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Julio Ortega
La actividad surrealista
César Moro (Lima, 1903-1956) sólo publicó en vida unos pocos opúsculos, pero
su actividad poética fue intensa y constante, una forma de vivir radical y pasional,
y no pocas veces polémica e irónica. Ese activismo fue festivo y desenfadado en
su juventud parisina, que coincidió con el movimiento surrealista, al que se sumó
con ardor; y fue parte del exilio surrealista durante su período mexicano, donde
compartió las aventuras del grupo europeo y norteamericano afincado en México,
y estuvo, además, cerca de Xavier Villaurrutia y su revista El Hijo Pródigo. Fue
incluso provocador durante sus retornos a Lima donde, junto a Emilio Adolfo
Westhphalen (1911-2001) y otros amigos, opuso al medio pacato su humor y des-
enfado. Esa actividad se articula como una puesta en práctica de las mayores con-
vicciones del surrealismo, no meramente en tanto programa alternativo sino en
tanto recusación del espacio de la cotidianidad; en consecuencia, como la sistemá-
tica, aunque casual y espontánea, puesta en duda de la normatividad social. Desde
el comienzo hasta el mismo final, Moro fue un surrealista puro. No un epígono
ni un militante gregario sino un practicante cuya identidad se había hecho en el
radicalismo poético de la vanguardia independiente. Coincidía en ello con los
escritores y artistas jóvenes que a mediados de los años veinte se habían afincado
en París, explorando en el arte nuevas formas y espacios de convivir urbano en
contra de las obligaciones burguesas. Aunque la historia y hasta la biografía del
surrealismo han sido ampliamente documentadas, la práctica surrealista requiere
todavía ser considerada como la construcción de un nuevo escenario, recondu-
cente y alterno, de la lectura. No sólo de la lectura de los textos que trazan la ge-
nealogía de las vanguardias desde Lautréamont y Baudelaire, linaje que hoy se ha
ampliado y diversificado; sino sobre todo de la lectura de los “actos surrealistas”,
de esa acción entre anárquica y mundana que disputa los órdenes y valores acadé-
micos e historicistas dominantes, empezando por la misma institución social de la
literatura. El grupo de amigos y afiliados surrealistas que a comienzos de los años
treinta asiste al juicio de la muchacha parricida Violette Nozières para exaltarla
2 Lecturas del texto
1. Emilio Adolfo Westphalen, “La primera Exposición Surrealista en América Latina”, Debate, vol.
VII, n° 33, Lima, julio de 1985, pp. 68-72; en esta edición, p. 329. André Coyné ha documentado la
participación surrealista de Moro en varios de sus fundamentales ensayos; entre ellos, “César Moro
entre Lima, Paris et Mexico”, Opus International, nos19/20, octubre de 1970, pp. 100-105, reproducido
en: Julio Ortega, ed., Convergencias/divergencias/incidencias, Barcelona, Tusquets, 1973, y como prefa-
cio a la Obra poética I, de César Moro, ed. por Ricardo Silva-Santisteban, Lima, Instituto Nacional de
Cultura, 1980; “César Moro: el hilo de Ariadna”, Ínsula, nos 332-333, Madrid, 1974, pp. 3-12; “Ahora,
al medio siglo”, postfacio a César Moro, Ces poèmes..., Madrid, Ediciones La Misma, Col. Libros Maina,
1987, pp. 73-82; en esta edición, pp. 740-747; y “No en vano nacido, César Moro”, en el Catálogo de la
exposición El surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo, Madrid, Quinto Centenario y Centro Atlántico de
Arte Moderno, 1990, pp. 118-127; en esta edición, pp. 304-318. Los ensayos de Coyné son trabajos
de documentación tanto como de esclarecimiento y testimonios de viva parte. Sobre Moro véase tam-
bién Julio Ortega, Figuración de la persona, Barcelona, Edhasa, 1971; Guillermo Sucre, La máscara, la
transparencia, Caracas, Monte Ávila, 1975; James Higgins, The Poet in Peru. Alienation and the Quest for a
Super-Reality, Liverpool, Cairns, 1982; y Roberto Paoli, Estudios sobre literatura peruana contemporánea,
Florencia, Stamperia Editoriale Parenti, 1985.
