Está en la página 1de 18



Julio Ortega

El surrealismo: escenario de la lectura









La actividad surrealista

César Moro (Lima, 1903-1956) sólo publicó en vida unos pocos opúsculos, pero
su actividad poética fue intensa y constante, una forma de vivir radical y pasional,
y no pocas veces polémica e irónica. Ese activismo fue festivo y desenfadado en
su juventud parisina, que coincidió con el movimiento surrealista, al que se sumó
con ardor; y fue parte del exilio surrealista durante su período mexicano, donde
compartió las aventuras del grupo europeo y norteamericano afincado en México,
y estuvo, además, cerca de Xavier Villaurrutia y su revista El Hijo Pródigo. Fue
incluso provocador durante sus retornos a Lima donde, junto a Emilio Adolfo
Westhphalen (1911-2001) y otros amigos, opuso al medio pacato su humor y des-
enfado. Esa actividad se articula como una puesta en práctica de las mayores con-
vicciones del surrealismo, no meramente en tanto programa alternativo sino en
tanto recusación del espacio de la cotidianidad; en consecuencia, como la sistemá-
tica, aunque casual y espontánea, puesta en duda de la normatividad social. Desde
el comienzo hasta el mismo final, Moro fue un surrealista puro. No un epígono
ni un militante gregario sino un practicante cuya identidad se había hecho en el
radicalismo poético de la vanguardia independiente. Coincidía en ello con los
escritores y artistas jóvenes que a mediados de los años veinte se habían afincado
en París, explorando en el arte nuevas formas y espacios de convivir urbano en
contra de las obligaciones burguesas. Aunque la historia y hasta la biografía del
surrealismo han sido ampliamente documentadas, la práctica surrealista requiere
todavía ser considerada como la construcción de un nuevo escenario, recondu-
cente y alterno, de la lectura. No sólo de la lectura de los textos que trazan la ge-
nealogía de las vanguardias desde Lautréamont y Baudelaire, linaje que hoy se ha
ampliado y diversificado; sino sobre todo de la lectura de los “actos surrealistas”,
de esa acción entre anárquica y mundana que disputa los órdenes y valores acadé-
micos e historicistas dominantes, empezando por la misma institución social de la
literatura. El grupo de amigos y afiliados surrealistas que a comienzos de los años
treinta asiste al juicio de la muchacha parricida Violette Nozières para exaltarla
2 Lecturas del texto

como heroína epónima del surrealismo, constituye también una demostración de


que ese escenario se ha constituido como una comunidad interpretativa. No es
casual que en ese grupo se encuentren César Moro y Jacques Lacan. Después de
todo, el nacimiento del surrealismo y del psicoanálisis son actos de hermenéutica
parricida. Y si, al final, resulta que Violette no era una heroína sino una víctima de
la manipulación de su madre, podemos concluir que la historia familiar le da la
razón a Lacan; pero que les da la sinrazón, el escenario de la alteridad, a Breton
y Moro, a los celebrantes del gesto contra la ley patriarcal. Del surrealismo Moro
hizo suya la mejor lección: el poeta construye con su actividad creadora una esce-
na de acción y actuación donde aguarda a sus lectores. En su caso, ese espacio ha
sido una reafirmación de sus primeras y definitivas opciones.
Moro había dejado Lima en setiembre de 1925, y en París, de inmediato, el
inconformismo y el espíritu crítico del surrealismo le resultaron connaturales.
Paul Éluard debe haber sido uno de sus primeros lectores y propiciadores de su
paso por el grupo. En Le Surréalisme au service de la Révolution, Moro respondió a
encuestas de humor y actualidad, y publicó un poema, “Renommée de l’Amour”
(n° 5, 1933), cuyo despliegue figurativo, contrapunto, canto y vehemencia son ya
rasgos propios de su lirismo y destreza. Colaboró con Breton en el colectivo Vio-
lette Nozières (1933), al que también contribuyen Char, Éluard, Henry, Mesaens,
Péret y Rosey. En La mobilisation contre la guerre n’est pas la paix (1933) hizo
incluir un post scríptum denunciando el fusilamiento de marinos peruanos que
habían participado en una sublevación popular durante la dictadura del general
Sánchez Cerro. Como resumió Emilio Adolfo Westphalen, “Moro había vivido la
experiencia surrealista desde dentro”.1
Cuando Moro regresó a Lima a fines de 1933, Westphalen acababa de publicar
su primer poemario, Las ínsulas extrañas, un canto de encantamiento y pesadum-

1. Emilio Adolfo Westphalen, “La primera Exposición Surrealista en América Latina”, Debate, vol.
VII, n° 33, Lima, julio de 1985, pp. 68-72; en esta edición, p. 329. André Coyné ha documentado la
participación surrealista de Moro en varios de sus fundamentales ensayos; entre ellos, “César Moro
entre Lima, Paris et Mexico”, Opus International, nos19/20, octubre de 1970, pp. 100-105, reproducido
en: Julio Ortega, ed., Convergencias/divergencias/incidencias, Barcelona, Tusquets, 1973, y como prefa-
cio a la Obra poética I, de César Moro, ed. por Ricardo Silva-Santisteban, Lima, Instituto Nacional de
Cultura, 1980; “César Moro: el hilo de Ariadna”, Ínsula, nos 332-333, Madrid, 1974, pp. 3-12; “Ahora,
al medio siglo”, postfacio a César Moro, Ces poèmes..., Madrid, Ediciones La Misma, Col. Libros Maina,
1987, pp. 73-82; en esta edición, pp. 740-747; y “No en vano nacido, César Moro”, en el Catálogo de la
exposición El surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo, Madrid, Quinto Centenario y Centro Atlántico de
Arte Moderno, 1990, pp. 118-127; en esta edición, pp. 304-318. Los ensayos de Coyné son trabajos
de documentación tanto como de esclarecimiento y testimonios de viva parte. Sobre Moro véase tam-
bién Julio Ortega, Figuración de la persona, Barcelona, Edhasa, 1971; Guillermo Sucre, La máscara, la
transparencia, Caracas, Monte Ávila, 1975; James Higgins, The Poet in Peru. Alienation and the Quest for a
Super-Reality, Liverpool, Cairns, 1982; y Roberto Paoli, Estudios sobre literatura peruana contemporánea,
Florencia, Stamperia Editoriale Parenti, 1985.
Julio Ortega 3

