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La cautela

del salvaje
Pasiones y política
en Spinoza

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La cautela
del salvaje
Pasiones y política
en Spinoza
Diego Tatián

EDICIONES COLIHUE

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Figuraciones de la comunidad : el ojo, la carne y la palabra /
Alejandro Boverio ... [et. al.] ; compilado por Samuel Cabanchik
y Alejandro Boverio. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos
Aires : Colihue, 2014.
192 p. ; 23x16 cm. - (Colihue Universidad)
ISBN 978-950-563-423-1
1. Filosofía. I. Boverio, Alejandro II. Cabanchik, Samuel, comp.
III. Boverio, Alejandro, comp.
CDD 190

Diseño de tapa: Alejandra Getino


Ilustración de tapa: Interior de la estación (detalle), Rubén Bianco.
Óleo sobre tela, 1.00 x 0.70 cm.

Todos los derechos reservados.


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gistrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de informa-
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e índice, completos, de la presente obra exclusivamente para fines promo-
cionales o de registro bibliográfico.

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(C1405DCG) Buenos Aires – Argentina
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Prefacio a la segunda edición

Escrito en los últimos años del siglo pasado y originalmente pu-


blicado en 2001, la interpretación de Spinoza que realiza La cautela
del salvaje lleva, nítida, la impronta de ese tiempo. El tono está dado
por un conjunto de conceptos en torno a la “amistad” –tal vez la
idea central del libro–, lo “impolítico”, la resistencia a la despoliti-
zación y la pérdida de lo común. Junto al Spinoza político –pero
más intensamente– se acentúa una dimensión que “no prescribe
un arte de gobernar ni de conservar el Estado ni de transformarlo”
sino que más bien activa la interrogación por la libertad (y las prác-
ticas descentradas que le son anejas) cuando el conatus colectivo se
encuentra alienado de su ejercicio (lo que el TP llama la “inercia
de los súbditos”); esto es: “¿cómo realizar la libertad cuando no es
posible hacerlo políticamente, es decir, cuando la esfera pública
ha dejado de ser el lugar de construcción de la “vida verdadera”?”.
Esta pregunta, o constatación, pone en obra un conjunto de “ideas
y prácticas que buscan resistir, fragmentariamente, en secreto, a
la total despolitización de lo público […] [cuando] la comunidad
entre los hombres desaparece o se reduce a su límite inferior, a su
expresión mínima”.
La cautela reviste aquí como el motivo organizador de una “po-
lítica de la resistencia”, que no abjura sin embargo del anhelo de
comunidad. Spinoza es leído como el filósofo que permite pensar
y concebir la política fuera del Estado: “¿Es pensable en Spinoza
una política más allá del Estado? ¿Debemos concebir la comunidad
de hombres libres –una vez realizada– como una existencia en co-
mún más allá del Estado, del mismo modo que la amistad, como
comunidad restringida de hombres libres, es una existencia común
más acá del Estado?”. La no convertibilidad de política y Estado;
las singularidades sociales; la ética considerada en su politicidad
intrínseca y la forma de vida en tanto práctica del ser en común
redundan así en una desburocratización de la política concebida
como encuentro y composición de intensidades afectivas sin cen-
tro y sin jerarquía. La cautela del salvaje no oculta una inspiración
autonomista.
Sin embargo, en los años siguientes a su publicación se abre en
Latinoamérica una perspectiva completamente diferente a la que
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Diego Tatián

imperaba cuando el libro fue escrito, que exige un nuevo programa


de lectura, una exploración de ese “spinozismo no realizado” que
desplaza la noción de “amistad” por la de “democracia” (que en
La cautela… tenía una relevancia más bien escasa). Se abre pues un
“momento spinociano” en América Latina –también un momento
maquiaveliano y marxiano– que reactiva otro tipo de interrogan-
tes y de prácticas, una recuperación de la potencia colectiva y la
producción plenamente política de comunidad. Spinoza es no
sólo un filósofo del poder instituyente (o del poder constituyente)
sino también el filósofo de una institucionalidad inmanente que
manifiesta y expresa la singularidad social. La exploración demo-
crática en clave spinozista se desvía de las preceptivas de “éxodo”
que prescriben un abandono de la tierra del Faraón bajo la creencia
de que nada más queda por hacer allí.
Por el contrario, un spinozismo “democrático” promueve una
disputa de las instituciones, el Estado, la ley y el lenguaje público;
repone la potencia de comunidad y asume como tarea principal las
mediaciones (insuprimibles) de su expansión y su poder de afectar
(a la vez, la filosofía política es en cierto modo desplazada por una
“escritura política” que sin abjurar de la filosofía se monta en el
acontecimiento y toma por objeto de pensamiento lo que entrega el
tiempo). Una línea de lectura –y de “escritura”– bajo esta impronta
política es desarrollada en algunos ensayos reunidos en dos libros
posteriores: Spinoza. El don de la filosofía (Colihue, Buenos Aires,
2012) y Spinoza. Filosofía terrena (Colihue, Buenos Aires, 2014). Por
su parte, La cautela del salvaje dejaba abierta la herencia spinozista,
cuya fecundidad estriba en un saber de la situación. En efecto –se
lee en la conclusión–, “dos son los legados de Spinoza que se han
querido poner de relieve: frente al mundo despolitizado de la
modernidad triunfante, un elogio de la política como modalidad
eminente de incrementar nuestra esencia y desarrollar nuestra
potencia de existir; frente al mundo de la dominación total y al
total imperio de la voluntad de poder –nuestra verdad histórica–,
la necesidad de abandonar el territorio, por así decirlo, en favor de
encuentros y comportamientos impolíticos que conserven y realicen
paradójicamente el antiguo ideal político de libertad”.
La preservación de esta apertura en la deriva spinozista resulta
asimismo necesaria cuando es su carácter político el que cobra rele-
vancia en una situación dada –como podría ser el de un momento
spinociano en América Latina. De hecho, hay en el spinozismo una
dimensión irreductible a las luchas sociales por nuevas conquistas

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Prefacio a la segunda edición

democráticas a las que no ha dejado de inspirar; irreductible a los


conflictos que libra la potencia común contra los poderes fácticos
de cualquier índole que la bloquean o la inhiben; irreductible a la
formación de composiciones colectivas singulares que extienden
la libertad pública, o inventan nuevas formas de emancipación.
Tramado con la tracción democrático-libertaria de su pensamien-
to hay un Spinoza no político –lo que en Ética V se nombra con la
expresión “experiencia de la eternidad”. A la vez con radicalidad y
con calma, el realismo spinociano del poder denuncia las formas
de dominación que atestan la vida social, y proporciona las armas
para su crítica; sin embargo hay algo más, abierto a la experiencia
humana, independiente de la lucha política e inconvertible a ella.
Una diferencia para cuya designación Spinoza empleaba una pa-
labra antigua: beatitudo. Lo que la última página de la Ética alude
como cosas praeclara, cuya dificultad y cuya rareza exceden cual-
quier traducción a los términos y las prácticas orientadas hacia la
hegemonía política.
Un programa de lectura de Spinoza –como el que permite la
actual experiencia democrática en América latina, un programa
que desde una filosofía de la inmanencia considera las mediacio-
nes institucionales en las que se expresa la potencia popular– no
desconocerá sin embargo lo irreductible puramente filosófico que
el spinozismo revela a la vida humana en su diálogo inagotable con
las generaciones que, en tiempos aciagos o en coyunturas favorables
a la exploración democrática, reemprenden su estudio inspiradas
por la estrella de la emancipación.
D. T., Córdoba, junio de 2015

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Una tarde de 1985 en su casa de Buenos Aires, José Aricó, que acaba-
ba de volver del exilio, en una conversación ocasional despertó en mí un
entusiasmo por Spinoza que desde entonces no ha dejado de crecer. Nada
hubiera querido más que discutir este trabajo con él.
La Scuola di Alti Studi de la Fondazione Collegio San Carlo di Modena
me concedió una beca para cursar estudios en Italia entre 1996 y 1999.
Remo Bodei con su gran generosidad humana e intelectual acompañó la
composición del texto, cuyo estímulo mayor fue su Geometria delle passioni.
Alejandro Zamora y Daniela Pagliani me enseñaron, durante aquellos
años, el arte de la hospitalidad.
Sin esa feliz conjunción este libro no hubiera sido escrito.
A todos ellos, muchas gracias.

D. T., Córdoba, diciembre de 2000

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Prólogo

El libro de Diego Tatián tiene por objeto específico la relación


entre las pasiones y la política en Spinoza, pero plantea implícita-
mente cuestiones de más amplio radio e interés, que en el filósofo
holandés encuentran resoluciones ejemplares: ¿en qué sentido las
pasiones configuran un elemento constitutivo de la política, sea
para quien gobierna como –sobre todo– para quien es gobernado?
¿Debe la política basarse únicamente sobre la racionalidad o bien
admite, en sentido positivo, también a las pasiones como factor
de cohesión? Tales interrogantes, que irrumpen en los albores del
Estado y de la democracia de los modernos, implican no tanto un
control represivo de las pasiones cuanto su uso orientado a la con-
solidación de la convivencia entre ciudadanos. El propósito –logra-
do– de Tatián es el de interpretar la filosofía de Spinoza a la luz de
dos categorías cardinales: amistad y comunidad. Las obras mayores
(la Ética, el Tratado teológico-político con el De intellectus emendatione
como fondo) son puestas a dialogar entre sí de manera sistemática,
sin no obstante perder su especificidad y sin que esto impida una
ponderación y contextualización histórica de los conceptos.
El libro se encuentra dividido en siete partes, cada una de las
cuales profundiza un tema, integrado sucesivamente con los demás.
Para comodidad del lector proporcionaré un bosquejo, a la vez
que una interpretación, con el objeto de mostrar el procedimiento
seguido por Diego Tatián. La primera parte refiere a la noción de
“vida común” tal como se presenta desde el De intellectus emenda-
tione, donde es considerada bajo el signo de pasiones tales como
la avaritia, la libido y la ambitio, que corresponden –respectivamen-
te– al deseo desmedido de riquezas, de placer y de honores. En la
vida común, sostiene Spinoza, el ánimo se halla ocupado en cosas
“vanas y fútiles”, que distraen la mente de sus satisfacciones más
altas y que revisten un secreto parentesco con la muerte, en cuanto
disipación de eso que en la Ética se llamará vis existendi o potencia
de existir de cada individuo. El filósofo no pronuncia ninguna con-
dena moral de estas pasiones. Constata, simplemente, el hecho de
que alejan de la felicidad. Planteada la cuestión en estos términos,
Tatián inicia su itinerario siguiendo etapas que, en el examen de
la filosofía spinozista, lo conducirán de la “vida común” a la vida
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en común (en cuanto realización de la tendencia del sabio a vivir


en una comunidad ordenada), así como de la amistad a la comu-
nidad, pasando a través del examen de las pasiones individual y
políticamente más fuertes (odio, ira, ambición, miedo y esperanza),
contrapuestas a pasiones comunitarias tales como la generosidad
o el amor intelectual.
La segunda parte del trabajo concierne a la cuestión de la
amistad, filosóficamente central desde las éticas de Aristóteles,
también (sobre todo) desde el punto de vista político, en cuanto
para Spinoza el objeto de la política radica precisamente en “pro-
ducir la mayor cantidad posible de amistad”. Asimismo, la otra
tarea de la amistad consiste en representar el eslabón que conjuga
las pasiones y la razón, la utilidad y el derecho, combatiendo las
energías destructivas derivadas de pasiones no transformadas en
“afectos”, o sea, no ligadas a la energía ascendente de la alegría
mediadas por el intelecto. En el nivel político, la amistad implica la
concordia entre los ciudadanos; en el nivel personal, la posibilidad
de hablar libremente, de poner todo en común –en particular las
cosas espirituales– y buscar conjuntamente la verdad: “nada esti-
mo más –afirma Spinoza en el Epistolario, examinado de manera
aguda por Tatián– que trabar lazos de amistad con gente que ama
sinceramente la verdad”. El filósofo holandés bien sabe que entre
amigos es necesaria una práctica de la cautela, la straussiana “escri-
tura reticente”, y que la virtud del hombre libre se manifiesta tanto
en evitar los peligros como en resistirlos victoriosamente. Spinoza
conoce las “disputas” a las que arrastran los teólogos y las aborrece.
La tercera parte aborda el tema de la adulación, en cuanto
que representa, privadamente, la “contrafigura más radical de la
amistad”, una verdadera “peste” (Maquiavelo) y, políticamente, el
síntoma más elocuente de la recíproca implicancia de tiranía y servi-
dumbre. Spinoza demuestra, en fin –como ya lo había hecho desde
otra perspectiva Cicerón en el Laelius–, que “utilidad” y amistad no
entran en conflicto y que la amistad no es el refugio de los débiles,
un apoyarse unilateral de un individuo sobre otro, un llorar sobre
sus espaldas, sino un crecimiento y un fortalecimiento recíprocos.
La cuarta parte identifica al odio como causa y efecto de la tristi-
tia. Spinoza se pregunta: ¿cuáles son sus raíces y en qué medida es
evitable, sobre todo en el terreno de la religión? Cristianos, hebreos,
musulmanes –argumenta– se distinguen por la vestimenta, por el
comportamiento exterior o por frecuentar esta o aquella iglesia,
pero caeterum vita eadem omnibus est, por lo demás, la forma de vida

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Prólogo

es la misma para todos. Una sutil y refinada fenomenología de las


varias formas del odio y de la indignatio caracteriza a este capítulo.
Asimismo resulta de interés, y no en último término, la descripción
del odio que nace de imaginar que alguien posee aquello que se
ama.
La quinta parte del libro se ocupa de la ambición, o sea, de la
rivalidad por el “prestigio” y, más exactamente, del conatus orien-
tado a que los otros aprueben lo que cada uno ama u odia. La
ambición lleva al conflicto, “mantiene y fortifica” el odio, puesto
que todos desean ser amados o alabados por todos (Tatián apre-
hende justamente en estos pasajes una de las fuentes de la “lucha
por el reconocimiento” hegeliana). La “gloria”, articulada con la
“ambición”, se muestra en su doble faz: es, en efecto, condenable
y vana cuando está orientada a obtener la aprobación del vulgo,
en tanto que constituye la más alta cumbre de lo que los hombres
pueden obtener cuando se transforma en acquiescentia (término
introducido por Desmarets como traducción del francés satisfaction
de Descartes) y en la aristotélica philautia, o sea, en amor y contento
de sí mismo, en alegría que nace de la idea de una causa interior.
La sexta parte trata de miedo, esperanza, amor y pone de re-
lieve el arduo proyecto spinozista de transformar la obediencia y
la servidumbre en libertad humana y –aunque esto acontece muy
raramente– en amor intelectual. Sin embargo es esto último lo
que, desde su cima, ilumina hacia abajo algunos aspectos tanto de
la amistad como del ideal de una generosidad sin renuncia (según
el cual cada uno se esfuerza, siempre por amistad, en ayudar a los
demás, sin no obstante omitir el conato de la propia autoconserva-
ción, o mejor, la expansión del propio ser).
La séptima y última parte se refiere a la comunidad (incluso si
el sustantivo communitas es más bien raro, aunque en los textos de
Spinoza encontraremos expresiones análogas como por ejemplo
communis societas o communis multitudo). Para quien, como Spino-
za, ha sido expulsado de la comunidad hebrea de Ámsterdam y
perseguido, la reflexión sobre dicha cuestión concierne tanto a lo
pensado como a lo vivido. Y esto lo impele hacia soluciones audaz-
mente innovadoras. La comunidad no representa sólo el grupo de
pertenencia, sino que es más bien una construcción voluntaria y li-
bremente aceptada de vínculos en vista de una libertad compartida.
Y sin embargo, observa Spinoza, las ventajas de la ayuda mutua que
los hombres pueden prestarse arrancándose de la propia soledad,
generalmente no son apreciadas. Más aún, los hombres luchan por
su esclavitud como si se tratara de su salvación.
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La buena política, por consiguiente, debe consistir en la pro-


ducción de sociabilidad, en lograr que los hombres puedan concor-
diter vivere. La aspiración de comunidad y la voluntad de dominio
continuarán confrontándose sin elidirse recíprocamente, en una
lucha que políticamente no tiene término, aunque la democracia
podrá, en alguna medida, mitigar dicho conflicto conservando la
potencia de existir de cada individuo coaligada con la de los demás.
El libro es un análisis lúcido y a la vez apasionado de la temática
spinozista, conducido a través de un riguroso conocimiento del
entero corpus textual así como de la literatura secundaria. Al indi-
viduar de manera original los núcleos problemáticos esenciales del
pensamiento político de Spinoza, el autor nos ayuda, asimismo, a
una comprensión de nuestros propios problemas.
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Referencias

Se ha utilizado para el presente trabajo tanto el texto original en la


edición de Carl Gebhardt –Opera (O), Carl Winter Universitätsverlag,
Heildelberg, 1987 (primera edición 1925)–, como el texto español de
la obra completa preparada por Atilano Domínguez para Alianza
editorial, con excepción de la Ética, que hemos utilizado en la versión
de Vidal Peña –incorporada luego a la obra completa en Alianza– en
la edición anterior de Editora Nacional. La paginación, que a lo largo
del trabajo acompaña a las referencias de las obras, cuando no direc-
tamente a sus siglas, corresponde, por tanto, a las siguientes ediciones:
•  Tratadobreve (TB), versión de A. Domínguez, Alianza,
Madrid, 1990.
•  Tratado de la reforma del entendimiento (TRE), versión de
A. Domínguez, Alianza, Madrid, 1988.
•  Tratado teológico-político (TTP), versión de A. Domínguez,
Alianza, Madrid, 1986.
• Ética (E), versión de Vidal Peña, Editora Nacional, Ma-
drid, 1984.
•  Tratado político (TP), versión de A. Domínguez, Alianza,
Madrid, 1986.
• Correspondencia (C), versión de A. Domínguez, Alianza,
Madrid, 1988.
Por lo general, como se verá, se remite al mismo tiempo al texto
latino y a su versión española según las ediciones consignadas, a
las que nos hemos atenido salvo escasas excepciones.
Además de estas –a las que remiten todas las referencias salvo
especificación en contrario–, se han tenido en cuenta las siguientes
ediciones:
•  The Collected Works of Spinoza, vol. I, Princeton University Press,
1985, trad. y edición de E Curley.
•  Spinoza. Korte Verhandeling/Breve trattato, ed. bilingüe, Japadre,
L’Aquila, 1986, trad. y edición de F. Mignini.
• Ética, Editori Riuniti, Roma, 1988, trad. y edición de Emilia
Giancotti.

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Diego Tatián

•  Trattato politico, ed. bilingüe, Edizioni ETS, Pisa, 1999, trad. y


edición de Paolo Cristofolini.
•  Oeuvres complètes de Spinoza, Gallimard, Bibliothèque de la
Pléiade, Paris, 1954 (reed. 1978), trad., intr. y notas de R. Caillois,
M. Francès y R. Misrahi.
•  Spinoza: Oeuvres, 4 vols., Garnier, Paris, 1964–6, trad., intr. y
notas de Ch. Appuhn.
•  Traité politique, ed. bilingüe, Réplique, Paris, 1979, trad. de P.
F. Moreau, índice informático de P. F. Moreau y R. Bouveresse.
•  B. De Spinoza: Sämtliche Werke in sieben Bände, F. Meiner, Ham-
burg, 1965, trad. y edición de C. Gebhardt, O. Baensch y A.
Buchenau.

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Excomunión y libertad

En el folio 408 del Livro dos Acordos da Naçam se conserva la


célebre acta de excomunión de Spinoza leída en la Sinagoga de la
ciudad de Ámsterdam el 27 de julio de 1656:
Los señores del Comité directivo (Mahamad) hacen saber a sus
señorías cómo, hace días, teniendo noticias de las malas opiniones
y obras de Baruch de Espinoza, procuraron por distintas vías y
promesas apartarlo de sus malas costumbres; y que, no pudiendo
remediarlo, antes al contrario teniendo cada día mayores noticias
de las horrendas herejías que practicaba y enseñaba y de los actos
monstruosos que cometió; teniendo de ello muchos testimonios
fidedignos, que presentaron y testificaron todo en presencia del su-
sodicho Espinoza, y que quedando este convencido; que examinado
todo ello en presencia de los señores rabinos (hahamim) decidieron,
con su acuerdo, que dicho Espinoza sea excomulgado y apartado de
la nación de Israel, como por el presente lo ponen en excomunión,
con la excomunión siguiente:
Con la sentencia de los ángeles y con el dicho de los santos, con el
consentimiento del Dios bendito y el consentimiento de toda esta
Santa Comunidad y en presencia de estos santos libros (sepharim), con
los seiscientos trece preceptos que en ellos están escritos, nosotros
excomulgamos, apartamos y execramos a Baruch de Espinoza con
la excomunión con que excomulgó Josué a Jericó, con la maldición
con que maldijo Elías a los jóvenes y con todas las maldiciones que
están escritas en la Ley. Maldito sea de día y maldito sea de noche,
maldito al acostarse y maldito al levantarse, maldito sea al entrar
y al salir; no quiera el Altísimo perdonarle, hasta que su furor y su
celo abracen a este hombre; lance sobre él todas las maldiciones
escritas en el libro de esta Ley, borre su nombre de bajo los cielos y
sepárelo, para su desgracia de todas las tribus de Israel, con todas las
maldiciones del firmamento, escritas en el Libro de la Ley. Y vosotros,
los unidos al Altísimo, vuestro Dios, todos vosotros (que estáis) vivos
hoy: advirtiendo que nadie puede hablar oralmente ni por escrito,
ni hacerle ningún favor ni estar con él bajo el mismo techo ni a
menos de cuatro codos de él, ni leer papel hecho o escrito por él.
Muchas conjeturas se han hecho respecto de las “horrendas he-
rejías que practicaba y enseñaba” y de “los actos monstruosos que

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Diego Tatián

cometió”. Cuando fue excomulgado Spinoza tenía veinticuatro años


y es posible presumir que, como a lo largo de toda su vida, ninguna
voluntad de escándalo lo animaba. ¿Por qué una personalidad tan
cauta y moderada como la suya rechazó cualquier posible conci-
liación y precipitó así la excomunión? ¿Y por qué las maldiciones
y execraciones del herem a Spinoza tienen una intensidad y una
virulencia que no es posible encontrar en ningún otro anatema
proferido por la Sinagoga de Ámsterdam, ni antes ni después de
su caso? En efecto, se sabe que el herem es una herramienta disci-
plinaria que presupone una serie de advertencias previas y sólo se
aplica en última instancia. Con toda probabilidad, como por otra
parte había sucedido con Juan de Prado1, la comunidad le habría
propuesto al joven Baruch un sustento económico que le permitiera
vivir, a cambio de discreción y silencio, entre otros recursos que
zanjaran el diferendo con el menor escándalo posible. La crítica
más reciente ha llegado a relativizar la leyenda negra de la exco-
munión de Spinoza, que tiene su inspiración más antigua en el
texto de Lucas2; las investigaciones de Y. Yovel3, Henri Méchoulan4,
como también los clásicos trabajos de I. S. Révah, entre otros, han
podido contextualizar el episodio y atemperar la viva descripción de
Lucas, que atribuía la execración meramente al odio, la venganza
y la saña de su viejo maestro Morteira.
Ex-comunión, es decir, aislamiento estricto, despojo de comu-
nidad. ¿Marca esta ausencia de comunidad en algún sentido el
trabajo filosófico de Spinoza? ¿Cuál es la comunidad de la que se
acepta, se incita incluso, la exclusión? ¿Hay, por el contrario, una
comunidad que falta, una “comunidad ausente”?
Comunidad no es en Spinoza algo a lo que se pertenece sino algo
que se construye; no un dato sino un efecto; no una esencia sino
una eventualidad; no una coacción sino una libertad. Comunidad,
por consiguiente, no es algo que sucede a pesar de los miembros
que la forman sino una producción, una generación y un deseo,
un appetitus. Entrar en comunidad con algo o alguien, con otro o
con otros, es una composición intrínseca con ellos que afecta de

1
  Révah, I., S., Spinoza et Juan de Prado, Etudes Juives I, París, 1959, p. 29.
2
  Lucas, J. M., “Vida de Spinoza”, en Domínguez, A. (comp.), Biografías de Spinoza,
Alianza, Madrid, 1995, pp. 146-156.
3
  Yovel, Y., “Why Spinoza was excommunicated”, en Commentary, nov. 1977, pp. 46-52;
también Spinoza, el marrano de la razón, Anaya & Mario Muchnik, Barcelona, 1995.
4
  Méchoulan, H., “Le Herem à Ámsterdam et l’excommunication’ de Spinoza”, en Cahiers
Spinoza, nro. 3, Réplique, París, 1979-1980, pp. 117-134.

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Excomunión y libertad

manera decisiva a las singularidades que se implican de este modo


entre sí. Las potencias que definen a los seres se complicarán así en
totalidades dinámicas, parciales, abiertas, inclusivas, en la medida
en que no obstruyan mutuamente su expansión y su capacidad de
afectar y de actuar, sino que, al contrario, la favorezcan. Las tres
posibilidades que una criatura tiene para con las otras son: el con-
flicto, la inmunidad, la comunidad. Se entra en conflicto en virtud
de las pasiones –o más bien cierto modo de ser de las pasiones–; se
es inmune respecto a los demás en virtud de una operación políti-
ca que desde el exterior del cuerpo político, buscando inhibir las
pasiones, inhibe también la potencia que las pasiones expresan –o
mal expresan–, de modo que se imposibilita también la capacidad
natural que los seres tienen de afectarse entre sí de manera radical
o intrínseca; se entra en comunidad, finalmente, cuando dos o más
existencias componen sus potencias tanto según cierto modo de
ser de las pasiones –diferente al que tiene lugar en el conflicto–,
como según la razón. La producción de comunidad no presupone
la eliminación de las pasiones sino más bien su existencia, en la
medida en que no redunden en impotencia y en servidumbre sino
en cuanto vías de liberación ética y política.
El concepto spinozista de comunidad es la aspiración política ma-
yor que define el modo en que los hombres libres se vinculan entre
sí; su realización, sin embargo, como la de la libertad misma, será
de hecho –por naturaleza– incompleta y parcial. Los hombres no
sólo componen sus existencias sino que también se descomponen,
se in-comunican, se excomulgan, se destruyen por ignorancia, por
odio, por ambición o por miedo. Toda sociedad es en realidad una
mezcla variable de conflicto y comunidad; aquel será máximo bajo
el imperium violentum –que procura la inmunidad pero en realidad
genera conflicto–, en tanto que la democracia será no una forma
reificada y negativa de existencia política sino un conjunto variable
de condiciones que favorecen la producción de comunidad entre
los hombres. El ideal democrático reduce el odio y la persecución,
vuelve posible la pluralidad de los ingenia, la índole de cada uno
–o más bien su manifestación– e incrementa la comunidad y la
concordia. El Estado violento en cualquiera de sus formas, por el
contrario, incentiva la intolerancia y la superstición pero genera
también su propia resistencia. Así, cuando las palabras y las ideas
son perseguidas y castigadas al igual que los actos, la formación de
comunidad adopta maneras impolíticas, es más o menos restringida
pero puede ser absoluta: la amistad, una amistad preservada por la

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Diego Tatián

cautela, describe entonces una realización en acto de comunidad


entre hombres libres en un contexto adverso a la libertad.
Comunidad, ante todo, es ese ámbito en el cual tiene lugar la fi-
losofía, o, generalmente, la palabra exenta de temor, la palabra libre
en virtud de cuyo intercambio los hombres pueden transformar sus
existencias y acceder a la vida activa; vita activa que es la vida de la
razón –con lo que se cancela la vieja distinción griega y medieval
entre vida activa y vida contemplativa o teorética. En función de
una ontología específica, la antigua pregunta por la vida buena, en
caso de que podamos trasladarla sin más a la filosofía de Spinoza,
remite al incremento de la potencia que singulariza a los seres y a
las colectividades, a la expansión de la vis existendi que constituye
la esencia singular de cada modo. Para Spinoza este incremento es
posible de dos maneras fundamentales: por el conocimiento y por
la política (por la “conversación civil”, como diría Bruno).
La pregunta ¿cómo llegar a ser activo? es lo que determina la
filosofía de Spinoza, su reflexión sobre la vida buena o bien, según
una expresión que encontramos en varios pasajes de su obra, la
“vida verdadera”. Cómo llegar a ser activo, autónomo, libre. Sólo que
esta aspiración presupone siempre las implicancias de la finitud, las
implicancias contenidas en el hecho de ser un modo finito, en virtud
de las cuales el trabajo ético no podrá nunca cancelar totalmente
la heteronomía de los actos, pues la existencia humana es en otro y
se concibe por otro; su necesidad no se halla inscripta en su esencia
sino en un conjunto de causas exteriores, cada una de las cuales es
finita a su vez. En suma, el hombre no podrá nunca ser causa sui,
no podrá nunca existir por la sola necesidad de su naturaleza ni
estará nunca determinado a obrar completamente por sí mismo. En
todo aquello que no existe ni actúa por naturaleza propia –en todo
aquello que no es sustancia– la libertad estará siempre limitada,
en mayor o menor medida, por la coacción de causas exteriores.
Por consiguiente, el hombre no concibe adecuadamente, lleva una
existencia dominada por la imaginación y es apasionado en virtud
de su estatuto originario: su destino es el de ser en otro; no ser
dueño de sí ni explicarse nunca totalmente desde sí.
El signo de los hombres es el de no ser sustancias sino modos
(E, II, 10): este deberá ser el presupuesto, el punto de partida de
la reflexión sobre la libertad. Así, un modo finito se dice libre
cuando la mayor parte de sus actos y la mayor parte de sus afectos
se explica(n) por su sola potencia, lo cual nunca es una situación
dada ni un hecho originario, sino la condición alcanzada merced

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Excomunión y libertad

a un proceso de liberación. Un proceso del conatus mediante el cual


su capacidad de afectar y ser afectado se determina por ideas ade-
cuadas, de las que se derivan afectos activos que se explican por sí
mismos, esto es, que no son el efecto de una causa ignota e inaccesi-
ble a la imaginación. Afectos que: o bien son el efecto de una causa
exterior comprendida en cuanto tal –en este caso seguimos aún
siendo pasivos puesto que somos afectados por la acción de otro,
pero también activos en la medida en que comprendemos dicho
afecto por su causa, con lo que se cancela su mayor poder: nuestra
incomprensión–; o bien se explican por nuestra sola actividad, por
nuestra sola potencia de afectarnos y de modificarnos a nosotros
mismos. En este caso somos activos de la manera más eminente:
nos expresamos y modificamos a nosotros mismos de igual manera
que la sustancia se expresa en una infinidad de modos –se modifica
infinitamente– de los que es causa en el mismo sentido en que es
causa de sí. La capacidad humana de afectarse de manera activa
–que significa reducir al mínimo las fluctuaciones del ánimo, la
incidencia de la fortuna y el poder de las fuerzas exteriores adversas
con relación a nuestra esencia, a nuestro poder de perseverancia y
resistencia– es la capacidad de pensar, de conocer adecuadamente
y, en el límite, la capacidad de conocer amorosamente.
La libertad, la actividad, el conocimiento y el amor no remiten a
la voluntad sino a la potencia; es decir: no resultan de mandamientos
ni de preceptivas ni de valores, sino que se deducen de la fuerza de
existir de una criatura singular o de una comunidad dada de la misma
manera que las propiedades de un triángulo se derivan de su concepto.
Como se sabe, el conocimiento adecuado, que en la Ética corres-
ponde al conocimiento de segundo género y al conocimiento de
tercer género, tiene origen en la formación de “nociones comunes”;
pero la formación de nociones comunes concierne decisivamente
al incremento de la potencia, lo que significa que la epistemología
no es una esfera autónoma sino que se halla subordinada a una
liberación práctica. A la formación de nociones comunes, dispo-
sitivo dinámico en la constitución del conocimiento adecuado,
corresponde la producción de comunidades, mecanismo adecuado
para la liberación y la expansión de la potencia pública. Lo común
se revela de este modo como el mecanismo general en el que se
articulan entre sí las dos vías maestras a través de las que nuestra
potencia se incrementa: el conocimiento y la política. Deberemos
por tanto aprehender lo común como un dispositivo de liberación
que conduce a los hombres a la vida activa, a la vera vita.

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Diego Tatián

Lo común es el secreto de una estrategia de los tránsitos que se


orienta a la promoción de transitiones positivas en todos los regis-
tros posibles: transición de las afecciones pasivas a las afecciones
activas, de la tristeza a la alegría, de la imaginación a la razón, de
lo inadecuado a lo adecuado, de la servidumbre a la libertad, y –en
política– de la sociedad a la comunidad, o más precisamente de
la multiplicidad a la multitud5. La noción de potentia multitudinis
y en general el concepto de multitudo –ausente por completo en
la Ética aunque no del todo en el Tratado teológico-político, ya que
aparece en los capítulos XVII y XVIII– es uno de los motivos cen-
trales del Tratado político. Con él Spinoza designa la forma política
que cobra la multiplicidad anárquica del estado de naturaleza una
vez que los derechos naturales de los individuos se radicalizan al
transformarse en potencia democrática, esto es en una potencia
común que no anula, sino que más bien incrementa, la potencia
individual. La democracia es al estado civil lo que la anarquía es
al estado natural de los hombres: mantiene las potencias original-
mente libres de una multiplicidad dada, pero las inscribe en un
ámbito de comunicación, de composición, en un ámbito común.
Sólo que el pasaje de la anarquía natural a la democracia política
no es nunca inmediato, presupone un modo de socialización basado
en la pasionalidad humana, terreno elemental en el que toma su
principio la reflexión sobre la vida civil. Es allí donde se interpo-
ne y revela toda su pertinencia la pregunta política fundamental:
¿porqué hay sometimiento y no más bien no sometimiento?, o bien
–si la formulamos positivamente–: ¿porqué hay servidumbre y no
más bien amistad? Es este el interrogante último que anima este
trabajo, y al que se ha procurado no perder de vista en ninguna
de las estaciones seguidas en el análisis.
En Política 1252b dice Aristóteles que “La ciudad es la comunidad
[…] que tiene su origen en la urgencia del vivir, pero subsiste para
el vivir bien”. Si la “urgencia del vivir” –que podríamos pensar en
general como la conservación de la vida– está en el origen, el sen-
tido de la vida en la ciudad, de la vida pública, no es ni la urgencia
ni la conservación. No es, la de Aristóteles, una “bio-política”6. Su
5
  Cfr. el ensayo de Hardt, M., “L’art de l’organisation: agencements ontologiques et
agencements politiques chez Spinoza”, en Futur antèrieur, nro. 7, 1991, pp. 141 y ss.
6
  Como se sabe, ha sido Michel Foucault quien designó con este vocablo una manera
según la cual “se ha intentado, a partir del siglo XVIII, de racionalizar los problemas
planteados a la práctica gubernamental por un conjunto de seres vivientes constitui-
dos en una población: salud, higiene, natalidad, longevidad, razas…” (“Naissance de la

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Excomunión y libertad

objeto no es tanto la protección del sumo mal de la muerte sino


la construcción de la vida buena. La política aristotélica no es, si
se permite la traslación, “una meditación de la muerte sino de la
vida”, donde vida no ha de entenderse como un conjunto de nece-
sidades dadas que deben ser satisfechas por la sociedad, sino como
construcción y realización de un bíos, de una “forma de vida” –en
cuanto tal no necesaria– gracias a la cual los hombres acceden a
su propia plenitud.
La construcción de la vida buena en tanto vida política remite en
Aristóteles –de manera compleja, como veremos– a la amistad; en
efecto, “la obra propia de la política consiste en producir la mayor
cantidad posible de amistad”7. Pero la vida buena, como así también
la amistad, está vedada a los malos, a los malvivientes; quienes se
hallan sumidos en la vida mala, los malintencionados, no pueden
ser amigos ni pueden formar parte de una koina ta philon, de una
comunidad de amigos –tampoco podrán ser buenos ciudadanos.
Aristóteles adjudica a los malos, a quienes llevan una vida mala, la
desemejanza, la multiplicidad, el carácter polimorfo: “El hombre
bueno es siempre semejante a sí mismo […] el malo y el insensato
no se parecen en nada por la tarde a lo que eran por la mañana”8;
pero, sobre todo, los malos son quienes no pueden dejar de preferir
las cosas (prágmata) a las personas, quienes subordinan la amistad
a los bienes, es decir, aquellos para quienes “el amigo resulta ser
un accesorio de las cosas y no las cosas de los amigos”9. Podríamos
pensar que estas características de los malos –el polimorfismo y la
ambición– los vuelve propensos a la adulación más que a la amistad.
Si confrontamos este ideal clásico esbozado brevemente con
el estatuto moderno (posthobbesiano) de la política, resultará
claro que se ha transformado completamente. Tal vez este cambio

biopolitique”, en Foucault, M., Dits et Ecrits 1954-1988, tomo III, Gallimard, París, 1994,
p. 818. Cfr. también el ensayo de Agamben, G., “Forma-di-vita”, en Mezzi senza fine. Note
sulla politica, Bollati Boringhieri, Torino, 1996, pp. 13-19). Damos aquí al término una
acepción más amplia –que se extiende al menos hasta Hobbes– que la foucaultiana,
entendiendo por “biopolítica” una manera de concebir la política que tiene por materia
no nociones concernientes a la libertad de los ciudadanos, sino a la necesidades de los
hombres en cuanto seres vivos. Seguramente es en la obra de Hannah Arendt donde
encontraremos la crítica más significativa a esta última forma de comprender la esfera
pública, que deviene así despolitizada, preponderantemente “social”.
7
 Aristóteles, Ética Eudemia 1234b 22-23.
8
  Ibid., 1239b 10-15.
9
  Ibid., 1237b 30. Sobre la teoría aristotélica de la amistad en la Ética Eudemia, Cfr. De-
rrida, J., Politiques de l’amitiè, Galilée, París, 1994.

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Diego Tatián

encuentra su formulación más eficaz en un conocido pasaje de


La paz perpetua, donde escribe Kant: “El problema de la constitu-
ción de un Estado puede ser solucionado, por muy extraño que
parezca, aun cuando se trate de un pueblo de demonios, siempre
y cuando estén dotados de inteligencia. El problema se reduce a
esto: cómo organizar una multitud de seres razonables que desean,
todos, leyes universales para su propia conservación, aun cuando
cada uno de ellos, en el secreto de su ánimo, se inclina siempre a
eludir la ley. Se trata de ordenar su vida en una constitución de
tal modo que, aunque sus sentimientos íntimos sean opuestos y
hostiles unos a otros, se neutralicen entre sí y el resultado público
de esos seres sea exactamente el mismo que si no tuvieran malas
intenciones”10. Es decir, el problema kantiano –trastornando total-
mente la observación aristotélica según la cual un hombre bueno
sólo en un Estado bueno puede ser buen ciudadano– es el de cómo
constituir un Estado de manera tal que pueda hacer de “hombres
malos” buenos ciudadanos, o bien de un conjunto de demonios
seres cuyo comportamiento público carezca de hostilidad. Como
podrá verse, se trata en esencia del programa político de Hobbes,
en el que resultan cruciales los conceptos de obediencia e interés. Es
decir, sólo el interés, el autointerés, el egoísmo, podrían motivar
a un “demonio” o a un “lobo” a obedecer, no obstante su íntima
“inclinación a eludir la ley”. De manera que el problema a resolver
es aquí el de cómo crear las condiciones políticas para que el interés
en obedecer sea mayor que la inclinación a transgredir –o, como
dice Kant, a hacer de sí mismos una excepción. Naturalmente, un
diseño así concebido se articula en función de ciertas representa-
ciones y de ciertas pasiones: amenazas y promesas, castigos y pre-
mios, temores y esperanzas. Las nociones a las que se subordinan
todas las demás son las de orden y seguridad; cómo establecer un
orden y cómo garantizar una seguridad. Sin dudas, todo lector del
Tratado teológico-político lo sabe, estos problemas no son ajenos a la
reflexión política de Spinoza.
Norberto Bobbio ha sugerido que la historia del pensamiento
político está dominada por dos grandes antítesis: anarquía/unidad
y opresión/libertad. Es decir, la filosofía política reconoce en su
historia una tradición que tiene por motivo fundamental la defen-
sa del orden o la unidad contra la anarquía, y otra que procura la

10
 Kant, Zum ewigen Frieden, BA 40, Kant-Werke, IX, p. 224; trad. española, La paz perpetua,
Espasa, Calpe, Madrid, 1982, p. 126.

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Excomunión y libertad

libertad contra la opresión11. El de Thomas Hobbes es un pensa-


miento de la unidad; su problema no es el de la opresión sino el de
la anarquía, no es el de un exceso de poder sino el de su carencia
o, directamente, el de su disolución. ¿Es Spinoza un pensador del
orden o un pensador de la libertad? ¿Un filósofo contra la anarquía
y la inseguridad o un filósofo contra la opresión? Los estudiosos de
su obra han señalado en ella contradicciones y tensiones varias, y
no sólo de un libro por relación a otro sino también en el interior
de un mismo libro. El contractualismo moderno en general es una
técnica que se orienta fundamentalmente a dar solución a los con-
flictos suscitados por una condición dada por naturaleza, o bien a
prever las situaciones de anarquía que sobrevienen a las sediciones.
Sabemos que el capítulo XVI del TTP formula una teoría del pacto
que, a primera vista al menos, es similar a la del Leviatán. Sabemos
también que esta teoría desaparece por completo en el Tratado Po-
lítico. Seguramente será posible encontrar en los textos de Spinoza
elementos contractualistas y anti-contractualistas, por ejemplo la
noción de multitudinis potentia en el TP o la de amicitia en la Ética.
Pero incluso si nos detenemos en el propósito mismo del TTP, que
hallamos suficientemente explicitado en su portada, llegaremos a
advertir algo extraño, en cualquier caso una manera de plantear el
problema, y de resolverlo, claramente distinta a la manera como lo
había hecho Hobbes. En tanto el filósofo inglés veía en la pluralidad
de las opiniones respecto de lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo,
etc., y, en suma, en la libertad de pensar lo que se quiera y decir
lo que se piensa, la raíz misma de la disgregación del poder, y, por
tanto, la fuente del desorden, el conflicto y la anarquía, Spinoza
escribe bajo el título del Tratado teológico-político: “contiene varias
disertaciones en las que se demuestra que la libertad de filosofar
no sólo puede concederse sin perjuicio para la piedad y la paz del
Estado, sino que no se la puede abolir sin suprimir con ella la paz,
e incluso la piedad, del Estado”.
Tal vez no solamente debamos ver en este texto una inspiración
anti-hobbesiana evidente, sino también una cierta corrosión del
esquema propuesto por Bobbio. Pensar el orden, está diciendo Spi-
noza, es pensar la libertad, y viceversa; el origen de la anarquía no
es la libertad sino la opresión. La seguridad, tanto como la libertad,
son las metas del Estado; esta no se alcanza sin aquella, aquella se
suprime suprimiéndose esta: “…su fin último [del Estado] no es

  Bobbio, N., Thomas Hobbes, Fondo de Cultura Económica, México, 1991, pp. 36-37.
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dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a


otro, sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo, para que
vivan, en cuanto sea posible, con seguridad […] El verdadero fin
del Estado es, pues, la libertad”12.
Spinoza explica la formación de la vida civil según un estricto
realismo antiintelectualista: no a partir de la razón sino de las pa-
siones humanas; es decir, a partir del derecho natural definido no
por la razón –tal como lo concibe Grocio siguiendo la tradición
aristotélico-tomista–, sino, en consonancia con Hobbes, por el
deseo y el poder.
A diferencia de la mayor parte de la tradición filosófica, Spino-
za no dirá nunca que se trata de eliminar las pasiones, propósito
inútil en la medida en que el hombre sea considerado como un ser
finito, como el modo que es, como una pars Naturae: “Padecemos en
la medida en que somos una parte de la naturaleza que no puede
concebirse por sí misma, sin las demás partes” (E, IV, 2), determi-
nación fundamental del conatus explicitada a lo largo de Ética, IV.
La aspiración a la vida ética tanto como a la vida política mejor,
por consiguiente, presupone la realidad de las pasiones a la vez que
consiste en reducir la pasividad tanto como sea posible para colmar
de manera activa la capacidad de afección por la que se singulari-
zan y definen los hombres; esto es, consiste en hacer que las ideas
inadecuadas –connaturales a la finitud, a la vida pasional– ocupen
sólo una pequeña parte de nuestra Mens. El procedimiento merced
al cual esto es posible se halla descripto en el escolio de E, V, 20,
texto en el que se explicita que “la potencia del alma se define sólo
por el conocimiento, y su impotencia o pasión se juzga sólo por la
privación de conocimiento, esto es, por lo que hace que las ideas se
llamen inadecuadas”. La existencia dominada por ideas inadecua-
das redunda en apasionamiento, inconstancia, fluctuación; frente a
la condición pasiva, la operación de la que el alma es capaz consiste
en sustituir una comprensión falsa e imaginativa de las pasiones
por una idea verdadera de su realidad, una idea que las explique
por sus causas, pues “no hay afección alguna del cuerpo de la que
no podamos formar un concepto claro y distinto” (E, V, 4).
Ahora bien, el principio decisivo de la teoría spinozista de las
pasiones afirma que “el apetito por el que se dice que el hombre
actúa y el apetito por el que se dice que el hombre padece es uno
y el mismo” (ibid.), principio que presupone la ruptura operada

12
 Spinoza, Tratado teológico-político, cap. XX, pp. 410-411; O, III, pp. 240-241.

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Excomunión y libertad

por la antropología cartesiana respecto del esquema aristotélico


y escolástico según el cual las pasiones tienen origen en el alma
sensitiva, opuesta al alma racional. En efecto, los presuntos com-
bates entre una parte inferior y una parte superior del alma sólo
son imaginación, pues, dice Descartes, “no hay en nosotros más
que un alma y en ella no hay diversidad de partes: la misma que
es sensitiva es racional y todos sus apetitos son voliciones”13. Por
consiguiente, nada de lo pensado por la tradición respecto de las
pasiones puede, dice Descartes, ser de utilidad; es necesario comen-
zar todo de nuevo. Esta radicalidad será confesada en la primera
página del texto: “En nada se manifiesta tanto lo defectuosas que
son las ciencias que le debemos a los antiguos, como en lo que
han escrito acerca de las pasiones; pues, no obstante ser esta una
materia cuyo conocimiento ha sido siempre muy buscado, y que no
parece ser de los más difíciles […], lo que han enseñado acerca de
ella los antiguos es tan poca cosa, y en general tan poco digno de
crédito, que ninguna esperanza abrigo de acercarme a la verdad
en este punto si no me aparto de los caminos seguidos por ellos;
por lo cual me veo obligado a escribir aquí como si se tratara de
una materia de la que nadie se hubiera ocupado antes que yo”14.
En lo que respecta a las pasiones, el pensamiento de Spinoza
presupone esta ruptura, sólo que en rigor Descartes no ha hecho
sino desplazar el problema: el combate no se libra ya en el alma
entre sus diversas partes, sino en la glándula pineal, entre los espí-
ritus animales y la voluntad, entre el cuerpo y el alma15. El dualismo
cartesiano (así como la idea concomitante del libre arbitrio, de la

13
  Descartes, “Les passions de l’âme”, en Oeuvres et lettres, Gallimard, París, 1953, p. 718.
En sus Études de philosophie ancienne et de philosophie moderne (Alcan, París, 1912),
Victor Brochard ha puesto de relieve el cartesianismo de Spinoza en lo que concierne a
las pasiones –“…la théorie spinoziste des passions est d’esprit tout cartesian” (p. 330)–;
Spinoza, según esta perspectiva, no constituye pues una “reacción anticartesiana” sino
que más bien opera una radicalización del cartesianismo. Lo esencial, según Brochard,
permanece común: que las pasiones son pensamientos o ideas, que los apetitos son
voluntades.
14
  Descartes, “Les passions…”, en op. cit., p. 695.
15
  “El error que se ha cometido haciendo representar al alma personajes diferentes
que de ordinario son contrarios unos a otros, procede de no haber distinguido bien
sus funciones de las del cuerpo, al cual debe atribuirse exclusivamente todo lo que en
nosotros puede hallarse de repugnante a nuestra razón: de manera que toda la lucha
que hay aquí se reduce a que, pudiendo la glandulita que existe en medio del cerebro
ser impulsada de un lado por el alma y del otro por los espíritus animales (que no son
más que cuerpos, como ya hemos dicho), sucede muchas veces que estos dos impulsos
son contrarios, y el más fuerte anula el efecto del otro” (ibid., pp. 718-719).

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Diego Tatián

voluntad como causa de los movimientos del cuerpo) será sustituido


por el “paralelismo”, de manera que no sólo el alma no consta de
partes que pudieran entrar en combate, sino que tampoco puede
haberlo entre alma y cuerpo, pues la pasión de uno significa la
pasión del otro, en tanto que la acción de uno implica la acción
del otro. O bien: “el apetito por el que un hombre actúa o padece
es el mismo en el cuerpo y en el alma”.
La teoría de las pasiones adopta en Spinoza un estatuto político,
en la medida en que un campo político dado se halla determinado
en función de los afectos predominantes en él. El más profundo
sentido del spinozismo en lo que a lo político concierne es, como
ha sido señalado, la producción de comunidad entre los hombres, o
bien, dicho negativamente, “la voluntad de suprimir la separación
entre los hombres”16. En efecto, solamente la imaginación puede dar
lugar a la idea de hombres y pueblos elegidos y de hombres y pueblos
excluidos: “la verdadera felicidad y beatitud de cada individuo con-
siste exclusivamente en la fruición del bien y no en la gloria de ser
uno solo, con exclusión de los demás, el que goza del mismo. Pues
quien se considera más feliz porque es más feliz y más afortunado
que los demás, desconoce la verdadera felicidad y beatitud; ya que
la alegría que con ello experimenta […] no se deriva más que de la
envidia y del mal ánimo”17. La “gloria de ser uno solo” y la consiguien-
te “exclusión de los demás” no solamente son criticados aquí en su
significado religioso18 sino también en su significado ético y político.

16
  Brykman, G., “Spinoza et la séparation entre les hommes”, en Revue de métaphysique
et de morale, nro. 2, 1973, pp. 174-188.
17
 Spinoza, Tratado teológico-político, cap. III, p. 116; O, III, p. 44.
18
  El pasaje antes transcripto tiene contexto en el análisis de la pretensión de los hebreos
de ser un pueblo elegido por Dios entre las demás naciones, con lo que –según una de
las tesis más fuertes del TTP– los hebreos de algún modo produjeron el antisemitismo,
atrayéndose el “odio universal” no sólo a causa de sus ritos externos opuestos a los de
las demás naciones, sino también “ causa del signo de la circuncisión, al cual siguen
religiosamente apegados”. Este argumento lo encontramos ya en la conmovedora
autobiografía que escribiera Uriel da Costa antes de darse muerte, presumiblemente
en 1940. Allí, anota el renegado Uriel contra la Sinagoga de su tiempo: “…el género
humano del cual sois los comunes enemigos, puesto que a todas las demás naciones las
estimáis en menos de nada, y entre las simples bestias las contáis, mientras desvergon-
zadamente os atribuís en exclusiva el acceso al cielo, otorgándoos a vosotros mismos
con mentiras, cuando es así que nada tenéis de lo que en verdad podáis gloriaros, a
no ser tal vez que gloria sea para vosotros el estar desterrados, de todos sometidos al
desprecio y al odio, a causa de vuestras ridículas y rebuscadas costumbres, mediante
las cuáles buscáis separaros de los demás hombres” (Uriel da Costa, Espejo de una vida
humana, edición bilingüe, Hiperión, Madrid, 1985, pp. 44-45).

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Excomunión y libertad

¿Qué provoca pues la separación entre los hombres? ¿Qué hace


posible –y cómo es posible–, por el contrario, la comunidad entre
ellos? Respecto a lo primero será considerado un conjunto de pa-
siones –más exactamente tres: odio, ambición, temor (/esperanza)–
cuya importancia para la comprensión de los modos que adopta la
convivencia humana se revela como de primer orden; dichas pasio-
nes encierran una significación política insoslayable, lo que justifica
su elección a los efectos de alcanzar una comprensión del hecho
político en su realidad más elemental. En cuanto a la pregunta por
la comunidad, hemos considerado al concepto de amistad como el
principio de su construcción, de su producción. En uno de los más
relevantes estudios de la bibliografía spinozista actual, A. Matheron
relacionaba la posibilidad de superar la separación entre los hom-
bres con una inclinación mimética básica, con una fundamental
tendencia de los hombres a imitarse mutuamente: “la imitación de
los deseos de los otros o emulación puede ser considerada como el
conatus global de esta comunidad humana que se busca”19.
La perspectiva que el presente trabajo propone concierne asi-
mismo a una “comunidad humana que se busca”, pero acentúa la
idea de amistad respecto de la de imitación o emulación –sin ser,
no obstante, contradictoria con ella. Antes bien, como se dijo, sólo
una acentuación diferente.
Un Spinoza político puede ser seguido a partir de Ética IV y a
través de los dos tratados políticos, itinerario que revelará perspec-
tivas diferentes y muchas veces de difícil conciliación. Si la Ética tal
vez puede ser considerada como la política misma de los hombres
libres –o que desean la libertad–, el Tratado teológico-político resulta
necesario precisamente porque no todos los hombres desean la
libertad, sino que más bien se hallan inmersos en una existencia
dominada por la imaginación, por la superstición, por la pasivi-
dad y la impotencia. La democracia aspira a una transformación
del imaginario teológico y del imaginario político merced a una
enmienda de aquellos conflictos humanos que no redundan en
un acrecentamiento de la potencia pública, sino más bien en su
inhibición. El Tratado político, a su vez, coloca en el centro la noción
de multitudo y remite la formación del campo político al deseo de
los hombres de ser sui juris, de estar bajo su propio derecho, lo
que resulta prácticamente imposible en el estado de naturaleza
–donde la potencia individual de cada uno es mínima, así como

19
  Matheron, A., Individu et communauté chez Spinoza, Minuit, París, 1988, p. 155.

29

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la capacidad de resistencia a lo que la amenaza o destruye–, y en


cambio encuentra su realización en el pasaje al imperium, reunión
de los derechos o de las potencias que alcanzarán de este modo
su expansión mayor: la multitudinis potentia es una creación que
concreta el tránsito de una situación en la que se está alterius juris,
sometido al poder de otro, a una condición de existencia nueva, sui
juris, es decir, a la forma de existencia cuyo proceso de formación
se describe en el Tratado político. Esta transición fundamental no
se comprende tanto por el miedo a la muerte violenta como por el
miedo a la soledad, o bien, positivamente, por el deseo de otros.
La apertura del espacio político que instituye el deseo de otros, el
deseo de comunidad, significa la posibilidad misma de una vida sui
juris; por el contrario, paradójicamente, la vita solitaria implicará
siempre una existencia alterius juris.
Al mismo tiempo y complementariamente los textos revelarán
un Spinoza impolítico, todo un conjunto de conceptos renuentes
a una articulación política positiva y que sin embargo no admiten
ser reducidos a la esfera “privada” ni denotan un desinterés por
la cosa pública. Ahora bien, es necesario formular aquí algunas
precisiones. El concepto de “impolítico” ha tenido un marcado
desarrollo en la cultura filosófica italiana de los últimos dos dece-
nios, a partir de un ensayo de Massimo Cacciari sobre L’impolitico
nietzscheano 20 y, especialmente, en los trabajos de Roberto Esposi-
to21. Ambos autores redefinen el concepto desmarcándolo de la
acepción que le confiriera Thomas Mann en sus Betrachtungen eines
Unpolitischen (1918), según la cual impolítico significa restitución
de valores prepolíticos contra el disvalor política, es decir que
impolítico resulta aquí sinónimo de apolítico. Por el contrario, el
paradigma de lo impolítico según ha sido pensado por los filósofos
italianos –en cuyas diferencias de perspectiva respecto a la deter-
minación del concepto no nos detendremos aquí– se vincula más
bien a una “radicalización de la política” o a una “generalización
de la política” contra su absolutización o totalización moderna,
que según Esposito se complementa de manera paradojal con
la despolitización (autonomía de lo económico, primado de la

20
  En Nietzsche, F., Il libro del filosofo, edición al cuidado de M. Beer y M. Ciampa, Savelli,
Roma, 1978, pp. 105-120; trad. española, “Lo impolítico nietzscheano”, en Cacciari, M.,
Desde Nietzsche. Tiempo, arte, política, Biblos, Buenos Aires, 1994, pp. 61-79.
21
  Categorie dell’impolitico, Il Mulino, Bologna, 1999 (orig. 1988); “La prospettiva
dell’impolitico”, en Micromega, 4, 1989; y Communitas. Origine e destino della comunità,
Einaudi, Torino, 1998.

