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TULIO HALPERIN DONGHI (1972)

REVOLUCIÓN Y GUERRA
PRÓLOGO
Este es un libro de historia política y su tema es el surgimiento de un centro de poder político
autó nomo, en un á rea donde la noció n misma de actividad política había permanecido
ignorada.
El propó sito de este estudio es seguir las vicisitudes de una elite política creada, destruida y
vuelta a crear por la guerra y la revolució n. Esto supone la consideració n de un conjunto de
problemas:
Las relaciones sociales vigentes antes del surgimiento de esa actividad política, que son el
seno donde ésta se desarrollará .
Las relaciones entre nueva y vieja elite.
El uso que del poder se hace como medio de articulació n entre los distintos sectores sociales
[tanto entre las clases dominantes como con los sectores populares a quienes la nueva elite
debe su encumbramiento, pero con quien no está dispuesta a compartir su poder].
SEGUNDA PARTE: DEL VIRREINATO A LAS PROVINCIAS UNIDAS DEL RIO DE LA PLATA
I.LA CRISIS DEL ORDEN COLONIAL
a) LA GUERRA Y EL DEBILITAMIENTO DEL VINCULO IMPERIAL
La guerra a escala mundial se instala en la estructura imperial a lo largo del siglo XVIII. La
Españ a renaciente, se fija objetivos má s vastos que las posibilidades que tiene abiertas. Si
bien el orden imperial en su conjunto sufre pronto las consecuencias de esta política
ambiciosa, en el sector rioplatense, ésta comienza por consolidarlo. En esta zona el esfuerzo
de renovació n administrativa, econó mica, militar, se ejerce con intensidad. Simultá neamente
con la creació n del virreinato, cae en manos españ olas la Colonia del sacramento que durante
un siglo ha sido amenaza militar y elemento disgregador del orden mercantil españ ol. Por
todo esto, la crisis del sistema colonial tendrá en el Río de la Plata un curso má s abrupto que
en otras partes y son las innovaciones introducidas en el sistema mercantil para adaptar al
virreinato a la coyuntura de guerra, las que anticipan esta crisis. Esto necesariamente
provocaría tensiones entre los que se disponían a aprovechar las ventajas y los emisarios
locales del orden imperial, temerosos de las consecuencias que les acarrearía cualquier
atenuació n de la hegemonía metropolitana. La noció n de que Buenos Aires es el centro del
mundo comercial, no pone en entredicho la supervivencia del vínculo político, aunque sí va
transformando la imagen que de él se tiene en el área colonial. Este orden colonial, no era,
luego de tres siglos de dominació n, una fuerza de ocupació n.
El poder político se presenta como instrumento de trasformació n de un orden econó mico que
no parece capaz de elaborar espontá neamente fuerzas renovadoras de suficiente gravitació n.
Ese instrumento es, no obstante, escasamente ineficaz y comienza a mostrar que la coyuntura
lo debilita cada vez má s.
Si el enriquecimiento de mercaderes que trafican al margen de la ruta de Cá diz es un hecho
políticamente importante, las consecuencias econó micas de esta novedad, será n efímeras y no
habrá n de durar má s de lo que dure el vínculo con Españ a. Para entonces, Vieytes y Belgrano
ven avanzar con aprehensió n la monoproducció n ganadera y proponen remedios políticos.
Sin embargo, ambos advierten que, si el desplazamiento ganadero avanza, es porque está
inscrito en las cosas mismas.
Félix de Azara por su parte, postula un porvenir ganadero con todas sus consecuencias:
població n escasa, sobre todo en las á reas rurales, inestabilidad familiar y social. Cuando añ os
de experiencia revelen la incapacidad creciente de la corona para cumplir su papel director,
cuando el poder moná rquico se desvanezca en la crisis de 1808, la adaptació n al nuevo clima
político impondrá un acercamiento creciente a las posiciones de un liberalismo econó mico
ortodoxo. Los instrumentos de cambio pasan a ser entonces, los que se insertan en las líneas
de intereses de las fuerzas econó micamente dominantes. La adopció n de criterios para elegir
dichos instrumentos, se vincula con el derrumbe de la autoridad moná rquica. Aú n mejor que
en cualquier texto de Belgrano, la huella de esa nueva situació n, se encontrará en la
Representació n de los Hacendados de la Banda Oriental de 1809. Aquí la conversió n al
liberalismo econó mico es total, donde la Corona no es sino un fantasma. El primer plano lo
ocupan los comitentes de Mariano Moreno, hacendados seguros de su derecho, y aú n má s
seguros de su poder. Se cierra así un capítulo de la historia econó mica rioplatense y del
pensamiento econó mico. Es la confianza en la posibilidad de un dominio de las fuerzas
econó micas con medios políticos, la que se debilita progresivamente. Frente a una menor
autonomía en cuanto a decisiones en materia econó mica de los gobiernos revolucionarios, no
es de extrañ ar que la actitud de nuestros economistas ilustrados haya sido hasta el final
ambiguo. Se afianza efímeramente el avance de sectores mercantiles especulativos,
favorecidos por el debilitamiento del lazo colonial debido a la coyuntura guerrera, pero de
ningú n modo destinados a beneficiarse por la ruina total de ese vínculo y su reemplazo por
otro. Sería abusivo ver en Vieytes y sobre todo en Belgrano los voceros de esos mercaderes
audaces. La coyuntura guerrera debilitaba el vínculo econó mico, pero ese debilitamiento no
incitaba necesariamente a una crisis má s radical de la relació n colonial. Sin embargo, existe ya
antes de su pú blico estallido, una crisis má s secreta del orden colonial. Un aspecto de esa
crisis larvada es el que registran nuestros manuales bajo el rubro de las nuevas influencias
ideoló gicas; a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, la curiosidad por las novedades
político–ideoló gicas se difunde por todos los rincones. Séanos permitido poner esto en duda.
Antes de que los aportes ideoló gicos ilustrados contribuyeran a socavar el sistema de ideas en
que se apoyaba la monarquía absoluta, éste ya tenía algo de incongruente que no había
restado nada al vigor de la institució n. Desde la Contrarreforma, las virtudes republicanas
fueron largamente veneradas durante la monarquía absoluta. La creciente difusió n de
innovaciones ideoló gicas, supuesto antecedente de la revolució n, adquiere relevancia prá ctica
una vez desencadenada la revolució n.
En 1790 Españ a no ha hecho má s que comenzar a sufrir el impacto de la coyuntura
revolucionaria; lo que ésta le va a deparar es la alianza con Francia, ya republicana. El
desprestigio en las á reas coloniales, viene del hecho de ser Españ a es eslabó n má s débil de la
alianza y que el vínculo con sus territorios se revelase particularmente vulnerable.
¿De dó nde provenía entonces la desafecció n? Habría que mencionar en primer lugar la crisis
en el equilibrio de las castas, representada por las rebeliones peruanas. En el Litoral, esa
desafecció n al régimen colonial era sobre todo alimentada por los contactos con ultramar. El
desarrollo de la economía local y la dislocació n de las rutas comerciales normales contribuían
a intensificar la presencia de extranjeros en Buenos Aires. Con esto se vinculan las primeras
organizaciones masó nicas.
El poder colonial no tiene, no obstante, en lo inmediato, nada que temer de ese sector,
ocupado sobre todo en especulaciones que requieren el favor del poder político; pero apenas
el orden colonial se debilite, ese sector podrá acelerar su disolució n.