Julio Ortega 3
bre. En este joven amigo Moro encontraría al interlocutor local que le permitía
proseguir su actividad como un diálogo inventivo. En su poesía visionaria y de
lenguaje permutante, Westphalen convertía el contrapunto enumerativo del su-
rrealismo en una más ceñida, aunque no menos libre, nominación epifánica, de
dicción fluida. En su recuento de esos años Westphalen ha explicado la razón vital
de su escritura: “la transición de la prosa a la poesía no la hubiera efectuado [...] a
pesar de todas las lecturas y amistades, sin una crisis personal con repercusiones
más profundas que las de un simple deseo de manifestarme y expresarme. A los
trastornos y complejos de la adolescencia se acumulaba una constatación de lo
precario de mi tono vital. Varias enfermedades infecciosas habían arruinado mi
capacidad de reacción física y debía hacer grandes esfuerzos para recobrarme y
levantarme no sólo el ánimo sino también el cuerpo. Descubrí entonces los efectos
prodigiosos que sobre mí tenía el sol [...] bebía, absorbía el sol de esos días como
un néctar vivificante. Nunca he experimentado después esa sensación de volver a
la vida que me daba el estar expuesto un largo rato al sol. Pero al desvencijamien-
to físico se añadía una desmoralización total; el régimen social imperante no me
ofrecía perspectiva alguna de llevar una vida que considerara vivible. En esas cir-
cunstancias lo que el sol era para mi cuerpo fue la poesía para mi espíritu. Más que
bálsamo fue aglutinante. El objetivo de la experiencia poética es el poema, pero
la construcción del poema, al mismo tiempo, es el medio por el cual el poeta se
reconoce y se sitúa en la vida. Algo de esa sorda lucha mía contra la muerte tengo
la impresión que pudo quedar impregnada en los poemas mismos”.2 Este carácter
necesario de la poesía es definitorio de la poética de Westphalen, y lo emparenta
a Moro y su poética del verbo pasional: el poema se impone como la exaltación
momentánea de una certeza improbable. En cuanto a la notoria flexibilidad de su
discurso poético, Westphalen ha contado su aprendizaje en Pound, Tzara, Chirico:
“Dos o tres de sus Cantos, un fragmento del Homme aproximatif de Tzara [...] y el
Hebdomeros de Giorgio de Chirico creo que constituyen el substractum que me per-
2. Emilio Adolfo Westphalen, “Poetas en la Lima de los años treinta”, en: Dos soledades, Lima,
Instituto Nacional de Cultura, 1974; incluido, con revisiones, como Apéndice de la compilación de
sus poemas, Otra imagen deleznable..., México, Fondo de Cultura Económica, 1980, pp. 101-120. Es
también importante su artículo “Las lenguas de la poesía”, Debate, n° 28, Lima, 1984, pp. 24-27. En
su reseña de Otra imagen deleznable..., José Miguel Oviedo observa que “se trata de una poesía que
no sólo es nueva en cada lectura, sino esencialmente diferente y siempre contradictoria: comunica un
misterio sin entregarlo del todo” (Vuelta, México, 1975); Javier Sologuren discute la definición surrea-
lista de la poética de Westphalen en su artículo “Perspectivas sobre la poesía de E.A.W.”, La Gaceta, n°
110, México, Fondo de Cultura Económica, febrero de 1980, pp. 14-20; Alberto Escobar analiza textos
de Moro y Westphalen en su El imaginado nacional. Moro-Westphalen-Arguedas, una formación literaria,
Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1989; y Américo Ferrari ha reunido sus trabajos sobre ambos
poetas en su Los sonidos del silencio: poetas peruanos en el siglo xx, Lima, Mosca Azul, 1990.
4 Lecturas del texto
La virulencia del ataque lanzado por Moro contra Vicente Huidobro suma la
persona y el personaje en la hipérbole del diferendo, cuya retórica es de impronta
surrealista. Proviene de esa tradición panfletaria y desorbitada, pero lleva los ras-
gos de la vida pública del artista latinoamericano. Lo acusa, por ejemplo, de haber
sido candidato a la presidencia de su país, como si se tratara de una ignominia.