30

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Excomunión y libertad

sociedad o de la técnica respecto de la relación, etc.), ya señalada


diversamente por Carl Schmitt y Hannah Arendt. Cacciari remite
lo impolítico en Nietzsche al motivo weberiano del “desencanto”: a
la vez que critica lo político como afirmación de valores, denuncia
cualquier rechazo nostálgico de lo político, a la manera de Mann,
en nombre de los antiguos valores, en nombre de la Bildung, de la
Kultur, de la Humanität… De modo que Nietzsche sería un radical
deslegitimador del “Estado total” y de cualquier “redención de la
totalidad”, que seguiría siendo una forma –más aun, una forma
extrema– de la política como valor, de la teología política. A lo cual
lo impolítico resiste como ejercicio de desfundamentación, de no
totalidad, como parcialidad.
Roberto Esposito por su parte diferencia también de la manera
más taxativa lo impolítico tanto de una antipolítica como de una
apoliticidad –es decir, una indiferencia o desinterés por la política.
Antes bien, para la “perspectiva de lo impolítico” la realidad se
concibe en términos de fuerza, no hay trascendencia ni “exterior”
respecto de la política definida, consiguientemente, de manera
maquiaveliana; esto es: no existe un Bien extrapolítico (teológico)
del que el poder pudiera ser representación. Lo impolítico emerge
así como crítica de la representación en la doble acepción del tér-
mino: como rappresentazione y como rappresentanza, como Vorstellung
y como Repräsentation, a partir de la paradójica coexistencia de teo-
logía política y despolitización que signa al pensamiento político
“después del Leviatán”22.
No es este el lugar –ni es nuestro propósito hacerlo– para seguir
la argumentación que concierne al concepto de impolítico en toda
su complejidad. Resulta necesario sin embargo establecer alguna
precisión con relación al uso que se hace de este vocablo cuando
refiere, a lo largo del trabajo, a algunos aspectos de la filosofía
spinozista. En primer término, como se dijo ya, Spinoza ha de
ser considerado como un pensador político en sentido pleno. Su

22
  Una política de lo irrepresentable –de lo que no tiene identidad ni interviene en el
todo como una parte suya– ha sido recientemente, asimismo, objeto de reflexión de Gior-
gio Agamben: “que ciertas singularidades constituyan una comunidad sin reivindicar
una identidad, que ciertos hombres co-pertenezcan sin una condición de pertenencia
representable (incluso en la forma de simple presupuesto) es lo que el Estado no puede
en ningún modo tolerar… la novedad de la política que viene es que ella ya no será una
lucha por la conquista o el control del Estado, sino una lucha entre el Estado y el no-
Estado (la humanidad), disyunción irremediable entre las singularidades cualesquiera
y la organización estática”. (Cfr. Agamben, G., La comunità che viene, Einaudi, Torino,
1990; trad. española, La comunidad que viene, Pre-textos, Valencia, 1996).

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crítica de la teología política no redunda en una secularización


suya en términos socio-jurídicos sino que, en línea maquiavelia-
na, la reflexión del autor del TP se sustrae a toda despolitización
afirmando lo político como una construcción de fuerzas inma-
nentes, inalienables y en cuanto tales irrepresentables. El propio
Esposito inscribe a Spinoza en una especie de modernidad per-
dida o cancelada, en cualquier caso refractaria a la tradición que
busca excluir el conflicto anulando la potencia originaria de los
hombres. “Que no todas las filosofías políticas modernas –escribe
Esposito– admitan ser reconducidas a este desenlace autodisolu-
tivo; que existan, por oposición a esto, puntos de resistencia y de
contraste –desde Maquiavelo que constituye su originaria (pero
derrotada) alternativa, hasta Spinoza, Vico, en ciertos aspectos
Hegel y Marx–, no quita que el ‘paradigma hobbesiano del orden’
sea la línea triunfante y aun hoy ampliamente hegemónica, desde
el funcionalismo de Parsons hasta la ‘sistémica’ de Luhmann” 23.
Si Hobbes llama “política” a la situación que comienza con la
desposesión de los derechos naturales –fuente de conflictos– y
su alienación en la instancia soberana –antes de lo cual hay sólo
naturaleza y guerra–, Spinoza, por el contrario, afirma la conser-
vación del derecho natural en el interior del espacio político, lo
que preserva dicho espacio, paradójicamente, de su despolitiza-
ción, de su despotenciación: “Por lo que respecta a la política –le
escribe a su amigo Jarig Jelles en junio de 1674–, la diferencia
entre Hobbes y yo, sobre la cual me pregunta usted, consiste en
que yo conservo siempre incólume el derecho natural y en que yo
defiendo que, en cualquier Estado, al magistrado supremo no le
compete más derecho sobre los súbditos que el que corresponde
al poder con el que los supera, lo cual sucede siempre en el estado
natural” (carta 50).
Ahora bien, si esto es así Spinoza sería un autor eminente-
mente político, no impolítico. Si mediante esta categoría, como
ha sido esbozado, la filosofía política reciente busca abrir una
alternativa a la copresencia de teología política y despolitiza-
ción, de valor y técnica, esto es una resistencia negativa (que
no tiene sin embargo la forma de una negación) a la autodiso-
lución de la política en el sentido antes referido, entonces no
podría ser aplicada –al menos no en esos términos– a Spinoza.
Sin embargo, equidistante también él de la teología política

23
  Esposito, R., Categorie dell’impolitico, op. cit., p. 9.

32

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Excomunión y libertad

y de la despolitización, Spinoza alude a formas de resistencia


a la violencia del poder –que se complementa siempre con la
ignorancia y la impotencia de quienes se hallan sometidos a
él y de una manera u otra le son funcionales–, resistencia que
no es enfrentamiento ni libre expansión pública, política, de
la potencia común –reducida esta en dicha circunstancia a su
mínima expresión–, sino dislocamientos hacia aspectos restringi-
dos de composición que no comportan una exterioridad ni una
privacidad sin consecuencias políticas. Espacios de composición
irrepresentables en la medida en que no constituyen una parte
de la totalidad –por consiguiente homologada a ella–: renuentes
a dejarse representar en el doble sentido del término. En algunas
ocasiones hemos referido el adjetivo “impolítico” a la noción de
amistad24. Amistad y comunidad son un solo y mismo concepto

24
  En un artículo apasionante (“Un autre Spinoza”, en Archives de philosophie, 48, 1985,
pp. 37-57), R. Popkin ha investigado la relación de Spinoza con misioneros cuáqueros
ingleses en Ámsterdam, inmediatamente después de la excomunión (entre 1657 y 1666).
A partir de un conjunto de documentos de la época, Popkin afirma –coincidiendo con
el historiador holandés Van den Berg– que Spinoza habría traducido del holandés al
hebreo un libro sobre la Escritura de Margaret Fell –uno de los principales referentes
cuáqueros de Inglaterra–, en el que se buscaba la conversión de los judíos. Un cotejo
de dicha versión hebrea con el Tratado teológico-político, dice Popkin, muestra ciertos
elementos comunes que permitirían presumir que Spinoza habría sido permeable a
algunas ideas cuáqueras: “Spinoza adopta algunas de las opiniones de los cuáqueros:
la necesidad del conocimiento interior de Moisés, de Jesús y de los profetas; el acento
puesto sobre el Espíritu–Santo, en el comienzo del Tractatus, y el acento puesto sobre
la salvación a través de una suerte de conciencia espiritual” (p. 55). Como se sabe, esta
comunidad de cristianos protestantes –llamados despectivamente cuáqueros– se cons-
tituye a partir de las predicaciones de G. Fox a mediados del siglo XVII, y se dieron a
sí mismos el nombre de “Sociedad de los Amigos”. ¿La noción de amistad que Spinoza
hace intervenir en el libro IV de la Ética, podría incluirse –al menos tangencialmente–
en el repertorio de influencias cuáqueras según sostiene Popkin? ¿Formó el filósofo
parte de la “Sociedad de los Amigos” de manera plena?
Por lo demás, no parece del todo convincente la sugerencia de Popkin respecto a la
existencia de “otro Spinoza”, opuesto al Spinoza ultrarracionalista y calmo “canoniza-
do” por sus amigos y albaceas, quienes habrían expurgado sus papeles de documentos
–entre ellos la Apología con que el joven filósofo se defendió de la excomunión– que
comprometían esta imagen. En efecto, la sostenida relación de Spinoza con el místico
milenarista Serrarius no deja de ser extraña, como tampoco dejan de serlo algunos
pasajes de su epistolario con Oldenburg, ni el hecho de que el TTP no se haya burlado
de los movimientos mesiánicos y milenaristas de su tiempo. No obstante, la sugestiva
alusión de Popkin según la cual Spinoza habría sido un partidario secreto de Sabba-
taï Zevi –considerado por sus seguidores como el Mesías con el que se cumpliría el
milenium– resulta un poco forzada, así como también afirmar la pertenencia del autor
de la Ética a un “mundo loco” de “fanáticos religiosos”, que permitiría hablar de “dos

33

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que difiere en extensión e intensión; la primera se determina
siempre en función de una cautela respecto del entorno. Amis-
tad y comunidad son producciones que no reconocen ningún
a priori, que tienen lugar en un plano de inmanencia estricto25.
Por consiguiente, impolítico significa aquí que no se prescribe
un arte de gobernar, ni de conservar el Estado o transformar-
lo. Lo impolítico responderá más bien a la pregunta ¿cómo
realizar la libertad cuando no es posible hacerlo políticamente,
es decir, cuando la esfera pública ha dejado de ser el lugar de
construcción de la “vida verdadera”? Se tratará de ideas y de
prácticas descentradas, que no se expresan en la organicidad
naturada de las instituciones cuando estas no son la plasmación
inmanente del cuerpo político, de la potencia por la que este
es autónomo; ideas y prácticas que antes bien buscan resistir,
fragmentariamente, en secreto, a la total despolitización de lo
público. Una política de lo impolítico es el ejercicio de libertad
–de liberación– posible, restringida, cuando el cuerpo colectivo
pierde su singularidad26, es separado de su potencia, es inhibido
–por el miedo o la esperanza o el engaño– en su ser-activo de
modo que su capacidad de afirmarse y resistir lo que lo niega se

Spinoza” en el sentido en que se ha hablado de “dos Leibniz”. En cualquier caso, el


Spinoza sugerido por Popkin restituye un cierto marranismo a la imagen del filósofo,
sólo que nada tendría que ver –sería más bien su inversión– con el “marrano de la razón”
del que habla Y. Yovel (Spinoza, el marrano de la razón, Anaya & Muchnik, Madrid, 1995).
25
 En Communitas… Esposito ha trazado un concepto impolítico de comunidad, donde
impolítico quiere decir ontológico en sentido heideggeriano del término: apertura
común que no pone en relación dos presencias previamente dadas, sino que es “el
ser mismo de la relación”. A partir de una idea de comunidad así determinada, en el
prefacio a la segunda edición de Categorie dell’impolitico distingue esta perspectiva de
las filosofías contemporáneas de la comunidad, “pero también de toda ‘política de la
amistad’, como suena el título de un reciente libro de Derrida… no obstante todas las
posibles vinculaciones, aproximaciones y remisiones entre el léxico de la amistad y el de
la comunidad, sigue habiendo una separación insuperable: la que hay entre un código
lingüístico que refiere siempre a los sujetos –justamente de amistad, que por eso mismo
puede ser política como, de manera inversa, la enemistad– y otro más bien relativo al ser
‘en común’ en cuanto tal, vale decir una existencia compartida que descentra y rompe
la dimensión de la subjetividad…” (p. XXIX). La perspectiva aquí es otra. El concepto
spinozista de comunidad es político en sentido fuerte y se homologa al concepto de
amistad –que puede ser impolítica no, por supuesto, en el sentido de “ontológica”– en
virtud de la noción de producción, como será mostrado.
26
  “Entiendo por cosas singulares las cosas que son finitas y tienen una existencia limi-
tada; y si varios individuos cooperan en una sola acción de tal manera que todos sean
a la vez causa de un mismo efecto, los considero a todos ellos, en este respecto, como
una sola cosa singular” (E, II, def. 7, p. 109; O, II, p. 85).

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encuentra obturada y bloqueada por un poder separado y tras-
cendente. Concebido en estos términos, lo impolítico –no una
retracción a la vida solitaria, ni el cuidado individual por parte
del sabio que se desentiende, autosuficiente, de los otros– es
así lo que queda, lo que cabe, cuando lo común, la comunidad
entre los hombres, desaparece o se reduce a su límite inferior,
a su expresión mínima.

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Vida común

Junto a la composición more geometrico de la Ética –seguramente


inescindible de su valor estrictamente teorético27–, en la obra de
Spinoza podemos encontrar asimismo textos y pasajes de una inten-
sidad diferente, puntual, singular; textos y pasajes autosuficientes
que, desprovistos de toda modalidad geométrica, no remiten más
que a sí mismos. Podríamos evocar el Apéndice del Libro I de la
Ética –que en cuanto tal se disloca del despliegue geométrico–, el
Prefacio al Tratado teológico-político, el primer parágrafo del Tratado
político, así como también las primeras páginas del Tratado de la
reforma del entendimiento, que han sido consideradas por algunos
como su “Proemio”, y por otros como el texto más adecuado para
una introducción a la filosofía spinozista en su conjunto. Se trata, en
este último caso, del único pasaje de la obra de Spinoza escrito en
primera persona, que pareciera ofrecerse como el punto existencial
en el que tiene apoyo la gran construcción sistemática posterior
cuya perspectiva no es, aparentemente, la de una singularidad
sino que más bien presupone su desaparición. La perspectiva de
nadie –o de Dios–28. La apertura del Tratado de la reforma…, por

27
  Ha sido G. Deleuze uno de los lectores más sensibles a la forma de la Ética y uno de
los más atentos a los matices que este aspecto presenta. Deleuze ha podido encontrar
en sus páginas un “libro-río” (constituido por las definiciones, axiomas, postulados,
demostraciones y corolarios), un “libro de fuego” (los escolios) y un “libro de aire” (la
parte V) (“Spinoza et les trois Ethiques”, en Critique et clinique, Minuit, París, 1993, pp.
172-187). En efecto, la Ética nos impresiona y nos conmueve por su efecto de conjunto,
por la delicada artesanía geométrica cuya productividad genética revela no tanto lo
que las cosas son, sino cómo se producen. El constructo spinozista, en todo caso, no
aprehende el mundo sólo conceptualmente, sino que más bien da cuenta de su acontecer
según una ley de inmanencia estricta.
28
  Estrictamente considerada, en efecto, la Ética carece de autor –a pesar de que las
definiciones iniciales de las partes I, II, III y IV están formuladas en primera persona:
“Por Dios entiendo…”; “Por cuerpo entiendo…”; “Llamo causa adecuada…”; “Llamo
cosas singulares contingentes…”, etc.; es decir, Spinoza emplea la primera persona sin-
gular (intelligo, voco) y no, por ejemplo, la forma impersonal intelligitur. En función de
este aspecto, P. Macherey sostiene que, a diferencia de “la forma gramatical empleada
por Descartes en sus Meditaciones metafísicas, donde la primera persona de la fórmula
del cogito o del ego sum res cogitans tiene una significación que excede manifiestamente
la realidad singular del hombre que se llama Descartes”, Spinoza “habla en nombre

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Diego Tatián

el contrario, está escrita como la confesión de un propósito y de


una aspiración a partir de una “experiencia”. Narra una “decisión”
de ruptura respecto del estado de cosas que corresponde a lo que
Spinoza, en ese mismo texto, llama communis vita, la vida común29.
¿Qué cosas afectan al ánimo (animus) en la vida común? Cosas
“vanas y fútiles”, dice Spinoza, por las que el ánimo siente “temor” en
la medida en que se deja afectar por ellas. Pero no debemos pensar
que estas cosas contienen algún bien o algún mal en sí mismas (nihil
neque boni, neque mali in se habere); es el punto de partida necesario
de toda una política de las afecciones del ánimo orientada, a través
de una ruptura con su origen (los bienes de la vida común), a una
afección del ánimo cuyo origen es un bien no ordinario, extraor-
dinario, que cancela su temor y lo hace “gozar eternamente de una
alegría contínua y suprema” (…continuâ, ac summa in aeternum fruer
laetitiâ). Política de las afecciones del ánimo que es una estrategia
del amor, pues “nuestra entera felicidad y nuestra entera miseria
dependen únicamente de la calidad del objeto al que nos adheri-
mos por amor”30. Por lo demás, no obstante las variaciones que el
pensamiento de Spinoza experimenta si se cotejan con este texto
de juventud las obras maduras, esta idea conserva su centralidad
tal cual ha sido formulada en este pasaje del TRE y volveremos a
encontrarla en la Ética, más precisamente en la parte V, donde se
explicita el poder del entendimiento respecto de la fuerza de los
afectos: “…las aflicciones o infortunios del ánimo –escribe Spinoza
allí– toman su origen, principalmente, de un amor excesivo hacia
una cosa que está sujeta a muchas variaciones y que nunca podemos
poseer por completo. Pues nadie está inquieto o ansioso sino por lo

propio y no por otro y lo hace bajo su entera responsabilidad…” (Macherey, P., “Lire
aujourd’hui l’Ethique”, en Magazine littéraire, nro. 370, noviembre de 1998, pp. 36-37).
Sin embargo, más próxima al espíritu de Spinoza parece la indicación del prefacio a las
versiones latina y holandesa de las Opera posthuma de 1677, atribuido a J. Jelles: “Tanto
en la portada como en otros lugares el nombre de nuestro escritor sólo es impreso con
las iniciales por la sencilla razón de que, poco antes de morir, él mismo expresó su
deseo de que no se pusiera su nombre a la Ética, que se disponía a imprimir. Aunque
no dio explicación alguna, en nuestra opinión, el único motivo de tal decisión es que
no quiso que su doctrina fuera designada con su propio nombre…” (una traducción
del prólogo a la edición de 1677 en Biografías de Spinoza, comp. A. Domínguez, Alianza,
Madrid, 1995, p. 48).
29
  El análisis de este escrito reviste su importancia para nuestro objeto, en la medida
en que aloja ya en el centro mismo de la problemática filosófica –y, por extensión,
política– la cuestión de la pasionalidad humana.
30
 Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento, p. 78; Opera, II, p. 7.

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Vida común

que ama, y las ofensas, las sospechas, las enemistades, etc., nacen
sólo del amor hacia las cosas de las que nadie puede ser dueño” (E,
V, 20, esc.). Por el contrario, continúa el texto, el tercer género de
conocimiento engendra “amor hacia una cosa inmutable y eterna”,
un amor por el que el ánimo se ve afectado “ampliamente” y que
Spinoza distingue del “amor ordinario”, pues no podría jamás
provocar celos ni trocarse en odio; en particular, la especificidad
de este amor radica en que no aspira a ser amado a su vez, en su
no reciprocidad: “Quien ama a Dios no puede esforzarse para que
Dios lo ame” (E, V, 19).
La filosofía (el método) será una práctica cartográfica, el tra-
zado de un diagrama que se constituye tentativamente registran-
do las posibles rutas y los accidentes de esa terra incognita que se
abre entre la communis vita (a primera vista una “cosa cierta”) y
el novum institutum (una cosa “todavía incierta”), como las cartas
de navegación para uso de marinos que se aventuran por mares
desconocidos. La “nueva meta”, la forma de vida que subordina a
sí misma el placer, las riquezas y el honor, lo que Spinoza llama el
“novum institutum”, no es una certeza sino más bien una promesa
cuya eventual realización resulta imposible sin transformar la vida
tal y como es dada: “Así que me preguntaba una y otra vez si acaso
no sería posible alcanzar esa nueva meta, o al menos su certeza,
aunque no cambiara mi forma y estilo habitual de vida (…ordo &
commune vitae meae institutum non mutaretur). Pero muchas veces lo
intenté en vano”31.

31
 Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento, p. 76; Opera, II, p. 7. Ciertamente, se
trata de un motivo clásico (abandonarlo todo para ganarlo todo), que no obstante será
parcialmente enmendado un poco más adelante, pues si aquí placer, riqueza y honores
son considerados vanos y fútiles en sí mismos, en el parágrafo 4 y en los parágrafos 11 y
17, estos grandes poderes de la vida común son considerados nocivos sólo cuando son
afirmados en cuanto fines y no buscados como medios. De cualquier modo, es posible
que este texto haya encontrado inspiración en un pasaje del Enquiridión de Epicteto
–libro del que Spinoza poseía en su biblioteca un ejemplar en versión latina–, en el que
se lee: “Puesto que aspiras a conseguir tan grandes bienes, ten en cuenta que no ha
de hacerse con ellos quien se haya movido tibiamente, sino que unas cosas es preciso
dejarlas del todo, y otras diferirlas de momento. Pero si deseas aquellos bienes y, al mis-
mo tiempo, aspiras al poder y a las riquezas, puede que fracases por haberte apegado
a otros fines, mientras que sólo lo primero puede asegurar la libertad y la felicidad”
(Enquiridión, edición bilingüe, Anthropos, Madrid, 1991, pp. 6–8). El estoicismo roma-
no, como podrá verificarse, es una fuente de singular relevancia para el pensamiento
de Spinoza, no obstante la célebre crítica a los estoicos –y a Descartes– por creer que
“los afectos dependen absolutamente de nuestra voluntad y que podemos dominarlos
completamente” (E, V, praef.). La tesis mayor de la Stoa según la cual las pasiones no

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Diego Tatián

Mas la ruptura con la vida común no significa una guerra con-


tra las pasiones en general, sino una operación por la cual ciertas
afecciones son favorecidas en detrimento de otras . “Un afecto es
malo o nocivo –dirá la Ética– sólo en cuanto impide que el alma
(Mens) pueda pensar […]” (E, V, 9, dem.). A la inversa, el acceso
a lo que Spinoza llama vida racional o vida conforme a la razón
reconoce como presupuesto una acumulación de afectos que la
favorecen, desplazando aquellos que la impiden. La vida ética no se
revela solamente en la existencia activa, sino también por la calidad
de las pasiones que tienen preponderancia, determinando así una
condición afectiva específica. Dado que una pasión sólo puede ser
vencida por una pasión más fuerte y de sentido contrario, el pasaje
de la “esclavitud” a la “libertad” –para hablar nuevamente en el
lenguaje de la Ética– se articula según dos momentos: en primer
lugar, la consecución de un estado afectivo según el cual la vida
pasional se halla constituida por un máximo de pasiones nobles y
por un mínimo de pasiones de servidumbre; en segundo término,
una subordinación de esta situación pasional a la vida activa, de
manera tal que la relación entre la razón y las pasiones no será ya
contradictoria sino de colaboración.
Avaritia, libido, ambitio –pasiones que corresponden a la riqueza, el
placer y el honor– “impiden que el alma pueda pensar”, o bien, según
el texto del TRE, “distraen la mente humana” y le impiden pensar en
otra cosa32. De estas tres pasiones –que en realidad tienen un estatuto
diferente, pues mientras la libido se ve unida a la posterior tristeza del
arrepentimiento, la avaritia y la ambitio tienden a aumentar indefini-
damente–, es la apetencia de honores la más poderosa y la “que más
distrae a la mente”; pasión de esclavitud por antonomasia, pues su culto
nos exige “orientar nuestra vida conforme al criterio de los hombres,
evitando lo que suelen evitar y buscando lo que suelen buscar”33.

son naturales, es precisamente lo que busca ser rebatido en la Ética. Sin embargo –dice
F. Mignini refiriéndose al Tratado de la reforma…–, “se debe suponer que Spinoza com-
parte, en este momento, la opinión de los estoicos y de Descartes… según la cual el
hombre estaría en condiciones de dominar completamente sus propias pasiones” (Cfr.
Mignini, F., Introduzione a Spinoza, Laterza, Bari, 1994, pp. 18-19. La contribución de
F. Mignini ha sido decisiva para una comprensión más adecuada –tanto en el aspecto
cronológico y filológico en general, como también en el aspecto conceptual– de los
primeros escritos de Spinoza. Además del libro citado, su edición del Korte Verhandeling/
Breve trattato, Japadre ed., L’Aquila, 1986; también, “Per la datazione e l’interpretazione
del ‘Tractatus de intellectus emendatione’”, en La Cultura, 17, 1979 1/2, pp. 87-160).
32
 Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento, p. 76; Opera, II, p. 7.
33
  Ibid., p. 77; ibid., p. 6.

40

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Vida común

Pero abandonar la communis vita significa adentrarse en la


incertidumbre, concebir la vida buena como experimento, como
ruptura. En un pasaje extraño, dice Spinoza que en la vida común
los hombres se hallan en el “máximo peligro” (summo periculo);
más aún, llega a compararla con una “enfermedad mortal”. Las
tres grandes motivaciones de la vida ordinaria, esto es, el placer,
las riquezas y el honor (“haec tria”), guardan una estrecha relación
con la muerte34.
¿Qué revela el peligro, la enfermedad y la muerte en el interior
de la existencia común, de la costumbre? ¿Qué motiva su proble-
matización? Spinoza refiere aquí dos instancias, dos estaciones
decisivas en el curso del relato –que no es sino la pequeña historia
de una decisión. En primer lugar la experiencia: “Postquam me Expe-
rientia docuit, omnia, quae in communi vitâ frecuenter occurrunt, vana
& futilia esse […]”, se lee en la primera línea del TRE (“Luego de
que la experiencia me enseñó que todas las cosas que suceden con
frecuencia en la vida común son vanas y futiles […]”). Lo primero
que se nos revela, por consiguiente, es algo puramente negativo,
la vanidad y la futilidad de lo que sucede.
Poco más adelante, encontramos la segunda estación que se
mencionaba anteriormente: Assiduâ autem meditatione eò perveni,
ut viderem, quòd tum, modò possem penitus deliberare, mala certa pro
bono certo omitterem 35; es decir, la “meditación asidua” se agrega a la
experiencia como la instancia positiva que determina la decisión
de dejar atrás lo que aquella había mostrado como “mala certa”36.

34
  Ibid., p. 78; ibid., p. 7.
35
  Ibid., p. 77; ibid., p. 6.
36
  Un importante pasaje de la República platónica presenta una marcada analogía con
este texto spinozista, en lo que concierne a la vida común y la experiencia como punto
de partida de la filosofía y a la necesidad de articular experiencia y meditación. Se trata
de la discusión de República, 580e-583a, donde Platón refiere al paralelismo de las par-
tes del alma con las clases de la pólis. El argumento es el siguiente: a las tres partes del
alma, dice Platón, corresponden tres clases de placeres y tres órdenes de deseos –que
implican a su vez tres “principios de acción” o tres formas de vida. Estas maneras de
existencia son: la que tiene por principio los placeres sensibles y la codicia de riquezas
en la medida en que dichos placeres se obtienen mediante dinero; la vida que aspira
a la dominación, la superioridad, la fama y los honores, esto es la vida fundada en la
ambición; y finalmente una forma de vida que se desentiende tanto de la codicia de
riquezas como de la ambición de honores y que sólo busca comprender, una forma
de vida “amiga de la ciencia y de la sabiduría”. El filósofo, el ambicioso, el avaro, no
son sino expresiones de la preponderancia que adopta una de las tres partes del alma
(intelectual, irascible, concupiscible) sobre las otras. Ahora bien, continúa Platón, si
le preguntásemos a cada uno de ellos cuál es la vida mejor, dirían que la propia. Por

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Diego Tatián

La decisión que trae consigo la meditación asidua es la de asumir


el riesgo de abandonarlo todo en favor de un bien cierto por na-
turaleza pero incierto en cuanto a su consecución, riesgo que se
emprende una vez que se ha revelado el “máximo peligro”: “Yo
veía, en efecto, que me encontraba ante el máximo peligro, por lo
que me veía forzado a buscar con todas mis fuerzas un remedio,
aunque fuera inseguro: lo mismo que el enfermo que padece una
enfermedad mortal, cuando prevé la muerte segura, si no se emplea
un remedio se ve forzado a buscarlo con todas sus fuerzas, aunque
sea inseguro, precisamente porque en él reside toda su esperanza”37.
La tarea del filósofo asume pues la dificultad mayor: desnatu-
ralizar la manera dominante de vivir, volver visible el “peligro”
que acecha en la banalidad, la “enfermedad mortal” que opera
inadvertidamente en el interior de la vida común, hasta el punto
de ocultarse como tal. El filósofo compone su experiencia y su
meditación para advertir el peligro donde no se lo ve, para señalar
la necesidad de la ruptura y el riesgo.
La ambición de gloria, la avaricia y la libido, no son para Spinoza
condenables moralmente, ni en virtud de sus contrarios: la modes-
tia, la sobriedad, la castidad; el filósofo, antes bien, sólo arguye su
vecindad con la muerte, la amenaza objetiva, física, que ante ellos
experimenta la conservación de nuestro ser. Spinoza no argumenta
al respecto; hace uso, nuevamente, de la experiencia: “En efecto,
son muchísimos aquellos que fueron perseguidos a muerte por su
riqueza y también aquellos que, para hacerse ricos, se expusieron
a tantos peligros que, al fin, pagaron con su vida la pena de su
estupidez. Ni son tan escasos los ejemplos de quienes, para alcan-
zar o defender el honor, perecieron míseramente. Y, por último,
son incontables aquellos que, por abusar del placer, aceleraron su

consiguiente, el problema es si resulta posible saber “cuál de estos tres hombres habla
con mayor verdad”, es decir, cuál de los tres es el juicio más justo. La calidad de un juicio,
nos dice aquí Platón, deriva de la articulación de la experiencia con la inteligencia. El filósofo
es quien juzga adecuadamente en virtud de su “mayor experiencia”, pues en tanto que
el avaro ignora el placer procedente del reconocimiento así como el procedente de
la sabiduría, y el ambicioso desconoce este último, el filósofo conoce perfectamente,
por experiencia, el placer de la ganancia y el placer de los honores. Por tanto, “en razón
de su experiencia, el filósofo tiene mayor criterio para juzgar que los otros dos [pues,
había dicho antes Platón, desde la infancia el filósofo ha pasado por la necesidad de
conocer las otras clases de placeres]… además será el único que une la inteligencia a
esa experiencia” (582d).
37
 Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento, p. 77; Opera, II, pp. 6-7.

42

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Vida común

propia muerte”38. “Son muchísimos”, “no son escasos”, “son incon-


tables”…, cabría preguntarse si es posible extraer de aquí alguna
conclusión que tenga fuerza de ley, o más bien sólo una enseñanza
práctica, conjetural, que nos dotaría de una cierta cautela frente a
las pasiones de la vida común. Pues en realidad todo depende del
modo que ellas adquieran, el tipo de relación en la que entran, el
estatuto de su presencia en un contexto siempre mayor. Spinoza no
dice que la búsqueda de placer, riqueza y gloria –como en general
no lo dice de ninguna pasión– deba ser destruida; sólo está dicien-
do que debemos subordinarla al pensamiento, ponerla a cooperar
con él, evitar su tiranía y nuestra esclavitud. “…comprendía que el
conseguir dinero, placer y gloria estorba, en la medida en que se
los busca por sí mismos y no como medios para otras cosas. Pues,
si se buscan como medios ya tienen una medida y no estorban en
absoluto, sino que, por el contrario, ayudarán mucho al fin por el
que se buscan […]”39. Hay un texto de la Ética, que puede ser vin-
culado a este del TRE, en el que Spinoza invita a mantener una re-
lación amistosa con las pasiones, incluso con aquellas consideradas
“malas” en la medida en que inhiben el pensamiento; se trataría,
según este pasaje, de acompañarlas tratando de torcerlas, o bien
desviarlas buscando en ellas un afecto de alegría. “Pero conviene
observar que –dice E, V, 10, esc.–, al ordenar nuestros pensamientos
e imágenes, debemos siempre fijarnos […] en lo que cada cosa tiene
de bueno, para, de este modo, determinarnos siempre a obrar en

38
  Ibid., p. 78; ibid., p. 7.
39
  Ibid., p. 79; ibid., p. 8. En un libro contemporáneo de los primeros escritos de Spinoza,
R. P. I. F. Senault (De l’usage des passions, Chez Jean Elzevier, Leide, 1658) anticipa con
dicha expresión el programa spinozista, que será exactamente –según se desprende del
texto anterior– el de un “uso de las pasiones”; una crítica, por consiguiente, de toda ética
y de toda política que no las tome en cuenta, o que simplemente se oriente a su represión.
En el prefacio al texto, que comienza con una “Apologie pour les passions contre les Stoiques”,
escribe Senault: “Aunque las pasiones son desordenadas y el Pecado las haya reducido a
un estado en el que son más criminales que inocentes, sin embargo, la Razón con la ayuda
de la Gracia puede emplearlas útilmente, y sin halagarlas me atrevo a decir en favor suyo
que no hay en ellas nada tan despreciable que no pueda ser transformado en una gloriosa
virtud… puedo asegurar que toda la moral consiste en esto: que enseñando el uso de las
pasiones se enseña todo lo necesario para volver virtuoso al hombre”. Contra los moralistas
y los filósofos, dice Senault –siempre en el prefacio– que “a causa de una vana confianza,
ellos [los filósofos] imaginaron que podían someter el cuerpo al espíritu, y restablecer a
ese soberano en su antigua autoridad…”. La transformación, la torcedura, el buen empleo,
nunca su represión es lo que cabe respecto a las pasiones, consideradas por Senault como
“semillas de virtud”; de manera que “nuestra salvación sólo depende del uso de las pasiones
y la virtud sólo subsiste por el buen empleo de los movimientos de nuestra alma” (p. 559).

43

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virtud del afecto de la alegría. Por ejemplo, si alguien se da cuenta


de que anda en pos de la gloria con demasiado empeño, deberá
pensar en cosas como en el buen uso de ella, el fin que se persigue
al buscarla y los medios para adquirirla, pero no en cosas como el
mal uso de ella, lo vana que es, la inconstancia de los hombres u
otras por el estilo, en las que sólo un ánimo morboso repara. En
efecto: esta última clase de pensamientos aflige sobremanera a los
muy ambiciosos, cuando desesperan por conseguir el honor que
ambicionan, y quieren disimular los espumarajos de su ira bajo
una apariencia de sabiduría. Es, pues, cierto que son quienes más
desean la gloria los que más claman acerca del mal uso de ella y la
vanidad del mundo”.
Avaritia, libido, ambitio, las tres grandes pasiones que comunmen-
te conducen la vida de los hombres, que determinan sus miedos y
sus esperanzas, que los expone al “summo periculo”, no sólo ponen
en juego la conservación de la vida y la felicidad; están alojadas,
asimismo, en el centro de la existencia política40. La vida común es
sólo una de las formas posibles de la vida en común, pero –tal la
enseñanza de Spinoza– no la única posible. No hemos explorado
aún nuestra naturaleza, parece decirnos una y otra vez, “el sumo
bien es alcanzarla, de suerte que el hombre goce, con otros indi-
viduos si es posible, de esa naturaleza”41. “Cum aliis individuis”, es
decir que la “decisión” que lleva adelante quien ha experimentado
la futilidad de lo que ocurre en la vida común, involucra a otros; su
puesta en obra no será extraña a la política. Sólo que en el pasaje
40
  La reflexión con respecto al estatuto ético–político del placer, la riqueza y el honor
es un tópico clásico que encuentra su inspiración mayor tanto en la República platónica
como en la discusión aristotélica de Ética Nicomáquea 1095a 15 y ss. En efecto, si bien
todos –dice Aristóteles– están de acuerdo en que la meta de la política y el bien supremo
es la felicidad, no todos están de acuerdo en lo concerniente a qué sea esta, pues muchos
“creen que es alguna de las cosas tangibles y manifiestas como el placer o la riqueza o
los honores”. El placer es lo que determina el modo de vida más bajo, que Aristóteles
llama bíos apolaustikós; en cuanto a la persecusión de honores –que es la esencia de la
vida política (bíos politikós), vida buena pero “incompleta”– y de riquezas, se trata de
bienes particulares que no constituyen el fin último sino, como para Spinoza, medios
para alcanzar este fin. Es decir, ni el placer ni las riquezas ni los honores nos vuelven
“autárquicos” (1097b). En la Retórica (1390b 13 y ss.) Aristóteles considera a las riquezas
y a los honores como “bienes que proceden de la fortuna”. La ambición de honores se
vincula a la nobleza y al poder; la riqueza, por su parte, acarrea “soberbia”, “orgullo”,
“voluptuosidad” y “petulancia”. En general, el análisis de la riqueza que Aristóteles lleva
a cabo en este texto coincide con la descripción platónica del ethos timocrático y del
ethos oligárquico en República 348 y ss; 553d y ss.
41
 Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento, p. 79; Opera, II, p. 8.

44

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Vida común

anterior esta aspiración a un goce común, esta remisión a lo político,


aparece como condicional: “si es posible” (si fieri potest). Sin duda
una aspiración política se revela como central en el spinozismo,
pero allí donde la “concordancia” entre los hombres “no es posi-
ble” –piénsese en el estado de “soledad” que instituye la tiranía,
según un significativo texto del Tratado político42–, los hombres libres
pueden, a través de la amistad y la cautela, perpetuar su condición
de hombres libres. En cualquier caso, “a mi felicidad –dice Spino-
za– pertenece contribuir a que otros entiendan lo mismo que yo,
a fin de que su entendimiento y su deseo concuerden (conveniant)
totalmente con mi entendimiento y mi deseo”43. Deseo de concor-
dancia de los deseos; comprensión que motiva la concordancia de
los entendimientos. Pero la convenientia de los deseos y los entendi-
mientos, la composición con los semejantes que Spinoza procura
aquí, se distingue radicalmente, como su más entera contraposición,
de esa condición afectiva en virtud de la cual los hombres buscan
imponer sus criterios y sus ideas a otros hombres, para luego trabar
con ellos una relación de rivalidad, según un procedimiento que
podría vincularse al mecanismo del “deseo mimético”, descripto y
analizado por René Girard44. Los recorridos de la imposición y de
la emulación, que Spinoza agudamente registra, se inscriben en
la temática general de la ambición de gloria –acaso la pasión polí-
tica más elemental y eminente a la vez–, cuyo tratamiento Spinoza
continúa en diversos pasajes de su obra. “…todo el mundo –dice
el TP– desea que los demás vivan según su propio criterio, y que
aprueben lo que uno aprueba y repudien lo que uno repudia. De
donde resulta que, como todos desean ser los primeros, llegan a
enfrentarse (in contentiones veniant) y se esfuerzan cuanto pueden
en oprimirse unos a otros (nitantur se invicem opprimere); y el que

42
 Spinoza, Tratado político, V, 4, p. 120; Opera, III, p. 296.
43
 Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento, p. 80; Opera, II, p. 8. En la Ética, esta
aspiración de convenientia se establecerá según la modalidad afectiva expresada en E,
IV, 46: “Quien vive bajo la guía de la razón se esfuerza cuanto puede en compensar, con
amor o generosidad, el odio, la ira, el desprecio, etc., que otro le tiene”.
44
 Véase La violence et le sacré, Grasset, París, 1972. Según este mecanismo, la pérdida
de la distinción entre los hombres es tanto la fuente de lo social como el origen de la
violencia. La apropiación mimética de opiniones, ideas, tipos de acción, etc., genera
al mismo tiempo pugna, competencia, rivalidad entre quienes imitan y quienes son
imitados, generando las condiciones para la irrupción de la violencia. Spinoza describe
este proceso de desdiferenciación tanto a partir de la imitación –o “emulación” (E, III,
27-32)– como a partir de la imposición de opiniones, deseos y acciones, lo que ocasiona
inmediatamente la apertura de un ámbito de rivalidad.

45

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sale victorioso se gloría más de haber perjudicado a otro que de


haberse beneficiado él mismo” (TP, I, 5). Spinoza opone así la
convenientia a la contentio y a la oppresio; una práctica de la concor-
dancia a la lógica de la rivalidad, que tiene origen en esa pasión
descripta según la cual los hombres procuran que sus semejantes
vivan, deseen, piensen y actúen como ellos mismos.
Lo que en el final del llamado “Proemio” al TRE Spinoza de-
signa como “normas de vida” (vivendi regulas) –pues, nos dice, a
la vez que el entendimiento emprende su camino en busca de su
objetivo “es necesario vivir”– tienen que ver, por una parte, con
la manera de hablar y de actuar, esto es con la forma de relación
con sus semejantes que debe procurar quien conoce su camino
y su objetivo; y, por otra parte, con la necesidad de subordinar
el placer, el dinero y “cualquier otra cosa” a las exigencias que
comporta nuestra condición de seres vivientes. Esto último,
como todo el texto del TRE comentado hasta aquí, alude a la
necesidad de poner los placeres, los apetitos y las pasiones en
composición con nuestra estructura vital, de manera tal que su
expansión sea promovida y su despotenciación o –en el límite–
su descomposición evitadas.
En cuanto al primer motivo –que refiere al lenguaje y a las
acciones–, Spinoza alude con esta regla a un tópico que recorre
su filosofía de manera decisiva, y que tiene su expresión más con-
tundente en la palabra caute. “Hablar según la capacidad del vulgo
(ad captum vulgi loqui) –primera regla que recomienda Spinoza– y
hacer todo aquello que no constituye impedimento alguno para alcan-
zar nuestra meta. No son pocas las ventajas que podemos sacar de
ahí, si nos adaptamos, cuanto nos sea posible, a su capacidad”. Y un
poco más adelante: “…imitar las costumbres ciudadanas que no
se oponen a nuestro objetivo”45. Queda por saber el sentido y el al-

45
 Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento, p. 81; Opera, II, p. 9. Los subrayados son
nuestros. Esta preceptiva de prudencia es asimismo formulada con insistencia, en las
Epistulae, por Séneca: “…no hagas algo –a la manera de esos que no desean aprovechar
sino ser vistos– que en tu comportamiento o en tu género de vida sea chocante… ya es
bastante odioso el mismo nombre de filosofía, aunque se practique con moderación:
¿pues qué será de nosotros si comenzamos a salirnos de las costumbres de la gente? Por
dentro todo sea desemejante; por fuera, acomodémonos a nuestro pueblo”, y también:
“Tratemos de llevar mejor vida que el vulgo, pero no la contraria… lo primero que
profesa la filosofía es el sentido común, la cortesía y la socialidad” (Séneca, Epistulae ad
Lucilium, V). La cautela referida al lenguaje tiene asimismo en Epicteto una referencia
precisa: “…haya de ordinario silencio, o háblese [sólo] lo necesario y con brevedad…
y, sobre todo, no hables de la gente reprendiendo o alabando o haciendo comparacio-

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Vida común

cance de las frases que funcionan como limitantes de estas reglas,


pues es preciso adaptarse “quantum fieri potest” (“si fieri potest” había
dicho antes respecto a la conveniencia de alcanzar el sumo bien
junto al mayor número posible de hombres). ¿Existen situaciones,
decisiones o palabras necesarias, en las que la adaptación no es ya
posible? ¿Cuáles son las cosas que todos hacen, pero que el hom-
bre libre debe abstenerse de realizar puesto que “constituyen un
impedimento para alcanzar su meta”? ¿Cuáles las costumbres que
“se oponen a nuestro objetivo” y que, por tanto, el sabio no puede
imitar? “Adaptación” o “concesión” (concessio) e “imitación” (imita-
tio) son los mecanismos de cautela a los que debe recurrir quien
persigue una meta (scopum) demasiado infrecuente o demasiado
singular. Seguramente ni el Tratado de la reforma del entendimiento
ni la Ética están escritos ad captum vulgi, pero esta formulación no
concesiva del pensamiento –así como tampoco eventuales técnicas
de enmascaramiento en el Tratado teológico-político, según la tesis de
Leo Strauss– no interfiere en una indudable aspiración de claridad,
absolutamente esencial al estilo spinozista de hacer filosofía.
En cualquier caso, será el motivo de la cautela, a la vez existencial
y teórico, uno de los puntos relevantes de la filosofía práctica de
Spinoza en la medida en que traza toda una política de la resis-
tencia, para lo que se vincula decisivamente –aunque de manera
paradojal y compleja– a una idea (que Spinoza evoca sobre todo en
la parte IV de la Ética) y a una práctica (de la que su epistolario es
testimonio inequívoco) que ocupa el centro mismo de su perspectiva
ético-política, la idea y la práctica de la amistad.

nes. Si eres capaz, procura con tus razones que también la de quienes estén contigo se
oriente hacia lo que conviene. Pero si te hallas aislado en medio de extraños, cállate”
(Enquiridión, op. cit., XXIII, pp. 72-74; Cfr. también Diatribas, III, 16, 1 y ss.).

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Amistad

Desde el gran discurso aristotélico en la Ética a Nicómaco, la


amistad ha sido un objeto eminente de reflexión filosófica. Se
trataría, en general, de un motivo perteneciente al orden de la
filosofía práctica, vinculado en particular a la Ética y, más proble-
máticamente, a la política. ¿Cómo ha articulado la tradición estos
dos conceptos, el de amistad y el de política? Jacques Derrida mar-
ca una oposición alojada en el corazón mismo de la tematización
filosófica de la amistad por la tradición: “Por una parte la amistad
parece esencialmente extraña o rebelde a la res publica, y no podría
fundar una política. Por otra parte, de manera manifiesta, de Platón
a Montaigne, de Aristóteles a Kant, de Cicerón a Hegel, los grandes
discursos filosóficos y canónicos sobre la amistad […] han ligado ex-
plícitamente la amistad a la virtud y a la justicia, a la razón moral
y a la política” 46. Esta ambivalencia interior a la idea de amistad
se extiende entre un aspecto político y un aspecto impolítico, o
bien, para usar el lenguaje aristotélico, entre homonoia y philía 47,
entre “concordia” o “amistad política” y esa otra forma de amistad

46
  Derrida, J., “Politiche dell’amicizia”, en revista aut-aut, nro. 242, 1991, p. 10.
47
  Al comienzo de su “Teoría de la amistad”, escribe Aristóteles: “Todo el que haya
hecho largos viajes ha podido ver por todas partes cuán simpático y cuán amigo es
el hombre del hombre. Podría hasta decirse que la amistad (philía) es el lazo de los
Estados. La concordia (homonoia) de los ciudadanos no carece de semejanza con la
amistad…” (Ética a Nicómaco, 1155a 20). “La concordia así comprendida se convierte,
en cierta manera, en una amistad civil, como ya he dicho, porque comprende entonces
los intereses comunes y todas las necesidades de la vida social” (ibid., 1167b). Pero, por
otra parte, Aristóteles alude a otro tipo de amistad a la que llama “amistad verdadera”,
“amistades tan nobles que han de ser raras”, para cuya formación no es suficiente el
“deseo de ser amigo” sino que “necesita, además, tiempo y hábito”. La amistad verdadera
o profunda “sólo es completa cuando media el concurso del tiempo” (ibid., 1156b 25).
En otro pasaje del libro IX Aristóteles llega a contraponer esta amistad verdadera, que
es rara y entre pocos, a lo que llama “relaciones puramente sociales”. “Los que tienen
muchos amigos y se muestran íntimos con todos pasan por no ser amigos de nadie, si
no es en las relaciones puramente sociales; y cuando se habla de ellos, se dice que son
gentes que sólo aspiran a agradar civil y políticamente” (ibid., 1171a 15). En la Retórica
es posible advertir un cierto giro en el análisis de la philía por relación a las Éticas, en la
medida en que estas la consideran en cuanto “virtud”, mientras que aquella la incluye
entre las pasiones, a cuyo tratamiento está dedicado el Libro II (ver 1380b 35 y ss.).

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Diego Tatián

designada siempre por un secreto, definida por su singularidad


y su rareza más que por su exposición pública y que podríamos
llamar “amistad profunda”. La primera página del capítulo sobre
la amistad en la Ética Eudemia, enuncia, sin embargo, un programa
extraño, que hace de la philía el objeto propio de la política. “En
efecto –dice allí Aristóteles– la obra propia de la política [el acto,
la operación propiamente política] consiste en producir la mayor
cantidad posible de amistad (tês te gar politikês érgon einai dokei málista
poiêsai philían)”48.
Esta misma ambivalencia la encontramos en la Ética de Spinoza,
en particular en el libro IV; unos pocos textos –cuatro o cinco– de
singular importancia, donde la utilización de la palabra amicitia
designa, por una parte, ese tipo de relación entre los hombres que
llega a ser la negación más contundente y extrema de las relaciones
de servidumbre que la tiranía instituye en torno suyo, y, por otra,
marca una dialéctica sutil con una amistad impolítica, central en
el spinozismo, que remite al motivo de la cautela (caute). Resulta
relevante al respecto que ese signo paradigmático de amistad que es
la epístola, la carta (confianza de lo más íntimo y de lo más peligro-
so), fuera acompañado en todo el epistolario de Spinoza –que, no
obstante la observación de Leo Strauss, en un ensayo por lo demás
notable49, ocupa un lugar significativo en el corpus spinozista– por
el emblema de la rosa y la palabra caute, inscriptas en el lacre con el
que cerraba sus cartas. Si, como aquí sugerimos, el carácter propio
del spinozismo es el de una filosofía de la amistad, la formulación
epistolar será un modo de exposición en el que filosofía y amistad
alcanzan su punto de máxima condensación. Pero también en las
obras sistemáticas se dirige al amigo; las técnicas de enmascara-
miento –que Leo Strauss50 analiza en el caso del Tratado teológico-

48
  Aristóteles, Ética Eudemia, 1234b 22-23.
49
  Strauss, L., “How to study Spinoza’s Theologico-Political Treatise”, en Persecution and
the Art of Writing, The University of Chicago Press, Chicago & London, 1988. “Porque
su enseñanza –dice Strauss– esta dirigida, sobre todo, a los hombres venideros, el
intérprete debe siempre prestar atención a la diferencia de peso específico entre los
libros del Spinoza maduro y sus cartas. Las cartas no están dirigidas principalmente
a los hombres venideros, sino a contemporáneos particulares. Mientras las obras de
la madurez están destinadas sobre todo a los mejores lectores, la gran mayoría de sus
cartas están dirigidas a hombres más bien mediocres”.
50
  Ibid. La tesis general de Strauss es que el poder y la comunidad social se hallan ine-
vitablemente en conflicto con la filosofía y persiguen a los filósofos condenándolos de
múltiples modos, desde el ostracismo hasta la muerte. A su vez, los filósofos se defienden
elaborando un código, un lenguaje particular, un “arte de escribir entre líneas” que

50

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A mistad

político y Deleuze51 advierte en la redacción de la Ética– abisman el


texto en diferentes niveles de lectura, poniendo en primer plano
aquel que debía conformar al vulgo, al sacerdote y al tirano –en
cuyas manos caería inevitablemente–, y dejando las dimensiones
más heterodoxas veladas para los espíritus groseros, a la espera de
ser halladas por el amigo52.

oculta a la mayoría y revela sólo a unos pocos el camino del conocimiento auténtico, que
es el objeto de la filosofía. El Tratado teológico-político estaría pues escrito de este modo,
en clave. Spinoza pone su pensamiento bajo el signo de la cautela. Caute designa “la
prudencia con la que se debe investir el filósofo en su relación con los no filósofos”. Toda
una reflexión del vínculo entre el filósofo y el no filósofo, entre el filósofo y la plebe,
dice Strauss, se halla a la base de la formulación filosófica de Spinoza. En el Tratado
teológico-político Spinoza se dirige a una clase muy precisa de filósofos potenciales, pero
sabiendo que el pueblo lo está escuchando. Se pronuncia, por tanto, en modo tal de
no hacer comprender al pueblo su pensamiento. Por este motivo, continúa Strauss, se
expresa contradictoriamente: quienes se escandalizan de sus afirmaciones heterodoxas
son inmediatamente tranquilizados por fórmulas más o menos ortodoxas. Por ejemplo:
en un solo capítulo Spinoza niega la posibilidad de los milagros propiamente dichos,
para hablar luego de milagros en todo el libro. Cada capítulo del Tratado teológico-
político tendría por objeto la refutación de un dogma ortodoxo preciso, refutación que
se ampara en una afirmación de todos los otros. De manera que sólo una minoría de
lectores alcanzará a extraer la conclusión de cada capítulo, despojándola de su cáscara
como si se tratara de una nuez, para luego sumarlas y formar un sentido de conjunto.
Sólo una minoría de lectores llega a comprender que si un autor se contradice respecto
a un determinado tema, su opinión es la que aparece con menor frecuencia, o quizás
sólo una vez, y que esta opinión puede ocultarse gracias a las afirmaciones contradic-
torias que aparecen con frecuencia, o directamente en todos los casos salvo en uno.
Así, una regla de lectura del Tratado teológico-político que Strauss propone es la siguiente:
en caso de contradicción, la afirmación más alejada de lo que Spinoza consideraba
la concepción popular del asunto en cuestión, deberá considerarse como la opinión
expresa del filósofo.
51
  Deleuze, G., Spinoza y el problema de la expresión, Muchnik, Barcelona, 1975, pp. 339-346.
“Hay pues dos Éticas coexistentes, una constituida por la línea o el raudal contínuos de
las proposiciones, demostraciones y corolarios, la otra, constituida por la línea quebrada
o la cadena volcánica de los escolios. Una, con un rigor implacable…, progresa de una
proposición a la otra sin preocuparse de las consecuencias prácticas… La otra recoge las
indignaciones y las dichas del corazón, manifiesta la dicha práctica y la lucha práctica
contra la tristeza…” (p. 341). Una Ética de la razón y una Ética del corazón, donde el
procedimiento spinozista consistiría en desplazar sus tesis más explosivas y heterodoxas
a la segunda línea de los escolios (y, agregaríamos, de los prefacios y en particular el
gran apéndice de la parte I).
52
  En las páginas finales del Tratado breve, redactado presumiblemente entre 1657 y 1661,
encontramos un texto en el que Spinoza explicita el destinatario de su filosofía, a la vez
que pone de relieve la exigencia de cuidado y cautela en lo que respecta a la circulación
de las ideas allí expuestas –exigencia que permanecerá indeleble tanto durante la vida
del filósofo, como también durante gran parte de la deriva posterior del spinozismo.
“Tan sólo me resta, para terminar todo esto, decir a los amigos para los que escribo este

51

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Si en el Tratado teológico-político encontramos una articulación


profunda entre libertad de palabra y secreto53, el Epistolario revela
una apertura a la amistad que permite discutir libremente, a la
vez que la necesidad de una cautela común que debe ser prac-
ticada en la filosofía entre amigos. Que la primera palabra del
epistolario spinozista sea una invocación de amistad, imprime
desde el comienzo el tono más propio a la libertad de filosofar:
“Por mi parte –escribe a Oldenburg– […] no es poco orgullo
atreverme a iniciar esa amistad, especialmente cuando pienso
que entre amigos, todas las cosas, sobre todo las espirituales,
deben ser comunes” (carta 2). Asimismo, la primera carta a
Blyenbergh –cuya relación se vería malograda poco tiempo
después por la impertinencia y el prejuicio reactivo con que este
comerciante de granos, ortodoxo calvinista, quiere impugnar
las reflexiones del filósofo en torno al problema del mal54 – sien-

tratado: no os admiréis de estas novedades, ya que bien sabéis que una cosa no deja de
ser verdad porque no sea aceptada por muchos. Y, como vosotros tampoco ignoráis la
condición del siglo en el que vivimos, os quiero rogar muy encarecidamente que pongáis
cuidado en no comunicar estas cosas a otros” (Tratado breve, p. 167; Opera, I, p. 112).
53
  “… ni los más versados, por no aludir siquiera a la plebe, saben callar. Es este un
vicio común a los hombres: confiar a otros sus opiniones, aún cuando sería necesario el
secreto” (Tratado teológico-político p. 410; Opera, III, p. 240). Es justamente su capacidad
de secreto lo que permite al sabio vivir libremente bajo cualquier condición política: “In
quaqunque civitate homo sit, liber esse potes….” (ibid., p. 340; ibid., p. 263, Adnotatio XXXIII),
en cualquier ciudad en que el hombre viva, puede ser libre. El filósofo puede vivir bajo
cualquier forma de gobierno –lo que no significa que le es indiferente cualquiera de
ellas–, incluso bajo la tiranía, porque sabe callar, porque con su silencio preserva su
inconmensurabilidad. En realidad, la negación de la libertad de palabra, la prohibición
del lenguaje, es efectiva sólo en la medida en que los hombres no tienen capacidad de
secreto. La proscripción de la palabra, en suma, opera merced a su fracaso –puesto
que no logra que los hombres callen ni bajo la más estricta censura de las ideas–, debe
su eficacia a su imposibilidad. El sabio se disloca de esta circunstancia mediante una
obediencia irónica de su preceptiva: el silencio. Es este uno de los momentos más ele-
vadamente impolíticos de Spinoza.
Complementariamente a la referencia anterior, el capítulo XX del Tratado teológico-político
comienza rompiendo la pretensión de asimilar el gobierno sobre las lenguas con el go-
bierno sobre las almas: “Si fuera tan fácil mandar sobre las almas (animus) como sobre
las lenguas, todo el mundo reinaría con seguridad y ningún Estado (Imperium) sería
violento, puesto que todos vivirían según el parecer de los que mandan… Es imposible,
sin embargo… que la propia alma esté totalmente sometida a otro…” (ibid., p. 408; ibid.,
III, p. 239). El dominio sobre las lenguas es fácil porque hablan; su sometimiento sería
difícil –como lo es el sometimiento de las almas– si supieran anteponer al tirano, al
sacerdote, al delator, el silencio como línea de resistencia.
54
  “…usted –le escribirá Spinoza– me ha mostrado que el fundamento sobre el que yo
me proponía edificar nuestra amistad no estaba puesto como yo pretendía” (carta 23).