bre. En este joven amigo Moro encontraría al interlocutor local que le permitía
proseguir su actividad como un diálogo inventivo. En su poesía visionaria y de
lenguaje permutante, Westphalen convertía el contrapunto enumerativo del su-
rrealismo en una más ceñida, aunque no menos libre, nominación epifánica, de
dicción fluida. En su recuento de esos años Westphalen ha explicado la razón vital
de su escritura: “la transición de la prosa a la poesía no la hubiera efectuado [...] a
pesar de todas las lecturas y amistades, sin una crisis personal con repercusiones
más profundas que las de un simple deseo de manifestarme y expresarme. A los
trastornos y complejos de la adolescencia se acumulaba una constatación de lo
precario de mi tono vital. Varias enfermedades infecciosas habían arruinado mi
capacidad de reacción física y debía hacer grandes esfuerzos para recobrarme y
levantarme no sólo el ánimo sino también el cuerpo. Descubrí entonces los efectos
prodigiosos que sobre mí tenía el sol [...] bebía, absorbía el sol de esos días como
un néctar vivificante. Nunca he experimentado después esa sensación de volver a
la vida que me daba el estar expuesto un largo rato al sol. Pero al desvencijamien-
to físico se añadía una desmoralización total; el régimen social imperante no me
ofrecía perspectiva alguna de llevar una vida que considerara vivible. En esas cir-
cunstancias lo que el sol era para mi cuerpo fue la poesía para mi espíritu. Más que
bálsamo fue aglutinante. El objetivo de la experiencia poética es el poema, pero
la construcción del poema, al mismo tiempo, es el medio por el cual el poeta se
reconoce y se sitúa en la vida. Algo de esa sorda lucha mía contra la muerte tengo
la impresión que pudo quedar impregnada en los poemas mismos”.2 Este carácter
necesario de la poesía es definitorio de la poética de Westphalen, y lo emparenta
a Moro y su poética del verbo pasional: el poema se impone como la exaltación
momentánea de una certeza improbable. En cuanto a la notoria flexibilidad de su
discurso poético, Westphalen ha contado su aprendizaje en Pound, Tzara, Chirico:
“Dos o tres de sus Cantos, un fragmento del Homme aproximatif de Tzara [...] y el
Hebdomeros de Giorgio de Chirico creo que constituyen el substractum que me per-

2. Emilio Adolfo Westphalen, “Poetas en la Lima de los años treinta”, en: Dos soledades, Lima,
Instituto Nacional de Cultura, 1974; incluido, con revisiones, como Apéndice de la compilación de
sus poemas, Otra imagen deleznable..., México, Fondo de Cultura Económica, 1980, pp. 101-120. Es
también importante su artículo “Las lenguas de la poesía”, Debate, n° 28, Lima, 1984, pp. 24-27. En
su reseña de Otra imagen deleznable..., José Miguel Oviedo observa que “se trata de una poesía que
no sólo es nueva en cada lectura, sino esencialmente diferente y siempre contradictoria: comunica un
misterio sin entregarlo del todo” (Vuelta, México, 1975); Javier Sologuren discute la definición surrea-
lista de la poética de Westphalen en su artículo “Perspectivas sobre la poesía de E.A.W.”, La Gaceta, n°
110, México, Fondo de Cultura Económica, febrero de 1980, pp. 14-20; Alberto Escobar analiza textos
de Moro y Westphalen en su El imaginado nacional. Moro-Westphalen-Arguedas, una formación literaria,
Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1989; y Américo Ferrari ha reunido sus trabajos sobre ambos
poetas en su Los sonidos del silencio: poetas peruanos en el siglo xx, Lima, Mosca Azul, 1990.
4 Lecturas del texto

mitió hacerme del instrumento dúctil de expresión que utilicé posteriormente en


Las ínsulas extrañas”.3
Westphalen compartía con Moro un previo y decisivo paradigma: la obra y
la figura de José María Eguren, el solitario fundador de la modernidad poética
en Perú. Lo cuenta así: “Como he explicado más de una vez, el proceso que me
llevó en mi juventud a escribir unos cuantos poemas estuvo determinado en
gran parte por el azar del medio ambiente en que me formé, las personas que me
concedieron relaciones de amistad y camaradería y un amplio arco de lecturas
dispersas y variadas. Entre éstas la parte correspondiente a los surrealistas era
bastante reducida y sólo se amplió a partir de la venida a Lima de César Moro y
de una búsqueda sistemática a raíz de ese renovado interés por mi parte. En ver-
dad quien me había situado en el sendero que podía conducir al encuentro de la
poesía había sido mi temprano descubrimiento de ella en los escritos y la persona
de José M. Eguren. Con el tiempo me siento cada vez más cercano de su ejemplo
e identificado, en cuanto eso es posible, con muchas de sus reacciones a la poesía
y a las vicisitudes de la vida [...]. La extraordinaria incorruptibilidad poética y vital
de Eguren no es repetible. Él fue «Poeta única y exclusivamente», como bien lo
dijo Moro y algunos lo aceptamos”.4 Moro, por su parte, había declarado temprano
su admiración por Eguren, declaración de fe en un arte marginal y mágico, sobre
el que volvería después, en su ensayo “Peregrín cazador de figuras” (prólogo a
una muestra poética de Eguren que nunca se publicó, dado a conocer por André
Coyné en la compilación Los anteojos de azufre, 1958), para el cual le pedía a Wes-
tphalen libros y datos en una carta de 1944 desde México. En ese ensayo Moro
recuerda: “Eguren recibía cada domingo a los intelectuales incipientes, que iban
a ensayar sus casi implumes alas junto al prestigio del poeta antes de intentar,
algunos, el vuelo que los llevaría lejos de la calma monótona del charco natal” (p.
639).5 Reveladoramente, esta evocación sitúa al poeta puro por excelencia en un
contexto limeño, que Moro entiende hecho de intereses y manipulaciones litera-
rias y políticas. “Cosa insólita entonces y ahora: jamás bregó en la política”, añade
Moro, no sin ironía.
Fuera de las noticias aportadas por André Coyné, carecemos de mayor infor-
mación sobre esos años del regreso de Moro a Lima, si bien todo indica que su

3. Otra imagen deleznable..., op. cit., p. 115.


4. E. A. Westphalen, “Surrealismo a la distancia”, declaración a Carlos Germán Belli, “Dominical”
de El Comercio, Lima, 16 de mayo de 1982, p. 18.
5. C. Moro, “Peregrín cazador de figuras”, en: Los anteojos de azufre, Lima, Editorial San Marcos,
1958, p. 131; escogido en: C. Moro, La tortuga ecuestre y otros textos, ed. de J. Ortega., Caracas, Monte
Ávila, 1976, pp. 111-115. Westphalen recuenta la mutua admiración por Eguren en su ensayo “En
1922: César Moro…”, Debate, vol. VII, n° 32, Lima, mayo de 1985, pp. 56-59. Véase también su
“Eguren y Vallejo: dos casos ejemplares”, Debate, vol. VIII, n° 37, Lima, marzo de 1986, pp. 47-48 y ss.
Julio Ortega 5

ingenio irónico y polémico empezaba a gestar un espacio de actividad y de lectura


contrario a las voces dominantes en la Lima tradicional, que en los años treinta,
sin embargo, fue conmovida por la emergencia popular y el debate intelectual de
fuerzas de renovación política en sus dos versiones peruanas, el marxismo (cuyo
actor principal es José Carlos Mariátegui, en cuya revista Amauta había publica-
do Moro unos poemas enviados desde París) y el aprismo (la Alianza Popular
Revolucionaria Americana, gestada por Víctor Raúl Haya de la Torre). Y aunque
Moro detestaba la política partidaria y prefería a Eguren a Vallejo, no dejaba de
actuar en este contexto dinámico que prometía la demorada modernidad de la
vida peruana, que había sido colonial de tradición, aristocratizante de vocación, e
hispanista de filiación.