A) LAS INVASIONES INGLESAS ABREN LA CRISIS INSTITUCIONAL
Españ a y Francia habían perdido en Trafalgar hasta la esperanza de disputar el dominio
oceá nico a su gran enemiga. En Buenos Aires, la escasez de tropas regulares era mal
compensada por las milicias locales. La ineficacia de éstas no era mal vista por las
autoridades. Por añ adidura lo má s importante de esta escuá lida organizació n militar había
sido volcado hacia la frontera indígena. Todo eso, bien conocido en Madrid, lo era menos en el
propio Río de la Plata. La pérdida de la ciudad el 27 de junio de 1806, se revela como un
escá ndalo que espera ser explicado. La fragilidad del orden colonial se ve bruscamente
revelada. Las corporaciones de la ciudad no tienen reparos en avanzar en la sumisió n. [Desde
que se inventó la pó lvora se acabaron los machos y entonces...] El Cabildo civil, los altos
funcionarios, las dignidades eclesiá sticas, se apresuran a jurar fidelidad a Inglaterra, aunque
posteriormente su actitud no les será reprochada.
Desde junio de 1806 las instituciones coloniales han adquirido un poderío que ya no perderá n
en manos de la Corona. La conquista britá nica enseñ ó , ademá s, a magistrados y funcionarios,
un nuevo tipo de relació n con la metró poli en la que ésta debe solicitar adhesió n cuando antes
ni siquiera era discutida.
Desde 1806 hasta 1810 la política seguida por la Audiencia de Buenos Aires se orientaba
sobre todo a detener el deterioro del lazo imperial. En la administració n civil, es sobre todo el
Cabildo, el que cree llegada la hora de una reivindicació n esperada.
Mientras el esfuerzo de la administració n borbó nica lo supedita progresivamente al control
de los funcionarios de designació n regia, la prosperidad creciente transforma a la corporació n
mendiga del siglo XVIII en un cuerpo capaz de apoyar en ciertos respaldos financieros sus
nada modestas ambiciones políticas. Es la iniciativa de Liniers, pasado a Montevideo primero
en busca de tropas, la que doblega la resistencia britá nica en Buenos Aires. Una vasta
popularidad rodea desde ese momento a su persona. El Cabildo delegará en él el mando
militar de la capital y encontrará en la preparació n de la Banda Oriental para enfrentar una
nueva ofensiva britá nica, una tarea alternativa para la cual no está particularmente bien
preparado. Contará con el aval de la Audiencia a quien la delegació n parcial por parte del
Virrey le parece preferible al derrocamiento. Los vencedores son los capitulares y Liniers que
emprenden la empresa de preparar una nueva resistencia. Cuando esta empresa avance bajo
la rivalidad entre capitulares y Liniers, se señ alará el comienzo de una suerte de revolució n
social, provocada por el vencedor de los ingleses, para mejor afirmar su poder personal. Todo
esto inicia un proceso ampliado de militarizació n, que implica un cambio muy serio en el
equilibrio social de Buenos Aires. En primer lugar, la creació n de mil doscientos nuevos
puestos militares entre oficiales y clases, en una sociedad en que el comercio y la
administració n pú blica son la fuente por excelencia de las ocupaciones honorables, lo cual
acrece el costo local de la administració n. Una redistribució n de recursos comenzaba así entre
metró poli y colonia, y dentro de la colonia misma, que será acentuada luego por la revolució n.
El modo en que esos oficiales fueron designados –por elecció n de los propios milicianos–
parecía ofrecer posibilidades para un rá pido ascenso de figuras antes desconocidas. Sin
embargo, se trató de limitar este riesgo. La elecció n por voto universal oculta mal la
ampliació n por cooptació n de los sectores dominantes. La mayor parte de los elegidos son
comerciantes, y en segundo término los que tienen ocupació n en niveles altos y medios de la
burocracia virreinal. En esas improvisadas fuerzas militares se asienta cada vez má s el poder
que gobierna el virreinato y así esos cuerpos americanos introducen los nuevos elementos en
el equilibrio de poder, aunque las consecuencias de la militarizació n urbana só lo podrían
percibirse plenamente, cuando la crisis institucional se agravara. Mientras tanto la necesidad
de contar con la benevolencia de la elite criolla era cada vez mejor advertida; y aun antes de
su ruptura con Liniers, el Cabildo utilizó la renovació n de 1808 para asegurar en su
composició n un equilibrio paritario de europeos y americanos. Aun así es dudoso que esa
preocupació n por exhibir una representatividad má s amplia estuviese primordialmente
vinculada con el nuevo poder que la militarizació n daba a los comerciantes, funcionarios y
profesionales criollos, trocados en oficiales. A su lado es preciso tomar en cuenta la creciente
ambició n política del Cabildo.
La segunda invasió n inglesa inspira a los capitulares la persuasió n de que su carrera
ascendente ya no encontrará oposició n. El Cabildo es el protagonista de la nueva victoria;
mientras Liniers, tras una poco afortunada tentativa de resistencia, se retira. Es
fundamentalmente la victoria del Cabildo y de Martín de Á lzaga. Su modesta participació n, no
afecta directamente la situació n de Liniers, consolidada desde que la corona ha dispuesto
cambiar el criterio con que se cubren interinamente las vacancias del cargo virreinal; en lugar
del presidente de la Audiencia, es el militar de mayor rango quien toma el lugar del Virrey.
Madrid pensaba en Pascual Ruiz Huidobro, gobernador de Montevideo; su captura y envío a
Inglaterra deja el camino libre a Liniers.
Respecto del Virrey Sobremonte, luego de la caída de Montevideo el 2 de febrero, fue decidido
su suspensió n inmediata por una Junta de Guerra. De este modo el héroe popular de 1806 era
en 1807 el jefe de la administració n regia en el Río de la Plata. Su poder no había disminuido
con ese cambio, pero sí había cambiado de base. El Cabildo que ha comenzado excelentes
relaciones con él, irá enfriá ndolas hasta llegar a la ruptura violenta; lo mueve a ello el
acercamiento creciente del sucesor de Sobremonte. Para los capitulares Liniers era a la vez el
representante de la legitimidad y un serio rival en el dominio de esas fuerzas nuevas que la
militarizació n había introducido en el equilibrio de poder. A menos de un añ o de la defensa, el
Capitá n General y el Cabildo está n enfrentados; uno y otro creen contar con la adhesió n de esa
fuerza nueva. Es la crisis metropolitana la que va a dotar de nuevas consecuencias a los
cambios comenzados localmente en 1806. De ella se alcanza un anticipo cuando a comienzos
de 1808, la corte portuguesa llega a Río de Janeiro. La guerra vuelve así a acercarse al Río de
la Plata ya que Españ a ha apoyado la acció n francesa contra Portugal. El virrey interino y
gobernador de Montevideo [para entonces, el cargo está ocupado por Elío, designado por
Liniers luego de la retirada britá nica, en reemplazo de Ruiz Huidobro] buscaban saber qué
preparativos ofensivos se esconden tras la frontera brasileñ a y el Cabildo porteñ o cree
llegada la hora de volver a la gran política. No obstante, los acontecimientos europeos,
transforman al enemigo en aliado, y antes de ello, Liniers decide buscar un modus vivendi con
la corte portuguesa para que abra sus puertos al comercio rioplatense. El Cabildo tiene mucho
que objetar al proyecto y en el nuevo alineamiento político, el origen francés de Liniers se
transforma en causa de recelos. Aparece en escena la Infanta Carlota y el partido de la
independencia es cada vez má s frecuentemente mencionado.
