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En esta sección (Rom 5,12-21) san Pablo busca fundamentar con la Escritura el alcance
universal - parar todos los hombres - de la reconciliación obrada por Dios. Para ello recurre a un
paralelo entre Adán y Cristo que es muy importante pues nos muestra que la reconciliación llegó al
origen de la división - el pecado del primer hombre - y nos devuelve la condición perdida.
San Pablo presenta al “pecado” personalizado; como un poder negativo que ha entrado en el
mundo a causa de la desobediencia de Adán y debilita radicalmente a todos sus hijos, especialmente
a los que imitan su desobediencia. La teología cristiana lo llama “pecado original”.
En contraposición, la obra de Cristo, el nuevo Adán, es paralela a la del primer Adán, pero
superior. Como notaba Benedicto XVI en su catequesis del 4 de diciembre de 2008: “La repetición del
"cuanto más" respecto a Cristo subraya cómo el don recibido en Él sobrepasa totalmente al pecado de Adán y a las
consecuencias de éste en la humanidad, tanto que Pablo puede llegar a la conclusión: "Pero donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia" (Rm 5,20). Por tanto, la confrontación que Pablo traza entre Adán y Cristo ilumina la inferioridad
del primer hombre respecto a la superioridad del segundo”.
Este domingo leemos una parte del "sermón o discurso apostólico" de Jesús (cf. Mt 9,36-
11,1) donde Jesús les da instrucciones a los apóstoles al enviarlos. En los versículos anteriores al
texto de hoy Jesús les anunció claramente a sus apóstoles que sufrirán persecuciones de parte de los
hombres; más aún, que serán perseguidos por los miembros de su propia familia (cf. Mt 10,17-23).
Y termina esta sección diciéndoles que si al maestro y señor lo han perseguido y tratado de
Belzebul (príncipe de los demonios), los discípulos y servidores no pueden esperar un trato
diferente (cf. Mt 10, 24-25).
Ante estas predicciones es lógico que el miedo se apodere del corazón de los apóstoles. Por
eso Jesús comienza esta nueva sección de su discurso apostólico invitándolos a "no tener miedo".
Por lo que sigue nos damos cuenta de que se trata de no tener miedo de predicar abiertamente. El
mensaje que tienen que llevar los apóstoles – el Reino de Dios está cerca – está dirigido a todos, es
algo público, no puede ocultarse ni mantenerse en secreto.
Se trata del miedo a los hombres, a ser rechazado y perseguido por ellos. Este miedo puede
bloquear el espíritu misionero confinando el evangelio al silencio.
Por tanto, en esta sección Jesús busca que se supere el miedo en momentos de persecución.
La comunidad de Mateo era consciente de ser perseguida y contaba con la posibilidad del martirio;
y es interpelada a seguir cumpliendo el mandato misionero en estas circunstancias desfavorables.
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Luego Jesús les pide una reorientación del miedo. Del miedo a los hombres, a los que
pueden matar el cuerpo pero no el alma, hay que pasar al temor de Dios. En efecto, es Dios quien
puede aniquilar cuerpo y alma en el infierno. La gehenna (γέεννα) se entiende aquí como lugar de
castigo definitivo de los malos, donde serán totalmente aniquilados 1. Se trata, por tanto, de una
invitación al temor de Dios, el único Juez verdadero.
Este temor o respeto reverencial a Dios debe conducir al discípulo a una viva confianza en el
Padre Providente. Para invitarnos a esta confianza Jesús recurre a la comparación con el cuidado de
Dios sobre “los gorriones” al igual que en Mt 6,26 refiere a las “aves del cielo”, dejando en claro
cuanto más cuidará el Padre Providente a los hombres2. Por eso pasa enseguida al ejemplo de los
cabellos de la cabeza que están contados. En Lc 12,7 se dice explícitamente: “Ustedes tienen contados
todos sus cabellos: no teman, porque valen más que muchos pájaros ”. En conclusión, es la confianza en el
Padre Providente que vela por sus hijos lo que permite vencer o superar el temor.
El verbo temer (φοβέομαι) aparece cuatro veces en este texto (tres en negativo: no teman en
10,26.28.31; y uno en positivo: teman en 10,28); lo cual indica que es un tema central del mismo.
Es clara la contraposición entre el miedo a los hombres, a los que pueden matar el cuerpo; y el
temor o respeto a Dios, el único que tiene poder para destruir cuerpo y alma. Notemos que en griego
el mismo verbo “temer” (φοβέομαι) puede referirse tanto al miedo a los hombres como al temor
reverencial o respeto a Dios (cf. Lc 1,50; 18,2-4; He 10,2. 22. 35; 13,16. 26; Col 3,22; 1 Pt 2,17; Ap
11,18; 14,7; 19,5).
Esta parte del discurso se cierra con una referencia al juicio final ante Dios, donde Jesús
afirma la repercusión ante el juicio divino de nuestra actitud en esta vida: si lo confesamos o
reconocemos (ὁμολογέω) ante los hombres, él nos reconocerá ante el Padre; si lo negamos
(ἀρνέομαι) él nos negará ante el Padre.
En síntesis, "El texto deja claro que la idea del temor a Dios lleva emparejada teológicamente la soberanía
de Dios […] Visto desde el poder de Dios, el poder del hombre se limita al cuerpo visible y no alcanza toda la realidad
del hombre: su "alma". Pero la idea del poder de Dios cobra de inmediato su dimensión profunda: el Dios poderoso es
"vuestro Padre", que se preocupa hasta de los gorriones"3.
