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Comunicología

o el arte de jugar a ser Dios

Yzan Pérez Morán


A Jose y Montse, por desvivirse.
A Leonides, por la fe ciega.
A Sara, por existir.
ÍNDICE

0. Confesión de bandido (prefacio) ……………………………………… 3

1. El humano como milagro histórico …………………………………… 4

2. La unión entre lenguaje y pensamiento ……………………………… 14

3. (De)formar la realidad, literalmente …………………………………. 25

4. Estrategias para el siglo XXI: de Platón a EE.UU …………………… 31

5. Dinero, política y el poder del habla …………………………………. 44

6. Lenguaje inclusivo: filántropos analfabetos …..………………………. 60

7. La ciencia tras las Redes Sociales ……………………………………. 64

8. Periodismo: relativizando la verdad ………………………………….. 72

9. Entre la ideología y la patología ……………………………………… 95

10. Always gotta play smarter (epílogo) ………………………………… 104

11. Bibliografía y referencias …………………………………………… 108


« [...] El lenguaje está más vivo que Dios.
No hay deidades sin una lengua que las diseñe.
No hay dogma sin profetas que lo difundan.
No hay fe sin palabras que la expliquen.»
Confesión de bandido

Llevo media vida recibiendo insultos y halagos. Tanto es así, que, en pleno 2023, aún me cuesta
ver con nitidez lo que encarno realmente. Decía Francisco de Quevedo -cuando fue acusado de
disidente- que “la lengua de Dios nunca fue muda” pese a ser usada para contar algo incómodo.
Eso sintetiza bastante bien mi trabajo: me dedico a decir la verdad.

Más allá del formato o el tema, esta labor consiste en aprovechar mi elocuencia para exponer
aquello que considero cierto, sin importar el precio venidero. Y cuando digo “precio” me refiero
a consecuencias dignas de película: con apenas veintidós años me han censurado en periódicos,
expulsado de clases, baneado de redes y otros despropósitos que no vienen al caso.

¿Para qué cuento esto? Para dejar claro lo siguiente: cuanto más tiempo le dedicas a la verdad,
más gente pierdes por el camino. Las celebrities son globales porque nunca dividen a su
audiencia metiéndose en temas de actualidad. Ibai ha coronado el panorama mediático porque su
humor es tan genérico que abarca cualquier edad. El Telediario de TVE es el más visto de
España porque aspira a ser imparcial. Esa es la cuestión: a más neutro sea un producto, mayor es
el número de personas que engloba. Por el contrario, todo lo que sea genuino -y no fuerce esa
neutralidad- se convertirá en un hito de nicho, de comunidad limitada.

Este libro busca precisamente eso: la creación de algo sólido. Un secreto a la vista de todos y a la
vez de nadie que llegará únicamente a quien lo busque. Por ende, si eres de los que han decidido
buscarlo, permíteme contarte qué hacemos aquí.

Nací apolítico, apátrida y agnóstico; soy de mi casa y de la madre que me parió. Curiosamente,
la ausencia de fanatismos ha dejado hueco para engendrar otras obsesiones que se han mantenido
intactas desde mi infancia, como si estuvieran impregnadas en el ADN. La primera es el ser
humano, entendiendo a este como el primer animal en inventarse su naturaleza descaradamente.
La segunda es la comunicación, el milagro que permitió lo anterior.

Mi obsesión es tan real que, por ejemplo, cada vez me cuesta más leer sin divagar: ¿por qué cada
cosa del mundo tiene una palabra asociada? ¿Cuándo se decidió -o constituyó- esa palabra?
Tampoco puedo escuchar música más de diez minutos, pues mi cabeza empieza a pensar: ¿por
qué unas vibraciones chocando contra mi cóclea me hacen sentir algo? Es más, hace tres meses
fui a un zoológico y no asimilé la experiencia. ¿En qué punto de la Historia bestias mortíferas de
200 kilos acaban encerradas mientras mi especie les tira cacahuetes? ¿Cómo nos hemos ‘pasado
el juego’ sin ningún tipo de poderío físico?