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A mistad

ta, en un bellísimo pasaje, la gran esperanza spinozista de una


filosofía en la amistad: “por lo que a mí toca, de todas aquellas
cosas que están fuera de mi poder, nada estimo más que […]
trabar lazos de amistad con gente que ama sinceramente la
verdad; porque creo que nada de cuanto hay en el mundo y cae
fuera de nuestro poder podemos amar con más tranquilidad
que a tales hombres” (carta 19). Bien sabía Spinoza que una tal
amistad no sólo “cae fuera de nuestro poder” –lo que sugiere
que la amistad es siempre una puesta en juego y se vincula a la
fortuna–, sino que además es un acontecimiento tan difícil como
raro, cuyo dominio es en gran medida virtual, una apertura cuya
concreción siempre variable no remite necesariamente a la pre-
sencia. Cuando su amigo Simón de Vries le escribe diciéndole:
“Dichoso, más aún, dichosísimo su compañero Caseario, que,
al morar bajo el mismo techo, puede conversar con usted los
temas más importantes durante la comida, la cena y el paseo”
(carta 8), Spinoza responde que no tiene por qué envidiar a
Caseario, “pues nadie –escribe– me resulta más enojoso que él
y con nadie he procurado ser más reservado. Por eso quisiera
prevenirle a usted y a todos los conocidos que no le comuniquen
mis opiniones […]”, mientras que, le dice en la misma carta, “…
me agrada que mis modestas lucubraciones le resulten útiles
a usted y a nuestros amigos. Pues así, aunque estén ausentes,
hablo con ustedes desde mi ausencia (interim tamen gaudeo quod
meae lucubratiunculae tibi notrisque amicis usui sint. Sic enim dum
abestis absens vobis loquor)” (carta 9)55. Como a lo largo de todo

55
 En Politiques de l’amitié (Galilée, París, 1994), J. Derrida pone de relieve esta relación
entre amistad y ausencia comentando la paradójica frase que, en el ensayo “De l’amitié”,
Montaigne, siguiendo a D. Laercio, adjudica a Aristóteles: “O mes amis, il n’y a nul amy!”
(“Essais”, en Oeuvres complètes, Gallimard, París, 1962, p. 189). Se trata, dice Derrida,
de una “queja”. “¿Pero a quién entregar la queja contra otro, desde el momento en que
se dirige a los amigos para decirles que no hay amigos, desde el momento en que ellos
no están presentes, en que no están allí, presentes, vivientes, para recibir la queja o para
juzgarla?” (p. 14). Se impone aquí, asimismo, la invocación del pasaje ciceroniano –que
Derrida transcribe también– según el cual “los ausentes se vuelven presentes (absentes
adsunt), los pobres ricos, los débiles fuertes y, lo que resulta más difícil de decir, los muer-
tos viven (mortui vivunt)” (Laelius de amicitia, VII, 23). Pero tal vez el texto más notable lo
encontraremos en ese documento mayor en el que es posible pensar el significado de un
epistolario –es decir la relación de ausencia y amistad–, a saber las cartas que Séneca le
escribe a Lucilio. Al final de la Epistula LV, leemos: “Se puede conversar con los amigos
ausentes, y por cierto tantas veces como quieras y por tanto tiempo como quieras. De este
placer, que es el mayor de todos, gozamos más cuando estamos ausentes. La presencia
nos hace delicados, y porque de vez en cuando hablamos, nos paseamos o nos sentamos

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el espistolario, cautela y amistad resultan aquí dos prácticas


inescindibles que se implican una a otra.
Asimismo, hay todo un conjunto paradójico de textos que vin-
culan la cautela a la libertad, el silencio y la huida a tiempo a la
firmeza y a la virtud, la reserva a la sabiduría56. Pero, en particular,
existe una temática siempre presente en Spinoza que es la necesidad
de sustraerse a la polémica en cualquiera de sus maneras, evitar
las disputas, sustituirlas por la conversación; abandonar, tratando
de no dejar rastros, el ángulo de mira de quienes se complacen en
la enemistad, en la persecución de la diferencia allí donde esta se
manifieste, de quienes procuran antes impedir el pensamiento del
otro que tener uno propio. La inconmensurabilidad de propósitos
anula de antemano la posibilidad de que la filosofía pudiera obtener
algo de las disputas y los debates. Más bien se trata de encontrar las
vetas en las que el pensamiento no se vea objetado por el prejuicio,
desalentado por el “odio”, obstruido en su expansión; preservar su
intensidad, otra vez, en el espacio afirmativo de la amistad. “Por
lo que se refiere a su nueva pregunta –escribe a Oldenburg–, de
cómo empezaron a existir las cosas y con qué nexo dependen de
la causa primera, he compuesto sobre este asunto, y, además, sobre
la reforma del entendimiento, un opúsculo completo, en cuya re-
dacción y corrección me ocupo ahora. Pero a veces desisto de este
trabajo, porque todavía no tengo ninguna decisión firme sobre su
publicación. Pues temo que los teólogos de nuestra época se ofen-
dan y me ataquen con el odio y la vehemencia que les es habitual,
a mí que siento verdadero horror hacia las disputas (timeo nimirum
ne theologi nostri temporis offendantur, et quo solent odio, in me, qui rixas
prorsus horreo, invehantur)” (carta 6)57.

juntos, cuando nos separamos ya no pensamos en aquellos a los que hace poco habíamos
visto. Por esto debemos soportar con ecuanimidad la ausencia, pues nadie hay que no esté
muchas veces ausente aun de los presentes… El amigo se ha de poseer con el ánimo y este
nunca está ausente. Ve cada día a quien quiere. Así que estudia conmigo, cena conmigo,
pasea conmigo. Bien estrechos viviríamos si hubiese algo cerrado al pensamiento. Te
veo, mi querido Lucilio, todavía más, te oigo. Hasta tal punto estoy contigo que dudo si
empezaré a escribirte notas cortas en lugar de cartas largas”.
56
  “La virtud del hombre libre se muestra tan grande cuando evita los peligros como
cuando los vence” (E, IV, 69); “En un hombre libre, pues, la huida a tiempo revela igual
firmeza que la lucha; o sea, que el hombre libre elige la huida con la misma presencia
o firmeza de ánimo que el combate” (ibid., corol.), etc.
57
  Por lo demás, Oldenburg parece haber advertido inmediatamente, aunque no las
comprenda bien, la heterodoxia de las ideas de Spinoza, pues ya en su segunda carta le
escribe: “Por la amistad que hemos iniciado le conjuro a que actúe con toda libertad y

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A mistad

La dimensión política de la amistad en Spinoza se revela en toda


su magnitud si se toma en consideración situaciones en las que “un
hombre libre vive entre ignorantes”, o bien en una sociedad donde
la enemistad, el odio y la persecución resultan preponderantes.
Recordemos, por lo demás, que el concepto de amistad aparece en
la parte IV de la Ética, que si bien no deberá ser tomada como un
“libro” autónomo concerniente a la política –tampoco el De Deo es
un libro “metafísico”, ni el De Mente un libro de “epistemología”, ni
el De Affectibus un libro de “psicología afectiva” o el De Libertate un
tratado de Ética, como si estuviéramos ante una colección de tex-
tos independientes entre sí–, es el pasaje en el que Spinoza refiere
los mecanismos socio-políticos de la servidumbre; es decir que, si
nos atenemos a la composición de la Ética, la de amistad sería una
noción inscripta no tanto en la esfera ética como en la política. O
bien podría quizás ser pensada como un concepto ético de eminente
significación política, un preanuncio del De Libertate en el centro
mismo del De Servitute, en virtud de lo cual se articula el pasaje de
una parte a la otra. En cualquier caso, adquiere relevancia frente a
la pregunta ¿cómo es posible plasmar la aspiración de libertad en el
interior de una condición política determinada por la servidumbre?
¿Es necesaria una transformación global de la totalidad de los hom-
bres, de la forma política por la que se rigen, para poder realizar
un “reino de la libertad” sólo concebible, asimismo, en términos de
totalidad? ¿O bien es acaso posible realizar formas de libertad no
obstante ser la circunstancia política adversa a su cumplimiento?
Hay un texto, en el Apéndice de la parte IV, al que será posible
remitir nuestro problema. “Es imposible –dice allí Spinoza– que
el hombre deje de ser una parte de la naturaleza y que no siga el
orden común de ella. De todas maneras (sed), si convive con indi-
viduos que concuerdan con su propia naturaleza de hombre, su
potencia de obrar resultará mantenida y estimulada, pero si, por
el contrario, convive con individuos que no concuerdan en nada
con su naturaleza, será muy difícil que pueda adaptarse a ellos
sin una importante transformación de sí mismo” (E, IV, Ap. cap.
7)58. El pasaje tiene al menos dos aspectos bien diferenciados. En

confianza conmigo en este asunto, y le ruego insistentemente que tenga la seguridad de


que todo aquello que Ud. se digne a comunicarme, lo mantendré con toda reserva y que no
comunicaré nada cuya divulgación pudiera redundar en su perjuicio o engaño” (carta 3).
58
  Este mismo texto es objeto de reflexión en un trabajo de Jean-Marie Beyssade, “Vix
(Éthique IV Appendice chapitre 7) ou peut–on se sauver tout seul?”, en Revue de mé-
taphysique et de morale, 1994, nro. 4, pp. 493-503. El autor responde afirmativamente

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primer lugar, el hombre no puede abdicar del “orden común de


la naturaleza” puesto que es –en cuanto criatura que, como cual-
quier otra, pertenece a su reino– una parte suya (Nec fieri potest, ut
homo non sit naturae pars, & communem ejus ordinem non sequatur).
En cuanto modo finito de la naturaleza infinita –indeterminada,
naturans– el hombre no podrá nunca hacer una excepción de sí
mismo ni de sus actos.
Ahora bien, el segundo aspecto del texto nos presenta a su vez
dos posibilidades. Este segundo aspecto tiene que ver no ya con la
relación del hombre respecto de la naturaleza globalmente con-
siderada, sino con la relación con otros modos finitos, con otros
individuos. Puede pasar que –primera posibilidad– según dicha
relación tales individuos concuerden (conveniunt), es decir, incre-
menten mutuamente su potentia. Si le concedemos una significación
política, esta primera posibilidad no presenta dificultades pero es
sumamente infrecuente: sería el caso de una república libre en la
que el odio y las pasiones de odio se verían reducidas al máximo y
la utilidad individual no sería contradictoria con la utilidad común.
Pero –segunda posibilidad–, puede pasar asimismo que un indivi-
duo deba convivir con otros “que no concuerdan en nada con su
naturaleza” (At si contrà inter talia sit, quae cum ipsius naturâ minimè
conveniunt), que, por consiguiente, significan una amenaza objetiva
contra su conatus, contra la manera de perseverar en el ser que le es
propia. En este caso –que es el más frecuente–, concluye Spinoza,
le resultará muy difícil [tendrá apenas el poder de o la posibilidad
de, vix] adaptarse a ellos (iisdem sese accommodare –puesto que de
ningún modo convenire– poterit); es decir, le resultará muy difícil
adaptarse “sin una importante [gran, profunda] transformación
de sí mismo (absque magna ipsius mutatione)”.
En diversos pasajes de su obra Spinoza hace suya la recomen-
dación estoica de acomodarse, de adaptarse, como formas de pru-
dencia del hombre libre frente a quienes no lo son, del sabio frente
a los ignaros, del filósofo frente a los no filósofos. Sin embargo,

a la pregunta, esto es, la libertad del hombre sabio no presupone necesariamente


la libertad de todos; el cumplimiento ético no presupone el cumplimiento político.
Beyssade no toma en consideración formas intermedias entre la salvación de todos y la
salvación solitaria, como es el caso de la amistad, y que, según proponemos, es la forma
que encuentran los hombres libres –o más bien que aspiran a la libertad– para vivir
como tales en el interior de una condición política que les es adversa. La pregunta a la
que remite el concepto de amistad no es si “es posible salvarse solo” sino si es posible la
salvación de algunos que se reconocen en virtud de su deseo de libertad y componen
así su potencia para resistir la adversidad política.

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por lo general Spinoza acompaña esa preceptiva de adaptación


con una limitante: “si fieri potest”, “quantum fieri potest”… Esto es,
resulta necesario adaptarse siempre que sea posible, siempre que esa
adaptación no implique una magna ipsius mutatio, una profunda
transformación de sí en función de (y a favor de) un conjunto de
individuos que nos son adversos, pues una adaptación que implicara
una mutatio semejante significaría, de parte nuestra, una pasividad,
una heteronomía y, en fin, una servidumbre extremas.
Si es imposible que el hombre deje de ser una parte de la na-
turaleza y es imposible que no siga su “orden común”, puede sin
embargo no adaptarse en lo profundo de sí –aunque, por pruden-
cia, lo haga en la superficie– a una sociedad dada, o, podríamos
decir, al orden común de los individuos en la medida en que se
halle determinado por el prejuicio, la superstición y la impotencia.
Respecto a esto último, hay un texto del Tratado breve sugestiva-
mente concordante con el de E, IV, Ap., cap. 7, y que lo explicita
aun más no obstante su anterioridad: “…el hombre –escribe Spi-
noza– observa en sí mismo una doble ley, el hombre, digo, que
usa bien su entendimiento y llega al conocimiento de Dios. Estas
leyes son causadas por la comunidad que él tiene con Dios y por
la comunidad que él tiene con los modos de la naturaleza. Una de
ellas es necesaria, la otra no. Por lo que respecta, en efecto, a la ley
que surge de la comunidad con Dios, como el hombre no puede
jamás dejarle, sino que debe siempre estar necesariamente unido
a él, tiene y siempre debe tener ante los ojos las leyes según las
cuales él debe vivir para y con Dios. Por lo que toca en cambio a la
ley que surge de la comunidad con los modos, dado que él puede
separarse a sí mismo de los hombres, no es tan necesaria” (TB, II,
24). El hombre puede, pues, “separarse a sí mismo de los hombres”,
es decir, no adaptarse a ellos ni acomodarse a su orden en cuanto
este disminuye –o destruye– su potencia.
Nunca un ordenamiento social podrá abolir completamente
la inconveniencia entre sus miembros ni suprimir de manera
absoluta las pasiones que están en la base de sus conflictos, pero
podrá lograr que ocupen una mínima parte del cuerpo colectivo
si es el caso que se da a sí mismo la forma de una Libera Respublica
–correlativamente, tampoco el sabio alcanzará a desapasionarse
por completo ni logrará erradicar de sí toda pasividad, pues en tal
caso dejaría de ser un modo finito, un hombre. De igual modo,
no debemos concebir la circunstancia en la que el hombre convive
entre individuos que no concuerdan con su naturaleza –por lo que

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deberá, en general, “separarse” de ellos– como una circunstancia


absoluta, es decir, en la que todos los hombres que se encuentran
en su interior son contrarios a su naturaleza. Es en ese margen, en
ese resquicio abierto por algunos donde la amistad spinozista tiene
su punto de constitución. Spinoza no induce, cuando la situación
es adversa –ni en ningún otro caso–, a la vita solitaria sino siempre
al encuentro con otros hombres libres, al reconocimiento de la
libertad en otros con los que componer la existencia, pues jamás
un régimen político, por violento que sea, podrá suprimirlos por
completo. La pregunta no es tanto: ¿es posible salvarse solo?, sino:
¿es posible una salvación que no sea la de todos? No hay en Spinoza
una lógica del todo o nada, de todos o ninguno; la respuesta, por
consiguiente, será afirmativa. La amistad abre la posibilidad de una
liberación que no presuponga una liberación política global, a la
vez que –en la medida en que es siempre abierta, extensiva, inclusi-
va– será el principio de una liberación proyectada sobre el orden
político en su conjunto. Y así tal vez no sólo el punto de resistencia
a la concreción absoluta de la vida pasiva, impotente, sino también
la activación de una capacidad expansiva que conduzca, merced
a una especie de salto cualitativo, a una condición política en el
interior de la cual “el hombre sea un dios para el hombre”, o, lo
que es lo mismo, el hombre sea amigo del hombre.
El gran motivo laboeciano de la servidumbre voluntaria, como
límite mismo de la política a la vez que como llave maestra que
nos conduce directamente a su misterio más hondo, puede ser
asimismo aprehendido como el trasfondo del spinozismo político,
en su caso formulado en relación a la teología política, y frente al
cual se tratará de sentar las bases, o al menos sugerir los conceptos,
para otra comprensión y otra experiencia de la política59. “Ahora
bien, el gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés
consisten en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo
el especioso nombre de religión, el miedo con el que se los quiere
controlar, a fin de que luchen por su esclavitud como si se tratara
de su salvación, y no consideren una ignominia, sino el máximo
honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre”60.
59
  Una versión de Le discours de la servitude volontaire circuló en los Países Bajos, en for-
ma abreviada, en el interior del Der Francoysen ende haerder nagebaueren Morghenwaecker,
atribuido a Eusèbe Philadelphe Cosmopolite (Dordrecht, 1574).
60
 Spinoza, Tratado teológico-político, pref., pp. 64-65; Opera, III, p. 9. En general, el tema
de la servidumbre recorre los siglos XVI, XVII, y XVIII como objeto fundamental de
la reflexión política y como el problema último al que deberá hacer frente todo pensa-

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A mistad

miento de inspiración libertaria. La corriente de lo que se conoce como “libertinismo


erudito”, textos anónimos como el Teophrastus redivivus o L´esprit de Monsieur Benoit de
Spinosa, marcan asimismo la articulación decisiva entre superstición y obediencia, el
estatuto político de las fábulas y las ficciones de la religión que está siempre en la base
de las monarquías. Tanto Tullio Gregory en su Theophrastus redivivus. Erudizione e ateismo
nel Seicento (Morano, Nápoles, 1979) como Silvia Berti en la introducción a su edición
del Esprit de M. Spinosa –conocido también como Traité des Trois Imposteurs– (Trattato
dei tre impostori. La vita e lo spirito del signor Benedetto De Spinoza, Einaudi, Torino, 1994)
señalan la filiación de estos textos con el aristotelismo radical, su articulación a la
tradición averroísta y –al menos en el caso del Theophrastus– al aristotelismo pompo-
nazziano. Pero si en los escritos libertinos la coexistencia de averroísmo y spinozismo
pareciera tener la mayor naturalidad –ya Renán, en su clásico “ensayo histórico” sobre
Averroes y el averroísmo (Hiperión, Madrid, 1992) escribía que “el peripatetismo confina
con el panteísmo y tal es, en efecto, la doctrina a que se unió más tarde el nombre de
Averroes” (p. 50)–, no existen elementos que testimonien un conocimiento de Averroes
por parte de Spinoza –es decir, un conocimiento directo, no mediado por la recepción
del filósofo árabe en la escuela maimonideana. La coincidencia en algunas ideas fun-
damentales –eternidad de la materia y del mundo, negación de la inmortalidad indivi-
dual, etc., pero asimismo en lo que respecta a la separación de filosofía y teología y la
justificación de la religión únicamente como orientación moral de los simples– resulta
clara. Leibniz mismo, en las Considerations sur la doctrine d’un Esprit Universel Unique (en
Die philosophische Schriften von G. W. Leibniz, ed. De Carl Gebhardt, Berlin, 1885, pp. 523
y ss.) opera esta aproximación de Averroes y Spinoza advirtiendo que la filosofía allí
implicada conlleva peligrosas consecuencias para la inmortalidad individual, etc. En
general Leibniz tiende a considerar a Spinoza como un descendiente directo de Averroes
y en particular como un heredero de la teoría averroísta de la inteligencia única (Cfr. el
discurso preliminar a los Essais de theodicée y la introducción a los Nouveaux Essais). En su
trabajo preliminar a una reciente selección de escritos de Averroes en lengua italiana
(Averroè e l’intelletto pubblico, Manifestolibri, Roma, 1996), Augusto Illuminati –que traza
una sugestiva relación entre Averroes, Spinoza, el general Intellect de Marx y la lingüística
moderna– sostiene, no obstante la ausencia explícita del Comentador en las obras del
filósofo holandés (“Inexplicable el silencio de Spinoza, único sucesor legítimo…”), la
existencia de motivos de clara procedencia averroísta en Spinoza. Así por ejemplo, “La
Epístola sobre la posibilidad de conjunción del Intelecto Activo, el mayor documento de lo que
Renán llamó la mística racionalista de Averroes, se emparenta estrechamente con la
‘veneración intelectual de Dios’ de la Guía para perplejos de Moisés Maimónides y con
el amor Dei intellectualis de la V parte de la Ética spinozista” (p. 65). Asimismo, según
una investigación de H. Siebeck, los vocablos latinos natura naturans y natura naturata
tandrían su origen más remoto en la versión latina del siglo XIII del comentario de
Averroes a la Physica aristotélica (Cfr. H. Siebeck, “Über die Entstehung der Termini
natura naturans und natura naturata”, en Archiv für Geschichte der Philosophie, 3, 1890, pp.
370–378). Por lo demás, encontramos un indicio sugestivo en la carta del 29 de marzo
de 1677 que Schuller le escribe precisamente a Leibniz, confiándole la eminente edición
de las Opera posthuma de Spinoza; en un pasaje de la misma leemos: “Quisiera saber por
ti si acaso has visto alguno de los siguientes libros, cuyo catálogo, con la inscripción de
libros rarísimos he hallado entre sus [de Spinoza] papeles. 1) Florentinus: De rebus sacris…
4) Averroes: Argumenta de eternitate mundi…” (texto recogido por J. Freudenthal en su
Die Lebensgeschichte Spinozas… (1899) e incluido en el apéndice documental del volumen
Biografías de Spinoza, compilado por Atilano Domínguez, Alianza, Madrid, 1995, p. 222).
59

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Diego Tatián

Este texto instituye el punto de partida del pensamiento político de


Spinoza; la desarticulación del antiguo tópico que registra constitui-
rá la motivación más profunda no sólo del Tratado teológico-político,
sino también de los textos políticos y tangencialmente políticos de
la Ética. Al “control por el miedo” y a la “lucha por la esclavitud”,
Spinoza opondrá un conjunto de ideas que esbozan o sugieren,
en la Ética, lo que hemos llamado una política de la amistad y que,
a lo largo de su pensamiento, será una desembocadura siempre
abierta de inspiración libertaria. Como en otro orden de cosas el
concepto de amor Dei intellectualis, que encontraremos en la parte V
de la Ética, la noción de amicitia articula en sí un aspecto pasional
y un aspecto racional61 estableciendo una constancia activa –una
comunión activa que no redunda en inconstancia–, una suspensión
de la fluctuatio animi que convierte todo afecto en su contrario y
predispone a los hombres al conflicto, inminente si no actual. Si
la fluctuatio es la forma que determina lo social en su nivel más
bajo –nivel que obtiene así su regulación desde el exterior, esto
es desde la potestas del Estado–, la amistad, así como una política
que se instituya en base a ella, sustituye la fluctuatio en virtud de
la cual los afectos mutan y se transmutan bajo el solo poder de la
fortuna, por un conjunto de transitiones hacia formas incrementa-
das de la potencia con la que los hombres viven, es decir, afectan
y son afectados.
Un primer aspecto de lo político es su emergencia a partir de
un sustrato de naturaleza pasional; una específica organización
de las pasiones se halla en la base de las formas de gobierno y es
allí donde la eventualidad política encuentra su decodificación.
Lo que Spinoza llamará “pasiones tristes”, entre las que el temor
y la esperanza (en la medida en que se halla siempre afectada de
temor) son las principales, es la condición de la tiranía. Tristes
son aquellas pasiones o afectos que inhiben nuestra vis existendi,
la expansión de nuestra potencia, y cumplen el tránsito de una

  En uno de los en general no muy numerosos trabajos que conceden relevancia


61

explícita al concepto de amistad en Spinoza, Pierre Macherey sostiene que la idea de


amistad resulta central para concebir el tránsito –uno de los problemas mayores en la
construcción de la Ética– del De Servitute al De Libertate. “Esta noción de amistad –escribe
Macherey–, que es intermediaria entre la ética y la política, y que a su manera efectúa
también la síntesis entre lo afectivo y lo racional, atraviesa toda la filosofía de Spinoza y
contribuye a atenuar ciertos aspectos abruptos de su exposición: introduce en el espacio
–casi estaríamos tentados de hablar de un abismo– que parece separar la servidumbre
de la libertad, todo un mundo de matices microscópicos…” (Pierre Macherey, “Éthique
IV: les propositions 70 et 71”, en Revue de métaphysique et de morale, 1994, nro. 4, p. 468).

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mayor a una menor perfección. “Un afecto es sólo malo o nocivo


en cuanto impide que el alma (mens) pueda pensar […]” (E, V, 9).
Se tratará siempre, en Spinoza, de vencer la pasión con la pasión;
no de reprimir sino de sustituir, de desplazar, de torcer o desviar
las malas pasiones buscando un efecto de alegría. Será la calidad
de mi relación con la exterioridad lo que va a signar el estado ético
en el que me encuentro en un momento dado. Es por esto que la
ética no tiene que ver con la observancia de principios sino con una
contínua experimentación de sí. La preponderancia de la tristeza
sobre la alegría promueve, en el orden político, todo un conjunto
de pasiones de sometimiento en virtud de las cuales los hombres
“luchan por su esclavitud como si se tratara de su salvación”. A la
inversa, las pasiones de libertad –que promueven siempre la activi-
dad– resultan de una acumulación de transiciones hacia estados de
alegría, que se dan forma en una política de la amistad. “Un hombre
libre procura unirse a los demás hombres por amistad […]” (E, IV,
70); “Sólo los hombres libres son muy útiles unos a otros y sólo ellos
están unidos entre sí por la más estrecha amistad (maxima amicitiae
necessitudine invicem junguntur)” (E, IV, 71)62. ¿A qué tipo de amistad
alude Spinoza en estos textos? ¿Se trata de lo que Aristóteles llamó
homonoia, esa “amistad civil” que contemplaba las necesidades de la
vida social? En cualquier caso, es gracias a este principio de amistad
que la utilitas se despoja de su carácter meramente egoísta, según lo

62
  En el Libro VIII de la Ética Nicomáquea (1157 y ss.), Aristóteles realiza una clasificación
de la amistad en tres clases: la amistad perfecta, la amistad que tiene por causa el placer
y la amistad motivada por la utilidad (Cfr. también Ética Eudemia 1236a 30 y ss.). Sólo a
la primera, que tiene la virtud como fundamento, corresponde el término “amistad” en
sentido pleno y no puede ser practicada sino por los “buenos”. Las amistades utilitarias o
por placer, únicamente “por semejanza” son llamadas con el nombre de amistad. Ahora
bien, la amistad perfecta incluye tanto al placer como a la utilidad, sólo que ni el placer
ni la utilidad son su fundamento, sino más bien sus consecuencias: “los buenos también
son útiles el uno para el otro”. En el Laelius –que combina elementos de origen estoico y
de origen peripatético (el Sobre la amistad de Teofrasto ha sido, seguramente, una de sus
fuentes)– Cicerón polemiza de manera constante contra el epicureísmo, distorsionando
en algún sentido la concepción epicúrea de la amistad, a la que adjudica un signifi-
cado claramente utilitario llamándola mercatura utilitatum. Para Cicerón, como para
Aristóteles, el fundamento de la amistad propiamente dicha es la virtud, y la utilidad,
en todo caso, una consecuencia suya: “Non igitur utilitatem amicitia, sed utilitas amicitiam
secuta est” (Laelius, XIV, 51). Spinoza, como veremos, se descentra de esta discusión, en
la medida en que su concepto de utilidad no se reduce al interés propio ni al egoísmo.
Si las amistades utilitarias, según la exposición ciceroniana, proceden de la debilidad, la
indigencia y la impotencia, en Spinoza la amistad a la que el hombre tiende en función
de su propia utilidad es expresión de su potencia y de su generosidad.

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cual –tal el pensamiento de Hobbes– conformaría lo social como un


concierto de egoísmos negativamente equilibrados en un todo que
volvería así “benéfico” al egoísmo que lo determina. En Spinoza en
cambio, la potencia por la que cada uno busca su propia utilidad
tiene su medio de expansión en una “generosidad”63 más amplia,
es decir, entra en constelación con una formación de la amistad
entre los hombres, mediada a su vez por el “amor intelectual”, cuyo
objeto no es el todo ni lo universal sino las res singulares, las cosas
y los hombres en su singularidad, para inscribirse en ese ámbito
que Remo Bodei llamó “ordo amoris intellectualis”64. Utilitas y amicitia
son principios dinámicos que configuran ese espacio. “Es útil a los
hombres, ante todo, asociarse entre ellos y vincularse con los lazos
que mejor contribuyan a que estén unidos y, en general, hacer
aquello que sirva para consolidar la amistad” (E, IV, Ap. cap. 12);
“Pues si tuviésemos también presente la norma de nuestra verda-
dera utilidad, así como la del bien que deriva de la amistad mutua
[…], entonces la ofensa o el odio que suele nacer de la naturaleza
ocuparía una mínima parte en nuestra imaginación […]” (E, V,
10, esc.). La amistad política es acaso la figura que concentra las
pasiones de libertad, la razón que da curso a la utilitas individual y
el amor intelectual. Tres dimensiones que convergen en una plas-
mación política, la de la amistad, que nada tiene que ver con una
utopía histórica sino con un topos diferente, un deseo o conjunto de
deseos actuales que dirigen las transiciones de nuestra existencia.
“Siendo –escribe Remo Bodei–, como lo demuestra la experiencia,
un remedio que sólo raramente resulta eficaz en el curso de la his-
toria de los grandes agregados humanos, el amor intelectual ofrece
un modelo de trans-lógica o lógica de la ulterioridad, constituyendo
una especie de puente entre la ‘lógica simétrica’ de las pasiones y
la ‘asimétrica’ del pensamiento racional. Efectivamente, el amor
intelectual está en condición de cumplir las transiciones hacia una

63
  “Por ‘generosidad’ entiendo el deseo por el que cada uno se esfuerza, en virtud del
solo dictamen de la razón, a ayudar a los demás hombres y unirse a ellos mediante la
amistad” (E, III, 59, esc.). Sobre el concepto de “generosidad”, Cfr. el ensayo de Arturo
Deregibus, “La generosità nelle dottrine di Descartes e di Spinoza”, en Spinoza nel 350
anniversario della nascita, Bibliopolis, Nápoles, 1985, pp. 221-235.
64
  Bodei, Remo, Geometria delle passioni, Feltrinelli, Milán, 1991, p. 325. Por lo demás,
respecto al concepto spinozista de utilitas Bodei observa que debe ser desmarcado del
“individualismo posesivo” del que habla Macpherson y debe remitirse más bien al con-
cepto estoico de oikeiosis, entendido como “co-pertenencia de todos los seres animados
a la misma gran comunidad de los vivientes”, en el interior de la cual todas las criaturas
tienden a seguir “lo que es útil para la conservación de su naturaleza” (ibid., p. 342).

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mayor cupiditas (o sea, también hacia aquella adecuada ‘cognición


de las cosas particulares’ de la que hablaba Maquiavelo)”65. Tal vez
“amistad” no sea sino la palabra que nombra, en el orden político,
una cierta calidad de este complejo: cuando alcanza su “rareza”.
Spinoza concentra en la idea de amistad el extremo virtual
más distante posible de la tiranía, a la vez que con ella sustituye la
estimación del miedo como la determinación preeminente de lo
político en Hobbes. Una larga tradición de literatura política, que
se remonta hasta el Hierón de Jenofonte66, en la que se inscriben el
Banquete platónico67, la Ética a Nicómaco de Aristóteles68, el Laelius
de amicitia de Cicerón69 y alcanza uno de sus puntos más intensos

65
  Bodei, Remo, op. cit., pp. 40-41.
66
  “Hiéron ou le Traité sur la Tyrannie”, en Strauss, Leo, De la tyrannie, Gallimard, París,
1983, pp. 9-38. Se trata de la única pieza de la antigüedad dedicada a la tiranía. En ella,
el tirano Hierón y el poeta Simónides abordan la naturaleza de la tiranía, por lo que la
estructura general del diálogo tiene por referentes al Príncipe y al Sabio. En el comienzo
de la conversación, Hierón busca disipar la creencia común en la presunta situación
de privilegio que ostentaría el tirano respecto de los particulares. “Tener temor de la
multitud y temor de la soledad, temor de la ausencia de escolta, pero temor también de
la misma escolta; no querer estar rodeado de gente desarmada, y tener miedo cuando se
la ve armada, ¿no es esta una condición penosa?” (p. 24). El tirano habita la desconfianza
y la hostilidad potencial de todos quienes lo rodean; tiene para sí vedada la amistad:
“¿Cómo podrías creer –confía Hierón al poeta– que haces el bien a tus amigos cuando
sabes que quien recibe algo de ti tendría el mayor placer en alejarse lo antes posible de
tu vista?, pues lo que ha recibido de un tirano jamás lo considera como propiedad suya
antes de hallarse fuera del dominio de ese tirano” (p. 26).
67
  Tanto la amistad como la filosofía y la afición a la gimnasia, dice Platón en Banquete
182b y 182c, corroen a las tiranías. Las grandes amistades, las amistades sólidas (bébaios),
son inconvenientes para los poderosos. Allí alude Platón a la historia de dos amantes,
Aristogitón y Armodio, quienes en las fiestas de las Panateneas en el 514 a. c. conspi-
raron para matar a los tiranos Hiparco e Hipias, hijos de Pisístrato. Aunque después
de matar a los amigos Hipias se mantuvo en el poder durante cuatro años más, según
la tradicióm popular su poder tiránico fue destruido por la amistad de sus víctimas,
quienes, a partir de entonces, fueron considerados como los libertadores de la tiranía
y los fundadores del régimen democrático. De todas maneras, “la ambición de los go-
bernantes”, dice Platón, se apoya en la “cobardía de los gobernados” para desfavorecer
las grandes amistades, que por naturaleza le serán adversas.
68
  “…en la tiranía –dice Aristóteles– no hay, o, por lo menos, apenas se encuentra la
amistad; porque donde no hay algo común entre el jefe y los subordinados no hay
afección posible, ni tampoco justicia”. Es por esto que “En las tiranías, los sentimientos
de amistad y justicia tienen escasa expansión. Por el contrario, en la democracia se
desarrollan todo lo posible…” (Ética a Nicómaco, 1161b 10).
69
  “¿Quién querría, por los dioses y por los hombres, sin amar a nadie ni ser amado
por nadie, nadar en medio de riquezas y vivir en la abundancia? Esta es la vida de los
tiranos, vida en la que naturalmente no hay ninguna lealtad (fides), ningún afecto

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en El discurso de la servidumbre voluntaria de Étienne de La Boétie70,


establece como una de las contradicciones políticas decisivas a
aquella que tiene por extremos a la tiranía y a la amistad. El tirano
es quien no puede tener amigos, quien se halla dislocado por prin-
cipio del espacio de la amistad e infunde en todo el cuerpo social
la lógica misma de la tiranía: la subordinación, la desconfianza, el
temor, la obediencia y la sumisión ciegas. A la inversa, la amistad
política excluye de su ámbito las maneras y las micromaneras de
la servidumbre, para componer las diferencias en una relación di-
námica según la cual los hombres constituyen una realidad única
cuya comunicación de potencias los eleva a su mayor intensidad de
conjunto. La lógica de la composición política jamás excluye: no es
la despotenciación de unos la condición de la afirmación de otros
(esto es precisamente la tiranía); su modo de darse es más bien la
agregación, la inclusión. El spinozismo es la filosofía en la que no
sobra nada ni nadie.
Si, conforme la física spinozista, el cuerpo más perseverante en
el ser es aquel con mayor capacidad de afectar y ser afectado –prin-
cipio que se extiende desde una cosa singular hasta una realidad
extremadamente compleja como una sociedad–, y un cuerpo com-
puesto formado no sólo por partes sino por individuos de distinta
naturaleza (E, II, Lema 7) es aquel más apto para dejarse afectar
“sin cambiar de naturaleza”, entonces la sociedad más plural, que
se establece como un conjunto de diferencias y de diferentes, será
la mejor, la más apta para obrar y padecer muchas cosas a la vez
sin cambiar de naturaleza. Así, la ciudad spinozista es aquella en

(caritas), ninguna confianza (fiducia) en una benevolencia estable: todo es siempre


sospecha e inquietud, no existe aquí lugar para la amistad (nullus locus amicitiae)”, y
también: “…sólo por un cierto tiempo se finge hacer la corte a los tiranos. Pero si por
ventura –como, por lo demás, sucede siempre– caen, se comprende entonces qué pocos
eran los amigos” (Laelius, XV, 52 y XV, 53).
70
  La amistad, en É. de La Boétie, es el contraconcepto de la “servidumbre voluntaria”. A
diferencia del carácter constructivista que tiene la amicitia spinozista (en cuanto princi-
pio de una civitas libre), la amitié laboeciana opera negativamente, como desrealización
de la hegemonía del Uno, en la medida en que su existencia impide la totalización de
la servidumbre, evita que el deseo de sumisión alcance su punto absoluto, desmorona
puntualmente el trabajo de la tiranía. “Por cierto –escribe La Boétie–, el tirano jamás
ama y jamás es amado. La amistad es un nombre sagrado, una cosa santa: …nace de una
estima mutua y se mantiene no tanto por sus beneficios como por la vida buena. Lo que
vuelve a un amigo seguro del otro es el conocimiento que tiene de su integridad; donde se
encuentran la crueldad, la deslealtad, la injusticia, no puede haber amistad… Esos no
son amigos sino cómplices” (Le discours de la servitude volontaire, Payot, París, 1976, p. 221).

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la que los hombres conservan su distinción sin no obstante alterar


la naturaleza del todo, abierto a una incesante transformación. La
amistad designa la lógica de una composición así experimentada.
La ciudad spinozista opone la fluidez con que las potencias singu-
lares se componen y transforman mutuamente, a la “inercia de los
súbditos”, cuyo efecto es la servidumbre y la obediencia estática;
opone, en fin, la amistad a la “soledad”. “Cuando en una ciudad los
súbditos se abstienen de tomar las armas porque están dominados
por el terror, se debe decir, no que en ella reina la paz, sino más bien
que no reina la guerra. La paz no es la simple ausencia de guerra,
sino una virtud que tiene su origen en la fortaleza de ánimo; porque
[…] la obediencia consiste en una voluntad constante de ejecutar los
actos cuyo cumplimiento debe ser realizado de acuerdo al decreto
común de la ciudad. Podría decirse, incluso, que una ciudad que
es un efecto de la inercia de los súbditos, que son conducidos como
rebaños y formados únicamente para la servidumbre, merece más
bien el nombre de soledad (solitudo) que el de ciudad” (TP, V, 4).
No deja de resultar a la vez extraño y significativo el empleo de esta
expresión, solitudo, para nombrar la condición de servidumbre. Más
hondamente que la noción de enemistad o de guerra, esta condi-
ción establece la más radical antinomia del concepto de amistad,
desbaratando así el carácter absoluto de la oposición orden/con-
flicto que Hobbes había colocado como condición de posibilidad
de lo político. La ausencia de conflicto que impone la categoría
hobbesiana de “soberanía”, viene a decirnos Spinoza en el pasaje
anteriormente citado –que pareciera adscribirlo a la tradición del
ius resistendi–, no se traduce necesariamente en paz o en concor-
dia sino que puede ser la forma misma de la soledad. Mucho más
próximo a Maquiavelo, Spinoza opondrá a la política hobbesiana
del orden una política de la amistad que se contrapone tanto a la
guerra de todos contra todos como a la soledad de la tiranía.

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Adulación

En el capítulo XXIII de Il Principe, Maquiavelo se refería a Quo


modo adulatores sint fugendi: “no quiero dejar de tratar un argumento
importante y un error en el cual los príncipes incurren fácilmente
si no son prudentísimos o no tienen elección cauta. Me refiero a
los aduladores, tan abundantes en las cortes; porque los hombres
se complacen tanto en sus propias cosas, y se engañan en ello de
tal modo, que con dificultad se defienden de esta peste […] De
modo que la única manera de cuidarse de las adulaciones es que
los hombres comprendan que no te ofenden cuando te dicen la
verdad […]”71. La “peste” de la adulación es, no obstante a menudo
confundirse con ella, la más radical contrafigura de la amistad, que
acarrea la ruina de los príncipes según Maquiavelo, y también, como
veremos, la de los aduladores o “favoritos” mismos. Como la amis-
tad, la adulación no es una pasión sino una actitud, determinada
por la imprudencia como aquella por la cautela, por el servilismo
como aquella por la libertad, por la complacencia, la mentira y la
“ofensa ante la verdad”. Si la amistad es el concepto que nombra el
modo de realización común de la libertad, la adulación resultará
una de las formas más extremas de la servidumbre voluntaria.
La filosofía política clásica establece una clara transitividad entre
“igualdad”, “libertad”, “comunidad”, como constitutivos del espacio
político, que de otro modo se vería destruido como tal. Son esos,
asimismo, los componentes o las condiciones de la amistad según el

71
  Machiavelli, N., Opera, Riccardo Ricciardi, Milán-Nápoles, 1954, p. 76. Una observación
semejante podemos encontrar en el Libro Cuarto de Il cortigiano (1528) del conde Bal-
desar Castiglione; la “ignorancia” y la “presunción” –leemos allí– son los mayores males
que afectan a los príncipes, y remiten a la mentira como su raíz común. El autoengaño es
estimulado por los enemigos, y en cuanto a los amigos, son muy pocos los que se dirigen
al príncipe libremente para marcarle sus errores y deshonestidades. Más comunes son
quienes sólo le dicen cosas que le agraden y le den placer a su ánimo, obrando y hablando
siempre para complacencia suya, de manera que “d’amici divengono adulatori”. Los príncipes,
por consiguiente, “de ninguna otra cosa tienen más carencia que de lo que sería necesario
más que ninguna otra cosa tener en abundancia, esto es, que se les diga la verdad y se les
recuerde el bien”. La “ignorancia de sí”, favorecida por aduladores y enemigos, es el mayor
y más común de los errores en el que incurren los príncipes, quienes de este modo se
creen con capacidad de abandonar toda deliberación y “divengon superbi” (Cfr. Castiglione,
B., Il cortigiano, anotado por V. Cian, Sansoni, Florencia, 1894, Libro IV, par. 6, p. 355).

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dictum pitagórico retomado por Cicerón –Res amicorum communia, et


amicitiam aequalitatem–, para quien, por lo demás, “no puede haber
amistad sino entre la gente de bien (nisi in bonis amicitiam esse non
posse)”72. Asimismo, la libertad de palabra –la libertas loquendi y la
libertas philosophandi de Spinoza–, es decir, el habla carente de temor,
es uno de los motivos esenciales de la amistad entre los hombres73.
La adulación es igualmente una cierta manera verbal, que desde
la más antigua filosofía política se ha visto asociada a la tiranía.
En una clásica pieza política dedicada a este tema, Jenofonte hace
dialogar al poeta Simónides y al tirano Hierón acerca de la con-
veniencia y los perjuicios de la forma de vida que está obligado
a llevar el tirano. “Entonces Simónides respondió: ‘pero si, para
los espectáculos, está usted en estado de inferioridad, en lo que
concierne al oído usted por cierto tiene ventajas, pues lo que se
escucha con mayor placer, a saber la alabanza, es algo que a usted
no le falta nunca. Todo vuestro entorno, en efecto, alaba cada cosa
que usted dice y todo lo que usted hace. Y al contrario, lo que se
escucha con más pena, la injuria, usted no la escucha jamás, pues
nadie consiente en difamar a un tirano en su presencia’. Entonces
Hierón respondió: ‘¿qué placer crees tú que le producen al tirano

72
 Ciceron, Laelius de amicitia, V, 18.
73
  En la filosofía política contemporánea, siguiendo una sugestiva lectura de Aristóte-
les, la obra de Hannah Arendt ha buscado aprehender el espacio político griego como
constituido por el habla libre y por la libertad de obrar, que a su vez presuponen la
igualdad como condición. La política, concebida como ejercicio y construcción de la
libertad –para Arendt la política tout court–, propia del mundo clásico, habría desapa-
recido con él, o bien se habría reducido a esas dimensiones de la vita activa que forman
parte del reino de la necesidad, que permanecían fuera del bios politikós y donde, por
tanto, la relación entre los hombres no es política sino despótica. Para Arendt, “el sen-
tido de la política es la libertad”; cuando no es así no hay política. A partir de Hobbes
la filosofía política moderna, siempre según Arendt, concibe la vida de los hombres
en común socialmente, pero de ella ha desaparecido la política propiamente dicha. No
obstante, y si consideramos en particular el Tratado teológico-político, donde Spinoza
escribe que “Finis ergo Reipublicae revera libertas est” (Opera, III, p. 241), y donde postula
–ya en el subtítilo mismo de la obra– que la libertad de filosofar es esencial para la paz
de la república, tal vez debamos desmarcar a la filosofía del pensador de Ámsterdam
de la despolitización moderna; Spinoza, más bien, estaría en sintonía con el pricipio
arendtiano según el cual “el sentido de la política es la libertad”. (Si bien este es uno
de los motivos dominantes de Hannah Arendt, por lo que lo encontramos diseminado
en la mayoría de sus escritos, resultan centrales en este sentido La condición humana,
Paidós, Barcelona, 1993, y los textos póstumos reunidos bajo el título ¿Qué es la polí-
tica?, Paidós, Barcelona, 1997. Sobre Arendt y Spinoza, el trabajo de Myriam Revault
d’Allonnes, “Hannah Arendt et Spinoza: la politique sans la domination”, en Spinoza
au XX siècle, PUF, París, 1990, pp. 375-390).

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quienes no hablan mal de él, cuando se sabe con seguridad que


esa gente que calla sólo alberga malos pensamientos contra él? ¿O
qué placer crees tú que le producen quienes lo alaban, cuando él
sospecha que le dirigen alabanzas por adulación?’”74. El tirano, re-
conoce Hierón, se ve privado de las palabras de los hombres libres75,
necesita rodearse de “gente servil que no reclama libertad”76, tiene
vedada la amistad77 y la confianza78.
En la última parte del Laelius (XV, 52 y ss.), Cicerón aprehende
los elementos que trazan la línea de demarcación entre el amigo
y el adulador –el término que en el texto encontramos con mayor
frecuencia no es adulatio sino adsentatio. Discutiendo con Terencio
–quien en Andria v. 68 había escrito: “El respeto (obsequium) produce
amigos, la verdad odio”–, afirma Cicerón: “…en el respeto (obse-
quio) –uso con gusto la palabra terenciana– haya gentileza pero no
adulación (adsentatio), que no es digna de un amigo, y ni siquiera
de un hombre libre; pues en un caso se vive con un tirano, en otro
con un amigo”79. Siguiendo el tópico clásico que vincula la amistad
a la libertad y la adulación a la tiranía, el filósofo latino califica la
adulatio –término que emplea esta vez– como una “peste”, la misma
palabra que usará Maquiavelo en el capítulo XXIII de El Príncipe
y Shakespeare en El Rey Lear; “de manera que –escribe Cicerón–,
se debe considerar que no hay peste mayor para las amistades que
la adulación, la lisonja, la obsecuencia (sic habendum est nullam in
amicitiis pestem esse maiorem quam adulationem, blanditiam, adsenta-
tionem). Llámalo con cuantos nombres quieras […]”. Asimismo,
Cicerón considera aduladores a quienes carecen de libertad de
palabra, a “quienes dicen todo por el placer de los otros, nada para
la verdad”80; dominado por la inconstancia de una identificación
servil, el adulador se transforma no sólo en función de la voluntad y
el sentimiento de otro, sino también en función de su rostro y de sus
gestos (“…qui ad alterius non modo sensum ac voluntatem, sed etiam vol-

74
  Jenofonte, “Hiéron ou Le Traité sur la Tyrannie”, en Strauss, Leo, De la Tyrannie,
Gallimard, París, 1954, pp. 11-12.
75
  Ibid., p. 12.
76
  Ibid., p. 23.
77
  Ibid., pp. 19 y ss.; pp. 25-26.
78
  ”¿Qué sociedad, en efecto, es agradable sin confianza mutua?… Y bien, las relaciones
de confianza con la gente es algo de lo que el tirano no forma parte. El vive, en efecto,
sin tener confianza…”, ibid., p. 21.
79
 Cicerón, Laelius de amicitia, XXIV, 89.
80
  Ibid., XXV, 91.

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tum atque nutum convertitur”), caracterizándose por el animus varius,


commutabilis, multiplex 81, por una constante práctica de la simulatio
que se contrapone de la manera más extrema a la constancia y la
diferencia articuladas en la amistad. El adulador es eficaz en la
medida exacta de la soberbia de su destinatario –pues la superbia y
la praepotentia hacen imposibles las amistades fieles82–, de su nece-
sidad de ser complacido con palabras que quieren ser escuchadas
precisamente porque son falsas: las condiciones de la adulación se
dan, por consiguiente, “cuando uno no quiere escuchar la verdad
y otro está listo para mentir”83. El adulador toca una de las fibras
más sensibles de la debilidad humana, pues los hombres son tales
que propenden fácilmente a dejarse ilusionar respecto de sí mis-
mos; aduladores y simuladores encuentran aquí, en la illusio de los
poderosos, la ceguera necesaria para la eficacia de su habilidad.
Cicerón pone en guardia, sobre todo, contra la adulación “astuta”,
contra el adulador que esconde su arte y no puede ser reconocido
fácilmente, “que adula contrastando y lisonjea fingiendo disputar”84.
De cualquier modo, el propósito del Laelius será el de reinscribir
en la amistad filosófica griega un sentido político según el cual
no puede ser reducida a una actitud meramente privada –ética–,
que no puede tampoco concebirse como una política de alianza
en función de intereses comunes, sino que diseña un modelo de
relación entre los boni, una política de la amistad que es una forma
de la libertad, contrapuesta a las relaciones de servidumbre, a la
simulación, a la adulación en cualquiera de sus maneras.
Simuladores, cortesanos, favoritos, aduladores: una profusa
literatura política, a partir del siglo XVI, invierte la perspectiva
maquiaveliana –que veía en la “peste” adulatoria de las cortes la
ruina inevitable de los príncipes– para mostrar cómo la servidum-
bre voluntaria crece en proporción directa a la proximidad con el
tirano. ¿Cómo es en general posible, se preguntaba el Discours de
la servitude volontaire, que tantos hombres transfieran su potencia
para ser oprimidos por ella? “Sólo desearía entender cómo puede
suceder […]”85, escribe La Boétie, puesto que el tirano es sólo un
hombre –“casi siempre el más débil y afeminado de la nación (le

81
  Ibid., XXV, 92.
82
  Ibid., XV, 54.
83
  Ibid., XXVI, 98.
84
  Ibid., XXVI, 99.
85
  La Boétie, É. de, Le discours de la servitude volontaire, Payot, París, 1976, p. 104.

