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LA NATURALEZA DE LA INFANCIA
1. La pulsión de vida
1. La actitud amorosa
Empezamos este tercer apartado en el punto que dejamos el
anterior, hablando sobre el amor. Y es que seguramente si la
necesidad más básica de toda persona es la de sentirse querido, la
actitud más humana, lo que nos hace personas, es la de saber
amar, la actitud amorosa.
Decíamos en el apartado anterior que podríamos definir el amor
como una combinación de aceptación y compromiso hacia el otro,
con diferentes grados de intimidad en función de cada relación.
Analicemos un poco cada componente, desde la perspectiva de la
actitud del educador:
a. La aceptació
n
La palabra aceptar puede no ser la más acertada para definir la
actitud amorosa que aquí se quiere presentar, ya que aceptar a
veces puede tener una cierta connotación de condescendencia,
como el que acepta el otro porque se siente superior o porque
la ha de soportar. El sentido que aquí se le quiere dar es más
bien el de tomar o asentir. Cuando uno acepta otro en este
sentido simplemente lo toma tal y como es, toma tanto lo que
le gusta como lo que no le gusta del otro.
De alguna manera la mirada amorosa hacia el niño
internamente debería decir 'yo te tomo así como eres, así está
bien' en vez de 'yo quiero otro niño' o 'esta parte de ti no la
quiero'. Pero, ¿qué es lo que se toma? La esencia del otro, que
en última instancia es la propia. Es decir, el amor nace del
reconocimiento del otro en mí, del reconocimiento de esta
unión en esencia y en destino.
La actitud amorosa enfoca la mirada más allá de lo aparente,
más allá de la acción y de esta manera reconoce el intento de
mejorar, de unirse, de estar en calma, que hay detrás de
cualquier acción.
La actitud amorosa, sin embargo, no implica estar de acuerdo
con todo lo que el otro hace, ni exhimir de responsabilidades y
de consecuencias sus acciones. Tampoco significa no
enfadarse con el otro. Se puede no estar de acuerdo y
expresaron su disgusto sobre las acciones del otro y al mismo
tiempo respetar la esencia de la persona, la dignidad de su ser y
de su destino y el intento de autorregulación que puede haber
detrás de lo aparente.
Esta manera de estimar se cultiva cuando se reconoce que uno
mismo también se equivoca, cuando uno se conecta con el
propio dolor, cuando se vive la culpa de haber hecho daño a
alguien, y desde ahí, con humildad, puede reconocerse en el
otro y mirarlo con buenos ojos, es decir, puede unirse con el
otro.
b. El compromiso
La aceptación sin compromiso sería como un pasar del otro,
como no mirarlo, como adoptar una actitud condescendiente de
'yo te soporto, pero no quiero nada contigo'. En cambio,
cuando amamos a alguien de alguna manera deseamos que esté
bien, que sea feliz, que encuentre su camino. Y estamos
dispuestos a apostar por él, a implicarnos en su crecimiento, a
estar allí para él.
Pero el compromiso con el otro no implica una intención de
cambiarlo, de querer que sea otro. Es más bien una afirmación
de nuestra aceptación, una intención de cuidar del otro, una
voluntad de acompañarlo en su camino de hacerse persona.
En otras palabras, si la aceptación implica respetar al otro tal y
como es, el compromiso significa apostar porque la
autenticidad del otro se vaya abriendo camino, porque el otro
se convierta lo que en esencia es. Si la aceptación parece tener
más bien una connotación de no hacer, el compromiso implica
tener una actitud que ayude al otro a auto realizarse.
Acompañar al otro, en el sentido presentado aquí de ayudarle a
que se fortalezca, es diferente de pretender enseñarle. A
menudo la intención de querer enseñar implica un intento por
cambiar al otro y se anticipa a la necesidad auténtica.
Acompañar implica mostrarse y comunicarse con el otro y esto
abre una posibilidad para que el otro se fortalezca y aprenda
algo de la experiencia, lo que pueda aprender. Y ¿qué es lo que
fortalece el otro? Más abajo hablamos con más detenimiento,
pero básicamente lo que le une a sí mismo, a lo más genuino, a
las necesidades auténticas -, lo que le une a los demás y lo que
le une a algo más grande, a la vida. La vida tiene un lenguaje y
se manifiesta de una manera determinada, sólo hay que pararse
un poco para observarlo. No es nada esotérico, es parte de cada
uno de nosotros, de todo organismo vivo. Como decíamos en
el primer apartado, la vida tiene el objetivo de ser, de seguir
siendo, dentro de unos parámetros de funcionamiento óptimo
para cada organismo. Se manifiesta a través de las necesidades
auténticas. El compromiso con el otro, es pues, el compromiso
con estas necesidades vitales.