La infanta ofrece una solució n a la crisis que el derrumbe del poder central ha provocado. Las
ventajas que como símbolo de la soberanía vacante tiene sobre las juntas surgidas en la
metró poli nacen no só lo de la precariedad de la situació n militar de éstas, sino también de la
pretensió n de estas juntas a actuar en nombre del rey cautivo. Frente a ellas, la objeció n de
que los reinos españ oles no eran en derecho una unidad sino a través de la sumisió n a un
mismo monarca era demasiado obvia para que no comenzase a ser esgrimida como
argumento para negar el derecho de algunos españ oles europeos que habían recibido su
investidura del pueblo de la península para gobernar los reinos indianos. Ello explica que no
pocos funcionarios regios hayan sido atraídos por el carlotismo. Explica menos
coherentemente que también se hayan orientado a él algunos veteranos del partido de la
independencia, y otros que sin serlo, no tenían motivo para salvar al absolutismo. Quedaba la
posibilidad de creació n de una repú blica, incluso por la formació n de una junta que podría
admitir o no la supremacía de la sevillana; pero esa alternativa no atrae a los que en el pasado
se han mostrado abiertos a la posibilidad de utilizar la crisis y que ahora profesan un
alarmado legitimismo. Esto es así porque no se juzgan con fuerzas para dirigir esa empresa y
apoderarse del gobierno local.
El Río de la Plata, pese a la crisis metropolitana, no está lo bastante aislado para que una
abierta ruptura de la legalidad pueda consolidarse con só lo contar con superioridad militar
local; Portugal e Inglaterra, nuevos aliados de Españ a, son elementos que no podían
ignorarse. No es extrañ o entonces que los futuros patriotas se esfuercen en conservar un
manto de legitimidad que promueven en la infanta Carota o que apoyen al virrey Interino. La
militarizació n misma comenzará por consolidarse dando un sostén imprescindible a una
legitimidad tambaleante: salva a Liniers momentá neamente y da un desenlace inesperado a
un conflicto que desde septiembre de 1808 se ha agudizado: frente a la autoridad de Buenos
Aires y el virrey interino, se levanta la disidencia de Montevideo. É sta, ciudad de guarnició n,
tiene tras de sí a las tierras ganaderas má s ricas del virreinato. Las invasiones han dado nueva
oportunidad para actualizar sentimientos poco fraternales con Buenos Aires, despertados por
la prohibició n de comerciar con los efectos dejados por los britá nicos. La junta montevideana
espera hacerse admitir por las autoridades virreinales, esperanza frustrada por los
alineamientos políticos en Buenos Aires. Elío entonces, entra en inteligencias con Á lzaga y el
cabildo porteñ o que no entra en el alineamiento virreinal.
También el aparato militar, a medida que se agrava la crisis, se transforma en á rbitro de la
situació n ya que los comandantes militares tienen un interés profesional en el mantenimiento
del virrey. El 17 de octubre, cuando algunos rumores hicieron temer la inminencia de un
levantamiento en apoyo de la secesió n montevideana, un documento firmado por la mayoría
de los comandantes, ofrecía al virrey la lucha contra los hipotéticos insurgentes. Aquí se
reflejaba el mismo alineamiento que iba a darse el 1 de enero de 1809, fecha en que
finalmente se intentó el derrocamiento del virrey. Ese día es designado el nuevo Cabildo,
cuyos integrantes son sometidos a la aprobació n virreinal, inmediatamente concedida. Ese
desenlace pacífico es roto por el estallido de un tumulto en la plaza mayor. Piden la
instalació n de una junta, previa remoció n del virrey. Mientras se negocia en la fortaleza, la
plaza amenaza con convertirse en campo de batalla. Liniers ofrece su dimisió n, pero no acepta
la formació n de una junta ya que lo que le preocupa sobre todo es salvar el orden españ ol. Los
patricios y andaluces ocupan la plaza. Saavedra declara que no tolerará la deposició n del
virrey y éste se retracta. La derrota del Cabildo es completa y de inmediato comienza la
represió n. Los regimientos subversivos –vizcaínos, gallegos y miñ ones– son disueltos.
Ese poder militar cuya importancia han revelado los hechos de enero es a la vez, una novedad
revolucionaria en el equilibrio local de poder y el abanderamiento de la legitimidad. El
primero de enero parecen haberse enfrentado los defensores del antiguo orden y los
partidarios de la revuelta, pero los actores mismos no parecieron creerlo de esa manera.
Otra interpretació n, es la que declara ver en los alineamientos de enero, la oposició n entre
peninsulares y americanos. Tampoco parece correcta ya que españ oles y americanos está n
mezclados en ambos bandos. Pero si esa rivalidad no es la raíz del conflicto de enero, las
consecuencias de éste en el equilibrio entre ambos sectores, es inmediatamente perceptible:
los cuerpos disueltos agrupan a los oriundos de donde provienen los dominadores del
comercio virreinal. Es ese sector hegemó nico el que ha sido vencido y humillado y los que
festejan dan a su triunfo un sentido a la vez americano y plebeyo que alarma a la junta
sevillana.
El sentido de la jornada aparece ambiguo y con esa misma ambigü edad se vincula la fragilidad
de la victoria del virrey y sus apoyos militares. No obstante, pronto vencedores y vencidos
coincidieron en la conclusió n de que el primero de enero no había resuelto nada. Puestas las
cosas así, la infanta Carlota y sus agentes, pueden seguir agitando; y de hecho los vencedores,
sueñ an por un momento con hacer de ella, la cabeza de una legitimidad alternativa a la de
Sevilla. En medio de esta crisis se produce también un reordenamiento de la estructura social.
En primer lugar, a medida que la crisis institucional se acentú a, la ubicació n en el aparato
institucional se hace menos determinante. Nú cleos humanos hasta ahora marginales, se
transforman en un elemento de poder. En este sentido es revelador el predominio de los
hacendados sobre los comerciantes, que no corresponde a la relació n de poderío econó mico
de unos y otros. Es necesario un nuevo virrey para arreglar todos los ramos de la
administració n en desorden. El sucesor que la junta sevillana da a Liniers es Baltasar Hidalgo
de Cisneros, que enfrentará una situació n difícil y actuará con gran tacto.
En el extremo norte, en Chuquisaca y La Paz, una revolució n ha instalado juntas y ha recibido
el beneplá cito de la de Montevideo; recibe de las autoridades regias trato cruel. Los futuros
revolucionarios, asisten impasibles a la represió n. Patricios y otros soldados de los
regimientos formados en Buenos Aires luego de 1806, sofocan la revolució n.
El nuevo Virrey, apartá ndose de las instrucciones, permite a Liniers que marche a
establecerse no en la Península sino en el Interior. En setiembre de 1809 la organizació n
militar de Buenos Aires es sometida a revisió n, el propó sito es ante todo aligerar el peso
sobre el fisco. Aun así, lo esencial del equilibrio militar emergente de enero es respetado: los
cuerpos disueltos resurgieron como milicias mantenidas en disciplina por ejercicios
semanales, pero no recogidas permanentemente en los cuarteles. De este modo Á lzaga y sus
compañ eros [derrotados en enero y emigrados] pueden volver de Montevideo.
Tras la política de Cisneros, la legitimidad monárquica y metropolitana, conservan un
prestigio muy vasto que só lo una nueva crisis pondrá en entredicho. Mientras tanto el
virreinato se adecua al cambio institucional decidido desde la metró poli y las ciudades
comienzan la elecció n de delegados a Cortes, que dará n a las Indias, una voz en el gobierno de
las Españ as.