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plus lasche et femelin de la nation)86 – al que ni siquiera sería necesario


combatir ni defenderse de él para que se desmorone por sí mismo
si sus víctimas no consintieran la servidumbre, pues “si no se les
da nada, si no se les obedece, sin combatirlos, sin golpearlos, ellos
[los tiranos] quedarán desnudos y vencidos: semejantes al árbol
que, al no recibir más savia ni más alimento en su raíz, pasa a ser
muy pronto un tronco seco y muerto”87. No, por consiguiente, una
revuelta; sólo una pasividad –no querer servir– es suficiente para
suprimir la tiranía. El mecanismo de la servidumbre voluntaria es
positivo, activo, rompe con la idea según la cual la dominación es
el ejercicio de la fuerza por quienes la poseen sobre la debilidad
de quienes carecen de ella; desplaza el origen de la dominación
del dominador al dominado: la servidumbre tiene por causa el
deseo o la voluntad de quienes la padecen, por lo cual esta palabra
sería en realidad impropia, siendo siempre la servidumbre una
actividad, una ejecución de quienes así la consienten. El tirano
domina a la distancia, a través de un mecanismo según el cual sus
víctimas se someten unas a otras, vigilándose, castigándose y –en
el límite– dándose muerte mutua. ¿De qué consta pues el cuerpo
del poder? Pregunta que interroga por una materialidad que, en sí
misma –aunque nunca es en sí misma–, se revela mínima e impo-
tente, sólo el poder de un nombre, el nombre del Uno, que opera
como por encantamiento, por fascinación. El tirano “no posee
sin embargo más que dos ojos, dos manos, un cuerpo, y ninguna
otra cosa que no tenga cualquier habitante del número infinito de
nuestras ciudades. Lo que tiene más que vosotros son los medios
que vosotros mismos le proporcionáis para destruiros. ¿De dónde
ha sacado tantos ojos para espiaros, si no es de vosotros mismos?
¿Cómo tendría tantas manos para golpearos si no fueran las vues-
tras? Los pies con los que recorre vuestras ciudades, ¿acaso no son
también los vuestros? […]”88. Esta imagen que hace coincidir el
cuerpo del tirano con el cuerpo social mismo, resultando de ello
un monstruo de mil cabezas, infinidad de pies, manos, orejas y
ojos, la encontramos ya en un pasaje de Erasmo89 y será retomada

86
  Ibid., p. 107.
87
  Ibid., p. 113.
88
  Ibid., p. 115.
89
  Citado por L. Delaruelle en “L’inspiration antique dans Le Discours de la Servitude
Volontaire”, en Revue d’histoire littéraire de la France, año 17, 1910, p. 42. El texto de Eras-
mo –escrito para explicar el adagio Multae regum aures atque oculi– es el siguiente: “…los
reyes tienen en todas partes, y en un gran número, gente para observar y escuchar, de la

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casi en sus mismos términos por el autor de las Vindiciae contra


Tyrannos. Firmada con el seudónimo de Étienne Junius Brutus (¿es
casual el nombre de Étienne?), este texto –publicado originalmen-
te en latín en 1579 y cuya versión francesa data de 1581– es una
pieza significativa en la historia de los argumentos que legitiman
el derecho de resistencia. Su inspiración en el Discours laboeciano
resulta patente por la superposición de algunas páginas y algunos
procedimientos retóricos90, así como el empleo de ciertas metáforas
que dotan al texto de una fuerza extraordinaria. Reencontramos
en las Vindiciae la imagen del soberano omnisciente y omnipotente
que se sirve de sus subordinados: “Por lo demás, ¿por qué se dice
que los reyes tienen una infinidad de ojos, un millón de orejas, las
manos extremadamente largas y los pies más rápidos? […] Lo que
se dice es que todo el pueblo al que concierne el asunto, es el que
presta al Rey, para bien del Estado, sus sentidos, sus medios y sus
facultades. Que el pueblo se aleje del Rey, este se desplomará sin
contención, por más que antes parecía oír muy claro, tener una
vista muy aguda y ser el más vigoroso y apto del mundo […] en un
instante será como el lodo de los caminos […]”91. El cotejo entre el
Discours y las Vindiciae muestra una segunda metáfora, también de
procedencia antigua, usada en ambos textos y que marca de ma-
nera inequívoca la filiación laboeciana de Junius Brutus. “Decidíos
pues –dice La Boétie– a dejar de servir y seréis hombres libres. No

que se sirven como si fueran ojos y orejas… Qué monstruo, y qué temible, es un tirano
que tiene tantos ojos ocupados en espiar, tantas orejas tan largas como las orejas de un
asno, tantas manos, tantos pies, tantos vientres, sin nombrar las partes del cuerpo que
hieren la decencia”. Por lo demás, según Delaruelle, la idea central del Discours –que
los pueblos son, ellos mismos, los autores de su servidumbre– se inspira en Lucano y en
Séneca, quien, en De constantia sapientis, 4, 1, alude a los “poderosos que no son fuertes
más que gracias al acuerdo de sus siervos” (“L’inspiration antique…”, op. cit., p. 38). Cfr.
también las Cartas a Lucilio (Ep. XXII): “Así es, Lucilio; pocos son aquellos a los que la
servidumbre sujeta y muchos los que se sujetan a la servidumbre”.
90
  Cfr. el ensayo introductorio de André Tournon a la edición facsimilar de la versión
francesa de las Vindiciae (Droz, Ginebra, 1979): “…las imágenes y comparaciones, por
su energía propia, tienden incluso a superar la tesis que deben ilustrar. Así, se reconoce
un reflejo del Discours de la servitude volontaire en la evocación del rey abandonado por
sus súbditos cuya potencia se derrumba instantáneamente (…los subjuntivos y los im-
perativos –”Que el pueblo se aleje…”, “Sólo derrumbad la base de ese gigante…”– son
hipotéticos; pero el giro, tanto en latín como en francés, da lugar al equívoco)” (p. XXV).
91
  Junius Brutus, É., Vindiciae contra Tyrannos, op. cit., pp. 107-108. En efecto, la cons-
trucción es sumamente ambigua por el contrapunto evidente entre “…para el bien
del Estado (pour le bien de l’Estat)” y la forma subjuntiva “Que el pueblo se aleje del Rey
(Que le peuple se eslongue du Roy)”, que funciona aquí casi como una expresión de deseos.

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pretendo que os enfrentéis a él [al tirano] […], sino simplemente


que dejéis de sostenerlo, entonces lo veréis, como a un gran coloso
al que se le sustrae la base, desplomarse y romperse por sí solo
(comme un grand colosse a qui on a desrobé la base, de son pois mesme
fondre en bas et se rompre)”92. Por su parte, el anónimo autor de las
Vindiciae escribe: “Destruíd solamente la base de ese gigante y ese
coloso (Abatez seulement la base de ce geant & Colosse), sucederá que
todo el cuerpo se desplomará a tierra […] ¿Quién podrá encontrar
extraño que concluyamos que el pueblo está por encima del Rey?”93.
La última parte del Discours –donde La Boétie trata propiamente
de despejar el misterio de la sumisión voluntaria después de haber
desechado a lo largo del texto, por insuficientes, la cobardía, el
temor y la costumbre como sus razones últimas– toma por obje-
to el entorno del tirano, sus “cómplices”, pues complicidad es el
término que designa la forma bajo la que se reúnen los “malos”
(meschans), a quienes está vedado el ejercicio de la amistad, sólo
destinado –como en la comprensión clásica– a la gente de bien.
“No puede haber amistad donde existe la crueldad, la deslealtad
o la injusticia; lo que reúne a los malos es el complot, no la compa-
ñía, pues ellos no se aman entre sí, se temen; no son amigos sino
cómplices”94. La tiranía, el tirano, pueden mantenerse gracias a
una larga cadena de complicidades de la que el entorno, la corte,
no es más que el primer eslabón: les favoris reunidos en torno al

92
  La Boétie, É. de, Le discours de la servitude volontaire. op. cit., pp. 116-117. L. Delaruelle
(op. cit., p. 42) recuerda que ya Plutarco había comparado a los príncipes poco dóciles
a la razón con colosos frágiles, al comienzo de un tratado que lleva por título Que se
requiere que un príncipe sea sabio: “…no hay diferencia, pues la pesadez de esas estatuas
enormes –escribía Plutarco– de ningún modo las mantiene derechas y sin oscilar hacia
un lado y hacia el otro; puesto que esos príncipes ignorantes no están suficientemente
enhiestos en su interior, muchas veces son desestabilizados, y otras veces completamen-
te derribados: porque han edificado su potencia sobre una base que no ha sido bien
establecida ni puesta a nivel, se desequilibran y se derrumban con ella”. Asimismo,
antes que en el Discours y que en las Vindiciae, la metáfora reaparecerá, modificada, en
Il cortigiano, IV, 7, de Baldesar Castiglione: “[los príncipes] son, según mi parecer, como
los colosos que el año pasado fueron hechos en Roma para el día de la fiesta de piazza
d’Agone, que por fuera mostraban similitud con grandes hombres y caballos triunfantes,
y por dentro estaban llenos de estopa. Pero los príncipes de esta clase son aún peores,
puesto que los colosos se sostienen de pie por su mismo peso mientras que ellos, mal
contrapesados por dentro y puestos sin medida sobre una base desigual, se derrumban
por su propio peso, y de un error incurren en otros infinitos…” (op. cit., p. 357).
93
  Junius Brutus, É., Vindiciae contra Tyrannos, op. cit., p. 108.
94
  La Boétie, É. de, Le discours de la servitude volontaire, op. cit., p. 160.

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“botín”, pequeños tiranos ellos mismos (tiranneaus eusmesmes) no


obstante su condición servil. Tal vez sea este uno de los puntos
más notables de la reflexión laboeciana acerca de la sumisión y la
aproximación mayor al misterio de la obediencia: la ecuación entre
deseo de ser tirano y voluntad de servir, pues esta se disipa cuando
–y quizás únicamente cuando– el lugar del tirano deja de ser ob-
jeto de deseo y ser tirano una secreta aspiración. Vale decir de la
tiranía lo que La Boétie decía de la libertad: “es suficiente desearla
para tenerla”. Querer ser tirano por parte de quienes no lo son –es
decir, ser un “tiranuelo”– redunda en servidumbre voluntaria; no
querer serlo es la condición misma de la libertad. Los favoritos del
tirano –pequeños tiranos, aspirantes a gran tirano– se ven sumidos
en la servidumbre mayor, en la más abyecta y “estúpida” sumisión
voluntaria: la flatterie, la adulación. ¿Qué pasiones están a la base
de la adulación? Los aduladores, dice La Boétie, están básicamente
poseídos por la ambición (“une ardente ambition”) y por la avaricia
(“une notable avarice”), que los lleva a exponerse, más que nadie tal
vez, a los caprichos y la crueldad del tirano95. La naturaleza de este
comportamiento servil por antonomasia que resulta consustancial a
la adulación, es descripto por La Boétie en una página memorable,
que transcribimos in extenso: “y sin embargo, cuando pienso en esa
gente que adula abyectamente al tirano para explotar al mismo
tiempo su tiranía y la servidumbre del pueblo, me sorprendo casi
tanto de su estupidez como de su maldad. Porque, a decir verdad,
¿acercarse al tirano no es alejarse de la libertad y, por así decir,
abrazarse y estrecharse a la servidumbre? Que dejen de lado por un
momento su ambición, que se desprendan de su sórdida avaricia y
se observen, se consideren a sí mismos: verán claramente que esos
campesinos y aldeanos a los que desprecian y tratan como esclavos,
verán, digo, que estos, así maltratados, son más felices y de alguna
manera más libres que ellos. Al trabajador y al artesano, por más
avasallados que se encuentren, se los deja en paz si obedecen; pero
el tirano pretende que quienes lo rodean mendiguen sus favores.
No es suficiente que hagan lo que él ordene, deben además pen-

95
  La idea de que los cortesanos son las mayores víctimas del tirano, tiene en la litera-
tura clásica una muy elocuente expresión: tanto Juvenal, como los relatos de Suetonio
y Tácito nos muestran la extraña complementariedad entre la crueldad refinada de los
emperadores y el servilismo de su entorno; también Séneca en el tratado De la cólera
menciona los sanguinarios procedimientos con que muchos tiranos han sometido a sus
cortesanos, Cfr. Delaruelle, L., “L’inspiration antique dans Le Discours de la Servitude
Volontaire”, op. cit., pp. 59-60.

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sar lo que él piensa e incluso también, para satisfacerlo, deben


prever sus deseos. No se trata sólo de obedecerlo, es necesario
complacerlo, es necesario que ellos se deshagan, se atormenten,
se maten para tratar sus asuntos y, dado que no gozan sino con
su placer, que sacrifiquen su gusto al de él, que fuercen el propio
temperamento y lo despojen de su naturaleza. Es necesario que
estén permanentemente atentos a sus palabras, a su voz, a sus mi-
radas, a sus menores gestos: que sus ojos, sus pies, sus manos, estén
continuamente ocupados en imitar todos sus movimientos, espiar
y adivinar su voluntad y descubrir sus pensamientos más secretos.
¿Es esto vivir feliz? ¿Es esto, incluso, vivir? ¿Hay en el mundo algo
más insoportable que ese estado? […]”96.
Esta condición de extrema servidumbre que traza el complejo
ambición–avaricia–adulación resulta así una contrafigura radi-
cal de la prudencia: los aduladores son la materia misma de la
inconstancia que la voluntad del tirano impone en torno suyo y
acabarán destruidos por ella. La más perfeccionada hermenéutica
de las ideas, los deseos y los movimientos del “Uno” será siempre
insuficiente frente al imprevisto de sus caprichos y a la inconstancia
de su ánimo. De todas las “anciennes histoires” es posible extraer la
misma enseñanza: primero se sacrifica a la avaricia la independen-
cia –pues “no existe para él [para el tirano] ningún crimen más
digno de muerte que la independencia […]”97–; finalmente, la vida
misma: “Esos favoritos no deberían acordarse tanto de quienes han
ganado muchos bienes cerca de los tiranos, como de aquellos que,
colmados de oro durante algún tiempo, perdieron poco después
los bienes y la vida”98. ¿No dirá también Spinoza que la imprudencia
es consustancial a la avaricia y la ambición, que “no sólo no pro-
porcionan ningún remedio para conservar nuestro ser, sino que
incluso lo impiden […] y causan la muerte”; que “son muchísimos
los ejemplos […] de aquellos que, para hacerse ricos, se expusieron
a tantos peligros que, finalmente, pagaron con su vida la pena de
su estupidez”99?
En un pequeño tratado de 1643 llamado De la liberté et de la servi-
tude, el escritor libertino François La Mothe Le Vayer lleva a cabo
una reflexión animada por el mismo asombro ante el fenómeno

96
  La Boétie, É. de, Le discours de la servitude volontaire, op. cit., pp. 154-155.
97
  Ibid., p. 156.
98
  Ibid.
99
 Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento, p. 78; O, I, p. 7.

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de la servidumbre que había sido el de Étienne de La Boétie –a


quien seguramente La Mothe había leído, el empleo de la fórmula
“servidumbre voluntaria” en el texto sobre De la liberté… así parece
testimoniarlo–, que será el de Spinoza, y en el siglo XVII el de Ju-
lien Offray de La Mettrie100. “…¿no es algo maravilloso –escribía La
Mothe– que haya tan pocos hombres libres, o, para decirlo de otro
modo, que todo el mundo esté tan sujeto a la servidumbre […]?”101.
“Consideremos cuántos hay, en este momento, que se arrojan en
una servidumbre voluntaria sin estar obligados a ello (combien il y a
qui se jettent sans y être obligés dans une servitude volontaire). El número
de aquellos que venden su libertad es infinito”102. A partir de una
clara impronta de la tradición estoica (Epicteto y Séneca son los
autores más citados a lo largo del discurso), La Mothe comienza
por postular que la libertad es el estado natural de los hombres,
así como también de los animales (“La libertad es un presente de
la naturaleza […] [que] gratifica a toda clase de animales”); sin
embargo, es natural al hombre buscar la libertad y huir de la servi-
dumbre “no solamente como el resto de los animales sino también
a causa de lo que nos distingue de ellos”, es decir, “lo que tenemos
en común con las Inteligencias Superiores”103. A pesar de esto, por
lo que el hombre debería ser la más libre de las criaturas terres-
tres, no hay otra más sometida a la servidumbre que él. La Mothe
traza a continuación un contrapunto entre la libertad filosófica y
la servidumbre, extremos que designan la mayor libertad (“la plus
grande liberté, qui est la philosophie”) y la mayor servidumbre (“la plus
grande servitude, que nous croions être celle de la Cour”).
No hay nada, escribe La Mothe, a lo que un cortesano no se
someta. Renuncia voluntariamente a su libertad, sacrifica “los días
más bellos de su vida” –y finalmente la vida misma– tras los espejis-
mos que ya La Boétie definía como tales, y que “los italianos han
llamado el pan de los miserables”. La corte es así el lugar donde
son aceptadas todas las servidumbres del cuerpo (“la Corte, un

100
  “Por esta misma razón –escribe La Mettrie en el Anti-Séneca (1748)– olvidémonos de
nuestras penas y profundicemos sólo nuestros placeres, no entremos en ningún detalle
siniestro; no digamos… a los súbditos que es su propia obediencia la causa de sus mar-
tirios y del despotismo de los tiranos” (“Anti-Sénèque”, en De la volupté, Desjonquères,
París, 1996, p. 109).
101
  La Mothe Le Vayer, F., “De la liberté et de la servitude”, en Oeuvres, tomo I, Slatkine,
Ginebra, 1970, p. 198.
102
  Ibid., p. 196.
103
  Ibid., p. 192.

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lugar de perpetua disimulación, donde se camina siempre con la


máscara en el rostro”104) y las servidumbres del espíritu (“una in-
fame adulación y una servil bajeza del espíritu”105); espacio de una
sujeción personal extrema, durante la noche y el día, hacia aquellos
de quienes se quiere adquirir favores, donde es necesario destruir
la propia voluntad para adaptarse a la voluntad de los poderosos106,
en suma, donde “no se produce ningún acto libre, sino sólo aquel
por el que se abraza una servidumbre voluntaria”107. Servidumbre,
la de la corte, que se multiplica hasta el infinito, ininterrumpi-
damente –pues no hay en ella humillación que el cortesano no
acepte ni sacrificio de sí que no consienta–, conforme aumenta la
“esperanza” (“esa dulce esperanza que no lo abandona nunca”) de
riquezas y favores.
También aquí, el aprendizaje de la prudencia recurre a dos
fuentes principales: la experiencia y los libros antiguos. “¿No es
verdaderamente deplorable –escribía La Boétie– que a pesar de
tantos ejemplos evidentes y ante tan cercano peligro nadie quiera
aprovechar esas tristes experiencias (personne en se vueille faire
sage aus despens d’autrui) […]?”, para citar de inmediato una vieja
fábula, que en el siglo XVII La Fontaine hará célebre: “Vendría
de buena gana a verte a tu madriguera –le dice el zorro al león–,
pero veo muchas huellas que van en dirección a ella y ninguna
que vuelva”108. Quien considera las anciennes histoires aprende de
ellas el destino de todos los que, adulando su maldad o abusan-
do de su simplicidad, se han ganado con malas artes los favores
de los poderosos. Allí están las historias de la corte de Nerón;
también las de Séneca, Burro y Trasea; allí está el escrito sobre
la tiranía de Jenofonte (“historien grave et du premier rang entre les
grecs”109). La Mothe, para aludir a eso “que la experiencia hace
conocer a todos”, es decir, cómo se perece miserablemente en el
“Océano de la corte”, emplea una metáfora de sentido análogo
al de la fábula laboeciana: “Como una embarcación que alcanza
a llegar a las Indias hace partir a otras cien, sin que se considere
el naufragio de miles, el bienestar de un solo cortesano hace
que haya un sinnúmero que se embarque para tomar la misma
104
  Ibid., p. 229.
105
  Ibid., p. 225.
106
  Ibid., p. 228.
107
  Ibid., p. 229.
108
  La Boétie, É. de, Le discours de la servitude volontaire, op. cit., p. 161.
109
  Ibid., p. 139.

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ruta que él ha seguido, a pesar de los azares de ese mar tan


lleno de corsarios que es la Corte, tan expuesto a toda clase de
tempestades”110.
“De la libertad y de la servidumbre” o también, según un
procedimiento metonímico, de la amistad y de la adulación; del
conocimiento y de la imprudencia; de la confianza y del temor;
de la generosidad y de la impotencia. Unos y otros establecen
distintas formas de concebir y de practicar la relación entre los
hombres, incluso según veremos en Spinoza maneras distintas de
la “concordia” –puesto que ese misterio político por excelencia, la
servidumbre voluntaria, la obediencia contra la razón y contra la
utilidad, es, también, un mecanismo por el cual se da forma, una
cierta forma, a la multiplicidad.
La libertad spinozista es un ejercicio de la potencia que en el re-
gistro ético–político se actualiza en una práctica de la generosidad y
en una aspiración de amistad con los hombres, aunque no exentas
de una cierta “estrategia”111, mediadas por una cautela frente a “la
potencia de las causas exteriores” por la que cada potencia singular
“resulta infinitamente superada” (E, IV, 3). Es decir, la potencia política
singular que se plasma en formas de amistad restringida –y en la me-
dida en que no se ejercite como parte de la potentia multitudinis en una
democracia radical– ve amenazada su perseverancia por el acecho de
fuerzas que le son contrarias: la ignorancia, la superstición, el odio, el
resentimiento, todo un conjunto de fuerzas por las que se ve limitada;
el poder de la impotencia, en suma, que no es nunca afirmativo, que
es altamente destructivo y tiende siempre a la persecución.

  La Mothe Le Vayer, François, De la liberté et de la servitude, op. cit., p. 222.


110

 En Stratégie du conatus. Afirmation et résistence chez Spinoza (Vrin, París, 1996), Laurent Bove
111

ha puesto de relieve las diferentes significaciones de este concepto en la obra de Spinoza,


desde un nivel ontológico (“Es, en primer lugar desde el punto de vista de esta dinámica
de la resistencia-activa del conatus a una destrucción total por fuerzas exteriores más po-
tentes, que la afirmación de la existencia es una estrategia. En la raíz de toda existencia
hay una resistencia”, p. 14) hasta el nivel político (“Con Spinoza, el pensamiento político
no es más una especulación sobre el mejor de los regímenes: en primer lugar, se afirma
como teoría de la estrategia del conatus del cuerpo colectivo en un proceso real de auto-
organización absoluta”; “La estrategia política spinozista se apoya, en lo real, sobre una
teoría de la estrategia inmanente del cuerpo colectivo mismo –o del conatus– concebido
como ‘multitud’, o más precisamente como ‘potencia de la multitud’”, pp. 16 y 17). Cfr.
también el trabajo de Françoise Proust, “Puissance et résistence” (en Rue Descartes. Collège
International de Philosophie, PUF, París, enero de 1997, pp. 69-84), en el que la multitud
es concebida más que como un poder constituyente (según la conocida tesis de Antonio
Negri), como una fuerza de resistencia al poder, como un límite fáctico de la dominación.

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A dulación

Ahora bien, esa estrategia de la libertad por la cual se constitu-


yen formas de amistad restringida, ese cauto ejercicio de la gene-
rosidad que procura evitar el odium, nunca enfrentarlo, encuentra
su paralelo negativo en un conjunto conceptual formado por las
nociones de superbia, adulatio, abjectio, que instituyen una de las po-
sibilidades –una de las estrategias– más frecuentes de la ignorancia
y de la impotencia. “El soberbio ama la presencia de los parásitos o
de los aduladores, y odia la de los generosos (Superbus parasitorum,
seu adulatorum praesentiam amat, generosorum autem odit)” (E, IV, 57).
Si en E, III, 59, esc. Spinoza había vinculado el concepto de “ge-
nerosidad” al de “amistad”, la “adulación” –por medio de la cual
se relacionan el soberbio y el abyecto– es ahora presentada como
su contrafigura. ¿Porqué el soberbio “odia a los generosos”, si no
porque la disposición de ánimo propia de la generosidad implica
una afirmación de sí que significa a la vez una afirmación de los
otros y una composición con ellos, que le está por principio vedada
al soberbio? Ni el soberbio ni el abyecto pueden trabar relaciones
de amistad puesto que se definen por una “falsa opinión” (E, IV,
57, esc.) y por “la mayor ignorancia de sí mismo” (E, IV, 55); no
obstante ser la soberbia un tipo de alegría y la abyección un tipo de
tristeza, y aunque sean contrarias, “el abyecto está, con todo, muy
próximo al soberbio” (E, IV, 57, esc.), pues ambos encuentran su
satisfacción mayor en la impotencia de los otros y “están sujetos a
los afectos en el más alto grado” (E, IV, 56, corol.). La envidia y el
odio (un odio que “no puede ser fácilmente vencido por el amor”)
hacen del soberbio un “loco” (insano) y lo someten a “una especie
de delirio (Superbia […] species delirii est)” (E, III, 26, esc.) que se
mantiene y desarrolla gracias a la presencia de los parásitos y de los
aduladores –de los que dice Spinoza que ha omitido la definición,
puesto que “son sobradamente conocidos”.
Así, la adulación es sugerida en el libro IV de la Ética como la
forma de relación que resulta en una sociabilidad donde soberbia
y abyección son dominantes; una circunstancia, por consiguiente,
donde las relaciones entre los hombres se instituyen a partir del
engaño, la ignorancia y la falsa opinión. Condición de máxima
servidumbre, la adulación vuelve equívoco el estatuto del soberbio
adulado y el del abyecto adulador. Quien se desprecia a sí mismo
tiende tanto a sobrestimar a los poderosos como a subestimar a
quienes no lo son –una cosa y la otra manifiestas expresiones de
impotencia–; quien se sobrestima a sí mismo propende fácilmente
a la envidia y al odio de todos aquellos que no se vinculan con él a

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través de la adulación, en tanto que subestima y desprecia a quienes


sí lo hacen. Todo soberbio deviene abyecto bajo ciertas circunstan-
cias, al igual que el abyecto se vuelve soberbio cuando imagina los
vicios comunes de los hombres. De modo que la soberbia admite
sólo dos posibilidades: o la adulación o el conflicto. Por ello Spi-
noza se refiere a la adulación como un tipo de “concordia” –una
concordia servil–, pues es la única relación no conflictiva posible
frente al soberbio. “La adulación engendra también la concordia,
pero a través del repugnante vicio del servilismo o de la perfidia;
y los soberbios, que quieren ser los primeros, no siéndolo, son los
más fácilmente capturados por la adulación” (E, IV, Ap. cap. 21).
La inclinación humana que el soberbio extiende hasta el delirio y
que lo vuelve en extremo vulnerable a la adulación es aquella se-
gún la cual “nos creemos con facilidad los elogios que oímos decir
de nosotros” (E, IV, 49). Por consiguiente, el hombre afectado de
soberbia entrará necesariamente en conflicto, no sólo con otros de
su misma condición sino también con el hombre libre, quien en
tanto dotado de firmeza y generosidad “no experimenta la menor
soberbia” y “se esfuerza sobre todo en concebir las cosas tal como
son en sí” (E, IV, 73, esc.); esto es, no sobrestima ni subestima, no
adula ni desprecia, no engaña ni se engaña, sino que más bien
“busca apartar los obstáculos que se oponen al verdadero conoci-
miento, tales como el odio, la ira, la envidia, la irrisión, la soberbia
[…]” (idem). Basada en el engaño y la falsedad, la “concordia servil”
que produce la adulación redunda en una destrucción de la utilitas,
por cuanto a la larga no obtendrá los favores esperados sino única-
mente desprecio e “ingratitud”. En efecto, la ingratitudo es propia
del soberbio (E, IV 71, esc.), en tanto que, por el contrario, “sólo
los hombres libres son entre sí muy agradecidos”.
El análisis spinozista de la superbia remite asimismo a un impor-
tante pasaje del Tratado político, del que resultarán implicancias
decisivas para la comprensión de nuestro asunto. Se trata del texto
correspondiente a TP, VII, 27, escrito contra “aquellos que sólo
aplican a la plebe los vicios inherentes a todos los mortales”, para
lo cual Spinoza parte de tres citas clásicas que precisan y circunscri-
ben con claridad la idea que será rebatida por él. En primer lugar,
la creencia según la cual “el vulgo no posee moderación alguna y
que causa terror si no lo tiene” –tomada de Tácito, Anales, I, 29–;
en segundo lugar, que “la plebe o sirve con humildad (humiliter
servit) o domina con soberbia (superbè dominatur)” –tópico proce-
dente de Tito Livio, Historia de Roma, XXIV, 25, 8–; finalmente, que

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A dulación

“[la plebe] no tiene verdad ni juicio” –otra vez Tácito, Historias, I,


32. En realidad, el argumento rebatido por el TP es mucho más
antiguo y recorre toda la cultura política clásica, al menos desde
Aristóteles: “[los razonamientos] son incapaces de excitar al vulgo
a las acciones buenas y nobles, pues es natural, en este, obedecer
no por pudor sino por miedo, y abstenerse de lo que es vil no por
vergüenza, sino por temor al castigo. Los hombres que viven una
vida de pasión persiguen los placeres correspondientes y los medios
que a ellos conducen […]”112.
Por contraposición a cualquier consideración política que hace
coincidir la división entre vicios y virtudes con una división social o
de clase, Spinoza desplaza el terreno de análisis y argumenta que “la
naturaleza es una y la misma en todos (natura una & communis om-
nium est)”. El procedimiento spinozista deja sin base toda presunción
que adjudique los vicios a los simples y que en general discrimine las
conductas de tal manera que reserve las virtudes a la nobleza, para
reconducir la reflexión, en el modo de una “antropología política”, al
“orden común de la naturaleza, una de cuyas partes es el hombre” (E,
IV, 57, esc.). Vicios y virtudes, en suma, no se deducen ni se explican
a partir de una condición social dada sino a partir de la naturaleza
misma, común a todos. Por ello, la soberbia no es un afecto priva-
tivo de la plebe cuando no se halla reducida a la servidumbre, sino
un afecto que nace de cualquier situación de dominio, connatural
al ejercicio de mando, esto es: “Dominantibus propria est superbia”, la
soberbia es propia de los que mandan. Sólo los inexpertos (imperitis)
y los ignorantes (ignaris) son capaces de tolerar e incluso de dejarse
encantar por la arrogancia (arrogantia), la necedad (insipientia) y la
vileza (turpitudo) que se alojan en el fasto y el lujo ostentados por los
nobles. Es por ello que lo político ha de ser pensado y practicado no a
partir de presuntas virtudes privadas de también presuntos hombres
notables –según la tradición del Buen Gobierno–, sino como res publi-
cae ordinandae, como ordenamiento institucional de la cosa pública,
que la sustrae así de la inestabilidad a la que estaría destinada si
dependiera de la sola virtud de los gobernantes113. Por consiguiente,

 Aristóteles, Ética Nicomáquea, 1179b 10.


112

  En un importante trabajo (“Spinoza et la décomposition de la politique thomiste: ma-


113

chiavellisme et utopie”, en Archivio di Filosofia, volumen dedicado a “Lo spinozismo ieri e


oggi”, nro. 1, 1978, pp. 29-59) que analiza la célebre contraposición de los Philosophi y los
Politici en la primera página del Tratado político, Alexandre Matheron muestra cómo Spi-
noza, frente a Tomás, a Moro, a Hobbes –como así también frente a Maquiavelo–, supera
la oposición mencionada “por una subversión radical de cada uno de sus términos” y se

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según el ejemplo de Ulises, deben establecerse ciertas condiciones


y ciertos fundamentos del poder político de manera tan firme que
“ni el mismo rey los pueda abolir”, pues “los reyes, en efecto, no son

orienta a una organización de la praxis “para cuya obtención no sea necesario contar con
la educación científica de los sujetos”, sino que “sólo puede consistir en el emplazamiento
de un sistema institucional que los determinará necesariamente, que tenga en cuenta
lo que en realidad son sus pasiones”. Por consiguiente, concluye Matheron, “cualquiera
sea el régimen, los sistemas institucionales coherentes… sustituirán a la virtud” (p. 59).
En la misma dirección se orienta la contribución de Marilena Chauí al Coloquio Internacional
Spinoza (Dolmen, Santiago de Chile, s/f) sobre “La plebe y el vulgo en el Tractatus Politi-
cus” (pp. 69-95). Analizando el texto de TP, VII, 27, la estudiosa brasileña marca la radical
innovación del fragmento spinozista no sólo por relación a la tradición clásica inspirada en
Tito Livio, sino también con respecto a un conjunto de escritos que promueven el derecho
de resistencia, tales como el Acta de destitución de 1581 (por el cual los Estados Generales de
los Países Bajos recusan obediencia y fidelidad al rey de España, calificado allí de tirano),
un texto anónimo contemporáneo de similar tenor conocido como Documento de Antuerpia,
la llamada Deducción de Vrancken (1587) o las Vindiciae contra Tyrannos (1579). En todos estos
casos, el “pueblo” invocado como sujeto político que ha de derribar al tirano, está constituido
por la nobleza y los miembros de las corporaciones. Es el pueblo así concebido quien está
legítimemente llamado a volverse contra el tirano, puesto que reúne las condiciones para
gobernarse a sí mismo. En estos textos, señala Chauí, la característica es “la concepción
romana de populus como conjunto de los optimates y honestiores contrapuesto al conjunto de
los humiliores, esto es, la plebs” (p. 75). Por relación a este contexto y a esta historia de textos
políticos –inscriptos en la ideología del Buen Gobierno– que tuvieron su importancia en la
“Siete Provincias del Norte”, el Tratado político muestra toda su singularidad y su anomalía,
invocando la necesidad de un gobierno institucional contra la inestabilidad de la virtud.
Por lo demás, tanto en el TTP (cap. XVII y XVIII) como en el TP (cap. V, 7 y cap. VIII, 9)
Spinoza considera ineficaz el tiranicidio, aunque según un argumento que da la impresión
de ser condicional: si subsisten las causas que engendraron al tirano, parece decir Spinoza,
es inútil eliminar al tirano, pues sólo se logrará “cambiar muchas veces de tirano, mas nun-
ca suprimirlo…” (TTP, cap. XVIII, p. 389; O, III, p. 227), o bien: “Maquiavelo… buscaba
probar cuán imprudentemente intentan muchos quitar de en medio a un tirano, cuando
no se suprimen las causas por las que un príncipe es tirano…” (TP, V, 7).
Por otra parte, Spinoza parece hacer una referencia ya sea al Acta de destitución ya sea al
Documento de Antuerpia, cuando en el capítulo XVIII del TTP escribe: “Pues los prepo-
tentes Estados de Holanda, como ellos mismos lo ponen de manifiesto en el informe
publicado en tiempos del conde de Leicester, siempre se han reservado la autoridad
de amonestar a dichos condes sobre sus deberes, así como el poder para defender esa
autoridad suya y la libertad de los ciudadanos, para vengarse de ellos, si degeneran en
tiranos y para controlarlos de tal suerte que no pudiesen hacer nada sin la aprobación y
el beneplácito de dichos Estados” (Tratado teológico-político, cap. XVIII, p. 390; O, III, pp.
227-228). Resulta plausible que Spinoza haya podido conocer y discutir estos textos en el
taller de Van den Enden, quien “en 1650 –dice Wim Klever– publicó bajo su propio nom-
bre un folleto con el título de Korte Verthooninghe, que de hecho es la disertación –cuya
fecha originaria es de 1585– en la que los Estados de Holanda defendían sus derechos
democráticos contra el tirano de España, rey Felipe II” (“A New Source of Spinozism:
Franciscus van den Enden”, en Journal of the Histoty of Philosophy, 1991, nro. 4, p. 618).

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dioses sino hombres que a menudo se dejan engañar por el canto de


las sirenas. De ahí que, si todo dependiera de la inconstante volun-
tad de uno, no habría nada fijo” (TP, VII, 1). La organización de la
praxis bajo el modo de un sistema institucional remite antes bien a
la construcción de una esfera pública o “experiencia política”, pues
“la carencia de verdad y de juicio de la plebe” no es sino el efecto
que resulta de un tratamiento secreto de la cosa pública, dado que
“Quienes pueden llevar en secreto los asuntos de Estado, tienen a
este totalmente en sus manos y tienden asechanzas a los ciudadanos
en la paz, lo mismo que a los enemigos en la guerra” (TP, VII, 29).
Spinoza está aludiendo pues a los “perversos secretos de los tiranos
(prava tyrannorum arcana)” (idem)114, que no sólo redundan en insi-
diae sino también en un bloqueo de la experiencia política y de la
libertad misma. Por el contrario, el espacio político es aquí pensado
por Spinoza como una práctica deliberativa en virtud de la cual los
hombres acceden a su plenitud política; es en este ámbito donde se
eliminan o atenúan la obediencia servil y la soberbia del dominio
que marcan la oscilación de la plebe según Tito Livio. “Porque los
talentos humanos (humana ingenia) –escribe Spinoza– son demasiado
cortos para poder comprenderlo todo al instante. Por el contrario,
se agudizan consultando, escuchando y discutiendo, y, a fuerza de
ensayar todos los medios, dan finalmente con lo que buscan y todos
aprueban aquello en lo que nadie había pensado antes” (TP, IX,
14)115. De este modo la política, concebida aquí como agudización

114
  Tal vez sea este uno de los aspectos en los que Spinoza toma la mayor distancia de
Maquiavelo. Crítico radical de la Razón de Estado, Spinoza deslegitima el engaño, el se-
creto y el motivo barroco de la “apariencia” como técnicas políticas sugeridas en Il principe
(Cfr. Remo Bodei, Geometria delle passioni, Feltrinelli, Milán, 1992, cap. VII; trad. española,
Geometría de las pasiones, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, pp. 127-130. Sobre la
práctica de la simulación y la disimulación como formas creativas y “honestas” de resisten-
cia a la opresión en la cultura barroca del siglo XVII [en particular Justo Lipsio, Torquato
Accetto, Cureau de la Chambre, J. F. Senault y Baltasar Gracián], ibid., pp. 139-149, y del
mismo autor, “El lince y la jibia: observación y cifra de los saberes barrocos”, en AA. VV.,
Barroco y neobarroco, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 1993, pp. 59-68).
115
  En la Ética, sin embargo, la duda y la deliberación son consideradas como movimientos
inconstantes propios de la imaginación y vinculados a la fluctuatio animi (por ejemplo, E,
III, 17, dem. y esc.). En este sentido, Víctor Delbos señalaba que en Spinoza “la duda y la
deliberación son estados inferiores, estados de impotencia, que dominan y suprimen en
nosotros el pensamiento claro y la acción decisiva” (Le problème moral dans la philosophie
de Spinoza et dans l’histoire du spinozisme, Presse de l’Université de Paris Sorbonne, 1990,
p. 544). De cualquier modo, y no obstante esta observación, el elemento deliberativo
es imprescindible para la constitución del sujeto práctico spinozista (Cfr. Laurent Bove,
La strategie du conatus, op. cit., pp. 139 y ss.).

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de los ingenia, es enmienda a través de la discusión, lo que produce


dos efectos complementarios de singular relevancia: capacidad para
suspender el juicio y capacidad para juzgar correctamente. Se cumple
así una conversión de plebs en populus, o bien –al menos en el TP–
de súbdito (subjectus) en ciudadano (cives); un desarrollo del conatus
político que es proporcional al desarrollo del espacio público. De
manera que, dice Spinoza, “si la plebe fuera capaz de dominarse y
de suspender su juicio sobre los asuntos poco conocidos o de juzgar
correctamente las cosas por los pocos datos de que dispone, está claro
que sería digna de gobernar, más que de ser gobernada” (TP, VII, 27).
Dos cuestiones fundamentales aprehendemos así en este im-
portante parágrafo del Tratado político. En primer término, no una
negación sino una universalización del tópico que vincula la sober-
bia al dominio –mientras que Tito Livio y con él una importante
tradición lo restringe a la plebe, Spinoza lo extiende a la naturaleza
común a todos los hombres–; en segundo lugar, que el desarrollo
de la experiencia política –que articula ejercicio de potencia y dis-
cusión pública– vuelve a la plebe “digna de gobernar, más que de
ser gobernada”. La democracia –que, como se sabe, no alcanzó a
ser desarrollada en el Tratado político, inconcluso por la muerte del
filósofo– es la forma política más adecuada, puesto que permite
una mayor conservación del derecho natural, manteniendo siem-
pre unidas la expansión de la potencia individual y colectiva a un
permanente ejercicio de deliberación, a un flujo de palabras e ideas
que la libertas loquendi y la libertas philosophandi ponen naturalmente
en circulación, en virtud de lo cual los hombres liberan –realizan–
su potencia política a la vez que se enmiendan los ingenia.
En el capítulo XX del Tratado teológico-político el fenómeno de la
adulación será nuevamente considerado, sólo que no ya como el
efecto de una cierta trama pasional, según el análisis de la Ética,
sino como una consecuencia del imperium violentum; la adulación y
la perfidia son al imperium violentum lo que la libertad de hablar y
la libertad de filosofar son a la Libera Respublica. El propósito últi-
mo del Estado violento –que todos los hombres “piensen de modo
prefijado”, sujetar no sólo los actos sino también las ideas y las pa-
labras que, por naturaleza, tienden a la diversidad– es en realidad
inalcanzable. A lo sumo puede lograrse un control relativo sobre
las palabras, pero no sobre las ideas; de aquí que su consecuencia
primaria será el divorcio entre unas y otras; que los hombres digan
una cosa y piensen otra. “Supongamos –leemos en el capítulo XX
del TTP– que esa libertad [de decir libremente lo que se piensa] es

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A dulación

oprimida y que se logra sujetar a los hombres hasta el punto de que


no osen decir palabra sin el permiso de las supremas potestades
[…]” –en realidad se trata de una abstracción116; como se advierte
en la construcción de la frase, estamos sólo frente a una suposición
que no puede darse efectivamente– “…Nunca se conseguirá con
eso –continúa el texto– que tampoco piensen nada más que lo que
ellas [las supremas potestades] quieren. La consecuencia necesaria
sería, pues, que los hombres pensaran a diario algo distinto de lo
que dicen y que, por lo tanto, la fidelidad […] quedará desvirtuada y
que se fomentará la abominable adulación y la perfidia (abominanda
adulatio, & perfidia favorentur) […]”117. La supresión de la libertad
en cualquiera de sus registros tiene dos efectos posibles: o bien la
inadecuación entre lo que se dice y lo que se piensa, la palabra fal-
sa, el engaño, que es el caso de “los avaros, los aduladores y demás
impotentes de carácter cuya máxima salvación es contemplar los
dineros del arca y tener el estómago lleno”118, o bien, en el caso de
aquellos a los que “la buena educación, la integridad de las cos-
tumbres y la virtud han hecho más libres”119 –los boni ciceronianos,
los que fieles al espíritu laboeciano no prestan su consentimiento
a la servidumbre–, una perseverancia en la libertad mayor en la
medida en que mayor sea la voluntad de suprimirla. El Estado

116
  Poco antes había escrito Spinoza: “…si nadie puede renunciar a su libertad de opinar
y pensar lo que quiera, sino que cada uno es, por supremo derecho de la naturaleza,
dueño de sus propios pensamientos, se sigue que nunca se puede intentar en un Estado,
sin condenarse a un rotundo fracaso, que los hombres sólo hablen por prescripción
de las supremas potestades, aunque tengan opiniones distintas y aun contrarias. Pues
ni los más versados, por no aludir si quiera a la plebe, saben callar. Es este un vicio
común a todos los hombres: confiar a otros sus opiniones, aun cuando sería necesario
el secreto” (Tratado teológico-político, cap. XX, p. 410; O, III, p. 240).
117
  Ibid., pp. 414-415; ibid., p. 243.
118
  Ibid., p. 415; ibid., pp. 243-244.
119
  Ibid., p. 244. Nuevamente es posible aquí advertir la sintonía de Spinoza con el Discours
laboeciano: “Siempre hay algunos, mejores y más inspirados que los demás, que sienten
el peso del yugo y no pueden evitar sacudírselo, que jamás se someten a la sujeción y
que nunca dejan de tener en cuenta sus derechos naturales ni de recordar a sus prede-
cesores y a su estado original. Son estos quienes, al tener el entendimiento despejado
y el espíritu clarividente, no se contentan, como el populacho, con ver lo que tienen
ante sus pies sin mirar ni hacia adelante ni hacia atrás; por el contrario, rememoran
las cosas pasadas para medir las presentes y juzgar las por venir. Son quienes tienen el
espíritu recto, pulido por el estudio y por el saber. Son quienes cuando la libertad haya
sido perdida y esté completamente fuera del mundo, la seguirán imaginando y sintiendo
en su espíritu, seguirán gozando de ella y rechazando la servidumbre por más que se
la disfrace” (Le discours de la servitude volontaire, op. cit., pp. 134-135).

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violento no es malo según una consideración “moral”, antes bien


está condenado a su ruina por motivos estrictamente físicos, pues
arrebata a los hombres derechos que no pueden serles arrebatados
ni aún si ellos mismos lo consintieran. Su imposición, de cualquier
manera, tiene por efecto que “los buenos modales, la fidelidad, se
deterioran y los aduladores y los desleales son favorecidos”120; nadie
sabe quién es quién, el temor es la pasión dominante y un estado
de ficción determina tanto las relaciones de los hombres entre sí,
como sus conductas y sus palabras en general. La calidad de una
sociedad, parece decir Spinoza, puede ser concebida en función
del modo como en ella se experimenta y practica el lenguaje: en un
extremo, la libertad de palabra, que favorece la honestidad en la
comunicación y la composición política de los hombres; en el otro,
el control y la inhibición de las palabras –y a través de ellas, en lo
posible, de las ideas– que obtendrá la resistencia de los hombres
libres, a la vez que la adulación de los impotentes, de los avaros,
de los ambiciosos, cuyo lenguaje es el efecto y la forma misma de
su servidumbre.

120
  Tratado teológico-político, p. 419; O, III, p. 247.

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Odio

“En lo que se refiere a su nueva pregunta, de cómo empezaron


a existir las cosas y con qué nexo dependen de la causa primera, he
compuesto sobre este asunto, y además sobre la reforma del enten-
dimiento, un opúsculo completo, en cuya redacción y corrección me
ocupo ahora. Pero a veces desisto de este trabajo, porque todavía
no tengo ninguna decisión firme sobre su publicación. Pues temo
que los teólogos de nuestra época se ofendan y me ataquen con el
odio que les es habitual, a mí, que siento verdadero horror hacia
las disputas (rixas)” (carta 6). Así concluye una carta que Spinoza
envía a Henry Oldenburg, probablemente a comienzos de 1662, en
la que el filósofo realiza algunas observaciones al libro de Robert
Boyle sobre experimentos con salitre, líquidos y sólidos. El pasaje
muestra la recíproca implicación del odio, la cautela y las disputas,
odium, caute, rixae 121. La prudencia spinozista respecto del ánimo

121
  La cautelosa abstención spinozista de las rixae, su genealogía de las contentiones
(TP, I, 5), su sospecha de las controversiae y su denuncia de las dissidia (TTP, pref.) se
inscriben en una más extensa polémica antiaristotélica que tiene lugar según esos
mismos términos en el siglo XVII. En este sentido se destaca la obra de Pierre Gas-
sendi, uno de los integrantes (junto a Naudé, La Mothe Le Vayer y Diodati) del grupo
conocido como la tétrade, acaso el más célebre círculo del libertinismo erudito. En las
Exercitationes paradoxicae adversus Aristoteleos (1624), Gassendi acusa a los aristotélicos
de desvincular de la filosofía todo lo que no implique litigio (como las matemáticas),
e interesarse sólo en las rixae y en las contentiones; de concebir por tanto a la filosofía
como philologia (o “asunto de palabras”) y como philosophia disputatrix. Spinoza había
estudiado a Gassendi en la escuela de Francis van den Enden –como así también,
presumiblemente, a Bruno, Vanini, Maquiavelo, Hobbes…–, a través de quién tomó
contacto con la tradición atomista y epicúrea. En su biografía sobre Spinoza, Theun
de Vries llamó la atención sobre la importancia decisiva de la heterodoxia libertina de
Van den Enden en la formación del spinozismo (“En la casa de Van den Enden nació,
entre 1656 y 1660 algo completamente nuevo: el spinozismo”) –ver Theun de Vries,
Spinoza in Selbstzeugnissen und Bilddokumenten, Rowholt Taschenbuch, Hamburg, 1970,
pp. 50-55. También Madeleine Francès, en Spinoza dans les pays néerlandais de la seconde
moitié du XVII siècle (Alcan, París, 1937) y K. O. Meinsma –quien califica de “lucianista”
a Van den Enden– en su clásico estudio Spinoza et son cercle. Etude critique historique sur
les héterodoxes hollandais (Vrin, París, 1983; ed. original holandesa de 1896) acentúan
–contra la posición de Israel S. Révah, que tiende a desvincular los elementos herejes
de Spinoza de cualquier inspiración no judía– la influencia intelectual del maestro
libertino sobre el jóven Baruch. Recientemente, Marc Bedjai (“Franciscus van den En-

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Diego Tatián

de disputa –que nada tiene que ver con un común examen atento
y libre de las ideas– remite, a nivel de la teoría, a una microfísica
del odio cuyos términos es posible encontrar a lo largo de toda
la obra de Spinoza, desde el Tratado breve hasta el Tratado político.
En la medida en que son fuente de alegrías y de tristezas para sus
semejantes, los hombres se relacionan entre sí –y consigo mismos–
de manera apasionada, amorosamente o con odio. El odio es una
de las formas elementales que asume el desacuerdo y la desave-
niencia entre los hombres. Tan elemental como el amor, el odio es
una de las relaciones sociales más básicas, aquella en virtud de la
cual un hombre es causa de la tristeza o de la impotencia de otro.
La economía psíquica de la tristeza en la que debemos inscribir
el odio, presenta una variedad de aspectos y una complejidad de
operaciones cuyo relevamiento no carece de significado para una

den. Maître spiritual de Spinoza”, en Revue de l’histoire des religions, nro. 207, 1990, pp.
289-311) y Wim Klever (“Proto-Spinoza Franciscus van den Enden”, en Studia Spinozana,
nro. 6, 1990, pp. 281-291; y “A New Source of Spinozism: Franciscus van den Enden”, en
Journal of the History of Philosophy, nro. 29, 1993, pp. 613-633) han acentuado de manera
extrema la influencia de Van den Enden sobre Spinoza; según Klever (que publicó en
1992 los escritos políticos de Van den Enden descubiertos en la Biblioteca Nacional
de París por Bedjaï, Vrije Politicke Stellingen) todos los temas centrales del spinozismo
se encuentran ya en la obra de su instructor. Las Vrije Politicke Stellingen –seguimos la
descripción del contenido realizada por Klever– constituyen un tratado político radical
y antiteológico en el que se sientan las bases para la fundación de un Estado libre. En
él se afirma ya –siempre según la traslación de Klever–: “complete freedom of speech
is essential of a state and the condition of its permanent reformation; nobody may be
molested or persecuted for opinions about religion or anything else (38/17-21)” (“A New
Source of Spinozism…”, op. cit., p. 624); asimismo, las pasiones humanas juegan aquí
un rol decisivo en el proceso de surgimiento del Estado. Spinoza no habría tomado de
Van den Enden únicamente su radicalismo democrático, sino también otros motivos
no directamente políticos, centrales en el spinozismo, como la identidad de Dios y la
naturaleza, el rechazo al dualismo cartesiano, la distinción del conocimiento en tres
géneros, la tesis del paralelismo, así como la expresión “amor Dei intellectualis”. Todo lo
cual hace afirmar a Klever que “The discovery of the works of Spinoza’s master seems to
be a major event in the historiography of Spinozism” (idem, p. 631). Contra esta posición
ha reaccionado Miquel Beltrán, quien radicaliza el judaísmo de Spinoza y ha llegado a
afirmar que “el Dios de Spinoza, considerado en sí mismo, es idéntico al de Maimónides”
y que “mi convencimiento de esta afinidad [entre Spinoza y sus predecesores judíos] es…
mayor que el de cualquier estudioso que haya tratado la cuestión…” (Beltrán, Miquel,
Un espejo extraviado. Spinoza y la filosofía hispano-judía, Riopiedras, Barcelona, 1998, p.
63). En cualquier caso, Spinoza poseía en su biblioteca una edición de las Meditaciones
cartesianas que incluía las Objeciones hechas por Gassendi a ese texto, así como las res-
puestas del propio Descartes a dichas objeciones (ver el trabajo de Bernard Rousset,
“Spinoza, lecteur des Objections de Gassendi à Descartes”, en Archives de philosophie,
tomo 57, 3, julio-septiembre de 1994, pp. 471-484).

