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LA DIRECCIÓN REVOLUCIONARIA FRENTE AL EJÉRCITO Y LA ELITE

ECONOMICO SOCIAL URBANA 

La militarización comenzada en 1806 había sido un pretexto para organizar una de


las facciones locales que la crisis imperial estaba enfrentando en Buenos Aires. La
revolución, al desencadenar la guerra, puso fin a esa situación y acreció de
inmediato el prestigio militar. La militarización de la vida cotidiana de la ciudad
avanzó de nuevo luego de los signos de fatiga evidentes en la etapa
prerrevolucionaria, y sus consecuencias no dejaban de causar alarma al nuevo
poder. 
“Los jóvenes empezaron a gustar una libertad tanto más peligrosa, cuando más
agradable, y atraídos por el brillo de las armas, que habían producido nuestras
glorias, quisieron ser militares, antes de prepararse para ser hombres” . 
Ya en una proclama del 29 de mayo de 1810, se establece más concisamente que
“es necesario reconocer un soldado en cada habitante”, y las derrotas harán aún
más evidente esa necesidad. Después del desastre de Huaqui, que arrebata a la
revolución del Alto Perú, este programa de militarización integral es llevado a sus
últimas posibilidades. “La patria está en peligro, proclama la junta el 6 de septiembre
de 1811, y la guerra debe ser el principal objeto a que se dirijan las atenciones del
gobierno”. 
Las virtudes guerreras serán el camino de las distinciones de los honores, de las
dignidades[...] Todos los ciudadanos nacerán soldados y recibirán desde su infancia
una educación conforme a su destino [...] Las ciudades no ofrecen sino la imagen
de la guerra. En fin, todo ciudadano mirara [...] la guerra como un estado natural. 
La tendencia a hacer del ejército el primer estamento del nuevo estado es
innegable, tanto así que, en la resolución del 31 de diciembre de 1814, se impone
una rebaja general de los sueldos de todos los empleados civiles y de aquellos
militares que no se hallan en actividad. Este ascenso del prestigio militar era
preferido por los dirigentes revolucionarios ya que subrayaba los motivos patrióticos
y guerreros (los jefes militares gozaban de una popularidad que pocos dirigentes
civiles podían rivalizar). 
La utilización política del prestigio militar presupone la existencia de un consenso de
opinión que reconoce a ese prestigio como eminente por sobre los talentos
administrativos y políticos. Esta supremacía militar alcanza corolarios cada vez más
inquietantes para la élite burocrática; disminuida en sus ingresos y en su estigio,
tendrá que sufrir pacientemente las ofensas directas de sus afortunados rivales del
ejército. 
La búsqueda de nuevos reclutas, en el Interior iba a crear tensiones extremas entre
el ejército y las poblaciones, pero en Buenos Aires tiene consecuencias menos
drásticas. Desde que advierte que debe prepararse para una guerra larga, el poder
revolucionarios limita la obligación de armas a la población marginal: el 29 de mayo
de 1810 la junta ordena el retorno al servicio activo de todos los soldados dados de
baja pero admitía la excepción en favor de los que ejercieran algún arte mecánico o
servicio público; del mismo modo, ordenaba una rigurosa leva solo a los vagos y
hombres sin ocupación conocida, desde los 18 hasta los 40. Si bien la caza de
marginales no es siempre un ejercicio fácil, el gobierno estaba decidido a no recurrir
a la población libre y económicamente activa por razones políticas y económicas
fácilmente comprensibles en un área de crónica escasez de mano de obra. Por otra
parte, los esclavos parecen ofrecer una alternativa menos peligrosa que los
marginales; desde la revolución, la donación de esclavos a la patria se transforma
en un signo de adhesión a la causa, y particulares y corporaciones no dejarán de
otorgarlo; más adelante a comienzos de 1815, son confiscados los esclavos de los
españoles europeos, para formar un nuevo cuerpo militar, y ya antes de esa fecha el
estado ha comenzado a comprarlos y revisarlos con el mismo fin. 
En octubre de 1810, la junta impone a los cadetes (aspirantes a oficiales) la
concurrencia a cursos de la Escuela de Matemáticas por un periodo de dos meses,
al cabo de los cuales, el director debía certificar si el candidato posea “capacidades
para la ciencia militar”. Esta tentativa de crear una oficialidad de escuela se
acompañaba de una reforma potencialmente más significativa, pero destinada a no
tener casi efectos prácticos. Sin embargo, las crisis políticas de 1811 arrebataron a
esa fracción el dominio de la situación política y eliminaron con ello el obstáculo
principal a la profesionalización del ejército.  La profesionalización, a la vez que da
una preeminencia nueva al cuerpo de oficiales, lo diferencia de muchas maneras del
resto del personal político revolucionario. La primera de esas diferencias se hace
sentir con los militares de carrera, provenientes de la organización militar anterior a
1806, que habían pasado a segundo plano luego del surgimiento de los oficiales de
las milicias urbanas, sólo en mínima parte reclutados entre ellos. 
Cuando la revolución trajo consigo un estilo de guerra más exigente que los
episodios de resistencia urbana frente a las expediciones británicas, pareció natural
recurrir a ese personal más antiguo. De esta manera, la revolución elevaba a un
grupo muy peculiar; entre 1776 y 1806 existió en Buenos Aires una organización
militar cuyo creciente deterioro fue brutalmente puesto en evidencia en esa segunda
fecha, pero que mientras tanto hizo de los oficiales de carrera un sector bien
delimitado de la sociedad porteña Entre los grupos emergentes gracias a este
proceso, los oficiales parecen haber tenido lugar secundario y relativamente aislado,
como lo prueba la abundancia de alianzas matrimoniales entre familias de oficiales.
Esa misma marginalidad dio a los oficiales del ejército regular un papel secundario
en el proceso que desembocó en la revolución. 
En 1812 se hace presente en el Río de la Plata un saber militar menos sumario y
rutinario que el heredado de tiempos coloniales; sus portadores son los militares de
carrera que han hecho en el ejército regio la guerra contra Francia y se unen ahora
a la causa patriota. José de San Martin, incorporado al ejército revolucionario como
coronel, adapta sistemas organizativos y prácticos de inspiración francesa, mientras
Carlos María de Alvear redacta una instrucción de infantería que sigue la misma
escuela. Con ellos, la superioridad del militar ya no es solo la del combatiente en
una comunidad que ha hecho de la guerra su tarea más urgente; es la del técnico
que puede llevar adelante esa tarea con una pericia que le es exclusiva. El valor de
la pericia, virtudes profesionales del militar, son del dominio no solo de los oficiales
de carrera sino también de los que la revolución debe ir creando. 
La independencia, es a la vez que el coronamiento, el fin de la etapa revolucionaria,
de la que queda una tarea incumplida: la guerra. La independencia va a significar la
identificación de la causa revolucionaria con la de la nación, nacida ya de un curso
de hechos que puede celebrarse o deplorarse (más frecuentemente lo segundo que
lo primero), pero que de todos modos es irreversible. 
Lo que comienza por configurar al grupo revolucionario es la conciencia de
participar en común en una aventura de la que los más buscan permanecer
apartados, se unen los jefes y oficiales de regimientos, decisivo se han reusado a
apoyar la autoridad del

