– fue sacado como “nación de en medio de otra nación” (Dt 4, 34), nuestro
pueblo se encontró con que se le imponía una suerte diferente. Más aún, su
nacimiento llegó a ser el gran momento de su vida, el simple hecho de estar ahí
estaba ya grávido del destino de ese pueblo. “Antes incluso de estar formado”, era
“conocido”, como Jeremías, su profeta. Por eso, solo aquel que se acuerda de este
origen determinante puede pertenecer a ese pueblo: mientras que aquel que no
puede o que no quiere pronunciar su nueva palabra “en nombre del primer orador”,
aquel que se rehúsa a ser un anillo en la cadena de oro, ése no forma parte ya de su
pueblo. Y es por esto por lo que solo bajo la condición de que aprenda lo
cognoscible, podrá este pueblo aprender lo que es desconocido. Sus vastos
conocimientos deben primero ser los suyos antes de llegar a ser creativos. Y todo
esto es igualmente verdadero en relación con la Ley, con la Acción”.

Tras este rodeo, volvemos a Cohen. He aquí algunos puntos de


referencia en esta relación equívoca con Kant. En su manera de
contar la historia, Cohen, hemos visto, asignaba regularmente una
multiplicidad de orígenes a lo que llama el espíritu alemán o el
idealismo alemán: la hipótesis platónica, su recuperación o su
anticipación en el judaísmo –en especial el de Filón–, el logos
cristiano, la Reforma, Kepler, Nicolás de Cusa, Leibniz, Kant. En
cada ocasión, el nacimiento no hacía sino anunciar otro nacimiento.
En un momento dado, la cima, el apogeo (Höhepunkt) en esta
cadena de nacimientos o de montañas, era Kant (§ 6: “... hasta el
momento en que el idealismo alemán alcanza su apogeo histórico –
seinen geschichtlichen Höhepunkt-”). Pero, y aquí está la
ambigüedad, aparece ahora (§ 44) que el verdadero apogeo no es
Kant. Es Fichte: éste ha descubierto que el yo social es un yo
nacional (“Das soziale Ich hat er als das nazionale Ich entdeckt”,
subrayado por Cohen). Al buscar y al encontrar en el “yo nacional” el
“fundamento supraempírico del yo”, ha configurado así “de hecho”
(in der Tat) la cima de la filosofía alemana (So bildet Fichte in der Tat
einen Höhepunkt der deutschen Philosophie).
¿Cómo es eso posible? ¿Qué significa eso? Señalemos
primeramente que, como para Rosenzweig, es el pensamiento de lo
nacional lo que permite aquí sobrepasar la cima kantiana. Pero esta
vez es con vistas a una cima que identifica lo nacional con la
esencia de lo alemán o de la pareja judeo-alemana. Su figura
representativa es un pensador de la nación alemana, aquel mismo
que consideró la nación alemana como nación elegida, y que, con
ocasión de esto, se sirvió de la referencia a la profecía judía para
dar a entender lo que quería dar a entender, de la nación alemana, a
la nación alemana. En su Discurso a la nación alemana, habla
también de un camino de la historia humana. Precisa incluso ese “a
mitad de camino” en el que debe empezar la segunda mitad de la
historia humana:
El verdadero destino del género humano [...] es el convertirse con libertad en aquello
que es genuinamente originario. Este hacerse a sí mismo, por lo general con
sensatez y según una norma, debe empezar alguna vez y en algún sitio en el tiempo
y en el espacio, con lo cual a la primera parte de un desarrollo no libre sucedería una
segunda parte fundamental del desarrollo libre y razonable del género humano.
Somos de la opinión de que, en cuanto al tiempo, ha llegado la hora, y que en este
momento la especie se encuentra de hecho en el punto medio de su vida sobre la
tierra, en el centro de sus dos épocas principales; en cuanto al espacio, creemos que
ante todo hay que impulsar a los alemanes a que empiecen la nueva época como
precursores y modelos para todos los demás.208

No carece de significado que este Discurso (el tercero), termine con


“la visión de un antiguo profeta”:
Escuche esta época la visión de un antiguo profeta pensada para una situación no
menos lamentable. Así habla, junto al río Kebar, el profeta, consolador de prisioneros,
no en su propio país, sino en uno extraño: “La mano del Señor me sacó y me llevó a
un lejano campo que estaba lleno de huesos; y me llevaba por todas partes; y he
aquí que los huesos en el campo eran muchos y estaban totalmente secos. Y el
Señor me habló: ‘Tú, criatura humana, ¿crees que estos huesos volverán a tener
vida?’ Y yo dije: ‘Señor, eso solo Tú lo sabes’. Y Él me dijo: ‘Profetiza sobre esos
huesos secos y diles: Vosotros, huesos secos, oíd la palabra del Señor. Así habla
vuestro Señor, huesos secos, os volveré a unir mediante ligamentos y tendones, y
haré que la carne aparezca en vosotros; os cubriré con piel y os daré espíritu para
que volváis a la vida y así sepáis que yo soy el Señor’ [...]” Dejad que yazcan
mezclados y diseminados en completo desorden, como los huesos secos de que
habla el profeta, los componentes de nuestra vida espiritual superior y también los
lazos totalmente rotos de nuestra unidad nacional. Dejad que estos mismos huesos
hayan palidecido y se hayan secado bajo tormentas, aguaceros y abrasadores rayos
de sol durante siglos; el hálito vivificador del mundo del espíritu no ha dejado de
soplar. Él actuará sobre los miembros mortecinos de nuestro cuerpo nacional y los
unirá unos a otros de tal manera que volverán a surgir con magnificencia en una vida
nueva y transfigurada.

¿Cómo analiza Cohen la relación de Fichte con Kant? Y ¿cómo da


cuenta de esta dualidad de los apogeos? 1. Mediante la disociación
de lo teórico y de lo práctico. 2. Recordando el punto de vista social,
el cual habría quedado latente en la ética kantiana; 3. Mostrando
que la manifestación de lo latente junta lo nacional con lo social, el
nacionalismo con el socialismo (§ 44).
Cohen reconoce que desde el punto de vista teórico Kant no ha
sido superado. La filosofía fichteana del yo (Die Ich-Philosophie
Fichtes) es una “regresión teórica” en relación con Kant. Sería
superficial o inconsecuente no reconocerlo. Se contrapone así a
esos universitarios que, en nombre de consideraciones puramente
patrióticas, preocupados por el “mérito patriótico”, estarían entonces
dispuestos, en este contexto, a preferir al nacionalista Fichte a
cualquier precio. El gesto complejo de Cohen consiste en reconocer
la cuestión nacional como cuestión esencial y esencialmente
filosófica, pero también en subrayar al mismo tiempo que, desde un
punto de vista teórico, la filosofía fichteana del yo es regresiva.
Cohen admite también que la filosofía es un “asunto nacional” (eine
nationale Sache), y que se le debe agradecer a Fichte, a pesar de
su “regresión teórica”, el haber llevado a cabo un progreso
(Fortschritt): aquél ha llevado a su “despliegue explícito” el
socialismo latente de la ética kantiana. No olvidemos en ningún
momento que este discurso nacionalista de 1915 es también un
discurso socialista. El gran “descubrimiento” de Fichte no solo es
que el yo sea social, sino también que ese yo social es originaria y
esencialmente un yo nacional.
Dicho de otro modo, el yo del “yo pienso”, el cogito, no es formal,
como lo habría creído Kant. Aquél se aparece a él mismo en su
relación con el otro, y este socius, lejos de ser abstracto, se le
manifiesta a él mismo originariamente en su determinación nacional,
en su pertenencia a un espíritu, a una historia, a una lengua. Yo –el
yo– firma primero en su lengua espiritual. La nacionalidad del ego
no es un carácter o un atributo que sobreviene a un sujeto, el cual,
en principio, no sería nacional-social. El sujeto es originariamente y
de parte a parte, sustancialmente, subjetualmente, nacional. El ego
cogito descubierto por Fichte es nacional. Tiene una forma universal,
pero esta universalidad no adviene a su verdad a no ser como
nacionalidad. Esta “verdad nueva (neue Wahrheit) lleva a cabo” de
hecho (in der Tat) lo que estaba latente en el Ich del Ich denke
kantiano, puesto que es una “nueva realización (Verwirklichung) del
yo”. Ésta va más allá de la abstracción ética de la humanidad y
proporciona el Lebensgrund del idealismo fichteano.
Estos enunciados giran sobre ellos mismos, como una psyché. Si
la esencia de la efectividad egológica es la nacionalidad, si es ésa la
verdad del idealismo, a saber, de la filosofía misma, cuya realización
es a su vez el idealismo alemán, hay que decir, recíprocamente, que
la nación es un ego. Se relaciona con ella misma en la forma de la
subjetividad egológica. La verdad de la nacionalidad se afirma como
idealismo. Y como la verdad del idealismo filosófico, es decir, de la
filosofía en general, es el idealismo alemán, la verdad de la
nacionalidad en general es el idealismo alemán. Cuando se dice “en
general”, hay que pensar que la realización (Verwirklichung) de esta
generalidad es la nacionalidad –alemana–. La verdad del Yo en
tanto que se pone él mismo es alemana. Si en el acto de ponerse a
sí misma en tanto que nacionalidad se encuentra algo de la reflexión
y en consecuencia de la estructura narcisista en la que se
“descubre” (entdeckt) una “nueva verdad”, si ésta se plantea, se
pone o se plantea desvelándose, se encuentra uno entonces con
que el espejo de una cierta psyché está girando en el centro de la
relación consigo del ego como ego nacional. Hay sitio para un yo,
como otro, en esta relación consigo mismo del yo nacional. No solo
para otro yo, tan próximo como sea posible, sino para cualquier otro
yo. De ahí la proposición literalmente cosmopolítica que se deduce,
en buena lógica fichteana, de este idealismo nacional-socialista
alemán. Es ésta la superioridad ejemplar del idealismo alemán, al
igual que la de la nacionalidad alemana. El espíritu alemán es el
espíritu de la humanidad: “El espíritu de la humanidad es el espíritu
originario de nuestra ética. En esta determinación ética, el espíritu
alemán es el espíritu del cosmopolitismo y de la humanidad (der
Geist des Weltbürgertums und der Humanität) de nuestra época
clásica” (§ 45), es decir, del siglo XVIII.
En la cima de la cima fichteana, Cohen teme, ciertamente, los
efectos narcisistas de esta exaltación del espíritu alemán y del ego
nacional. Este temor y su formulación forman parte por otro lado del
programa o de la tipología de todos los nacionalismos. Hay siempre
un momento en el que hay que ponerse en guardia, como hace
Cohen, contra un entusiasmo o una inflamación nacional (nationale
Begeisterung) que tiene todas las apariencias de la infatuación
narcisista (Eigendünkel) y de la complacencia sentimental en lo
propio. Cohen sigue siendo lo suficientemente kantiano como para
desconfiar de la Begeisterung. Se empeña en equilibrar el
entusiasmo mediante la conciencia de la ley, la dureza de la
obligación, el sentido de la responsabilidad. El privilegio asigna
también una misión, consiste incluso en esta misión. El yo nacional
es también, claro está, un nosotros, y ante todo el sujeto de
derechos, sobre todo de deberes. Sin otra transición, Cohen
encadena enseguida con una lista de consecuencias que parecen
deducirse, de manera cuasianalítica, de este idealismo alemán: el
servicio militar obligatorio, el derecho de voto, la escolaridad
obligatoria.
Con cuidado de no ceder a las analogías engañosas se podría
tener la tentación de evocar aquí los tres “servicios” que Heidegger,
en su Discurso de Rectorado (1933) –otro discurso de guerra en
suma, de postguerra y de preguerra– deducía de la autoafirmación,
si no de la autoposición de la universidad alemana. El contenido de
estos por dos veces tres deberes no es ciertamente el mismo,
aunque en ellos se encuentra el saber y el ejército. Heidegger no
menciona el derecho de voto, que no es por lo demás un deber, sino
que todas estas obligaciones o estos servicios (Aufgaben, Dienste)
son deducidos, en los dos casos, de una autoafirmación nacional. Y
si bien el tema democrático está ausente del texto heideggeriano, el
tema socialista, incluso populista, atraviesa los dos textos.
No aproximemos imprudentemente estos dos gestos. Sus
diferencias son considerables. Pero esas diferencias se destacan en
el tejido común de una tradición que no hay que olvidar en ningún
momento. Tanto más porque el texto de Cohen es también, desde
varias perspectivas, un texto sobre la institución universitaria. Se
reconoce esto en el papel decisivo que juega la universidad
alemana en la argumentación. Primero, porque el idealismo alemán
no tiene ningún sentido, ninguna efectividad, justamente, al margen
de la efectividad de la universidad alemana y de su historia en el
siglo XIX (que es también el siglo de la emancipación de los judíos,
no lo olvidemos nunca, y Cohen sigue siendo un hombre del siglo
XIX). Después, porque, y Cohen lo dice literalmente, la universidad
debe llegar a ser cosa del pueblo, una verdadera escuela popular:
“Die Universität muss die wahrhafte Volksschule werden” (§ 44,
subraya Cohen). La autoposición del espíritu alemán, la psyché
reflexiva que asegura su conservación y su tradición, encuentra su
verdad efectiva en una universidad del pueblo. Intentemos de nuevo
una analogía prudente y limitada. Al igual que para el Heidegger de
1933, entre las tres obligaciones (Bindungen) o servicios (Arbeits-,
Wehr-, Wissensdienste), tan originarios los unos como los otros, y
de igual dignidad, el servicio del saber mantiene un privilegio en la
medida en que forma a los guardianes y a los guías del pueblo
alemán en su universidad, del mismo modo es a las “instituciones
superiores de la cultura” (höheren Bildungsstätten) a las que Cohen
quiere confiar esta pedagogía. Ésta debe ser accesible a las capas
populares, asegurar la justicia social y la unidad nacional.
Estos tres deberes ligan la conciencia del sujeto nacional. Limitan
los riesgos de la exaltación a la que podría empujar una
interpretación peligrosa del pensamiento fichteano. De una cima a
otra. La una antes de la otra, y Cohen vuelve regularmente de la una
a la otra. Definiendo los tres deberes y esta cohesión de la
conciencia nacional (Einheitlichkeit des Nationalbewusstseins), que
conforma el núcleo vivo del “sentimiento nacional”, subraya la
palabra “sentimiento” (Gefühl), pero insiste en la necesidad de
comprender el pensamiento kantiano, que no es solo un
pensamiento sentimental del deber y de la responsabilidad. (Es
cierto que lo es también: el respeto de la ley debe seguir siendo un
sentimiento):
Todo alemán debe conocer, hasta el punto de intimidad que ofrece el amor, su
Schiller y su Goethe, y tenerlos siempre tanto en la cabeza como en el corazón. Pero
esta intimidad presupone que ha adquirido también un conocimiento y una
comprensión elemental de su Kant (§ 44).