El diferendo con Huidobro

La virulencia del ataque lanzado por Moro contra Vicente Huidobro suma la
persona y el personaje en la hipérbole del diferendo, cuya retórica es de impronta
surrealista. Proviene de esa tradición panfletaria y desorbitada, pero lleva los ras-
gos de la vida pública del artista latinoamericano. Lo acusa, por ejemplo, de haber
sido candidato a la presidencia de su país, como si se tratara de una ignominia.
Pero esa vehemencia crítica no era un mero reflejo del arte de injuriar surrealista,
cuyas disidencias fueron espléndidamente cultivadas por amigos y examigos; era,
más bien, parte de su identidad de poeta enemigo de las repúblicas letradas, la
academia irrelevante, las carreras literarias y la hipocresía política. Esa suerte de
aristocracia solitaria, marginal y sin consecuencias, distingue a Moro, desde sus
comienzos, con el boa de su talante irónico. Nunca fue un bohemio ni mucho
menos un hombre amargo; llevó su pobreza con dignidad, casi con orgullo; ape-
nas pudo publicar un libro y dos plaquettes; y se ganó la vida duramente, al final
como profesor de francés del Colegio Militar Leoncio Prado, donde uno de sus
alumnos, Mario Vargas Llosa, lo evocó en su primera novela, humillado pero im-
perturbable. Esa soledad le confería una libertad sin compromisos.
Huidobro representaba todo lo que Moro y, por añadidura, el joven Wes-
tphalen, detestaban: el éxito literario y mundano, la prodigalidad pública del
poeta, quizá incluso cierto vanguardismo metafísico que, atraído por el absoluto,
el chileno cultivaba con espíritu deportivo. Por otra parte, Moro era, en efecto, el
único poeta latinoamericano que había estado en los comienzos del surrealismo;
y aunque no se preocupó por dejar todas las huellas de su tránsito (Éluard, que
lo estimaba, incluso perdió el manuscrito de su primer libro de poemas), es claro
que dentro del grupo sostuvo su independencia, y hasta su propio desenfado
iconoclasta (como ser amigo de oficiales rusos blancos en pleno coqueteo de los
surrealistas con el marxismo); lo cual terminó alejándolo de Breton quien, según
Moro, habría transigido con poetas menores y compromisos contrarios. Huidobro
6 Lecturas del texto

no era menos amigo de los surrealistas y hasta más conocido, pero tenía la pre-
ocupación dominante de los vanguardistas: la historicidad de su propia práctica.
Esto es, como genuino vanguardista, polemizó a nombre de su originalidad,
quiso ser el fundador de una escuela y ponerle fecha histórica a sus gestos de rup-
tura; a veces, hay que reconocerlo, no sin razones evidentes. En todo caso, Moro
y Westphalen percibían a Huidobro exactamente como los surrealistas concebían
a Jean Cocteau: como un literato ingenioso.
Todo empezó en mayo de 1935, cuando tuvo lugar en las salas de la Academia
Alcedo de Lima lo que sería la primera exposición surrealista latinoamericana.
Constaba de 38 pinturas, dibujos y collages del propio Moro y de 14 cuadros y
esculturas de los artistas chilenos María Valencia, Jaime Dvor, Waldo Parraguez,
Gabriela Rivadeneira y Carlos Sotomayor. La pintora María Valencia había llevado
a Lima las obras de los otros pintores y esta muestra, curada por Moro, se hacía
cargo de la coincidencia como una declaración de alternativas. Ya los títulos de
los cuadros de Moro, en francés en el catálogo, revelan el ánimo polémico de la
muestra; así los titulados “mujer imbécil de mirada inteligente cubierta con un
chal” y “cuadro muy emocionante”. Westphalen descubrió que detrás del titulado
“Las manchas ocealadas del tigre son producto de la lluvia de tomates sobre la
tigresa encinta”, había otro título, menos humorístico: “Devoradora de pájaros”.6
El catálogo (“Exposición de las obras de Jaime Dvor, César Moro, Waldo Parra-
guez, Gabriela Rivadeneira, Carlos Sotomayor, María Valencia”) es en sí mismo un
programa de acción surrealista. Lleva en la carátula la reproducción de un cuadro
de Moro, “Piéton”, donde un triángulo y un pájaro flotan en un espacio lúdico.
La segunda página lista a los autores de las frases y poemas traducidos para este
catálogo, así como a los autores de los textos inéditos, entre los que Moro incluye
a Cretina, una imaginaria dama limeña, autora de un díptico bobo. El prólogo a
la muestra viene en la tercera página bajo esta declaración de Francis Picabia: “El
arte es un producto farmacéutico para imbéciles”. Escrito por Moro, ese prólogo
dice lo siguiente:

Se abren, se cierran las exposiciones; se abren, se cierran las ventanas que


renuevan el aire. En el Perú, donde todo se cierra, donde todo adquiere, más
y más, un color de iglesia al crepúsculo, color particularmente horripilante, te-
nemos nosotros la simple temeridad de querer cerrar definitivamente las po-
sibilidades de éxito a todo joven que desee pintar; esperamos desacreditar en
tal forma la pintura en América, que ni uno solo de esos bravos e intrépidos
pintores pueda ya enfrentarse a la tela, sin sentir la urgencia de mandar todo al
Diablo y de hacerse reemplazar por un aspirador mecánico.
Sin duda, conocemos bien nuestras debilidades: alguien entre nosotros pin-
ta todavía impregnado de amor a la pintura, tal otro experimenta, por su parte,

6. “La primera exposición surrealista...”, op. cit., p. 70.


Julio Ortega 7

la necesidad malsana de firmar sus (?) obras; otros escogen sus colores; todos,
en fin pintamos en lugar de simplemente recoger basuras y hacerlas enmarcar
lujosamente.
Esta exposición, muestra sin embargo, tal cual es, por primera vez en el
Perú, una colección sin elección de obras destinadas a provocar el desprecio
y la cólera de las gentes que despreciamos y que detestamos. No tenemos ni
el deseo ni la sospecha de gustar; sabemos que no estamos sino con nosotros
mismos y con aquellos que quisieran hacernos creer que están a nuestro lado;
pero no hay que temer: los sabremos desenmascarar a su debido tiempo. Del
otro lado están los zumbones, los astutos, los sabios, los perros guardianes, los
artistas, los profesionales de los vernissages, etc., etc.
Y si alguno tuvo la ingenua idea de hacernos servir para algo, de emplear-
nos en algo o de pedirnos algo, que se desengañe y salga con toda la prisa de
que sea capaz, a refrescarse en el primer abrevadero que encuentre.