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Odio

aprehensión de lo político que suspenda el vituperio respecto de


“la naturaleza humana que realmente existe” –según leemos en
la primera página del Tratado político–, así como también para la
posibilidad de una construcción política diferenciada de las “quime-
ras” imaginadas por “los filósofos” (TP, I, 1). Es que, dice Spinoza,
la política es connatural a las pasiones; carecería de sentido –y de
necesidad– si la pensáramos no a partir de lo que los hombres son
(y los hombres son, en general, sus pasiones), sino a partir de lo que
los filósofos quisieran que los hombres fuesen –lo que redunda en
la cancelación misma de la política en favor del “país de Utopía” o
del “siglo dorado de los poetas”. Concebir la Ética –y en particular
la parte III– como una “antropología política”122 quiere decir, por
tanto, no sólo aprehender la necesidad de una remisión a las pa-
siones por parte de una política posible, sino también reconocer el
carácter intrínsecamente político de las pasiones. Por consiguiente,
no sólo pasiones políticas sino política de las pasiones.
¿Cuáles son las situaciones en las que, y los motivos por los que,
un hombre puede ser causa de la tristeza o de la impotencia de otro
hombre? La mecánica del odio –que, como veremos, no puede ser
descripta con total prescindencia de las variaciones amorosas– es
considerada por Spinoza en sus múltiples maneras de suceder y
según registros diferenciales como el “odio teológico”, el odio po-
lítico, el odio contra otra “clase o nación”, o, más generalmente, el
odio individual de un hombre contra un semejante. En cualquier
caso, el examen spinozista del odio revelará una dimensión social
que no resulta tan patente en las otras pasiones123.
Las pasiones son objeto de reflexión ya desde los textos tem-
pranos de Spinoza. En el Tratado breve se adjudica su origen a la
opinión (TB, II, 3)124, que a su vez es definida como una forma

122
  Balibar, É., Spinoza et la politique, PUF, París, 1985, cap. IV.
123
  Yirmiyahu Yovel (Spinoza, el marrano de la razón, Anaya & Muchnik, Madrid, 1995)
marca esta particularidad en el contexto de una acentuación de la cultura marrana que
estaría en la base de la heterodoxia spinozista. Respecto de la psicología de los afectos,
escribe que “Spinoza se ocupa más de los individuos que de la sociedad o los grupos.
Trata la alegría y la tristeza, el amor y el odio, la esperanza y el miedo, y así sucesivamente
siempre en el plano individual. Hasta que de pronto nos encontramos en el campo de la
psicología social. Esto ocurre durante el examen del odio…” (p. 194). También Balibar
alude a esta especificidad: “Queda así esbozada –escribe– una idea sorprendente: el
odio es no sólo una pasión social (o relacional) sino también una forma (por cierto que
contradictoria) de ‘lazo social’, de sociabilidad” (Spinoza et la politique, op. cit., cap. IV).
124
  La creencia según la cual las pasiones tienen su origen en la opinión pertenece a la

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de conocimiento (las otras dos –siempre en el TB– son la “fe” y el


“conocimiento claro”) carente de certeza, vinculada a la conjetura
y a la imaginación (TB, II, 2). “El odio, por su parte […] surge del
error que procede de la opinión” (TB, II, 3). Una forma de vida es el
efecto ético de una manera dominante de conocer, que en Spinoza
no se circunscribe nunca a un registro estrictamente epistemológi-
co: el conocimiento tiene pues un estatuto existencial, genera un
modo específico de estar en el mundo, de relacionarnos con los
otros, con las cosas y con nosotros mismos. El tipo de conocimien-
to que Spinoza llama aquí opinión es la primera fuente de malas
pasiones, entre las que se inscribe el odio. En la misma página, se
refiere otra circunstancia que da origen a una forma específica del
odio –una forma que en el Tratado teológico-político será mencionada
como “odio teológico”. Spinoza identifica su procedencia en el “sim-
ple testimonio” y en la “ignorancia” que los hombres tienen de las
creencias de los otros hombres –“simple testimonio” e “ignorancia”
que son siempre casos particulares de la opinión–: “Finalmente, el
odio surge también del simple testimonio, como lo vemos en los
turcos contra los judíos y los cristianos, en los cristianos contra los
judíos y turcos, etc. ¡Cuán ignorante es, en efecto, la gran masa
de todos estos acerca de la religión y las costumbres de los otros!”
(TB, II, 3). En este caso, no es sólo la manifestación positiva de la
propia superstitio lo que motiva el odio hacia quienes no forman
parte de ella, sino, parece decir Spinoza, una motivación negativa,
la ignorancia o el desconocimiento o un conocimiento falso en lo
que concierne a “la religión y las costumbres de los otros”. Es esta
ignorancia y el odio que le es concomitante, paradójicamente, lo
que instituye una forma de vida indiferenciada, dominada por el

tradición estoica, y es esta, probablemente, la fuente de Spinoza en lo que concierne


a este punto. “¿Quién dudaría –escribe Cicerón– que las enfermedades del alma tales
como la avaricia o el amor de la gloria, provienen del hecho de que se tiene en muy alta
estima a las cosas que son la causa de esas enfermedades? Es necesario saber bien que
toda pasión consiste en una opinión” (Tusculanas, IV, 37, 79). También Epicteto, en el
Enquiridión (cap. V): “Lo que turba a los hombres no son los sucesos sino las opiniones
acerca de los sucesos”. Cicerón, Epicteto y Séneca son los principales autores estoicos
que Spinoza tenía entre los 161 libros de su biblioteca (sobre la biblioteca de Spinoza,
ver J. F. Nourrison, “La bibliothèque de Spinoza”, en Revue des deux mondes, CLII, 1892,
pp. 811-833; J. Freudenthal, Die Lebensgeschichte Spinozas in Quellen Schriften Urkunden und
nichtamtlichen Nachrichten, Leipzig, 1899, pp. 154 y ss.; Patrizia Pozzi, “La biblioteca di
Spinoza”, apéndice a Lucas, J. M. y J. Colerus, Le vite di Spinoza, Quodlibet, Macerata,
1994, pp. 149-174; y A. Domínguez (comp.), “Inventario y biblioteca (1677)”, en Biografías
de Spinoza, Alianza, Madrid, 1995, pp. 200-220).

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rechazo, por la “malevolencia” y por la “crueldad”. Como en la


esfera política, tampoco en el plano de la religión Spinoza opone
nunca diferencia y paz; antes bien, por el contrario, traza una vin-
culación recíproca entre diferencia, conocimiento y paz, mientras
que la ignorancia y el odio disuelven toda diversidad sin no obstante
interrumpir el poder del prejuicio. En un pasaje del prefacio al Tra-
tado teológico-político, escribe Spinoza: “Me ha sorprendido muchas
veces que hombres que se glorían de profesar la religión cristiana,
es decir, el amor, la alegría, la paz, la continencia y la fidelidad a
todos, se atacaran unos a otros con tal malevolencia y se odiaran a
diario con tal crueldad, que se conoce mejor su fe por estos últimos
sentimientos que por los primeros. Tiempo ha que las cosas han
llegado a tal extremo, que ya no es posible distinguir quién es casi
nadie –si cristiano, turco, judío o pagano– a no ser por el vestido
y por el comportamiento exterior, o porque frecuenta esta o aque-
lla iglesia o porque, finalmente, simpatiza con tal o cual opinión
y suele jurar en nombre de tal maestro. Por lo demás, la forma de
vida es la misma para todos”125. Tanto este texto como el pasaje del
Tratado breve antes transcripto atestiguan que Spinoza incluye en su
reflexión ética, política y teológica, el problema de la relación que
las tres grandes religiones monoteístas guardan entre sí, y que se
ven mediadas por el odio a la vez que, paradójicamente, son indife-
rentes en cuanto a la forma de vida que tiene lugar a partir de ellas.
Antes de alcanzar la definición de la Ética –“el odio no es sino la
tristeza acompañada por la idea de una causa exterior (Odium est
Tristitia, concomitante ideâ causae externae)”– en el Tratado breve Spino-
za distingue entre odio y aversión, distinción de matriz escolástica
presente en Descartes, que presupone la idea de voluntad y que
desaparecerá luego junto con esta idea126, en favor de la definición
aludida de la Ética. “Digo pues que el odio –leemos en el Tratado

 Spinoza, Tratado teológico-político, p. 66; Opera, III, p. 8.


125

126
  En la Ética, Spinoza nos dice que el odio –o el amor– aumentan con la imaginación
de la libertad de quien lo provoca. Concebida como dislocación de todo orden nece-
sario y de cualquier proceso causal, la libertad forma parte, como así también la idea
de creatio, de una lógica del milagro que será especialmente tratada en el capítulo VI
del Tratado teológico-político. “El amor y el odio hacia una cosa que imaginamos ser libre
deben ser mayores, siendo igual la causa, que los que sentimos hacia una cosa necesaria”
… “De aquí se sigue que los hombres, como piensan que son libres, sienten unos por
otros un amor o un odio mayores de los que sienten por otras cosas…” (E, III, 49). El
conocimiento de la necesidad –bajo la que, por lo demás, cae el odio mismo– atenúa
el poder de las pasiones, que obtienen, en cambio, su expansión y su incremento en la
imaginación de la libertad.

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breve– es una turbación del alma contra alguien que nos ha hecho
mal voluntaria y conscientemente. La aversión, en cambio, es la
perturbación que surge en nosotros contra una cosa a causa de
la molestia o el dolor que pensamos u opinamos que le pertenece
por naturaleza” (TB, II, 6). Si en la Ética el odio es determinado
como una tristeza, es decir, como una variación del conatus –en
virtud de la cual pasamos de un estado de mayor perfección a uno
de menor perfección– acompañada por la idea de una causa ex-
terna que motiva esta variación por la que somos despotenciados,
en el Tratado breve Spinoza hace surgir la tristeza del odio –“Del
odio proviene la tristeza; y si el odio es grande, proviene la ira […]
De este gran odio procede también la envidia”–, aunque cuando
trata de la tristeza la deriva –como deriva asimismo al odio– de la
opinión, y dice de ella que “proviene de la pérdida de algún bien”
(TB, II, 7). En cualquier caso, resulta significativo que Spinoza
comience aquí por las definiciones del amor y del odio, y sólo en
segundo término trate las pasiones que en la Ética serán las más
elementales y generativas de todas las demás, esto es: el deseo, la
alegría y la tristeza127.

127
  La teoría de las pasiones expuesta por Hobbes en el capítulo VI del Leviatán con-
sidera al “deseo” y la “aversión” como las formas elementales del conatus –carentes de
objeto–, que reciben el nombre de “amor” y “odio” respectivamente cuando significan la
presencia de un objeto. En este esquema, la “alegría” es una forma –mental– del placer,
cuyo contrario es el pesar. En cuanto al orden y enumeración de las principales pasiones
realizado por Descartes en Les passions de l’âme (segunda parte, arts. 53 y ss.), la admira-
ción se encuentra en primer término: “…il me semble que l’admiration est la première de toutes
les passions…” (Oeuvres et lettres, Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard, París, 1953, pp.
723-724). Mientras la admiración refiere a un objeto dado, presente, que nos sorprende
–aquí la pasión llega antes de que podamos conocer si ese objeto nos es conveniente o
no (ibid., p. 723)– por su novedad y por su diferencia respecto a lo que suponíamos que
dicho objeto debía ser, el deseo remite más al futuro que al presente o al pasado: “Car
non seulement lorsqu’on désire aquérir un bien qu’on n’a pas encore, ou bien éviter un mal qu’on
juge pouvoir arriver, mais aussi lorsqu’on ne souhaite que la conservation d’un bien ou l’absence
d’un mal qu’est tout ce à quoi se peut éntendre cette passion, il est évident qu’elle regarde toujours
l’avenir” (ibid., pp. 724-725). Descartes incluye entre las pasiones primitivas, además de la
admiración, al amor, el odio, el deseo, la alegría y la tristeza; de su composición derivan
todas las demás –o bien son especies de alguna de ellas (ibid., pp. 727-728). Spinoza, que
postula al deseo como la pasión principal, no incluye a la admiración entre los afectos,
puesto que la considera una simple “distracción del espíritu [que] no proviene de una
causa positiva” sino de una “ausencia de causa” (E, III, def. af. 4, expl.). La admiración
no aumenta ni disminuye nuestra perfección, no provoca ninguna variación de potencia.
Sobre la diferencia entre la teoría cartesiana y la teoría spinozista de las pasiones, ver el
trabajo de Bennoît Timmermans, “Descartes et Spinoza: de l’admiration au désir”, en
Revue internationale de philosophie, nro. 3, 1994, pp. 327-339.

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El discurso del Tratado breve sobre el odio, finalmente, nos dice


en primer lugar que este impulsa a “huir de la cosa odiada” y
concluye adjudicando al odio no ya la huida sino lo que antes era
propio de la ira, a saber, “…el odio tiende siempre a la destrucción,
al debilitamiento y la aniquilación” (TB, II, 6).
En la tradición filosófica la diferenciación entre ira y odio ha
sido siempre inequívocamente establecida, no obstante la diversi-
dad de los análisis. Según la antropología platónica, el thumós no
es una pasión entre otras sino una de las tres partes que componen
el alma. Constitutivamente irascible, el alma platónica comporta
el problema no de la unión con el cuerpo, como ocurrirá en la
reflexión cartesiana, sino de la unión consigo misma: “es difícil
decidir si todas las cosas que hacemos provienen de la misma parte,
o si hay tres partes en nosotros que se encargan cada una de su
función respectiva, es decir, si una de esas partes que hay en no-
sotros nos induce a aprender, la otra a encolerizarnos y la tercera
a desear los placeres […], o si el alma, toda entera, interviene en
cada una de estas cosas, cuando nos sentimos inclinadas a llevarlas
a cabo”128. Sin duda, el elemento irascible, “auxiliar por naturaleza
de lo racional”129 en los conflictos entre el alma concupiscible y el
alma racional, juega un papel decisivo en la solución platónica al
problema de la unidad del alma trinitaria, y su carácter, como para
la filosofía posterior, será por naturaleza anfibio.
Aristóteles –que por momentos utiliza thumós y orgè como sinóni-
mos– no reconoce la ira como una función del alma según la pensa-
ba Platón, sino como una pasión entre otras. En la fenomenología
de las pasiones que compone el Libro II de la Retórica, ira y odio se
estudian por separado, en tanto que en Política 1312b 25 la ira es
pensada como “una parte del odio” y “causa de los mismos actos”.
Así, la ira es definida como un “apetito penoso de venganza”, que
comporta un cierto placer proporcionado por la imaginación de
la venganza, y cuya pasión opuesta es la “calma” –a diferencia de
Ética Nicomáquea 1125b 6, donde la calma no es considerada como
una pasión sino como un “modo de ser” (hexis), un término medio
(mesotés) respecto de la ira. El De anima a su vez alude a la defini-
ción física de la ira: “una ebullición de la sangre o del elemento
caliente alrededor del corazón” (403a 30–35). El odio, por su parte,
se establece teóricamente como una pasión contraria a la philía.

 Platón, República, 436a-436b.


128

  Ibid., 441a.
129

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Sus causas, dice Aristóteles, son: la ira, la vejación y la sospecha.


Las principales diferencias entre ira y odio que el estagirita indica
en este pasaje resultan las siguientes: en primer lugar, en tanto la
ira nace siempre de cosas que nos afectan a nosotros mismos y se
refiere a algo individualmente considerado (Sócratres, Calias), el
odio puede tener por objeto a un género: el ladrón, el delator, el
tirano, etc. En segundo lugar, la ira puede curarse con el tiempo;
el odio no tiene cura. Finalmente, el iracundo –que, a diferencia
de quien odia, experimenta también él pesar– busca causar un
mal a quien es objeto de su ira; el que odia desea que el objeto
odiado no exista130. A diferencia del odio, la ira puede ser justa en
la medida en que sea la reacción frente a una injusticia o un daño
infligido sin razón, por relación al cual la indiferencia sería clara-
mente un vicio. Es decir, la ira tiene una justa medida, un término
medio que “prácticamente no tiene nombre”131. Esta tesis –criticada
por los estoicos– ha sido en general asumida positivamente en la
cultura occidental: desde la justificación tomista de la “cólera de
Dios” –que se basa en ella– hasta la legitimación de la ira popular
contra la explotación y la dominación, tomada como fuente para
una política revolucionaria.
Puesto que se trata de un “afecto de odio” –al igual que la
crueldad, la venganza, la envidia…– no encontramos en Spinoza
la posibilidad de algo como una “ira justa”132, lo que en sí mismo
sería incongruente en la medida en que, desde el punto de vista de
Spinoza carece de sentido cualquier justificación de un afecto que
no se atenga a las variaciones de grados de potencia que comporta
en quien lo experimenta. De otro modo: una pasión no puede ser
justa o injusta sino sólo alegre o triste.
La Ética establece una diferenciación entre la ira y la ven-
ganza –que en Aristóteles se hallaban mutuamente implicadas.
Para Spinoza la ira surge, sí, por odio, pero no es necesario
que hayamos sido objeto de un daño directo para que poda-
mos sentirla. En concreto, podemos sentir ira –y odio– hacia

130
 Aristóteles, Retórica, 1378a 30 y ss., y 1382a.
131
 Aristóteles, Ética Nicomáquea, 1108a.
132
  En un único pasaje de su obra, Spinoza habla de “ira justa”, pero de manera inci-
dental y sin que la expresión contenga aquí alguna relevancia teórica: “Vemos con lo
dicho cómo fue introducida la religión en el Estado de los hebreos y cómo su estado
pudo ser eterno, si la justa ira de los legisladores (si justa legislatoris ira) les hubiera con-
cedido mantenerse en él. Pero, como eso no fue posible conseguirlo, ese Estado debió
finalmente perecer” (TTP, XVII, pp. 379-380; O, III, p. 220).

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quien nada nos ha hecho. Pues “El esfuerzo por inferir mal a
quien odiamos se llama ira, y el esfuerzo por devolver el mal
que nos han hecho se llama venganza” (E, III, 40, esc. corol.
II). Por consiguiente, la venganza no es la esencia de la ira –
como lo era para Aristóteles, y también para Tomás– sino que
se trata de dos pasiones de odio, pero diferentes. Esto tiene
su importancia puesto que, como el odio, la ira puede ser in-
citada y estimulada, en tanto que no podría serlo –salvo que
en efecto nos hayan hecho un daño– si la venganza fuera lo
único que la motiva. Así, el Tratado teológico-político alude a “la
ira de la plebe” (plebis ira) y la “ira de la multitud feroz” (sae-
vam multitudinem irâ) como inherentes al imperium violentum,
que las enciende y las incita contra las opiniones 133. Más que
de cualquier otra cosa, el filósofo spinozista deberá guardarse
de “la ira de aquellos que no pueden soportar los caracteres
libres (eorum ira, qui libera ingenia ferre nequeunt), y que, por
una especie de torva autoridad, pueden cambiar fácilmente
la devoción de la masa sediciosa en rabia, e instigarla contra
quienes ellos quieran”134.
Al igual que la ira y la venganza, la Ética registra otra pasión,
considerada también como una pasión de odio, que encierra
una importancia política de primer orden. Un afecto definido
como el odio que alguien puede sentir por quien ha hecho un
daño o un mal a otro, y al que Spinoza llama indignatio, indig-
nación (E, III, 22, esc. y E, III, def. af. 20) –en tanto que el
afecto positivo al que se contrapone es la “aprobación” (favor).
Si bien en cuanto pasión de odio la indignación no puede ser
buena –“tal como la hemos definido, la indignación […] es ne-
cesariamente mala” (E, IV, 51, esc.)–, se trataría de una especie
de odio solidario, una reacción afectiva frente a un daño del
que no somos objeto de manera directa. La indignación es la
tristeza frente a la injusticia que, en la medida en que tiene
curso, corroe la ley. A diferencia de otros afectos de tristeza
contradictorios con la justicia y la equidad, la indignación es
mala, dice Spinoza, no porque se oponga a la equidad sino
más bien porque lleva a “hacer justicia por cuenta propia” (E,
IV, Ap. cap. 24) Si, por consiguiente, en sí misma considerada
la indignación no se opone a la justicia y puede tener lugar en

133
  Tratado teológico-político, cap. XVIII, p. 387; O, III, p. 225.
134
  Ibid., cap. XX, p. 416; O, III, p. 244.

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los “hombres de bien”135, su imperio retrotrae a una situación


en la que “se vive sin ley”.
Pero será en el Tratado político, en el contexto de la “física de
la resistencia” que se expone allí, donde la indignación se revela
como un afecto preponderante; será, por excelencia, la pasión de
la revuelta.
No podríamos encontrar en Spinoza una “teoría de la resisten-
cia”, ninguna “ justi–ficación” (es decir, la posibilidad de recurrir a
motivos tales como una justicia trascendente a las pasiones mismas)
que la legitime: tal sería, en cambio, el caso de una importante
tradición que justifica la resistencia cuando se lleva a cabo en el
nombre de Dios (los monarcómacos), o bien como reacción frente
a la ruptura de la palabra o de la promesa por parte del soberano,
que abre así el estado de guerra (p. e. Locke). En el pensamiento
político de Spinoza, en el Tratado político en particular, las cosas se
dan de otro modo. La resistencia se activa por motivos estrictamente
pasionales, en virtud de una transformación del miedo en indigna-
ción. Toda una línea de lectura en clave anticontractualista136 ha
insistido en que la filosofía política de Spinoza no resulta tanto de
un “contrato” como de un “consenso”; es decir, según esta perspec-
tiva, el spinozismo se hallaría mucho más próximo a Maquiavelo
y La Boétie que a Hobbes. Las condiciones de perseverancia del
poder político no son jurídicas ni morales, sino físicas, materiales,
afectivas, desiderativas; requieren ser constantemente renovadas y

135
  En un pasaje del Tratado político –que hace constelación con otros en los que se con-
sidera a los “premios” como cosa de siervos y como un recurso derivado de una lógica
de la trascendencia–, Spinoza alude a la “indignación de todos los hombres de bien” y
a la ruptura de la igualdad que está en la base de la “libertad común” que conllevan los
premios y los honores públicamente otorgados: “Por lo demás, las estatuas, los emblemas
y otros incentivos de la virtud más bien son signos de esclavitud que de libertad, pues
es a los esclavos y no a los hombres libres a quienes se otorgan premios por su virtud
(servis enim, non liberis virtutis praemia decernuntur). Reconozco que sin duda los hombres
se estimulan con estos alicientes. Pero así como, en un comienzo, estas distinciones se
conceden a relevantes personalidades, así después, al crecer la envidia, las recibe gente
inútil y engreída por sus muchas riquezas, con la consiguiente indignación de todos los
hombres de bien (magna omnium bonorum indignatione)… Finalmente… es cierto que
la igualdad, cuya pérdida lleva consigo automática y necesariamente la pérdida de la
común libertad, no puede, en modo alguno, ser considerada desde el momento en que
el derecho público otorga a un hombre, eminente por su virtud, honores especiales”
(TP, X, 8).
136
  Cfr. los trabajos de Madelaine Francès, Emilia Giancotti, Antonio Negri, y, más reciente-
mente, el libro de Laurent Bove, La stratégie du conatus. Affirmation et résistence chez Spinoza,
Vrin, París, 1996.

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no podrían llegar a garantizarse por un contrato. El derecho de


resistencia, la potencia de resistir a la violencia de un poder tirá-
nico, no es un derecho político sino un proceso material, fáctico,
amoral; es decir, un derecho natural. La potencia de la multitud
–de la “multitud armada” (TP, VII, 2)– y el poder del soberano no
se hallan mediados por el consenso sino por la resistencia cuando
la ambición de dominio o la avaricia de los príncipes establecen
una situación afectivamente intolerable, que empuja a los súbditos a
elegir el mal menor de la resistencia en lugar de aceptar la sumisión
al imperium violentum convertido en el mayor de los males137. “Si el
rey puede ser despojado del poder con el que domina, puede serlo
en virtud del derecho de guerra y no del derecho de la sociedad
civil; a la violencia del rey los súbditos sólo pueden resistir (repelle-
re) mediante la violencia” (TP, VII, 30). Los ciudadanos conservan
pues su derecho de guerra, que cuando se activa es la contracara
del consenso; no se trata en sentido estricto de una “teoría” de la
resistencia, sino antes bien de una descripción del proceso en vir-
tud del cual, ejerciendo su derecho contra sí mismo, el soberano
“se convierte en su propio enemigo” al generar las condiciones
que activan esa parte de la multitud no subordinada a ninguna
ley explícita, un derecho irreductible de consentir o resistir que
la vuelven temible a quienes mandan138. Quien detenta el poder

137
  Por el contrario, el Discurso de la servidumbre voluntaria parte justamente del hecho de
que esta lógica del “mal menor” no es suficiente para despertar a los hombres de su ser-
vilismo, cuyo secreto, así, no ha de ser buscado a nivel de la utilidad, sino de la voluntad
o el deseo. El caso, dice La Boétie, es el de miles de hombres a los que –si extrapolamos
la metáfora de Marx– sólo les quedan por perder sus cadenas y a los que únicamente
bastaría la voluntad de dejar de servir –negar su consentimiento o consenso– para dejar
de hacerlo efectivamente; el misterio de la servidumbre voluntaria es, pues, el misterio
de la no indignación, la ausencia del sentido de la utilidad, la no resistencia a lo que
amenaza y destruye, es decir, en el límite –si seguimos la retórica del Discours…– la no
verificación de la máxima spinozista de E, III, 6, según la cual “toda cosa se esfuerza,
en cuanto está a su alcance, por perseverar en el ser”.
138
  “Nunca los hombres cedieron su derecho ni transfirieron a otro su poder hasta el
extremo de no ser temidos por los mismos que recibieron su derecho y su poder, y de no
estar más amenazado el Estado por los ciudadanos, aunque privados de su derecho, que
por los enemigos” (TTP, cap. XX, p. 351; O, III, p. 201); “Así, pues, la causa de que, en
la práctica, el Estado no sea absoluto, no puede ser sino que la multitud resulta temible
a los que mandan. Esta mantiene, por tanto, cierta libertad que reivindica y consigue
para sí, no mediante una ley explícita, sino fácticamente” (TP, VII, 4). Cfr. el trabajo de
É. Balibar “Spinoza: la crainte des masses”, en Spinoza nel 350 anniversario della nascita,
actas del Congreso de Urbino (4-8 de octubre de 1982) editadas por Emilia Giancotti,
Bibliópolis, Nápoles, 1985, pp. 293-320.

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Diego Tatián

supremo, dice Spinoza, no está sometido a ley y puede transgredir


el contrato y las leyes en favor del bien común cuando lo considere
necesario, algo que no podría hacer ningún particular. Pero “si esas
leyes son de tal índole que no pueden ser infrigidas sin que con ello
se debilite la fortaleza de la sociedad, es decir, sin que el miedo de
la mayor parte de los ciudadanos se transforme en indignación (nisi
simul plerorumque civium communis metus in indignationem vertatur),
la sociedad se disuelve automáticamente y caduca el contrato; este
no se defiende por el derecho civil sino por el derecho de guerra
(non Jure civili, sed Jure belli vindicatur)” (TP, IV, 6). Quien detenta
el poder tiene, por consiguiente, el derecho de intervenir sobre
las leyes, contra las leyes, pero deberá guardarse de hacerlo “por
lo mismo que el hombre en estado natural tiene que guardarse,
para no ser su propio enemigo, de darse muerte a sí mismo […]”
(ibid.). La multitud dispondrá siempre de un derecho de guerra
para defender la condición civil que se dio a sí misma, cuando
dicha condición se ve amenazada en su forma por el soberano: el
“estado de hostilidad” al que conduce la indignatio ciudadana, es
la reacción objetiva –despojada del respeto y el temor necesarios
para la preservación de la sociedad– frente a la violencia de quie-
nes mandan cuando estos no persiguen su utilidad objetiva –que
es a la vez la utilidad de la multitud misma– sino que son movidos
por la ambición o la avaricia. El “miedo a las masas” y al ejercicio
de la potencia bélica de la multitud indignada es el único límite,
necesariamente fáctico, que encuentran las pasiones de los que
mandan, cuya “virtud” –según un estricto realismo contrapuesto
a la tradición tomista y en general a la tradición del Buen Gobier-
no– nada nos autoriza a presuponer mayor que la de los súbditos.
La resistencia no se legitima ni se justifica pues en virtud de una
teoría de los derechos políticos; sucede en virtud de un ejercicio
de la potentia multitudinis que deniega el consenso a quien manda
cuando el respeto deja su lugar a la indignación. Esta es una pasión
que, en los pasajes del TP donde Spinoza alude a ella, se vincula
casi siempre a la “pluralidad”, a la “multitud”, a la “mayor parte”; se
trata pues de una pasión colectiva. Cuanto provoca “la indignación
en la mayoría de los ciudadanos (quae plurimi indignantur)” es un
miedo común o un daño común frente a los cuales, “por natura-
leza”, los hombres tienden a conspirar (TP, III, 9). Si la Ética había
definido la indignación como una forma del odio, como el odio
hacia quien ha causado un daño a otro, en el plano político será
más bien circunscripta como un afecto colectivo que procede de

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un temor, también colectivo.


El odio sucede con facilidad y con frecuencia, “cualquier cosa
puede ser, por accidente, su causa”. No sólo procede de aquellas
cosas o seres que son causa eficiente de una tristeza nuestra o de la
inhibición de nuestra potencia o de una frustración, sino incluso de
aquellas cosas que son meramente semejantes a las anteriores, sin
afectarnos directamente (E, III, 16). La comprensión de los afectos
es la comprensión de la inestabilidad misma, de una combinato-
ria indefinida, variable, sometida sin embargo a ley, a un proceso
genético que puede ser aprehendido no obstante la inconstancia
y la multiplicidad de los términos que se afectan y modifican. Por
una parte, hay tantas clases de afectos “como clases de objetos que
nos afectan” (E, III, 56). Más aún, “hombres distintos pueden ser
afectados de distintas maneras por un solo y mismo objeto, y un
solo y mismo hombre, en tiempos distintos, ser afectado de maneras
distintas por un solo y mismo objeto” (E, III, 51). La cautela es la
correspondencia práctica a una casuística afectiva indeterminada
en cuanto a sus posibilidades, que toma en consideración no sólo
el odio explícito sino también aquellas pasiones o condiciones que,
sin ser el odio mismo, redundan en odio. Así, “El soberbio –escribe
Spinoza– ama la presencia de los parásitos o de los aduladores y
odia la de los generosos” (E, IV, 57). Cautela, entonces, frente a los
soberbios; también frente los ignorantes (E, IV, 70), los ambicio-
sos (E, III, 31, esc.), los envidiosos (E, III, 24), los impotentes. Ira,
venganza, crueldad, envidia, celos, menosprecio, repulsión, indig-
nación, irrisión, desprecio son avatares del odio, afectos de odio
en los que se expresa nuestro apetito y constituyen o especifican
un “modo de ser” determinado. El derecho natural no discrimina
entre sabiduría e ignorancia, entre la razón y las pasiones, formas
igualmente naturales de ejercicio del derecho –de la potencia–, por
lo que esta norma natural común a todos los hombres “no se opone
a las riñas, ni a los odios, ni a la ira, ni al engaño, ni absolutamente
a nada de cuanto aconseja el apetito” (TP, II, 8). Las reglas natura-
les en virtud de las cuales los hombres viven según una manera de
ser específica, son en sí mismas racionales si las consideramos en
su realidad y necesidad, es decir, en una perspectiva de conjunto,
sub specie aeternitatis. Pero devienen irracionales en la medida en
que las consideramos no desde la perspectiva del todo sino desde
el punto de vista de la utilidad humana. Es a partir de esta desave-
niencia entre la naturaleza (que carece de fines y por lo tanto no
persigue ninguna utilidad) y la naturaleza humana (para la cual

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la preservación de la vida constituye su fin propio y determina lo


que le es útil) donde la existencia social encuentra su motivo y
su necesidad. La política se origina, por consiguiente, en la falla
producida entre el todo y la parte, entre el derecho natural, que se
orienta por diversas vías a la conservación de la vida, y el poder de
las causas externas, que es indiferente y a la larga contradictorio
con dicho propósito. La naturaleza confiere la vida –y un poder
limitado de conservarla– pero no la garantiza. La política es in-
tervención sobre la fortuna, enmienda de la finitud. Se articula
al derecho natural para conciliarlo durante la mayor cantidad de
tiempo que sea posible con el conjunto de afecciones a las que los
seres humanos se hallan expuestos en virtud de su sola existencia
en una situación dada donde hay cosas y, en particular, otros seres
humanos. La política interviene sobre una pluralidad dada para
atenuar la natural incongruencia o contradicción de los individuos
que forman parte de ella e incrementar su comunidad a partir de
las composiciones contingentes y precarias que existen original-
mente. Es por eso que, dice Spinoza, “esta doctrina es útil para la
vida social, en cuanto enseña a no odiar ni despreciar a nadie, a
no burlarse de nadie ni encolerizarse contra nadie, a no envidiar
a nadie” (E, II, 49, esc.) ¿Por qué no odiar es útil para la vida so-
cial –para la vida, por tanto, en cuanto humana? En cuanto seres
naturales tenemos el derecho de odiar, sólo que no es útil hacerlo.
Derecho natural y utilidad no son conceptos extensivos de hecho;
su adecuación es el objetivo fundamental de la política spinozista.
La utilitas, en la medida en que sea consciente de sí, considera la
pluralidad: rectifica el ingenium, la índole propia de cada uno, en
orden a la utilidad común; el derecho natural, por el contrario,
en su inmediatez se circunscribe siempre a la singularidad. ¿Cómo
instituir un ejercicio político del derecho natural? El programa no
será el de suspender la naturaleza sino el de politizarla en el modo
que Spinoza denomina, en el Tratado teológico-político, una Libera
Respublica, un Estado libre: “para que los hombres puedan vivir
concordes (homines concorditer vivere)”. Politica ocupa la fractura, el
lugar intersticial que se abre entre derecho y utilidad, entre pasiones
y razón: “…cada cual juzga, por derecho supremo de la naturaleza,
lo bueno y lo malo, y mira por su utilidad de acuerdo con su índole
propia […], y se esfuerza en conservar lo que ama y en destruir
lo que odia […] Pues bien, si los hombres vivieran según la guía
de la razón, cada uno […] detentaría este derecho suyo sin daño
alguno para los demás” (E, IV, 37, esc. 2) Es el derecho (natural)

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Odio

lo que vuelve necesaria la ley (social) pero, por una parte, esta no
es independiente de aquel y, por otra parte, se rectifica conforme
la razón139. Política es el ámbito de gestión del derecho natural de
los hombres para su concordancia, a la vez que un espacio abierto
de liberación común cuyo horizonte es la vida según el amor inte-
lectual. No sabemos lo que puede un cuerpo político.
El odio expresa nuestra potencia pero de la manera más baja
y destructiva; no es en realidad ejercicio de potencia sino algo
que a ella le sucede: es, en sentido estricto, impotencia. Su única
satisfacción es el perjuicio del objeto odiado –o su destrucción.
El odio es un afecto que instituye una transitividad compleja,
extensa; carga de contenido afectivo a todo aquello y a todos
aquellos que guardan alguna relación con su objeto. Puesto que
“Quien imagina lo que odia afectado de tristeza, se alegrará;
[y que] si, por el contrario, lo imagina afectado de alegría, se
entristecerá y ambos afectos serán mayores o menores, según
lo sean sus contrarios en la cosa odiada” (E, III, 23), entonces,
“Si imaginamos que alguien afecta de alegría a una cosa que
odiamos, seremos afectados también de odio hacia él. Si por el
contrario, imaginamos que afecta a esa cosa de tristeza, seremos
afectados de amor hacia él” (E, III, 24). El carácter transitivo
del odio no adopta únicamente la forma restringida de incluir
dentro de su radio afectivo a todos aquellos que a su vez afectan
de alegría al objeto de nuestro odio –dado que, según el pasaje
de E, III, 23, tal cosa significa afectarnos de tristeza a nosotros
mismos–, sino que también –al igual que el amor– cobra la forma
de una transitividad más amplia, “genérica”, que remite más a la
imaginación que a una fluctuación afectiva singular como en el
caso anterior. “Si alguien ha sido afectado por otro, cuya clase o
nación es distinta de la suya, de alegría o de tristeza, acompañada
como su causa por la idea de ese otro bajo el nombre genérico de
la clase o de la nación, no solamente amará u odiará a ese otro,
sino a todos los de su clase o nación” (E, III, 46). Abandonado a
su propio movimiento, a su propio crecimiento, el odio es lo que
ocasiona el desacuerdo entre los hombres, su no comunidad o

139
  “La religión no terminará; la política en la que viven los hombres ‘obnoxi passionibus’
no dará lugar necesariamente a una comunidad metapolítica de sabios que vivan en
el amor intelectual de Dios, pero es necesario que este ideal contrafáctico sea produ-
cido y utilizado por el hombre libre y por el sabio” (Tosel, A., “Qué faire avec le Traité
theologico-politique?”, en Studia spinozana, vol. 11, 1995, p. 183.).

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contrariedad más elemental a partir de una de las más básicas


formas de relación social: los hombres se afectan mutuamente
de tristeza, “son por naturaleza proclives al odio” (E, III, 55).
En E, IV, 34, Spinoza registra un motivo paradójico en virtud
del cual los hombres se afectan entre sí de odio: el amor, una cierta
manera del amor. Motivo paradójico puesto que sabemos por E,
IV, 30 que amar a otro y amar lo mismo que otro ama significa
concordar con él en naturaleza. Nada ni nadie puede ser malo para
nosotros –reprimir o disminuir nuestra potencia de obrar– por lo
que tiene en común con nuestra naturaleza, en mayor medida si
se trata de un amor. Sin embargo, “Pedro odia a Pablo por imagi-
nar que este posee algo que Pedro ama también” (E, IV, 34). Bien
comprendido, en este caso el odio no procede del amor común sino
de la diferencia que se produce en la imaginación –“Pedro odia a
Pablo por imaginar […]”. El amor –en sí mismo una alegría– a un
bien incierto, significa la posibilidad de su no posesión, o de su
pérdida, y puede por tanto redundar en tristeza. Por el contrario,
“nadie puede odiar a Dios”; “el amor a Dios no puede convertirse
en odio” (E, V, 18). Puesto que no sometido a las diferencias con-
naturales a la imaginación, puesto que intelectual, el amor a Dios
“no puede ser manchado por el afecto de la envidia, ni por el de
los celos, sino que se fomenta tanto más cuantos más hombres
imaginamos unidos a Dios por el mismo vínculo de amor” (E, V,
20). Este amor a Dios es necesariamente común, es decir, no pue-
de nunca ser incompatible con el mismo amor por parte de otros
hombres sino que, por el contrario, se incrementa con él y excluye
al odio y al temor. El amor puede producir odio sólo en la medida
en que los hombres amen la misma cosa de diferente modo, o que
amen objetos que resultan incompatibles o contrarios entre sí, o
bien en la medida en que imaginen de manera distinta –a causa de
su “índole propia”, de su ingenium– el objeto que aman al mismo
tiempo140. El amor Dei intellectualis –no obstante ser una fórmula
que se encuentra sólo en la Ética y estar por completo ausente en
el TTP– puede ser considerado como el contraconcepto del odium
theologicum, que según Spinoza es el odio más profundo (saevissima
odia141; summum subditorum odium142; odio infensissimo143); materia de la

140
  Ver Balibar, É., Spinoza et la politique, op. cit., cap. IV.
141
 Spinoza, Tratado teológico-político, pref., p. 68; Opera, III, p. 9.
142
  Ibid., cap. XVII, p. 368; ibid., III, p.212.
143
  Ibid., cap. XVII, pp. 368-371; ibid., III, pp. 212-214.

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superstición –al igual que la “esperanza”, la “ira” y el “engaño”144 – y


de las sediciones –“suscitadas so pretexto de religión, escribe Spi-
noza, surgen [las sediciones] exclusivamente porque se dan leyes
sobre cuestiones teóricas y porque las opiniones, al igual que los
crímenes, son juzgadas y condenadas como un delito. La verdad es
que sus defensores y simpatizantes no son inmolados a la salvación
pública, sino tan solo al odio y a la crueldad de sus adversarios”145 –,
este odio teológico que condena la luz natural como fuente de im-
piedad toma las lucubraciones humanas por enseñanzas divinas y
a la credulidad por fe146, nace de imaginar opiniones, hombres y
naciones como “enemigos de Dios” (Dei hostes) y, al contrario, a sí
mismos, sus propias opiniones y su propia nación como el “reino
de Dios” (Dei Regnum)147. De manera que legislar sobre cuestiones
teóricas y juzgar y condenar las opiniones como si se tratara de
delitos, y a quienes las sostienen como enemigos de Dios, no es una
conveniencia pública sino –y es esta una de las denuncias mayores
del Tratado teológico-político– una exigencia del odio en la medida
en que irrumpe y se consolida bajo ciertas condiciones teológico-
políticas, las que integran en un mismo entramado pasional al
tirano, al teólogo y a la plebe.
Si la conservatio vitae es el gran motivo del pensamiento político
de Hobbes, el principio de la filosofía política de Spinoza es el de
la expansión y crecimiento de la vida. El filósofo de Ámsterdam
no concibe la política en modo exclusivamente negativo como
preservación del summum malum, sino como apertura a formas
de existencia más plenas que den curso al derecho natural de
los hombres, enmendando sólo allí donde su incompatibilidad
redunda en perjuicio mutuo. Spinoza –y esto establece una de las
diferencias mayores con Hobbes– no sacrifica la vida, es decir, la
potencia, a su conservación: conservación de la vida y ejercicio de
potencia, seguridad y libertad, no son contradictorios. Por ello
cuando en el capítulo XX del Tratado teológico-político leemos que
“el verdadero fin del Estado es la libertad”148, esto no se contra-
pone con la afirmación del Tratado político según la cual “el fin
del estado político no es otro que la paz y la seguridad de la vida”

144
  Ibid., pref., p. 64; ibid., III, p. 6.
145
  Ibid., ibid., III, p. 7.
146
  Ibid., p. 68; ibid., III, p. 9.
147
  Ibid., cap. XVII, p. 371; ibid., III, p. 214.
148
  Ibid., cap. XX, p.411; ibid., III, p. 241.

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(TP, V, 2)149. La conservación/seguridad prepara la posibilidad de


la potencia/libertad, tanto como la posibilidad del conocimiento
y la supresión consiguiente de la existencia supersticiosa. En la
medida en que son las dos prácticas que incrementan la potencia
de los hombres, conocimiento y política trazan las coordenadas
de la vida buena; esta significa una existencia sin dominación
(“su fin último [del Estado] no es dominar a los hombres”), sin
miedo (“ni sujetar a los hombres por el miedo”), sin sometimien-
to (“ni someterlos a otro –alterius juris facere–”), sin sacrificio del
derecho natural (“para que conserven al máximo este derecho
suyo de existir y de obrar”) y sin odios, iras o engaños (“y no se
combatan con odios, iras o engaños”)150. En la implementación
de la vida política tal como la concibe Spinoza pareciera haber un
elemento decisionista, que consiste simplemente en “concederle
más derecho a la razón que al odio y a la ira (plus juris rationi,
quam odio et irae conceditur)”151, concesión o enmienda que se ajusta
a nuestra utilidad en la medida en que se persigue políticamente,
aunque considerada en sí misma la naturaleza no se opone a las
inimicitiae ni a los odia.

149
  También en el TP, por supuesto, el concepto de libertad es de suma importancia desde
la portada misma, cuyo subtítulo es el siguiente: “en el que se demuestra cómo debe
organizarse una sociedad en la que existe un Estado monárquico, así como aquella en
la que gobiernan los mejores (Optimi), a fin de que no decline en tiranía y se mantengan
incólumes la paz y la libertad de los ciudadanos (et ut Pax, Libertasque civium inviolata
maneat)”. En su edición del TP (“Traité de l’autorité politique”, en Oeuvres complètes de
Spinoza, Gallimard, Bibliothèque la Pléiade, París, 1954, M. Francès sostiene (p. 1485)
que este subtítulo no es de Spinoza –como se sabe, no disponemos del manuscrito del
filósofo–, sino del editor, quien empleando los vocablos optimi en vez de patricii, cives en
vez de subditi y libertas en vez de securitas estaría poniendo de manifiesto su propia posi-
ción aristocrática y antimonárquica en términos que no concordarían con el texto del
TP. En la versión original holandesa (Nagelate Schriften), no encontramos en el subtítulo
el correspondiente holandés de Libertas, sino –significativamente– el término Veiligheit,
que quiere decir “seguridad”. A partir de esta variante –y otras, como la supresión del
célebre elogio a Maquiavelo en TP, V, 7, según la edición latina (OP)–, Paolo Cristofolini
sostiene, contra M. Francès, que los editores de los Nagelate Schriften habrían alterado
el texto latino original por razones de prudencia frente a la monarquía orangista en
el poder desde el asesinato de los hermanos de Witt. (Cfr. la introducción a la edición
italiana del TP por P. Cristofolini, Trattato politico, Edizioni ETS, Pisa, 1999, pp. 14-19;
también la nota de Atilano Domínguez al pasaje referido (p. 74), en la edición española
del Tratado político).
150
 Spinoza, Tratado teológico-político, cap. XX, pp. 410-411; Opera, III, pp. 240-241.
151
  Ibid., cap. XVI, p. 334; ibid., III, p. 191.

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El programa enunciado en el capítulo XVI del Tratado teológico-


político según el cual “concederle más derecho a la razón que al
odio y a la ira”, adopta una primera forma negativa y extrínseca
de contención del odio por el temor, una forma en el interior de la
cual los hombres enmiendan la dinámica original de sus pasiones
por medio de otras pasiones –incluso tristes, como en este caso
el temor (Timor), que conduce un cálculo negativo, una lógica
de preferencia del “mal menor”–, de manera que “El que odia a
alguien se esforzará en hacerle mal, a menos que tema que de ello
se origine para él un mal mayor […]”. Es decir, continúa Spinoza,
“Odiar a alguien es […] imaginarlo como causa de tristeza, y,
siendo así […] quien odia a alguien se esforzará por apartarlo de
sí o destruirlo. Pero si teme que resulte para él una mayor tristeza,
o un mayor mal, y cree que puede evitarlo no infiriendo a quien
odia el mal que meditaba, deseará abstenerse […] de inferirle ese
mal […]” (E, III, 39). El temor y la esperanza, los castigos y los pre-
mios, intervienen en este nivel de existencia social haciendo que el
hombre “no quiera lo que quiere” o que “quiera lo que no quiere”;
que inhiba la satisfacción inmediata de pasiones cuyas exigencias
son contradictorias con la utilidad común. Cuando Spinoza escribe
que “el vulgo es terrible cuando no tiene miedo” (E, IV, 54, esc.)
y, en el mismo escolio, alude también a cierta funcionalidad de la
esperanza, la vergüenza, la humildad y el arrepentimiento (en sí
mismas todas pasiones malas, tristes), reconoce la necesidad de
activar estos afectos contra la soberbia y el odio, cuyo poder sólo
puede ser neutralizado por un poder análogo o mayor, que, en
principio, únicamente podría ser pasional. De manera que el pri-
mer grado de existencia social se define por la preponderancia de
un tipo de pasiones por sobre otras, pero como tránsito necesario
a esa operación política más vasta que consiste en “concederle más
derecho a la razón que al odio”. Spinoza intenciona en última ins-
tancia un ámbito político sustraído del temor, afirmativo, en el que
los hombres buscan “el bien por amor al bien y no por temor del
mal”, puesto que “quien obra por temor del mal actúa forzado por
el mal y obra servilmente y vive bajo las órdenes de otro”152. No es
en el miedo donde la política spinozista encuentra su inspiración
última, sino en la razón misma, en el amor y en la generosidad; el
espacio político no se halla conformado por un conjunto de súbditos
temerosos cuyos comportamientos se hallan motivados por el solo

152
 Spinoza, Tratado teológico-político, cap. IV, p. 147; Opera, III, p. 66.

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propósito de evitar el mal, sino por un conjunto de ciudadanos


que actúan articulando razón y deseo para alcanzar, junto a sus
semejantes, una liberación de su potencia individual y común y
acceder a formas de existencia más reales, más perfectas. “Quien
se deja llevar por el miedo y hace el bien para evitar el mal, no es
guiado por la razón” (E, IV, 63 y E, IV, cap. 31). Finalmente, en una
política así concebida, practicada por el mayor número posible de
hombres libres, no es el temor a un mal mayor –a un castigo– lo
que se contrapone al odio, sino dos afectos positivos mayores que
cooperan siempre con la razón y la vuelven razón amorosa y razón
solidaria: “Quien vive bajo la guía de la razón (ex ductu rationis) se
esfuerza cuanto puede en compensar con amor o generosidad, el
odio, la ira, el desprecio, etc., que otro le tiene” (E, IV, 46).
¿Es posible una vida política bajo la guía de la razón, o bien
esta expresión denomina únicamente una posibilidad ética? La
diferencia entre ética y política es una diferencia de intensidad,
que seguramente reconoce la mediación de un realismo postulado
siempre por Spinoza como el punto de partida concerniente a la
reflexión de la vida práctica. Sin embargo es posible advertir un
continuo entre una esfera y otra, y así como el Tratado teológico-
político ha podido ser leído como una introducción a la “verdadera
filosofía” que “opera una transformación del espíritu de sus lecto-
res”, que “conduce a su lector a descubrir y a formar en sí mismo
esta vida verdadera, vida de acción adecuada y de conocimiento
verdadero”153 y descubrir así en el texto una “Ética subterránea”,
del mismo modo quizás podamos encontrar en la Ética un tratado
político subterráneo, no ya una introducción a la política sino la
imagen de su realización como comunidad de hombres libres. La
dimensión filosófica del Tratado teológico-político se solidariza con una
dimensión política de la Ética según una reversibilidad que impide
cualquier reificación y cualquier conclusión de lo dado154. La vida

153
  Tosel, A., Spinoza ou le crepuscule de la servitude. Essai sur le Traité thologico-politique,
Aubier, París, 1984, p. 10.
154
  En un trabajo sobre “Etat et moralité selon Spinoza” (en Spinoza nel 350 anniversario
della nascita, Bibliópolis, Nápoles, 1985), luego de analizar el estatuto del Estado respecto
a la realización moral (aquél es necesario para esta en cuanto la promueve –en cuanto
promueve efectos morales– pero no existe ni por ni para tal realización), Alexandre
Matheron concluye con un extraño texto en el que sugiere que la realización moral
(que es la realización intelectual, la sabiduría) implicaría la abolición del Estado:
“Con el conocimiento y la existencia del tercer género, la ilusión de normatividad
desaparecería completamente: estaríamos más allá del bien y del mal. Para acceder
allí no podemos ya contar con el Estado puesto que él no está hecho para tal fin. El

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Odio

política parte de lo que es, de cómo los hombres son, de la communis


vita, pero nos dice a la vez que no sabemos lo que puede un cuerpo,
ni lo que puede un cuerpo político. Si explicitáramos aún más el
texto antes aludido del Tratado teológico-político, podríamos extender
el cometido ético y político del spinozismo a una operación que
“concede más derecho a la razón, al amor y a la generosidad, que
al odio, a la ira y al temor”.

Estado, incluso el mejor, no será nunca otra cosa que la resultante de una relación de
fuerzas entre individuos pasionales; una liberación auténtica, si tuviera lugar en todos,
implicaría su desaparición” (p. 354). ¿Es pensable en Spinoza una política más allá del
Estado? ¿Debemos concebir la comunidad de hombres libres –una vez realizada– como
una existencia en común más allá del Estado, del mismo modo que la amistad, como
comunidad restringida de hombres libres, es una existencia en común más acá del
Estado? ¿Debemos designar aún con la palabra “política” a las relaciones que los hom-
bres son capaces de establecer entre sí al margen, o fuera de esa mixtura de temores,
esperanzas, castigos, premios, amenazas, promesas, que constituyen la materia misma
del Estado? Esos espacios siempre afirmativos en virtud de los cuales los hombres
conciben y practican formas de resistencia o de liberación común desubordinadas del
Estado, tal vez podrían ser invocados o aludidos con el término “impolítico”. Una polí-
tica de lo impolítico presupone por tanto la no convertibilidad de política y Estado, así
como también la anulación de la distinción entre público y privado. Impolítico no es
sinónimo de privado, ni de apolítico, sino la posibilidad de una política más allá/ más
acá del Estado. La singularidad, la forma de vida, la amistad, el deseo de libertad, con-
llevan –sobre todo bajo ciertas circunstancias– una gran intensidad política; intrínseca
politicidad de la ética, podríamos pensar, o bien política de lo impolítico que podría
asimismo, tal vez, ser pensada como un“cinismo” político. En un bello elogio de los
cínicos, dice Epicteto que el cinismo es la política más alta: “Si te parece, pregúntame
también si debe hacer política. Insensato, ¿acaso exiges una política superior a la que él
practica? ¿Prefieres que vaya a Atenas para hacer discursos sobre ingresos e impuestos,
él, que ha de dialogar con todos los hombres, tanto con atenienses como con corintios
o romanos, y no sobre recursos o sobre rentas, ni sobre la paz o la guerra, sino sobre la
felicidad y la desdicha, sobre la bienaventuranza y la desventura, sobre la esclavitud y la
libertad? ¿Y es de un hombre que practica una política tan alta que preguntas si debe
hacer política? Pregúntame también si desempeñará cargos; nuevamente te responderé:
insensato, ¿qué cargo más alto podría tener que el que ya tiene?” (Diatribas, III, 22, 83
y ss.). Una política cínica –en la acepción antigüa del vocablo, claro está– sería así la
potenciación de un conjunto de gestos, deseos, ideas (“felicidad” y “desdicha”, “bien-
aventuranza” y “desventura”, “libertad” y “esclavitud”) no subordinados a una acepción
“administrativa” de la política. En el caso de Spinoza, ese ejercicio de singularidad se
halla mediado –según ha sido diversamente señalado– por una preceptiva de cautela
que, como podrá apreciarse, nada tiene de cínica.

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Ambición

En un importante pasaje de los Discorsi, Maquiavelo ponía a la


ambizione en el corazón de los conflictos humanos; cuando los hom-
bres no combaten por necessità, leemos allí, lo hacen por ambición.
Mientras aquella, en principio, es finita –o bien puede acceder a
una potencia que la neutralice– y, por consiguiente, su satisfacción
redundaría en una interrupción del conflicto que la tiene por causa,
la ambición deriva del carácter ilimitado del deseo, de la inade-
cuación entre desiderio y potenza: siendo el deseo, por naturaleza,
siempre mayor que la potencia de adquisición, jamás se superan la
“mala contentezza” y la “poca sodisfazione”. El deseo de tener más por
parte de algunos y el miedo de perder lo conquistado por parte
de otros, el temor que inspira el deseo y el deseo que provoca el
temor, convergen y se complementan originando las discordias y
las guerras155. Por lo demás, la historia enseña, según Maquiavelo,
que los hombres ambicionan más los bienes que los honores (più
la roba che gli onori). La literatura filosófica del siglo XVII pondrá
también este problema en el centro de la reflexión política.
En Spinoza, el deseo inmoderado de bienes llevará el nombre de
avaritia, en tanto que ambitio será la pasión que designa los meca-
nismos de imposición de reconocimiento, desde una “rivalidad ago-
nística por el prestigio”156 hasta el sometimiento según una relación
amo/esclavo –que había sido pensada en términos de “voluntad de
servir” por Étienne de La Boétie y tendrá estaciones significativas
en Hobbes157 y en la Fenomenología del espíritu de Hegel158.
En la Ética, Spinoza definirá la ambición como una forma del
conatus que tiende a la alabanza, al reconocimiento o el amor y que
concluye en odio recíproco. “Este esfuerzo (conatus) por conseguir
que todos aprueben lo que uno ama u odia es, en realidad, ambi-
ción […], y así vemos que cada cual, por naturaleza, apetece que

155
  Machiavelli, N., “Opere”, en La letteratura italiana. Storia e testi, vol. 29, Riccardo Ricciardi
editore, Milán-Napoli, 1954, pp. 170 y ss.
156
  Matheron, A., Individu et communauté chez Spinoza, Minuit, París, 1988, p. 163.
157
  Cfr. Leviatan, II, 20.
158
  Hegel, W. F. G., Fenomenología del espíritu, Fondo de Cultura Económica, México,
1966, pp. 113-120.