En realidad, la respuesta a estas cuestiones es bastante simple, pero sirven para contextualizar el
vasto espectro que abarca la comunicología. Desde nuestra concepción del mundo hasta las
mecánicas de la mente, pasando por religión, poder, amor o incluso negocios.
Comunicar es la primera actividad humana después de respirar. Rige todo lo que nos rodea y
seguirá haciéndolo un milenio después de nuestra muerte. No hay comercio sin dos hablantes
que se entiendan, ni existe ciencia sin un lenguaje que la explique, ni hay política sin palabras
que la administren. Una manada de lobos requiere de códigos para sobrevivir, igual que un
cerebro los necesita para ejercer el pensamiento o un arquitecto para edificar.

Este carácter global hace que la comunicación suela divulgarse con dos fines: el primero es
entender a las personas, y el segundo, aprovecharse de ellas. Cada disciplina del siglo XXI le ha
puesto un apodo a dichas pretensiones: en Política lo llaman retórica; en Psicología, persuasión;
en ventas, marketing y en Periodismo, trabajar. Podría ir enumerando eufemismos uno por uno y
me faltarían páginas, así que seré claro: este libro no es un folleto comercial.

Los temas más grandes del saber humano sobrepasan el término de utilidad. De hecho, si el valor
del conocimiento dependiera de su uso tangible, solo quedarían libros de autoayuda y
emprendimiento en las bibliotecas -suponiendo que la autoayuda sirva para algo-. Entender la
comunicología implica descomponer el mundo entero, algo que no cabe en enfoques utilitarios
pero que resulta una ventaja competitiva a todos los niveles de la vida.

Dicho esto, dejemos los rodeos; vamos a jugar a ser Dios.


El humano como milagro histórico

Contra todo pronóstico evolutivo, somos el primer animal intentando dejar de serlo -o, al menos,
de aparentarlo-. Hemos decidido suprimir nuestros olores con perfumes, nuestro vello con
afeitadoras y nuestra piel con ropajes. Sofisticamos la conducta humana con códigos, modales,
propósitos o lo que haga falta para sentirnos menos vulgares que un simio. De hecho, el Sapiens
ha creado ritos y fábulas que le atribuyen un papel divino por encima de otros mamíferos, pero,
¿de dónde viene todo esto?

Antes de que nuestra especie viera la luz, el planeta estaba totalmente regido por la Naturaleza.
Cada ser vivo tenía un papel definido dentro de un ecosistema, y las cadenas tróficas imponían
equilibrio a la lucha por la supervivencia. Podría decirse que, en este mundo previo a la razón, el
propósito de vida era no morir, y la ‘identidad’ de un ser vivo se reducía a sus tres funciones
vitales -es decir, venía dada por el entorno-.

El hombre nació como una rueda más del engranaje, sin una posición privilegiada pero tampoco
miserable. Curiosamente, en cierto punto de su historia (hace unos 80.000 años), decidió que el
orden natural era para seres menos avispados, y comenzó a inventarse el suyo de forma insólita.
Desarrolló un intelecto desmedido, exterminó megafauna que le triplicaba en tamaño, colonizó
continentes y creó estructuras inauditas en el reino animal; todo ello en menos de 30.000 años.

Aunque los motivos fueron diversos -y la trama, más compleja- vamos a centrarnos en el factor
clave de todo esto: la comunicación. Nuestro verdadero milagro como especie no fue el fuego,
sino la creación de un lenguaje articulado, algo que nos separaría para siempre del animal y que
nos ha convertido en la especie más poderosa jamás vista.