Algunas reflexiones:
Pero no es suficiente el temor de Dios; la atención a su juicio. Hay que dar el paso siguiente
hacia la confianza y el abandono en las manos providentes del Padre. La certeza del amor personal
del Padre sobre nosotros es lo que despierta la confianza. Y esta confianza es la que supera todo
temor. La confianza en el Dios de la vida nos libra del miedo radical, del miedo a la muerte. De este
miedo esclavizante nos ha librado Cristo al asumir nuestra condición mortal y al vencer a la muerte
con su Resurrección (cf. Heb 2,14.15). Igualmente, la promesa de la presencia permanente del
Señor con sus discípulos (cf. Mt 28,20) nos libera del miedo a quedar solos y abandonados.
Los mártires eran hombres frágiles y temerosos como lo somos todos. Pero Dios les infundió
su amor, un amor eterno, que los hizo fuertes hasta dar la vida por Cristo. Los mártires amaban la
vida como la amamos todos; pero llegaron a amar a Dios más que a su propia vida. Por eso
aceptaron la muerte como suprema confesión de su Fe.
Es conmovedor el testamento del P. Christian de Chergé, prior de un Monasterio en Argelia,
donde fue asesinado junto con otros seis monjes en 1996 (y que inspiró la película francesa “De
dioses y de hombres”). Citemos sólo un fragmento:
"Si un día me aconteciera –y podría ser hoy– ser víctima del terrorismo que actualmente parece querer alcanzar a todos
los extranjeros que viven en Argelia, quisiera que mi comunidad, mi Iglesia y mi familia recordaran que mi vida ha sido
donada a Dios y a este país; que aceptaran que el único Señor de todas las vidas no podría permanecer ajeno a esta
muerte brutal; que rezaran por mí: ¿cómo ser digno de semejante ofrenda?; que supieran asociar esta muerte a muchas
otras, igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y el anonimato. Mi vida no vale más que otra. Tampoco vale
menos […]. De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios, porque parece haberla
querido por entero para esta alegría, por encima de todo y a pesar de todo. En este gracias, en el que ya está dicho
todo de mi vida, os incluyo a vosotros, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto con
mi madre y mi padre, mis hermanas y mis hermanos, y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido! Y a ti
también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estés haciendo; sí, porque también por ti quiero decir este
gracias, y este a-Dios, en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea dado volvernos a encontrar, ladrones colmados de
gozo, en el Paraíso, si así le place a Dios, Padre nuestro, Padre de ambos. Amén. Inchalá".
Aunque el evangelio hoy no hable de esto, bien podemos decir que también hay miedo del
lado del oyente, del que recibe el anuncio del evangelio. Es el miedo a Dios, el mismo que muchas
veces está en la raíz del rechazo agresivo al Evangelio y a la Iglesia. Esté temor habita en nosotros
como consecuencia del pecado original y nos lleva a escondernos de Dios (cf. Gn 3, 9-10).
Concluyamos con un diálogo de Francisco con una joven flamenca del 31/3/2014:
(Papa Francisco): «¡De mí mismo! Miedo… Mira, en el Evangelio Jesús repite tanto: «No tengáis miedo. No tengáis
miedo». Lo dice muchas veces. ¿Y por qué? Porque sabe que el miedo es algo —diría— normal. Tenemos miedo de la
vida, tenemos miedo frente a los desafíos, tenemos miedo ante Dios… Todos tenemos miedo, todos. Tú no debes
preocuparte de tener miedo. Debes sentir esto, pero no tengas miedo, y además piensa: «¿Por qué tengo miedo?». Y
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ante Dios y ante ti misma, trata de aclarar la situación o pedir ayuda a otro. El miedo no es buen consejero, porque te
aconseja mal. Te impulsa hacia un camino que no es el correcto. Por eso Jesús repetía tanto: «No tengáis miedo. No
tengáis miedo». Además, debemos conocernos a nosotros mismos, todos: cada uno debe conocerse a sí mismo y
buscar donde está la zona en la que podemos equivocarnos más, y tener un poco de miedo de esa zona. Porque está
el miedo malo y el miedo bueno. El miedo bueno es como la prudencia. Es una actitud prudente: «Mira, tú eres débil en
esto, esto y esto, sé prudente y no caigas». El miedo malo es el que tú dices que te anula un poco, te aniquila. Te
aniquila, no te deja hacer nada: este es malo, y es necesario rechazarlo».
(Joven): «Hago esta pregunta, porque quiero tener la fuerza también de testimoniar…».
(Papa Francisco): «Claro, ahora entiendo la raíz de la pregunta. Testimoniar con sencillez. Porque si vas con tu fe como
una bandera, como en las Cruzadas, y vas a hacer proselitismo, no funciona. El mejor camino es el testimonio, pero
humilde: «Soy así», con humildad, sin triunfalismo.” Este es otro pecado de nuestro tiempo, otra actitud mala, el
triunfalismo. Jesús no fue triunfalista, y también la historia nos enseña a no ser triunfalistas, porque los grandes
triunfalistas fueron derrotados. El testimonio: este es una clave, este interpela. Lo doy con humildad, sin hacer
proselitismo. Lo ofrezco. Es así. Y esto no da miedo. No vas a las Cruzadas».
Secreto
Padre mío,
Espérame mañana en el lugar de siempre
Un secreto divino lo envuelve, no puedo definirlo
Es familiar, cariñoso, tierno
Amén.