El surgimiento de vastas clientelas políticas creadas al margen de la estructura


miliciana, no parece figurar entre los objetivos del poder revolucionario.
La inclusión de Larrea y Matheu tiene que ver con su condición de comerciantes.
Dicha inclusión prueba que, desde el comienzo revolucionario ha sido sensible al
problema de hallar canales de comunicación con el cuerpo social. El cuadro del
sector que ha preparado la revolución un cuerpo de oficiales de ciertos cuerpos
milicianos urbanos, más ciertos grupos de opinión laxamente organizados, en la
división del grupo dirigente revolucionario en torno a las figuras del presidente de la
junta, Cornelio de Saavedra y uno de los secretarios Mariano Moreno, división que
denotaba no solo la falta de ideas al presidente, sino un entusiasmo revolucionario
que sus rivales juzgaban poco adecuado. La afinidad de enfoque creo una
solidaridad creciente entre Moreno, de este modo, la oposición entre Saavedra y
Moreno, al reflejarse en la creación de corrientes dentro del bloque revolucionario,
aunque no se superpone sin residuos a la división por el origen que desde el
comienzo existía en ese bloque, la reproduce en buena medida.

Es así como el bloque revolucionario, formado desde su origen por dos sectores
distintos, tiene a escindirse en grupos opuestos. La relación de fuerzas existentes
en mayo de 1810 parece asegurar una sólida hegemonía al de base miliciana que
reconoce por ejemplo Saavedra, su lenta erosión y renuncia de Moreno y abril de
1811 ( la ya tan mencionada jornada que devolvió pleno control al poder a los
saavedristas), se debe básicamente a dos razones , la primera que la comprensión
de las necesidades del movimiento revolucionario iba acercando progresivamente a
los mas lucidos jefes de la milicia a las posiciones.

Los acorralados seguidores de Moreno solo se constituyen en facción cuando su


jefe ha partido ya a un destino diplomático el Londres la muerte le impedirá ocupar.
En particular luego de las jornadas de abril abundaron los destierros y
confinamientos morenistas. La división de facciones es más rígida que la oposición
de tendencias, pero al mismo tiempo que ha creado en el bloque revolucionario una
división difícil de juzgar racionalmente pero no por eso menos aguda, la experiencia
del primer año de la revolución ha ofrecido ambas facciones una enseñanza
sustancialmente idéntica en cuanto a los peligros de la democratización: la guerra
que llevaba la atención de los remotos frentes y estaba devolviendo al ejército una
línea de organización mas tradicional. Porque la limitación del proceso de
democratización pudo darse sin afrontar conflictos serios, pero no hubiera permitido
esperar una ampliación de apoyos para el poder revolucionario dentro del marco de
opinión limitado en que la detención del proceso democratizador lo venía a encerrar.

A partir de 1810, la situación cambia radicalmente: por mas que el poder


revolucionario reivindique su propia legitimidad monárquica, es demasiado sabido
que esas alegaciones no son halladas convincentes por sus rivales.

Este clima de crisis de confianza en la dirección revolucionaria que se transforma en


un estado permanente de la opinión publica porteña, se traduce más en una
oposición militante, en una cuidadosa toma de distancia. La falta de identificación
total de cualquier sector de la sociedad porteña con la dirección revolucionaria que
en 1810 parecía una flaqueza que era preciso corregir urgente.

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