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los demás vivan como él lo haría según su índole propia, y como


todos apetecen lo mismo, se estorban unos a otros, y, queriendo
todos ser amados o alabados por todos, resulta que se odian entre
sí” (E, III, 31, esc.). Pareciera que Spinoza sustituye aquí el temor
recíproco hobbesiano por una voluntad común de ser amados o
alabados que redunda en odio. Como en Hobbes, es también en
este caso aquello que los hombres tienen en común lo que no re-
sulta inmediatamente componible. Sin embargo, este apetito común
de alabanza y amor no puede ser reducido ni al autointerés ni a
una voluntad de imponer obediencia o sometimiento, aunque sean
estas posibilidades suyas. Una radical heteronomía, más que una
amenaza o un temor, es el principio del que procede la sociedad
–no la comunidad, que sigue un mecanismo de formación dife-
rente. El proceso de socialización incluye la rivalidad, el odio y la
persecución; concebida como “una denominación del amor o del
deseo” (E, III, 56, esc.), como un “deseo inmoderado de gloria”
(E, III, def. af. 44), la ambición resultará la pasión fundamental de
dicho proceso. Se tratará de un amor malo sólo en cuanto inmo-
derado, y será inmoderado sólo en cuanto impide pensar. No hay
en Spinoza un carácter sustantivo de las pasiones, que más bien
son modalidades, modos del deseo y que remiten siempre a él para
su definición. Hay en cambio una genética de las pasiones –unas
derivan de otras–, una transitividad de los afectos, una fluctuatio
entre formas emotivas opuestas, en virtud de lo cual la vida prác-
tica puede ser pensada como una estrategia del deseo, un tipo de
intervención sobre su curso natural o inmediato, un programa de
selección de sus formas o “denominaciones”.
Según el texto de E, III, 31 antes transcripto, “cada cual, por
naturaleza, apetece que los demás vivan como él lo haría según su
índole propia”. En relación con esto, resulta necesario distinguir
en Spinoza entre dos aspectos aparentemente similares pero en
realidad muy diferentes: por una parte, una lógica de la concordancia
–que podemos también llamar principio de comunidad– que compo-
ne las potencias singulares en formaciones que las incrementa (tal
sería el principio para una política afirmativa, democrática); por
otro lado, una “lógica de la rivalidad” –a la que podemos llamar
principio de sociedad– según la cual la identidad del objeto deseado
vuelve a los deseos incomponibles entre sí y los impulsa a la des-
trucción mutua. Por un lado un proceso de inclusión, un plano de
inmanencia dinámica regido no por una aspiración de identidad
sino de agregación; por otro lado, un mecanismo constituido por

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dos momentos: imposición y destrucción, identificación y conflicto,


conversión de lo diferente para su posterior aniquilamiento159. La
filosofía práctica spinozista se orienta a cumplir el pasaje desde
la lógica de la rivalidad a la lógica de la concordancia, a activar
un proceso de producción de comunidad. Sólo que –y esto desmarca
el sentido que este término posee aquí de un uso bien diferente
que ha tenido en los siglos XIX y XX, y que le ha conferido una
connotación conservadora– en Spinoza la comunidad no es nunca
a priori, jamás es lo dado, ni expresa una presunta trascendencia
en la que se verían inscriptos los individuos, ni se halla asociada a
una semántica del proprium160. Más bien lo dado y necesario es la
sociedad, en tanto que la comunidad es siempre invención, posibili-
dad, contingencia. Si las formaciones sociales obedecen a pasiones
fuertemente heterónomas, la composición comunitaria presupone
y radicaliza la autonomía de sus términos, la singularidad de sus
miembros, la diferencia de lo que se agrega para producir encuen-
tros expansivos.
Ahora bien, la ambición no es una afección cualquiera, “es un
deseo que […] mantiene y fortalece todos los afectos y, siendo así,
dicho afecto difícilmente puede ser vencido. Pues siempre que el
hombre es poseído por algún deseo, lo es a la vez, necesariamente,
por la ambición” (E, III, def. af. 44, expl.). La ambición es el trasfon-
do del deseo, de cualquier deseo; Spinoza nos dice que acompaña
–mantiene y fortalece– a todos nuestros afectos. Si reconducimos
este pasaje a la definición, se revela que siempre que se da un deseo
o un afecto, se da al mismo tiempo un apetito de gloria. El deseo
de gloria pareciera funcionar aquí como una especie de incons-
ciente de todos y cada uno de nuestros afectos, como una sombra

159
  Este carácter ambiguo del lazo social ha sido puesto de relieve por É. Balibar, quien marca
a la vez la mediación imaginativa presente en las relaciones sociales. “El ‘semejante’ –el otro
individuo con el que podemos identificarnos, hacia el que tenemos sentimientos ‘altruistas’,
aquel que la religión llama ´prójimo´ y la política ‘conciudadano’– no existe como tal en
la naturaleza, en el sentido esta vez de un ser dado. Sino que resulta constituido por un
proceso de identificación imaginaria, que Spinoza llama también ‘imitación afectiva’ (affec-
tuum imitatio) (III, 27), y que opera tanto en el reconocimiento recíproco de los individuos
como en la formación de la ‘multitud’ en tanto agregado inestable de pasiones individuales.
Los hombres, en cuanto tienen ‘la misma naturaleza’, no son ‘semejantes’ sino que llegan
a serlo. Y lo que provoca la identificación es una ‘causa externa’, es decir, la imagen del otro
como objeto afectivo. Pero esta imagen es profundamente ambivalente: a la vez atrayente y
repulsiva, asegura y amenaza” (Balibar, É. Spinoza et la politique, cap. IV, PUF, París, 1985).
160
  Para una crítica de la comunidad como plenitud y propiedad, véase Communitas.
Origine e destino della comunità, de Roberto Esposito, Einaudi, Torino, 1998.

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inherente a ellos, una dimensión de la cual ningún movimiento


del alma se halla exento, un afecto presupuesto por cualquiera de
los otros y que, por consiguiente, “difícilmente puede ser vencido”.
Como veremos enseguida, el apetito de gloria no es necesariamente
inmoderado, pero en ese caso no llevaría el nombre de ambición.
Spinoza no nos dice sólo que en el deseo encontramos siempre algo
que remite al afán de gloria, sino también que siempre hay en él,
cualquiera sea la forma que adopte, una desmesura, una inmode-
ración invariable y omnipresente que se añade a la inmoderación
específica de cada afecto en particular. La ambición “mantiene y
fortalece” el odio, el amor, la ira, la generosidad, la avaricia y así
sucesivamente. Es esto lo que hace que las pasiones en general
tengan una textura política que no puede ser suprimida. Es este
el motivo por el cual el estudio de los afectos nos reconduce a la
política y el estudio de la política debe invariablemente comenzar
por los afectos. “Affectus” es la primera palabra del Tratado político:
“Affectûs, quibus conflictamur, concipiunt Philosophi veluti vitia, in quae
homines suâ culpâ labuntur, vel (qui Sanctiores videre volunt) detestari
solent [Los filósofos conciben los afectos, cuyos conflictos sopor-
tamos, como vicios en los que caen los hombres por su culpa. Por
eso suelen reírse o quejarse de ellos, criticarlos o (quienes quieren
aparecer más santos) detestarlos]” (TP, I, 1). Es a causa de este
animus moralizante que los Philosophi sólo han podido escribir una
Chimera y nunca en verdad una política. Precisamente será este
el punto central de la variante spinozista respecto de la política.
En primer término, un cambio de animus: “…cuando me puse a
estudiar la política no me propuse exponer algo nuevo o inaudi-
to, sino demostrar de forma segura o indubitable o deducir de la
misma condición de la naturaleza humana sólo aquellas cosas que
están perfectamente acordes con la práctica. Y, a fin de investigar
todo lo relativo a esta ciencia con la misma libertad de espíritu con
que solemos tratar los temas matemáticos, me he esmerado en no
ridiculizar, ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino en
entenderlas. Y por eso he contemplado los afectos humanos como
son el amor, el odio, la ira, la envidia, la gloria, la misericordia y
las demás afecciones del alma, no como vicios de la naturaleza
humana, sino como propiedades que le pertenecen como el calor,
el frío, la tempestad, el trueno y otras cosas por el estilo a la natu-
raleza del aire” (TP, I, 4). Este recurso al método matemático para
el estudio de los asuntos humanos –que había sido implementado
por Hobbes y que recoloca la reflexión ética y política sobre ba-

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ses completamente nuevas– no supone sólo una insubordinación


respecto del animus moralizante, sino que significa además una
prescindencia de lo que desde Aristóteles se llama “razón práctica”,
esto es, un tipo de conocimiento pertinente a la variabilidad de los
fenómenos humanos, por consiguiente sólo probable, verosímil, que
parte de premisas aproximadas y que sirve no para la aprehensión
de la verdad sino para orientar las acciones. Un conocimiento, en
suma, no científico sino práctico. Para Spinoza, por el contrario,
la comprensión de los fenómenos humanos no presupone una
razón diferente de la que es necesaria para la comprensión de los
fenómenos atmosféricos o de la geometría.
Si se consideran los textos en los que Spinoza se refiere al deseo
de gloria, se advierte en primer lugar que se trata del deseo de un
bien incierto161 que genera fluctuación del ánimo y tristeza. En el
límite, “tanto la avaricia y la ambición como el apetito sexual son
clases de delirio (Avaritia, Ambitio, Libido, delirii species sunt), aun-
que no se los cuente en el número de las enfermedades” (E, IV,
44, esc.). Si tratáramos de conjugar este pasaje con la definición
de ambitio antes aludida (“…siempre que el hombre es poseído
por algún deseo, lo es a la vez, necesariamente, por la ambición”)
deberíamos concluir que, en cuanto criatura de deseo, el hombre
es por naturaleza un ser delirante, motivado por el delirio de ma-
nera múltiple, pasible de species delirii que lo son en la medida en
que todos ellos son formas más o menos intensas de alienación.
Estamos en el corazón mismo de la vida afectiva. De las tres species
delirii mencionadas por Spinoza, la ambición es la que introduce
el interés político, o bien, la que tiene una dinámica que requiere
imprescindiblemente de la dimensión política. Pues “el conatus por
hacer algo (y también por omitirlo) a causa solamente de complacer
a los hombres se llama ambición, sobre todo cuando nos esforzamos
por agradar al vulgo con tal celo que hacemos u omitimos ciertas
cosas en daño nuestro o ajeno […]” (E, III, 29, esc.)162. La ambi-
ción es la pasión por excelencia que se aloja tanto en la dinámica
más elemental de la vida política como en las formas que adoptan
las religiones históricas, lo que hace de ella una pasión teológico-

  Tratado de la reforma del entendimiento, p. 77; Opera, II, p. 6.


161

162
  Asimismo, escribe Spinoza en el TRE: “Finalmente, el honor es un gran estorbo,
ya que, para alcanzarlo, tenemos que orientar nuestra vida conforme al criterio de los
hombres, evitando lo que suelen evitar y buscando lo que suelen buscar” (Tratado de la
reforma del entendimiento, p. 77; Opera, II, p. 6).

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política; en uno y otro caso, el vulgus juega un rol determinante.


En el prefacio al Tratado teológico-político, Spinoza constata que las
religiones han dejado de inspirar formas de vida para convertirse
en el escenario de los ambiciosos. “…el vulgo ha llegado a poner la
religión en considerar los ministerios eclesiásticos como dignidades
y los oficios como beneficios y a poner en alta estima a los pastores.
Pues tan pronto se introdujo tal abuso en la iglesia, surgió inme-
diatamente en los peores un ansia desmedida por ejercer oficios
religiosos, degenerando el deseo de propagar la religión divina en
sórdida avaricia y ambición. De ahí que el mismo templo degeneró
en teatro, donde no se escucha ya a doctores eclesiásticos, sino a
oradores arrastrados por el deseo no ya de enseñar al pueblo, sino
de atraer su admiración, de reprender públicamente a los disidentes
y de enseñar tan sólo cosas nuevas e insólitas, que son las que más
sorprenden al vulgo”163. La ambición es un tipo de relación con el
vulgo que suscita a la vez una admiración de sí y una persecución
de los disidentes –también “envidias, odios, controversias”, escribe
Spinoza poco más adelante–; en cualquier modo, redunda siem-
pre en daño. Complacencia y persecución: en ambos casos formas
alienadas, la ambitio tiene siempre su regla en otro. Por esto mismo
puede decir Spinoza que “la modestia es una especie de ambición”
(E, III, def. af., 48, expl.) y tan fluctuante como esta; más aún, su
definición coincide con la definición de ambitio dada en E, III,
29, esc., pues “la humanidad o modestia es el deseo de hacer lo que
agrada a los hombres y de omitir lo que les desagrada” (E, III, def.
af., 43). Daría la impresión de que, en cuanto forma conspicua de
alienación, la modestia redunda en fluctuación del ánimo –pues
nada hay más variable que el agrado o desagrado de los hombres–
y por consiguiente nos somete a la fortuna, pero en todo caso la
ejecución de lo que agrada a los hombres y la omisión de lo que les
desagrada debería, en principio, despejar cualquier posibilidad de
conflicto. Sin embargo, Spinoza dice algo diferente: en la medida en
que la modestia no está determinada por la razón164, es una “falsa
163
  Tratado teológico-político, pref., p. 66; Opera, III, p. 8. Ver también idem, cap. VII, p.
192; idem, III, p. 97.
164
 En La scienza intuitiva di Spinoza (Morano, Nápoles, 1987), Paolo Cristofolini pone de
relieve la importancia de la imaginación –que reaparece en la Ética de manera “positiva”
(en cuanto dimensión del hombre) a partir de E, III, 12– como conatus imaginandi, que
resulta fundante de la sociabilidad humana. En este aspecto distingue lo siguiente: “¿Qué
significa hacer aquello que imaginamos que es visto por los hombres con alegría? Dos sig-
nificados, uno restringido y uno amplio, son indicados y sugeridos por el escolio. Significado
restringido: es el obrar por ambición, o sea, por el único propósito de complacer al vulgo, sin

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apariencia de moralidad (falsa Pietatis)” y un deseo por el que los


hombres “suscitan por lo general discordias y sediciones (discordias
& seditiones concitant)” (E, IV, Ap., cap. 25). ¿Cómo se establece el
nexo entre “admiración del vulgo” y “represión de los disidentes”,
entre complacencia y persecución, entre –en este último caso–
modestia y sedición? ¿Cómo se articulan el “deseo de agradar” y la
imposición de formas de pensar y formas de vivir? Este interrogante
enuncia la perplejidad más honda, el más importante misterio de
la vida política.
Ante todo, esa pequeña genealogía de las pasiones que lleva a
cabo el libro III de la Ética –y en particular la desmitificación de las
“pasiones tristes”, la denegación de todas las formas de impotencia
que se conjugan en el ideal ascético– enseña la sospecha de los es-
tados pasivos que prescriben como si fuera virtud la negación de la
potencia, pues en realidad tales estados esconden y promueven las
pasiones contrarias, que redundan en imposición y voluntad de obe-
diencia: “…estos afectos –la humildad (Humilitas) y la subestimación
de sí mismo (Abjectio) son rarísimos, pues la naturaleza humana,
considerada en sí misma, se opone a ellos cuanto puede […], y de
esta suerte, quienes son reputados como más subestimados por sí
mismos y más humildes, son por lo general los más ambiciosos y
envidiosos” (E, III, def. af., 29). El hombre libre ejercerá su cautela
ante los humildes y los modestos, sospechará de cualquier ostenta-
ción de impotencia y evitará a todos aquellos que buscan complacer
al vulgo, porque sabe que son exactamente estas las condiciones que
generan el odio y activan la persecución. El hombre libre deberá
desarrollar un sentido para advertir lo latente y desconfiar de los
“ánimos apesadumbrados (animi aegritudine)”, pues “son quienes
más desean la gloria los que más claman acerca del mal uso de ella
y de la vanidad del mundo. Y esto no es privativo de los ambiciosos,
sino común a todos aquellos a quienes la fortuna es adversa y son
de animo impotente” (E, V, 10, esc.).
El concepto de ambición, según los textos hasta aquí considera-
dos, recorre un extenso registro cuyos extremos son el apetito de
gloria y la imposición de valores; la admiración y el sometimiento;
la búsqueda de prestigio y la voluntad de mandar. Se advierten así
dos líneas diferentes: por una parte, ambición en cuanto conatus
de hacer u omitir algo para complacer a los hombres; por otra,

ninguna medida, hasta excesos reprochables. Significado amplio: es el obrar por humanidad”
(p. 79) –siempre que, diríamos en función de E, IV, ap., 25, esta humanidad o modestia
esté determinada por la razón, puesto que puede no estarlo y ser sólo una “falsa Pietas”.

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ambición como conatus por conseguir que todos aprueben lo que


uno ama y aborrezcan lo que uno odia, que los demás vivan según
órdenes. En el capítulo V de Individu et communauté chez Spinoza,
Alexandre Matheron analiza estas dos acepciones del vocablo
ambitio, así como el pasaje de una a otra, esto es, según Matheron
resultará decisivo para la constitución de lo político el pasaje de la
“ambición de gloria” a la “ambición de dominio”: si bien es verdad,
agrega, que Spinoza no emplea nunca la palabra ambitio como “am-
bición de dominio” en sentido político, al menos una vez (en TP, X,
1) emplea el verbo ambire en ese sentido, para designar la aspiración
a la dictadura. Es en este último caso que la ambición de dominio
tendría por correlato la servidumbre (como sucede en Étienne de
La Boétie y, aunque con signo invertido, en Thomas Hobbes). Es
decir, la ambición de dominio tiene por objeto la voluntad, las ideas
y los valores de los semejantes; anula cualquier diferencia, contra
la cual no sólo desencadena su propia voluntad, sino también una
ortodoxia teológica y la enemistad del vulgo. El mecanismo de la
persecución se conjuga así según estos tres términos: ambición de
dominio por parte de los poderosos/ortodoxia teológica/ira por
parte de los impotentes. En cuanto a la ambición de gloria aún no
convertida en ambición de dominio político, dice Matheron que
ha de ser pensada no tanto como un sistema de cálculos orientados
al interés, sino como un sistema de dones y contradones que se
reproduce continuamente –de manera análoga a lo revelado por
los estudios de Marcel Mauss en el Essai sur le don165 – e instituye las
formas más elementales de la relación humana.
Por lo demás, dice Matheron que “la ambición de gloria puede
ser considerada algo que es a la comunidad humana lo que la ale-
gría es al individuo: variación de la estructura que la aproxima a su
nivel óptimo de actualización”166. Según esta consideración positiva
–en la medida en que no deviene imposición de obediencia–, la
ambitio remite, según lo anteriormente aludido, a la donación más
que al autointerés: se dona movido por amor o por esperanza de
gloria (Spes Gloriae); se dona para activar la contradonación de la
gratitud, el amor o la gloria (E, III, 42). Afectar de alegría a otro
ser (así podría ser considerada, en sentido amplio, la donación)
de modo tal que dicha alegría vaya acompañada en él por la idea
de nosotros mismos como su causa, redunda en nosotros en una

165
  Mauss, M. Sociologie et Anthropologie, PUF, París, 1950.
166
  Matheron, A., op. cit., pp. 165-166.

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consideración de nosotros mismos con alegría, es decir, redunda


en gloria (E, III, 34). Esta dinámica de la donación, sin embargo,
se ve sometida a una regla de prudencia. Si en su forma alienada o
“inmoderada” o “delirante”, la ambición define un tipo de relación
con el vulgo que es aquella según la cual se hace lo que le agrada
y se omite lo que le desagrada (lo cual nada tiene que ver con la
enseñanza spinozista de ad captum vulgi loqui, que es a la vez una
técnica negativa de preservación de sí y una aspiración positiva de
ser comprendido), Spinoza parece circunscribir en otros textos el
juego de los dones, la iniciativa de dar y –sobre todo– la disposición
de recibir, la ecuación generosidad/gloria, al círculo de los hombres
libres: “El hombre libre que vive entre ignorantes procura, en la
medida de lo posible, evitar sus beneficios” (E, IV, 70). Pues lo que
el beneficio del ignorante tiene como origen es una mezquindad,
por lo que a su aceptación es natural que sobrevenga un malen-
tendido, cuando no una discordia y un odio. Si la generosidad y la
gratitud son los afectos que regulan la donación y la contra–dona-
ción, así como la gloria que tiene allí su emergencia, “la gratitud
que se tienen entre sí los hombres que son guiados por un deseo
ciego –dice Spinoza– es, generalmente, compraventa de lisonjas,
más bien que gratitud”, por lo cual “sólo los hombres libres son
entre sí muy agradecidos” (E, IV, 71).
Por consiguiente, incluida en la constelación semántica que
forman las nociones de libertad, amistad, generosidad, gratitud, la
aspiración de gloria “no repugna a la razón sino que puede nacer
de ella”, se conjuga con la lógica de la concordancia que traza el ho-
rizonte más propiamente spinozista de la política. Por el contrario,
el “deseo inmoderado de gloria” que no tiene por referentes a los
hombres libres sino que procura la admiración del vulgo, remite a
una lógica de la rivalidad, discordia, sediciones, odio, y redunda en
“una grandísima pasión por oprimirse unos a otros de cualquier
modo” (E, III, 58).
El concepto de gloria que Spinoza remite a la ambitio, se vincula
asimismo a otro vocablo que la mayoría de las veces dota a la no-
ción de gloria de una acepción positiva. En efecto, hay un tipo de
gloria que no nace de la opinión del vulgo (y, por consiguiente, no
le son concomitantes la volubilidad, la inconstancia y la fortuna)
sino que se origina en una alegría acompañada por la idea de una
causa interior, a la que Spinoza llama acquiescentia (contento de sí
mismo), cuyo estado es “lo más alto que podemos esperar”. Cuando
la alegría que experimentamos nace exclusivamente de las alabanzas

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–y resulta sólo perturbada por el vituperio–, se trata de una gloria


vana (Vana, quae dicitur gloria est…) cuyo contrario es la vergüenza
(pudor). Acquiescentia, en cambio, es el nombre de “una alegría
acompañada por la idea de una causa interior” (E, III, 30, esc.) y
la tristeza que le corresponde como su contrario –la tristeza que
procede de una causa interior– es el arrepentimiento (poenitentia).
Los conceptos de acquiscentia y ambitio redundan en dos tipos di-
ferentes de gloria, no obstante lo cual parecieran tener entre sí una
relación dinámica. Podría decirse de la primera que es un estado
sin fluctuaciones que no tiende a nada más allá de sí mismo, y de la
segunda que es un esfuerzo permanente, no exento de “angustia” y
de “cotidiana preocupación”, puesto que el fin hacia el que tiende,
la conservación de la fama, requiere de una constante adecuación
a la inconstancia de la sola vulgi opinione, pues “si la fama no es
alimentada, pronto se desvanece” (E, III, 58). A su vez, esta per-
manente adecuación a la opinio vulgi considerada como “supremo
bien” deriva de que “cada cual […] tiende a rebajar la fama ajena”
y en buscar el daño del prójimo más que la utilitas para sí mismo.
Forma pura de la heteronomía, paradigma del ser-para-otro, la
vanagloria es una pasión política de primer orden: la opinión del
vulgo es el campo de batalla en el cual los hombres disponen todos
sus esfuerzos para oprimirse mutuamente y alcanzar así una gloria
“que no es nada”.
El “contento de sí mismo” que, en E, III, 55, Spinoza llama tam-
bién “amor propio” (Philautia, vel Acquiescentia) es la consideración
de la propia “potencia de obrar” en la medida en que se la considera
en sí misma, afirmativamente, y no por relación a la debilidad o
la impotencia de nuestros semejantes (en cuyo caso se traduce en
ambición de dominio y vanagloria). De este modo concebido, el
“contento de sí” se vincula a la lógica del don, a la amistad que sólo
puede darse entre hombres libres, y es en este sentido que debemos
entender el texto de E, IV, 52, esc.: “El contento de sí mismo es,
en realidad, lo más alto que podemos esperar. Pues […], nadie se
esfuerza en conservar su ser con vistas a algún fin; y, por otra parte,
como este contento es alentado y fortalecido cada vez más por las
alabanzas […], y, al contrario […], resulta perturbado cada vez más
por el vituperio, es la gloria, entonces, lo que nos guía sobre todo y
somos prácticamente incapaces de sobrellevar una vida de oprobio”.
Las “alabanzas” a las que este pasaje se refiere no son el efecto de
una adecuación a la opinión del vulgo, ni algo que el hombre que
vive bajo la guía de la razón busca por sí misma, sino a la vez resul-

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A mbición..

tado de la propia Acquiescentia y de la honradez (Honestas) en virtud


de la cual los hombres se relacionan entre sí por amistad. “Al deseo
por el cual se siente obligado el hombre que vive según la guía de
la razón a unirse por amistad a los demás, lo llamo honradez, y
llamo honroso (honestus) lo que alaban los hombres que viven bajo
la guía de la razón, y deshonroso (turpe), por el contrario, a lo que
se opone al establecimiento de la amistad” (E, IV, 37). La alabanza
de la Honestas, de la Amicitia, tiene por correlato una potentia agendi
que no se ejercita como dominación de los otros ni se alimenta de
su debilidad.
En la Parte V de la Ética, finalmente, Spinoza hace explícita la
ecuación potencia: libertad, es decir, Potentia Intellectus, seu de Li-
bertate Humana. Si, según lo dicho anteriormente –y considerando
algunos textos de la Parte IV–, Acquiescentia se compone con los sus-
tantivos Honestas y Amicitia, y sólo en el interior de esta composición
cobra sentido el verbo laudo de E, IV, 52, esc. por ejemplo (puesto
que no denota, en este contexto, la alabanza variable del vulgo), en
la última Parte de la Ética la correlación entre Gloria y Acquiescentia
tendrá una formulación diferente. Es decir, según el texto de E, V,
36, esc., el concepto de gloria se toma prestado de los libros sagra-
dos para conferirle de inmediato –procedimiento eminentemente
spinozista– una acepción no teológica; una acepción, incluso, po-
lítica, si interpretamos en este sentido la significativa equivalencia
que en dicho pasaje realiza Spinoza entre Amor intellectualis erga
Deum y Amor Dei erga homines; pues si el amor intelectual de Dios
es el amor de Dios hacia los hombres, resulta posible conjeturar
que el concepto cardinal de la Parte V encierra una dimensión
política, o bien que la política revela aquí su dimensión amorosa:
política como amor intelectual. “En virtud de esto comprendemos
claramente en qué consiste nuestra salvación o felicidad, o sea,
nuestra libertad; a saber: en un constante y eterno amor a Dios, o
sea, en el amor de Dios hacia los hombres. Este amor o felicidad
es llamado gloria en los libros sagrados, y no sin motivo, pues este
amor, ya se refiera a Dios o al alma, puede ser llamado correcta-
mente contento del alma (animi acquiescentia), que no se distingue
en realidad de la gloria […]. Pues cuando se refiere a Dios, es una
alegría […] acompañada por la idea de sí mismo, y lo mismo ocurre
en cuanto referido al alma […]” (E, V, 36, esc.). Como puede verse,
se trata de una larga cadena de equivalencias entre conceptos, que
destituye tácitamente toda la semántica de la ambitio. Aquí, por el
contrario, nos dice Spinoza: salvación (salus) o felicidad (beatitudo)

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Diego Tatián

o libertad (libertas) o amor hacia Dios (amor erga Deum) o amor de


Dios hacia los hombres (amor Dei erga homines) o gloria (gloria) o
contento del ánimo (animi acquiescentia) o alegría acompañada por
la idea de sí mismo (laetitia, concomitante ideâ sui). El horizonte de
la política spinozista como posibilidad de los hombres se halla así
definido por una composición de libertas y amicitia, según un reco-
rrido realista que toma a las pasiones –y entre ellas a la ambición
de dominio– como la materia más elemental y universal a partir
de la que debemos pensar la existencia común de los hombres, en
plural, su communis vita, así como también la posibilidad de una
vida-con-otros generada por un deseo productivo de comunidad.

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Miedo, esperanza, amor

Inscripto en el realismo abierto por Maquiavelo, el pensamiento


de Spinoza invita a concebir la filosofía política como una reflexión
sobre la vida común de los hombres, que toma en consideración
las pasiones en tanto unidades elementales de su constitución167.
Por consiguiente, una forma de gobierno dada podrá ser decodi-
ficada en virtud de las pasiones que la animan, que le confieren
su materia. Así, la pregunta que conduce al “gran secreto” de la
monarquía –y, podríamos añadir, de la obediencia en general–,
esto es, ¿porqué los hombres “luchan por su esclavitud como si se
tratara de su salvación”?, remitirá a una específica configuración
de las pasiones, en tanto que una democracia será el emergente de

167
  Para la relación pasiones/política, esto es para la comprensión de la toma de postura
spinozista respecto del lugar de las pasiones en la construcción de lo político, resulta central
el texto inicial del Tratado político: “Los filósofos consideran a las pasiones que nos turban
como vicios en los que los hombres caen víctimas por su propia culpa; y por esto tienen la
costumbre de ridiculizarlas, deplorarlas, criticarlas o (cuando quieren ser considerados
más devotos) maldecirlas. Creen estar haciendo una obra divina cuando alaban de muchos
modos una naturaleza humana que no existe en ninguna parte y fustigan con las palabras
la que existe realmente. En efecto, consideran a los hombres no como son sino como
quisieran que fuesen: es por esto que las más de las veces, en vez de una ética han escrito
una sátira y no han concebido jamás una política que pudiera ser puesta en práctica, sino
teorías quiméricas, o que hubieran podido encontrar su realización en el país de Utopía
o en la edad de oro de los poetas, o bien allí donde no había ninguna necesidad de ella…;
para gobernar un Estado, nadie es considerado menos apto que los teóricos, vale decir los
filósofos” (TP, I, 1). El pasaje transcripto pone en evidencia una crítica tanto de la tradición
tomista como del utopismo de Moro (A. Matheron, “Spinoza et la décomposition de la po-
litique thomiste: machiavellisme et utopie”, en AA. VV. Lo spinozismo ieri e oggi, edición de
M. M. Olivetti, en Archivio di Filosofia, 1958, pp. 29-59); asimismo, ha sido puesto en relación
con el libertinismo erudito, el neo-estoicismo y los moralistas (G. Saccaro Battisti, “Spinoza,
l’utopia e le masse: un analisi dei concetti di ‘plebs’, ‘multitudo’, ‘populus’ e ‘vulgus’”, en
Rivista di storia della filosofia, n.º 1, 1984). De cualquier manera Maquiavelo pareciera ser su
inspiración más clara, en particular podría evocarse aquí un pasaje del capítulo XV del
Príncipe: “Puesto que mi intención es escribir cosas que sean útiles a quienes las comprendan,
me parece más conveniente ir directamente a la verdad concreta de las cosas y no a cómo
es imaginada; porque muchos han imaginado Repúblicas y Principados que nunca han
sido vistos ni conocidos en la realidad. Tanta es la distancia entre cómo se vive y cómo se
debería vivir, que quien prefiere lo que debería hacerse en lugar de lo que se hace, obtiene
más bien su ruina que su preservación…” (Machiavelli, Opere, edición de Mario Bonfantini,
Riccardo Ricciardi editore, Milán, Nápoles, 1954, pp. 50-51).

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un juego pasional completamente diverso. Las pasiones constituyen


formas de concebir el mundo, modos de estar en él, maneras de
relación con los otros; es en ellas donde deberá buscarse la clave
de la superstición, el origen de la tristeza ética, los motivos de la
obediencia política, sea en sus formas legítimas –que se subordinan
siempre a una aspiración de autonomía168 – como en sus formas
serviles. En cualquier caso el problema político mayor es el mismo
que el relativo a la superstición, pues ambos registros proceden de
una única trama de pasiones dadas, a saber: ¿cómo transformar la
obediencia en amor (intelectual)? “Porque el amor a Dios –escribe
Spinoza– no es obediencia, sino una virtud que posee necesaria-
mente el hombre que conoce bien a Dios; en cambio la obediencia
se refiere a la voluntad del que manda y no a la necesidad, y a la
verdad del objeto […] ya hemos probado que los derechos divinos
sólo se nos presentan como derechos o decretos mientras ignora-
mos su causa; conocida esta, dejan ipso facto de ser derechos y los
aceptamos no como derechos sino como verdades eternas; es decir,

168
  Tanto en un sentido religioso como en un sentido político, el problema de la obedien-
cia presenta en el Tratado teológico-político matices diferentes, ambiguos y muchas veces
contradictorios. No obstante, es posible identificar una secuencia de pasajes particu-
larmente significativos, según la cual el concepto de obediencia queda destituido de su
antigua centralidad religiosa, como así también de su preeminencia en la determinación
del hecho político: “…como la obediencia consiste en que alguien cumpla las órdenes
(dadas) por la sóla autoridad de quien manda, se sigue que la obediencia no tiene cabida
en una sociedad cuyo poder está en manos de todos y cuyas leyes son sancionadas por el
consenso general; y que en semejante sociedad, ya aumenten las leyes, ya disminuyan, el
pueblo sigue siendo igualmente libre, porque no actúa por autoridad de otro sino por
su proprio consentimiento” (TTP, cap. V, pp. 158-159). Spinoza parece contraponer de
manera problemática una idea de autonomía a la noción de obediencia, anticipando con
ello uno de los motivos centrales –e igualmente problemático– de la filosofía práctica
kantiana y de la Ilustración en general. Esto no sólo en la dimensión política, sino también
en la religiosa; si bien en todo el TTP se insiste en que la Escritura no tiene que ver con la
verdad sino únicamente con la obediencia, hallamos también textos que parecieran tener
otra dirección: “La finalidad de las ceremonias ha sido, pues, esta : que los hombres no
hicieran nada por decisión propia sino todo por mandato ajeno y que con sus acciones y
consideraciones dejaran constancia de que no eran autónomos sino totalmente depen-
dientes de otro” (TTP, cap. V, p. 160). Asimismo, en un pasaje que encontramos poco más
adelante, la idea de autonomía (“cada uno”) como opuesta al concepto de autoridad es
puesta de relieve en lo que concierne a la interpretación de la Escritura: “Lejos, pues, que
pueda deducirse de la autoridad del pontífice de los hebreos para interpretar las leyes
de su patria la autoridad del Romano Pontífice para interpretar la religión, se deduce
más bien de ahí que esta autoridad reside, en su máximo grado, en cada uno… Porque
como la autoridad máxima para interpretar la Escritura está en poder de cada uno, la
norma de la interpretación no debe ser nada más que la luz natural, común a todos, y no
una luz superior a la naturaleza, ni ninguna autoridad externa” (TTP, cap. VII, p. 218).

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Miedo, esperanza, amor

la obediencia se transforma inmediatamente en amor [el subrayado es


nuestro] […] En virtud de la razón podemos, pues, amar a Dios
pero no obedecerle” (TTP, cap. XVI, adnotatio XXXIV, p. 346).
Esta idea reaparecerá en el Tratado político, donde Spinoza opone
en un primer momento la obediencia (definida como “la voluntad
constante de ejecutar lo que es bueno según derecho y que, por
unánime decisión, debe ser puesto en práctica”) al pecado, que sólo
puede concebirse en el marco de un derecho común ya instituido y
que consistiría así en lo que está prohibido en virtud de ese derecho
(TP, II, 19). Pero inmediatamente desplazará la perspectiva para
afirmar que el concepto de obediencia carece de sentido para quien
lleva una vida conforme a la razón, o, más exactamente, que “sólo
de manera muy impropia” sería posible calificar de “obediencia
(obsequium)” a la vida racional (TP, II, 20). En cuanto tal, el sujeto
ético-político que se guía por los dictámenes de la razón no es un
sujeto de obediencia; sólo lo es en cuanto sujeto social confrontado
con las leyes particulares de una sociedad dada. La aspiración polí-
tica de una república libre –motivo que, como se sabe, es el centro
del TTP– no presupone una obediencia pasiva de los súbditos sino
una potencia creciente de razonar y de juzgar por parte de hom-
bres que serían de este modo cada vez más autónomos, es decir,
ciudadanos que conforman sus ideas y sus actos consigo mismos y
no a poderes exteriores169.
La fórmula Amor Dei intellectualis reúne lo que la tradición ha-
bía siempre pensado como contradictorio y como inconciliable;
encierra, en su simplicidad, una singularidad teórica y concep-
tual: se trataría de una pasión (amor) racional (intelectual), o
más precisamente una expresión que pone de manifiesto un
vínculo entre la razón y las pasiones que no es necesariamente

169
  ¿Pertenece la autonomía, la potencia de pensar y de juzgar, al ámbito de la ética o bien
a la esfera política? Tal vez este problema podría pensarse como sigue: en el interior de
una república libre, la diferencia entre ética y política tiende a desaparecer –o bien, la
ética se extiende a lo largo de la vida política toda como su forma dominante–, en tanto
que en el caso de una situación de servidumbre política, una tiranía por ejemplo, la
ética, el conjunto de capacidades y potencias que no son bajo esa condición las propias
de la civitas en general, sino características de hombres que viven en ella sustraídos sin
embargo a las pasiones y servilismos que la tiranía produce en torno de sí, cobrarán
un significado político como resistencia objetiva a la adversidad y a la dominación del
Uno. Esto es: la ética es resistencia en un Estado violento, y es afirmación en el interior de
una existencia colectiva democrática. (Para una perspectiva diferente, Cfr. el trabajo
de Mario Corsi, Politica e saggezza in Spinoza, Guida, Nápoles, 1978, en el que se afirma
la apoliticidad del sabio y la sabiduría en cuanto tales).

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de exclusión, sino que puede ser de cooperación. La “transfor-


mación de la obediencia en amor” se especifica asimismo en
una distinción más elemental y más radical al mismo tiempo,
distinción de pasiones que tal vez pudiera constituir, en virtud
de lo anterior, el punto de partida para una comprensión del
hecho político. “…cuando un súbdito hace algo que responde a
los mandatos de la suprema potestad, actúa en virtud del dere-
cho estatal y no por el suyo propio, ya lo haga impulsado por el
amor o forzado por el miedo, ya (que es lo más frecuente) por la
esperanza y el miedo a la vez […]” (TTP, cap. XVII, pp. 351-352).
El problema de las motivaciones de la obediencia reenvía, según
el texto anterior, a tres pasiones principales –que estrictamente
consideradas en realidad son sólo dos (E, III, def. af. 12, 13 y 15).
El amor, el miedo (metus), la esperanza (spes). O más bien: el amor
y el miedo-esperanza170. ¿Se trata de pasiones contrapuestas, en
la medida en que de la primacía de una u otra dependen las
diversas configuraciones de lo político? ¿Tienen las pasiones un
destino político? ¿Son las formaciones sociales reversibles con la
calidad de los complejos pasionales que tienen por base? ¿Qué
relación guardan la libertad política y la servidumbre política
con las pasiones que Spinoza, en la Ética, discrimina en tristes y
alegres? “…quien obra bien porque conoce exactamente el bien
y lo ama, obra libremente y con ánimo constante; quien obra,
en cambio, por temor del mal actúa forzado por el mal y obra
servilmente y vive bajo las órdenes de otro” (TTP, cap. IV, p. 147).
La articulación entre “conocimiento-amor”, “bien”, “libertad” y
“constancia de ánimo” pareciera contraponerse puntualmente a
la serie “temor [-esperanza]”, “mal”, “servidumbre”, y, se podrá

170
  La consideración de esperanza y miedo como pasiones que se remiten una a otra
y se implican mutuamente –según su estatuto en Spinoza–, tiene origen en la cultura
romana (Salustio, Tito Livio, Tácito). En el pensamiento griego esta implicancia no
era tal, aunque ya Aristóteles sugiere la oposición, pues si bien la pasión contraria del
temor (phóbos) es la confianza (thárros) esta es definida como “una esperanza (elpís)
acompañada de fantasía sobre que las cosas que pueden salvarnos están próximas…”
(Retórica, 1383a 18). En Séneca será ya nítida la mención conjunta de ambas: “…en
nuestro Hecatón he encontrado que el fin de los deseos sirve también de remedio
contra el temor. ‘Dejarás de temer –dice– si dejas de esperar’. Dirás: ‘¿cómo pueden ir
juntas cosas tan diversas?’ Pues así es, mi querido Lucilio; aunque parecen tan opuestas
van juntas. Así como una misma cadena ata al preso y a su guardián, así estas cosas tan
distintas caminan juntamente: el miedo sigue a la esperanza” (Ep. V). (Sobre estos dos
modelos historiográficos de concebir esperanza y miedo, Cfr. Remo Bodei, Geometría de
las pasiones, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, pp. 75 y ss.).

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Miedo, esperanza, amor

añadir –en tanto efecto necesario de la oscilación entre miedo


y esperanza–, también la “ fluctuatio animi”171.
Las pasiones son la materia misma de la civitas, que de ellas pro-
cede. No es un impulso racional, sino una “pasión común” lo que,
según los términos del Tratado político, transforma la vita solitaria de
los hombres en una multitudo. Las pasiones comunes que operan la
formación del estado civil (que no es aún el “estado de razón”, pero
lo prepara) son precisamente el miedo y la esperanza. El contrato
social es instituido a partir del miedo imperante en el estado de
naturaleza, y en orden a la seguridad –pasión derivada de la espe-
ranza, en cuantopierde su incertidumbre– provista por el estado
civil. A su vez este se conserva, en principio, de manera negativa,
merced al miedo a los castigos y a la esperanza de recompensas
que delimitan un plano de relaciones meramente extrínsecas,
esto es reguladas por la exterioridad de la ley172. La política es el
procedimiento en virtud del cual este nivel preparatorio, el estado
civil, da origen a otro en el que las relaciones entre los hombres
devienen intrínsecas, se determinan por las nociones comunes, por
mecanismos positivos de composición; es decir que no serán ya el
miedo y la esperanza las motivaciones principales que definen el
todo social, sino la concordancia, la utilitas –nunca desvinculada de
la generosidad–, el amor intelectual y la amistad. En realidad, este
estado de razón no alcanza sino concreciones limitadas, parciales,
por lo que las pasiones conformadoras del contrato civil –negativas
y tristes–, el miedo, la esperanza, la humildad, el arrepentimiento,
como así también la religión y ciertas formas de la imaginación,
perseveran y conservan su necesidad en relación a lo que Spinoza
denomina vulgus. No encontraremos aquí la confianza ilustrada

171
  La mutua remisión de fortuna, spes, metus y fluctuatio animi, en tanto condición de
la superstitio, es el gran motivo del Tratado teológico-político: “[…] y como su ansia [de
los hombres] desmedida por los bienes inciertos de la fortuna les hace fluctuar entre
la esperanza y el miedo, la mayor parte de ellos se muestra sumamente propensa a
creer cualquier cosa” (TTP, Prefacio, p. 61; también E, III, 50, esc.). Es posible, por lo
demás, advertir este motivo desde los primeros escritos de Spinoza. Ya el Tratado breve
hace derivar el miedo y la esperanza de una “mala opinión” – correspondiente, en este
texto, a la más rudimentaria forma de conocimiento, que en la Ética tendrá el nombre
de “imaginación”– y los contrapone al amor. “Ahora bien, de acuerdo a lo que hemos
dicho acerca del amor, estas pasiones [esperanza, temor, seguridad, desesperación] no
pueden tener lugar en un hombre perfecto, puesto que presuponen cosas a las que no
debemos adherirnos a consecuencia de su naturaleza variable” (TB, II, IX, 6).
172
  Véase la voz societé en el índice de los principales conceptos de la Ética realizado por
Gilles Deleuze en Spinoza. Philosophie pratique, Minuit, París, 1981.

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en una conversión global de la sociedad –o de la humanidad– de


la esclavitud a la libertad, de la ignorancia a la sabiduría, de la
obediencia a la autonomía. Como Maquiavelo –“…e nel mondo non
è se non vulgo […]”–, Spinoza estima irreversible la incapacidad del
vulgo –en cuanto tal (no del populus o, más tarde, de la multitudo)–
para pensar por sí mismo, no por una presunta maldad humana
sino debido a su simplicidad. “Puesto que los hombres raramente
viven según el dictámen de la razón, estos dos afectos –la humildad
y el arrepentimiento–, y, además de ellos, la esperanza y el miedo,
resultan ser más útiles que dañosos; por tanto, supuesto que es inevi-
table que los hombres pequen, más vale que pequen en esta materia.
Pues si los hombres de ánimo impotente fuesen todos igualmente
soberbios, no se avergonzaran de nada ni tuvieran miedo de cosa
alguna, ¿por medio de qué vínculos podrían permanecer unidos,
y cómo podría contenérseles? El vulgo es terrible cuando no tiene
miedo…” (E, IV, 54, esc.)173.
Esta perspectiva –que alude al estadio más elemental de la políti-
ca– pareciera transformarse en el Tratado político, donde el concepto
de multitudo –que no aparece en la Ética– adquiere una relevancia
decisiva. La potentia multitudinis no sólo entra en contradicción con
la caracterización del vulgus en la Ética, sino que también desplaza
la centralidad que tenía la idea de contrato en el Tratado teológico-
político. El poder político no procede de la mediación contractual,
sino que es el emergente inmediato de la potencia de la multitud174,

173
  Más allá de la política, también en la moral y en la religión el miedo y la esperanza son
los dispositivos pasionales que se hallan en la base de la conducta del vulgo. “Otra parece
ser la opinión del vulgo… Creen que la moralidad y la religión, y, en general, todo lo
relacionado con la fortaleza del ánimo, son cargas de cuyo peso esperan liberarse después
de la muerte, para recibir el premio de la esclavitud, esto es, el premio de la moralidad y
de la religión; y no sólo esta esperanza, sino también –y principalmente– el miedo a ser
castigados con crueles suplicios después de la muerte, es lo que los induce a vivir conforme
a las prescripciones de la ley divina… y si no hubiese en los hombres esa esperanza y ese
miedo y creyeran, por el contrario, que las almas mueren con el cuerpo… querrían regir
todo según su apetito y obedecer a la fortuna más bien que a sí mismos” (E, V, 41, esc.).
174
  Véase el ensayo de Madelaine Francès, “La liberté politique selon Spinoza”, en Revue
philosophique de la France et de l’etranger, n° 148, 1958, pp. 317-337. Asimismo, en un trabajo
sobre los conceptos de plebs, vulgus, multitudo y populus y sus diferentes tratamientos en
el Tratado teológico-político y en el Tratado político, É. Balibar interpreta, a partir de estas
nociones, lo político spinozista como un ámbito abierto, problemático y contradictorio.
Si bien en el TP la potencia de la multitud es en realidad la misma que la potencia de los
gobernantes, en el TTP el concepto de multitudo, como así también el de plebs y el de vulgus
“se hallan –escribe Balibar– reservados al aspecto destructivo, antagonista y ‘violento’
de la vida social, por oposición al aspecto constructivo del derecho natural que designa

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Miedo, esperanza, amor

es decir –para usar la expresión de Antonio Negri–, tendría un


carácter “salvaje”. El TP no sólo incorpora el concepto de multitud
sino que, asimismo, cancela el recurso al miedo como única mane-
ra de contención del vulgo según el texto de la Ética (“El vulgo es
terrible cuando no tiene miedo […]”). “Quizás –escribe Spinoza
en el TP– las cosas que hemos de escribir harán reír a quienes sos-
tengan que los vicios, en realidad propios de todos los mortales,
conciernen únicamente a la plebe; y que el vulgo no tiene sentido
de la moderación, que es temible a menos que se le inculque el miedo [el
subrayado es nuestro], que sirve con vileza o bien se enseñorea con
arrogancia, que no conoce la verdad, ni tiene juicio, etc. En cambio,
la naturaleza es una y común a todos […] La soberbia es propia de
quien manda […]” (TP, VII, 31). La distinción entre el sabio y el
ignorante, entre el hombre libre y el esclavo, no es directamente
intercambiable, por consiguiente, con la distinción entre plebe y
nobleza, ni con la distinción entre “quien manda” y quien no175.
Ahora bien, el objeto último de la política no es el orden sino la
libertad, lo que significa en Spinoza un pasaje constante del todo social
a formas incrementadas de su potencia común, en virtud de una deter-
minada selección, disposición y orientación de pasiones. Un régimen
de servidumbre es tal, en la medida en que impone un tipo de obe-
diencia contradictoria con la expansión de la vis existendi tanto singular
como colectiva. La esperanza y el miedo no son malas pasiones, como
para la tradición estoica, por el hecho de privilegiar el futuro respecto

el populus, el conjunto de los cives… Pero en tanto vulgus (que tiene esencialmente una
connotación ‘epistemológica’: es la turba ignorante… caracterizada por sus prejuicios) y
plebs (que tiene una connotación ‘socio-política’: es la masa del pueblo por oposición a los
gobernantes, son los inferiores de hecho o de derecho) están presentes de una punta a la
otra del TTP, multitudo sólo interviene en tres puntos estratégicos [Prefacio, cap. XVII,
cap. XVIII]…” (“Spinoza: la crainte des masses”, en Spinoza nel 350 anniversario della nascita,
edición de Emilia Giancotti, Bibliopolis, Nápoles, 1985, pp. 297-298).
175
  En consonancia con la descripción de la servidumbre a la que se ven sometidos los
aduladores del tirano realizada por Étienne de La Boétie en Le discours de la servitude
volontaire, y con la denuncia, en similares términos, del servilismo en las cortes que
lleva a cabo François La Mothe Le Vayer en De la servitude et de la liberté, para Spinoza la
ignorancia y la servidumbre son transversales a la jerarquía social. “El pesimismo [de
Spinoza] concierne… a la preponderancia de la pasionalidad humana; y sería aún poco si,
hablando de hombres pasionales, o bien ignorantes, Spinoza se refiriese a la masa de los
iletrados. Pero las cosas no son así: cuando en la Ética habla de los ignorantes, más que en
ningún otro piensa en los poderosos, y cuando en el Tratado teológico-político nombra con
acento de desprecio al ‘vulgo’, no se refiere a la ‘multitud’, por la que, al contrario, tiene
un gran respeto, sino a los teólogos y a los predicadores fanáticos y al pueblo en cuanto
sugestionado por ellos” (Paolo Cristofolini, Spinoza per tutti, Feltrinelli, Milán, 1993, p. 78).

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Diego Tatián

del presente, abjurando del goce de lo dado en favor de expectativas


vanas e inciertas. Esperanza y miedo, más bien, son concebidos por
Spinoza como dispositivos de dominio que inducen a la pasividad, que
obstruyen o bloquean el incremento de nuestra potencia de existir,
cuya realización es el presupuesto, o más precisamente la forma misma
de la vida buena. El sabio spinozista no obedece, actúa conforme a la
razón; no teme ni espera, conoce y ama176. Por lo que el tirano jamás
podrá ejercer sobre él un poder real, sino a lo sumo una dominación
extrínseca que no se extenderá más allá de su cuerpo. Pero puesto que
sólo raramente los hombres se conducen y viven conforme a la razón,
la potestas y la auctoritas mantienen su necesidad. De manera que el
problema político se compone de dos aspectos transversales entre sí:
por una parte –el aspecto que atiende a lo dado–, cómo lograr que la
implementación de la obediencia no sea a la vez una implementación
de servidumbre, cómo concebir y realizar una obediencia sin servi-
dumbre177. Por otra parte, un segundo aspecto –que tiene al primero
por condición– es el que se plantea el tránsito desde un estado civil,
meramente negativo, contractual y legal, al estado de razón. Según
el primer nivel, la política sustituye la vita solitaria178 por la civitas; en
virtud del segundo nivel la política se concibe como construcción de la
libertad. Ahora bien, estos dos aspectos poseen diferentes extensiones
y se realizan de manera diferente.

176
  “…el verdadero conocimiento y el amor de Dios no pueden someterse al poder de
nadie…” (TP, III, 10).
177
  Respecto del problema de la obediencia en el Tratado teológico-político, además de
su clásico estudio sobre Spinoza ou le crepuscule de la servitude (Aubier, París, 1984), ver
el texto de A. Tosel en la discusión con H. Laux publicada en el vol. 11 de la Studia
Spinozana (Königshausen & Neumann, 1995) dedicado a Spinoza´s Philosophy of Religion.
Contra la tesis de Laux, que concibe al TTP exclusivamente como una reforma y una
rectificación del imaginario religioso que no puede ser superado en ningún caso –tesis
que, claramente, tiene como fondo polémico la comprensión straussiana del TTP como
introducción esotérica a la verdadera filosofía–, Tosel preserva el estatuto “político” de la
filosofía con respecto a la obediencia. “Toda doctrina de obediencia es, en este sentido,
teología…; la filosofía, cuya tarea es ante todo conocer… suspende la obediencia cuando
produce el saber de sus causas y de su necesidad práctica para los hombres pasionales, y
en esa suspensión distingue entre la buena y la mala obediencia”; “La única obediencia
que la filosofía legitima como buena es la que puede soportar el saber de su génesis,
aceptar la coexistencia con la vida filosófica y reformularse con conocimiento de causa”;
“…comprender las razones de una obediencia productiva para nosotros, produciendo
las razones de la buena desobediencia a la mala ley teológico-política”, etc. (Tosel, A.,
“Que faire avec le Traité theologico-politique?”, ibid., pp. 186-187).
178
  Sobre la vita solitaria y el miedo como formas del “carácter melancólico”, ver Remo
Bodei, Geometría de las pasiones, op. cit., pp. 115-122.

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Miedo, esperanza, amor

“Tiene a otro bajo su potestad –escribe Spinoza–, quien lo


tiene preso o quien le quitó las armas y los medios de defen-
derse o de escaparse, o quien le infundió miedo, o lo vinculó
a él mediante favores, de tal suerte que prefiere complacerle a
él más que a sí mismo, y vivir según su criterio más que según
el suyo proprio. Quien tiene a otro bajo su poder de la primera
o de la segunda forma, sólo posee su cuerpo pero no su alma;
en cambio, quien lo tiene de la tercera o de la cuarta forma, ha
hecho suyos tanto su alma como su cuerpo, aunque sólo mientras
persista el miedo o la esperanza; pues tan pronto desaparezca
esta o aquel, el otro sigue siendo jurídicamente autónomo” (TP,
II, 10). Esperanza y miedo son las pasiones que someten a otro
absolutamente, en cuerpo y alma; en un sentido estrictamente
político, es una promesa de seguridad lo que les da origen y efi-
cacia como instrumentos de obediencia179. De cualquier modo,
la fractura del ámbito político que se mencionaba anteriormente
responde a la necesidad de considerar el diferente estatuto que
determina por una parte a una mayoría signada por la “igno-

179
  Más aún que en el caso del miedo y de la esperanza, el tratamiento spinozista de la
securitas es diverso conforme las obras, es decir, según se trate del registro político o bien
tenga que ver con la libertad del sabio. El TTP acentúa la seguridad de manera positiva
como la principal legitimación del estado civil. “Todo cuanto deseamos honestamente, se
reduce a estos tres objetos principales, a saber, entender las cosas por sus primeras causas,
dominar las pasiones o adquirir el hábito de la virtud y, finalmente, vivir en seguridad…”
(TTP, cap. III, pp. 119-120); “…el fin de la sociedad en general y del Estado… es vivir segura
y cómodamente” (ibid., p. 122); “De los fundamentos del Estado, anteriormente explicados,
se sigue que su fin último no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y some-
terlos a otro, sino, por el contrario, liberarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto
sea posible, con seguridad…” (ibid., p. 410), etc. El TP expresa con igual contundencia
–incluso sin remitirla a la libertas, como ocurre en el TTP– la absoluta centralidad de la
securitas en la medida en que, según este texto, constituye la aspiración fundamental de la
vida humana en común y es, por consiguiente, el fin último del Estado. No obstante, en la
Ética –e incluso en el Tratado breve– la perspectiva pareciera ser otra: “Por lo que respecta
a la esperanza, el temor, la seguridad, la desesperación y los celos, nacen de una mala
opinión… y, aunque la seguridad y la desesperación parecen tener lugar dentro del orden
y de la secuencia inviolable de causas…, sin embargo, vistas las cosas con objetividad, está
muy lejos de ser así. En efecto, la seguridad y la desesperación no se dan jamás, si no se han
dado antes la esperanza y el temor, ya que de ellos reciben su ser” (TB, II, IX, 6). En tanto
en la Ética, leemos: “Los afectos de la esperanza y el miedo no pueden ser buenos de por sí”
(…) “A ello se añade que estos afectos revelan una falta de conocimiento y una impotencia
del alma; por esta causa, también la seguridad, la desesperación, la satisfacción (gaudium)
y la insatisfacción (conscientiae morsus) son señales de un ánimo impotente, pues aunque
la seguridad y la satisfacción sean afectos de alegría, implican que los ha precedido una
tristeza, a saber, la esperanza o el miedo” (E, IV, 47, dem. y esc.).