Te preguntarás: ¿por qué? ¿acaso otros animales no se comunican? Sí. De hecho, incluso pueden
organizarse jerárquicamente, pero lo hacen mediante patrones biológicos que solo dan lugar a
pequeñas comunidades. Una manada de lobos puede escoger un alfa, igual que un simio -con el
tiempo- puede confiar en otro para cazar. El problema es que su comunicación intuitiva requiere
cercanía: demostraciones de fuerza, actos de empatía, contacto físico, compartir comida… Los
sujetos deben conocerse bien para entender qué posición ostentan, por eso son grupos limitados a
unos 50 seres como máximo. En cuanto se pasa ese umbral, la intimidad se pierde, el colectivo
se desestabiliza y arruinan su supervivencia con disputas.

Entonces, ¿por qué el hombre les ganó la partida? Los mamíferos anteriores solo pueden aludir
al presente físico: un perro ladra si se aproxima un ofensor, un mono grita para relacionarse con
sus iguales y un oso gruñe si tiene hambre. Su comunicación se basa en fonemas y está orientada
a sobrevivir. Sin embargo, el hombre puede crear imágenes mentales y materializarlas con
lenguaje. Por ejemplo, referirse a eventos futuros que aún no han ocurrido -estrategias de caza,
promesas…- o hablar de entidades intangibles como la Justicia, los dioses o una meta colectiva.
Esta capacidad fue lo que nos permitió dar el salto de 50 individuos a organizar grupos de
cientos o miles, unificados bajo un mismo sistema de creencias. No era viable que diez manadas
de lobos organizasen una caza conjunta, ni que un tigre cediera su alimento a cambio de futura
ayuda. Sin embargo, el humano pudo crear marco-colectivos letales, que se convertirían milenios
más tarde en ejércitos, civilizaciones y culturas.

Cuanto más se sofisticaban dichas creaciones, mayor era nuestra dominancia sobre el planeta.
Cierto es que influyeron otros factores por el camino, como el uso del fuego o la capacidad de
adaptación, pero ninguno de ellos habría alcanzado tal importancia sin una sociedad articulada
dándoles uso. En esencia: el lenguaje generó volumen, y ese volumen fue crucial.

Llegados a este punto, la mayoría de autores se quedan aquí. Muchos libros han divulgado sobre
las consecuencias de la comunicación (como es el caso de Sapiens) o sobre nuestro lenguaje
(Lingüística en general), pero se dejan la parte más importante: ¿cuál es su origen? ¿Por qué
somos el único animal que habla? De hecho, si otros primates siguen vivos en 2023, ¿por qué
ninguno ha aprendido a hablar todavía?

Todo comenzó cuando nos pusimos de pie. La vegetación africana era alta, y el australopiteco
tuvo que erguirse para ver por encima de ella. Esto hizo que, tras millones de años de adaptación,
se volviera la postura natural y dejase nuestras manos libres. Las muchas tareas que requerían
usar la mandíbula ahora podían ser hechas con las manos, por lo que ésta fue perdiendo espacio
en favor del cráneo y le dimos a nuestro cerebro espacio para desarrollarse.

Además, un hombre del Paleolítico tenía mucho que explicar en su día a día. No solo simplezas
(peligros, cacerías…) sino también fenómenos complejos como el fuego, la creación de
utensilios o la propiedad. Digamos que el homo se vio obligado a codificar su realidad para
transmitirla a otros, materializándola en signos que le permitían referirse a ella. Ponerse de pie
había sido un primer avance: ahora tenía un lóbulo frontal más desarrollado -encargado de las
funciones cognitivas- y una laringe óptima para vocalizar. Sin embargo, la pieza que completó el
puzzle fue el poder de abstraer su entorno.

A diferencia de cualquier otro animal, el humano podía percibir objetos concretos y extraer sus
propiedades comunes, aislándolas en un concepto inventado. Por ejemplo, viendo un número
limitado de árboles, podía identificar sus patrones y extraer la categoría “árbol”, pasando a ser un
conocimiento universal: ahora podía identificar futuras variaciones de árboles y escalar dicho
concepto -muchos árboles juntos originan la entidad “bosque”-. Curiosamente, igual que era
sofisticable hacia arriba, también lo era hacia abajo: abstraer propiedades obliga a crear términos
para ellas (“madera”, “hojas”) que también derivan en otras unidades de información.