Vienen, enseguida, el poema “César Moro” firmado por Westphalen, y frag-


mentos traducidos de Giorgio de Chirico, André Breton, Aragon y Paul Éluard,
cuyo poema “El Universo-Soledad” ocupa el centro del catálogo, entre las listas
de expositores y los títulos de sus obras, numeradas de 1 a 52. Vienen textos
también de Dalí y René Crevel, así como frases debidas a Petrus Borel, Edward
Young, Sade y Lautréamont. Hay un poema de Moro, no menos sarcástico, que
concluye con los versos “Los pájaros de rapiña llevarán al cielo / las entrañas del
Papa obsceno”; otro poema dedicado a Moro, de Rafo Méndez, y uno dedicado
a María Valencia, del también chileno Eduardo Anguita. La última página es un
anuncio de la próxima aparición de la revista El Uso de la Palabra, dirigida por
Moro y Westphalen, cuyo único número salió en 1939, cuando Moro ya no estaba
en el Perú. En la penúltima página, el alegato iconoclasta y desafiante del catálogo
culmina en un “Aviso”, firmado por César Moro, que ocupa toda la página, y que
dice así:

Vicente Huidobro, el veterano del arribismo en América, estafa desde un pape-


lucho titulado “Ombligo”, la ignorancia y la buena fe de sus admiradores (?).
No es que esto sea novedad en el viejo paladín del truco; su poesía (???) ha sido
siempre el reflejo terriblemente empobrecido de sus frecuentaciones literarias
y de sus viñedos de Chile. Ahora que este contemporáneo de Cecile Sorel, sabe
escoger sus textos, es menos retardatario que Neruda plagiando a Tagore de
grata recordación.
Vuestro Vicente, con una frescura que hace honor a su rancia experiencia de
ratón del movimiento literario moderno, la emprende esta vez nada menos que
con el maravilloso texto: “Una girafa”, de Luis Buñuel, publicado en Le Surréalis-
me au service de la Révolution (n° 6, 5 de mayo de 1933). Texto altamente poético,
del que el imitador de Pierre Reverdy, hace una lamentable parodia umbilical:
“El árbol en cuarentena” (ver Ombligo, setiembre de 1934, Santiago de Chile).
Huidobro se cubre actualmente con el resplandor que demasiado piadosa-
mente le prestan los jóvenes de Chile; no será esta treta de mala ley la que nos
8 Lecturas del texto

impida señalarlo ante sus escasos seguidores como un mediocre copista y un


nauseabundo fantoche literario, podrido mantenedor del confusionismo, única
escuela de la que puede proclamarse mentor “en cuarentena”,

El escándalo apenas empezaba.
Como ha hecho notar Westphalen, la palabra surrealismo sólo aparece en este
catálogo en el famoso “Aviso” de Moro; y en el contexto de “un plagio de Hui-
dobro”, según lo sigue llamando Westphalen 50 años más tarde.7 Esta noción de
“plagio” alude a una crítica más global: evidentemente, para Moro y Westphalen
la poesía de Huidobro era derivativa (“imitador”, “copista”, proclama el “Aviso”).
Ello implica, a su vez, una definición característica del surrealismo: la originalidad
es la última prueba de la identidad creadora. No es el historicismo vanguardista
lo que hace las diferencias sino que son las diferencias las que nos llevan más allá
de la historia, en la radicalidad de lo nuevo. Por eso, no extraña que haciendo el
recuento de estas polémicas, y aun separándose de la virulencia de las mismas, el
propio Westphalen condene sin apelaciones a Salvador Dalí: “incorregible simu-
lador (del surrealismo –del genio– hasta de alguna obra maestra suya o ajena) y
entusiasta de Hitler y [...] ufano de su devoción por Franco”.

La respuesta de Huidobro

El caso es que Moro había aprovechado la presencia de los pintores chilenos en


la muestra, que él claramente presidía, para lanzar inconsultamente su ataque a
Huidobro. Esa particular circunstancia debe haber enfurecido a Huidobro, ya que
hasta de su discípulo más próximo, Eduardo Anguita, se incluían unos versos en
el catálogo. El hecho es que, insultado y ofendido, dedicó a responder a Moro
la edición integra de su revista Vital (no 3, Santiago de Chile, junio de 1935).
Se podría pensar que su reacción fue algo desproporcionada si realmente creía
que Moro carecía totalmente de importancia. Pero, evidentemente, tomó muy en
serio el ataque, y respondió por extenso para contraatacar, pero sobre todo para
confirmar su estatura notoriamente superior. Esa hoja, en efecto, es una réplica
puntual al catálogo. Empieza con un lema: “Contra los cadáveres, los reptiles, los
chismosos, los envenenados, los microbios, etc., etc.”. Se define enseguida: “Vital
es lo único que da un poco de vida en la muerte de este pantano”. Y advierte:

La poesía falsificada se conoce lanzando el poema desde una altura de un metro


cincuenta sobre una plancha de ónix caliente, a ochenta grados, y sobre la cual
se ha degollado un palomo virgen nutrido de amapolas durante seis meses. No
se necesita un oído demasiado fino.

7. Ibid.
Julio Ortega 9

Pocos resisten a esta prueba, que se llama la prueba del “ónix enamorado”.
Otros la llaman la prueba de la piedra mortal o la pedrada en el ojo de poetario.

Dice en la misma carátula: “Cuán pocos pueden soportar la luz”, autorreferen-


cia al sistema poético huidobreano, lo que queda confirmado por la declaración;
“Joan Miró y Hans Arp son indigestos. Les han reventado el hígado a algunos
criollitos. El culpable es Huidobro que los mostró muy de repente [...] y con poca
parsimonia”.
La segunda página trae poemas de amigos de Huidobro, y este anuncio; “Las
hormigas de Dalí han llegado a Lima en el último vapor. Ya corren en otras bocas
y pronto se devorarán otros sesos. Viva la escuela del Rimac y ciertos rimaque-
ños y ciertos rimateros”. En la página siguiente, ocupando dos páginas y media,
viene la respuesta de Huidobro con estos títulos: “Un poco de pelea. Don César
Quispez, Morito de calcomanía. Título de este cuadro: desenmascarando un piojo
medioeval caído del pájaro-lluvia de André Breton al pájaro-mitra de su abuela
ultra-violeta”. Se lee allí:

El piojo homosexual César Quispez Moro anduvo por París tratando de arribar,
pues él sí que es el gran campeón del arribismo. Se quiso abrir camino entre-
gándose como una prostituta. Sistema conocido, viejo y usado por tantos de su
calaña. Luego después corría como un perro detrás de los surrealistas. Plagió y
sigue plagiando especialmente a Max Ernst y a Dalí.
En Sudamérica tuvo el toupet de querer dar a entender que él había ejercido
grandes influencias [...] entre sus condescendientes patrones.
Ahora el coqueto piojo chilla en contra de mi persona y adopta la vieja es-
tratagema de los ladrones de tienda que al verse sorprendidos huyen gritando
más estridentes que su perseguidores: Al ladrón. Al ladrón.

Dice luego:

Este delicioso anticonfucionista fue primero aprista, luego antiaprista y luego


otra vez aprista; ahora él mismo no sabe lo que es. Sino que fue expulsado por
Mariátegui del grupo Amauta.
Toda mi vida, Morito, es una prueba de antiarribismo. Ello está tan a la vista
que sólo un arribista puede no verlo. Tal vez porque gracias a los viñedos de
mi padre nací arrivé.