B) LA REVOLUCIÓN
El virrey intenta dosificar la difusió n de noticias que comienzan a llegar sobre la guerra. Bajo
el estímulo de la rivalidad entre peninsulares y la elite criolla, el orden establecido tiene
posibilidades muy limitadas de sobrevivir a la tormenta que se avecina.
La autoridad de Sevilla ha sucumbido a la derrota militar y la disidencia interna. La que surge
en Cádiz para reemplazarla, ya no será reconocida en la capital del virreinato. La hegemonía
militar sigue en manos de los mismos que ganaron en enero. El Cabildo de 1810 no está
animado de la misma clara ambició n de poder que el de 1808; los que entonces lo habían
dominado no han logrado reconquistar la que había sido su fortaleza.
Algunos de sus seguidores como Juan Larrea y asesores como mariano Moreno, está n ahora
junto con los jefes militares que les infligieron la derrota de enero de 1809. Cisneros ha
respetado en lo esencial el equilibrio de poder que encontró a su llegada y ha otorgado
ademá s la autorizació n para comerciar con Inglaterra.
La fuerza armada cuyo equilibrio interno Cisneros no había osado transformar, es de la que
depende el desenlace de la crisis y cuando es desahuciado por ella, el virrey advierte que debe
inclinarse ante sus vencedores. Su destrucció n comienza el 17 de mayo con la publicació n
oficial de las malas nuevas de la Península; la resistencia antifrancesa só lo sobrevive en la
bahía de Cádiz y la junta sevillana ha sido trá gicamente suprimida. Por medida precautoria,
las tropas en Buenos Aires son acuarteladas y en nombre de sus oficiales el virrey es intimado
a abandonar su cargo, caduco junto con su autoridad.
El 21 una breve muchedumbre, reclutada entre el bajo pueblo por tres eficaces agitadores, se
reú ne en la plaza. El virrey y el Cabildo se deciden a enfrentar la situació n mediante una junta
general de vecinos. El Cabildo Abierto ofrece a los defensores del orden vigente una nueva
oportunidad para afirmarse, pero casi la mitad de los vecinos convocados prefirió no asistir y
entre los que se hicieron presentes, los dispuestos a defender el orden estaban en franca
minoría.
La existencia de la crisis institucional no fue puesta en duda y no parece haberse producido
discordia sobre las bases jurídicas de cualquier solució n ya que la posibilidad de una decisió n
popular que cubriera interinamente las vacantes del poder soberano estaba só lidamente
fundada en textos legales. El del 22 de mayo no ha sido un debate ideoló gico sino una querella
de abogados que intenta utilizar un sistema normativo vigente, cuya legitimidad no se discute,
para fundar las soluciones que cada bando defiende. El resultado es la quiebra con el antiguo
orden, pero que deja al Cabildo la tarea de establecer un nuevo gobierno. La solució n está
inspirada por la prudencia: el virrey es transformado en el presidente de una junta; de los
cuatro vocales que la integran, dos –Saavedra y Castelli– son jefes visibles del movimiento que
viene impulsando el cambio institucional; los dos restantes –Solá e Inchá urregui– han
apoyado el 22 dejar el poder en manos de los capitulares.
El mismo día de instaurada la junta el conflicto resurge; los oficiales se resignan mal a dejar el
supremo comando militar en manos de Cisneros y los que en la junta los representan, se
retiran de ella.
El 25, una nueva jornada de acció n impone un desenlace diferente; la plaza es de nuevo teatro
de agitació n popular, de la que surge un petitorio: una junta má s amplia. La preside Saavedra,
que recibe así el supremo poder militar.
Caben algunas dudas sobre el origen preciso de la solució n que surge el 25. Los petitorios
llevan la huella de haber surgido, por lo menos en parte, de la organizació n militar urbana. ¿Es
decir que los acontecimientos que pusieron fin al orden colonial fueron fruto de la acció n de
una reducida elite de militares profesionales? Esto no se deduce de los hechos alegados por
los autores que la defienden. Otros por su parte hacen demasiado fá cil la tarea al postular
como contrapartida una revolució n popular que para serlo, hubiera debido contar con el
apoyo de la mayor parte de la població n. La alternativa entre un origen militar y otro popular,
es en sí irrelevante si se recuerda que só lo a través de la militarizació n, se han asegurado a la
vez que una organizació n institucional, canales también institucionalizados de comunicació n
con la plebe urbana. Los dos términos postulados como excluyentes, designan aquí dos
aspectos de una misma realidad.
Producida la revolució n, queda aú n por asegurar a ésta la obediencia de la totalidad del
territorio que pretende gobernar. Para ello se decide el mismo 25 el envío de tropas al
Interior. Como primera instancia, esa elite criolla a la que los acontecimientos hincados en
1806 han entregado el poder local, debe crear de sí, una clase política y un aparato militar
profesional.
II. LA REVOLUCION EN BUENOS AIRES.
A) NACE UNA VIDA POLÍTICA
La jornada del 25 ha creado un nuevo foco de poder, que quiere hacer de su legitimidad, un
elemento capital de la ideología revolucionaria. El deslizamiento hacia la guerra civil no podrá
ser evitado. La revolució n comienza por ser la aventura estrictamente personal de algunos
porteñ os. El nuevo orden dispone de medios para conminar la adhesió n, pero la disposició n a
esa obligada adhesió n, la hace al mismo tiempo menos significativa. Será la existencia de un
peligro externo –el de la posibilidad de vuelta del viejo orden– lo que dará carácter de
irrevocable a ciertas formas de adhesió n al nuevo sistema. Pero ese elemento disciplinante es
de eficacia relativa: la reconciliació n con la metró poli, buscada por la sumisió n, parecía aú n en
1815 una salida viable para los dirigentes revolucionarios. [Hay que tener cuidado con este
argumento de Halperin, ya que la situació n en 1815 es muy diferente. Hay una ola de
restauració n moná rquica en marcha y un gobierno revolucionario en crisis y a punto de
caerse en Fontezuela. La opció n por la sumisió n, puede haber aparecido entre algunos
revolucionarios, má s como actitud prudente, que como convicció n política] ¿El poder
revolucionario, nacía verdaderamente tan só lo? Los testimonios de los que ven con odio su
triunfo no creen eso. Los revolucionarios son los dueñ os de la calle.
Dueñ os del ejército urbano, dueñ os de la entera máquina administrativa de la capital
virreinal, los jefes revolucionarios no tienen, en lo inmediato, demasiado que temer de
Buenos Aires. Aun así, les era preciso consolidar su poder, ello les imponía establecer nuevas
vinculaciones con la entera població n subordinada. En esas vinculaciones, el estilo autoritario
del viejo orden no había de ser abandonado.
El nuevo gobierno buscó emplear a la iglesia como intermediaria, la obligació n de predicar
sobre el cambio político fue impuesta a todos los pá rrocos. Aú n má s importante era el sistema
de policía. No só lo se trata de ubicar y hacer inocua la disidencia, se trata también de
disciplinar la adhesió n.
La transformació n política comenzada en 1810 ha sido muy honda, pero no demasiado
exitosa en la solució n de los problemas que ella misma ha creado, la idea de igualdad, aunque
esgrimida con vigor frente a los privilegios de los españ oles europeos, recordada para
proclamar el fin de la servidumbre de los indios, es mucho má s cautamente empleada para
criticar las jerarquías sociales existentes que aparecen implícitamente confirmadas a través
del ritual revolucionario. Se inhibe de innovar frente a las má s significativas de las diferencias
sociales heredadas. La noció n de gente decente, que refleja el delicado equilibrio social propio
del viejo orden, es recogida desde mayo de 1810 la presencia plebeya se hace sentir como
nunca en el pasado, y en ciertos momentos las preferencias de esa nueva clientela política no
dejan de tener consecuencias en el curso de las crisis internas del régimen.