Chomsky lo plantea como un superpoder innato. Si podemos percibir N y también construir N+1
con combinaciones mentales, nuestro pensamiento no tiene límite porque es derivativo: lo que
crea N+1 también permite crear N+2.000.000 con un volumen no tan amplio de conceptos. Esta
capacidad se denomina infinitud discreta y es nuestro rasgo más importante como especie.
Para entender su importancia solo hay que mirar alrededor. ¿Te imaginas un oso firmando un
contrato? ¿O a un pez cazando a un tigre? Pues así me siento yo cuando pienso que un
descendiente de primates ha descubierto la Relatividad, construido aeronaves y coronado la
cadena alimenticia hasta el punto de comer ballena o vestir piel de cocodrilo. No solo hemos
despreciado nuestra identidad originaria, sino que hemos reinventado un orden natural con
millones de años de antigüedad. Si eso no es jugar a ser Dios, que baje él mismo y lo vea.

La Biología ha intentado aportar posibles causas para semejante proeza: desde mutaciones en el
gen FoxP2 -asociado a la producción de lenguaje- hasta un Área de Broca híper desarrollada
-región cerebral encargada de la interpretación y la conducta verbal-. Sin embargo, no hay nada
concluyente que explique de forma completa nuestro exotismo. Lo que sí tenemos es la respuesta
a una pregunta planteada varios párrafos atrás: ¿por qué otros primates no han llegado a hablar?

Me gusta llamarlo el efecto sordomudo. Nuestro oído está diseñado para captar frecuencias de
1.000 a 8.000 hercios, mientras que el de un simio solo abarca dichos extremos, sin rango
intermedio (o sea, distingue las de 1.000 y las de 8.000, pero no el intervalo entre ambas). Esto
es clave porque las vocales sí se dan en esas frecuencias, pero las consonantes no: oscilan entre
los 2.000 y los 6.000 Hz, algo que un simio apenas percibe. Como las consonantes no forman
parte de su realidad, tampoco pueden imitarlas o reproducirlas, del mismo modo que muchos
sordos congénitos acaban perdiendo el habla por falta de audición.

Un mono se comunica con aquello que percibe, es decir, fonemas («ah, ah»), pero un humano
podía convertirlos en palabras usando consonantes («ah, ah» < «ca-sa» < «pa-ta-ta») y atribuirle
un significado a cada una; por eso el simio se quedó estancado en el ruido mientras el hombre lo
deformaba en composiciones complejas. En definitiva, nuestro pensamiento ilimitado vino
acompañado de una semiótica infinita, que empezaría siendo rudimentaria pero culminaría en
palabras, gramática e incluso sistemas sintácticos.

Parece magia, ¿verdad? Solía trabajar con un inversor tinerfeño que, entre copa y copa, a veces
decía: “La gente que quiere hacer dinero, debería empezar por entender qué es el dinero”. No es
la frase más poética del mundo, pero cada año que pasa le doy más vueltas. Para desarrollar una
disciplina hasta la excelencia es necesario conocer el origen de la misma, pues este determina su
anatomía y relevancia actuales. Las ventajas competitivas tras ello -especialmente en el área de
Comunicación- son incalculables; aunque a eso llegaremos capítulos después.

Por el momento, vamos a retomar el tema. A la comunidad científica le parece mucha casualidad
que, de entre todas las ramas del género homo, sólo haya sobrevivido la que poseía un lenguaje
desarrollado: el Sapiens. Algunas teorías encuentran la explicación en que los gestos no eran
útiles de noche (pues no se ven), siendo esto una desventaja defensiva en disputas sin luz. Otros
estudios lo atribuyen a una evolución cognitiva que nos hizo más adaptables al entorno. Sea lo
que fuere, ¿qué tiene esto que ver con la actualidad?