La cuestión del servicio militar, a saber, la primera de las tres


obligaciones mencionadas, merece aquí una atención particular. Por
tres razones al menos. Primero, sin duda, porque este texto lo
escribe y lo publica en plena guerra un socialista que pretende
mantenerse a pesar de todo pacifista y cosmopolitista. Después,
porque Cohen liga aquella cuestión expresamente a Kant.
Finalmente, porque su relación con la cuestión judía es entonces
bastante singular en Alemania. Sigamos estos tres hilos.
No podría uno nunca exagerar la importancia de la música en esta
problemática de la nación alemana; y sin duda de toda nación. Pero
vemos aparecer la temática militar en el corazón de lo que se nos
dice del alma, de la psyché nacional y de la música. Ésta es
primeramente la regla del aliento y de las estructuras pneumáticas
(Lufthauch, Luftgebilde), es decir, también psíquicas. La música es
el lugar de lo “sublime espiritual” (geistige Erhabenheit). Pero la
fusión del espíritu y del alma (Verschmelzung von Geist und Seele)
alcanza su pleno cumplimiento (Vollendung) solo en la música
alemana (einzig in der deutschen Musik). Hay que demostrarlo para
responder a la cuestión de lo peculiar de la música alemana así
como a la cuestión de saber por qué ésta ejerce una influencia así
sobre lo peculiar (die Eigenart) del espíritu alemán. La música es el
arte más ideal (die idealste der Künste). Esta jerarquía de las artes,
en función de su idealidad respectiva, es un supuesto de todo este
discurso. Demandaría un análisis comparativo de las clasificaciones
de las artes, de Hegel a Heidegger al menos. Aquí esta idealidad
superior de la música concuerda con todo el motivo idealista de este
discurso sobre el idealismo alemán. Si la música es el arte más ideal
es justo a causa de su carácter psíquico. La estructura, la
arquitectura o la edificación (Gebäude) de la música es puro aliento
(reiner Hauch), respiración, spiritus y psyché. Cohen está muy
atento al ritmo, pero también al vasto imperio de las formas
matemáticas que organizan la música. Rosenzweig rinde a Cohen el
homenaje de haber sido, quizá sin saberlo, un gran pensador de la
matemática:
Ha sido Hermann Cohen –que, contra la concepción que él tenía de sí mismo y
contra lo que sus obras parecen, era algo muy distinto de un mero epígono de ese
movimiento realmente terminado [que comienza en Platón]– quien ha descubierto en
la matemática un organon del pensar, precisamente porque no produce sus
elementos partiendo de la Nada vacía del cero universal y único, sino del diferencial,
o sea, de la determinada Nada que se coordina en cada caso con el elemento que se
busca.209
En ese mismo movimiento, Rosenzweig habla de Cohen como de
un “maestro”. Un maestro porque habría roto en verdad con el
“idealismo” que él sin embargo reivindicaba, habría roto con Hegel,
justamente, mediante un retorno a Kant. Rosenzweig intenta así
introducir en el corazón de la tradición idealista unas rupturas de las
que Cohen no se habría dado suficientemente cuenta. Ese mismo
movimiento discursivo concierne nada menos que a un pensamiento
de la nada, lo cual demandaría también así un debate con
Heidegger:
De este modo [el diferencial infinitesimal] abre dos vías de la nada al algo: la vía de la
afirmación de lo que no es nada y la vía de la negación de la nada. A causa de estos
dos caminos es la matemática la guía. Ella enseña a reconocer en la nada el origen
del algo. Edificamos, por tanto, aunque quizá el maestro no lo admitiera, basándonos
en la hazaña científica de su lógica del origen: el nuevo concepto de nada. Aunque,
por lo demás, al llevar adelante sus pensamientos haya podido ser él más hegeliano
de lo que creía –y así, perfectamente “idealista”, tal como él sí quería ser–, aquí, en
este pensamiento básico, rompió decisivamente con la tradición idealista. En el lugar
de la nada universal y única, que, como el cero, realmente no podía ser más que
nada –en vez, pues, de esa verdadera quimera (Unding)–, puso Cohen la nada
particular, que se rompe, fecunda, en las realidades. Al hacerlo se opuso de la
manera más decidida a la fundamentación hegeliana de la lógica en el concepto de
ser [y yo diría que Heidegger lo hizo también a su manera en Was ist Metaphysik?], y,
por tanto, al mismo tiempo, a toda la filosofía cuya herencia había Hegel asumido.
Pues aquí por vez primera vio y reconoció un filósofo, que aún (otro signo del poder
de lo que le aconteció) se tenía a sí mismo por un “idealista”, que el pensar, cuando
sale para “producir puramente”, no se encuentra con el ser, sino con Nada.
Por primera vez. Aunque es verdad que, como siempre, también aquí Kant es el
único entre todos los pensadores del pasado que ha indicado el camino que vamos a
recorrer; eso sí, también, como siempre, en las observaciones que expresó sin
concederles consecuencias sistemáticas.210