Pero esa vehemencia crítica no era un mero reflejo del arte de injuriar surrealista,
cuyas disidencias fueron espléndidamente cultivadas por amigos y examigos; era,
más bien, parte de su identidad de poeta enemigo de las repúblicas letradas, la
academia irrelevante, las carreras literarias y la hipocresía política. Esa suerte de
aristocracia solitaria, marginal y sin consecuencias, distingue a Moro, desde sus
comienzos, con el boa de su talante irónico. Nunca fue un bohemio ni mucho
menos un hombre amargo; llevó su pobreza con dignidad, casi con orgullo; ape-
nas pudo publicar un libro y dos plaquettes; y se ganó la vida duramente, al final
como profesor de francés del Colegio Militar Leoncio Prado, donde uno de sus
alumnos, Mario Vargas Llosa, lo evocó en su primera novela, humillado pero im-
perturbable. Esa soledad le confería una libertad sin compromisos.
Huidobro representaba todo lo que Moro y, por añadidura, el joven Wes-
tphalen, detestaban: el éxito literario y mundano, la prodigalidad pública del
poeta, quizá incluso cierto vanguardismo metafísico que, atraído por el absoluto,
el chileno cultivaba con espíritu deportivo. Por otra parte, Moro era, en efecto, el
único poeta latinoamericano que había estado en los comienzos del surrealismo;
y aunque no se preocupó por dejar todas las huellas de su tránsito (Éluard, que
lo estimaba, incluso perdió el manuscrito de su primer libro de poemas), es claro
que dentro del grupo sostuvo su independencia, y hasta su propio desenfado
iconoclasta (como ser amigo de oficiales rusos blancos en pleno coqueteo de los
surrealistas con el marxismo); lo cual terminó alejándolo de Breton quien, según
Moro, habría transigido con poetas menores y compromisos contrarios. Huidobro
6 Lecturas del texto
no era menos amigo de los surrealistas y hasta más conocido, pero tenía la pre-
ocupación dominante de los vanguardistas: la historicidad de su propia práctica.
Esto es, como genuino vanguardista, polemizó a nombre de su originalidad,
quiso ser el fundador de una escuela y ponerle fecha histórica a sus gestos de rup-
tura; a veces, hay que reconocerlo, no sin razones evidentes. En todo caso, Moro
y Westphalen percibían a Huidobro exactamente como los surrealistas concebían
a Jean Cocteau: como un literato ingenioso.
Todo empezó en mayo de 1935, cuando tuvo lugar en las salas de la Academia
Alcedo de Lima lo que sería la primera exposición surrealista latinoamericana.
Constaba de 38 pinturas, dibujos y collages del propio Moro y de 14 cuadros y
esculturas de los artistas chilenos María Valencia, Jaime Dvor, Waldo Parraguez,
Gabriela Rivadeneira y Carlos Sotomayor. La pintora María Valencia había llevado
a Lima las obras de los otros pintores y esta muestra, curada por Moro, se hacía
cargo de la coincidencia como una declaración de alternativas. Ya los títulos de
los cuadros de Moro, en francés en el catálogo, revelan el ánimo polémico de la
muestra; así los titulados “mujer imbécil de mirada inteligente cubierta con un
chal” y “cuadro muy emocionante”. Westphalen descubrió que detrás del titulado
“Las manchas ocealadas del tigre son producto de la lluvia de tomates sobre la
tigresa encinta”, había otro título, menos humorístico: “Devoradora de pájaros”.6
El catálogo (“Exposición de las obras de Jaime Dvor, César Moro, Waldo Parra-
guez, Gabriela Rivadeneira, Carlos Sotomayor, María Valencia”) es en sí mismo un
programa de acción surrealista. Lleva en la carátula la reproducción de un cuadro
de Moro, “Piéton”, donde un triángulo y un pájaro flotan en un espacio lúdico.
La segunda página lista a los autores de las frases y poemas traducidos para este
catálogo, así como a los autores de los textos inéditos, entre los que Moro incluye
a Cretina, una imaginaria dama limeña, autora de un díptico bobo. El prólogo a
la muestra viene en la tercera página bajo esta declaración de Francis Picabia: “El
arte es un producto farmacéutico para imbéciles”. Escrito por Moro, ese prólogo
dice lo siguiente:
la necesidad malsana de firmar sus (?) obras; otros escogen sus colores; todos,
en fin pintamos en lugar de simplemente recoger basuras y hacerlas enmarcar
lujosamente.
