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Alfonsina Storni
& Juana de Ibarbourou
La misteriosa
maternidad del verso:
3 conferencias
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Las siguientes conferencias tuvieron lugar en 1938,
en Uruguay. Ahora bien, la presente publicación
está basada en la edición de la editorial La Vorágine, del 2021.
Fueron modificadas la portada y contraportada.
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ÍNDICE
Introducción:
Storni, Mistral, Ibarbourou:
encuentros en la creación
de una poética feminista / Lorena Garrido 5
Posfacio:
Tres mujeres tristes / Jorge Arbeleche 45
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Introducción:
Storni, Mistral, Ibarbourou:
encuentros en la creación
de una poética feminista1
Lorena Garrido
5
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El año 1938 el Ministro de Educación de Uruguay organizó un curso
de verano llamado “Curso sudamericano de vacaciones” en la Uni-
versidad de Montevideo. A una de las sesiones fueron invitadas las
mayores exponentes de la poesía del cono sur de ese momento:
Juana de Ibarbourou, de Uruguay; Alfonsina Storni, de Argentina y
Gabriela Mistral, de Chile, para hablar de su labor poética y explicar
cómo escribían sus versos.
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estas escritoras? Analizaré brevemente la ponencia de cada una de
ellas para luego referirme a los intercambios personales y literarios
entre las visiones de estas poetas.
Juana de Ibarbourou
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Como punto de partida, es necesario considerar que entonces,
tal y como afirmaran Sandra Guilbert y Susan Gubar5, era común,
y casi necesario para las escritoras, rebajar sus palabras. Ibarbou-
rou comienza su discurso, titulado Casi en pantuflas, precisamente,
afirmando lo difícil que es referirse a su obra poética al carecer ésta
de trascendencia. No parece haber, de este modo, ningún indicio
de feminismo en la introducción de su ponencia; de hecho, al de-
finir la labor del poeta (al cual considera un medium entre una voz
superior y la poesía), lo define como un hombre, usando el gené-
rico que incluye y diluye la existencia de la mujer. Hasta ese mo-
mento, Ibarbourou no transgrede el discurso patriarcal en ninguno
de sus aspectos: rebaja su trabajo al ser mujer, no considera hacer
ningún aporte intelectual, define al poeta como un hombre. Pero
aquí es donde se produce un giro importante en su línea argumen-
tal: “Y se llame Wilde, o Verlaine, o Darío, o Baudelaire, o Rimbaud
o D´Annunzio y sea un vagabundo, un vicioso, un bebedor, un egó-
latra. Lo mismo es para la humanidad reverente, y lo mismo, sobre
todas las brumas, triunfa su llama”. Es decir, según Ibarbourou, la
gente suele darle al poeta una áurea de santidad que no posee,
especialmente el poeta por antonomasia, un hombre. Y lo que es
más, por el hecho de ser poeta y hombre, su capacidad creadora
no es cuestionada ni su vida es puesta en tela de juicio. Ibarbourou
refuerza esta idea con el ejemplo de Verlaine:
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decir que se sabe atrapada en una “época de realidad impositiva
y rotunda”. Por eso al referirse a su manera de crear confiesa una
vida sencilla, que la aleja del estereotipo del poeta hombre. Para
Ibarbourou, como para las otras dos escritoras, tal y como veremos
más adelante, el acto de creación poética ocurre en soledad, en un
ambiente simple y cotidiano:
“– ¿Se suelta usted el pelo para hacer versos? No –le contesté tor-
pemente–. Mi moño no me impide recibir el mensaje de los dioses.
Resentida y decepcionada, me dio vuelta la espalda. Estoy segura
que nunca más abrió mis libros”.
