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NIÑOS CÍBORG Y CHATS – YOLANDA REYES

“Para descubrir las leyes de la sociedad que más convienen a las naciones se necesitaría la existencia de una
inteligencia superior capaz de vivir todas las pasiones de los hombres sin sentir ninguna de ellas”. Esta frase
premonitoria, escrita por Rousseau en 1762, está citada por José Ignacio Latorre en ‘Ética para máquinas’
(Planeta, 2019). Y aunque no sé qué pensaría Rousseau al ver esos emoticones que han suplantado lo que él
llamó pasiones, sus palabras anuncian el advenimiento de una inteligencia a imagen y semejanza de la humana,
pero de carácter incorpóreo. Al no sufrir las fragilidades de los cuerpos sintientes, esas “entidades” fantasmales
pueden aplicarse, como ya está sucediendo, en construir catedrales y autopistas de información, en un laberinto
infinito.

Semejantes desarrollos, perfectos y aterradores a la vez, plantean desafíos éticos y, por supuesto, educativos,
que inciden en nuestras prácticas de crianza. Si, al comienzo de la vida, el cuerpo humano (orgánico, inmaduro y
más vulnerable que el de cualquier mamífero) es la medida de todas las cosas y si todos comenzamos a vivir
tocando tierra, probando el mundo con la boca, y midiéndolo con los dedos de la mano y con los pasos, y
encontrándonos o desencontrándonos con otros cuerpos, necesitamos pensar en lo que significa prescindir de
esos contactos sensibles propios del tiempo de la infancia, que estamos reemplazando por pantallas para
domesticar, vigilar (o hipnotizar) a los niños.

En la cuarentena de 2020 desaparecimos a los niños del planeta, y aun más de este país. ¿Recuerdan esos
meses, vueltos años, en los que no podían tocar la calle ni correr por el prado y recibían, si acaso, algún rayo de
sol indirecto a través de una ventana? Aunque hoy parezca ciencia ficción, los efectos fueron demoledores:
algunos niños y niñas, con recursos económicos, simbólicos y tecnológicos, pudieron recibir sucedáneos de vida
detrás de una pantalla, en cuadrados que simulaban aulas, pero otros ni siquiera tuvieron nutrición, educación o
cuidados básicos. Así, sin los ritos del jardín y de la escuela, sin sus virus, sus defensas y sus problemas, en gran
medida corporales, como son (o creíamos que eran) los problemas de la vida humana, algo esencial les quedó
faltando a todos.

Quizás esa larga privación sensorial y social, con los efectos que estamos comenzando a ver (en su propensión a
enfermarse, en sus dificultades para moverse, hablar, vivir juntos y relacionarse con lo virtual), allanó también el
camino para albergar a esas entidades que hoy nos escandalizan y nos hacen ver a Chat GPT y a otras
aplicaciones como demonios producidos por una inteligencia ajena a nuestra voluntad. Entonces cabe recordar
que fuimos nosotros quienes entregamos nuestros datos, nuestras creaciones y nuestras fotografías, y, si
tardamos en entenderlo, quienes entregaremos ese tiempo irrepetible de la infancia.

Sin esos rituales y esas formas de jugar, tocar e imaginar, que son los ancestros para el aprendizaje y para la vida
emocional, estas criaturas se parecerán cada vez más a cíborgs, robots y cuerpos espectrales. Y, a falta de otras
experiencias, empezarán a confundir esa palabra prestada, ‘chat’, con lo que aún llamamos conversación, y
olvidarán, quizás, que conversar es fijarse también en el brillo de unos ojos y en la cadencia de una voz que se
queda grabada en la memoria.

Que un niño sea un cíborg o que atesore esas experiencias terrenales que lo vinculan con la especie humana: que
pueda sentir su corazón, su respiración y el ritmo de sus pasos, y conjugarlos con los pasos de los demás depende
(aún) de las decisiones cotidianas que tomemos los adultos sintientes y pensantes.

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