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La guerra por la infancia y sus cinco batallas (2/5): «autismos» programados

La semana pasada quedamos en que abordaríamos el tema de las conductas antisociales como
una de las cinco batallas en la guerra por la infancia. Sin embargo, pensándolo bien, una buena
parte de las conductas antisociales que me interesa resaltar, confluye en lo que podríamos
etiquetar como autismos programados. Sostengo que hay autismos que no son producto de la
gestación y el desarrollo antes de nacer, sino inducidos por la cultura chatarra circundante.

Mencionemos solo de pasada —y para quitárnoslo de encima—, el fenómeno menos importante


del autismo como una vil, vulgar y agresivamente estúpida moda: hoy está de moda ser
autistas, para ser precisos. Autismo no como un fenómeno del comportamiento, sino como pose
social —«…tengo el síndrome de Asperberger amigos míos, así que ya lo saben»—.

Así como hace 10 o 15 años mucha gente bruta quería tener alergias a fin poderse proyectar
socialmente como alguien «especial», hoy, todo mundo —O.K: mucha gente— entre ellos
muchos niños y adolescentes, quieren poder decir que son autistas (supongo que hechizados por
Greta Tumberg y tonterías abusivas que ven en Netflix, Tik tok o sus “grupos secretos” en redes
sociales). Y sentirse por ello «especiales». Uno llega a preguntarse si no son realmente autistas,
por alcanzar semejantes cimas de descerebración auto infringida.

Por eso es que es relevante y actual la pregunta ¿podría la cultura digital estar produciendo
nuevas generaciones de niños y jóvenes autistas o que tienen comportamientos parecidos a
aquellos que exhiben los niños con cuadros clínicos autistas reales? Y antes de que el primer
necio que desconozca la importancia científica de realizar experimentos mentales se precipite a
decir que NO, definamos «autismo» de manera provisional como la incapacidad de reconocer
al «otro», o a los otros, mediante actos o comportamientos de reciprocidad o que indiquen
voluntad de reciprocidad.
Lo anterior lo digo porque parece estar de moda entre demasiados millenials y gen-zetas, ni
mantener ni reemplazar, sino simplemente anular, cancelar, los más elementales símbolos de
reciprocidad, aquellos que uno manda para que no piensen los demás que uno los ve como sus
sirvientes personales.

Me refiero a la peligrosa desaparición de aquellos pequeños símbolos o gestos de reciprocidad y


convivencia que hacen que la gente en una sociedad no acabe acribillándose, destrozándose
mutuamente a patadas. Ejemplos de esta desaparición entre los millenials y gen-zetas están: el
no pedir nunca nada por favor, no dar las gracias jamás a un gesto bondadoso, responder a un
«gracias» con un tenso «si», o con un «claro» entre desdeñoso y arrogante (como si a estas
personas, millones de gracias quedaran a deberles el universo, la red, o Dios mismo en
persona). Admito que hay muchas cosas aún qué descifrar y comprender sobre estos
comportamientos.

Una cosa es cierta, sin embargo: el mundo y la cultura cambian y los símbolos de reciprocidad
también, supongo que en la era de las cavernas no se pedían las cosas por favor, ni existía la
cortecía del «de nada», mucho menos el «pásala bien». El problema —yo creo— no es que
cambien de forma ciertas expresiones verbales de reciprocidad, sino que desaparezca la idea
misma de reemplazarlos con otros gestos, verbales o de cualquier otro tipo. La ausencia de
reciprocidad en una sociedad lleva pronto a la violencia (mensaje que debería escuchar por
encima de todo grupo social, el ingrato, infeliz y contagioso feminismo contemporáneo, que es
sin lugar a dudas, la mayor sustancia corrosiva de la reciprocidad en nuestro tejido social).

Si es correcta nuestra definición de autismo—y más o menos lo es— podríamos empezar a


formular la hipótesis de que muchos de los comportamientos parecidos al autismo en niños y
jóvenes —y que no observábamos en generaciones pasadas—, son probablemente atribuibles a
la cultura actual predominante, incluyendo la Babel digital contemporánea. No ya como pose,
sino como verdadero autismo inducido, programado, por el uso de la tecnología y reforzado por
la cultura destructora de la reciprocidad que esta produce. Una torre de Babel digital en la que la
comunicación auténtica entre las personas es dificil y a veces imposible.