Esta exposición, muestra sin embargo, tal cual es, por primera vez en el
Perú, una colección sin elección de obras destinadas a provocar el desprecio
y la cólera de las gentes que despreciamos y que detestamos. No tenemos ni
el deseo ni la sospecha de gustar; sabemos que no estamos sino con nosotros
mismos y con aquellos que quisieran hacernos creer que están a nuestro lado;
pero no hay que temer: los sabremos desenmascarar a su debido tiempo. Del
otro lado están los zumbones, los astutos, los sabios, los perros guardianes, los
artistas, los profesionales de los vernissages, etc., etc.
Y si alguno tuvo la ingenua idea de hacernos servir para algo, de emplear-
nos en algo o de pedirnos algo, que se desengañe y salga con toda la prisa de
que sea capaz, a refrescarse en el primer abrevadero que encuentre.
La respuesta de Huidobro
7. Ibid.
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Pocos resisten a esta prueba, que se llama la prueba del “ónix enamorado”.
Otros la llaman la prueba de la piedra mortal o la pedrada en el ojo de poetario.
El piojo homosexual César Quispez Moro anduvo por París tratando de arribar,
pues él sí que es el gran campeón del arribismo. Se quiso abrir camino entre-
gándose como una prostituta. Sistema conocido, viejo y usado por tantos de su
calaña. Luego después corría como un perro detrás de los surrealistas. Plagió y
sigue plagiando especialmente a Max Ernst y a Dalí.
En Sudamérica tuvo el toupet de querer dar a entender que él había ejercido
grandes influencias [...] entre sus condescendientes patrones.
Ahora el coqueto piojo chilla en contra de mi persona y adopta la vieja es-
tratagema de los ladrones de tienda que al verse sorprendidos huyen gritando
más estridentes que su perseguidores: Al ladrón. Al ladrón.
Dice luego:
llegado demasiado tarde. Ésta es tu rabia”. Moro era, en verdad, diez años menor
que Huidobro, y debe haberse sentido cómodamente parte del grupo surrealista,
entre gente de su edad; y aunque creyó en el magisterio poético de Paul Éluard, y
colaboró con Breton en algunos proyectos a lo largo de su vida, es cierto también
que marcó diferencias cuando creyó que el inspirador del grupo había hecho
demasiadas concesiones a la literatura y a la política el otro. Es decir, Moro afirmó
temprano su independencia, y aunque no dejó nunca de ser un artista que coin-
cidía con las aspiraciones más radicales del surrealismo, esa coincidencia ocurrió
de manera consistente pero marginal, y nunca fue programática. Huidobro, por
su parte, como genuino vanguardista, no podía identificarse con un grupo que no
hubiese fundado personalmente. A él, como afirma, Breton, Éluard y Tzara le en-
vían sus libros. Se concebía a sí mismo como una de las fuentes de la innovación
contemporánea, y debe haber visto el surrealismo como algo familiar. Su poética
era previa a la práctica surrealista, se afirmaba en los gestos de la fundación, en
el origen de lo nuevo. Por eso, el otro método de su propia validación en este
reclamo de originalidad es citar la prueba del tiempo: Juan Gris, en una carta
personal de 1919, consagraba la originalidad de Huidobro cuando refutaba el
supuesto parentesco entre éste y Reverdy a nombre del aire común de los tiem-
pos fundadores; y, cosa no menos importante, hacía a Huidobro el reproche de
tener una “preocupación excesiva por la originalidad”. “Ensayas demasiadas cosas
nuevas a la vez”, le dice Juan Gris leyendo Altazor. De modo que la originalidad
se demuestra autorreferencialmente en el escenario de su propia gestación: nace
refutando, aduciendo pruebas, llamando testigos a su vez originales. La origina-
lidad, además, está siempre históricamente fechada, y es un exceso ella misma de
novedad. En esta lógica, si Moro es derivativo y yo soy la fuente original, Moro
deriva también de mí, implica Huidobro. Y, por eso, le recomienda que rompa su
poema en que habla de “obispos triturados”, un plagio, para él palmario, de su
“obispo embotellado”.