Echemos un ojo a la siguiente ilustración:


Para mucha gente, las palabras que utilizamos nacieron de forma aleatoria, como si hubieran sido
ideadas en una reunión al estilo: “Esto se llamará «agua», eso «suelo» y aquello «volcán»”. Sin
embargo, nuestro lenguaje está arraigado a la intuición, y basta con estudiar una letra para verlo.
Los antiguos egipcios usaban un buey como signo de sus jeroglíficos, que fue modificado por los
hebreos bajo el nombre de álef. El buey protagonizaba el arte asociado al origen del humano,
igual que la vocal A encarna el ‘origen’ del habla, pues es el único sonido que no necesita
articulación (basta con abrir la boca y emitirlo). Siglos más tarde, los griegos le dieron la vuelta
y la llamaron alfa, siendo esta la primera letra de nuestro “alfa-beto”.

Esta evolución se ha dado con todas las letras que usamos a diario, cada una de ellas con una
carga significativa. Por ejemplo, la letra “S” procede de simbolizar unos dientes de serpiente, en
referencia al sonido que ésta emite (gírala y échale imaginación). La letra “M” debe su forma a
las ondulaciones del mar, de ahí que la palabra hebrea para agua fuera maim. De hecho, nuestra
“O” deriva del ideograma de un ojo, en alusión a la redondez de la boca para pronunciarla.

En el mundo hay alrededor de 7.000 lenguas distintas, pero todas tienen algo en común: antes de
ser sistemas, fueron imaginaciones humanas. Esto nutre al lenguaje de una esencia propia y unos
matices que parecen venir en nuestro ADN. Un mono puede entender la palabra “balón” si le
señalas repetidamente dicho objeto y asocia estímulos, pero, ¿cómo le explicas la palabra “de”?
¿O “antes”? A diferencia de un simio, el humano puede intuir. Cualquier niño de seis años
asimila sin esfuerzo que “de” implica posesión con todos sus matices imaginarios (un coche no
se posee como una pareja, a pesar de que digamos “el coche de” y “la novia de”).

Es como si las personas naciéramos con los patrones lingüísticos implantados en el cerebro, algo
que cobra sentido si piensas en las tres funciones vitales: nutrición, relación y reproducción. Del
mismo modo que necesitamos comida para nutrirnos, requerimos de lenguaje para relacionarnos,
y, cuanto más lenguaje poseas (fluidez, precisión, variedad…) mayor será tu contribución
existencial. Comunicar es una obligación moral para con tu especie, igual que lo es copular para
perpetuar genoma o comer para asegurar tu supervivencia.

Ahora bien, ¿acaso el lenguaje solo tiene que ver con el habla? En absoluto. La cinematografía
tiene el lenguaje audiovisual; las matemáticas, el lenguaje algebraico; la informática, el lenguaje
de programación y la música, el lenguaje musical (entre otros). Se trata de un puente entre signos
y realidades, sin importar la naturaleza de dichas realidades. Lo más curioso es que, si lo reduces
al absurdo, puedes encontrar ideas comunes como la siguiente:

En la comunicación animal, los gestos que elevan tu altura son intimidatorios, pues buscan dar la
sensación de que eres más grande que el otro sujeto (véase un lobo alfa irguiendo su postura
para imponer respeto o un humano levantando el mentón en un conflicto callejero). En
cinematografía, el plano contrapicado es lo mismo: grabar enfocando de abajo hacia arriba para
magnificar al héroe o al villano, que da la impresión de estar elevado. De hecho, este patrón de
asociar el poder a la altura llega también a la religión -con el Olimpo griego, el Cielo cristiano o
el Asgard vikingo- e incluso a los negocios (el director siempre está en la última planta).

Digamos que, tras millones de años existiendo, hemos aprendido que una posición elevada es
una ventaja en confrontaciones, huidas de depredadores o guerras, y hemos integrado dicha
experiencia en un signo común. No importa a qué parte del mundo vayas; siempre será una
convención universal entendida por todos los humanos.