¿Es necesario subrayar de nuevo la dimensión institucional de estas


interpretaciones tan sobredeterminadas? Conciernen éstas al
sistema, a la unidad del corpus, a la manera como las tradiciones
interpretativas, auto– o heterointerpretativas, y en consecuencia las
instituciones académicas, evalúan, gestionan, ocultan, jerarquizan,
canonizan fundándose ellas mismas –tales interpretaciones e
instituciones–, a su vez, en esas operaciones. Y no lo olvidemos,
aparentemente aquí está hablando de la universidad un no-
universitario. Pero no basta con ser ajeno profesionalmente a la
universidad para ser simplemente externo a ella. Ni en tanto que
civil, ni en tanto que militar, por seguir sirviéndonos de distinciones
cómodas pero muy problemáticas, sobre todo en tiempo de guerra.
Pero ¿qué es un tiempo de guerra? Nada de lo militar es ajeno al
saber, al matema y a la matemática. Sobre todo no es ajeno a la
música militar. La grandeza de la música alemana apela a la
sublimidad de las formas espirituales (Erhabenheit der geistigen
Formen). Todo este discurso sobre el nacionalismo es también un
discurso sobre lo sublime. El sublime edificio (dieser erhabene
Formenbau) hunde sus rayos en las fuentes más puras del
sentimiento originario. Esta sublimidad de las formas espirituales va
acompañada de la matematización de los ritmos. Se junta con las
fuentes del sentimiento y conforma así la originalidad de la música
alemana. Ahora bien, ¿con qué cabe comparar esta estructuración
del sentimiento? Contestación de Cohen: con la de un Heerzug, un
dispositivo militar, un cortejo, una procesión o una parada militar (§
15).
Tenemos que recordar aquí la historia que Cohen pone en
perspectiva: no solo la de la emancipación de los judíos alemanes,
sino la de un judaísmo mundial interpretado a partir del judaísmo
alemán y en lo que liga éste a la Aufklärung y a Kant. Cohen no lo
duda, y lo dice (§ 33): la influencia de Mendelssohn y la de Kant fue
simultánea, y de la misma naturaleza. Se extiende más allá de
Alemania, al judaísmo en toda su profundidad, “así como al conjunto
de la vida cultural de los judíos, al menos de aquellos que vivían en
los países occidentales modernos”. (Esta restricción parece muy
importante, sobre todo si se tiene en cuenta el carácter
esencialmente europeo del primer sionismo.) Una vez señalada esta
influencia, Cohen subraya una vez más la “muy interior o muy
profunda afinidad moral” entre germanidad y judaísmo. Se trata del
socialismo político. Corresponde a la vez a la generalización del
sacerdocio, un motivo al mismo tiempo luterano y judío, y al
mesianismo. El Estado alemán sería en suma, en su modernidad,
sacerdotal y mesiánico. Cosa que se reconoce en su política social,
más precisamente, en el hecho de que la política social la reconoce
él como un deber, un deber ético antes de ser un deber político, un
deber ya prescrito por el derecho natural. El socialismo no es una
política entre otras, y es la política alemana por excelencia, por
esencia. El socialismo es nacional y es alemán. Puede haber
diferentes modalidades políticas o politicistas, diferentes estrategias
al llevar a la práctica un socialismo como ése, pero acerca de la
finalidad no hay ninguna duda. Esta política socialista, esta moral
inspirada por un sacerdote universal está al servicio de un
mesianismo fundamental: el mesianismo judeo-alemán.
Para ilustrar esta verdad (de la que hay en cualquier caso algunos
indicios innegables), Cohen se apoya en unos ejemplos.
Primeramente, Bismarck ha hecho del sufragio universal un derecho
inscrito en la constitución. (Recordaré aquí una observación de
Blanchot: éste, y a propósito de la alianza entre nacionalismo y
socialismo, a propósito del nacional-socialismo, se pregunta si
Heidegger no tomó a Hitler por Bismarck en 1933.211) Bismarck,
según Cohen, saca una conclusión lógica inscrita en la idea misma
de Reich alemán. El segundo ejemplo es esto en lo que nos
estamos fijando desde hace un momento. La misma lógica ha
llevado a unos discípulos de Kant a hacer del servicio militar
obligatorio una institución capital que merece estar inscrita en la
constitución alemana. Y si Cohen subraya que se trata justo de
discípulos de Kant, es para poner de relieve que aquéllos eran en
principio pacifistas. A causa de la guerra por Schleswig-Holstein y
de la guerra contra Napoleón, tuvieron que rendirse a esta
necesidad. Ésta queda marcada por la democracia, por la
socialdemocracia, más bien que por el militarismo. El carácter
obligatorio del servicio militar corresponde a una democratización de
la institución militar. La fundación de la socialdemocracia es, por otro
lado, una peculiaridad esencial (Eigenart) del espíritu alemán a los
ojos de Cohen, quien recuerda también que los judíos dieron prueba
de patriotismo militar en las guerras de liberación, mientras que en
la época de Federico II el servicio militar les estaba prohibido. Este
celo patriótico habría pues lúcidamente anticipado y preparado, en
espíritu, la letra del dispositivo legal. En cuanto al hecho de que la
socialdemocracia en tanto que fenómeno ético (una vez purificada
de sus “escorias materialistas”) sea la esencia del espíritu alemán
en su alianza con el judaísmo, es algo de lo que Cohen ve un gran
número de signos, como, por ejemplo, los orígenes judíos de Marx o
las orientaciones religiosas del joven Ferdinand Lasalle.
VI
Interpretations at war, decíamos. El estatuto, la fecha, y la finalidad
de este texto justifican la atención que damos en él a lo que
concierne a la filosofía de las fuerzas armadas, así como a la
filosofía de la guerra. Cohen pretende reconciliar al menos tres
cosas aparentemente poco compatibles. l. Desea, sin ocultarlo, la
victoria de Alemania. 2. La desea también en tanto que judío
alemán, y debe en consecuencia interpretar esta victoria como una
victoria del judaísmo, siendo así que la mayoría de los judíos en el
mundo, como él sabe bien, no son alemanes. 3. Como buen
kantiano, él no es solo cosmopolitista, es también pacifista. ¿Cómo
se las arregla?
1. Cohen desea claramente la victoria por las armas, “la victoria
heroica de nuestra patria” (den Heldensieg unseres Vaterlandes).
Cuando dice “nuestra”, se dirige a los alemanes, a los Judíos
alemanes, pero también a todos los Judíos del mundo que deberían
reconocer, recordamos, su ser o su deber-ser alemán. Este
“nosotros” lleva consigo, en este uso, en su pragmática, en su
retórica, la fuerza teleológica del “nosotros” en el Discurso a la
nación alemana. El “nosotros” es invocado a la vez como lo que
queda por constituir –y presupuesto como lo más originario–. La
esperanza en la victoria concierne realmente al triunfo propiamente
militar de los ejércitos alemanes (“Wir hoffen auch den Triumph der
deutschen Waffen”, § 41). Pero el discurso de Cohen es más
embarazoso cuando se trata de justificar esta guerra. ¿Es una
guerra justa? Como socialista pacifista, Cohen se pregunta primero:
¿era necesaria? ¿Es necesaria la guerra en general? Respuesta
aparentemente tranquila: no vamos a abordar aquí estas cuestiones.
Dependen del juicio histórico y de la filosofía de la historia. En
cuanto a las causas de la guerra, esa cuestión se deja a los
historiadores, o a las disciplinas que tratan a la vez de la historia, de
la economía y del Estado. Un paso extraño, pero en cualquier caso
fundado en la división del trabajo como división de las regiones
problemáticas, de las disciplinas del saber y de los departamentos
académicos. Otros tantos presupuestos, que son, además, de
carácter institucional.
¿Cómo puede dejar o diferir esas cuestiones alguien cuyo
propósito principal es justificar la victoria de uno de los beligerantes,
y que por otra parte se dice pacifista? ¿Cómo puede reservar esas
preguntas a unas disciplinas constituidas, y en consecuencia, a
instituciones exteriores a aquella en la que se inscribe su propio
discurso? ¿Se puede hablar aquí simplemente de evitamiento o de
denegación? Pues esta cuestión, Cohen la plantea y la evita al
mismo tiempo, en un gesto que, si no es rigurosamente kantiano, sí
conserva un estilo kantiano. Cohen dice en suma: renuncio aquí a la
filosofía de la historia, a la teodicea de la historia universal, así como
a las ciencias regionales (economía, política, etc.). Pero puedo,
replegado de acuerdo con un gesto neocriticista, mantener una
actitud reflexiva y teleológica, preguntándome: una vez que el
acontecimiento de la guerra tiene lugar, sean cuales sean sus
causas (véase para esto en los historiadores, los economistas, los
politólogos) o sus fines últimos (véase para esto en los filósofos de
la historia o en los teólogos), “¿qué enseñanzas pueden deducirse
del acontecimiento que es la guerra (aus der Tatsache der Kriege) y
de los acontecimientos del presente conflicto que permitirían
comprender mejor el destino del género humano (Bestimmung des
Menschengeschlechts) y, dentro de éste, el destino de la
germanidad (Bestimmung des Deutschtums), para esclarecer y
llevar a cabo la finalidad moral de la germanidad (um den sittlichen
Zweck des Deutschtums zu erhellen und zu erfüllen)?” (§ 43).
Cohen llama a esto un método “teleológico” (§ 43). Sólo un
método, porque al renunciar a conocer los fines últimos, los del
hombre o de Dios, se repliega uno en la cuestión siguiente: ¿cuál es
la finalidad de esta guerra con respecto a nuestro Dasein nacional
(suchen wir den Zweck dieses Krieges für unser nationales Dasein
zu erforschen)? Respuesta inmediata: esperamos de esta guerra un
renacimiento nacional (nationale Wiedergeburt) y el
rejuvenecimiento social de todo nuestro pueblo (die soziale
Verjüngung unseres gesamten Volkes: subrayado por Cohen). He
aquí por qué, a los ojos de un alemán, la victoria en las armas es
deseable.
2. Pero esta teleología alemana es también una teleología judía.
Puesto que esta guerra tiene lugar, se impone la misma pregunta;
¿por qué debe un judío desear las victorias de las fuerzas armadas
alemanas?, y ¿qué puede significar eso en el destino del judaísmo?
En respuesta, esta guerra no queda lejos de que se la presente
como una guerra de liberación. Tal es al menos la apariencia –o la
confianza-(§ 41). Mediante la “victoria heroica de nuestra patria”, el
“Dios de justicia y de amor pondrá fin a la servidumbre bárbara” que
el imperio zarista impone a nuestros hermanos. La existencia
política de estos pobres judíos rusos es un vergonzoso desafío al
derecho, a la dignidad y al respeto del hombre. Pero si bien espera
situar el judaísmo alemán por encima de los otros, por ejemplo, por
encima del judaísmo ruso sojuzgado, Cohen espera justamente que
la victoria alemana hará progresar también la emancipación de los
judíos alemanes. Cohen nota realmente que quedan progresos por
hacer también por este lado, por ejemplo, por lo que toca al
reconocimiento sin reserva de una religión judía a la que una simple
igualdad jurídica no basta. La victoria alemana debería, piensa
Cohen, dar todavía más vida y verdad a la psyché judeo-alemana.
Se sabe por qué no pudo someter su hipótesis a la prueba de la
experiencia.
3. ¿Cómo conciliar, finalmente, esta aprobación de la guerra justa,
esta esperanza de una victoria alemana –se debería decir judeo-
alemana– con un pacifismo fundamental, asociado por otro lado al
cosmopolitismo de origen kantiano? Gracias a esta idea maestra,
que al menos se parece a una Idea en el sentido kantiano: esta
guerra debe inscribirse en la perspectiva de una idea mesiánica, y
provocar una entente internacional, una paz entre las naciones.
¿Cómo fundar esta paz? Estemos atentos a la letra de estas
proposiciones. Esa literalidad concede al ejemplarismo –que
constituye el centro mismo de nuestra reflexión sobre la
nacionalidad– una de sus formulaciones más económicas. Es
necesario que nuestro ejemplo (unser Beispiel), dice Cohen (§ 41),
sirva de modelo (als Vorbild dienen dürfen). Nuestro ejemplo debe
servir de ejemplo; dicho de otro modo, de modelo, de ejemplo
ejemplar, de paradigma o de ideal: el Beispiel, como Vorbild. Debe
servir de ejemplo al reconocimiento (Anerkennung) de la
hegemonía, del predominio, de la preponderancia alemana (der
deutschen Vormacht: esta última palabra, subrayada por Cohen) en
todos los fundamentos o todas las fundaciones de la vida del
espíritu y de la vida de la psyché (in allen Grundlagen des Geistes –
und des Seelenlebens). La lógica es más extraordinaria que nunca:
no habrá entente ni paz entre las naciones si no se sigue nuestro
ejemplo. Pero sigamos la progresión que es también una tautología
redundante, entre la síntesis a priori y la explicitación analítica: hay
que seguir nuestro ejemplo (Beispiel) como un ejemplo (Vorbild)
para reconocer nuestro Vormacht, la hegemonía o la preeminencia
alemana. La progresión de Beispiel a Vorbild y a Vormacht es
tautológica puesto que el ejemplo no es un caso indiferente en la
serie. Es ejemplar, es un pre-modelo, un modelo pre-formador.
Reconocerlo como tal es reconocer la hegemonía (Vormacht). El
reconocimiento no puede mantenerse como solamente teórico. Ese
reconocimiento va acompañado de sometimiento político. En el
orden espiritual y psíquico, sin duda, del que forma parte todo este
discurso teleológico, que no deja de multiplicar, en relación con lo
extraño y con los extranjeros, en relación con “falsas glorias
alógenas”, etc., observaciones purificantes, es decir, raramente
puras, raramente exentas de toda xenofobia (cf. § 45,
especialmente).
Esta determinación espiritualista de la ejemplaridad nacional no
forma parte solo de la nación alemana. ¿Qué se diría por otra parte
si se afirmase que dicha determinación espiritualista forma parte de
esa nación solo de manera ejemplar? En ¿Qué es una nación?*,
Renan subrayaba también ese carácter nacional. “Nada material” es
suficiente para definir una nación. “Una nación es un principio
espiritual”; en consecuencia, ni la raza, ni la lengua misma, ni los
intereses, ni la afinidad religiosa, ni la geografía, ni las necesidades
militares bastan para agotar su definición. Este principio espiritual,
Renan lo llama también un “alma”: “Una nación es un alma, un
principio espiritual”.
Por razones que no son solo de tiempo y de espacio, vamos a
citar solo dos de los motivos que nos llevan a citar aquí a Renan.
Los dos nos remiten de nuevo a Cohen.
A. El primero concierne a la memoria y al olvido. Para Cohen,
tomar conciencia de una especie de nación espiritual judeo-alemana
es entregarse a una anámnesis de un género un poco particular,
que se remonta a Platón, a Filón, al logos cristiano, a Maimónides, a
Lutero, a Kant y Fichte, etc. La memoria es posible. Pero es también
necesaria y de rigor, lo cual quiere decir que no cae por su peso
simplemente: así, pues, es que el olvido es también constitutivo de
la historia que habrá conformado la nación. Ahora bien, la tesis de
Renan, a la vez paradójica y de buen sentido, es que es el olvido, y
no la memoria, lo que constituye la unidad de la nación. Y cosa más
interesante, Renan analiza este olvido como una especie de
represión: activo, selectivo, significante, interpretativo en una
palabra. El olvido no es, en el caso de la nación, el simple borrarse
psicológico, un desgaste o un obstáculo insignificante que hacen
más difícil el acceso al pasado, como si el archivo se hubiese
destruido por accidente. No, si hay olvido, es porque no se soporta
algo que estuvo en el origen de la nación, una violencia sin duda, un
acontecimiento traumático, una especie de maldición inconfesable.
En medio de relatos históricos que todos tendríamos gran interés en
releer, sea cual sea nuestra nacionalidad (yo cuento aquí al menos
cuatro), Renan escribe por ejemplo:
El olvido, e incluso diría yo el error histórico, son un factor esencial de la formación
de una nación, y es así como el progreso de los estudios históricos resulta con
frecuencia un peligro para la nacionalidad. La investigación histórica, en efecto,
vuelve a poner en evidencia los hechos de violencia que han sucedido en el origen
de todas las formaciones políticas, incluso de aquellas que han tenido consecuencias
benefactoras. La unidad se forma siempre brutalmente. La unidad de la Francia del
Norte y de la Francia del Sur fue el resultado de un exterminio y de un terror
continuado durante cerca de un siglo. El rey de Francia, que es, si me atrevo a
decirlo, el tipo ideal de un cristalizador; el rey de Francia que ha formado la más
perfecta unidad nacional que existe; el rey de Francia, visto desde demasiado cerca,
ha perdido su prestigio; la nación que él había formado, lo ha maldecido, y, hoy en
día, solo los espíritus cultivados saben lo que él valía, y lo que ha hecho.

Una serie de ejemplos (francés, eslavo, checo y alemán) le permiten


a Renan concluir:
Ahora bien, la esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas
cosas en común, y que todos hayan olvidado muchas cosas. Ningún ciudadano
francés sabe si es borgoño, alano, tefalo, visigodo; todo ciudadano francés tiene que
haber olvidado la noche de san Bartolomé, las matanzas del Sur en el siglo XIII. No
hay en Francia diez familias que puedan esgrimir la prueba de un origen franco, e
incluso esa prueba sería enteramente defectuosa, como consecuencia de los mil
cruces desconocidos que pueden descomponer todos los sistemas genealogistas.

Estas verdades, que siempre conviene que se repitan, recuerdan al


menos dos cosas. Por una parte, una nación no existe hasta que no
se esté seguro de que “todos hayan olvidado muchas cosas”.
Mientras algunos se acuerden de las violencias originarias, la nación
sigue estando poco segura de su esencia y de su existencia. Por
otra parte, mientras algunos (se) acuerden de la pureza de su origen
étnico (borgoño, alano, visigótico, por ejemplo) la nación sigue
estando poco segura de su esencia y de su existencia.
Estas verdades no tendríamos que olvidarlas. Pero no impiden al
historiador francés Renan olvidar a su vez y ser bastante violento
cuando se atreve a afirmar esta contra-verdad flagrante: “Un hecho
honroso para Francia es que jamás ha pretendido obtener la unidad
de la lengua mediante medidas coercitivas”. Se sabe que no es así
en absoluto. La objetividad de la ciencia histórica, disciplina
interpretativa de parte a parte, queda aquí afectada, en un momento
dado, en uno de sus representantes, por su pertenencia a una
institución nacional, empezando por la lengua francesa. Límites de
la autointerpretación.
Este discurso sobre el olvido no es solo interesante por lo que
dice de una violencia originaria, constitutiva y todavía sordamente
activa. Cabe también conectarlo, aunque Renan no lo haga, con una
observación situada en otro lugar del mismo texto. Si la nación tiene
un alma o un principio espiritual, no es solo, dice Renan, porque no
se funda en nada de lo que se llama la raza, la lengua, la religión, el
lugar, el ejército, el interés, etc. Es porque la nación es a la vez
memoria (y el olvido forma parte del despliegue mismo de esta
memoria) y, en el presente, promesa, proyecto, “deseo de vivir
juntos”. ¿No es esta promesa, en sí misma, estructuralmente, una
relación con el porvenir que comporta el olvido, ciertamente, una
especie de indiferencia esencial al pasado, a lo que en el presente
es solo presente, pero también un concentrarse, es decir, también,
una memoria del porvenir? “A remembered future”, podríamos decir,
variando un poco el título de un libro que conocen ustedes bien.212
No es éste el lenguaje de Renan. Lo propongo sin embargo para
interpretar el siguiente motivo de su discurso:
Una nación es un alma, un principio espiritual. Dos cosas que, a decir verdad, forman
una sola, constituyen esta alma, este principio espiritual [tenemos, pues, el espíritu y
la psyché, y ésta dividida en dos, como vamos a ver, y reflejándose así en el tiempo:
el pasado y el futuro giran en torno a un eje presente]. Una cosa está en el pasado, la
otra en el presente. La una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos;
la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar
haciendo la herencia que se ha recibido indivisa. El hombre, señores, no se
improvisa.

El “consentimiento actual”, el “deseo de vivir juntos”, son


compromisos performativos, promesas que deben ser reafirmadas
cada día, inscribiendo la necesidad del olvido justo en la memoria, el
uno en la otra indisociablemente. Más adelante dice:
La existencia de una nación es (y perdonadme esta metáfora) un plebiscito de todos
los días, como la existencia del individuo es una afirmación perpetua de vida. Oh, lo
sé, esto es menos metafísico que el derecho divino, menos brutal que el derecho
presuntamente histórico.

¿Es tan seguro esto? Dejo aquí esta pregunta en suspenso.


B. Otro tema de Renan recuerda el discurso de Cohen: el de la
confederación europea. Posterior a la guerra de 1870 y refiriéndose
a ella (es lo que tiene en común con el discurso más tardío de
Cohen, del que viene a ser contemporáneo desde ese punto de
vista), el texto de Renan toma nota, en 1882, de lo que llama la
secesión, el desmenuzamiento de las naciones:
Hemos expulsado de la política las abstracciones metafísicas y teológicas. ¿Qué
queda después de esto? Queda el hombre, sus deseos, sus necesidades. La
secesión, me diréis, y a la larga, el desmenuzamiento de las naciones son la
consecuencia de un sistema que pone estos viejos organismos a la merced de
voluntades a menudo poco esclarecidas [...] Las naciones no son algo eterno. Han
comenzado, y terminarán. Probablemente las reemplazará la confederación europea.
Pero no es ésta la ley del siglo en que vivimos. En la hora presente, la existencia de
las naciones es buena, necesaria incluso. Su existencia es la garantía de la libertad,
que estaría perdida si el mundo solo tuviese un solo dueño.