A comienzos de abril de 1811 es el influjo de la muchedumbre de los arrabales, movilizada
por sus alcaldes, el que salva a la facció n dominante de su ruina segura. La amenaza de
ampliació n permanente del sector incorporado a la actividad política es eludida porque la
movilizació n de los sectores populares, cuyo cará cter masivo la ha hecho impresionante, es a
la vez muy superficial. Aun limitada, la politizació n popular es un hecho rico en
consecuencias, siendo la direcció n revolucionaria marginal dentro del grupo tradicionalmente
dominante, debe buscar apoyo fuera de él.
Otro motivo: la guerra exigirá una participació n creciente de los sectores populares. La
compulsió n fue usada aun así, la persuasió n se revelaba necesaria (el entusiasmo de los
marginales por el reclutamiento no parece haber sido universal).
Los motivos patrió ticos y militares pasaban a primer plano; los aspectos políticos del cambio
revolucionario eran preferibles dejarlos a cargo de un sector má s restringido. Reconocidos
sus límites no convendría sin embargo ignorar los alcances de la movilizació n popular, sobre
todo en la ciudad. Que la palabra escrita es en Buenos Aires un medio de difusió n ideoló gica
no reservado a una minoría: la revolució n multiplica las imprentas y el avance del
sentimiento igualitario es igualmente atestiguado. Si bien sería excesivo sostener que la fe
plebeya en la invencible Buenos Aires guió alguna vez la política que desde la ciudad se hacía,
es en cambio indudable que ya no habría en la ciudad ningú n gobierno que pudiera
impunemente ignorarla del todo. Esa fe sin desfallecimientos en la Patria es el ú nico
sentimiento que acompañ a la limitada movilizació n política de las clases populares. Al
afirmarlo se correría el riesgo de ignorar los avances del igualitarismo; los esfuerzos por
limitar el alcance de la noció n revolucionaria de igualdad muestran que las posibles
consecuencias de su difusió n no dejaban de ser advertidas. Las consecuencias de la revolució n
en el equilibrio interno de la porteñ a debían difundir una imagen menos rígida del
ordenamiento social. Es sobre todo el equilibrio interno de la el que es afectado. Ese proceso
comienza bajo la forma de una lucha política de la revolució n contra quienes la hostilizan.
Había un sector en el cual esas disidencias debían abundar: el de los altos funcionarios de
carrera, de origen metropolitano, otro sector má s vasto con cuya benevolencia no podía
contar: el de los peninsulares. En cuanto al primero, el poder revolucionario lo distinguió
desde el comienzo porque, siendo poco numeroso e intensamente impopular, ofrecía un
blanco admirable para la hostilidad colectiva. Desalojados los no muy numerosos funcionarios
de designació n metropolitana,, la revolució n pareciera que ya no tiene enemigos. Sin embargo
las cosas no está n así; la hostilidad hacia los peninsulares no decae. El bando del 26 de mayo
ordena castigar con rigor a quien “concurra a la divisió n entre españ oles europeos y
americanos”.
Las exhortaciones de clérigos, periodistas y corresponsales anó nimos no son suficientes para
detener la progresiva separació n de peninsulares y nativos. Las consecuencias se hacen
sentir pronto; en circular del 3 de diciembre de 1810 la junta reserva los nuevos empleos a
los americanos, al mismo tiempo conservando en sus cargos a los peninsulares en situació n
de exhibir “buena conducta, amor al país y adhesió n al gobierno”. Pocos días antes la medida
es revocada. No creer que la junta está convencida de cuanto proclama; es demasiado
evidente que la prudencia la guía ante la ofensiva de sus enemigos. Sin embargo no pone fin a
los avances de las discriminaciones. É stos prosiguen por dos razones diferentes: la primera es
que la limitada democratizació n ha dado voz a una opinió n plebeya cuyos sentimientos
antipeninsulares no parecen limitados por ninguna ambivalencia.
La conjuració n de Á lzaga debía marcar una ruptura completa entre los dos sectores. La
conspiració n, con sus proyectadas represiones hacia el sector americano y patriota, fue
seguida de una agudizació n inmediata de las medidas antipeninsulares: prohibició n de
montar a caballo, o de andar por las calles durante la noche. Los peninsulares son eliminados
del comercio al menudeo y se les prohíbe tener pulpería. Todo ello en medio de una cerrada
represió n que durante días ofrece el espectá culo de ejecuciones en la plaza mayor. Aun ahora,
ninguna medida de exclusió n es tomada respecto del comercio al por mayor y aun la
importante fortuna de Á lzaga es salvada para sus hijos, criollos. Al añ o siguiente, la creació n
de la ciudadanía de las Provincias Unidas ofrece finalmente el instrumento legal para
diferenciar el estatus de los metropolitanos favorables de los hostiles. La carta de ciudadanía
es requerida para conservar empleos pú blicos y actuar en el comercio. La situació n se hará
cada vez má s difícil hasta que en 1817 los peninsulares só lo podrá n casarse con una criolla si
previamente obtienen autorizació n del secretario de gobierno.
De este modo la revolució n ha enfrentado a un entero grupo, lo ha excluido de la sociedad que
comienza a reorganizarse. Ahora bien, los peninsulares son especialmente numerosos en
ciertos niveles: alta administració n y gobierno. La decadencia de las corporaciones y
magistraturas civiles y eclesiá sticas no es tan só lo consecuencia del nuevo clima econó mico;
es el fruto de una política deliberada. La acció n revolucionaria no se traduce aquí en la
exclusió n de un sector de la sociedad colonial, sino en un reajuste del equilibrio entre sectores
destinados a sobrevivir a los cambios revolucionarios.
B) LA CRISIS DE LA BUROCRACIA
La revolució n propone una nueva imagen del lugar de las magistraturas y dignidades. La
transformació n es justificada en el decreto de supresió n de honores del presidente de la junta,
de diciembre de 1810. En adelante el magistrado deberá “observar religiosamente el sagrado
dogma de la igualdad” y no tendrá, fuera de sus funciones, derecho a “otras consideraciones”.
Esa severa disciplina que la junta se impone a sí misma será aplicada con rigor aú n má s vivo a
los demá s funcionarios.
En tiempos coloniales, la solidaridad entre buró cratas no había excluido las tensiones
internas; la revolució n intensificó éstas mucho má s que aquella. Aun dejando de lado la
depuració n de desafectos, creó un poder supremo que sentía con mucha mayor urgencia la
necesidad de afirmar su supremacía sobre sus instrumentos burocrá ticos, y que por
añ adidura podía vigilarlos mucho mejor que la remota corte.
Só lo frente a una magistratura se detuvo el poder revolucionario: la del cabildo, que en las
jornadas de mayo había sabido reservarse una superintendencia sobre el gobierno creado.
Sus integrantes conservan el derecho de elegir a sus sucesores.
Cuando en 1815 se abolió este sistema en beneficio de la elecció n popular, la reforma no hizo
sino confirmar al cabildo en su situació n de ú nica corporació n cuya investidura no derivaba
del supremo poder revolucionario.
El cabildo ofrece el má s só lido de los nexos de continuidad jurídica entre el régimen
revolucionario y el colonial de cuya legitimidad aquél se proclama heredero.