Más adelante se defiende de la acusación de plagio; explica que no conoce el


texto de Buñuel “La Jirafa” pues Breton, Éluard y Tzara le han enviado sus propios
libros mas no la revista. Prosigue contando el origen de “El Árbol en Cuarentena”,
y le advierte a Moro que no olvide que Éluard fue acusado de imitar a Reverdy,
éste de imitar a Max Jacob, acusado de imitar a Apollinaire, a su vez acusado de
imitar a Jarry y a Rimbaud. Huidobro, por su parte, ha acusado a Moro de imitar
a Ernst y Dalí. Y concluye: “Todos han sido acusados. No recuerdo ninguno que
10 Lecturas del texto

no fuera acusado de imitar a alguien, y es que la envidia es difícil de dominar”.


Cita una carta de Juan Gris en la que éste le dice: “Encuentro muy injusta y muy
torpe la afirmación de que tu poesía se parezca a la de Reverdy... A mí me parecen
los polos opuestos y si algún parentesco tuvieron al principio, ese parentesco lo
tenía todo el grupo de Apollinaire, como los cuadros de los primeros cubistas se
parecían entre sí, a veces hasta tal punto, que el mismo Picasso y Braque podían
confundir sus telas. Pienso que tu poesía es la que más se desprende del grupo
Apollinaire y se orienta hacia otros nortes [...]. Se nota en tus últimos poemas una
preocupación excesiva por la originalidad; ya sabes que la originalidad rabiosa me
parece uno de los mayores peligros para el artista”.
Agrega Huidobro: “Los interesados pueden calumniarme y gritar cuanto quie-
ran. No destruirán los hechos, ni cambiarán la historia”. Procede a enumerar los
“plagios” de Moro, que al citar a unos y otros en el catálogo, dice, imita a Breton.
Le recomienda: “Cambia los títulos de tus pobres cuadros, ten siquiera un poco
de dignidad e inventa títulos que no sean plagios de niña boba”. Y agrega: “Rom-
pe tu poema en que hablas de «obispos triturados», lo que es un plagio de mi
«obispo embotellado» en mí poema «Temblor de Cielo» y esa «estratificación de
los pájaros» robado a mi verso «des couches d’oiseaux dans le ciel ciré»”.
En una nota adicional, Huidobro revisa títulos de cuadros de Max Ernst y los
compara con los títulos de los cuadros de Moro. Concluye: “La imitación es tan
evidente que no necesita comentario”.
Sigue en la revista una carta a Moro firmada por Anguita, quien luego de insul-
tarlo con entusiasmo, lo acusa también de imitar la manera de hacer revistas, que
Huidobro inició en diciembre del 33 en Chile, y mucho antes, en Europa, con su
revista Creación. Dice además: “le prohíbo que me envíe nada suyo, y lamento que
el poeta Von Westphalen, cuya obra estimo como lo superior del Perú actual, haga
ilustrar sus libros con dibujos de un infeliz”.
De esta manera, la respuesta de Vital reclama para Huidobro la originalidad,
y lo hace poniendo en duda la originalidad de Moro con el mismo método uti-
lizado por éste. Ese método es documentar el carácter derivativo del otro, tanto
de su escritura como de su figura literaria. Pero en su ataque defensivo Huidobro
enfatiza la necesidad de demostrar su originalidad, para lo cual apela a la fuente
principal de autoridad y validación: haber sido el primero en citar a los clásicos.
Dice: “Citas a Rimbaud y a Lautréamont porque Breton cita a Rimbaud y Lau-
tréamont. ¡Pobre lacayo! No sabe que nosotros desde 1913 citábamos en nuestros
libros y revistas a Rimbaud y a Lautréamont”. Lo cual quiere decir que Huidobro
no sólo citó primero, sino que hasta Breton citó después que él. Irónicamente,
Huidobro se equivoca y cree que Moro es más o menos de su misma edad (“El
delicioso Moro de mi alma se las quiere dar de muy jovencito... Eres de mi genera-
ción, estás madurito”); lo cual lo haría, biológicamente, una cita tardía dentro del
surrealismo: “Eres el sirviente, el lacayo, el esclavo del surrealismo, adonde has
Julio Ortega 11

llegado demasiado tarde. Ésta es tu rabia”. Moro era, en verdad, diez años menor
que Huidobro, y debe haberse sentido cómodamente parte del grupo surrealista,
entre gente de su edad; y aunque creyó en el magisterio poético de Paul Éluard, y
colaboró con Breton en algunos proyectos a lo largo de su vida, es cierto también
que marcó diferencias cuando creyó que el inspirador del grupo había hecho
demasiadas concesiones a la literatura y a la política el otro. Es decir, Moro afirmó
temprano su independencia, y aunque no dejó nunca de ser un artista que coin-
cidía con las aspiraciones más radicales del surrealismo, esa coincidencia ocurrió
de manera consistente pero marginal, y nunca fue programática. Huidobro, por
su parte, como genuino vanguardista, no podía identificarse con un grupo que no
hubiese fundado personalmente. A él, como afirma, Breton, Éluard y Tzara le en-
vían sus libros. Se concebía a sí mismo como una de las fuentes de la innovación
contemporánea, y debe haber visto el surrealismo como algo familiar. Su poética
era previa a la práctica surrealista, se afirmaba en los gestos de la fundación, en
el origen de lo nuevo. Por eso, el otro método de su propia validación en este
reclamo de originalidad es citar la prueba del tiempo: Juan Gris, en una carta
personal de 1919, consagraba la originalidad de Huidobro cuando refutaba el
supuesto parentesco entre éste y Reverdy a nombre del aire común de los tiem-
pos fundadores; y, cosa no menos importante, hacía a Huidobro el reproche de
tener una “preocupación excesiva por la originalidad”. “Ensayas demasiadas cosas
nuevas a la vez”, le dice Juan Gris leyendo Altazor. De modo que la originalidad
se demuestra autorreferencialmente en el escenario de su propia gestación: nace
refutando, aduciendo pruebas, llamando testigos a su vez originales. La origina-
lidad, además, está siempre históricamente fechada, y es un exceso ella misma de
novedad. En esta lógica, si Moro es derivativo y yo soy la fuente original, Moro
deriva también de mí, implica Huidobro. Y, por eso, le recomienda que rompa su
poema en que habla de “obispos triturados”, un plagio, para él palmario, de su
“obispo embotellado”.
La revista incluye también cartas de los pintores Waldo Parraguez y Gabriela
Rivadeneira, aclarando que no han participado voluntariamente en la muestra su-
rrealista de Lima. En otra carta dirigida a Huidobro el corresponsal, cuya prosa es
la misma que la del maestro, ataca a María Valencia, y declara que “estos jóvenes
[...] le imitaban a usted hasta el modo de hablar, repetían sus frases y el modo
propio de su esprit, sólo que sin esprit y con poca substancia [...]. Hablaban de
Varese, de Arp, de Miró, de Lipchitz, siguiéndolo a usted”. Una noticia, de Última
Hora, va dirigida contra María Valencia. Y en la última página, que es un collage de
frases, vienen algunas dedicadas a probar nuevos plagios hechos por Moro en la
cantera huidobriana, además de renovados insultos, y otras reafirmaciones de fe
histórica: “Huidobro tendrá que dejar el camino sembrado de cadáveres”.
Si ya el primer cotejo de ambos documentos revela que la página de Moro está
más cerca del género iracundo del panfleto surrealista, mientras que la revista de
12 Lecturas del texto

Huidobro es más argumentativa, insultante y defensiva, no ha de extrañar que la


respuesta de Moro tenga el genio de su sarcasmo y la ironía de su invectiva.