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Ibarbourou denuncia en esta historia de apariencia inocente o sim-
plemente graciosa el riesgo de ser olvidada como escritora, si no se
calza con el patrón impuesto para la mujer. Por eso su ponencia la
termina volviendo a referirse a esta historia diciendo:
Alfonsina Storni
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destacaron en la poesía”7. Ya en El dulce daño, su segundo libro,
aparecen temas relacionados con la problemática feminista. Los
arquetipos femeninos son parodiados, en muchos de sus poemas
como “La loba”, así como en otros como “Tú me quieres blanca” y
“Hombre pequeñito”, donde ironiza la figura del hombre, un ser in-
ferior a la mujer, pero paradójicamente su opresor. En su ponencia,
titulada Entre un par de maletas a medio abrir y las manecillas del
reloj, escrita en un tren la noche anterior, Storni revela sus prime-
ros años de vida y su relación con la literatura, relatando hechos
anecdóticos como haber robado el libro con que aprendió a leer a
los seis años. Y luego lo que ella considera el germen de su labor de
escritora: la mentira:
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cribo mi primer libro de versos, un pésimo libro de versos. ¡Dios te
libre, amigo mío, de La inquietud del rosal...!
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Storni continúa su conferencia planteando un tema que ha esta-
do presente en la crítica literaria, que identifica la poesía como casi
completamente autobiográfica; problema que afecta a los poetas
en general, pero particularmente a las mujeres, cuyos poemas se
suelen analizar en relación con sus vidas. Si esto fuera cierto, la la-
bor de las poetas sería menor, ya que no implicaría ningún trabajo
creativo. Storni dice:
Gabriela Mistral
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Mistral parte su presentación invocando a otras poetas urugua-
yas que antecedieron a nuestras escritoras: Delmira Agustini y Ma-
ría Eugenia Vaz Ferreira. Mistral es la única de las tres que hace
referencia a otras poetas en su discurso y que se inserta a sí misma
dentro de una tradición no patriarcal en la poesía: “Me siento como
una acumulación de hablas reunidas. Apenas llevo el acento indi-
vidual, la voz que lleva un nombre solo”. Junto con ello, prosigue
su presentación, advirtiéndole al Ministro de Educación urugua-
yo, quien ha organizado este encuentro, de que no encuentre la
respuesta que busca en esta conferencia: “Yo me temo que vaya a
fracasar la linda intención del Ministro Aedo de someternos a una
encuesta verbal, a una confesión clara, a un testimonio. Me temo
que fracase a causa de nuestra malicia de mujeres y, sobre todo, de
nuestro radical desorden de mujeres”.
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tierno, ingenuo e infantil. Me da la ilusión de haber estado algunas
horas en mi patria real, en mi suelto antojo de costumbres, en mi
libertad total.
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Con este discurso, Gabriela Mistral deja clara su postura frente
a la escritura y la poesía y su visión me parece que revela una con-
ciencia feminista que servirá de ejemplo para las generaciones de
escritoras posteriores.
Intercambios
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De Juana de Ibarbourou dice: “la naturaleza no ha querido dar su
ancha fórmula y cuanto deja la naturaleza, es decir, Juana no puede
contarles, curiosísimos varones interrogadores, cómo guarda disi-
mulada su feminidad entera, cómo suelta la luz sin que le cueste
trabajo (...) Estas son cosas muy serias aunque parecen inocentes”.
Mistral da con la clave de la escritura de Storni, Ibarbourou, tal vez
porque lo sabe por experiencia propia: ambas de una forma u otra,
revelan sólo una parte de lo que quieren decir. Ambas subvierten el
discurso patriarcal: Juana, por medio de un aparente candor; Alfon-
sina, por medio de la ironía.
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Casi en pantuflas
Juana de Ibarbourou
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El pobre lego de aquel cuento de France que se llamó El Titiritero
de nuestra Señora, me ha dado un ejemplo de conformidad que
mucho me sirve en la vida. De él quiero aprender, entre otras míni-
mas cosas inefables, a no tener el orgullo de dar, sino solamente, la
beatitud de dar.
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de la misteriosa maternidad del verso.