Este es el criterio que nos permite escaparnos del relativismo
más absoluto. No todo es bueno y adecuado para una persona.
No puede ser bueno y adecuado lo que la separe de sus
necesidades vitales. La vida no puede ir en contra de la vida.
Lo que justifica que uno se posicione de una manera
determinada ante otro, lo que justifica lo que fortalece un niño,
es el compromiso con la naturaleza de la infancia.
En definitiva el compromiso con el otro es un compromiso
para acompañarlo en su proceso de crecimiento como persona,
un compromiso para cuidar de su alma-lo que la anima y lo
que realmente es. El compromiso con el otro no es un intento
de querer evitarle frustraciones. No es un compromiso sólo con
su placer, sino con la Felicidad auténtica, la que proviene de
decir Sí a la vida.
c. La intimidad
Por último, esta relación de respetar - apostar puede tener
diferentes maneras de expresarse y diferentes grados de
intensidad.
Hay personas, en su mayoría, a las que amamos simplemente
por el hecho de ser personas, de compartir con ellas, como
seres humanos que somos, una misma esencia, pero con las
que tenemos un compromiso bajo, o al menos, mucho menor
que con otras personas más cercanas. También hay personas
que queremos intensamente, pero con las que no tenemos
ningún tipo de relaciones de intimidad.
Con cada persona la manera de amarla, de relacionarnos, es
diferente. No sólo por la manera de expresar ese amor, sino
también por cómo nos posicionamos en relación a ella, por
cómo encontramos nuestro lugar de calma. En otras palabras,
lo que fortalece a cada persona es diferente, porque aunque las
necesidades vitales son las mismas, la forma en que estas se
expresan está condicionada por su historia y por su contexto.
Por lo tanto, la manera en que uno vive este continuo de
aceptación - acompañamiento del otro será diferente para cada
persona, para cada niño. En consecuencia, como educadores no
podemos tener la misma actitud con todos los niños, sino que
ésta será diferente para cada uno de ellos. La manera de
comprometernos con cada uno será diferente, la intervención
que fortalece será diferente, la manera de acompañarlos será
diferente.
2. Partir de la percepción
Si la forma de relacionarnos con cada niño es diferente, si lo
que fortalece a cada uno es diferente, como podemos estar
seguros de que nuestra intervención será la adecuada?
La respuesta es que no podemos. ¿Cómo podríamos estar
seguros de eso? Todos estamos limitados en lo que podemos
hacer. Pero sí hay una condición sin la cual es muy probable
que nuestra intervención no sea adecuada, un componente
esencial: la necesidad de partir de la percepción. La vida es
constante movimiento, lo que un mismo niño necesita en un
momento puede ser diferente de lo que necesita en otro. Por lo
tanto, la actitud del educador debe sostenerse sobre la
observación del momento presente. La observación de la
palabra, del tono de voz, del significado, de la intención
aparente, pero sobre todo del lenguaje corporal, de la tonicidad
que denota un estado emocional profundo. La observación
puede tener muchos parámetros: la observación del niño en
relación a los otros, en el espacio, al tiempo, a los ritmos, los
objetos, etc.
A través de la observación podemos llegar a percibir la energía
que hay detrás de la acción del niño, la necesidad vital más
profunda que intenta encontrar un punto de calma. La
percepción, de alguna manera, es más que la simple
observación. En la práctica psicomotriz Aucouturier se usa la
siguiente frase para definir esta actitud: la resonancia tónico
emocional recíproca y empática. Percibir, por tanto, incluye
resonar con la energía del otro, una actitud que moviliza toda
nuestra dimensión tónica, emocional y también simbólica de
manera integradas.
En consecuencia, nuestra capacidad de percibir estará en
función de nuestra disponibilidad física, emocional y
simbólica. Así por ejemplo, cuanto más tranquilo estemos
como adultos, cuantos menos asuntos no resueltos tengamos
como persona, más abiertos y disponibles estaremos a percibir.
La percepción es pues el resultado de una disponibilidad
consciente e inconsciente, el resultado de encontrar un
equilibrio entre todas estas dimensiones humanas. Una persona
con un gran bagaje teórico, a priori, puede estar más preparada
para observar algunos parámetros. Una persona que conozca
bien las etapas evolutivas de desarrollo de la infancia puede ser
más sensible a observar ciertas acciones del niño e
interpretarlas como indicadoras de algo. Sin embargo, si la
persona no está presente, si no está en calma consigo misma, si
no se encuentra en una cierta situación de vacío, de silencio,
las teorías pueden acabar dificultando la percepción. Las
teorías son siempre parciales y abstractas y de alguna manera
deberían ser herramientas a disposición de la percepción y no
al revés.