Otro ejemplo más cotidiano es el maquillaje. Seguramente habrás notado la predominancia del
color rojo o rosado en pintalabios, coloretes y otros adornos del rostro femenino. Muchos creen
que es mera preferencia, pero su origen reside en el sexo. Las caras rosadas son históricamente
atractivas porque emulan la sangre fluyendo tras el acto sexual, un leve enrojecimiento de la piel
asociado a salud y endorfinas. Entendiendo esto, lo demás son derivaciones: pintalabios carmesí,
vestidos bermellón o la manzana de Adán y Eva como metáfora de la tentación sexual.

Cuanto más te acercas a la cultura, más primitiva parece. La sociedad en sí misma solo es un
conjunto de convenciones ancestrales que nos permiten organizarnos, y no hablo únicamente de
creaciones mayúsculas (dinero, arte, lenguas) sino de todo lo que nos rodea. Ahora, ¿Qué tiene
que ver la comunicación? Pues que compartir comida sigue siendo un gesto de afecto, sea en el
Paleolítico o en un restaurante. Las voces graves siguen inspirando autoridad, así como la
percusión evoca ímpetu -antes en rituales, hoy en discotecas-. Pasear un Bugatti es como exhibir
diez bueyes en una tribu, asociando el estatus a propiedades valoradas por el grupo. De hecho,
hasta la posición de tus manos o el color de un branding transmiten información muy específica.

Recuerdo una noche cuando era crío. Solía ver la televisión, ya que por aquel entonces las
cadenas aún no daban vergüenza ajena. Esa vez le di una oportunidad a un debate que trataba lo
siguiente: Letras contra Ciencias. Expertos de cada rincón salieron espada en mano a defender su
disciplina, llegando a la conclusión de que las ciencias exactas tenían “más utilidad social”. No
le di importancia porque aún era una ameba preadolescente, pero se me quedó grabado.
Comunicar es tan inherente al humano que se ha dado por hecho, tratándolo como una habilidad
y no como un área de estudio. Esto es gracioso porque, si hablamos de utilidades, está bien que
alguien aprenda química, física o geometría, pero quítale el lenguaje y no podrá aprender
ninguna. La comunicación no es conocimiento, sino la vía para adquirirlo, siendo así más
importante en términos literales.

Erróneamente, el hombre moderno busca recompensas en el aprendizaje para decidir si algo es


útil. Estas suelen ser datos de otra naturaleza, o sea, tipos de información que no tienen nada que
ver con lo estudiado y dan sensación de exactitud. Por ejemplo, el agua es una realidad física,
pero cuando la analizas recibes números: H2O, ebullición a 100ºC, 5mg de sodio… Lo mismo
ocurriría con un puente, un triángulo o cualquier materia numerable, pues ofrecen datos en otro
formato que sugieren universalidad (como una fórmula o una medición).

Sin embargo, ¿qué pasa con el lenguaje? Las palabras solo aportan más palabras, es decir, el
método de estudio es idéntico al objeto de estudio. Sea para definir un concepto, analizar una
oración o comunicar una idea, los procesos se ejecutan únicamente con lenguaje, como si fuera
autosuficiente y no requiriese aval ajeno. ¿Acaso no es el mayor ejemplo de utilidad? ¿No es
este el motivo de que sea la única disciplina necesaria para la existencia de todas las demás?
Disculpad mi soberbia, pero aquel debate televisivo puede decir misa.

Hace un par de años, escuché una frase magistral de Mario Montalbetti (lingüista y catedrático
de la PUCP): “Sócrates dijo que una vida no examinada no merece ser vivida; yo añado que una
lengua no examinada no merece ser hablada”. No le falta razón. Yo mismo podría haber iniciado
este libro hablando directamente sobre las estrategias de los políticos, la ciencia oculta tras las
redes o algo tan llamativo como los negocios, pero sería absurdo sin contexto previo. En
definitiva: para ser experto en algo hay que entender qué es ese algo.
Aquí finaliza el adelanto de El arte de jugar a ser Dios.

La obra se lanzará a finales de año y tendrá versión física. Si quieres conseguir el


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que hayáis disfrutado esta leve miel en los labios. Vamos a terminar fuerte el año.

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