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dero poeta —el mimetismo artístico es la forma más frecuente y
más completa del engaño humano— siente dentro de sí una es-
pecie de mediumnidad que le hace confiado y humilde. Humilde,
porque sabe bien que se le ha elegido para esa voz, como se elige
un órgano para los cantos sacros. Él, en sí mismo, en simple cifra
humana, no es más que un instrumento. Lo que se respeta en ese
hombre victorioso es la elección de lo alto. Y tanto se respeta, tanto
los demás hombres se inclinan ante el privilegio de haber sido de
este modo preferido por el Gran Otorgador, que se le disculpan al
pobre ser humano lleno de flaquezas todos sus errores y caídas,
sólo porque en el vaso endeble se transparenta la chispa inmortal
que Dios encendió dentro de su arcilla perecedera. Y se llama Wil-
de, o Verlaine, o Darío, o Baudelaire, o Rimbaud, o D´Annunzio, y
sea un vagabundo, un vicioso, un bebedor, o un ególatra, lo mismo
es para la humanidad reverente, y lo mismo, sobre todas las bru-
mas, triunfa su llama. Hubiera sido curioso preguntarle a Verlaine,
que sobre las mesas de los cafés y entre ajenjo y ajenjo escribía
sus poemas, cómo realizaba su obra. El pobre ser, tartamudo de
alcohol, con los ojos turbios y el entendimiento turbado, se hubiera
encogido de hombros, más elocuente en su respuesta muda que
en la pretensión de explicarse con cien palabras hipantes y tartajo-
sas, Rimbaud, el genial adolescente trotamundos, escribió sus ma-
ravillosos poemas acurrucado al borde de los lejanos y misteriosos
caminos de Asia y Oceanía, sobre la tapa de su cajón de vendedor
ambulante. Una simple madera sin cepillar separaba dos mundos:
arriba, la fastuosidad de sus versos que le darían la gloria; debajo,
entre el pequeño cajón de negruzcas paredes, la falsa riqueza de los
abalorios y la fealdad de su mercancía barata. Pero instintivamente
la gente cree que el poeta, como el hierofante, siempre ha de estar
revestido de sus ropajes de ceremonia y que no es posible que el
privilegio de la creación inmortal no se halle rodeado de pompa.
Se burla D´Annunzio, histrión; se sonríe de las vestiduras flotantes,
los rojos velos y las lámparas veladas de madame de Noailles, y, sin
embargo, le cuesta aceptar que el poeta, su poeta, sobre todo sea
sólo ese hombre más o menos elegantes, más o menos pulcro, con
quien se ha cruzado por la calle, y que, como todos, le ha devuelto
normalmente su saludo. A mí misma se me pregunta con frecuen-
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cia: —¿Cuándo hace usted sus versos? ¿a qué hora? ¿Cómo? En
muchas pupilas he visto una ansiedad tan grande de recibir una
confidencia excepcional, que ganas me han dado, más de una vez,
de ponerme a fraguar una suntuosa autonovela. Pero en esta épo-
ca de realidad impositiva y rotunda, la creación artística apenas si
es dueña del lujo de un poco de soledad para dar vida al poema, y
aquella mise en scène de los románticos no cabe en este siglo de la
mecánica que concede luz y voz a nuestras cosas sintéticas. Por mi
parte, verazmente, yo no puedo decir sobre mí misma sino cosas
muy comunes. Eso me entristece un poco. Sería muy lindo autori-
zar una leyenda y rodearse de una aureola espectacular.
—¿Se suelta usted el pelo para hacer versos? —No —le contesté
torpemente—. Mi moño no me impide recibir el mensaje de los
dioses.
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rrestre lleno de árboles y de viviendas pobres, quizá no sea hábil.
Confesar que no tengo una hora determinada para el advenimiento
lírico, y que todas me resultan igualmente buenas si mi vida, muy
llena de obligaciones, me concede alguna-mejor si es nocturna-en
el correr de las veinticuatro del cuadrante, posible es que defraude
a muchos. Pero la verdad tiene una pacífica y cómoda belleza y bajo
ella me amparo. La luz solar también es poesía.
—anoche hice unos versos que quizá no estén mal. ¿quiere usted
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que se los lea, o que se los diga?
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declamatoria que hubiese hecho sonreír a algunos y a los demás
les hubiese dado base para una de esas leyendas que suelen correr
sobre los artistas:
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Entre un par de maletas a medio abrir
y las manecillas del reloj
Alfonsina Storni
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Estoy en San Juan; tengo cuatro años; me veo colorada, redonda,
chatilla y fea. Sentada en el umbral de mi casa muevo los labios
como leyendo un libro que tengo en la mano y espío con el rabo
del ojo el efecto que causa en el transeúnte. Unos primos me aver-
güenzan gritándome que tengo el libro al revés y corro a llorar de-
trás de una puerta.