Lo cual nos lleva a nuestra tercera cuestión: ¿cómo puede Cohen


conciliar su esperanza de una victoria judeo-alemana con su
pacifismo cosmopolitista de inspiración kantiana? ¿Cómo puede el
espíritu alemán convertirse en el centro de una confederación que
garantizaría la paz mundial? ¿Cómo legitimar una guerra
pretendiendo que es justa (gerechte) porque es igualmente la
preparación (Vorbereitung) de la paz perpetua?
Si el espíritu de la humanidad universal es, ejemplarmente, el
origen de nuestra ética judeo-alemana, el espíritu alemán es
realmente, desde el punto de vista moral, el espíritu del
cosmopolitismo tal como se formó en el siglo XVIII. Si un desarrollo
nacional está al servicio de la justicia universal, el recurso a la
fuerza es legítimo cuando aquél sirve a su vez a ese desarrollo
nacional en su singularidad ejemplar. En esta guerra, dice Cohen,
cada alemán es consciente a la vez del derecho nacional y de la
justicia universal. De esa conciencia extrae una “energía sublime”
(mit erhabener Energie, § 46) y ahí de nuevo esta carta a los judíos
americanos parece decididamente un tratado de lo sublime. (Dicho
sea de paso, esta descripción de la “conciencia” del soldado es sin
duda bastante justa por haber sido también la misma en la que se
había educado el soldado francés en el mismo momento –y todo
soldado no mercenario en todas las guerras del mundo–.) En esta
conciencia, la fuerza no se opone al derecho. Aquí se inserta una
analogía entre el individuo y el Estado. “Lo que es el organismo para
el espíritu del individuo, eso mismo es la fuerza para el Estado, este
espíritu de los pueblos” (§ 46). Al igual que el individuo no debe
poner trabas a la humanidad, del mismo modo la potencia individual
de cada Estado no debe poner trabas al Estado universal, a saber,
la confederación de los Estados que debe ser el ideal de todo
Estado. Sea siguiendo el derecho natural o siguiendo el derecho
positivo e histórico, el concepto de Estado requiere la confederación.
Esta exigencia está inscrita en él, y debe llevarlo a su madurez. El
proyecto de un socialismo internacional no debe seguir siendo una
utopía. ¡Y ahí está la guerra para hacerlo salir por fin de la utopía!
Hace falta la potencia del Estado para hacer efectivo ese socialismo,
para hacer de éste otra cosa que un “arma embotada y una semi-
verdad”. Se ve aquí actuando la misma lógica, cada vez menos
kantiana, más bien o casi hegeliana: la de la efectividad o la
efectuación del Estado, justo aquella con la que ha roto
Rosenzweig. La fuerza del Estado tendría que hacer aquí efectivo
un ideal socialista e internacionalista que, de otro modo, resultaría
abstracto, quedaría en estado de pura representación subjetiva.
Así como anteriormente había puesto entre paréntesis la filosofía
de la historia, Cohen declara ahora, al parecer, justo lo contrario: el
concepto de la “confederación” o de la “culminación del ideal del
Estado” debe erigirse en “principio de la filosofía de la historia” (§
47).
Concluyamos provisionalmente con este punto. Como los demás
problemas mencionados, el de la confederación está de actualidad
en todas partes.
¿Por qué deja de inspirarse Cohen en Kant, cuando aborda el
problema de la confederación y de la paz perpetua? Porque cree, en
contra de Kant, en la necesidad de ejércitos permanentes. Kant, por
su parte, proponía en principio que la constitución de los ejércitos
permanentes (miles perpetuus) debe “desaparecer con el tiempo”:
“Ningún tratado de paz puede ser considerado como tal si en él se
reserva secretamente algún motivo para volver a empezar la
guerra”. Al condenar toda reservatio mentalis en los tratados de paz,
habla de un gorrión, y lo hace sin duda dirigiéndose a las palomas y
los halcones de todos los países: “[...] pues una paz universal
duradera conseguida mediante el llamado equilibrio de las potencias
en Europa es una simple quimera, igual que la casa de Swift, tan
perfectamente construida por un arquitecto de acuerdo con todas las
leyes del equilibrio que, al posarse sobre ella un gorrión, se vino en
seguida abajo”.*
Cohen piensa, contra Kant, que la existencia de ejércitos
permanentes no es por sí misma la causa de las guerras. Incrimina
más bien al militarismo, y condena a aquellos que ven militarismo
siempre allí donde existe lo militar. El militarismo es una depravación
de lo militar. Aquél surge cuando se exalta un ejército que no sirve
ya a un Estado digno de ese nombre, sino a poderes económicos y
a los intereses del expansionismo capitalista. Puede haber
antinomia entre el Estado y el militarismo cuando el ejército se pone
al servicio de fuerzas económicas privadas, o al de una fracción de
la sociedad civil. Pero una vez que ha llegado a ser efectivo, el
Estado ideal, es decir, ético y confederal en su enfoque, y en
consecuencia alemán en su espíritu, no tiene ninguna razón para
renunciar a su ejército permanente. Cohen opone así “nuestra
concepción del servicio militar” a la del enemigo inglés, cuya política
social ha dado impulsos a esta guerra. Es cierto que, de paso, y
esto nos impedirá una vez más simplificar nuestra lectura, Cohen
lleva a la práctica una proposición kantiana que pertenece al orden
del derecho, si no al de la moral: el ejercicio del derecho implica la
facultad de coaccionar con la fuerza.
Si ningún Estado puede ser fundado renunciando a su ejército, no es solo porque
intenta protegerse, sino que es también porque aquél pretende preservar el ideal de
la confederación, ya que ésta, como toda constitución fundada en derecho, implica
que la fuerza esté puesta al servicio de su protección. Por consiguiente, el Estado,
entidad separada y dotada de un ejército, sigue siendo, desde el punto de vista
legítimo que tiene en cuenta la historia de los pueblos en una perspectiva a la vez
genealógica y teleológica, la fuerza original (ursprüngliche Kraft) que debe dar su
impulso inicial a la culminación de la tarea moral que incumbe a la humanidad. Es
demasiado cierto que la confederación es la finalidad que debe perseguir el Estado
como para que el ideal del Estado pueda cumplirse en otro sitio que no sea aquélla
(§ 48).

Más arriba (§ 46) el Estado se había descrito como la cima (Gipfel),


la cima de la nación como también la cima de la humanidad. “El
ideal del Estado culmina en la confederación de los Estados”.
Traducción: Patricio Peñalver