La revista incluye también cartas de los pintores Waldo Parraguez y Gabriela
Rivadeneira, aclarando que no han participado voluntariamente en la muestra su-
rrealista de Lima. En otra carta dirigida a Huidobro el corresponsal, cuya prosa es
la misma que la del maestro, ataca a María Valencia, y declara que “estos jóvenes
[...] le imitaban a usted hasta el modo de hablar, repetían sus frases y el modo
propio de su esprit, sólo que sin esprit y con poca substancia [...]. Hablaban de
Varese, de Arp, de Miró, de Lipchitz, siguiéndolo a usted”. Una noticia, de Última
Hora, va dirigida contra María Valencia. Y en la última página, que es un collage de
frases, vienen algunas dedicadas a probar nuevos plagios hechos por Moro en la
cantera huidobriana, además de renovados insultos, y otras reafirmaciones de fe
histórica: “Huidobro tendrá que dejar el camino sembrado de cadáveres”.
Si ya el primer cotejo de ambos documentos revela que la página de Moro está
más cerca del género iracundo del panfleto surrealista, mientras que la revista de
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descalifica a los que hasta ayer se reclamaron solidarios del mismo desinterés, del
mismo desprecio, de la misma aversión por las prebendas del Arte”. El panfleto
termina con tres poemas de Huidobro, tomados del libro temprano Canciones en la
noche; poemas seleccionados como evidentemente primerizos y cursis.
La respuesta del propio Moro es breve y viene en francés. “La Pâtée des
chiens” empieza así: “Una vez más la infamia, el bajo espíritu policial y místico se
asoman a través de la literatura miserable del célebre cretino VICENTE HUIDO-
BRO, DEI GRATIA VATES”. Y añade: “Nadie ha olvidado las pretensiones de todo
género de esta bestia siniestra: pronto se afirma comunista, pronto prohíbe al
artista imitar la naturaleza, propiedad privada de su Buen Dios de mierda; cita al
tuntún a MUSSOLINI y LENIN; quisiera ser “el hijo de LAUREL y HARDY”; y dice
en un estilo fláccido: “El hombre es el hombre y yo soy su profeta”. Mierda para
el hombre y su profeta estreñido”. Lo acusa de haber cantado el pillaje chileno
en la guerra del Pacífico, en su poema al almirante Pratt; y lo corona, junto a su
discípulo Anguita, con hojas de parra y no menos insultos. Ahora bien, ¿por qué
escribió Moro su respuesta en francés? Es claro que el francés se había convertido
para él en la lengua de la poesía, y que toda su obra poética, con excepción de La
tortuga ecuestre, estaría escrita en francés. Pero no responder en español conlleva
algunas variantes; el francés le permite situar su violencia verbal fuera de la norma
más púdica castellana y limeña, dentro de la vehemencia del surrealismo panfle-
tario, derivación brillante a la que Moro, espíritu irónico, no fue ajeno; además,
su descalificación de Huidobro alcanzaba a un público distinto. Reordenaba el
escenario de la lectura como un paisaje intervenido por su propia actividad.
Coyné hace el siguiente recuento: “Ignoro hasta qué punto los pasos de Moro
y de Huidobro se cruzaron en París. En todo caso, Moro, desde París, tenía su
opinión formada sobre el «personaje» de Huidobro, una opinión que no oculta-
ría, según desprendo de una carta que, a fines de 1936, recibió en Lima de un
amigo parisino [...] –el pintor Henri Jannot– carta donde, después de comentarle
el contexto político imperante en Europa (Guerra Civil Española, Frente Popu-
lar francés), éste, de paso, le preguntaba: «¿Sabes que el poeta chileno Vicente
Huidobro, de quien me hablabas como de un canalla» –en francés: salaud– «está
preso en Chile por haber querido crear ahí un Frente Popular?». Que yo sepa, nin-
gún biógrafo de Huidobro (por lo menos C. Goic, el más explicito), aun cuando
se refiere al «enrolamiento» del poeta en el Frente Popular local y a sus artículos
«antifascistas», menciona tal prisión. ¿Sería un «rumor» más, propalado por el
propio Huidobro, en un rapto de «megalomanía», a efectos europeos, para que
el Viejo Mundo no lo olvide y tenga de él una «imagen» patéticamente acorde a
los debates del momento? Más significativo es que, háyanse tratado o no en Eu-
ropa, Moro y Huidobro, a poco de volver ambos a América a finales de 1933, se
envolvieron en una «polémica» que merece alguna atención”. Luego de reseñar
el enfrentamiento, Coyné concluye: “Para la pequeña historia, consignaré que la
14 Lecturas del texto
Palabrero bribonino
El vecino visontino
Bizantino vicentino
Vidobrino recretino
Huicentino de letrina
Obrerino viñatero
Comunero juevitrino
Poetrino ratoncino
Vasintino altazoriano
16 Lecturas del texto
Arcediano Vicentano
Lunancero cristalino
[...]