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ba cargada de noticias espeluznantes; vivo corrida por mis propios
embustes; alquitranada en ellos; meto a mi familia en líos; invito a
mis maestros a pasar las vacaciones en una quinta que no existe;
trabo y destrabo; el aire se hace irrespirable; la propia exuberancia
de mis mentiras me salva. En la raya de los catorce años, abandono.
A los doce años escribo mi primer verso. Es de noche; mis familia-
res ausentes. Hablo en él de cementerios, de mi muerte. Lo doblo
cuidadosamente y lo dejo debajo del velador para que mi madre
lo lea antes de acostarse. El resultado es esencialmente doloroso;
a la semana siguiente, tras una contestación mía levantisca, unos
coscorrones frenéticos pretenden enseñarme que la vida es dulce.
Desde esa edad hasta los quince, trabajo para vivir y ayudar a
vivir. De los quince a los dieciocho, estudio de maestra y me recibo
Dios sabe cómo. La cultura literaria que en la Normal absorbo para
en Andrade, Echeverría, Campoamor...
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de familia en familia, de mujer en mujer.
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o amplificadores que modificaron la transmisión.
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Conferencia
Gabriela Mistral
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Señores Ministros:
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a una sola uva exprimidas en la manaza extendida del averiguador.
Allí está, ahí, el agua cayendo llena de luz y de gozo. Beber, callar
mientras se bebe y agradecer. Esa es toda la política que nos co-
rresponde, a mujeres y a hombres, respecto del caso de Juana de
América.
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Alfonsina, hermana siamés mía por virtud de la cordillera que
nos puso a querernos sin mirarnos nunca a la cara, una del este, la
otra del oeste. Cada vez que yo he querido definirla, o sea confesar-
la, se ríe de esta Gabriela medio cabrera del valle de Elqui y medio
lectora de la cartilla. Aquí está Alfonsina en recinto oficial y en me-
dio de ceremonia pedagógica, haciendo una vez más su jugarreta.
Alfonsina es una abeja inédita entre las abejas contadas por los
poetas griegos. Ella es la abeja que en el vuelo se persigue a sí mis-
ma, antes de caer sobre el matorral de mirtos. La abeja que danza
un baile a veces desgarrante, buscando su propia carne para san-
grarla con un gesto de juego, que yo le entiendo y que suele hacer-
me llorar.
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El tema que me dieron fue esto: cómo hace usted sus versos. Y
me ha hecho acordar de una preciosa parábola de Pedro Prado, el
chileno.
Pedro Prado cuenta que una vez una señora entró a un jardín
y le pidió una rosa al jardinero, con esa tremenda superficialidad
que tenemos las mujeres, una rosa. Pero el jardinero era un va-
rón muy profundo, era un viejo jardinero, muy vivido. Y el jardinero
le contesta: Yo le doy a usted la rosa, la que quiera, siempre que
la corte donde ella comienza. Entonces la señora se va derecho a
cortar, allá a medio tallo, por ahí. Y le dice el jardinero: No, la rosa
no comienza ahí. ¿Usted cree que la rosa va a comenzar casi en
el pedúnculo? ¡Ah! Dice la señora, y entonces va con la tijera más
abajo. ¡Ah, no! Le dice, es que usted se equivoca. ¿Usted cree que
ahí comienza esa cosa florida que hay allá arriba? ¿Y con qué savia
se alimentaría? ¡Ah! Dice la señora, y va a cortar sobre el suelo. ¡Ah
no! Le dice el jardinero, ¿usted cree que es ahí precisamente donde
ella comienza? ¿Y la raíz? ¡Ah! dice ella, entonces la voy a arrancar.
Y le dice el jardinero. ¿Usted cree que comienza en las raíces? ¿Y de
dónde vendría todo lo que tiene? La señora se queda muy perpleja
y no la cortó.