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rancia”, y por otra a una minoría que vive “conforme a la razón”.


En virtud de lo primero, es menester la conformación de un
estado civil que, si bien no podrá prescindir de la obediencia, el
miedo, la esperanza y la seguridad, no implicará servidumbre,
activación de prejuicios ni “persecución”; merced a lo segundo,
la política como construcción de la libertad será la aspiración de
una concordancia no producida a partir del miedo, ni del pacto,
ni de promesa alguna, sino únicamente de la potencia que se
compone con la potencia180. Todo este complejo será dinámico en
caso de que la servidumbre sea reducida, y con ella las pasiones
que convergen en la persecución: el odio, la envidia, la ira, etc.
En esta situación, el hombre libre hará ejercicio de su solidari-
dad, de su generosidad, extenderá su deseo de comunidad de
manera irrestricta, según una lógica de la incorporación, de la
inclusión, de la composición. Por el contrario, en caso de que la
sociedad estuviera constituida por una hegemonía de las malas
pasiones, el hombre libre deberá anteponer su cautela –no sólo
frente al tirano sino también frente a quienes se hallan sometidos
a él– y restringir su deseo de comunidad a formas parciales de
realización de la libertad.
La tarea de los profetas se contrapone a la de los supersticiosos,
en la medida en que mientras aquellos apelan a pasiones como la
humildad y el arrepentimiento en función de una “utilidad común”,
estos procuran reducir a los hombres a la tristeza y a la pasividad;
más que activar su potencia, buscan “contenerlos mediante el mie-
do”; no la meditatio vitae y la práctica de la virtud, sino el timor mortis y
la represión de los vicios es lo que los supersticiosos infunden “para
hacer a los demás tan miserables como ellos mismos”181.
No encontraremos, antes de Spinoza, muchos antecedentes de
pensadores que hayan concebido a la filosofía como una “meditación
180
  “Suele también engendrarse la concordia generalmente a partir del miedo, pero en
ese caso no es sincera. Añádase que el miedo surge de la impotencia del ánimo, y, por
ello, no es proprio de la razón en su ejercicio, como tampoco lo es la conmiseración,
aunque parezca ofrecer una apariencia de moralidad” (E, IV, cap. 16).
181
  “…no es de extrañar, por ello, que los profetas, observando la utilidad común y no la
de unos pocos, hayan recomendado tanto la humildad, el arrepentimiento y el respeto.
Pues en realidad, quienes están sujetos a esos afectos pueden ser conducidos con mucha
mayor facilidad que los otros para que, a fin de cuentas, vivan bajo la guía de la razón,
esto es, sean libres y disfruten de una vida feliz” (E, IV, 54, esc.); “Los supersticiosos,
que se aplican a censurar los vicios más bien que a enseñar las virtudes, y que procuran,
no guiar a los hombres según la razón, sino contenerlos por el miedo, de manera que
huyan del mal más bien que amen las virtudes…” (E, IV, 63; también E, IV, cap. 31).

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Miedo, esperanza, amor

de la vida”; sin duda, en lo que concierne a esto es posible marcar


una sintonía muy especial con la tradición epicúrea y con Lucrecio
en particular. Epicureísmo y spinozismo encontrarán a su vez una
articulación explícita en el llamado “neospinozismo” del siglo XVIII,
sobre todo en la obra de La Mettrie. La crítica de los remordimientos,
de la tristeza y del carácter melancólico en general182, los revela como
formas derivadas del “culto de la muerte” que, desde muy antiguo, la
filosofía reconoce ser su ejercicio más eminente. De cuño platónico,
la idea de la filosofía como un “ejercitarse para morir”183 tiene tal
vez su estación más significativa en el estoicismo romano, desde la
afirmación de Cicerón (autor al que, como es evidente, no podríamos
considerar como un estoico sin más pero cuyo pensamiento presenta
sin duda una matriz estoica importante) según la cual “la vida de los
filósofos […] es un comentario de la muerte (comentatio mortis est)”184,
hasta Epicteto (“Que la muerte, el destierro y todas las cosas que
parecen terribles se presenten ante los ojos cada día, sobre todo la
muerte […]”185), Marco Aurelio (“La perfección moral es esto: pasar
cada día como el último”186), y sobre todo Séneca. El estoicismo y el
cinismo romanos son sabidurías de vida –y de muerte– a la vez que
filosofías de resistencia a la tiranía de los césares.

182
  “…los remordimientos –escribe La Mèttrie– son un vano remedio para los accidentes
que amenazan y afligen a la sociedad; ellos no pueden paliar nuestros males ni volver
más dulces a las personas crueles de nuestra especie; incluso turban, por así decirlo, las
aguas más claras sin volver más claras las que están turbias… Destruyamos, en fin, los
remordimientos, que de ahora en más sean los necios los que los tengan, que no se mezcle
la maleza con el buen grano de la vida, y que este cruel veneno sea expulsado para siem-
pre, sobre todo del espíritu de esas personas amables que sólo se entregan a la más sabia
voluptuosidad” (“Anti-Sénèque”, en De la volupté, Desjonquères, París, 1996, pp. 57-58;
trad. española, “Anti-Séneca o Discurso sobre la Felicidad”, en La Mèttrie, Obra Filosófica,
Editora Nacional, Madrid, 1983, p. 341). Para su crítica de los remordimientos –que, al
igual que la crítica spinozista del arrepentimiento y las pasiones tristes, se inscribe en
una más amplia desmitificación de lo que Nietzsche llamará “ideal ascético”–, La Mèttrie
remite a uno de los mayores exponentes del neoepicureísmo libertino del siglo XVII y
uno de los introductores de Spinoza en Francia, esto es Charles de Saint-Evremond, así
como también a Montaigne. (Sobre el spinozismo de Saint-Evremond, Cfr. el trabajo
de Paul-Laurent Assoun, “Spinoza, les libertins francais et la politique (1665-1725)”, en
Cahiers Spinoza, nro. 3, Replique, 1980, pp. 171-207; sobre la influencia de Spinoza en La
Mèttrie, Cfr. André Comte-Sponville, “La Mèttrie: un Spinoza moderne?”, en Spinoza au
XVIII siècle, Méridiens Klincksieck, París, 1990, pp. 133-150).
183
 Platón, Fedón, 64a.
184
 Cicerón, Tusculanas, I, 74.
185
 Epicteto, Enquiridión, cap. XXI.
186
  Marco Aurelio, Meditaciones, VII, 69.

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Si bien es a la filosofía estoica como meditatio mortis que Spinoza


pareciera contraponer la proposición 67 de E, IV según la cual “El
hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría
no es una meditación de la muerte sino de la vida (non mortis, sed
vitae meditatio est)”, la demostración subsiguiente matiza la oposición.
“Un hombre libre –dice Spinoza allí– […] no se deja llevar por el
miedo a la muerte (Homo liber […] mortis Metu non ducitur)”, lo cual
es también una idea eminentemente estoica187. La liberación del
miedo a la muerte –mediante la meditatio vitae en Spinoza; a través
de la meditatio mortis en el estoicismo– es el objetivo común –y acaso
lo sea de toda filosofía. Si el estoicismo es un ars moriendi, lo es sólo
en la medida en que coincide con un ars vivendi. Por esto habla
Epicteto, con relación a las promesas de la filosofía, de una téchne
perí bíon188, esto es de un “arte de la vida”, y también de una epistéme
perí bíon189, de una “sabiduría de la vida”. El ars moriendi estoico no
es una libido moriendi, ni tiene vinculación alguna con el “muero
porque no muero” teresiano, fascinación por la muerte que en la
cultura filosófica contemporánea tiene acaso su exponente mayor
en el pensamiento de Georges Bataille. La meditación estoica de
la muerte deberá más bien ser comprendida como un ejercicio de
libertad frente a los poderes, internos y externos, a los que nos halla-
mos sometidos, esto es, como la condición para una vida sin temor.
El filósofo de Ámsterdam, por su parte, tiene por blanco la
existencia supersticiosa y su funcionalidad política: la promoción
del temor, la melancolía, las tristezas y la inseguridad convergen
en una inhibición de la potencia –siempre susceptible de ser con-
siderada y ejercida en un sentido político– merced a un poder
cuya eficacia no deriva tanto de su propia materialidad como del
miedo, la ignorancia, la impotencia y el consentimiento de aquellos
sobre los que se ejerce. Liberarse es meditar la vida porque, en
187
  Shlomo Pinès remite la célebre prop. 67 de E, IV a Filón de Alejandría –cuya influencia
estoica es por lo demás manifiesta–, en particular a un pasaje del Tratado Quod Omnis
Probus Liber Sit, donde Filón el Judío escribe: “Algunos alaban al autor de estos versos: ‘¿Cuál
es el esclavo que no piensa en la muerte?’, ¿pero quién piensa en haber comprendido bien
la idea que esto implica? Porque él creía que nada era más calculado para escandalizar
al espíritu que el temor a la muerte a causa del deseo de vivir. Pero es necesario meditar
sobre el hecho de que ser liberado de este temor es posible no solamente a quien no
piensa en absoluto en la muerte, sino a quien tampoco piensa en el poder, el desprecio,
el sufrimiento y todas las otras cosas que la masa de los hombres llama el mal” (Shlomo
Pinès, “Note sur la conception spinoziste de la liberté humaine, du bien et du mal”, en La
liberté de philosopher. De Maïmonide a Spinoza, Desclée de Brouwer, París, 1997, pp. 460 y ss.).
188
 Epicteto, Diatribas, I, 15, 3.
189
  Ibid., IV, 1, 118.
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Miedo, esperanza, amor

última instancia, es dejar de temer la muerte. Meditación la vida


no significa aquí otra cosa sino un amor mundi que se expresa en
un conocimiento cuya forma plena se alcanza cuando se atiene a
las res singulares; así, “cuantas más cosas conoce el alma conforme
al segundo y al tercer género de conocimiento, tanto menos teme
a la muerte” (E, V, 38). A la pregunta ¿cómo ser libre ante el poder
de otro, ante los poderes exteriores que nos someten o nos destru-
yen?, Spinoza responde: meditando la vida, conociendo y amando
el mundo, incrementando la potencia para anteponerla a lo que
la amenaza y resistir a lo que la destruye. A la misma pregunta,
Séneca confiere una respuesta altamente impolítica: “‘Medita la
muerte’; quien dice esto, manda que se medite la libertad. Quien
aprendió a morir, deja de saber cómo se sirve; está por encima de
todo poder. ¿Qué le importan la guardia, la cárcel, los encierros?
Tiene abierta la puerta. La única cadena que nos mantiene atados
es el amor a la vida”190; también: “…hasta tal punto no ha de te-
merse la muerte, que gracias a ella nada ha de ser temido. Así que
oye tranquilo las amenazas de tu enemigo”191. Esta notable idea
senequiana –que por lo demás obtuvo verificación en su propia
existencia– de la muerte como desrealización de la tiranía, como
límite a su expansión omnímoda y totalitaria, que desborda el es-
pacio público –en realidad inexistente como tal– para intervenir
sobre todos los aspectos de la vida, es impolítica en la medida en
que antepone a esto no una reacción estrictamente política sino
ética o existencial: todo el poder del tirano resultará impotente
frente a quien no teme la muerte, como también sobre quien no
está afectado por la esperanza de los beneficios que se presume
redundan de su proximidad o adulación. El desapego de la vida,
la indiferencia respecto de castigos y premios abren el (no-)lugar
de desmoronamiento de cualquier poder. Sin embargo, la libertad
estoica no hace ostentación de sí, consciente de que provoca la
ira de quien no ha sabido dejar de servir, así como también la de
los poderosos a quienes esa misma libertad revela su impotencia.
El sabio estoico hace uso de una cautela que ha de concebirse en
similares términos a la cautela spinozista. “Esforcémonos pues –
escribe Séneca– en abstenernos de las ofensas […] el sabio nunca
provocará la ira de los poderosos, más aún la evitará como se hace
al navegar con tormenta […] El marinero más prudente pregunta
a los prácticos qué es aquel hervor del mar, qué señales dan las

190
 Séneca, Epistulae ad Lucilium, XXVI.
191
  Ibid., XXIV.
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nubes, y toma otro rumbo alejado de aquella región, célebre por


sus remolinos. Lo mismo hace el sabio: evita el poder que ha de
dañarle, cuidando ante todo de no parecer que lo evita”192.
Vencer el temor de la muerte, que es el origen de la servidumbre
política, es lo que enseña la meditatio mortis estoica. Exactamente a
lo mismo apunta la meditación spinozista de la vida. En uno y otro
caso, se aprende la libertad a la vez que se prescribe la cautela193.
La meditación de la vida es el efecto inmediato del amor inte-
lectual de Dios; a la vez, el principal conocimiento del amor es que
no somos sino una parte del todo y que la causa primera de lo que
hacemos no somos nosotros mismos, sino Dios. Este conocimiento
“nos libera de la tristeza, la desesperación, la envidia, el miedo y
otras malas pasiones” (TB, II, XVIII, 6), al tiempo que se traduce
en una ética de la desapropiación194. El análisis spinozista de las
pasiones deja al hombre completamente despojado de cualquier
idea de mérito y demérito: queda sólo un viviente que se sustrae a
las representaciones de la vanidad, a la burla, a la admiración, a la
competencia, a la alabanza, al desprecio; también honra y vergüen-
za, reconocimiento y gratitud son desestimados junto a la “opinión”
192
  Ibid., XIV; el subrayado es nuestro.
193
  El pensamiento de Spinoza tiene seguramente en Séneca una fuente importante, más
allá de la manera opuesta de comprender las pasiones y comportarse frente a ellas, de la
crítica spinozista a la vita solitaria prescrita por el sabio estoico, etc. En la biblioteca de La
Haya que Spinoza dejó al morir, pudieron ser inventariadas una edición de las Tragoediae
(Basilea, 1541) y dos ediciones de las Cartas: una latina editada por Justo Lipsio, Epistolae
(1659) y una holandesa traducida por Jan Glazemaker, Alle de Brieven… (Ámsterdam,
1654). De hecho, Spinoza alude a Séneca en dos pasajes de su obra: en E, IV, 20, esc. se
ejemplifica con el suicidio de Séneca inducido por Nerón –mostrando que el filósofo de
Córdoba no iba contra su naturaleza sino que buscaba evitar un mal mayor a través de
otro menor– que “nadie deja de apetecer su utilidad, o sea, la conservación de su ser,
como no sea vencido por causas exteriores…”. La otra mención tiene lugar en el capítulo
V del Tratado teológico-político: “No obstante –escribe Spinoza allí–, tampoco la naturaleza
humana soporta ser coaccionada sin límite, y, como dice Séneca, el trágico, nadie ha
mantenido largo tiempo estados de violencia, mientras que los moderados son estables”.
Una originaria vinculación de Spinoza al estoicismo fue realizada por W. Dilthey: “die ganze
eigentliche Ethik Spinozas, das Ziel seines Werkes auf die Stoa gegründet ist…” (Gesammelte Schriften,
Bd. II: Weltanschauung und Analyse des Menschen seit der Renaissence und Reformation, 1970,
p. 285). En lo que respecta a la filiación estoica de algunos conceptos fundamentales de
la ontología spinozista, ver el trabajo de Marc Narbonne, “La notion de puissance dans
son rapport à la causa sui chez les stoïciens dans la philosophie de Spinoza”, en Archives de
Philosophie, t. 58, 1, 1995, pp. 35-53.
194
  “Por otra parte, este conocimiento [que somos parte de un todo] hace que, después
de realizar algo excelente, no presumamos de ello…, sino que, por el contrario, todo
cuanto hacemos lo atribuimos a Dios, ya que él es la primera y única causa de todo
cuanto realizamos y ejecutamos” (TB, II, XVIII, 3).
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Miedo, esperanza, amor

–de la que dependen– según la cual somos la causa primera de lo


que hacemos, es decir, sujetos de nuestra potencia195. Queda pues
un viviente que procura más bien promover el mayor incremento
posible de la potencia que lo especifica, desarrollar su capacidad
de afectar y ser afectado, su capacidad de encuentro y de composi-
ción. Consiguientemente, la representación de castigos y premios
no ejerce motivación alguna sobre el hombre libre, que desactiva su
instrumentalización –sólo eficaz respecto a una existencia regida
por la imaginación– tanto religiosa196, como política197 y ética198.

195
  Véase TB, II, XII, 2, y también ibid., II, XIII, 2. Con respecto a la consideración de la
gratitud es posible advertir una reformulación importante, pues si en el pasaje indicado del
TB Spinoza escribe: “Bien sé que la mayor parte de los hombres juzgan que estas pasiones
[reconocimiento y gratitud] son buenas. Mas eso no impide que yo me atreva a decir que
no deben tener lugar alguno en el hombre perfecto”, en la Ética se hace de la gratitud una
capacidad propia de la libertad, de manera que “Sólo los hombres libres son entre sí muy
agradecidos” (E, IV, 71). Más aún, en E, IV, 70 se recomienda “en la medida de lo posible”
(quantum potest) evitar el beneficio de los ignaros, puesto que, debido a su ingenium, estos
procurarán siempre una devolución de tal beneficio con otro beneficio que ellos juzguen
(ex eorum affectu) equivalente; no obstante, el escolio explicita la restricción (Dico quantum
potest…): con frecuencia se reciben beneficios de los homines ignari; en ese caso –dice Spi-
noza– es necesario agradecerles dichos beneficios según su índole propia (ex eorum ingenio
congratulari). Por consiguiente, en la Ética la gratitud plena es propia de la amistad que
relaciona a los hombres libres, en tanto que la gratitud por relación a los ignorantes cuando
nos prestan un beneficio debe practicarse ex eorum ingenio, para no ser odiados por ellos.
196
  E, V, 41, esc., donde Spinoza denuncia la esclavización y la pasividad a la que conduce
la imaginación de una trascendencia que administra castigos y premios, según lo cual
“los más” conciben todo lo relacionado con la fortaleza de ánimo y las formas de la vida
buena como una “carga” y una “esclavitud” de la que esperan liberarse tras la muerte
para recibir el premio de su tristeza, y que asumen por miedo a ser castigados con crueles
suplicios, etc. Asimismo, en la carta 43 a Ostens, en la que Spinoza responde a un panfleto
de Velthuysen contra el TTP (seguramente se trata del primer escrito –que inaugura una
serie interminable– redactado contra el TTP, pues la carta data de 1671) encontramos
una crítica del miedo inspirado por la religión: “Mas creo ver en dónde está empantanado
este hombre. En efecto, como no encuentra en la virtud misma ni en el entendimiento
nada que le agrade, preferiría vivir según el impulso de sus afectos, si no se lo impidiera
una sóla cosa: que teme el castigo. Por consiguiente, se abstiene de las malas acciones y
cumple los preceptos divinos como un esclavo… De ahí que él crea que todos aquellos
que no se contienen con ese miedo, viven desenfrenadamente y dejan toda religión”
(Correspondencia, carta 43, pp. 287-289; también TTP, cap. IV, pp. 139-140; y E, II, 49, esc.).
197
  El “hombre que se guía por la razón”, en cuanto aspira a una vida libre y a conservar
su ser se sujeta a las reglas y a la utilidad comunes; esto es, no observa las leyes comunes
del Estado por miedo a los castigos que implicaría su desobediencia, ni en virtud de
alguna esperanza de lograr un premio que no sea la libertad misma inmanente a la vida
política que se atiene al derecho natural de los hombres (ver E, IV, 73).
198
  La última proposición de la Ética concentra la más elevada implicancia práctica de
la inmanencia ontológica spinozista: “La felicidad no es el premio a la virtud, sino la

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Diego Tatián

La civitas spinozista en tanto espacio donde los hombres realizan


su potencia, a la vez presupone y sustituye –nunca completamente–
al estado civil merced al cual se abandona el estado de naturaleza
en favor de una primera constitución social, normativa y negativa,
según se halla descripta en el Tratado teológico-político. En cuanto
positivamente concebido, el espacio político incluye dos formas
de concreción, una de las cuales podemos encontrarla en la Ética
expresada con el concepto de amicitia, y la otra en la noción de
potentia multitudinis del Tratado político199.
La idea de amistad critica y suspende el pacto, el mecanismo
contractual; la comunidad de hombres libres imaginada por Spino-
za no tiene la forma negativa de socios que contraen obligaciones,
sino la dinámica afirmativa de amigos que componen su potencia
de existir y de pensar. No debemos concebir la política a partir de
la generalidad de la ley, sino a partir de la singularidad de los en-
cuentros y de los procesos de formación; tampoco debemos pensar
la sociedad como un conjunto estable de reglas, sino como una pro-
ducción de comunidad que se reproduce sin meta. No se trata pues
de normas que se aplican –y que, en cuanto tales, se definen por su
trascendencia y su formalidad–, sino más bien de totalidades que se
generan según una inmanencia estricta. La amistad es el modelo
de una liberación común que no se subordina a ningún desenlace
de carácter histórico, despojado de todo “espíritu de utopía”.
En lo que respecta a la noción de multitudo, el Tratado teológico-
político la vincula aún a la plebs y al vulgus, por oposición a la
categoría de populus. Así, leemos en el Prefacio, “nihil efficacius
multitudinem regit, quam Superstitio”; claramente el término posee

virtud misma; y no gozamos de ella porque reprimimos nuestras concupiscencias, sino


que podemos reprimir nuestras concupiscencias porque gozamos de ella” (E, V, 42).
199
  Criticando la modalidad revolucionaria que adopta el concepto de multitudo como
fuerza constitutiva del sujeto colectivo en la interpretación de A. Negri, E. Garulli alude
al concepto de “amistad” contraponiéndolo al primero: “…los textos que se pueden
aducir, documentan ampliamente que Spinoza no concibe la multitudo como el sujeto y
el titular del poder político. En efecto, en su pensamiento es constante la referencia a
las principales virtudes humanas como base de formación del organismo social, según
el principio… de que se trata de ‘unirse a los demás por amistad’ (E, IV, 37, esc. 1)”
(Enrico Garulli, “Forme del soggetto collettivo in Spinoza”, en Hermeneutica, n.º 2, 1982,
p. 109). No obstante, si bien claramente se trata de dos avatares diferentes del ejercicio
de la potencia, amicitia y multitudo –al menos según la modalidad que este término
adopta en ciertos pasajes del TP– no se contraponen entre sí, pues virtud y potencia son
en Spinoza vocablos equivalentes. Amicitia y potentia multitudinis pueden ser concebidos
como los dos extremos de un arco político único, como dos experiencias de plasmación
de la libertad humana, contrapuestas a la tiranía y al absolutismo.

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Miedo, esperanza, amor

aquí un carácter negativo. Es en el Tratado político donde el vocablo


“multitud” se forma según una acepción positiva, en virtud de una
génesis filosófica que remite a la lógica de la concordancia tal y
como había sido planteada por la Ética (por ejemplo en E, IV, 18,
esc.). “Si dos hombres –escribe Spinoza en TP, II, 13– concuerdan
y unen sus fuerzas, juntos serán más potentes y, por consiguiente,
tendrán un derecho sobre la naturaleza mayor que el de cada uno
tomado singularmente; y mientras más numerosos sean quienes se
unen de ese modo, mayor será el derecho que tendrán todos jun-
tos”. De manera que la potencia de la multitud ha de ser concebida
como una realidad genética, cuyo grado de expansión es idéntico
a su derecho. “A este derecho, que es definido por la potencia de
la multitud, se lo suele llamar poder” (TP, II, 17). El derecho del
Estado no es sino el emergente, la forma constituida, el punto de
concentración del derecho de la multitud; el primero no sería una
alienación del segundo sino que más bien habría entre ambos una
relación de univocidad. Se trataría de un “Estado-potencia”200 que
no cancela el derecho natural de los individuos sino que les con-
fiere un estatuto político201: la potencia de la multitud es la multi-
plicación de la potencia singular de los individuos, la plasmación
política de su derecho natural, es decir, de su poder, orientado
por la utilitas colectiva hacia formas abiertas, no predeterminadas
de organización política. “En efecto, el derecho del Estado está
determinado por la potencia de la multitud, que es guiada como
por una sola mente. Pero una unión de almas semejante no puede
ser concebida en ningún modo, sino en la medida en que el Estado
se propone, sobre todo, lo que la recta razón enseña que es útil a
todos los hombres” (TP, III, 7).
Comprendido como la potencia de existir y de obrar de cada
uno, el derecho natural puede adoptar –según la terminología
del TP– dos modalidades: la potencia que se expresa ex suo ingenio

200
  El término “Estado-potencia” es utilizado por Norberto Bobbio como contraposición
al absolutismo. “La teoría del Estado de Spinoza no es tanto una teoría del Estado ab-
soluto cuanto una teoría del Estado-potencia, y un Estado es tanto más potente cuanto
más razonable es su potencia, esto es, cuanto más obedece a los dictámenes de la razón,
cuanto más los gobernantes no abusan de su poder, dado que sólo en cuanto gobiernan
dentro de los límites de la razón pueden contar con el consenso de los súbditos” (“IL
giusnaturalismo”, en AA. VV. Storie delle idee politiche, economiche e sociali, dir. por L. Firpo,
UTET, Torino, 1980, vol. IV, t. 1, p. 519).
201
  Será esta conservación del derecho natural por parte de Spinoza lo que establecerá
el más decisivo punto de ruptura con la filosofía política de Hobbes, según explicita el
mismo Spinoza en la carta 50 (Correspondencia, p. 308).

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Diego Tatián

y por lo tanto está sui juris, en pleno ejercicio de sí misma; y, al


contrario, la potencia natural que está sometida a otra mayor, cuya
condición, por tanto, será la de estar alterius juris, bajo el poder de
otro: “Se sigue, además, que cada individuo depende jurídicamente
de otro en la medida en que está bajo su poder (sub alterius potestate
est), y que es jurídicamente autónomo en la medida en que puede
repeler, según su propio criterio, toda fuerza y vengar todo daño
a él inferido, y en cuanto, en general, puede vivir según su índole
propia” (TP, II, 9)202. Esta distinción resultará central porque es a
partir de ella que Spinoza –en el TP– explica el surgimiento de la
condición política en virtud de una idea fundamental: el derecho
natural es mínimo o nulo en el estado de naturaleza203. La potencia
de existir y de obrar se encuentra en él expuesto de manera abso-
luta al poder contrario de la naturaleza y la fortuna, infinitamente
mayor. Esse alterius juris es la situación propia del estado natural,
que reduce a la impotencia el esfuerzo de conservación de los indi-
viduos y vuelve nula la seguridad de su perseverancia (…nulla ejus
obtinendi est securitas). Por tanto, la cancelación del estado natural
y la consiguiente “institución del campo político” no presuponen
un sacrificio del derecho natural, ni una transferencia suya. Antes
bien, la civitas es el incremento, la multiplicación y la unión de las

202
  En un importante trabajo sobre este tópico fundamental del TP, “Esse sui juris e
scienza politica” (publicado originalmente en Studia Spinozana, I, 1985; incluido luego
en La scienza intuitiva di Spinoza, Morano, Nápoles, 1987, pp. 121-141), Paolo Cristofolini
marca dos significados de la expresión esse sui juris, uno restringido, el otro compren-
sivo. Según el primero, la fórmula significa no estar sometido a, ni superado por, la
potencia de otro; el segundo, remite a la capacidad de hacer uso de la razón y de la
facultad de juzgar. Este último sentido es explicitado por el texto de TP, II, 11: “también
la facultad de juzgar puede pertenecer jurídicamente a otro, en la justa medida en que
el alma puede ser engañada por otro; de donde se sigue que el alma es plenamente
autónoma (maxime sui juris esse) en tanto y en cuanto pueda usar plenamente la razón”.
Asimismo, esta distinción –agrega Cristofolini– se predica tanto del individuo como de
la colectividad. En este último caso, una civitas es sui juris, en primer lugar cuando es
independiente, es decir, cuando no se halla bajo el temor (“Civitas eo minus sui juris est,
quo magis timendi habet causam”; TP, III, 9) sino que –según la lección maquiaveliana–
está protegida por sus propias armas; en segundo lugar, cuando ha sido constituida y es
dirigida por la razón (TP, III, 7). Cfr. también el ensayo de Marilena Chauí “A instituiçao
do campo politico em Espinosa”, en Análise, nro. 11, Lisboa, 1989, partic. pp. 134-141.
203
  Alexandre Matheron ha hecho notar la diferencia entre esta perspectiva expresada por
el Tratado político y la manera en que, en cambio, el estado de naturaleza es presentado por
Spinoza en el Tratado teológico-político, cuando habla de “la libertad que la naturaleza concede
a cada uno” (TTP, cap. XVI, p. 341; O, III, p. 195) Ver A. Matheron, Individu et communauté
chez Spinoza, Minuit, París, 1988, p. 304.

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potencias naturales que en el estado de naturaleza se hallan dis-


gregadas y reducidas a su mínima expresión, a su soledad. Spinoza
no habla pues de alienar derechos sino de componer potencias.
El texto fundamental es este: “Concluimos pues que el derecho
natural, que es propio del género humano, apenas si puede ser
concebido, sino allí donde los hombres poseen derechos comunes
[…] Pues […] cuantos más sean los que así se unen, más derecho
tienen todos juntos. Y, si justamente por esto, porque en el estado
natural los hombres apenas pueden ser autónomos, los escolásticos
quieren decir que el hombre es un animal social, no tengo nada
que objetarles” (TP, II, 15)204. El campo político, así constituido por
la unión de las potencias y de los derechos, no está inmune a los
conflictos propios de la afirmación del derecho natural sino que
los incorpora a la vida civil. Spinoza se mantiene equidistante de
los utopismos moralizantes que imaginan una política para seres
que no existen en ninguna parte (hombres que habrían abjurado
de sus pasiones en favor de la virtud) y de los “realismos” que des-
potencian el campo político –volviéndolo, por tanto, inexistente
como tal– para defender a los hombres de sí mismos mediante
mecanismos de expropiación de los derechos –y de “control por
el miedo” de aquellos restos que no puedan ser completamente
extirpados. Antes bien, en la filosofía de Spinoza la condición po-
lítica tendrá por sujeto a una multitud cuya potencia, creciente en
virtud de una concordancia de derechos, es en sí misma a la vez
constitutiva y conflictiva. La aspiración de ser sui juris determina,
en efecto, el pasaje de la multiplicidad a la multitud, la “institución
del campo político”205.
204
  A esta genética del campo político expuesta en el TP, se contrapone manifiestamente
una explicación contractualista que tiene lugar sobre todo en dos pasajes de la obra de
Spinoza, convergentes en gran medida, aunque sin coincidir de manera total: el capítulo
XVI del TTP y el segundo escolio de E, IV, 37. Por relación a ellos el TP establece un
giro radical según los términos antes considerados. En el caso del TTP, la institución
del campo político reconoce un componente pasional y un componente racional; el
texto de la Ética no recurre en cambio a la razón sino sólo a una dinámica de las pasio-
nes (si bien en ambos casos, el mecanismo de institución es el de la transferencia), en
tanto que en el TP –según hemos visto en el pasaje antes transcripto– Spinoza habla
de “unión de derechos”. –No obstante hay un fragmento del TP (aunque aislado y
perteneciente al capítulo IV, no al capítulo II en el que Spinoza formula la génesis del
Estado) en el que el término contractus reaparece: “Los contratos, o sea las leyes con las
cuales la multitud transfiere su derecho a un consejo o a un hombre… (Contractus, seu
leges, quibus multitudo jus suum in unum concilium vel hominem transferunt…)” (TP, IV, 6).
205
  “No existe –escribe Marilena Chauí, op. cit., p. 140– la buena Naturaleza ni la buena
sociedad. Contra la necesidad de contratos y pactos sociales, que implican transformar

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Diego Tatián

Las implicaciones inscriptas en la centralidad que cobra la po-


tentia multitudinis respecto de la comprensión del hecho político
resultan de extrema importancia. Por una parte aparece clara una
relativización del contrato, que domina casi completamente la pers-
pectiva del TTP, cuyo objeto es el de definir la libertad religiosa y
política; a excepción de unos pocos pasajes206, todo cisma, revuelta
o sedición son aquí desestimados en virtud de la soberanía que
inviste a las “supremas potestades”. Por el contrario, según el TP,
en la medida en que se produzca una inadecuación entre la utili-
dad colectiva y el régimen gobernante, este pierde su legitimidad,
la composición en la que había tenido origen se destruye, y con
ella la estructura del Estado207. En cuanto potentia democratica, se
contempla así la rebelión cuando quien detenta el poder público
lo hace contra el derecho natural de los ciudadanos o de la ma-
yoría de ellos, es decir, cuando lo ejerce fuera de la razón, contra
la razón208. El anti-contractualismo que comporta el concepto de
multitudo introduce una nueva dimensión –en realidad ya aludida en
el TTP209 – respecto de la condición política del miedo, que adopta

la potencia natural en una categoría jurídica, y que presuponen la identificación entre


jus, facultas, dominium y potestas, es decir, la persona privada como propietaria de su
cuerpo, de sus actos y de su mundo físico bajo la razón y la voluntad, Spinoza identifica
jus y potentia y hace de la reunión-unión de las potencias el imperium. En otras palabras,
en la tradición jusnaturalista (y aquí incluimos a Hobbes) el pasaje del jus al imperium
se hacía por la mediación del dominium, en tanto que Spinoza establece el pasaje del
jus al imperium por la mediación de la potentia”.
206
  TTP, cap. V, p. 158; idem, cap. XVII, pp. 377 y ss.; idem, cap. XX, pp. 415 y ss.
207
  Véase el trabajo de Emilia Giancotti, “Libertà, democrazia e rivoluzione in Spinoza”,
en Giornale critico della Filosofia Italiana, fasciculo III-IV, julio–diciembre de 1977 ; también
el libro –central para la interpretación anticontractualista de Spinoza– de Antonio Negri,
L’anomalia selvaggia. Saggio su potere e potenza in Baruch Spinoza, Feltrinelli, Milán, 1981.
208
 Si multitudo en el TP puede ser considerado como el concepto político que activa
el derecho de rebelión y, por consiguiente, el enfrentamiento al tirano merced a una
operación de fuerza, el concepto de amicitia, que se encuentra particularmente en el
libro IV de la Ética, conserva más bien un carácter “impolítico”, esto es, se disloca de la
visibilidad del tirano y preserva la libertad común merced a un constante ejercicio de
prudencia (caute); mientras en caso de tiranía u opresión, la multitud se verá orientada
a la rebelión, la amistad remite más bien a una cierta resistencia.
209
  Dos textos del TTP hacen referencia al pueblo como objeto de temor por parte de
quienes gobiernan. “…en efecto, los hombres no renunciaron nunca a sus derechos,
ni transfirieron a otro su potencia hasta el punto de no ser más objeto de temor para
aquellos mismos que aceptaron su derecho y su potencia; ni hasta el punto de que el
Estado no corriese más peligro por parte de los ciudadanos, en cuanto privados de
sus derechos, que de los enemigos armados” (TTP, cap. XVII, p. 351). Este pasaje –de
inspiración tacitiana–, que pareciera anómalo en el contexto general de la obra, marca

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ahora la forma de multitudinis metus: “Así, pues, el rey, bien porque


le guía el miedo a la multitud o porque quiere ganarse la mayor
parte de la multitud armada […] siempre ratificará aquella opinión
que haya obtenido un mayor número de votos […]” (TP, VII, 11).
En un importante escolio de la Ética, Spinoza acentúa el carácter
político de los hombres –quienes “difícilmente pueden soportar la
vida en soledad (vitam solitariam)”–, contra los Satyrici, “que se bur-
lan de las cosas humanas”, contra los Theologi, “que las detestan”,
contra los Melancholici, que “alaban la vida inculta y agreste, des-
precian a los hombres y admiran a los brutos” (E, IV, 35, esc.). En
tanto producción de comunidad, la política es la actividad que se
contrapone a la solitudo, a la vita solitaria; la multitud, dice Spinoza,
tiende naturalmente a asociarse dado que “el miedo a la soledad
es innato en todos los hombres” (TP, VI, 1). Pero este concepto de
“soledad” no queda relegado como en Hobbes al estado de natu-
raleza, ni se trata de sustituir el miedo a la soledad por un miedo
de carácter diferente, cuyo ejercicio y monopolio se concentran en
el soberano. Spinoza desarticula las contraposiciones hobbesianas
guerra/paz, soledad/sociedad. Ni la paz es ausencia de conflictos,
ni estos son contradictorios con la política. Spinoza rompe con la
tradición que concibe a la política como imposición externa de un
orden, de lo que sólo resulta una paz de esclavos, o más bien no
una paz sino una servidumbre y una condición solitaria en la que
los hombres se ven despojados de su poder y, por consiguiente, de
su capacidad de concordia. “…si hay que llamar paz a la esclavitud,
a la barbarie y a la soledad, nada hay más mísero para los hombres
que la paz. Pues es evidente que suelen surgir más frecuentes y ás-
peras discusiones entre padres e hijos que entre señores y esclavos.
No es, pues, a la paz, sino a la esclavitud a la que interesa que se
entregue todo el poder a uno solo; ya que, como hemos dicho antes,
la paz no consiste en la privación de la guerra, sino en la unión de
los ánimos o concordia” (TP, IV, 4). La situación de ausencia de
guerra no significa paz sino más bien pacto, alienación del poder
y, en el límite, cancelación de la política. Por el contrario, la paz
spinozista no se funda en la “entrega de todo el poder a uno solo”

claramente el diferente estatuto del contractualismo spinozista respecto del de Hobbes.


El segundo texto remite al miedo que infunden los súbditos al tirano, retomando un
tópico muy antiguo de la filosofía política –cuyo tratamiento remonta al menos hasta
el Hierón de Jenofonte. “Que si –escribe Spinoza– quienes son más temidos tuvieran
también el máximo poder, entonces el poder sería, en efecto, de los súbditos, en la
medida en que son temidos continuamente por los tiranos” (TTP, cap. XVII, p. 352).

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sino en una elaboración inmanente del poder que es su sustancia


misma; una paz positiva, organización de las potencias singulares
en complejos de concordancia, y no una despotenciación colectiva,
que redunda sólo en tristeza, miedo y anulación de la vis existendi.
Una radical contraposición a la antropología hobbesiana según
la cual “el hombre es el lobo del hombre”, signa la posibilidad, en
Spinoza, de una política afirmativa. Posibilidad, puesto que “el hom-
bre es un Dios para el hombre” pero sin embargo, por lo general, es
propenso a la envidia, al odio, a la ira, al desdén, al desprecio y a
la soberbia. Este “sin embargo” (Fiat tamen raro, ut homines ex dictu
rationis vivant…) (E, IV, 35, esc.) marca la encrucijada de la escla-
vitud y la libertad. Si bien es natural que los hombres sean siervos
de sus pasiones, para Spinoza no hay hombres que sean siervos por
naturaleza. Su filosofía política ha de concebirse más como una
actividad de liberación constante –y común–, que como la aspiración
a una libertad sustancialmente pensada. El concepto spinozista
de paz articula así su significado a esta dinámica liberadora de los
hombres, nunca a la pura obediencia, ni a un orden –antipolítico,
en la medida en que su efecto es la soledad, una ciudad-soledad–
que tenga a la impotencia por condición. “De una ciudad cuyos
súbditos no empuñan las armas porque son presa del terror (metu
territi), no cabe decir que goce de paz, sino más bien que no está
en guerra. La paz, en efecto, no es ausencia de guerra sino una
virtud que nace de la fortaleza de ánimo […] La ciudad en la que
la paz deriva de la inercia de los súbditos, que son conducidos
como rebaños porque sólo saben servir, debe ser llamada más bien
soledad que ciudad” (TP, V, 4).
Por contraposición a una formación social así descripta, el amor
intelectual de Dios instituye un diverso modo de relación entre
los hombres, encierra un estatuto político singular, que podría ser
caracterizado como el de una generosidad sin renuncia. Su origen
es doble: en cuanto alegría acompañada por la idea de Dios como
causa suya, se trata de un afecto, de un amor, pero de un amor que
nace del conocimiento (de tercer género), por consiguiente un
amor no sometido a fluctuaciones de ningún tipo (E, V, 32) sino
una pasión que se abre a la eternidad (E, V, 33). Su desarrollo y
su incremento remiten siempre a una “pluralidad”: serán mayores
“cuanto más numerosos sean los hombres que imaginamos uni-
dos a Dios por el mismo vínculo de amor” (E, V, 20), de manera
que quien ama a Dios se esforzará a su vez en que otros gocen del
amor de Dios. Cuanto mayor es el conocimiento de Dios, mayor

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Miedo, esperanza, amor

es el deseo de hacer este conocimiento común a otros (E, IV, 37),


conocimiento común que se conjugará en un conatus colectivo
cada vez más amplio. De manera que la pluralidad –por tanto la
dimensión política– se halla implicada estrictamente con el Amor
Dei intellectualis, en cuanto “omnibus hominibus commune est”. Esta
relación entre amor intelectual y comunidad –que tiene su germen
en la Ética, aunque no hallamos en ella su explicitación210 – redunda
en una política desdisciplinada, es decir que no se instituye merced
a mecanismos formales y normativos de constitución del Estado,
sino que se inscribe, como una forma suya, en la ontología de la
inmanencia.
El amor intelectual spinozista remite a los hombres para dar
lugar a una política de carácter estrictamente genético, que parte
de las res singulares (E, V, 24) –lo que aquí significa de los hombres
en cuanto singularidades– y se desarrolla en formaciones colecti-
vas cada vez más complejas, y más extensas. En cuanto intelectual,
el amor spinozista nada tiene que ver con el amor cristiano –que
procede de un mandamiento–; en cuanto amor, la comprensión
de lo político no toma por punto de partida la generalidad de la
ley, como tampoco una trascendencia normativa de ningún tipo
ni un universalismo abstracto211. El amor intelectual se libera del
carácter epistemológico que le había dado origen para adquirir
una deriva ético-política de gran altura. La frase “amor Dei erga
homines”, que había sido calificada de absurda por Spinoza –pues
“Dios, propiamente hablando, no ama a nadie ni odia a nadie” (E,
V, 17)–, recupera su significación en cuanto la desplazamos del
plano religioso para inscribirla en el plano político: “De aquí se
sigue que Dios ama a los hombres en la medida en que se ama a sí

210
  En un ensayo posterior a L’anomalia selvaggia, que insiste en la no modernidad del
pensamiento de Spinoza, Antonio Negri traslada el concepto de “amor intelectual” al
Tratado político y lo vincula a la formación del proceso comunitario allí descripta. “Spinoza
construye la dimensión colectiva de la fuerza productiva, y la figura colectiva del amor
por la divinidad… Lo que queremos decir es que el Amor intelectual es la condición
formal de la socialización y que el proceso comunitario es la condición ontológica del
Amor intelectual; por consiguiente es a la luz del Amor intelectual que se aclara la
paradoja de la multitud y su devenir comunidad, dado que sólo el Amor intelectual
describe los mecanismos reales que conducen la ‘potentia’ de la ‘multitudo’ a determinarse
como unidad de un orden político absoluto: la potestas democratica” (“L’antimodernité
de Spinoza”, en Les Temps Modernes, n.º 539, junio 1991, p. 57).
211
  “…he creído que valía la pena… mostrar con este ejemplo el valor del conocimiento
de las cosas singulares, que he llamado conocimiento intuitivo o conocimiento de se-
gundo género, y cuánto más potente es que el conocimiento universal…” (E, V, 36, esc.).

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mismo y, por consiguiente, que el amor de Dios hacia los hombres


(amor Dei erga homines) y el amor intelectual de la mente hacia Dios
(Mentis erga Deum amor intellectualis) son una y la misma cosa” (E, V,
36, corol.); “En virtud de esto comprendemos claramente en qué
consiste nuestra salvación o felicidad, o sea nuestra libertad; a saber:
en un constante y eterno amor a Dios, o sea, en el amor de Dios
hacia los hombres” (E, V, 36, esc.). El amor intelectual de Dios se
constituye así como una “figura colectiva”, que remite siempre a la
pluralidad de los hombres en cuanto pluralidad de singularidades que
no renuncian a sí mismas, a su propia utilitas. El conatus político que
recibe su elaboración del amor intelectual conjuga la Animositas, es
decir, el deseo con el que cada uno se esfuerza en su conservación
individual, con la Generositas, el deseo mediante el cual cada uno
se esfuerza en ayudar a los demás y unirse con ellos por amistad
(E, III, 59, esc.). Ámbito de afirmación común, a la vez individual
y colectiva, lo político será la expresión siempre abierta y eventual
de formaciones pasionales que concilian su desenvolvimiento con
la razón, una genética de la comunidad como lugar de irrupción
de la potencia y disipación de la soledad.

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Comunidad

No obstante la burla de los satíricos, el desprecio de los teólogos y


la alabanza melancólica de la vida inculta, “de la sociedad común de
los hombres nacen muchos más beneficios que daños”; esa “sociedad
común” despeja de la vida de los hombres el estado de sometimiento
propio de la circunstancia natural, y prepara la más libre forma de
existencia humana, que llamamos aquí estado de comunidad. Este es
la conformación a la que tiende la sociedad común en cuanto impera
en ella la razón. Si, como hemos visto, autonomía y soledad son dos
conceptos contrapuestos –es decir: la soledad conlleva heteronomía y
sometimiento, no libertad–, Spinoza considera la vida en común, ante
todo, como un espacio de liberación. Un primer y más elemental esta-
dio social se encuentra determinado aún por nociones negativas como
las de miedo, esperanza, castigo, premio, intervenciones extrínsecas
por parte del poder común sobre los afectos de los súbditos para su
despojo de todos aquellos derechos cuyo ejercicio podrían retrotraer
la existencia colectiva a formas de libertad mínima. Sin embargo,
junto a esas nociones negativas que permiten una primera institución
de lo social, Spinoza coloca una que no lo es. Se trata de una noción,
presente tanto en la parte IV de la Ética como también en los tratados
políticos, que concentra –junto a la amicitia y la generositas– uno de los
aspectos decisivos de la forma política pensada como comunidad de
las potencias en el modo de una democracia positiva, a saber el con-
cepto de auxilium –que tal vez pueda ser traducido por “solidaridad”.
Amistad, generosidad y solidaridad son las tres formas que el hombre
libre, siempre que le sea posible hacerlo, establece con sus semejantes.
Auxilium es el contraconcepto de solitudo; si esta nos expone
siempre al poder de otro, aquel abre la posibilidad de una auto-
nomía común, la posibilidad de ser sui juris, pues “sin solidaridad
(mutuo auxilio) los hombres viven necesariamente en la miseria y
sin poder cultivar la razón”212. La solidaridad humana es la forma

212
 Spinoza, Tratado teológico-político, cap. XVI, p. 334; O, III, p. 191 –texto que reapare-
cerá casi idéntico en TP, II, 15: “sin solidaridad, los hombres apenas si pueden sustentar
su vida y cultivar su mente” [con la versión de auxilium por “solidaridad”, en todas las
referencias que siguen a continuación se interviene la traducción de Atilano Domínguez
que utilizamos sin modificar lo demás].

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Diego Tatián

política que –si consideramos al hombre singular– adopta lo que


en el capítulo III del TTP Spinoza había definido como Dei auxi-
lium externum, es decir, todo aquello que es útil al hombre para
su conservación pero que no proviene de su propia naturaleza ni
de su sola actividad; en tanto que el poder divino presente en el
hombre por el cual este persigue su propia utilidad es llamado por
Spinoza Dei auxilium internum, auxilio interno de Dios213. Si consi-
deramos ahora no ya a los hombres singularmente tomados sino
en conjunto, en tanto comunidad, las formas de solidaridad que
la constituyen como tal resultan de un poder divino interno a su
propia conformación común. La solidaridad, por consiguiente, es
una manera de afirmación de la potencia individual y colectiva, a
la vez que una forma de resistencia a todo lo que se contrapone a
ella: “…los hombres se procuran con mucha mayor facilidad lo que
necesitan mediante la solidaridad (mutuo auxilio) y sólo uniendo
sus fuerzas pueden evitar los peligros que los amenazan por todas
partes […]” (E, IV, 35, esc.). Solidaridad y composición de fuerzas
redundan pues en el estado de comunidad, establecen los principios
de una política spinozista214.
La parte IV de la Ética explicita un programa según el cual los
hombres vivan en la concordancia y en la solidaridad (homines
concorditer vivere & sibi auxilio esse possint) (E, IV, 37, esc. 2). Pero
Spinoza realiza allí una demarcación importante: la singularidad
del concepto de auxilium radica en que no es un afecto, ni la resul-
tante de un afecto, sino algo más bien propio de quien vive ex ductu
rationis. En primer término deberemos diferenciar la solidaridad de
la misericordia: es necesario ser solidario con el prójimo (proximo
auxilio) pero no por “mujeril misericordia (non ex muliebri misericor-
213
  Ibid., cap. III, pp. 118-119; ibid., p. 46.
214
  Por lo demás, la lógica de la composición activada por Spinoza no se agota en la cons-
titución de una comunidad particular sino que es virtualmente ilimitada y se extiende
por consiguiente a la relación entre diferentes civitates. Hobbes –como lo hará también
Hegel– considera que, en la sociedad internacional no sometida a un poder común, se
da necesariamente un estado de naturaleza “inter-estatal” (Cfr. Norberto Bobbio, Thomas
Hobbes, Fondo de Cultura Económica, México, 1992, p. 46); la salida de ese status naturalis
entre las naciones es exactamente lo que Kant buscará pensar con sus tres artículos acerca
de la paz perpetua entre los Estados (republicanismo; una federación de los Estados libres
en la que fundar el derecho de gentes; una ciudadanía mundial –y una consiguiente hos-
pitalidad universal). En un pasaje del Tratado político, Spinoza traslada a la relación entre
sociedades el auxilium –en virtud del cual había explicado la necesidad de los hombres
de abandonar el estado natural para vivir en un status socialis–: “…no podemos siquiera
dudar –leemos allí– que si dos sociedades son solidarias entre sí, tienen más poder y, por
tanto, más derecho las dos unidas que cada una por sí sola” (TP, III, 12).

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Comunidad

diâ)” sino únicamente porque comprendemos su utilidad para la


vida en común215; asimismo, en otro pasaje Spinoza desmarcará el
auxilium de la conmiseración (commiseratio), que en cuanto tristeza
es de por sí “mala e inútil”. ¿Por qué mala? Porque sólo reproduce
en quien la experimenta la miseria que la motiva; sume en la tris-
teza, impide el pensamiento, inhibe la actividad. ¿Por qué inútil?
Porque al igual que el odio, la burla o el desprecio, se trata de una
pasión derivada de la incomprensión y de la ignorancia respecto a
la necesidad de la naturaleza divina y al modo como esta se expresa
y produce; consiguientemente, la commiseratio redunda casi siempre
en perjuicio –claro que, dice Spinoza, quien carece de solidaridad
y también de conmiseración merece el apelativo de inhumanus–:
“…quien acostumbra a ser tocado por la conmiseración y se con-
mueve ante la miseria o las lágrimas ajenas suele hacer cosas de
las que luego se arrepiente, tanto porque, si nos guiamos por el
mero afecto, no hacemos nada que sepamos con certeza ser bueno,
como porque las falsas lágrimas nos embaucan fácilmente. Y aquí
hablo del hombre que vive expresamente bajo la guía de la razón.
Pues quien no es movido ni por la razón ni por la conmiseración
a ser solidario con otros, merece el nombre de inhumano que se
le aplica” (E, IV, 50, esc.).
En cualquier caso, se trata de una comprensión de lo político
como producción de comunidad, en cuya genética se inscribe positi-
vamente la solidaridad entre sus miembros: los hombres componen
sus potencias para conformar una mayor, a la vez que –cuando
es necesario– intervienen solidariamente en las circunstancias
desfavorables de sus semejantes. Ahora bien, ¿cómo es posible la
producción de comunidad?
Lo político spinozista no ha de ser pensado como un imperio
dentro de otro imperio, sino como ese ámbito natural conformado
por un juego dinámico de pasiones y de razones, de conflictos y de
concordancias, de servidumbre y de libertad; una composición de
potencias cuyo despliegue se opera en virtud de pasiones comunes
–o más bien de afectos comunes– y de nociones comunes que serán

215
  Justamente porque la solidaridad es una práctica de la razón y no una reacción afectiva
inmediata, su institución, a diferencia de la compasión o la misericordia, es una cuestión
política que concierne al conjunto, un modo de ser propio de una sociedad libre: “…ser
solidario con todos los indigentes (unicuique indigenti auxilium ferre) es algo que supera con
mucho las posibilidades y el interés de un particular… Por otra parte, un solo hombre no
tiene bastante capacidad para hacerse amigo de todos; por ello, el cuidado de los pobres
compete a la sociedad entera y atañe al interés común” (E, IV, Ap. cap. 17).

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la sustancia misma de la comunidad. En el capítulo X del Tratado


político encontramos un texto que determina a la razón política
como una razón afectiva, más aún, como una razón afectiva común
en virtud de la cual la comunidad se constituye pero también se
defiende contra lo que la vulnera o la amenaza. Esa razón afectiva
común establece a la vez un dispositivo de constitución y una reserva
de resistencia: “…si estos [los derechos del Estado] se conservan, se
conserva necesariamente el Estado. Pero los derechos no pueden
mantenerse incólumes, a menos que sean defendidos por la razón
y por el común afecto de los hombres (communi hominum affectu); de
lo contrario, es decir, si sólo se apoyan en la ayuda de la razón (si
scilicet solo rationis auxilio nituntur) resultan ineficaces y fácilmente
son vencidos” (TP, X, 9). Es una comunidad de afectos –cuyo límite
es la “indignación”– lo que permite la defensa de los derechos de la
ciudad, que son pasibles de pérdida por motivos varios, entre otros
por la avaricia y la ambición –afectos eminentemente privados– de
quienes gobiernan. Son asimismo afectos comunes, en la medida
en que se complementan con la razón y la fortalecen, los que ac-
tivan un incremento político de los derechos en una constitución
dinámica de la libertad pública.
Pero será sobre todo en la Ética donde encontraremos los ele-
mentos a partir de los cuales pensar la comunidad spinozista –
marcando inmediato y singular contrapunto con la neutralización
hobbesiana de la comunidad en cuanto “inmunización” jurídica
del conflicto entre los hombres, que no puede serlo sino, a la vez,
de lo que permite su composición216. Ante todo, hay en Spinoza
toda una crítica del universalismo en sus diversos ordenes de
significación –epistemológico, ético, político–: un radical despla-
zamiento de las nociones universales, que imponen su violencia
sobre toda particularidad, en favor de las nociones comunes, que
componen las singularidades en formaciones complejas de las
que siempre es posible una explicación genética. Lo universal es
incapaz de mantener las diferencias; lo común las articula en una
216
  Cfr. el primer capítulo (“El miedo”) de Communitas. Origine e destino della comunità
(Einaudi, Torino, 1998), donde el Roberto Esposito alude a una “cura homeopática” del
conflicto en la filosofía de Hobbes: “si la relación entre los hombres es de por sí destructiva,
la única vía de salida de ese estado de cosas insostenible es la destrucción de la relación
misma” (p. 12). De modo que sólo en virtud de una “absoluta disociación” los hombres
evitan la muerte mutua; “el Estado es la disociación del vínculo comunitario”, la lógica de
la soberanía coincide con la disociación: “los hombres se asocian ahora en el modo de una
recíproca disociación, unificados en la eliminación de todo inter-esse que no sea puramente
individual. Artificialmente mancomunados en la sustracción de la comunidad” (p. 13).