198. Para dar testimonio de mi gratitud y de mi admiración, he pensado que este texto era
quizá menos inapropiado que otros. Todos los filósofos (y empezando por Cohen), todos
los temas o los problemas abordados en esta conferencia están entre aquellos sobre los
que Jacques Taminiaux ha meditado, escrito, enseñado. [El texto, en efecto, fue publicado
originalmente en un volumen de homenaje a Jacques Taminiaux: Phénoménologie et
politique, Ousia, Bruxelles, 1989.] Por otra parte, este ensayo está sacado, un poco
brutalmente, del tejido de un trabajo de seminario que vengo prosiguiendo desde hace
varios años acerca de “Nacionalidad y nacionalismo filosóficos”. Entre las innumerables
premisas o elementos contextuales que he tenido que dejar de lado de manera artificial,
señalaré al menos “Ein kritisches Nachwort als Vorwort”, que Cohen añadió a la reedición
de su artículo “Deutschtum und Judentum”. Sin duda volveré a referirme a aquél en otro
lugar. Quería además rendir homenaje a Jacques Taminiaux con algo que a mí me hace
recordar una singular experiencia política. Hace dos años, en un coloquio internacional en
Jerusalén (cf. “Cómo no hablar”, aquí mismo pp. 621-683]), propuse que en el encuentro
proyectado para el año siguiente el tema fuese “Las instituciones de la interpretación”. Este
título fue aceptado, y el encuentro tuvo lugar en Jerusalén del 5 al 11 de junio de 1988. El
preámbulo de la conferencia –cuyo título en inglés, difícil de traducir, he mantenido–
expone con qué espíritu he participado en ese encuentro, así como en otros,
simultáneamente, en los territorios ocupados, con colegas palestinos, fuera de sus
universidades por entonces –y todavía–, clausuradas éstas por decisión administrativa el
15 de julio de 1988.
199. Este argumento había sido distribuido, de acuerdo con lo convenido, en las semanas
anteriores al coloquio:
Interpretations at war.
Kant, el judío, el alemán
o
La psyché judeo-alemana: los ejemplos de Hermann Cohen y de Franz Rosenzweig. Sobre
la base de insistir en la palabra “ejemplo”, proponemos una introducción a varias
cuestiones:
1. ¿Qué es la ejemplaridad (más bien que el paradigma) en la historia de la
autoafirmación nacional? ¿Qué pasa cuando un “pueblo” se presenta como “ejemplar”? ¿o
qué, cuando una “nación” se declara encargada, en su singularidad misma, de una misión,
de un testimonio y de una responsabilidad ejemplares, es decir, de un mensaje universal?
2. ¿En qué y cómo los “pueblos” judío y alemán –o aquellos que se llaman así– han
podido declararse ejemplares de aquella “ejemplaridad”? ¿En qué y cómo, a partir de la
Aufklärung (Mendelssohn, Kant, etc.), una cierta pareja moderna, a la vez singular e
imposible (juzgada “mítica” y “legendaria” por Scholem), pareja judeo-alemana, ha sido
doblemente ejemplar de esta ejemplaridad? ¿Qué ha pasado a este respecto en el
contexto político-institucional de la “emancipación”, de las dos guerras mundiales del
sionismo y del nazismo, etc.? Se llamará “psyché” a la vez al lugar psíquico de una
“fantasmática pulsional” (amor, odio, locura, proyección, aversión, etc.) que ha constituido
la extraña pareja de esas dos “culturas”, de esas dos “historias”, de esos dos “pueblos”, y a
lo que se llama en francés una “psyché”, a saber, un gran espejo giratorio, un dispositivo de
reflexión especular.
3. ¿En qué todos estos ejemplos, y en especial el ejemplo del corpus del que vamos a
tratar (un cierto corpus firmado por Cohen y por Rosenzweig), resultan ejemplares para las
cuestiones generales que van a estar en el horizonte de esta presentación? ¿Qué es un
contexto? ¿Cómo determinar su apertura y su cierre? ¿Cómo delimitar la institucionalidad
de un contexto? ¿En qué consiste tener en cuenta un contexto institucional en una
interpretación, desde el momento en que un contexto se mantiene siempre “abierto” e
insaturable? ¿Y estabilizable pero justo porque esencialmente inestable y lábil?
En el caso de los textos que vamos a analizar (Deutschtum und judentum, de Cohen
[1915], ciertas páginas en torno a Der Stern der Erlösung, de Rosenzweig), las
dimensiones contextuales abismalmente envueltas en esto son al menos:
1. el “todo” de las dos tradiciones (la judía y la alemana);
2. la historia de la “emancipación” de los judíos alemanes;
3. la historia de la filosofía occidental (con un privilegio ejemplarmente asignado a Kant
por Cohen, Rosenzweig, y otros judíos alemanes [Benjamin, Adorno]; hablaremos de “Kant,
el judío, el alemán”);
4. la situación respectiva de los dos pensadores (en la relación del uno con el otro, la
relación con el judaísmo, con el sionismo, con la cultura alemana y –y es éste un punto
singular– con el discurso o con la tradición de la universidad, con la filosofía universitaria en
general);
5. en fin, y sobre todo, la guerra de 1914-1918: el texto nacionalista alemán (judeo-
alemán) de Cohen es, en efecto, muy particular; una potente, violenta, y perturbadora
interpretación de toda la historia de la filosofía y de las religiones occidentales, y en primer
término de la pareja judeo-alemana. Esta interpretación tuvo en primer lugar como
destinatarios a los judíos americanos, para pedirles que impidieran que los Estados Unidos
entrasen en guerra contra Alemania. Pero ¿qué significa aquí “en primer lugar”, tratándose
como se trata de enviar a su destino esa interpretación, para un texto y un contexto?
Se ha dicho de este texto que fue un texto “maldito”. No es ciertamente tan simple la
cosa. ¿Hay un “contexto” “actual” –y cuál– para volverlo a leer hoy? En lugar de responder
a estas preguntas numerosas y precipitadas, vamos a multiplicar más bien las cautelas
preliminares en cuanto al planteamiento mismo de estas preguntas”.
200. Un hommage, en Franz Rosenzweig, Les Cahiers de la Nuit Surveillée, Paris, 1982, p.
181.
201. “Una carta inédita de Gershom Scholem a Franz Rosenzweig” (٢٦ de diciembre de
١٩٢٦), en Archives des Sciences Sociales des Religions 60/1, 1985.
202. Un homenaje, op. cit., subrayado mío.
203. “Germanité et judéité”, traducido y presentado por Marc B. de Launay, Pardès nº 5,
1987.
204. Cf. Derrida, De l’esprit. Heidegger et la question, Paris, Galilée, 1987 [Del espíritu.
Heidegger y la pregunta, trad. de M. Arranz, Pre-textos, Valencia, 1989].
205. Me permito remitir aquí a los largos desarrollos consagrados a esta escena en Glas
(Galilée, Paris, 1974 [Clamor, trad. C. de Peretti y L. F. Carracedo (coordinadores), La
Oficina, Madrid, 2015.]).
206. M. Buber, Reden über das Judentum, Frankfurt, 1923.
207. F. Rosenzweig, Kleine Schriften, Berlin, 1937, pp. 106-121; trad. fr. de M. Landau en
Les Nouveaux Cahiers 32, primavera de 1973.
208. ]. G. Fichte, Discursos a la nación alemana, trad. de M. J. Varela y L. Acosta, Editora
Nacional, Madrid, 1977, pp. 115-116.
209. F. Rosenzweig, Der Stern der Erlösung [trad. de M. García-Baró, La estrella de la
redención, Sígueme, Salamanca, 1997 p. 61].
210. La estrella de la redención, trad. cit., p. 61.
211. M. Blanchot, “Les intellectuels en question”: Le débat 29, marzo de 1984 [Los
intelectuales en cuestión. Esbozo de una reflexión, trad. de M. Arranz, Tecnos, Madrid,
2003].
212. Alusión a un libro de Harold Fish, profesor de la Universidad de Bar Ilan, en Israel, y
que participaba en el coloquio.
* Aquí Derrida utiliza el término “brevet”, certificado, que luego pondrá a jugar con el
término “bref” (breve). [N. de la T.]
* Traducimos siempre “événement” por “acontecimiento” y “avènement” por “advenimiento”.
[N. de la T.]
* Ténganse aquí en cuenta dos sentidos del verbo proceder (en francés “procéder”): nacer
u originarse en algo, y pasar a poner en ejecución algo. [N. de la T.]
* “Usure” significa tanto “desgaste” como “usura” e “interés”. [N. del T.]
* Las expresiones son homófonas en francés [N. de la T.]
* La expresión contre-écrit , que traducimos aquí por “contra-escrito”, permite la resonancia
con el giro contre-faire que significa “falsear”. De aquí la referencia al falsificador que sigue
en el texto. [N. de la T.]
* Roger Laporte, La Veille, Paris Gallimard, 1963. [N. de la T.]
** El término utilizado es il, en relación con las expresiones il ne m’appartient pas y il ne
s’appartient pas que traducimos como “no me pertenece” y “no se pertenece”
respectivamente. [N. de la T.]
* La expresión blanc d’écriture, que traducimos aquí por “blanco de la escritura”, hace
referencia al blanco de la página, pero también al espacio en blanco para la firma.
Mantenemos la traducción literal para no perder el juego en torno de la “escritura”. (Ver en
este sentido J. Derrida, “Le papier ou moi, vous savez… (nouvelles spéculations sur une
luxe des pauvres)” en Les cahiers de médiologie n°4 – “pouvoirs du papier” 2e Sem. 1997,
Paris, Gallimard.) [N. de la T.]
* “Un saludo cordial desde el punto culminante del viaje. Tu Sigm” (Freud, S. Cartas a
WIlhelm Fliess. 1887-1904. Buenos Aires: Amorrortu, 1986, p. 504). [N. del T.]
* Cf., ídem, p. xxv. [N. del T.].
** Ernest Jones, entre 1953 y 1957, publica la célebre biografía de quien fuera su maestro:
“The Life and Work of Sigmund Freud”. Considérese que Jacques Derrida está remitiendo
(sin citarla en esta oportunidad) a la traducción francesa: Vie et oeuvre de Freud, vol. I.
Paris, PUF, p. 319. Por nuestra parte, hemos consultado la traducción en español de la
versión abreviada que, en 1961, prepararon Lionel Trilling y Steven Marcus. Cf., E. Jones,
Vida y obra de Sigmund Freud. Tomo I, Barcelona, Anagrama, 1981, p. 286. [N. del T.]
* Cf., E. Jones, Vida y obra de Sigmund Freud. Tomo I, Barcelona, Anagrama, 1970, p. 23.
[N. del T.].
* The Forsyte Saga, es una obra del escritor John Galsworthy publicada entre 1906 y 1929.
Su formación responde a una composición de intercalaciones narrativas: “A man of
property”, de 1906; “Indian Summer of a Forsyte, de 1918; In Chancery, y Awakening, de
1920; To Let, de 1921. La mencionada “segunda parte”, A modern comedy, publicada en
1929, a su vez, se compone de una trilogía que incluye los títulos:”The White Monkey”, de
1924; “The Silver Spoon”, de 1926; y “Swan Song”, de 1928. [N. del T.].
* Cf., J. Derrida, “Envíos” (Entre el 9 y el 19 de julio de 1979) en la Tarjeta Postal… ed. cit.,
pp. 196 y ss. [N. del T.].
* Cf. G. Flaubert, Cartas a Louise Colet, Madrid, Siruela, 1989. [N. del T.].
** Cf., G. Flaubert, Madame Bovary, Buenos Aires, Colihue, 2008. Cf., J. Rousset,
“Madame Bovary ou Le livre sur rien” en Forme et sifgnification, París, Librairie José Corti,
1986, pp. 109-133, y J. Derrida, “Fuerza y significación” en La escritura y la diferencia,
Barcelona, Anthropos, 1989, pp. 9-46, y especialmente la p. 16 (L'écriture et la difference,
Le Seuil, París, 1967, p. 179) [N. del T.].
* Cf., J. Derrida, Glas. París, Galilée, 1974, p. 60. [N. del T.].
** Se trata de una cita del libro de Eugen Herrigel: “Zen in der Kunst des Bogenschiessens”.
Mientras Derrida refiere a la traducción francesa, Le zen et l’art chevaleresque du tir à l’arc
(Paris, Devy-Livres, 1980), por nuestra parte hemos refrendado (y levemente modificado) la
traducción en español realizada por Juan Jorge Thomas: Zen en el arte del tiro con arco
(Buenos Aires, Kier, 2007). [N. del T.].
* J. Derrida, juega tanto con el “legs” en francés, legado o herencia, como en inglés,
piernas. [N. del T.].
** “Voie” puede aludir al “camino” o “vía” (nosotros hemos preferido la voz “vía”, por su
obvia cercanía con la palabras “viajero”, “vida”, “verdad”. Ahora bien, pese a que el término
“camino” puede ser más aceptado, de todas maneras nuestra inclinación responde a cierto
uso común, como cuando, por ejemplo, se habla de la galaxia como “La Voie lactée”), pero
también a los términos “manera” o “forma”: Algo similar al “way” en inglés. Ahora bien, el
“voie” también señala a la conjugación en primera y tercera persona singular del subjuntivo
presente del verbo: “voir”, “ver”. [N. del T.].
* Derrida se refiere a Ernst Halberstadt, famoso nieto de Sigmund Freud, quien, siendo un
bebé de 18 meses, fuese el niño referido en “Más allá del principio del placer” a propósito
del juego del “carrete” o “Fort Da”. Después de la guerra, en Londres, adoptaría el nombre
de Ernest Freud. [N. del T.].
** Cf., S. Freud, “Psicoanálisis y telepatía” en Obras completas. Volumen 18 (1920-22),
trad. J. L. Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, pp. 165-184. [N. del T.]
* Cf., J. F. von Eichendorff, “El anillo roto” en Las cien mejores poesías liricas de la lengua
alemana, Valencia, Maxtor, 2010, p. 59. [N. del T.].
** Cf., S. Freud, “Psicopatología de la vida cotidiana” en Obras completas. Volumen 6
(1901), trad. J. L. Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 254. [N. del T.].
* Sobre el “l’adresse à détourner”, me he apoyado en la traducción de Haydée Silva: “Así
ocurre con el apóstrofe. El apóstrofe es también un género que uno puede imponerse. Un
género y un tono. La palabra –apóstrofe– habla de la palabra dirigida al (o a la) único(a), de
la interpelación viva (el hombre de discurso o de escritura interrumpe el encadenamiento
continuo de la secuencia, con un solo giro se vuelve hacia alguien, o incluso hacia algo, se
dirige a ti) pero la palabra expresa también la habilidad para desviar [Ainsi j’apostrophe.
C’est aussi un genre qu’on peut se donner, l’apostrophe. Un genre et un ton. Le mot —
apostrophe —, il dit la parole adressée à l’unique, l’interpellation vive (l’homme de discours
ou d’écriture interrompt l’enchaînement continu de la séquence, d’une volte il se tourne vers
quelqu’un, voire quelque chose, il s’adresse à toi) mais le mot dit aussi l’adresse à
détourner]” (J. Derrida, La tarjeta postal, ed. cit., pp. 13-14 [La carte postale, p. 8] ). [N. del
T.].
** Cfr, C. Baudelaire, “El tirador galante” en Obra poética completa,Madrid, Akal, 2003, p.
487; y C. Baudelaire, Diarios íntimos. Cohetes. Mi corazón al desnudo, trad. Rafael Alberti,
Buenos Aires, Bajel, 1943. [N. del T.].
* Cf., S. Freud, “Sueño y telepatía” en Obras completas. Volumen 18 (1920-22), trad. J. L.
Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, pp. 185-212. [N. del T.].
** Cf., S. Freud, “30° conferencia. Sueño y ocultismo” (es una de las “Nuevas conferencias
de introducción al psicoanálisis”) en Obras Completas. Volumen 22 (1932-36), trad. J. L.
Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, pp. 29-52. [N. del T.].
* Hemos preferido traducir esta frase, “mais quel pas au-delà ce serait si...”, subrayando el
“(no) paso más allá”. Considérese que Derrida, a su vez, está traduciendo la frase de Freud
indicada entre paréntesis, por lo que no hay que perder de vista que el pasaje hace
mención a un “enorme paso”: “Pero reparen en el enorme paso que por sí solo sería este
supuesto más allá de nuestro actual punto de vista” (Cf., S. Freud, “Sueño y telepatía”, ed
cit., p. 184). Así es, por ejemplo, que la traducción italiana de “Telepatia” vierte “ma che