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Habría que comenzar con toda la muchedumbre de nuestros an-
tepasados. ¡Menudo trabajo contar cómo se hacen los versos!
Yo escribo sobre mis rodillas, en una tablita con que viajo siem-
pre, y la mesa escritorio nunca me sirvió para nada ni en Chile ni en
París ni en Lisboa.
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Escribo sin prisa generalmente, y otras veces con una rapidez
vertical, de rodado de piedras en la cordillera.
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ruidos de la naturaleza, que de más en más se me funde en una
especie de canción de cuna. Pinares, marejada, ruido de álamos,
todo eso al llegar a mi oreja viene, solamente viene, en un ritmo de
canción de cuna.
Por otra parte, tengo todavía la poesía anecdótica que tanto des-
precian los poetas mozos.
Yo creo que cuando nacemos, los que vamos a hacer versos trae-
mos en el ojo una viga atravesada. Esa viga atravesada nos deforma,
ya sea transfigurándolo o en otra forma, todo lo que miramos y nos
hace para toda la vida antilógicos y antirrealistas. El llamado poeta
realista no existe. De manera que esa viga nos hace a veces ver
amarillo lo que es negro, y nos hace ver redondo lo que es cuadra-
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do, y nos hace caminar entre una serie de disparates maravillosos.
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Posfacio:
Tres mujeres tristes
Jorge Arbeleche
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En este año de 1998 en que se cumplen y celebran algunos cente-
narios como el de la casi mítica y discutida “Generación del 98” o
el nacimiento de dos eminentes poetas de ’27, como son Vicente
Aleixandre y García Lorca, aquí en este recóndito rincón del Sur,
donde América hace esquina con el Océano Atlántico, recordamos
un encuentro especial. En esta hoy ventosa Montevideo otoñal
hace sesenta años se celebraba una magna fiesta del espíritu, como
se decía entonces, bajo el radiante sol de enero del verano austral,
en el Instituto Alfredo Vázquez Acevedo, principal centro de estu-
dios de educación preuniversitaria, se reunían las entonces llama-
das “las tres poetisas del Sur”; ellas eran Gabriela Mistral, Alfonsina
Storni y Juana de Ibarbourou.
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la que destila un dejo de ironía. Su indumentaria es clásicamen-
te femenina, desde su vestido estampado hasta su sombrero y sus
guantes, e, incluso, una estola de piel en pleno verano. Ella es la
que reúne mayor número de atributos femeninos exteriores refe-
ridos a la vestimenta: flores (en el diseño de la tela de su vestido),
guantes, sombrero, piel. Es menuda, más bien de baja estatura y
delgada. Hace un nítido contraste con la figura de la chilena. En
Juana de Ibarbourou se advierte una expresión melancólica, seria,
las manos juntas, es baja y delicada, elegante a la vez que discreta
y parece más joven que las otras aunque tiene los mismos 46 años
que la Storni. Tanto la argentina como la uruguaya parecen más
pequeñas que Gabriela. Esta aparenta ser no sólo la mayor, sino la
más grande, la protectora y la maternal.
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La chilena y la argentina son solteras; Juana, en cambio se casó
con un militar. Es la más integrada a la ortodoxia moral y social de
su tiempo: es esposa, madre, hija. Pero aún así, también es desa-
fiante a su medio y a su época, como sus compañeras de fotografía
ya que, como ellas, transgrede ciertas normas como ser la revela-
ción de su intimidad ardorosa e intensa. Sus poemas de amor no
se avienen demasiado a lo establecido, ya que es una mujer que se
muestra más como hembra que en su aspecto maternal. Las tres
trasponen el umbral impuesto y se transforman en escritoras en
contacto con el mundo. Todas son trasplantadas de su medio cam-
pesino al ámbito urbano y todas buscan y se forjan una nueva iden-
tidad: Gabriela Mistral desplaza a la original maestra rural que res-
pondía al nombre de Lucila Godoy, Juana de Ibarbourou, nombre
del marido, deja atrás a la joven de Melo llamada Juanita Fernán-
dez y Alfonsina, como madre soltera se apresta a dar batalla a todo
un mundo, bajo su nuevo rostro de mujer de lucha y sin prejuicios.
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