Conclusiones
Contra las aves negras del oscurantismo, los cuervos sombríos del imperialismo
fascista de sesos descolgados en descomposición, de los imperialismos demo-
cráticos de lengua de hormiguero y cola de ratón, de la burocracia stalinista con
una colmena de moscas en cada ojo, oponemos nuestra confianza en el destino
del hombre y en su próxima liberación. En 1925 sitúan los surrealistas el fin
de la era cristiana. EL USO DE LA PALABRA pretende recordar que estamos en
1939.
8. René de Costa, “Huidobro en sus revistas”, en: Mario A. Rojas y Roberto Hozven, eds., Pedro
Lastra o la erudición compartida, México, Premiá, 1988, pp. 148-163.
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Como observa Américo Ferrari, esta revista “en una época marcada por todos
los imperialismos define de una vez por todas la irrestricta libertad del poeta”.9
Ese mismo año, Moro escribe el Prólogo al Catálogo de la Exposición Interna-
cional del Surrealismo, que organiza con el pintor Wolfgang Paalen, en México, y a
la que asiste André Breton. La oportunidad de definir su versión del arte no pasó
desaprovechada por quien creía en la capacidad de respuestas que la imaginación
creadora podía oponer a un mundo en ruinas. Moro empieza por el principio, y
fecha el fin del siglo XIX en 1910, en que Picasso inicia su exploración “con el
impropio nombre de cubismo”; prosigue con la constelación subversiva de los
surrealistas, y suma al tiempo de los cambios dos espacios privilegiados, México
y Perú. Dice: “Por primera vez en México, desde siglos, asistimos a la combustión
del cielo, mil signos se confunden y se distinguen en la conjunción de constelacio-
nes que reanudan la brillante noche precolombina. La noche purísima del Nuevo
Continente en que grandiosas fuerzas de sueño entrechocaban las formidables
mandíbulas de la civilización en México y de la civilización en el Perú. Países que
guardan, a pesar de la invasión de los bárbaros españoles y de las secuelas que
aún persisten, millares de puntos luminosos que deben sumarse bien pronto a la
línea de fuego del surrealismo internacional”.10 Sólo en México, y animado por la
amistad de los practicantes del exilio surrealista, pudo Moro haber convertido ese
Prólogo en el umbral del escenario latinoamericano que reordenaba el gabinete
surrealista con las formas tangibles del recomienzo. No en vano, recobrado el
sentido en la utopía de un arte capaz de las articulaciones de lo nuevo, Moro con-
cluía retornando al origen de esta fe proteica en el futuro: “Olvidado el lenguaje,
se cumplirá la profecía del Cisne de Montevideo: «LA POESÍA DEBE SER HECHA
POR TODOS, NO POR UNO»”.
La amistad y colaboración de Moro y Westphalen continuó a comienzos de
los años cuarenta en la magnífica revista Las Moradas, que Westphalen publicó
en Lima. En 1974, en sus conmovedoras memorias sobre “Los poetas en la Lima
de los años treinta”, escribió: “Bajo la influencia de César Moro se intensificó mi
interés en el arte, en el psicoanálisis, el marxismo, la antropología. Con él asistí
a un curso de siquiatría que dictaba en el Hospital Larca Herrera el Dr. Honorio
Delgado para los estudiantes de San Fernando”. Como para que no quede duda,
allí mismo reafirma el credo de la juventud: “En la poesia, en la revolución y
en el amor veo actuantes los mismos imperativos esenciales: la falta de resigna-
ción, la esperanza a pesar de toda previsión razonable contraria”. En Las Moradas
9. Américo Ferrari, “César Moro y la libertad de la palabra (tres bosquejos)”, en: Los sonidos del
silencio, op. cit., 1990, pp. 51-60.
10.
El Prólogo apareció en el Catálogo de la Exposición Internacional del Surrealismo, México, enero-
febrero de 1940; se reproduce en Los anteojos de azufre y en La tortuga ecuestre y otros textos, pp. 107-
109.
18 Lecturas del texto