La afirmació n del nuevo poder sobre burocracia y magistraturas está todavía estimulada por
la reorientació n de las finanzas hacia la guerra. Debido a ellas, funcionarios tendrá n derechos
sobre los ingresos pú blicos menos indiscutidos que en el régimen colonial. Los retrasos en los
pagos se hará n frecuentes: a fines de 1811se les añ adirá una rebaja general de los sueldos.; se
asigna a la quita cará cter de préstamo. Del mismo modo, las corporaciones, dotadas en el
pasado de patrimonio propio, lo verá n sacrificado a las necesidades de la guerra
revolucionaria. Esa pérdida de riqueza, poder y prestigio pone cada vez má s a funcionarios y
corporaciones en manos del poder supremo que termina por reasumir los signos exteriores
de su supremacía. La concentració n del gobierno en una sola persona, el director supremo, va
acompañ ada del abandono ya definitivo del austero ideal igualitario que la junta se había
fijado en 1811.
En la iglesia se da una situació n especial; el nuevo poder no puede utilizar con ella los
métodos empleados para reducir a obediencia a la administració n civil; los enemigos abiertos
abundará n en su seno, y el gobierno revolucionario deberá aprender a convivir. La
depuració n es incompleta y sobre todo gradual.
Cualesquiera sean sus sentimientos, los obispos só lo son aceptados en el nuevo orden si
prestan a él el prestigio de su investidura. La conciencia por parte de la junta de que la política
eclesiá stica afecta de manera má s compleja a sus gobernados, le presta así una mayor
ambigü edad: se trata de mediatizar al cuerpo eclesiá stico y de utilizarlo como auxiliar para la
afirmació n del poder revolucionario
La revolució n se traduce en una agudizació n inmediata de los conflictos internos del clero
regular. Frente a esos conflictos el gobierno evita a menudo definirse. De este modo, aseguran
la sumisió n de eclesiá sticos adictos y desafectos. Del poder eclesiá stico se define por la pluma
del cabildo eclesiá stico como una clase má s dentro del estado, obligada por lo tanto “como
parte de la conservació n del todo”. Só lo a partir de 1816 se oirá un lenguaje má s altivo en los
voceros del clero. La iglesia aislada de Roma (primero por el cautiverio pontificio y luego por
la decisió n vaticana de no mantener relaciones oficiales con la Hispanoamérica
revolucionaria) y aislada también de Españ a por la guerra de independencia.
Buenos Aires no tendrá nuevo obispo por un cuarto de siglo; las ó rdenes comenzará n por ser
gobernadas por resoluciones del poder civil. Ese avance del poder político no afecta
directamente el prestigio de la religió n en la vida colectiva, el gobierno revolucionario tomó
su papel de defensor de la fe. Una iglesia así invadida por las tormentas políticas defiende
muy mal el lugar tenido en la vida rioplatense. Ese lugar no está amenazado por ataques
frontales, sin embargo su erosió n es inevitable. Sería apresurado deducir una decadencia de la
adhesió n a la fe recibida; la progresiva secularizació n de la vida colectiva, que las
circunstancias imponían, provocaba en cambio reacciones má s limitadas.
Esta secularizació n es el correlativo de la politizació n revolucionaria. La política del supremo
poder revolucionario fue frente a la iglesia sustancialmente exitosa. Só lo que lo fue mucho
menos para heredar el poder y el prestigio de sus víctimas. Ese empleo de la coacció n obliga
al nuevo régimen a crear un aparato de administració n de ella, má s compleja y poderosa. Y
ese aparato, auxiliar del nuevo poder representa un peligro para éste. En el interior las
autoridades subalternas son beneficiarias de un paulatino traspaso del poder, cuya amplitud
se percibirá plenamente a partir de 1820. En la capital, por el contrario, los sucesivos
gobiernos mantienen frente a ese peligroso deslizamiento una vigilancia eficaz. El poder
supremo só lo domina parcialmente, y con el cabildo sostendrá conflictos intermitentes.
La actitud del cabildo en parte puede atribuirse a la prudencia frente a un poder supremo
menos distraído que la corona. La autonomía de los alcaldes de barrio va a ser drá sticamente
limitada. El reglamento de policía, dictado en diciembre de 1812, coloca a justicias de
campañ a y alcaldes de barrio bajo las ó rdenes del intendente de policía y sus comisarios. De
este modo, la relació n entre el nuevo estado y los sectores populares y marginales acentú a sus
aspectos autoritarios y represivos.
La sustitució n paulatina del aparato formado por los alcaldes y tenientes por una policía
centralizada y rentada con fondos del fisco central es una decisió n comprensible. Gracias a
ella el poder revolucionario pudo eludir el surgimiento en su propia capital de un nú cleo de
rivales potenciales. Pero esa solució n, posible en Buenos Aires, lo era menos en el Interior.
C) LA DIRECCION REVOLUCIONARIA FRENTE AL EJÉRCITO Y LO ECONOMÍA- SOCIAL
URBANA
La legitimidad de ese ejército urbano, só lo a medias sometido a la disciplina de una tropa
regular, era constantemente puesta en duda. La revolució n, al desencadenar la guerra, puso
fin a esa situació n.
En una proclama del 29 de mayo de 1810, se establece que “es necesario reconocer un
soldado en cada habitante”, y las derrotas hará n aú n má s evidente esa necesidad. Después de
Huaqui, que arrebata el Alto Perú , ese programa de militarizació n integral es llevado a sus
ú ltimas posibilidades. La tendencia a hacer del ejército el primer estamento del nuevo estado
es innegable. Los jefes militares gozaban de una popularidad con la que pocos dirigentes
civiles podían rivalizar. En la nueva liturgia revolucionaria la representació n de la fuerza
armada ha adquirido un papel que no había conocido en el pasado. Esa supremacía militar
alcanza corolarios cada vez má s inquietantes para la burocrá tica. La adecuació n del ejército,
heredado de 1806, a sus nuevos y má s amplios cometidos se llevará adelante bajo el mismo
signo que marca a la acció n revolucionaria en su conjunto: los progresos del igualitarismo del
movimiento será n también aquí mantenidos bajo estrecho control. Si bien esa parte “tan
numerosa” no se ve ya impedida por la “diferencia del color” de integrar la tropa veterana, los
cargos de oficiales le seguirá n vedados aun en los cuerpos de color.
La bú squeda de nuevos reclutas, que en el Interior creará tensiones a ratos extremas entre el
ejército y las poblaciones, tiene en Buenos Aires consecuencias menos drá sticas. El poder
limita la obligació n de las armas a la població n marginal.
Los esclavos parecen ofrecer una alternativa menos peligrosa que los marginales; desde la
revolució n, la donació n de esclavos a la patria se trasforma en un signo de adhesió n a la causa.
Má s adelante, a comienzos de 1815, son confiscados los esclavos de los españ oles europeos,
para formar un nuevo cuerpo militar. Es así como, sin contar con las fuentes rurales de
reclutamiento a las que ahora se recurre, la composició n de los cuerpos militares ha cambiado
profundamente; surgidos de un movimiento en que el elemento voluntario había
predominado, está n siendo anegados de vagos y esclavos. Hacer de cuerpos así formados el
principal apoyo del poder revolucionario encierra peligros.
La profesionalizació n del ejército es la que aleja los peligros. El nuevo orden requiere
ejércitos y no milicias. La transformació n va acompañ ada de un reajuste en la disciplina. El
proceso comienza sin embargo por ser lento, las disidencias internas al personal
revolucionario hacen del apoyo de las milicias a Saavedra, el jefe de la facció n moderada, un
elemento precioso como para que pueda ser arriesgado mediante reformas demasiado
hondas. Aun así, los retoques formales no faltan. No estaba en el interés del nuevo orden
disminuir la distancia entre oficiales y tropa.