passo enorme sarebbe se…” (Psyché. Invenzioni dell’altro. Vol I, Milano, Jaca Book, 2008,
p. 283). [N. del T.].
** Cf., S. Freud, “La cabeza de Medusa” en Obras completas. Volumen 18 (1920-22).
Buenos Aires, Amorrortu, 1976, pp. 270-274. [N. del T.].
* Cf., de J. Derrida, La tarjeta postal… ed. Cit., p. 161; y La diseminación, Madrid,
Fundamentos, 1997, p. 512. [N. del T.].
* El término “forclos”, está sin duda ligado a “forclusion”, ligadura que en distintas
intensidades se despliega desde “Economimesis” (en VVAA, Mimesis. Desarticulations,
Paris, Flammarion, 1975, p. 92) hasta el Seminario póstumo “La bestia y el soberano”
donde se refiere a “el referente cuasi trascendental, el fundamento excluido, forcluido,
denegado, adiestrado, sacrificado de lo que él funda” (J. Derrida, Seminario La bestia y el
Soberano, Buenos Aires, Manantial, 2010, p. 159 / Cf. Séminaire La bête et le souverain.
Volume I, Paris, Galilée, 2008, p. 177). Ciertamente se puede traducir por forcluído, o como
más adelante lo haremos por “forcluir”, pero por esta vez hemos optado por excluído, tal
como, por ejemplo, lo hacen P. Peñalver y A. Barberá quienes en Fuerza de ley traducen
“forclose” por “excluida” (Fuerza de ley, Madrid, Tecnos, 1997, p. 83). “Forcluir”, por otra
parte, pese a que no responde a una voz castellana, es una propuesta de alguna manera
ya aceptada, tal como lo hace, por ejemplo, H. Pons en El monolingüismo del otro (Buenos
Aires, Manantial, 2009, p. 93). [N. del T.]
* Cf., S. Freud, “Sueño y telepatía”, ed. cit., pp. 189-190. [N. del T.]
** “El jueves la enterramos”. (Cf., S. Freud, “Sueño y telepatía”, ed. cit., p. 190.). [N. del T.].
* “Preferiría que ella fuera mi (segunda) mujer” (Cf., S. Freud, op. cit., p. 198). [N. del T.].
* El “bonneteau”, consiste en no perder de vista la reina de corazones en un trío de cartas,
trío que junto a la mencionada carta completan dos pinta negra. El principio es semejante
al “pepito paga doble” en Chile, “mosqueta” en Argentina, o “Trile” en España. [N. del T.].
** “El ‘sueño telepático’ puro” (Cf., op. cit., p. 200). [N. del T.].
* Cf. S. Freud, ídem. [N. del T.]
* La carta a Jones, en francés, aparece en E. Jones, La vie et l’œuvre de Freud, III. Paris,
PUF, pp. 447-448. La versión disponible en español de este libro está abreviada (E. Jones,
Vida y obra de Sigmund Freud. Tomo III, Barcelona, Anagrama, 1957) y no cuenta con la
citada carta. Hemos contrastado, sin embargo, esta referencia en la versión en español del
libro de E. Roudinesco y M . Plon, Diccionario de psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós,
2008, p. 1083. [N. del T.].
** En 1922, S. Freud leyó el “Traité de Métapsychique” de C. Richet, gracias a que M.
Eitington se lo envió desde Francia tras su publicación. Es en el contexto de la recepción
de este envío, que Freud, en una carta fechada el 13 de noviembre de 1922, dice que “...
Todo esto me intriga para hacerme perder la cabeza...” [N. del T.].
* “El núcleo de la Tierra se compone de mermelada” (p. 30). [N. del T.].
** Cf. p. 33. [N. del T.].
*** Ibíd., p. 34. [N. del T.].
* Ibíd., p. 34-42. [N. del T.].
** “Señor Prudencia”. Cf., op. cit., pp. 45 y ss. [N. del T.].
* Cf., S. Freud, “El delirio y los sueños en la ‘Gradiva’ de W. Jensen” en Obras completas.
Volumen 9 (1906-08), trad. J. L. Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, p. 60. [N. del
T.].
* Cf., J. Derrida, Sobre un tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía, Madrid,
Siglo XXI, 1994, p. 61. [N. del T.].
* Roland Barthes, El grado cero de la escritura, trad. de Nicolás Rosa, Buenos Aires, Siglo
XXI, 1973 [N. del T.].
** Roland Barthes, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, trad. de Joaquín Sala-
Sanahuja, Madrid, Paidós, 1989 [N. del T.].
* Tomaré esencialmente los textos citados en la traducción al español ya publicada, con
algunas modificaciones que me permitan mantener los acentos propios de la escritura de
Jacques Derrida [N. del T.].
* Roland Barthes, Roland Barthes por Roland Barthes, Madrid. Kairós, 1978 [N. del T.].
* Este artículo apareció en el contexto de un homenaje a Roland Barthes con motivo de su
muerte, en el que la revista Poétique congrega las reflexiones de otros notables críticos y
escritores acerca de la significación de las contribuciones de Barthes. Colaboran en ese
número Tzvetan Todorov y Gérard Genette [N. del T.].
* Juego de palabras irrecuperable: revenant quiere decir no sólo lo que regresa, sino
también “espectro”, “aparecido”. A esto alude Jacques Derrida con una especie de ironía
en la frase siguiente: “y si intentara traducir esto a otra lengua...”. Los puntos suspensivos
hablan de esta imposibilidad de traducción literal [N. del T.].
** Juego de palabras: prénom y pronom, que en francés difieren por una sola permutación
vocálica, en español requieren una supresión del prefijo [N. del T.].
* Juego de palabras: au lieu, “en el lugar”, y también, “en lugar de” [N. del T.].
* G. Flaubert, Cartas a Louise Colet, trad. de Ignacio Malaxecheverria, Siruela, 2003 (Trad
modificada.). En lo que sigue, citamos a partir de esta traducción, salvo indicación.
* J.-P. Sartre, El idiota de la familia. Gustave Flaubert desde 1821 a 1857, traducción de
Patricio Canto, Ed. tiempo contemporáneo, Buenos Aires, 1975, p. 655. [N. de los T.].
** El vocablo “bêtise”, al mismo tiempo que no está lejos de la “bestia” [“bête“], alcanza las
significaciones de “bobada”, “bobería” “necedad”, “insensatez”, “estupidez” o "tontería".
Hemos optado por esta última traducción, no sin temblor. Al respecto, remitimos a la nota
de traducción de Cristina de Peretti y Delmiro Rocha en: J. Derrida, Seminario la bestia y el
soberano. Volumen I (2001-2002), Buenos Aires: Manantial, 2010, pp. 43-44. Véase, a la
vez, las pp. 192 y ss. donde Derrida justamente se refiere a este texto, “Una idea de
Flaubert”. [N. de los T.]
* Cf. G. Flaubert, Bouvard y Pécuchet, trad. Aurora Benárdez, El cuenco de plata, Buenos
Aires, 2016, p. 216. Citamos según esta traducción, y en adelante indicamos el número de
página entre corchetes. [N. de T]
* Versión al castellano del alemán de José L. Etcheverry. S. Freud. Obras completas. Tomo
XXII. Ordenamiento, comentarios y notas de James Strachey con la colaboración de Anna
Freud. Amorrortu: Buenos Aires, 1989. [N. de la T.]
* Versión al castellano del alemán de José L. Etcheverry. Sigmund Freud. Obras completas.
Tomo XXII. Ordenamiento, comentarios y notas de James Strachey con la colaboración de
Anna Freud. Amorrortu: Buenos Aires, 1989. [N. de la T.]
** Versión al castellano del alemán de José L. Etcheverry. Sigmund Freud. Obras
completas. Tomo XIV. Ordenamiento, comentarios y notas de James Strachey con la
colaboración de Anna Freud. Amorrortu: Buenos Aires, 1989. [N. de la T.]
* Traduzco “avenir” como “por-venir” (y no simplemente como “futuro”) resaltando a partir
del guion el énfasis que Jacques Derrida pone sobre el carácter indeterminado de lo que
acontecerá. [N. de la T.]
* El término aléa, que nombra la “contingencia”, el “azar”, la “suerte", es decir, que no deja
de mantener el sentido de lo “aleatorio”, también nombra el “riesgo” y el “peligro”. Al mismo
tiempo, en la misma tirada, significa “juego de dados”. Por tanto, en este sentido, contiene
intensiva y económicamente la expresión “coup de dés”. [N. del E.]
* “Échoir”, en francés, junto con “tocar en suerte”, tiene el sentido de “llegar por azar”, “por
suerte” o “en caso fortuito”. Por otra parte, si bien “en partage” puede significar “lo que
recae como herencia”, la edición ha decidido subrayar el sentido del reparto, dado el
encadenamiento conceptual que el pasaje pone en escena: distribución, dar, recibir,
partición, nomos, nemein, moira. Al respecto, en otros lugares, también pueden consultarse
La tarjeta postal (ed. cit., p. 154) o Dar (el) tiempo (Trad., C. de Peretti, Barcelona, Paidós,
1995, p. 16). [N. del E.]
* Aquí, Derrida remite a las líneas del texto de Lucrecio según su notación clásica. Hay
traducción al castellano. Cf., T. Lucrecio, De la naturaleza, trad., F. Socas, Madrid, Gredos,
2003: “Esto que sigue anhelamos en este punto que tú también sepas, que, cuando los
cuerpos se arrastran por el vacío en derechura hacia abajo a causa de sus propios pesos,
en un momento indeterminado por lo general y en un lugar indeterminado empujan un poco
fuera de su sitio, lo suficiente para poder afirmar que su movimiento ha cambiado” (Libro II,
p. 185). En adelante, en el cuerpo del texto, señalaremos entre corchetes la página
correspondiente a esta edición. [N. del E.]
* Derrida alude al Fragmento 67 de la famosa epístola de Epicuro a Heródoto. Como se
sabe, el “Libro X” del célebre texto de Diógenes Laercio (Cf. Vida de los filósofos ilustres,
trad. C. Gargía Gual, Madrid, Alianza, 2007, pp. 511-572) está dedicado completamente a
Epicuro, lugar donde se puede consultar la mencionada epístola (Cfr, pp. 526 y ss). Ahora
bien, por nuestra parte también hemos contrastado la versión en castellano de José Vara
de las obras completas de Epicuro: “Pasando a otro punto, hay que darse cuenta además
precisamente de lo siguiente, de que lo incorpóreo […] consiste en aquello que podría ser
imaginado existente por sí solo a excepción del vacío. Y el vacío no puede ser ni sujeto
agente ni objeto paciente, sino que únicamente facilita a través de sí el movimiento a los
cuerpos. De ahí que los que pretenden convencer de que el alma es corpórea se
comportan estúpidamente, puesto que no podría hacer ni padecer nada si fuera tal como
aseguran ésos. Pero la realidad es que ésas son las dos funciones que distinguen con toda
evidencia a los atributos relativos al alma”. (Epicuro, “Epístola de Epicuro a Heródoto” en
Obras completas, trad., J. Vara, Madrid, Cátedra, 2012, p. 64). En adelante, indicaremos
entre corchetes la correspondiente paginación de esta versión en castellano. [N. del E.]
* Se trata de los fragmentos 60 y 41 de la Epístola a Heródoto. Mientras aquí Derrida cita la
traducción francesa de Robert Genaille (Laërce, Diogène “Vie, doctrines et sentences des
philosophes illustres”, publicada por la editorial Garnier Frères en 1933, y luego en 1965),
aquí se ha tenido en vista la traducción (ligeramente modificada) de J. Vara. Cf., Epicuro,
Obras completes, ed. cit., p. 61 y p. 52. Remitimos, al mismo tiempo, a la versión de García
Gual del texto de Diógenes: “60. Respecto del infinito no se puede enunciar lo alto y lo bajo
del mismo como lo más alto y lo más bajo. Sabemos, no obstante, que lo que está por
encima de nuestra cabeza, dondequiera que estemos, se prolonga al infinito, pero jamás se
nos mostrará ese extremo, o el abajo del que piensa hasta el infinito, que sería (un infinito)
arriba y abajo en relación a lo mismo. Pues eso es imposible pensarlo. De modo que es
posible imaginar una línea sola de movimiento hacia el infinito por arriba y una sola por
abajo, aun si llegara diez mil veces a los pies de los que están arriba lo que se mueve
desde nosotros hacia los espacios de por encima de nuestra cabeza, o a la cabeza de los
que están más abajo lo que se mueva hacia abajo. Pues el movimiento entero no menos
en una dirección que en la otra opuesta se imagina hasta el infinito”. (Diógenes Laercio,
Vida de los filósofos ilustres, ed. cit., pp. 535-536) y “el todo es infinito […] es infinito, desde
luego, por la multitud de los cuerpos y por la magnitud del espacio” (Ídem., p. 528). [N. del
E.]
** Dado el encadenamiento que se establece, hemos consultado la traducción al inglés de
Sein und Zeit, realizada por Joan Stambaugh (M. Heidegger, Being and time, New York,
State University of New York Press, 1996). Así, en esta versión, para este “estar arrojado”:
“Into existence” (Cf., p. 276); “into the there”, (Cf., pp. 135, 148, 265, 284, 297, 413); “into a
world” (Cf., pp. 192, 228, 348, 383,
406, 413); “into uncanniness”, (p. 343); “into the possibility of death” (p. 251); “into the
nothing” (p. 277); “being-with-one-another” (p. 175). Más adelante remitiremos a la
traducción de J. E. Rivera (M. Heidegger, Ser y tiempo, Santiago: Ed. Universitaria, 1997).
[N. del E.]
* Cf., M. Heidegger, La pregunta por la cosa, trad. J. M. García Gómez del Valle. Gerona,
Palamedes, 2009, pp. 108-109. [N. del E.]
** Cf., M. Heidegger, “Sobre la esencia y el concepto de Physis. Aristóteles, Física B, 1
(1939)” en Hitos, trad. H. Cortés y A. Leyte, Madrid, Alianza Editorial, 2000, p. 222 (pp. 199-
250). [N. del E.]
*** Cf., M. Heidegger, “Aletheia (Heráclito, fragmento 16)“ en Conferencias y artículos, trad.
E. Barjau, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1994, pp. 194-195. [N. del E.]
* “Modalidad de un estar suspendido en el vacío” (M. Heidegger, Ser y tiempo, ed. cit., p.
199). [N. del E.]
** “A esta ‘movilidad’ del Dasein en su ser propio nosotros la llamamos el despeñamiento”
(Ibíd., p. 200). [N. del E.]
*** Cf., J. Derrida, “Especular – sobre ‘Freud’” en La tarjeta postal, ed. cit., pp. 243-385.
Véase también, J. Lacan, “El Seminario sobre ‘La carta robada’” en Escritos 1, trad. T.
Segovia. México D. F., Siglo XXI, 2009, pp. 23-69. [N. del E.]
**** Cf., J. Derrida, “El cartero de la verdad” en La tarjeta postal, ed. cit., pp. 387-486,
especialmente, pp. 459 y ss. [N. del E.]
* Cf., K. Marx, Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro, Madrid,
Ed. Ayuso, 1971 (Hay otra versión: K. Marx, Tesis Doctoral, Puebla, Ed. Premiá, 1987). [N.
del E.]
** Cf., E. A. Poe, Cuentos completos, trad. J. Cortázar, Buenos Aires, Edhasa, 2009 (“Los
crímenes de la calle Morgue”, pp. 341-382, y “La carta robada”, pp. 685-706). [N. del E.]
* “Pisó una de las piedras sueltas, resbaló, torciéndose ligeramente el tobillo” (Poe, E. A.,
“Los crímenes de la calle Morgue”, ed. cit., p. 349). [N. del E.]
** “Mantuvo usted los ojos clavados en el suelo, observando con aire quisquilloso los
agujeros y los surcos del pavimento (por lo cual comprendí que seguía pensando en las
piedras), hasta que llegamos al pequeño pasaje […] que con fines experimentales ha sido
pavimentado con bloques ensamblados y remachados. Aquí su rostro se animó y, al notar
que sus labios se movían, no tuve dudas de que murmuraba la palabra ‘estereotomía’,
término que se ha aplicado pretenciosamente a esta clase de pavimento. Sabía que para
usted sería imposible decir “estereotomía” sin verse llevado a pensar en átomos y pasar de
ahí a las teorías de Epicuro; ahora bien, cuando discutimos no hace mucho este tema,
recuerdo haberle hecho notar de qué curiosa manera (por lo demás desconocida) las
vagas conjeturas de aquel noble griego se han visto confirmadas” (ídem). [N. del E.]
* “¿Cómo es posible que haya sabido que yo estaba pensando en...? Aquí me detuve, para
asegurarme sin lugar a dudas de si realmente sabía en quién estaba yo pensando”. (Ibíd.,
p. 347). [N. del E.]