Otra vuelta de tuerca

El panfleto con que Moro y Westphalen responden, Vicente Huidobro o el obispo


embotellado (Lima, febrero de 1936), empieza con una nota: “Circunstancias de
orden diverso condicionan el retardo en la publicación de esta respuesta al pas-
quín de Vicente Huidobro: Vital, 4 Junio de 1935, Santiago de Chile”. El primer
texto está firmado por Westphalen, y comienza así:

Es un espectáculo bastante triste contemplar los síntomas de una putrefacción


moral; desagradable atisbar la suciedad moral de un “personaje” literario, hin-
chado de una vanidad pueril y de una estúpida pretensión de superioridad o,
siquiera, de valor. Huidobro, ya en trance de culpable, reconociendo la falta no
guarda ningún pudor, no tiene ningún inconveniente en mostrarnos por entero
su bajeza moral. Antes pudo haber guardado las apariencias: se trataba de se-
guir pobremente, según sus propios pobres recursos, a algunos de los innova-
dores de la poesía de los últimos tiempos. Huidobro, a su sombra, era el mico
que copiaba el gesto; nada más que el gesto, naturalmente. El mico se colocaba
una faja al pecho y escribía en ella: “Huidobro. el más grande poeta del mundo”.

Prosigue Westphalen llamándolo “perfecto canalla” que “cree en la eficacia de


la difamación”. Y reafirma las acusaciones de plagio de Moro en cuanto a “Jirafa” y
el “Árbol”. Se burla del “marxismo” del chileno, y de su contradictoria declaración
de que “no proclama nada con exclusión de algo”, a nombre de su fe en “el hom-
bre TOTAL”. Para Westphalen ello equivale a “ponerle una vela al diablo y otra al
papa”. Y lo deja, insultado junto a su discípulo Anguita, en “la feria de vanidades
o en la verbena, delante de la carpa del fenómeno”.
En una larga carta a Moro, Rafo Méndez acude a Freud para descartar al chile-
no como histérico y envejecido. Lo acusa también de “chauvinismo” y “militarismo
literario”, y aclara las inexactitudes “políticas” sobre Moro, que nunca fue expul-
sado del grupo de Mariátegui y que más bien colaboró en Amauta. Revela tam-
bién que Gabriela Rivadeneyra tradujo un poema de Hans Arp que publicó Proa
(n° 1, septiembre de 1934), cuyo original salió en el número de Le Surréalisme au
service de la Révolution donde fue publicado el texto de Buñuel “La jirafa”. Otra
carta, de Dolores R. de Velázquez, cuenta que utilizó un ejemplar de Altazor como
hule del coche de su niño, con “muy buenos resultados”. El chileno Eduardo Lira
Espejo en otra carta explica que prefieren no atacar a Huidobro en Lima y que, de
hacerlo, lo harían “con criterio político y de clase”. Sigue una burlona respuesta,
probablemente de Westphalen: “De nuevo el afán de gloria artística, de renombre,
Julio Ortega 13

descalifica a los que hasta ayer se reclamaron solidarios del mismo desinterés, del
mismo desprecio, de la misma aversión por las prebendas del Arte”. El panfleto
termina con tres poemas de Huidobro, tomados del libro temprano Canciones en la
noche; poemas seleccionados como evidentemente primerizos y cursis.
La respuesta del propio Moro es breve y viene en francés. “La Pâtée des
chiens” empieza así: “Una vez más la infamia, el bajo espíritu policial y místico se
asoman a través de la literatura miserable del célebre cretino VICENTE HUIDO-
BRO, DEI GRATIA VATES”. Y añade: “Nadie ha olvidado las pretensiones de todo
género de esta bestia siniestra: pronto se afirma comunista, pronto prohíbe al
artista imitar la naturaleza, propiedad privada de su Buen Dios de mierda; cita al
tuntún a MUSSOLINI y LENIN; quisiera ser “el hijo de LAUREL y HARDY”; y dice
en un estilo fláccido: “El hombre es el hombre y yo soy su profeta”. Mierda para
el hombre y su profeta estreñido”. Lo acusa de haber cantado el pillaje chileno
en la guerra del Pacífico, en su poema al almirante Pratt; y lo corona, junto a su
discípulo Anguita, con hojas de parra y no menos insultos. Ahora bien, ¿por qué
escribió Moro su respuesta en francés? Es claro que el francés se había convertido
para él en la lengua de la poesía, y que toda su obra poética, con excepción de La
tortuga ecuestre, estaría escrita en francés. Pero no responder en español conlleva
algunas variantes; el francés le permite situar su violencia verbal fuera de la norma
más púdica castellana y limeña, dentro de la vehemencia del surrealismo panfle-
tario, derivación brillante a la que Moro, espíritu irónico, no fue ajeno; además,
su descalificación de Huidobro alcanzaba a un público distinto. Reordenaba el
escenario de la lectura como un paisaje intervenido por su propia actividad.
Coyné hace el siguiente recuento: “Ignoro hasta qué punto los pasos de Moro
y de Huidobro se cruzaron en París. En todo caso, Moro, desde París, tenía su
opinión formada sobre el «personaje» de Huidobro, una opinión que no oculta-
ría, según desprendo de una carta que, a fines de 1936, recibió en Lima de un
amigo parisino [...] –el pintor Henri Jannot– carta donde, después de comentarle
el contexto político imperante en Europa (Guerra Civil Española, Frente Popu-
lar francés), éste, de paso, le preguntaba: «¿Sabes que el poeta chileno Vicente
Huidobro, de quien me hablabas como de un canalla» –en francés: salaud– «está
preso en Chile por haber querido crear ahí un Frente Popular?». Que yo sepa, nin-
gún biógrafo de Huidobro (por lo menos C. Goic, el más explicito), aun cuando
se refiere al «enrolamiento» del poeta en el Frente Popular local y a sus artículos
«antifascistas», menciona tal prisión. ¿Sería un «rumor» más, propalado por el
propio Huidobro, en un rapto de «megalomanía», a efectos europeos, para que
el Viejo Mundo no lo olvide y tenga de él una «imagen» patéticamente acorde a
los debates del momento? Más significativo es que, háyanse tratado o no en Eu-
ropa, Moro y Huidobro, a poco de volver ambos a América a finales de 1933, se
envolvieron en una «polémica» que merece alguna atención”. Luego de reseñar
el enfrentamiento, Coyné concluye: “Para la pequeña historia, consignaré que la
14 Lecturas del texto