Fueron las crisis políticas de 1811 (al dar a la fracció n moderada una efímera victoria) las que
arrebataron a esa fracció n el dominio de la situació n política y eliminaron el obstá culo
principal a la profesionalizació n del ejército. De diciembre de 1811 data la resistencia abierta
del primer regimiento de Patricios cuyos suboficiales y soldados se sublevaron designando
nuevos oficiales.. La represió n comienza: seis suboficiales y cuatro soldados son ejecutados,
otros veinte son condenados a presidio, compañ ías enteras son disueltas y el cuerpo
depurado. El movimiento es só lo de suboficiales y tropa. Una nueva línea de clivaje se revela
así, se impone una disciplina má s estricta. Esta trasformació n tenía una consecuencia política
precisa. Ahora el cuerpo de oficiales ejercía su influjo político por derecho propio. Pasa a ser
el dueñ o directo de los medios de coacció n que tienen entre otras finalidades la de mantener
el poder en manos de esa , limitando la democratizació n a la que la revolució n debe su origen.
Hay aquí un peligro de separació n progresiva frente al personal no militar de la revolució n; la
primera menció n a los peligros del militarismo que contiene la Gaceta subraya que entre los
oficiales ha surgido un infundado sentimiento de superioridad “sobre sus paisanos.
La profesionalizació n, a la vez que da una preeminencia nueva al cuerpo de oficiales, lo
diferencia del resto del personal político revolucionario. El criterio de reclutamiento y
promoció n varía.
El reconocimiento de ciertas exigencias técnicas, unido a la escasez de oficiales disponibles,
explica que el poder revolucionario haya sido menos estricto en cuanto al pasado político de
sus servidores militares que cuando se trataba de elegir auxiliares administrativos, con el
tiempo se hará cada vez má s frecuente la incorporació n de prisioneros realistas al ejército
patriota, no só lo como soldados sino también como oficiales.
En 1812 se hace presente en el Río de la Plata un saber militar menos sumario y rutinero que
el heredado de tiempos coloniales. San Martín, incorporado al ejército revolucionario como
coronel, adapta sistemas organizativos y tácticos de inspiració n francesa. Alvear redacta una
instrucció n de infantería que sigue la misma escuela. Con ellos, la superioridad del militar ya
no es só lo la del combatiente en una comunidad que ha hecho de la guerra su tarea má s
urgente; es la del técnico que puede llevar adelante esa tarea con pericia exclusiva. Todo la
favorece, es la entera sociedad la que reconoce al militar el lugar que ése se asigna dentro de
ella. Lo esencial de la vocació n militar es el riesgo de la vida y ese riesgo da derecho a todas
las compensaciones, [no la planificació n] derecho a vivir de la industria y las privaciones de
los civiles. Esa actitud puede ser peligrosa para la suerte militar de la revolució n.
En la hoguera de la guerra se destruye, junto con la riqueza pú blica y de las corporaciones, la
trabazó n jerá rquica en que se había apoyado el orden establecido, en el que los promotores
del movimiento revolucionario habían estado lejos de ocupar un lugar completamente
marginal. Pero los oficiales que asumen el primer lugar en el nuevo estado crean tensiones
evidentes en el interior, donde actú an a veces como conquistadores.
En primer término con esos sectores locales que han dominado la economía y que, ahora se
ven amenazados por la doble presió n de la guerra y de la concurrencia mercantil extranjera.
Tensiones también con quienes tienen la responsabilidad directa del manejo político, y ven
agotarse la benevolencia de los grupos de los que ha surgido mientras la costosa revolució n se
obstina en no rendir los frutos esperados.
El cuerpo de oficiales puede llegar a ser también un peligroso rival político, peligro tanto má s
real cuanto su identificació n con la guerra a ultranza, que lo separa de la de Buenos Aires
criollo, coincide con los sentimientos y –hasta cierto punto- con los intereses de los sectores
populares.
Pero ese peligro está atenuado por otros factores. En primer término, por má s rá pidamente
que se consolide el espíritu del cuerpo, encuentra un rival muy serio en el espíritu de facció n
sobre las mismas líneas que separan a las facciones no-militares. Divisió n facilitada por la
falta de só lidos criterios profesionales en la promoció n de los oficiales. Para un buen
observador como el general Paz, un oficial formado por Belgrano, Por San Martín o por Alvear
era reconocible por el modo de encarar cualquier limitada tarea. La consecuencia de ello es
que la rivalidad entre cliques encuentra una fuente adicional en la oposició n entre escuelas
militares.
De este modo, ni aun la profesionalizació n lleva en todos los casos a un aumento del espirit du
corps entre los oficiales revolucionarios. Por otra parte, es preciso tomar en cuenta la
incidencia de otros factores igualmente hostiles a la formació n de un cuerpo de oficiales
dotado de rasgos corporativos. El má s evidente es que la actitud militar no es la ú nica que se
espera de los má s importantes jefes. Casi todos los jefes superiores eran, a má s de militares,
líderes políticos en acto o en potencia. De este modo, si bien la revolució n ha destruido la vieja
identificació n con corporaciones o magistraturas, no puede dotar de una cohesió n igualmente
intensa a la ú nica institució n que salió de la crisis revolucionaria fortificada y una de las
razones esenciales es que, como aventura individual, la carrera militar se coronaba en una
carrera política cuya lealtad era exigida simultá neamente por alianzas familiares,
solidaridades de logia y coincidencias de facció n.
La independencia es a la vez que el coronamiento, el fin de la etapa revolucionaria, de la que
queda una tarea incumplida: la guerra. La independencia va a significar la identificació n de la
causa revolucionaria con la de la nació n. Hasta ese momento la direcció n revolucionaria había
aceptado una misió n ambiciosa: la de hacer un país y crear un orden. No es sorprendente que
no resulte siempre posible establecer una relació n clara entre esa clase política y ciertos
grupos sociales y profesionales, si tenemos en cuenta que para los contemporá neos no era
fácil conseguir algo tan sencilla como saber quiénes pertenecían efectivamente a ella. Lo que
comienza por configurar al grupo revolucionario es la conciencia de participar en una
aventura de la que los má s buscan permanecer apartados. Aunque má s de uno participa en la
militarizació n que comienza en 1806, su prestigio no proviene del lugar que ocupan en los
cuerpos milicianos, sino de su veterana en las tentativas de organizar, frente a la prevista
crisis imperial, grupos de opinió n capaces de enfrentarla sin desconcierto y con nociones ya
preparadas sobre lo que cabía hacer.
Rica en futuro es la inclusió n en el sector dirigente de figuras que son incorporadas a él en su
condició n de integrantes de ciertos sectores sociales: Alberti debe su lugar en la Junta a su
condició n eclesiá stica; Larrea y Matheu a su condició n de comerciantes. Dicha inclusió n
prueba que desde el comienzo el poder revolucionario ha sido sensible al problema de hallar
canales de comunicació n con el cuerpo social, sin embargo, no alcanza a salvar su aislamiento.
El bloque revolucionario formado desde su origen por dos sectores distintos, tiende a
escindirse en dos grupos opuestos. La relació n de fuerzas en mayo de 1810 parece asegurar
una só lida hegemonía al de base miliciana que reconoce por jefe a Saavedra; su lenta erosió n
só lo frenada efímeramente por golpes de mano como los de diciembre de 1810 –
incorporació n a la Junta de delegados de los Cabildos del Interior y renuncia de Moreno– y
abril de 1811 –que devolvió pleno control del poder a los saavedristas–, se debía bá sicamente
a dos razones: la primera era que la revolució n iba a destruir a las milicias urbanas que la
habían desencadenado; la segunda que la comprensió n de las necesidades del movimiento
revolucionario iba acercando a los má s lú cidos jefes de milicia a las posiciones del sector rival.