La percepción es siempre un regalo, es decir, no depende
mucho de nuestra voluntad. Se percibe lo que puede, y no lo
que quiere. Sin embargo, hay algunas cosas que nos pueden
ayudar a estar más sensibles a percibir:
a. Estar en paz con uno mismo, es decir, emocionalmente
equilibrado. Si el inconsciente intenta constantemente de
imágenes y asuntos no resueltos, la persona no está
suficientemente receptiva.
b. Tomar la situación tal y como es. Exponerse, decir Sí. No
querer escaparse o negar la realidad.
c. Domar a un tiempo para algo, desde la oscuridad, se vaya
aclarando. Si es posible, no precipitarse ni anticiparse,
reconocer las propias limitaciones.
d. Estar disponible, estar presente, física, emocional y
mentalmente. Centrar la atención en la propia respiración
puede ser una estrategia que ayude a ser más presente.
e. No tener demasiado intención. Cuando la mente está
demasiado ocupada en querer que las cosas sean de una
determinada manera, es difícil percibir mucho.
f. Observar algunos parámetros de manera consciente,
especialmente el lenguaje tónico emocional del niño, el
movimiento involuntario del cuerpo.
g. Preguntarse cuál es la necesidad vital del niño que intenta
encontrar su camino de calma, que necesita el niño para
autorregularse. Mirar más allá de la acción o la palabra
aparentes. Mirar qué es lo que quiere unirse.
h. Tener presente algunos referentes teóricos que ayuden a
interpretar la simbología de la acción del niño.
a. Ayudar a unirse
i. Unirse a sí mismo, a su saber interior, a sus
necesidades vitales. Lo que fortalece un niño es
ayudarle a percibirse, a percibir cómo está su cuerpo,
cuál es su estado emocional, cuáles son sus
interpretaciones mentales. Esta percepción no
necesariamente debe ser consciente. De hecho, como
dice el poema de Zhuangzi, el grado de desarrollo más
alto es aquel en que uno se entrega a algo, una
necesidad, más allá del registro mental.
Un ejemplo, cuando un niño llora, ¿cuál es la frase que
une y qué separa? ¿Qué ayuda, y qué provoca
sufrimiento? Normalmente la frase más utilizada es
"no llores, que no ha sido nada". A los adultos nos
hace sentir nerviosos que los niños lloren, porque
pensamos que el dolor es algo malo que hay que
evitar, cuando en realidad cuando uno piensa en su
propia vida da cuenta de que los grandes aprendizajes,
lo que nos ha enseñado algo que realmente vale la
pena aprender, han sido situaciones dolorosas. En todo
caso, si el llanto es auténtico, quizás lo mejor es no
decir nada y acompañar al niño. O quizás reforzar este
sentimiento auténtico "llora hasta que ya no te haga
daño". En cambio, si el llanto es una idea, si es
sufrimiento, si está causado por una idea que
desconecta el niño del presente, entonces quizá la
intervención adecuada es preguntar "¿todavía te
duele?" En definitiva, lo que fortalece a un niño es
ayudarlo a percibir su interior y unirse a ello.
c. Ayudar a percibir
g. Fortalece la autoestima
La intervención que fortalece es aquella que reconoce la
fuerza que hay detrás de las acciones del niño y, de esta
manera, ayuda al niño a edificar una buena imagen de sí
mismo. Incluso en los casos en que el niño se equivoca, la
intervención adecuada debería destacar la potencialidad de
la acción, reconocer el intento de encontrar un punto de
calma, la pulsión interna que desea encontrar un camino. De
esta manera el niño se sienta mirado, reconocido, aceptado,
y puede vivir las consecuencias de sus acciones pero con
una autoestima intacta.
h. Dar tiempo
Todo estos procesos de autorregulación que hemos estado
describiendo requieren tiempo. La intervención adecuada,
por lo tanto, respeta el ritmo de cada niño y deja tiempo para
que el niño encuentre su camino. Esta actitud del educador
está muy ligada a la confianza.
En este dar tiempo es muy importante también el disponer
de tiempo para no hacer, para el silencio, para el vacío. Ya
hemos dicho antes que la creatividad, la posibilidad de
expresar lo genuino de cada uno, se edifica en el silencio. Si
uno está cargado de actividad, si la mente no para, es muy
difícil que se pueda crear nada.
Este dar tiempo es también lo que asegura que la
intervención del adulto no se anticipe a la necesidad del
niño
i. Ayudar a contener