reacción de Huidobro al Catálogo de la Exposición de Lima, con el Aviso que lo


censuraba, había sido tanto más violenta cuando que los artistas chilenos que con
María Valencia integraban la muestra, y que posiblemente no habían sido todos
consultados, eran los que concurrieron a la primera exposición de «pintura nue-
va» patrocinada en Santiago por el autor de Altazor, no bien regresó de Europa,
en diciembre del 33” (de una carta de A. Coyné a J. Ortega).
Por su parte Westphalen, en su artículo “La primera Exposición Surrealista en
América Latina” (1985) decide poner la historia de los orígenes en su verdadero
orden: “En una ocasión –hace ya algunos años– conversando con amigos en Las
Palmas de Gran Canaria –tratándose de nombrar los representantes «reconoci-
bles» del surrealismo en América Latina– coincidí con Enrique Molina para acep-
tar a César Moro como el único que merecía el apelativo. Moro había vivido la
experiencia surrealista desde dentro, formando parte del grupo durante los años
treinta, manteniendo luego contacto constante con Breton, organizando con él y
con Paalen la Exposición Internacional del Surrealismo llevada a cabo en Ciudad
de México en 1940. Aunque hubo durante cierto tiempo un distanciamiento por
divergencia de puntos de vista en cuanto a principios de comportamiento, las rela-
ciones se reanudaron cordiales y el último escrito de Moro fue uno destinado a la
encuesta que Breton incluyó en su libro sobre El arte mágico (1955)”. De acuerdo
con Westphalen, el surrealismo en Moro resultó connatural a su espíritu rebelde,
convirtiéndolo en el ejemplo que corrobora la idea de Artaud según la cual el
surrealismo (“rebelión moral”) “se originó en los bancos de la escuela”. Añade:
“Entiendo muy bien que –en el joven, en el niño– la sensibilidad herida, la com-
probación de la distancia entre su imaginación y un mundo enfermo (conforme se
expresa Moro) lo inciten a sublevarse –a juzgar interesada impositiva intolerable
toda enseñanza en el hogar y la escuela– a reaccionar con intransigente oposición
unas veces –o a apartarse otras– a concentrarse en su mundo interior. Aunque
también en esos años puede surgir un tímido esbozo de utopía –el presentimien-
to de una comunidad de jóvenes como él– unidos por la amistad y solidarios de
los mismos ideales. Por mi parte ciertas imaginaciones de niño me orientaron
por este último rumbo y podrían explicar mi tendencia a rechazar toda violen-
cia –aun la considerada reacción justa a una violencia perpetrada o actuante”. Y
prosigue: “Durante sus años en Europa Moro consiguió exponer sólo dos veces.
En Lima se le ofreció la mejor oportunidad para mostrar sus obras conforme a su
gusto y criterio. La pintora chilena María Valencia trajo en 1935 algunos cuadros
suyos más varias piezas de escultura y dibujos de cuatro compatriotas. Se pudo
así organizar en la Academia Alcedo –en mayo– la que aparece como «Primera
Exposición Surrealista Latinoamericana» en el mapa-repertorio sobre difusión
mundial del surrealismo inserto recientemente en el número especial del Maga-
zine Littéraire acerca de 60 años de este movimiento” (no 213, París, diciembre de
1984). Todavía once años más tarde se deleitaría Moro rememorando el estupor,
Julio Ortega 15

el desconcierto, la indignación de la gente: “Nunca habían visto nada semejante,


ni insolencia mayor que nuestra exposición del 35” (Vuelta, n° 95, México, octubre
de 1984). Para Westphalen, no sin justicia poética, el acto surrealista de la exposi-
ción es más importante que la polémica con Huidobro. Sobre ella, añade, no sin
deleite: “Moro era maestro en denigrar y despotricar. Quien quiera solazarse con
el resto de su diatriba y con el «aviso» contra Huidobro los hallará en Los anteojos
de azufre”.
La polémica terminó allí, con las aguas del todo separadas; y, para sacar ahora
consecuencias de la misma, con dos imágenes polares de la actividad poética en
el escenario de las vanguardias, donde las definiciones de la identidad artística,
evidentemente, exacerbaron los contenidos, por una parte, heroicos y románti-
cos y, por la otra, anti-heroicos y marginales. Si, en efecto, Huidobro creía en
el poeta como el creador que encarna y excede a su tiempo, Moro parecía creer
que el poeta sólo tiene un lugar desocializado, anti-histórico, y por eso mismo
autónomo y genuino. Aun si el mejor Huidobro es consciente de los limites de
la condición humana herida por su añoranza de totalidad, su obra está animada
por el optimismo expansivo de las vanguardias, cuyo poder de gestación es fe-
cundo en tanto y en cuanto logra impugnar su propia conversión canónica, su
normatividad retórica. Por su parte, Moro practicó la vehemencia apasionada de
una figuración deseante, urgida por la aguda conciencia del instante en fuga;
pero también el arte lúdico y el humor iconoclasta, que manejó con elocuencia e
ingenio como una forma aristocrática de la imaginación sin concesiones, orgullosa
de su incredulidad pesimista ante las reducciones de lo moderno. “Este mundo
no es el nuestro”, le escribió a Xavier Villaurrutia (1949). Dentro de la práctica
anti-representacional de la escritura de las vanguardias, Huidobro y Moro alego-
rizan dos lecturas distintas, paralelas a la oposición entre las poéticas de Vallejo
y Neruda, de expansión indagatoria la primera, de inmanentismo celebratorio la
otra. En cambio, Vallejo y Huidobro fueron buenos amigos.
Coyné me hizo llegar dos páginas inéditas que son un magnífico apéndice a la
polémica. Entresacando versos de los poemas del chileno, para burlarse de ellos,
Moro compuso un calambur de vena satírica. El poema se titula “Versos de un
viejo triste”:

Palabrero bribonino
El vecino visontino
Bizantino vicentino
Vidobrino recretino
Huicentino de letrina
Obrerino viñatero
Comunero juevitrino
Poetrino ratoncino
Vasintino altazoriano
16 Lecturas del texto

Arcediano Vicentano
Lunancero cristalino
[...]

Conclusiones

Haciendo el recuento de “Huidobro en sus revistas”, el crítico René de Costa


recuerda que el segundo número de Ombligo/Vital (1935) “se declara en contra
de quienes califica como cadáveres, reptiles, chismosos, gente venenosa y micro-
bios. Pero en realidad a quien ataca es a Neruda, llamado allí «Bacalao», y quien
a su vez hacía todo lo posible para suscitar animadversión contra Huidobro. En
el tercer número el blanco es César Moro, el surrealista peruano (cuyos amigos
le contestan a Vital con 1a misma moneda, en un desagradable panfleto: Vicente
Huidobro o el obispo embotellado). Estas travesuras literarias tenían poco sentido en
un mundo amenazado por el fascismo: con el estallido de la guerra civil española,
Huidobro pone punto final a la frivolidad. Vital y su sardónica campaña de «hi-
giene social» fueron abandonadas para dar paso a Total, una revista seria, cuya
función (formar «una nueva cultura») era muy clara”.8
En efecto, la guerra española declara la urgencia de los tiempos. Desde fines
de 1936 hasta comienzos del 37, Moro, Westphalen y el poeta Manuel Moreno
Jimeno fundan una célula de apoyo a la República y publican clandestinamente
cinco número del boletín CADRE (sigla del Comité de Amigos de la República
Española); en esa célula también participó José María Arguedas. La policía de
la dictadura de Benavides clausuró el boletín, y Westphalen fue tomado preso.
Moro se marchó a México en 1938. Vivió allí hasta 1948, en que volvió a morir a
Lima, a la que famosamente llamó “la horrible” en una carta-poema humorística
dirigida a su amigo André Coyné. En 1939, Moro y Westphalen corrieron juntos
otra aventura, la publicación del primer y único número de El Uso de la Palabra, la
revista anunciada en la contratapa del catálogo del 35, cuya presentación dice:

Contra las aves negras del oscurantismo, los cuervos sombríos del imperialismo
fascista de sesos descolgados en descomposición, de los imperialismos demo-
cráticos de lengua de hormiguero y cola de ratón, de la burocracia stalinista con
una colmena de moscas en cada ojo, oponemos nuestra confianza en el destino
del hombre y en su próxima liberación. En 1925 sitúan los surrealistas el fin
de la era cristiana. EL USO DE LA PALABRA pretende recordar que estamos en
1939.