** “—En nombre del cielo —exclamé—, dígame cuál es el método... si es que hay un
método... que le ha permitido leer en lo más profundo de mí” (Ibíd., p. 348). [N. del E.]
* “Examina el semblante de su compañero […] Considera el modo con que cada uno
ordena las cartas […] cuenta las cartas ganadoras y las adicionales por la manera con que
sus tenedores las contemplan. Advierte cada variación de fisonomía a medida que avanza
el juego, reuniendo un capital de ideas nacidas de las diferencias de expresión […]
Reconoce la jugada fingida por la manera con que se arrojan (yo subrayo –Jacques
Derrida) las cartas sobre el tapete”. (Ibíd., pp. 343-344). [N. del E.]
** “Una palabra casual o descuidada, la caída o vuelta accidental de una carta, con la
consiguiente ansiedad o negligencia en el acto de ocultarla, la cuenta de las bazas, con el
orden de su disposición [...] todo ello proporciona a su
percepción, aparentemente intuitiva, indicaciones sobre la realidad del juego” (Ibíd., p.
344). [N. del E.]
* “Sabía que para usted sería imposible decir ‘estereotomía’ sin verse llevado a pensar en
átomos y pasar de ahí a las teorías de Epicuro” (p. 349). [N. del E.]
** La expresión de Derrida es “pas de chance”. El “pas”, en la experiencia de la escritura
de J. Derrida, implica tanto el “no” como el “paso”. Al mismo tiempo, considérese que otras
expresiones de Derrida como “plus de vie” (pueden traducirse como “más vida” o “plus de
vida” y “no más vida”), “plus de métaphore” (“más metáfora” , y “no hay metáfora” o “no-
más-metáfora”) o “plus d’une langue” (“más que un idioma” y “no más que un idioma”), no
son simples juegos de palabras. De cierta manera, en este caso, ocurre como con el
célebre “Des tours de Babel” (que le permite a Jorge Panesi traducir “Desvíos de Babel” lo
que vertía anteriormente Peñalver como “Torres de Babel”) y con lo que en ese texto se
denomina “pas de sens” (“pasar del sentido”) y “pas-de-sens” (“sin-sentido”) [Cf. más
arriba, p. 251]. Con todo, respecto de este “pas de chance”, la edición remite a dos
traducciones: la italiana de Rodolfo Balzarotti: “Sorte infelice [pas de chance], ma è anche il
calcolo di un certo “passo felice” [pas de chance] che mi fa cadere così sui passi [passages]
provvidenzialmente necessari di Poe o di Baudelaire. Méchance [malasorte] è pas de
chance [sorte infelice/paso felice]. Tutte le note di Baudelaire su Poe, la sua vita e le sue
opere si apropono con una metitazione sulla scriturra di senza fortuna [pas de chance]”
(Psyché. Invenzioni dell’altro, Vol. 1, Milano, Jaca Book, 2008, p. 409). Y a la traducción en
lengua inglesa de Irene Harvey y Avital Ronell : “Second chance: I will not have the time to
display all my chances. No such luck [pas de chance], but it is also the calculation of a
certain pas de chance [no chance, no luck, and the step of chance] that makes me fall upon
the providentially necessary passages of Poe or Baudelaire. Méchance, that is, no luck, out
of luck, pas de chance” (Psyché. Inventions of the Other, Volume I. Stanford University
Press: California, 2007, p. 349). [N. del E.]
* “Un infortunado fue llevado no hace mucho ante nuestros tribunales; en la frente lucía un
curioso y singular tatuaje: ¡Mala suerte! Llevaba así sobre sus ojos el marbete de su vida,
como un libro su título, y el interrogatorio prueba que ese curioso rótulo era cruelmente
verídico. Existen en la historia, destinos análogos, verdaderas maldiciones, hombres que
llevan la palabra malaventurado escrita en misteriosos caracteres en los pliegues sinuosos
de su frente. El ángel ciego de la expiación se ha adueñado de ellos y les fustiga con toda
su fuerza para edificación de los demás [...] ¿Existe por tanto una providencia diabólica que
prepara el infortunio desde la cuna, que arroja [yo subrayo –Jacques Derrida] con
premeditación a las naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles […]?” C.
Baudelaire, “Edgar Poe, su vida y sus obras” en Edgar Allan Poe, trad. Carmen Santos,
Madrid, Visor, 1988, p. 45. [Hemos citado la versión de Editorial Visor, pues reúne en
castellano los trabajos que Baudelaire escribió sobre Poe. Incluye, por tanto, “Edgar Poe,
su vida y sus obras” (pp. 43-79) y “Nuevas notas sobre Edgar Poe” (pp. 89-110 –que es la
introducción a la traducción de Nuevas historias extraordinarias). Ahora bien, Jacques
Derrida cita la versión de “Poe, su vida y sus obras” publicada en 1852 en la Revue de
París. Baudelaire la corrigió hasta la versión de 1856 que es la que introduciría su
traducción de Historias extraordinarias, a su vez corregida en 1857. De todas maneras, la
edición de 1856 conserva gran parte del texto de 1852. Apuntamos esto porque la
traducción citada corresponde al texto de 1856, y el lector habrá notado que los pasajes no
coinciden à la lettre. N. del E.]
* C. Baudelaire, “Nuevas notas sobre Edgar Poe” en ibíd., p. 85. [N. del E.]
** Sobre esto, que remite al poema de Mallarmé “Un golpe de dados jamás abolirá el azar”
[Un coup de dés jamais n’abolira le hasard], Cf., J. Derrida, “La doble sesión” en La
diseminación, trad. J. M. Arancibia, Madrid, Fundamentos, 1997, pp. 263-421; S. Mallarmé,
Poesía 1864-1897, trad. F. Gorbea, Barcelona, Plaza & Janés, 1982. [N. del E.]
* Cf., S. Freud, “Psicopatología de la vida cotidiana” en Obras completas. Volumen 6, trad.
J. L. Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 1991, pp. 23-47. [N. del E.]
* S. Freud, Cartas a Wilhelm Fliess (1887-1904), trad. J. L. Etcheverry, Buenos Aires,
Amorrurtu, 1986, p. 284. (trad. ligeramente modificada). [N. del E.]
* Cf., el capítulo “VIII. El trastrocar las cosas confundido” de la “Psicopatología de la vida
cotidiana” (ed. cit., especialmente las pp. 174 y ss). Nótese que este apartado, en francés,
ha sido traducido como “Méprises et maladresses”. [N. del E.]
* Cf., Derrida, J., La tarjeta postal. De Sócrates a Freud y más allá, ed. cit., pp. 124, 142,
147-148, 187, 191, 307, 417, 427, 459-460, 462 n. [N. del E.]
* S. Freud, “Tres ensayos de teoría sexual” en Obras completas. Volumen 7, trad., J. L.
Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 1992, pp. 102-224. Cf., especialmente el 5° apartado
–“Pulsiones parciales y zonas erógenas” (pp. 152-153)– del primero de los ensayos, “Las
aberraciones sexuales” (pp. 123-156). [N. del E.]
* Cf., S. Freud, Cartas a Wilhelm Fliess (1887-1904), ed. cit, p. 284. [N. del E.]
** Cf., S. Freud, “Totem y tabú” en Obras completas. Volumen 13, trad., J. L. Etcheverry.
Buenos Aires: Amorrortu, 1991, pp. 1-164 (Especialmente, p. 78). [N. del E.]
* Cf. S. Freud, “Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci” en Obras completas. Volumen
11, trad. J. L. Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 1991, pp. 59-127. [N. del E.]
** W. Shakespeare, Hamlet (ed. bilingüe), trad. T. Segovia, México D.F., Ediciones Sin
Nombre/Universidad Autónoma de México, 2011, pp. 87-89. [N. del E.]
* Cf., N. Parra, Lear Rey & Mendigo, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego
Portales, 2004, p. 154. Citamos entre corchetes en el cuerpo. [N. del E.]
** Cf., S. Freud, “El motivo de la elección del cofre” en Obras completas. Volumen 12, trad.
J. L. Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 1992, pp. 301-318 (Véase especialmente, pp.
308 y ss.). [N. del E.]
*** Cf., S. Freud, “El motivo de la elección del cofre”, ed. cit., p. 313-315, y M. Heidegger,
“Moira (Parménides VIII, 34-41)” en Conferencias y artículos, ed. cit., pp. 171-190. [N. del
E.]
* S. Freud, “Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci”, ed. cit., p. 126. [N. del E.]
* Platón, “Fedro” en Diálogos III, trad. E. Lledó Iñigo. Madrid, Gredos, 1988, p. 340. [N. del
E.]
* Traduzco “apartitionalité”, un neologismo derrideano, con esta palabra que busca emular
el efecto de reforzamiento semántico que el vocablo parece querer provocar. [N. de la T.]
* Uso esta expresión para dar cuenta de un neologismo derrideano que tensa la palabra
entre la solicitud de los principios y su lugar, su operatividad. [N. de la T.]
* Deliberadamente traduzco “reste” por “resta” enfatizando el doble carácter de vestigio
como de destino insospechado. [N. de la T.]
* No traduzco esta expresión que Jacques Derrida repite en el conjunto de su obra para
referir a la convivencia de dos aspectos, aparentemente contradictorios, en tensión e
imbricados, enredados en la trama textual. [N. de la T.]
* En el texto en francés: “à dessein-de-soi”; “dessein” puede traducirse como designio,
propósito, proyecto intención. Cada una de esas determinaciones pueden ser
comprendidas ciertamente como aquellas del existente, del Dasein. [N. del T.]
* M. Heidegger, ¿Qué significa pensar?, traducción R. Gabás, Madrid, Trotta, 2006.
Consignamos entre corchetes los números de página a la edición en castellano. [N. del E.]
** M. Heidegger, “El habla en el poema. Una dilucidación de la poesía de Georg Trakl”
[1953] en De camino al habla, traducción I. Zimmermann, Barcelona, Serbal, 1990, pp. 33-
76. [N. del E.]
* J. G. Fichte, “Discurso séptimo. Concepción más profunda de la originariedad y
germanidad de un pueblo” en Discursos a la nación alemana, traducción L. A. Acosta y M.
J. Varela, Barcelona, Ediciones Orbis, 1984, pp. 137-154. [N. del E.]
* Se refiere a los latinos, sin duda, cuando habla de romanos; se trata de la lengua latina, y
no de los habitantes o ciudadanos de Roma. [N. del T.]
* Aquí, como en numerosos pasajes, se trata de “la question de la technique”. Como es
sabido, podemos traducir question como pregunta, como problema o como cuestión, pues
el término apunta en todos esos sentidos. [N. del T.]
** Juego de palabras entre un monstre, un monstruo, y une montre, un reloj pulsera. [N. del
T.]
* En francés “montre qui s’écarte de la montre”. Podríamos traducir, quizás, en este ensayo
sobre la mano, por nuestro término “muestra”, cercano al italiano “mostra”, cercano al
“mostro”, pero sin equivalente en francés, conservando a través de la raíz común con el
“monstre”, el juego de palabras. Es curioso el ejercicio de la traducción de este texto, de la
traducción de una traducción. La traducción de G. Granel, le Monstre qui montre, como
traducción de Zeichen, salta ya lejos [N. del T.].
* El hombre es un monstruo: véase, a este respecto, Philippe Lacoue-Labarthe, La
imitación de los modernos, Buenos Aires, La Cebra, 2010, pp. 236-238. [N. del E.]
* Cf. J. Derrida, “Geschlecht. Différence sexuelle, différence ontologique”, en L’Herne Martin
Heidegger. Paris, Éditions de l’Herne, ١٩٨٣, pp. 419-430. [N. del E.]
* En francés “Ce métier noble, comme Handwerk, ce sera aussi celui du penseur ou de
l’enseigneur qui enseigne la pensée (l’enseigneur n’est pas nécessairement l’enseignant, le
professeur de philosophie)”. [N. del T.]
* Sous-main: carpeta en castellano, expresión que no guarda, por supuesto, la referencia a
la mano. [N. del T.]
* Conservación, mantenimiento, compostura. Se juega en esa traducción con la relación a
esos dos términos, la mano, en el main-tien, y el ahora main-tenant. [N. del T.]
* Renversant/e es un adjetivo que se puede traducir por asombroso/a, desconcertante,
entre otras. Renversant (sin la e) es el participio presente [gerundio] del verbo renverser,
que se puede vertir por “invertir”, en el sentido que lo hace un espejo. Se debe escuchar,
también, tal vez, “…en esta estructura que invierte, voltea, revierte”. [N. del T.]
* Traducimos réflechir (que tiene el sentido de "reflexionar", "pensar", "considerar" e incluso
"imaginar") siempre por "reflejar" y réflexion por "reflexión". En español la palabra “reflejar”
ha perdido en el uso el sentido, corriente en francés, de reflexionar. [N. del T.]
* Maître: maestro, dueño. Véase la expresión être maître de soi (ser dueño de uno mismo
en el sentido de ser independiente, de actuar de acuerdo a su propia voluntad). [N. del T.]
* Non point: negación reforzada. El adverbio negativo point también quiere decir punto.
Véase especialmente el título de este texto: Point de folie – maintenant l’architecture. [N.
del T.]
* Inversión en el sentido de cambiar, sustituyéndolos por sus contrarios, la posición, el
orden o el sentido de las cosas no es parte del significado de la palabra francesa
investissement que pertenece al área de la economía como así también de la psicología.
* Nótese, además de las similitudes, el agregado morfológico sobre la base de trait con
pequeñas alteraciones: trait, attraction, contraction. [N. del T.]
* “Ni le pas”, en donde “pas” puede funcionar como adverbio de negación (“ni el no”) como
así también como sustantivo (“ni el paso”). Véase este elemento contenido en la palabra
impassibilité que le antecede. [N. del T.]
* Feuilletée. Nótese el juego de palabras que sigue entre feuilletée, feuille, foliiforme, folia,
folie, folle. [N. del T.]
* Fabrique. Nótese que se trata de una palabra en desuso para referirse a un
establecimiento en donde se fabrican productos. En su lugar se utiliza usine. Cabe señalar
que éste no es su único significado. [N. del T.]
* Arrêt: decisión proveniente de una autoridad superior que comporta una obligación a la
cual hay que someterse. Igualmente: sentencia, detención [N. del T.].
** En castellano, des- [N. del T.].
* Maintenue es un sustantivo y el participio pasado femenino del verbo maintenir [N. del T].
* En castellano en el original. [N. del T.]
* Al mismo tiempo, “más ser” y “basta de ser”. [N. del T.]
* Au sujet. A partir de aquí Derrida juega con la polisemia de la palabra francesa sujet, que
significa “sujeto” pero también “tema”, “motivo”, “asunto”, “objeto”. Cuando la palabra
traducida por alguna de dichas opciones es la palabra sujet la hemos consignado entre
corchetes [N. de la T.].
** La palabra francesa question puede ser traducida tanto por “pregunta” como por
“cuestión”. Hemos optado por una u otra dependiendo el contexto de la frase, sin embargo
es preciso tener presente a lo largo de los párrafos siguientes el doble sentido de la palabra
francesa, que Derrida explota en su desarrollo [N. de la T.].
* Mise en francés es un nombre proveniente del verbo mettre, poner, de allí su sentido de
“puesta” o “colocación”, sin embargo, también puede ser considerado como proveniente del
verbo miser, apostar, de allí su sentido de “oferta” o “apuesta”. Hemos intentado mantener
las dos posibilidades escribiendo “(a)puesta” [N. de la T.].
* Una traducción al castellano de ese prefacio, bajo el título “Introducción a los Escritos
judíos de Hermann Cohen” (trad. de M. García Baró) puede encontrarse en M. Beltrán, J.
M. Mardones y R. Mate (eds.), Judaísmo y límites de la Modernidad, Riopiedras,
Barcelona, 1998, pp. 13-65. [N. del T.]
* E. Renan, ¿Qué es una nación?, trad. de R. Fernández-Carvajal, Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, Madrid, 1983. [N. del T.]
* I. Kant, Teoría y práctica, trad. de J. M. Palacios, M. F. Pérez y R. Rodríguez Aramayo,
Tecnos, Madrid, 2003, p. 59. [N. del T.]
ÍNDICE ONOMÁSTICO