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Comunidad

totalidad, que no las sintetiza sino que las agrega. La comunidad


no es un universal sino una formación, y un deseo. Es la apertu-
ra construida por lo que los hombres tienen de componible en
sus diferencias: en un extremo, la sociedad en sentido amplio es
posible por un “mínimo común” en virtud del cual tiene lugar la
existencia civil –“…hay ciertas ideas o nociones comunes a todos
los hombres. Pues […] todos los cuerpos concuerdan en ciertas
cosas […]” (E, II, 38, corol.)–; en el otro extremo de la idea de
comunidad, un “máximo común” se expresa en la forma de exis-
tencia que Spinoza considera ética y políticamente más elevada, a
saber la amistad –“Pienso que entre amigos, todas las cosas, sobre
todo las espirituales, deben ser comunes” (carta 2 a Oldenburg)217
–. La amicitia constituye el punto de mayor intensidad en que se
plasma el deseo de comunidad, deseo al que Spinoza reserva un
nombre sumamente simple, cuya significación, no obstante, tiene
un alcance no banal: “Al deseo por el cual se siente obligado el
hombre que vive según la guía de la razón a unirse por amistad a
los demás, lo llamo honestidad (Honestatem voco)”; por el contrario,

  La frase “amicorum omnia… debere esse communia” (que Spinoza repite en la Carta 44 a
217

Jarig Jelles, atribuyéndola a Tales) recoge una larga tradición procedente del mundo grie-
go. Ya Timeo (Cfr. Diogenes Laercio, Vita philosophorum, VIII, 10) adjudicaba a Pitágoras la
máxima según la cual “los amigos tienen todo en común” (koinà tà tôn philon). Aristóteles
alude a ella dos veces en la Ética Eudemia (1237b 30-35 y 1238a 15-20), y será retomada en
los Adelphoe de Menandro (C. A. F. III, 9), y en los Adelphoe de Terencio (“nam vetu’ verbum hoc
quidemst, communia esse amicorum inter se omnia”, 803/4), será asimismo citada en el Libro I del
De Legibus ciceroniano: “Unde illa Pythagorica vox, tà phílon koinà kaì philían isóteta, i. e., Res
amicorum communia, et amicitiam aequilitatem” –también en Laelius, XVII, 61, Cicerón
vincula amicitia y communitas: “cuando las costumbres de los amigos sean correctas, entre
ellos habrá comunidad respecto a todas las cosas (cum emendati mores amicorum sint, tum sit
inter eos omnium rerum… sine ulla exceptione communitas)–. En las Epistulae ad Lucilium, Séneca
refiere al tópico pitagórico en reiteradas ocasiones: “[los amigos] saben que tienen todas las
cosas en común, especialmente las adversas” (Ep. VI); “La amistad hace entre nosotros la
comunidad de todas las cosas. Ni lo próspero ni lo adverso es separadamente de cada uno;
se vive en común…; contribuye mucho también a fomentar aquella otra sociedad íntima
de la amistad… Porque tendrá muchas cosas comunes con el amigo quien tiene muchas en
común con el hombre” (Ep. XLVIII), etc. Si bien el ideal epicúreo era el de una comunidad
de doctrina y existencia y la vida en el Jardín era concebida como una vida en común en
el sentido mas elevado, el apotegma pitagórico experimenta aquí un giro, o más bien una
radicalización: “Epicuro no consideraba oportuno que las posesiones debieran ponerse en
común, contra la opinión de Pitágoras según la cual toda cosa debe ser común entre los
amigos. En efecto, Epicuro sostenía que este es el procedimiento de gente que desconfía, y
donde no hay confianza no hay amistad” (Laercio, D., X, 2) (Cfr. Pizzolato, Luigi, L’idea di
amicizia nel mondo antico classico e cristiano, Einaudi, Torino, 1993, pp. 18-21).

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“deshonesto” (turpis)218 es todo aquel y todo aquello “que se opone


al establecimiento de la amistad” (E, IV, 37, esc. 1). “Honestidad”
es el modo de nombrar una ética de la amistad, que marca una
de las aspiraciones mas profundas del spinozismo.
¿Cómo está constituido ese arco de comunidad que se extiende
desde “ciertas nociones comunes a todos los hombres” hasta la ex-
periencia por la cual “todas las cosas, sobre todo las espirituales”
son comunes? No es la esencia –es decir, la potencia– lo que los
hombres tienen en común, pues “Lo que es común a todas las cosas
[…], lo que está igualmente en la parte y en el todo, no constituye
la esencia de ninguna cosa singular” (E, II, 37)219. La esencia es
más bien lo componible a partir del mecanismo de comunidad
que realiza la composición de formaciones complejas; lo común
no es la potencia sino aquello que complica a las potencias en una
totalidad mayor, siempre abierta, dinámica, en expansión. Lo que
establece una comunidad de singulares es, ante todo, un conjunto
variable de propiedades y actividades del cuerpo, una capacidad
suya de modificar otros cuerpos y de ser modificados por ellos
(E, II, 14), pues “…la Mente es tanto más apta para percibir más
cosas adecuadamente, cuantas más propiedades tiene su cuerpo
en común con otros cuerpos” (E, II, 39, corol.). De manera que
es a partir de una dimensión práctica que los seres humanos son
capaces de instituir formas de comunidad jamás preestablecidas
conceptualmente, en el interior de las cuales el sabio tanto dispone
su “honestidad” o deseo de amistad, como antepone su “cautela”
o ejercicio de no-comunidad, que consiste en primer lugar en un
conocimiento –“…pues mientras más observemos y mejor conoz-
camos las costumbres y las condiciones de los hombres, que por
ningún modo se pueden conocer mejor que por sus acciones, con
más cautela podemos vivir entre ellos […]” (TTP, IV, p. 141)–, y en
segundo término en una abstención de la palabra: “…la capacidad

218
  Cicerón vincula asimismo la amistad con el honestum tanto en el tratado retórico De inven-
tione (II, 161 sg.; 167) como en el Laelius (XIII, 44) y la contrapone a la “res turpes” (XII, 40).
219
  En una página particularmente compleja de La comunidad que viene (Pre-textos,
Valencia, 1996), G. Agamben presta atención a este texto de Spinoza, y deriva de él la
idea de “comunidad inesencial”. “Nada más instructivo… que el modo en que Spinoza
piensa lo común. Todos los cuerpos, dice (Eth., II, lema II) convienen en que expresan
el atributo divino de la extensión. Y sin embargo (por la prop. 37 ibid.), lo que es común
no puede constituir en ningún caso la esencia de la cosa singular. Decisiva es aquí la
idea de una comunidad inesencial, de un convenir que no concierne en modo alguno
a una esencia. El tener lugar, el comunicar a las singularidades el atributo de la extensión, no
las une en la esencia, sino que las dispersa en la existencia” (p. 18).

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Comunidad

de suspender el juicio es, en efecto, la virtud más rara […]” (TP,


VII, 27). El pensamiento político de Spinoza es así la afirmación
de un deseo de comunidad que traza el horizonte de la vida bue-
na, a la vez que el registro de todo lo que lo amenaza y obliga a la
no-comunidad: el resentimiento, el odio, la envidia, la persecución
[…] La amistad es la práctica ético-política que conjuga el deseo
de comunidad con las restricciones que impone la no-comunidad.
Respecto de esto último, en el Epistolario del filósofo se conserva
un significativo documento que muestra en acto la preceptiva de
“evitar los beneficios de los ignorantes”, el ejercicio de no-comuni-
dad con quienes se hallan predispuestos contra lo que no podrán
comprender por no ser conmensurable con su propia condición
afectiva, propensa al temor y al odio –una cosa por la otra– cuan-
do no directamente dominada por ellos. Se trata de la respuesta a
Fabritius, profesor en Heildelberg y consejero del Elector Palatino,
quien el 16 de febrero de 1673 le escribe a Spinoza en nombre del
Elector para ofrecerle un puesto de profesor ordinario en la Uni-
versidad de Heildelberg. Más allá de la amabilidad formal con la
que está formulada, la carta en cuestión deja entrever una clara
hostilidad de fondo por parte de su redactor. “Tendrá usted la más
amplia libertad de filosofar –le advierte Fabritius–, y el príncipe
confía en que usted no abusará de ella para perturbar la religión públi-
camente establecida”. La construcción negativa de la frase siguiente
resulta por demás admonitoria: “Yo no he podido menos que cumplir
con la orden del sapientísimo Príncipe (Ego Sapientissimi Principis
mandato non potui non obsecundare)”. Y finalmente: “…si usted vie-
ne aquí, disfrutará de una vida digna de un filósofo, a menos que
todo suceda en contra de lo que esperamos y pensamos (nisi praeter spem,
& opinionem nostram alia omnia accidant)” (carta 47). Son dema-
siados indicios como para que alguien como Spinoza –que dice
tener ya “experiencia en esto”– no advirtiera el carácter real de la
proposición. La respuesta es obvia; lo que sigue es su pasaje más
significativo: “…pienso, en primer lugar, que dejaré de promover la
filosofía, si quiero dedicarme a la educación de la juventud. Pien-
so, además, que no sé dentro de qué límites debe mantenerse esa
libertad de filosofar, si no quiero dar la impresión de perturbar la
religión públicamente establecida; pues los cismas no surgen tanto
del amor ardiente hacia la religión cuanto de la diversidad de las
pasiones humanas o del afán de contradecir, con el que se suele
tergiversar y condenar todas las cosas, aunque estén rectamente
dichas. Y como ya tengo experiencia de esto, mientras llevo una

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vida privada y solitaria, mucho más habré de temerlo si asciendo


a tan alta dignidad” (carta 48). No se trata, claramente, de una
renuncia ascética, ni de un desprecio “heroico”220 por los bienes
de este mundo, sino de una preservación del pensamiento, una
abstención que evita su exposición a la “ignorancia” y al fanatismo
en la cátedra universitaria; denegación cortés, por tanto, de lo que
inevitablemente redundará en perjuicio. En una sola palabra: caute.
Pero será necesario también tomar en consideración una evoca-
ción de lo “común” transversal a la determinación de la comunidad
como producción en el sentido antes aludido. Tal evocación la
leemos en una de las páginas más intensas de Spinoza, la apertura
del Tractatus de Intellectus Emendatione, que comienza del siguiente
modo: “Según lo que la experiencia me ha enseñado, todo lo que
sucede frecuentemente en la vida común (communis vita) es vano y
fútil […]” (TRE, p. 75). Se trata del único texto de Spinoza escrito en
primera persona, que ha sido leído a la vez como protréptico y como
relato de conversión221, en el que el autor pone en escena la tensión
entre los bienes de la vida común, esto es, el placer, la riqueza y los
honores, y un bien no común sino extraordinario, cuyo hallazgo
nada garantiza (cuyo hallazgo es “incierto”), pero que exige el
abandono de lo corriente, de lo habitual, de lo dado. Spinoza nos
invita aquí a operar un trastorno del orden ordinario de la vida,
concebido como decisión existencial bajo la forma radical de todo
o nada, pero que sin embargo no aduce razones trascendentes al
estatuto mismo de la vida común: no la religión sino un orden in-
manente (filosófico) de razones conduce al abandono de las riberas
familiares –pobladas de bienes “inciertos por naturaleza”– y a la
apertura a un bien soberano, por el momento desconocido, que
es asimismo incierto pero no por naturaleza sino “en cuanto a su
adquisición”. No es una certeza –a lo sumo una promesa–, sino la
experiencia lo que induce al trastorno de la vida, pues nos enseña
que todo lo que en ella sucede comúnmente es “vano y fútil”; así,
“Se agitaba en mi espíritu la cuestión de saber si acaso sería posible
acceder a esta nueva institución o al menos a la certidumbre sin
trastornar el orden y la institución común de mi vida; lo intenté
muchas veces pero en vano” (TRE, p. 76).
¿Cuál es el significado del término communis vita en el pasaje del

220
  Cfr. El ensayo de Cristofolini, P., “La cattedra avvelenata”, en La scienza intuitiva di
Spinoza, Morano, Nápoles, 1987, pp. 107-117.
221
  Ver Moreau, P-F., Spinoza. L’expérience et l’éternité, PUF, París, 1994, pp. 11-63.

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Comunidad

Tractatus de Intellectus…? ¿Cómo entender su relación con el sentido


que posteriormente –en la Ética– adquiere el término “común” en
cuanto principio de desterritorialización de lo dado, producción de
composiciones por las cuales los hombres incrementan su potencia
individual en el encuentro concordante con sus semejantes? ¿Cómo
poner en relación estos dos empleos de la palabra, aparentemente
contrapuestos entre sí?
Communis vita presenta una primera acepción de vida corriente u
ordinaria, pero parece asimismo aludir a lo que es compartido por
la mayoría de los hombres, su condición común pero no en cuanto
producida o generada sino en cuanto dada; no construcción merced
a encuentros sino facticidad inicial, inmediatez, dato. Esta manera
de vivir corriente y espontánea no es sin embargo meramente pasiva
sino más bien un tipo de praxis, que Spinoza, en un pasaje de la
Ética, llama praxis communis222. La vida común y su praxis, lo que en
un sentido clásico tal vez podríamos llamar la costumbre, no coin-
cide en absoluto con la vida ética, o bien constituye solo su límite
inferior, su punto de partida, el nivel más elemental de una genética
ético-política abierta a formas de vida insólitas y extraordinarias,
posibles siempre y únicamente por operaciones inmanentes. Será
pues la experiencia el ámbito inicial223 de una ética no empirista
sino experimentalista, que no instituye una predeterminación de
las maneras de vivir sino que proporciona ese fondo común cuya
facticidad será necesario dejar atrás en favor de la promesa de un
hallazgo, según el texto del Tractatus de Intellectus…; por medio
de una práctica de la concordancia, según la Ética. Si el primero
describe la tensión entre la vanidad de la vida común y el deseo
de un bien no afectado de incertidumbre –el itinerario a cumplir
concierne aquí a la existencia singular–, la Ética pone en el centro
de la actividad por la cual los hombres trastornan su vida tal como
les es dada, la relación con los otros hombres, esto es la amistad, la
política, la mutua agregación de potencias. De cualquier manera,
la apertura del Tractatus de Intellectus… establece ya lo esencial: “…

222
  “Por consiguiente, este ordenamiento de la vida esta perfectamente de acuerdo con
nuestros principios y con la praxis communis” (E, IV, 45, esc.).
223
 “…la experiencia –escribe P. F. Moreau– es ese terreno común a todas las vidas indi-
viduales que está registrado en un cierto modo en la memoria de todos los individuos,
aunque en cada uno de ellos haya sido llamada de una manera diversa; uno ha sido
comerciante en la comunidad judía de Ámsterdam; el otro luterano, médico y director
de teatro; el tercero noble, alemán y matemático…, pero todos han visto, frecuentado
o padecido los honores, el placer y el dinero” (op. cit., p. 57).

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nuestra entera felicidad o nuestra entera miseria dependen úni-


camente de la calidad del objeto al que nos adherimos por amor”
(TRE, p. 78).
En cuanto seres naturales, en cuanto cuerpos, los seres huma-
nos son capaces de concordar (convenire) con otros cuerpos y con
otros seres humanos, y establecer con ellos formas de comunidad.
¿Qué significa “concordar”? Convenire es tanto una adecuación o
un acuerdo entre, por ejemplo, la idea y su objeto, como el hecho
de tener algo en común con otra cosa224. Por la simple circuns-
tancia de ser modos de la extensión y, por tanto, formas capaces
de movimiento y reposo, de una cierta velocidad, etc., “todos los
cuerpos concuerdan en algunas cosas” (E, II, lema 2). La condición
inmediata de ser un cuerpo establece pues la dimensión elemental
a partir de la que se organizan sistemas de concordancia múltiples,
según los cuales nos encontramos siempre complicados en diversos
grados de complejidad con las cosas y con otros seres humanos. La
concordancia es a la vez un hecho y una operación; presenta un
aspecto físico y un aspecto ético. Ser un cuerpo significa dos cosas:
en primer lugar, ser ya una composición de corpora simplicissima
según un cierto equilibrio de movimiento y reposo, y, en segundo
término, ser con otros cuerpos, composiciones relativas y dinámicas
también ellos, con los que nos modificamos mutuamente desen-
cadenando una circulación ininterrumpida de afecciones. Ser un
cuerpo, por consiguiente, significa siempre existir en comunidad 225.
Pero, asimismo, los seres humanos se encuentran determinados
por una doble comunidad en un sentido diferente. La primera
concierne a los otros modos, cosas, animales y hombres, es decir,
a la natura naturata, en el interior de la cual se desenvuelven las
operaciones éticas y políticas por la que toda comunidad de hecho
es susceptible de variar según calidades diversas. Una segunda
comunidad concierne a la natura naturante, y respecto de ella no
cabe operación alguna sino solo una comprensión de su realidad.
“Es necesario ahora poner de manifiesto –dice Spinoza en el Tra-
tado breve– que el hombre percibe en sí mismo una doble ley […];
la primera de esas leyes tiene por causa la comunidad que él tiene

224
  Véase al respecto la nota de Rolland Caillois sobre el significado del verbo convenire en su
versión francesa de la Ética; Spinoza, Oeuvres complètes, textos traducidos, presentados y ano-
tados por R. Caillois, M. Francès y R. Misrahi, Gallimard, París, 1962 (prim. ed. 1954), p. 1428.
225
  Cfr. Matheron, A., Individu et communauté chez Spinoza, Minuit, París, 1988 (prim. ed.
1969), p. 19.

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Comunidad

con Dios; la otra, la comunidad que tiene con los modos de la


naturaleza. La primera de esas leyes es necesaria, no la segunda,
puesto que en lo que concierne a la ley que nace de su comunidad
con Dios, el hombre está siempre y sin interrupción unido a Dios;
por consiguiente debe tener siempre ante los ojos las leyes según las
cuales debe vivir para Dios y con él. Por el contrario, la ley que nace
de su comunidad con los modos de la naturaleza no es necesaria,
puesto que el hombre se puede separar de los hombres” (TB, II,
24, 7–8)226. ¿Cuáles son los casos en los que el hombre se separa del
hombre, y queda así suspendida la ley de comunidad entre ellos?
¿Cuáles, en suma, los casos de no-comunidad entre los hombres?
Sería posible mencionar aquí dos motivos fundamentales, contra-
puestos entre sí. En primer término, la “deshonestidad”, que hace
imposible la amistad y precipita a los seres humanos en la soledad:
la tiranía es su forma límite. En segundo lugar, la “cautela”, por
cuya necesidad el hombre libre se ve obligado a realizar su deseo
de comunidad –en sí mismo ilimitado– en una amistad impolítica
con unos pocos hombres libres. Pues si bien es cierto que “Nada es
más útil al hombre que el hombre mismo (homini igitur nihil homine
utilius)” y que “los hombres no pueden desear nada más excelente
para conservar su propio ser que concordar con todos en todas las
cosas (quam quod omnes in omnibus ita conveniant)” (E, IV, 18, esc.),
poco más adelante Spinoza escribe que “El hombre libre que vive
entre ignorantes, en la medida de lo posible, procura evitar sus
beneficios” (E, IV, 70). El hombre libre que vive entre ignorantes
se verá obligado a ejercer la no-comunidad, “para no hacerse
odiar” por ellos “ni ceder a sus apetitos”. Las sociedades reales se
hallan siempre tensadas por estas dos formas de vida o estilos de
existencia, que guardan entre sí una relación asimétrica: pues si la
no-comunidad del hombre libre “enseña a no odiar ni despreciar
a nadie, a no burlarse de nadie ni encolerizarse contra nadie” (E,
II, 49, esc.), el ignorante –que en cuanto tal no participa tanto de
una condición epistemológica como sobre todo de una condición
ética– se halla siempre inclinado a la persecución. De manera que

226
  Esta idea reaparece en un pasaje de la parte IV en la Ética, bajo una formulación
diferente: “Es imposible que el hombre deje de ser una parte de la naturaleza y que no
siga el orden común de ella. De todas maneras, si convive con individuos que concuer-
dan con su propia naturaleza de hombre, su potencia de obrar resultará mantenida
y estimulada, pero si, por el contrario, convive con individuos que no concuerdan en
nada con su naturaleza, será muy difícil que pueda adaptarse a ellos sin una importante
transformación de sí mismo” (E, IV, Ap., cap. 7).

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Diego Tatián

la relación entre los bioi 227 será necesariamente antagónica, conflic-


tiva, aunque no en modo frontal; pues si el hombre que vive bajo
la ignorancia y la esclavitud se relaciona con el hombre libre bajo
la forma del odio y la persecución, este último procura ante todo
aprehender los comportamientos del primero por el conocimiento,
luego evitarlo “en la medida de lo posible” y ocultar todo lo que
pudiera suscitar su resentimiento y su ira.
Si tratamos de comprender la relación entre estas dos formas
paradigmáticas de la vida humana a partir de las leyes de la
concordancia formuladas en E, II, 29–32, debería decirse que el
ignorante y el sabio no son dos maneras de existencia “diversas”
sino “contrarias”: “En cuanto efectivamente (una cosa) no con-
cuerda con nuestra naturaleza ella será necesariamente diversa

227
  Toda una reorganización spinozista de la reflexión antigua respecto de la relación
entre poiesis, praxis y theoria en cuanto determinaciones de un bios específico, es puesta de
manifiesto por André Tosel. “Mientras que la tradición antigua –escribe– interrogaba a la
physis propia del hombre a partir de la tríada poiesis–praxis–theoria, suponiendo representar
la jerarquía de los géneros de vida propiamente humanos, Spinoza recompone praxis–
poiesis–theoria en la unidad de una misma forma de vida. Toda forma de vida, todo bios,
es una unidad específica de poiesis, praxis y theoria. O, más bien, en cada género de vida, a
una modalidad de existencia del cuerpo individual, por relación a los otros cuerpos de la
naturaleza (poiesis) y a los cuerpos de la misma existencia humana (praxis), corresponde
una modalidad de existencia del alma, una modalidad de conocimiento (theoria).
Spinoza renueva… la teoría aristotélica de los bioi, que coloca la vida filosófica en rela-
ción de continuidad-ruptura con la vida práctica por una parte, y con la vida poiética
por otra…”; “…cada modo de vida es pensado a partir de su poiética y de su práctica
corporal, la cual reúne apropiación económica y comportamientos ético-políticos. El
género de vida dominado por las pasiones y la imaginación, así como el género dominado
por la actividad y la razón, se definen por la capacidad de actuar (poiética y práxica)
del cuerpo” (Tosel, A., “Quelques remarques pour une interpretation de l’Ethique”, en
Giancotti Boscherini, E. (a cura de), Spinoza nel 350 anniversario della nascita, actas del
Congreso de Urbino de 1982, Bibliopolis, Nápoles, 1985, pp. 155-159).
Tosel lleva a cabo una lectura de la Ética como libro de vida, como filosofía práctica orientada
a la liberación que, como su contrario, la servidumbre, no es pensada sustancialmente sino
en tanto efecto (“efecto de liberación”, “efecto de servidumbre”, etc.). Tal vez en este punto
sea posible aprehender la mayor vecindad entre el pensamiento de Spinoza y el de É. de
La Boétie: para ambos lo dado es la servidumbre (el carácter necesariamente “voluntario”
de esta según La Boétie se revela no obstante problemático para Spinoza), frente a la que
cabe implementar (la vida buena sería precisamente esto) una estrategia de liberación. El
“deseo de libertad” laboeciano, sin embargo, no pareciera intercambiable con la “sabidu-
ría” spinozista, o al menos no directamente; esta última comprende al primero pero no
viceversa. Si los dos modelos de vida que la Ética pone en juego son el del Ignorante y el del
Sabio, la alternativa “absoluta” que el Discours de la servitude volontaire pone de relieve es la
alternativa Servidumbre / Libertad; esta común estructura polar, aunque no se superponga
completamente en lo que respecta a su contenido, presenta sin duda analogías muy fecundas.

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Comunidad

con nuestra naturaleza, o le será contraria. Si es diversa, entonces


[…] no será ni buena ni mala; si es contraria, entonces también
será contraria a lo que concuerda con nuestra naturaleza, es decir
[…] contraria a lo bueno, o sea mala” (E, IV, 31, corol.). Las cosas
que nos son contrarias no solamente disminuyen nuestra potencia
de actuar operando en nosotros estados de menor perfección,
sino que llegan a destruir su singularidad misma. Spinoza era
bien consciente del poder de la impotencia: en cuanto impotencia
le resulta imposible la concordancia, en cuanto poder es el efecto
que procura impedirla allí donde advierte su posibilidad, o des-
truirla allí donde la encuentra realizada. La impotencia no logra
acceder a ninguna situación de concordancia o de amistad, pues
“al decir que las cosas concuerdan en naturaleza, se entiende que
concuerdan en potencia, pero no en impotencia o negación […]”
(E, IV, 32, dem.). Por lo que una sociedad establecida a partir del
miedo mutuo, o sobre un pacto que instituye las obligaciones para
con otro como el espejo invertido de los derechos con relación a
él, no es sino una prolongación de la “soledad”, dado que “…las
cosas que concuerdan solo en algo negativo, o sea, en algo que
no tienen, no concuerdan realmente en nada” (E, IV, 32, esc.).
Los seres impotentes no concuerdan pero se alían, no se man-
comunan por amistad pero se unen por complicidad228. Quienes
no son capaces de concordancia establecen acuerdos. Un “ánimo
impotente” significa tristeza, prohibición y superstición, los tres
grandes poderes del bios ignorante, que no sólo impiden la amistad
entre los hombres sino también la concordancia con las cosas que
promueven la potencia a estados más perfectos; en efecto “…sólo
una torva y triste superstición puede prohibir el placer […] Ningún
ser divino, ni nadie que no sea un envidioso puede deleitarse con
mi impotencia y mi desgracia, ni tener por virtuoso las lágrimas,
los sollozos, el miedo y otras cosas por el estilo que son señales
del ánimo impotente […] Así pues, servirse de las cosas y obtener
en ellas todo el placer que sea posible (no hasta la náusea, pues
esto no es ya obtener placer) es propio de un hombre sabio” (E,
IV, 45, esc.). Asimismo, continúa Spinoza, “alimentos”, “bebidas”,
“perfumes”, “plantas verdeantes”, “ornamentos”, “música”, “ jue-
gos”, “espectáculos”, componen el bios del hombre sabio, dado que

  La “complicidad” es exactamente la principal categoría de socialización entre los


228

voluntarios de la servidumbre y el tirano, a quienes, por el contrario, esta vedada la


amistad. Cfr. Le discours de la servitude volontaire, París, Payot, 1976, p. 221.

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concuerdan con su potencia229. ¿Un estilo de existencia concebido


según una filosofía del placer en una comunidad de amigos? No
podríamos sin embargo –aún considerando la mención positiva
que, junto a Demócrito y Lucrecio (y por contraposición a Só-
crates, Platón y Aristóteles), se hace de Epicuro en la Carta 56 a
Hugo Boxel– aprehender en la filosofía del Jardín, al menos en
este aspecto, una matriz importante del spinozismo230. Pero segu-
229
  La negación de la tristeza y el dolor como vías hacia la constancia, así como la denun-
cia de toda forma de tormento y mortificación, tiene un antecedente de importancia en
Maimónides. Para el filósofo medieval, el virtuoso “que sigue su inclinación y su dispo-
sición espiritual en sus actos y que saca provecho del placer y del deseo”, es mejor que el
abstemio “que anhela y ansía realizar malas acciones pero lucha contra esta locura, actúa
contra su impulso, su sensualidad y sus tendencias espirituales y hace el bien aunque le
resulte difícil”. Los necios “atormentan su cuerpo de todos los modos posibles, y piensan
que han hecho algo virtuoso y bueno y que se acercan más a Dios con ello, como si Dios
fuese enemigo del cuerpo y lo quisiese destruir y aniquilar; no caen en la cuenta de que
estas acciones son malas en sí y por sí” (citado por Herschel, A. J., Maimónides, Muchnik,
Barcelona, 1995, pp. 45-46). En sintonía con Spinoza, Uriel da Costa escribía en su Exemplar
humanae vitae: “Y qué decir de los gravísimos terrores y ansiedades en que la maldad de
unos hombres ha arrojado a los otros; de los cuales cada uno de ellos estaba libre tan sólo
con haber escuchado a la naturaleza, que ignora por completo cosas tales. ¿Cuántos son los
que de su salvación desesperan? ¿Cuántos los que sufren mil martirios, obsesionados por
divergentes opiniones? ¿Cuántos los que, espontáneamente, llevan una vida por completo
mísera, macerando lastimosamente su cuerpo, buscando soledades y apartamientos de
la común sociedad de los demás hombres, perpetuamente autoinfligiéndose suplicios?
¡Como que se lamentan ya como si estuvieran presentes, de los males que temen puedan
acaecerles en el futuro! Estos y otros innúmeros males los trajo para los mortales una
falsa religión maliciosamente inventada… Pero me replican que si no existiera más ley
que la natural, ni tuvieran los hombres que subsistir, como establece la fe, en otra vida, ni
temieran los eternos castigos, ¿qué es lo que les impediría empecinarse en el mal?” (Espejo
de una vida humana, Hiperión, Madrid, 1985, pp. 54-55). Este notable texto de Gabriel
da Costa –llamado Uriel entre los judíos– anticipa a Spinoza no sólo en la denuncia de la
inutilidad del martirio, sino también en la defensa de la “común sociedad de los hombres”
contra la apología de las “soledades”; en la crítica, asimismo, del uso ideológico del miedo
(“…mala, quae futura timent…”); en el rechazo, finalmente, del absurdo servilismo que
conlleva el recurso a los “eternos castigos” (poenas aeternas) para apartar a los hombres
del mal (Cfr., por ejemplo, E, V, 41, esc., y también la carta 43 a Ostens).
230
  Al igual que Spinoza, Epicuro concibe la filosofía como una actividad pricipalmen-
te práctica y el conocimiento, ante todo, como una vía de liberación. Una diferencia
fundamental, no obstante, se registra en lo que respecta a la relación amistad/política.
Spinoza establece un continuum entre ambos conceptos, formas de explicitación de un
mismo deseo ilimitado de comunidad, que si son –o pueden ser– contradictorios fáctica-
mente, no se contraponen en cuanto a su explicación genética: la amistad impolítica es
el remanente de una aspiración política imposible, pues la producción de comunidad se
ve siempre interferida e interrumpida por las pasiones tristes, que limitan la afirmacion
política desviándola hacia concreciones impolíticas, esto es, inconmensurables con las
formaciones de convivencia reales que se establecen entre los hombres, signadas, estas

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Comunidad

ramente ningún filosófo post–epicúreo como Spinoza ha vaciado


tan radicalmente de significación el sufrimiento, ni ha asestado
un golpe más definitivo al mito de su dignidad y de la redención
por el padecimiento231; la sabiduría y la libertad se articulan más
bien con una ética de la laetitia contra la tristitia, de la hilaritas
contra la melancholia 232, como operación de ruptura con todo un
“uso de las pasiones” orientado a la despotenciación de los hom-
bres. En cuanto da curso a un deseo común de sustracción de la
tristeza, de la ignorancia y de la servidumbre, la práctica de la
amistad es el ejercicio mismo de la libertad, la institución de una
forma de relación entre los hombres que cancela la alienación y la
soledad, expandiéndose según una ley de inclusividad que aspira
a una “comunidad sin restricciones” 233, virtual adición ad infini-
tum de las esencias singulares234. Concebida así como producción
ilimitada de comunidad, la Ética describe el pasaje no sólo de la

últimas, por lo negativo, la desconfianza, el temor, la esperanza, el resentimiento, la


deshonestidad. La amistad epicúrea, por el contrario, se contrapone por principio a la
sociedad política, no es su embrión irrealizado sino su negación más radical. “Si se
quisiera… indagar cual es la cosa más opuesta a la amistad y la más fecunda en aversio-
nes, se encontraría sin lugar a dudas que es la política, por la envidia que despiertan
quienes se ejercitan allí como atletas, debido a la manía de aventajar inherente a tales
personajes, para la discordia generalizada…” (Filodemo, De rethorica, II).
231
  Cfr. Préposiet, J., Spinoza et la liberté des hommes, Gallimard, París, 1967, p. 103.
232
  “Hilaritas excessum habere nequit, sed semper bona est, et contrà Melancholia semper mala”
(E, IV, 42).
233
  El término es de Matheron, A., Individu et communauté chez Spinoza, op. cit., p. 613.
234
  Si bien en el libro V de la Ética la palabra amicitia sólo se lee en el escolio de la pro-
posición X, acaso habría que reconducir los textos del libro IV a la temática que quizás
constituye el punto que articula la ecuación De potentia intellectus, seu de libertate humana,
a saber, el amor erga Deum como amor Dei intellectualis. La puesta en relación de este
concepto con la producción de comunidad aparece claramente en E, V, 20, dem.: “Este
amor hacia Dios es el sumo bien que podemos desear (appetere) según el dictámen de
la razón; es común a todos los hombres y nosotros deseamos (cupimus) que todos gocen
de él. Por consiguiente, no puede ser contaminado por un sentimiento de envidia ni
tampoco de celos. Por el contrario, debe ser tanto más favorecido cuanto más numero-
sos son los hombres que imaginamos gozan de él”. El tercer género de conocimiento
abre así el espacio para la más elevada comunidad entre los hombres, que incrementa
su intensidad a medida que mayor es la cantidad de seres singulares que participan en
ella. Tal vez sea posible pensar el sentido último de lo político spinozista como “amor
intelectual”. La scientia intuitiva concluye el trabajo de destrucción del universalismo
que habían iniciado las nociones comunes y promueve contra él –así como contra la
estadística, su variedad contemporánea– una política de las res singulares cuyo princi-
pio sería el individuo constituido por su potencia y sus pasiones, por su capacidad de
componerse con otros individuos.

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servidumbre a la libertad o de la ignorancia a la sabiduría sino


también de la amistad impolítica a una política de la amistad,
pasaje estrictamente conjuntivo que acaso no encontrará nunca
su conclusión ni su plenitud, pero que recomenzará siempre su
movimiento, aun desde las condiciones más desfavorables, cuando
parece definitivamente interrumpido, desactivado y desplazado
por la “inercia de los súbditos”, por la sumisión supersticiosa al
Uno, por la impotencia y por el miedo. Si es posible presumir que
la comunidad sin restricciones no encontrará nunca su forma
plena, tampoco el tirano podrá jamás concluir su tarea. La aspi-
ración de comunidad y la voluntad de dominio/servidumbre son
dos potencias contrarias, ilimitadas e irrealizables. La primera
podrá desplazar considerablemente el límite que le imponen las
pasiones tristes, la superstición y la obediencia servil (tal sería la
democracia spinozista), pero nunca eliminarlo; la segunda jamás
podrá suprimir completamente esos espacios de amistad, por
restringidos que sean, que deshaucian su pretensión totalizadora.
Es en virtud de esta relación de proporcionalidad inversa, que es
posible estimar la calidad de una formación social determinada.
El poder de restricción de la concordancia marca el nivel de su
servidumbre; la proximidad a la comunidad sin restricciones, el
nivel de su libertad.

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Vida verdadera

La vida buena, o más precisamente la “vida verdadera”235, la


existencia en cuanto “propiamente humana” de la que habla el
Tratado político, se vincula en Spinoza a la posibilidad de construir
una comunidad en sentido pleno, afirmativo, y cuya extensión
quedará trazada en virtud de su relación con las fuerzas que se
oponen a ella. Algo –que incluso con frecuencia excede el orden
estrictamente teorético pero que percibimos no es extraño a esa
fundamental aspiración spinozista de comunidad, de entrar en
comunidad– ha llegado a afectar a algunos de sus más sensibles y
heterogéneos lectores. “Cuando se conoce a Spinoza del todo, no
hay nada que hacer. Hay que ser totalmente amigo suyo. No hay
otra filosofía que la de Spinoza”236; “…[Spinoza], figura que hacia
nosotros mira desde las marmóreas proposiciones de la Ética, y
que cual un amigo –y sólo para los ‘amigos’ se puede, en general,
filosofar– será siempre imagen radiante […]”237; “…hoy pensamos
en Spinoza y pensamos en él como en un querido amigo que nos
hemos perdido, que no hemos tenido la suerte de conocer, o que
no nos ha conocido a nosotros. Una forma perfecta de la amistad
la de él […]”238. Hölderlin, Scheler, Borges; resulta llamativo que los
tres acentúen de forma tan elocuente la amistad, que el spinozismo
tal vez revela sólo en su dimensión más profunda. La significación
de la amistad tanto en la resistencia como en la construcción polí-
ticas, el doble estatuto impolítico y político de su concepto que es
posible aprehender en la reflexión práctica de Spinoza, se extiende
asimismo en un sentido diferente: una comunidad de lectores –que
no se restringe a la contemporaneidad, que más bien la rompe. Si
es verdad que “sólo para los amigos se puede, en general, filoso-
far” –lo que en Spinoza se verifica ya en la conclusión del Tratado

235
  Tratado teológico-político, cap. III, p. 116; O, III., p. 44.
236
  Hölderlin, F., “Las cartas de Jacobi sobre la doctrina de Spinoza”, en Ensayos, Hipe-
rión, Madrid, 1983, p. 15.
237
  Scheler, M., “Spinoza”, en AA. VV., Trapalanda, Biblioteca Babel Argentina, Buenos
Aires, 1933, p. 78.
238
  Borges, J. L., “Baruch Spinoza”, en Borges en la escuela freudiana de Buenos Aires, Agal-
ma, Buenos Aires, 1993, p. 72.

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breve: “Tan sólo me resta para terminar todo esto, decir a los amigos
para los que escribo este tratado: no os admiréis de estas novedades, ya
que bien sabéis que una cosa no deja de ser verdad porque no es
aceptada por muchos”–, la operación de escribir la filosofía, y más
aún –como es el caso– hacerlo a riesgo de la propia vida, presupone
el deseo de una comunidad de lectores en cuanto comunidad de
amigos, que no se agota en el presente ni en la presencia sino que
llega hasta nosotros tal vez por eso mismo; una voluntad de amistad,
o una potencia de amistad podría decirse, que se extiende hacia
amigos potenciales de cualquier tiempo y a quienes –según la cita
de quien acaso haya sido el mayor spinozista del siglo XIX– revela
su contundencia inequívoca: “Cuando se conoce a Spinoza […] no
hay nada que hacer. Hay que ser totalmente amigo suyo”. Habrá
siempre un misterio en la filosofía escrita, en el hecho de escribir
filosofía, por consiguiente de incluir a los otros en el propio tra-
bajo con las ideas; más aun cuando, como en el caso de Spinoza,
no intervienen en ello ni la riqueza ni los honores. Se escribe, tal
vez, por amistad.
En muchos sentidos Spinoza interpela a nuestro presente y a la
filosofía que lo tiene por objeto –ya desde Kant sabemos que es la
actualidad el objeto eminente de la filosofía moderna y que su des-
tino en cuanto tal es el de ser una reflexión de la época, una “on-
tología del presente”. Hay algo en Spinoza, su aspecto preilustrado
tal vez, que revela toda su fuerza en el momento en que se discute
de manera casi hegemónica sobre el estatuto de la modernidad,
sobre su crisis, sobre el hecho de si debe abjurar de sí. La de Spi-
noza no es una filosofía del presente; reflexiona el presente, pero
desde un pensamiento que no se agota en él ni lo tiene por objeto
principal. Quizás por eso, en cuanto filosofía, podemos encontrar
aquí una potencia crítica capaz de intervenir en nuestro momento
de manera significativa.
En L’anomalia selvaggia, Antonio Negri habla de una línea vic-
toriosa de la modernidad integrada por Hobbes, Kant y Hegel,
y de una línea postergada, una tradición cancelada, que estaría
constituida por Maquiavelo, Spinoza y Marx. Sin embargo, nues-
tro mundo es también maquiaveliano y marxista; no es posible
pensarlo sin Maquiavelo ni Marx, incluso si, parcialmente, desde
otro ángulo, quizás podríamos considerar a ambos como parte de
una modernidad suspendida y derrotada en el sentido de las Tesis
benjaminianas sobre filosofía de la historia. No es el caso de Spi-
noza. Tal vez ningún otro pensador moderno como él haya tenido

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Vida verdadera

menos incidencia –particularmente política– en la conformación


del mundo contemporáneo, ni menos relevancia en el sentido de la
Wirkungsgeschichte. No es un “pensador esencial” ni desde el punto
de vista de la “historia del ser” –de hecho Heidegger no lo considera
como tal ni se detiene en él en su desmontaje de la ontoteología,
y a nuestro entender no podría aducirse seriamente al respecto el
judaísmo de Spinoza–, ni tampoco en rigor desde la perspectiva de
la historia dominante del pensamiento político. No ha habido un
spinozismo real, realizado; se trata más bien de una senda perdida
de la modernidad.
Ante todo, la invocación spinozista de una “vida verdadera”
se desentiende de cualquier espíritu de utopía. La existencia
liberada del “engaño” y de la “sumisión supersticiosa” en favor
de una obediencia razonable, en la medida en que razonables
sean las instituciones políticas que un conatus colectivo se da a sí
mismo, encontraría su forma plena –“tan difícil como rara”– en
una comunidad de hombres cuya cohesión no esté dada ni por
el temor ni por la esperanza –no obstante conceder Spinoza a
esta última una cierta necesidad en el desarrollo de los procesos
sociales en general. Esperanza y miedo son, en cuanto pasiones
políticas dadas por naturaleza, las condiciones de posibilidad
últimas de la dominación –sin aquellas esta sería apenas po-
sible–; es sobre un estado afectivo determinado por ellas que
trabaja el Uno para lograr la subordinación supersticiosa de
los muchos. La aspiración spinozista de una vera vita se vincula
a la posibilidad relativa de una vida más allá del temor y de la
esperanza –que seguramente no encontrará una concreción po-
lítica plena, pues sólo una realización ética por parte del sabio
podrá acaso llevar este ideal a su extremo. Esperanza y miedo
son motivos de asociación por impotencia, que no obstante con
toda probabilidad no podrán nunca ser cancelados del todo.
Mas en sentido estricto, los hombres entran en comunidad no
en virtud de su impotencia sino de su potencia, de lo que tienen
positivamente en común. Esa positividad remite en Spinoza no
sólo a la razón sino también a la vida afectiva, a las pasiones en
la medida en que devienen afectos de afirmación de sí y de los
demás. Considerados de este modo, los afectos –y no un desa-
pasionamiento que vuelve inmunes a los seres humanos entre
sí– son la materia misma de una comunidad de hombres que
llevan una vida “verdaderamente humana”. Esa comunidad no
está dada, esa comunidad se construye. No hay una comunidad

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sustancialmente determinada a la que se pertenece en virtud de


propiedades –no hay pues un proprium–, sino una genética de
la comunidad en la que se entra merced a ciertas operaciones,
políticas y éticas. El espacio público se halla así siempre o bien
en expansión o bien en retracción; se constituye como una mix-
tura variable de palabra libre y silencio; de composición de una
utilidad común y amenaza; de “honestidad” y cautela. Ante las
pasiones que activan la persecución y “separan a los hombres
de los hombres” –que estarán siempre allí, hegemónicas en la
tiranía, minimizadas en la democracia–, el hombre libre com-
prende la inutilidad del enfrentamiento, evita las rixae, no da
motivos de odio. Su virtud se muestra “tan grande cuando evita
los peligros como cuando los vence” (E, IV, 69). Habrá que llegar
al siglo XVIII para que la filosofía se haga militante y se conciba
a sí misma como herramienta de confrontación: a los poderes,
al fanatismo, a la injusticia. No es aún el caso de Spinoza. La
cautela es la preservación práctica de las palabras y de las ideas
–la inteligencia frente a la amenaza objetiva–, que acota la vo-
luntad de comunidad en virtud de un realismo no melancólico
ni utópico ni desencantado; un realismo que busca aprehender
la realidad de los seres humanos como estímulo y materia de la
reflexión política y no como su imposibilidad o inutilidad. Y la
realidad de los seres humanos –aquello que los une así como lo
que los separa– tiene que ver de manera prioritaria con las pa-
siones. Frente a la tradición clásica en su mayor parte –frente a
los Philosophi–, Spinoza no disocia nunca la búsqueda de la vida
verdadera –que conjuga conocimiento y libertad, que reconcilia
filosofía y política– de un punto de partida fáctico, de una aten-
ción por lo que los hombres “son”; frente a Hobbes, no reduce
la reflexión política a un constructo orientado a la preservación
del summum malum, sino que la instituye más bien como una po-
sibilidad que los hombres tienen de alcanzar su libertad mayor,
su máxima potencia, su perfección; frente a los Politici, en fin,
que se ocupan de “tender trampas” y desarrollar técnicas de as-
tucia lo más eficaces posible para engañar y controlar, Spinoza
concibe una política sin dominación, desreifica la “experiencia”
y eventualiza lo que los hombres son. A partir de lo que son, el
autor del Tratado político remite a lo que los hombres podrían ser,
sin que ello signifique apartarse de lo que está “perfectamente
acorde con la práctica”, sin la presuposición de la “edad de oro
de los poetas” ni de ninguna utopía por relación a las cuales,
precisamente, la política sería innecesaria e inútil.
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Vida verdadera

Si, como fuera señalado por algunos importantes estudiosos de


la política en nuestro siglo, la “despolitización” del cuerpo colectivo
ha sido una de las derivaciones más significativas de la filosofía po-
lítica posthobbesiana, el pensamiento de Spinoza se sustrae pues a
este proceso en virtud del cual la filosofía política moderna habría
cancelado paradójicamente su objeto –la política misma–, cuya
materia –el conflicto– resultaría irrepresentable para la concep-
tualización filosófica, orientada siempre al orden y a la unidad239.
Según la posibilidad de una lectura anticontractualista de las obras
de Spinoza240, el autor de la Ética y del Tratado político en particular
concibe que la potencia común y la capacidad de afirmación –y
resistencia a todo aquello que amenaza dicha afirmación– por parte
del conatus colectivo, son en esencia indelegables, intransferibles e
irrepresentables. Repolitización pues de la “multitud”, que significa
una equidistancia de cualquier teología política y de la neutraliza-
ción hobbesiana de la potentia natural de los individuos; antes bien,
el programa spinozista sería el de instituir un espacio colectivo de
absoluta inmanencia –cuyos principios no han de ser buscados en
ninguna instancia que trascienda el campo político mismo– en el
que los cuerpos no estén separados de su potencia. Continuidad,
por una parte, entre el derecho natural y la construcción política
–esta no presupone la suspensión de aquel, sino que posibilita a la
vez su expresión y su enmienda–; y por otra parte inmanencia es-
tricta en la manera de concebir y gestionar la existencia en común.
Lo político, en fin, ni representa una trascendencia, ni puede ser
representado por ella.
La “comunidad inesencial” spinozista se sustrae a cualquier reifi-
cación y prescinde de un fundamento que la preceda; si se quisiera
decirlo en positivo, podría afirmarse por inversión que toda comu-
nidad es “comunidad existencial”. No es en cuanto “individualistas
posesivos” sino en virtud del complejo inescindible que forman
los conceptos de “utilidad” y “generosidad” que los seres humanos
entran en comunidad con sus semejantes. Uno de los más extraor-

239
  Cfr. de Esposito R., Los confines de lo político. Nueve pensamientos sobre política, Trotta,
Madrid, 1996, pp. 19-37, y del mismo autor, la introducción a su compilación de textos
sobre lo impolítico en Oltre la politica. Antologia del pensiero “impolitico”, Mondadori,
Milán, 1996.
240
  Sostenida, entre otros, por A. Negri, É. Balibar, A. Matheron, Lucien Mougnier Po-
llet y Emilia Giancotti, quien lee en clave anticontractualista no sólo el Tratado político
sino también el Tratado teológico-político (Cfr. su introducción a Antonio Negri, Spinoza
sovversivo. Variazioni (in)attuali, Pellicani, Roma, 1992).

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Diego Tatián

dinarios pasajes de la Ética, el texto en el que Spinoza pareciera sus-


traerse a la lógica del interés e interrumpir el estricto naturalismo
que domina el razonamiento, lo leemos en el escolio de E, IV, 32: “Si
ahora se pregunta, en el supuesto de que un hombre, mediante la
perfidia, pudiera liberarse de un inminente peligro de muerte, ¿aca-
so la regla de la conservación de su ser no le aconsejaría, sin duda
alguna, que fuese pérfido? Se responderá de la siguiente manera:
que, si la razón aconsejara eso, lo aconsejaría a todos los hombres;
y, de esta suerte, la razón aconsejaría absolutamente a los hombres
no contraer más que pactos dolosos en orden a unir sus fuerzas y
contar con leyes comunes; es decir, aconsejaría, en realidad, que
no tuviesen leyes comunes, lo cual es absurdo”. En máxima tensión
con el principio de supervivencia que servía de punto de apoyo a
la arquitectura política de Hobbes, y que pierde aquí su carácter
absoluto, el texto mentado pareciera más bien anticipar el motivo
mayor de la ética kantiana, que prescribe suspender la parcialidad
y las condiciones subjetivas establecidas por el interés para adecuar
la vida a la razón; o dicho de otra manera: guiar la existencia y los
actos no por el principio del mayor beneficio particular sino por
el pensamiento. En una palabra, subordinar la reflexión al hecho
de que hay otros y, una vez extraídas todas las implicancias de
lo que esto significa, no hacer de sí mismo una excepción. En la
misma línea que el precepto socrático según el cual es preferible
padecer un daño a cometerlo, el pasaje en el que Spinoza muestra
el carácter autocontradictorio de la perfidia para librarse de un
peligro de muerte pareciera intervenir en la inmediatez de la vida
para desactivar la hegemonía de la conveniencia, mas en este caso
no como una brecha de “idealismo” que se contrapone desde fuera
a los grandes móviles de la conducta humana explicitados por el
realismo político. Aunque aparentemente contradictorio con el
modo en el que Spinoza concibe el derecho natural, el escolio de
E, IV, 72 más bien lo presupone y, sin abolirlo, se articula con él.
Dicho pasaje establece algo así como una falla, un punto disruptivo
en virtud del cual el bios político spinozista se desplaza del reino de
la necesidad al reino de la libertad –siempre que consideremos a
esta última como una dimensión de la primera. Pero lo central aquí
es la ausencia de una dialéctica del amo y el esclavo, la ausencia de
una voluntad de reconocimiento que presuponga el sometimiento
del otro. Spinoza sustituye la idea de poder en cuanto conjunto de
medios e instrumentos de que se disponen para imponer a otros

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Vida verdadera

la propia voluntad241, por la noción de potentia, que no es instru-


mental y que no se desarrolla ejerciéndose sobre otros sino con ellos.
En la medida en que es expresada por pasiones como el odio, la
envidia, la venganza, el resentimiento –en la medida en que, por
consiguiente, nuestra potencia actual consista en el deseo de des-
truir a otros, competir con ellos, experimentarse y autoconcebirse
por relación a la debilidad ajena–, en ese caso estamos ante un
modo de darse muy particular de la potencia, que Spinoza llama
exactamente por su contrario: impotencia. Toda voluntad de poder
es impotencia. Si aquella es necesariamente contradictoria con la
de los otros, se vincula por tanto al sometimiento –y sólo puede ser
limitada por la asociación o por el pacto–, la potencia es en esencia
inclusión, agregación, expresión positiva y común, co-afirmación;
el problema político será pues el de cómo transformar la voluntad
de poder en potencia.
Al mismo tiempo, frente a las pasiones de odio –es decir, la
impotencia, la voluntad de poder que afecta tanto a quienes im-
ponen una obediencia servil como a quienes no se resisten a ella
y la asumen–, el deseo de construcción política es mediado por
una cautela que lo restringe tanto como tanta sea la primacía de
la impotencia exterior que lo amenaza: la aspiración política de
una comunidad sin restricciones deviene así ejercicio de la libertad
en formas impolíticas y parciales de comunidad, que encuentran
expresión en la idea de amicitia, esto es, el ámbito en el cual hay
comunidad radical –en el que “todas las cosas, sobre todo las espi-
rituales, son comunes”.
Dos son los legados de Spinoza que se han querido poner de
relieve: frente al mundo despolitizado de la modernidad triunfante,
un elogio de la política como modalidad eminente de expandir
nuestra esencia y desarrollar nuestra potencia de existir; frente
al mundo de la dominación total y al total imperio de la voluntad
de poder –nuestra verdad histórica–, la necesidad de “abandonar
el territorio”, por así decirlo, en favor de encuentros y comporta-
mientos impolíticos que conserven y realicen paradójicamente el
antiguo ideal político de libertad.
Una lucidez es lo que activa el pleno ejercicio político o la
cautela impolítica; una lucidez es lo que decide el caso. Un
amor intelectual, si se quiere, nunca una ruptura reaccionaria
con el mundo.

241
  Cfr. la definición hobbesiana en Leviatán, I, 10.

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Diego Tatián

Tal vez el legado spinozista haya obtenido su expresión perfecta


en quien fuera uno de los más relevantes poetas de nuestro tiempo
(el genitivo es aquí, sobre todo, objetivo):
que Baruch, el que nunca
lloraba,
pula en torno a ti
la angulosa,
incomprendida
lágrima vidente.
Paul C elan, Pau, más tarde

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Índice

Prefacio a la segunda edición........................................................... 5


Prólogo de Remo Bodei..................................................................... 9
Agradecimientos.............................................................................. 11
Referencias....................................................................................... 15
E xcomunión y libertad......................................................................17
Vida común........................................................................................ 37
A mistad.............................................................................................. 49
A dulación. ........................................................................................ 67
Odio................................................................................................... 87
A mbición.......................................................................................... 109
Miedo, esperanza, amor.................................................................. 127
Comunidad. ..................................................................................... 145
Vida verdadera.................................................................................161
Bibliografía.................................................................................... 169

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