8. René de Costa, “Huidobro en sus revistas”, en: Mario A. Rojas y Roberto Hozven, eds., Pedro
Lastra o la erudición compartida, México, Premiá, 1988, pp. 148-163.
Julio Ortega 17

Como observa Américo Ferrari, esta revista “en una época marcada por todos
los imperialismos define de una vez por todas la irrestricta libertad del poeta”.9
Ese mismo año, Moro escribe el Prólogo al Catálogo de la Exposición Interna-
cional del Surrealismo, que organiza con el pintor Wolfgang Paalen, en México, y a
la que asiste André Breton. La oportunidad de definir su versión del arte no pasó
desaprovechada por quien creía en la capacidad de respuestas que la imaginación
creadora podía oponer a un mundo en ruinas. Moro empieza por el principio, y
fecha el fin del siglo XIX en 1910, en que Picasso inicia su exploración “con el
impropio nombre de cubismo”; prosigue con la constelación subversiva de los
surrealistas, y suma al tiempo de los cambios dos espacios privilegiados, México
y Perú. Dice: “Por primera vez en México, desde siglos, asistimos a la combustión
del cielo, mil signos se confunden y se distinguen en la conjunción de constelacio-
nes que reanudan la brillante noche precolombina. La noche purísima del Nuevo
Continente en que grandiosas fuerzas de sueño entrechocaban las formidables
mandíbulas de la civilización en México y de la civilización en el Perú. Países que
guardan, a pesar de la invasión de los bárbaros españoles y de las secuelas que
aún persisten, millares de puntos luminosos que deben sumarse bien pronto a la
línea de fuego del surrealismo internacional”.10 Sólo en México, y animado por la
amistad de los practicantes del exilio surrealista, pudo Moro haber convertido ese
Prólogo en el umbral del escenario latinoamericano que reordenaba el gabinete
surrealista con las formas tangibles del recomienzo. No en vano, recobrado el
sentido en la utopía de un arte capaz de las articulaciones de lo nuevo, Moro con-
cluía retornando al origen de esta fe proteica en el futuro: “Olvidado el lenguaje,
se cumplirá la profecía del Cisne de Montevideo: «LA POESÍA DEBE SER HECHA
POR TODOS, NO POR UNO»”.
La amistad y colaboración de Moro y Westphalen continuó a comienzos de
los años cuarenta en la magnífica revista Las Moradas, que Westphalen publicó
en Lima. En 1974, en sus conmovedoras memorias sobre “Los poetas en la Lima
de los años treinta”, escribió: “Bajo la influencia de César Moro se intensificó mi
interés en el arte, en el psicoanálisis, el marxismo, la antropología. Con él asistí
a un curso de siquiatría que dictaba en el Hospital Larca Herrera el Dr. Honorio
Delgado para los estudiantes de San Fernando”. Como para que no quede duda,
allí mismo reafirma el credo de la juventud: “En la poesia, en la revolución y
en el amor veo actuantes los mismos imperativos esenciales: la falta de resigna-
ción, la esperanza a pesar de toda previsión razonable contraria”. En Las Moradas

9. Américo Ferrari, “César Moro y la libertad de la palabra (tres bosquejos)”, en: Los sonidos del
silencio, op. cit., 1990, pp. 51-60.
10.
El Prólogo apareció en el Catálogo de la Exposición Internacional del Surrealismo, México, enero-
febrero de 1940; se reproduce en Los anteojos de azufre y en La tortuga ecuestre y otros textos, pp. 107-
109.
18 Lecturas del texto

(n° 5, 1948) publicó su traducción al castellano de Lettre d’amour, uno de los


grandes poemas de Moro. Pero quizá el momento más creativo de esta amistad
propicia, fue el encuentro fecundo de los años treinta, animados por la poesía
subversiva, la alegría irónica e iconoclasta, y los riesgos a nombre, como dijo
Moro, de un “arte quitasueños contra el arte adormidera”. Una profesora puerto-
rriqueña que visitó el Perú en 1938, dejó, gracias a su simpatía, un vívido retrato
de ambos. En su libro Entrada en el Perú (1941) Concha Meléndez escribió:
“Westphalen es alto, de grandes ojos de asombro y de muy escasas palabras. Vive
un mundo poético sobrerrealista parte del cual se ha mostrado en sus libros [...].
Mi última visita fue con Westphalen y César Moro, gran conversador éste, y quizás
por eso buen amigo de Westphalen que lo sabe escuchar. César Moro, pintor y
poeta, ha vivido en París largas temporadas, adquiriendo exigencias en el gusto
que lo hacen mordaz, desdeñoso y desarraigado en Lima. Preparaba entonces un
viaje a México. Pequeño, delgado, es un haz de nervios rebeldes. Tenía consigo
aquella noche, repasándola, la Nadja de André Breton. Al salir de «Pancho Fierro»
(un centro de diálogo literario) preferí caminar hasta el hotel. Pasamos frente a
la Catedral desdibujada en la sombra. La escultura ecuestre de Pizarro, situada
en el atrio durante las fiestas del cuarto centenario de la fundación de Lima, pa-
recía pronta a correr a través de la Plaza Mayor buscando su casa solariega hoy
desaparecida. Tuve una sensación de peligro, de que íbamos a ser arrollados por
las patas del caballo en fuga. Westphalen y Moro rieron cuando les comuniqué
mi aprensión. Les gusta la ironía. Son autores de una invectiva satírica tremenda,
titulada Vicente Huidobro o el obispo embotellado”. Esa risa de Moro y Westphalen
en la noche limeña y frente al caballo de Francisco Pizarro se escucha como un
conjuro.
Al final, se trata de la construcción de un escenario donde leer la historia del
surrealismo como una actualidad hispanoamericana. Ese escenario de la lectura es
un ámbito artístico y cultural que tiene su historia literaria, y esa historia tiene sus
sagas de afirmación y disidencia. Pero, en el caso de César Moro y el surrealismo
transatlántico, se trata de una escena que se rehace cada vez, como el ensayo de
un recomienzo constante en la exploración de lo nuevo. Así, la obra de César
Moro es de las muy pocas que se definen por la rara cualidad de su permanente
redescubrimiento: leerla es, siempre, redescubrirla. Su destino en la lectura es
reconstruir esa lectura como primicia y promesa.
Ese gesto le confiere su nitidez y su resonancia mayores, la vivacidad del ins-
tante con que se levanta del lenguaje para descubrirnos un ámbito habitado como
excepción visionaria.

También podría gustarte