A
Abraham, Nicolas: 153-156, 158, 160, 162-164, 166, 719, 723, 740.
Adler, Alfred: 380.
Adorno, Theodor W.: 496, 746, 756, 764.
Agosti, Stefano: 114.
Agustín: 438, 628, 663, 671.
Arendt, Hannah: 496.
Aristóteles: 48, 58, 70, 78, 396, 438, 654, 660-661, 674, 682, 692.
Arnauld, Antoine: 51.
Artaud, Antonin: 495
Austin, John L.: 32, 329, 729.
B
Babits, Mihály: 163.
Bach, Johann S.: 20.
Bachelard, Gaston: 358.
Balthasar, Urs von: 660.
Barthes, Roland: 297-307, 309-311, 313-318, 320-325, 328-332.
Bataille, Georges: 325, 327, 461, 693.
Baudelaire, Charles: 20, 226, 270, 400-404.
Beethoven, Ludwig van: 719.
Benjamin, Walter: 225-233, 235-244, 247-249, 252, 302, 469.
Benn, Gottfried: 83.
Bennington, Geoffrey: 56.
Benveniste, Émile: 329, 513, 719.
Bergson, Henry: 61, 115, 137, 138, 438, 784.
Blanchot, Maurice: 22, 299, 312, 318, 325, 469, 578, 607, 627, 734,
797.
Boehme, Jakob: 219, 736.
Bonaparte, Napoleón: 259.
Bossuet, Jacques-Bénigne: 40.
Bruno, Giordano: 649.
Buber, Martin: 264, 750, 755, 772, 785-786.
Bülow: 716, 719.
Burlingham, Dorothy: 288.
C
Celan, Paul: 634, 690.
Certeau, Michel de: 729-734, 736-738, 740, 742.
Chalier, Catherine: 209.
Chernenko, Konstantin: 450.
Chouraqui, André: 220.
Cicerón: 13, 14, 16, 46, 48, 220, 448.
Cohen, Hermann: 743, 745-755, 757-765, 767-785, 788, 790, 792-
801, 804-807.
Colet, Louise: 263, 336, 339, 346-348, 350-354.
Comte, Auguste: 340, 701.
Condillac, Étienne Bonnot de: 344.
Corelli, Arcangelo: 586.
Cornevin: 431.
Cousin, Victor: 335-336, 344-345, 347-349, 351.
Cusa, Nicolas: 767, 774, 788.
D
Deguy, Michel: 67.
Delacampagne, Christian: 37.
de Man, Paul: 14-15, 19, 21-23, 26-28, 30-33, 699.
Demócrito: 392, 396, 398, 404, 406, 408, 409, 410, 416, 459, 590.
Desbois, Henri: 246, 247.
Descartes, René: 46, 50, 51, 52, 53, 55, 61, 68, 130, 140, 487, 509,
536, 654, 736.
Dionisio Areopagita: 621, 676.
Donato, Eugenio: 355, 691.
Donzelot, Jaccques: 37.
Dragonetti, Roger: 67.
Draper, Theodore: 449, 456-457.
Durero, Alberto: 512.
E
Eckhart: 628, 633, 639, 649, 663-665, 671-672, 676, 680, 736, 738.
Einstein, Albert: 380, 438.
Eisenman, Peter: 581-594, 604.
Epicuro: 388, 392-396, 398-400, 402, 404, 406-408.
F
Fanon, Franz: 362.
Fénelon, François: 40.
Ferguson, Frances: 459.
Fichte, Johann Gottlieb: 496-499, 528, 783, 788-791, 801.
Filón: 757, 774, 788, 801.
Flaubert, Gustave: 263, 335-356.
Fliess, Wilhelm: 258-260, 275, 411, 418.
Foucault, Michel: 45, 60, 564, 701-702.
Freud, Anna: 288.
Freud, Ernest: 267.
Freud, Sigmund: 22, 119, 129, 145-147, 158, 161-162, 164-166,
253, 258-261, 265-267, 269, 271, 273, 281, 283, 286, 288-290, 292-
293, 360, 368-369, 376-377, 379-380, 390, 397, 404, 407-424, 446,
572, 576, 692, 700, 717-720, 723-726.
G
Galsworthy, John: 261.
Gandillac, Maurice de: 225-227, 230, 232-233, 240, 243, 248, 252,
622, 629, 661.
Gasché, Rodolphe: 19.
Gassendi, Peter: 408.
Gearhart, Suzanne: 19.
Gehlen, Arnold: 764.
Gelb, Leslie H.: 448, 449, 450, 451.
George, Stefan: 93.
Girard, René: 710-712, 719.
Goethe, Johann Wolfgang von: 340, 356, 793.
Greisch, Jean: 83, 84, 88, 675, 679, 683.
Groddeck, Georg: 719.
Grün, Karl: 500.
H
Händel, Georg Friderich: 586.
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich: 23, 33, 60, 79, 113, 129, 134, 148-
149, 219, 276, 327, 337, 340, 349, 351, 371, 406, 460, 576, 602,
620, 624, 649, 674, 692, 701-703, 719, 736, 751, 778, 794-795.
Heidegger, Martin: 22, 50, 71-76, 79-86, 88, 90-97, 113, 124-136,
140, 142-144, 147-150, 239, 371, 395-397, 421, 438, 454, 457, 459,
473-496, 498-534, 565, 575, 599, 626, 649, 656, 673-683, 687, 691-
715, 717, 719-722, 736-737, 739, 747-749, 762-763, 765, 767, 773,
775, 787, 792-795, 797.
Heráclito: 396, 716.
Hitler, Adolf: 500, 797.
Hölderlin, Friedrich: 83, 88, 238-239, 251, 295-296, 501-502, 504,
690, 709, 716, 719, 725-727.
Holton, Gerald: 37.
Homero: 448.
Hopkins, Gerard Manley: 14, 19, 153, 163, 385.
Husserl, Edmund: 157, 248, 491, 747, 755, 766.
I
Ibn Esra: 776, 777.
Izutsu: 465, 471.
J
Jacobson, Roman: 122, 224.
Jannequin, Clément: 20.
Jones, Ernest: 259-261, 267, 271, 274-275, 287, 289-290, 292-293,
360.
Joyce, James: 222, 276, 454, 591.
Jung, Carl: 267, 380, 407.
Jünger, Ernst: 677, 702, 703.
K
Kafka, Franz: 151, 454, 787.
Kant, Immanuel: 45, 59-60, 236, 341, 371, 396, 438, 550, 555, 563,
591, 602, 654, 676, 701, 735, 745-748, 756, 758, 763, 766-767, 773,
778, 781, 785-786, 788, 790-791, 793-797, 801, 806.
Kepler, Johannes: 765, 767, 788.
Kipnis, Jeffrey: 592-593.
Krell, David: 531.
L
Lacan, Jacques: 132-133, 147, 150, 397, 415, 643, 689, 692, 700,
715, 717-723.
Lachartre, Brigitte: 431.
Lachelier, Jules: 138, 139, 140.
Lacoue-Labarthe, Philippe: 148, 295-296, 685,-693, 695-717, 719-
720, 723-727.
Laercio, Diógenes: 394-395.
La Fontaine, Jean de: 30, 33.
Lalande, André: 137.
Lamartine, Alphonse de: 348.
Lancelot, Claude: 51.
Laplanche, Jean: 146, 147, 160.
Laporte: 101, 105, 108-110.
Lefort: 37, 431.
Leibniz, Gottfried Wilhelm von: 46-47, 50-51, 53-59, 122, 140, 459,
476, 767, 774, 788.
Lenin, Vladímir Illich: 518.
Le Pen, Jean-Marie: 779.
Leucipo: 719.
Levinas, Emmanuel: 169, 171-172, 179, 197-198, 209, 626-627,
639, 708.
Loraux, Nicole: 37.
Loubrieu, François: 111, 113-114.
Lucrecio: 388-389, 392-394, 404, 408.
Lutero, Martín: 680, 762, 772, 775, 801.
Luthuli, Albert: 549, 550.
M
Magritte, René: 113.
Mahler, Gustav: 719, 723.
Maimónides, Moses: 761, 774, 775, 776, 801.
Mallarmé, Stéphane: 227-228, 318, 349, 404, 454, 459, 719, 726.
Mandela, Nelson: 37, 535-541, 544-559.
Mann, Thomas: 719.
Marion, Jean-Luc: 622, 626-627, 639-641, 660-662, 677-679.
Marx, Karl: 371, 398, 496, 500, 518, 537, 546, 688, 693, 798.
Mendelssohn, Moses: 745, 776, 796.
Michelet, Jules: 300, 353, 496.
Montaigne, Michel de: 52, 629.
Muralt, Andre de: 67.
N
Nancy, Jean-Luc: 148, 691, 721.
Nausífanes: 404.
Nietzsche, Friedrich: 28-29, 112-113, 129, 276, 281, 341, 353, 407,
459, 474, 501, 505, 581-582, 590, 674, 692-693, 697, 700-701, 703,
705, 711, 718-719, 722, 726, 733, 736, 764-765, 778.
P
Patmos, Juan de: 314.
Peirce, Charles Sanders: 142.
Petillon, Pierre-Yves: 37.
Picasso, Pablo: 435.
Platón: 131, 133, 272-273, 281, 283, 285, 293, 314, 335, 337, 339,
344, 347, 349, 350, 352, 371, 392, 396, 408, 416, 424, 474, 481,
584-585, 587, 638, 650, 653-658, 671, 673-674, 692, 698, 706, 710,
757, 764, 766, 769, 774-775, 794, 801.
Poe, Edgar Allan: 20, 329, 397-399, 402-404.
Ponge, Francis: 20-22, 24-25, 32-33, 35, 39, 41, 50, 740.
Pontalis, Jean-Baptiste: 146, 147, 160.
Protágoras: 409, 410.
Pseudo-Dionisio: 621, 629.
Q
Quinet, Edgar: 496.
Quintiliano: 448.
R
Reagan, Ronald: 364, 448-451.
Reik, Theodor: 288, 689, 698, 717, 719-720, 722-727.
Renan, Ernest: 801-804.
Ricoeur, Paul: 73-80, 83, 84, 88.
Rilke, Rainer Maria: 27, 239, 703.
Roazen, Paul: 288.
Rosenzweig, Franz: 734-736, 745-755, 758, 772, 785-787, 789, 794-
795, 805.
Rousseau, Jean-Jacques: 27, 248, 540, 547, 699-700, 719, 726,
775.
Russell, Bertrand: 556.
S
Sade, Marqués de: 343.
Sainte-Beuve 343.
Sallis, John: 495, 515.
San Pablo: 732, 777, 778.
Saussure, Ferdinand de: 406.
Scheler, Max: 755.
Schell, Jonathan: 456.
Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph von: 60, 61, 62, 674.
Schissel, Howard: 431.
Schlanger, Judith: 37.
Scholem, Gershom: 745, 750, 755.
Segond, Louise: 219.
Shakespeare, William: 163, 420-422, 604, 606, 620.
Silesius, Angelus (Silesio, Ángel): 730, 732-733.
Sisulu, Walter: 548.
Sócrates: 122, 253, 272, 285, 390, 415, 424, 518.
Sófocles: 238, 251, 295, 690, 728.
Spinoza, Baruch: 40, 130, 340-343, 354-355, 775-777.
Stalin, Joseph: 518.
Sterne, Laurence: 409, 410.
Stevens, Wallace: 719.
T
Taminiaux, Jacques: 743.
Tieck Ludwig: 620.
Tocqueville, Alexis de: 496.
Torok, Maria: 166, 167.
Trakl, Georg: 473, 493, 496, 503-504, 518, 523-524, 526-532, 534,
678.
Trismegisto, Pseudo-Hermes: 664.
Tschumi, Bernard: 561-564, 568-570, 572, 574-576, 578, 584, 587-
589, 591.
V
Valéry, Paul: 24.
Vinci, Leonardo da: 45, 420, 422.
Voltaire, Francois-Marie Arouet de: 218, 773.
W
Weinberger, Casper: 449-450.
Wilde, Oscar: 407.
Wittgenstein, Ludwig: 121, 142, 496, 622, 631.
Wordsworth, William: 31-32.
Z
Zuckerman: 457.
Esta primera edición de PSYCHÉ. INVENCIONES DEL OTRO, se terminó de
imprimir en el mes de marzo de 2017 en Mundo Gráfico Srl.,
Zeballos 885, Avellaneda.
Table of Contents
Psyché
Prefacio
Psyché. invenciones del otro
La retirada de la metáfora
Lo que resta a fuerza de música
Ilustrar, dice él…
Envío
Yo ― el psicoanálisis
En este momento mismo en este trabajo heme aquí
Torres de babel
Telepatía
Ex abrupto
Las muertes de Roland Barthes
Una idea de Flaubert. “La carta de Platón”
Geopsicoanálisis “and the rest of the world”
Mis chances*. Encuentro con algunas estereofonías epicúreas
La última palabra del racismo
No apocalypse, not now. a toda velocidad, siete misiles, siete
misivas
Carta a un amigo japonés
Geschlecht I. Diferencia sexual, diferencia ontológica
La Mano de Heidegger. (Geschlecht II)
Admiración de Nelson Mandela o Las leyes de la reflexión
Punto de folie. — maintenant la arquitectura
Por qué Peter Eisenman escribe tan buenos libros
Cincuenta y dos aforismos para un prólogo
El aforismo a contratiempo
Cómo no hablar. Denegaciones
Desistencia
Cantidad de sí(es)
Interpretations at war. Kant, el judío, el alemán
Índice onomástico

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