Para ejemplificar lo anterior, partamos de observar detenidamente la manera en como operamos


nuestro teléfono inteligente, o quizás deberíamos decir, cómo éste dispositivo nos opera a
nosotros. Hay al menos dos peculiares usos o comportamientos, uno manual y otro mental, que
antes de la aparición comercial masiva del smartphone —más o menos a partir de la segunda
década del milenio— simplemente, antropológicamente, no existían en el ser humano.

El primero es el uso mental del templete:

Me refiero al campo de visión y de percepción humanas ahora restringidos, coartados,


normativizados, regulados, esclavizados, por infinidad de coloridos templetes, todos
nítidamente almacenados en el celular, visibles en nuestra pantalla. Todo en el mundo digital es
un templete programado en el que tú no tomas decisiones sobre el contenido del menú de
opciones, ni en su concepción estética. Muchos no sabrán de qué estoy hablando precisamente
debido al absoluto estrangulamiento del campo de visión y del pensamiento que produce todo
templete. Es como si forzaran nuestra masa cerebral al interior de una charola de plástico para
hacer cubos de hielo en el refrigerador y que nosotros estuviésemos distraidos mientras ello
ocurre. Distraídos, por ejemplo, con las opciones que nos da la app para enmarcar la foto de
aquel perrito tan lindo. Hay que lindo el perrito.

Como de costumbre, la real academia española de la lengua y su diccionario aún no se deciden


a dar una definición útil a los tiempos actuales de la palabra templete. Así que definámosla
nosotros mismos de manera provisional: un templete es un molde, modelo, un armazón o patrón
prefabricado, una serie de instrucciones, cuadros, o medidas que sirven como guías para
realizar alguna tarea, solo de la manera en que el templete lo permite y de ninguna otra.

Un teléfono inteligente piensa por nosotros, detengámonos un segundo en este detalle —desde
ciertos ángulos la característica más detestable y peligrosa de muchas nuevas tecnologías o
«gadgets» de uso personal—. Para pensar por nosotros, el teléfono almacena y pone en
operación cientos de templetes de distintos tamaños colores y formas, pero al fin y al cabo
templetes. El templete simboliza nuestro alejamiento del medio natural del que provenimos.
Una manzana —imaginémosla— y la infinita cantidad y variabilidad de tonos, brillos y colores
que hay en su superficie, en su contorno. No hablemos de su sabor y aroma si es una manzana
silvestre o de huerto.

El uso indiscriminado de templetes restringe, coarta, encajona, acorrala, estupidiza, devalúa,


abarata, pervierte, empendejece, empobrece nuestra imaginación y percepción de la realidad y
de nosotros mismos. No solo de la manzana y la realidad exterior, sino de ti mismo. Ahora no
solo tenemos que ver la realidad y juzgarla de acuerdo a los templetes de nuestro teléfono, sino
que también tenemos que vernos a nosotros mismos bajo esa misma camisa de fuerza
tecnológica, imbecilizadora, empobrecedora, enceguecedora, de la realidad.

El segundo es el uso manual de «arrastrar el dedo» o «swipe»

Me refiero a la operación perezosa y vil de arrastrar el menú de opciones y las pantallas en el


teléfono celular con nuestro dedo, desvirtuando nuestra relación con la realidad y con el
prójimo —volviéndonos verdaderamente autistas, de acuerdo a nuestra definición—. Operación
llamada en inglés swipe.

Next. Algo no me gusta, no lo identifico —en mi memoria condicionada por templetes—, no lo


proceso, no lo reconozco: siguiente>swipe. Con nuestro dedo, holgazanamente descartamos,
tiramos a la basura, desaparecemos. Y eso mismo hacemos ya —autistamente— con las
personas, con nuestros congéneres, y eso mismo están haciendo ellos con nosotros, contigo.

Destrucción psíquica mutua: esa si es una forma de reciprocidad generalizada, quizás la única.
Infringiéndonos un tipo de daño que ni logarítmicamente podríamos representar en una grafica.
Es difícil no preguntarse ¿La idea de un autismo programado, inducido cultural y
tecnológicamente, es solo un experimento mental, una hipótesis de trabajo, o una realidad que
hay que empezar a tomar en bastante más en serio?

andresbucio.com
andresbucio@protonmail.com

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