En el siglo XX se crearon dos maneras de clasificar la depresión:
exógena/endógena y psicótica/neurótica. Al no tener una definición clara, varios autores tomaron los cuatro términos y los agruparon en dos categorías: la depresión psicótica-endógena (crónica, con variaciones en el humor, sentimiento de culpa e insomnio de origen biológico) y la depresión neurótica-exógena (síntomas leves, de corta duración acompañados por ansiedad, como respuesta a un evento estresante). Es a partir de esta concepción que se desarrollarán tratamientos centrados exclusivamente en la biología (medicamentos psiquiátricos, lobotomía, terapia electroconvulsiva) o en la conducta (terapias psicológicas). En 1957, se realizó un descubrimiento de suma importancia que cambiaría radicalmente el tratamiento para la depresión. Aunque en la primera mitad del siglo XX existían tratamientos químicos para la depresión, como los opiáceos y los barbitúricos, sus efectos duraban poco y sólo disminuían los síntomas, por lo que la iproniazida, el primer medicamento antidepresivo, fue tan contundente. El efecto de la iproniazida sobre la depresión fue descubierto por accidente, pues inicialmente se usaba para el tratamiento de pacientes con tuberculosis, quienes después de recibir el medicamento mostraban conductas eufóricas, gracias a su acción inhibidora sobre la monoaminooxidasa (la familia de estos medicamentos se conocerá más adelante como IMAO), pero su efecto hepatotóxico llevó a que se dejara de usar. Por otro lado, la Imipramina (sintetizada hacia la década de los sesentas) fue el primer medicamento antidepresivo tricíclico. Este tipo de medicamentos evitan la recaptación de la serotonina y noradrenalina (cuya ausencia está asociada con conductas depresivas), lo que eliminaba la mayoría de síntomas depresivos en la mayoría de pacientes