Los acorralados morenistas, só lo se constituyen en facció n cuando su jefe ha partido, hallan
mejores razones de solidaridad en los sufrimientos comunes a manos de la facció n rival, que
en la continuidad de una línea política. Una direcció n revolucionaria que se sentía
inquietamente sola en el marco de los grupos sociales de los que había surgido se forzaba
ahora por asegurarse en el ejército profesional una base que le permitiese independizarse del
apoyo militante de cualquier sector social; clausurando definitivamente el proceso de
democratizació n. La falta de identificació n total de cualquier sector de la sociedad porteñ a
con la direcció n revolucionaria, que en 1810 parecía una flaqueza que era preciso corregir,
luego de nueve añ os seguía siendo una realidad. Pero a través de sus dos bases de prestigio y
riqueza –el comercio, la alta burocracia– esos sectores altos dependen demasiado de la
benevolencia del nuevo poder como para que puedan de veras permanecer del todo ajenos a
él. El só lo trascurso del tiempo creaba nuevas solidaridades –no necesariamente política–
entre integrantes de los sectores altos y el poder revolucionario. Una fuente evidente de ellas
es la actividad econó mica del Estado revolucionario. Aú n así por má s amplios que fueran esos
contactos de intereses, no bastaban para identificar a los sectores altos como grupo, con el
elenco dirigente. En primer lugar porque ellos se desarrollaban bajo el signo de una
arbitrariedad que creaba un círculo má s amplio de hostilidad; en segundo término, por la
ambivalencia de esas relaciones; un cambio político podía trasformar al beneficiario en
víctima.
El lugar que a pesar de todo mantienen los dirigentes revolucionarios dentro de los sectores
altos locales, está lejos de dar ú nicamente vigor al movimiento. [Ejemplo la familia Escalada
no se comprometió políticamente con la revolució n, pero no podía ser ignorada por sus
figuras principales. No porque sí San Martín, que no tiene una trayectoria dentro de los
grupos dominantes locales, encuentra en esa familia a su esposa. Halperin dice que el mó vil
de su boda no necesariamente fue político, pero que sin duda, obtuvo beneficios políticos
como consecuencia de la misma. El caso de Alvear es muy distinto ya que no debía buscar un
acceso a las clases altas] Pero: ¿al ligarse con una clase alta local de sentimientos reticentes a
la empresa revolucionaria, no cometían un error? Para ellos el problema no se plantea en
estos términos: ese grupo al que permanecen unidos, ha sido para muchos siempre el suyo y
para otros aquel por el cual han aspirado siempre a ser aceptados. Es má s: para ese grupo ha
sido lanzada la revolució n; era el beneficiario de la eliminació n de las cliques peninsulares
que le habían disputado con éxito el primer lugar en Buenos Aires y esa reticencia frente al
compromiso político, tiene sus ventajas: evitaba vientos de fronda demasiado violentos. Esa
clase alta, si no se incorpora como grupo a la revolució n es entre otras cosas, porque ya es
incapaz de actuar como tal. ¿Y al acercarse a ella los dirigentes revolucionarios, no corren el
riesgo de hacer suya su capacidad de dividirse en bandos rivales? He aquí una razó n adicional
para que a los ojos de un grupo dirigente, el problema principal sea el de su disciplina interna.
Ese problema pasa a primer plano en la conducció n. Vista retrospectivamente la lucha que
separó a los morenistas de los saavedristas, parecía ofrecer la primera lecció n sobre los
peligros de la divisió n en la direcció n revolucionaria; la formació n en marzo de 1811 de un
club político morenista marcó el comienzo de un nuevo estilo de politizació n. No tenía por
funció n ampliar el nú mero de los porteñ os políticamente activos, sino organizar a los que de
entre ellos ya se oponían o podían ser llevados a oponerse a la tendencia moderada en el
poder.
Luego de una breve persecució n a manos de sus adversarios, el club es reivindicado: el 13 de
enero de 1812, resurge con el nombre de Sociedad Patrió tica. En octubre de 1812 alcanzó su
victoria cuando un movimiento del ejército ya profesionalizado barrió a los herederos
indirectos y escasamente leales del saavedrismo encabezados por Rivadavia y Juan Martín de
Pueyrredó n. Pero esa vindicació n de la Sociedad Patrió tica, marcó a la vez que el punto má s
alto de su poder, el surgimiento de su rival: la Logia. No se distinguía ésta de la Sociedad
Patrió tica, ni por sus tendencias ni por sus dirigentes, era su funció n en el sistema político la
que marcaba una diferencia. Ya no se trataba de dar mayor firmeza de opiniones al entero
sector políticamente activo; se buscaba má s bien dar una unidad tá ctica a los dirigentes de
este sector. No parece haber dudas sobre los propó sitos de la Logia: asegurar la confluencia
plena de la revolució n en una má s vasta revolució n hispanoamericana, republicana e
independentista. En este aspecto la Logia retoma la tradició n morenista pero esa orientació n
no torna menos complejas las situaciones que el poder revolucionario debe enfrentar, en
particular dos: un problema era la disidencia Litoral, favorecida por el uso de apoyos locales
en la lucha contra el baluarte realista de Montevideo que había dado a estos apoyos fuerza
suficientes para resistir las tentativas de subordinarlos al poder central. El otro era la
inesperada marea de la restauració n, que comenzaba a cubrir a Europa.
Si la fe revolucionaria y republicana tenía muy poco que decir frente a los problemas de la
disidencia Litoral, era directamente puesta en entredicho por los avances antinapoleó nicos
en Europa; para sobrevivir, debía aprender de nuevo a disimular. La Constituyente, no dictará
Constitució n alguna, no proclamará la independencia, se reunirá cada vez menos, la transició n
de la Sociedad Patrió tica a la Logia no había significado só lo un nuevo estrechamiento del
poder, sino un cambio de acento. Del esclarecimiento ideoló gico, que seguía siendo el objetivo
declarado de la primera, a la manipulació n de influencias con vistas a efectos políticos, que
era la finalidad de la segunda. Con Alvear mejor organizado que nunca para su primera tarea,
la de conservar el poder, el grupo revolucionario, no se halla por eso mejor integrado a la
sociedad urbana. La mayor disciplina interna, no bastaba para eludir los peligros implícitos en
ese aislamiento. La facció n alvearista no tenía demasiadas razones para temer reacciones en
la capital; aun así, tenía la necesidad de buscar algú n apoyo. Dicho apoyo no podía llegar sino
del ejército. El alvearismo, sacó a la guarnició n de la planta urbana de la capital, la concentró
en un campamento de las afueras, desde donde esos hombres, aislados de cualquier agitació n
ciudadana y comandados por oficiales de segura lealtad, debían asegurar al gobierno, contra
cualquier sorpresa. Pero esa guarnició n, no era todo el ejército ni la capital la entera á rea
revolucionaria. En 1814 siendo aú n Director Posadas, Alvear, tras de su retorno triunfal de
Montevideo, parte hacia el Ejército del Norte para reemplazar a Rondeau. El cuerpo de
oficiales se niega a recibirlo, y el héroe de Montevideo debe emprender una poco gloriosa
retirada. En Cuyo San Martín que se niega a encuadrarse en el mecanismo de control
dominante en Buenos Aires se ha hecho peligroso; es enviado un reemplazante e igualmente
rechazado por el Cabildo mendocino. En esas condiciones, la elevació n de Alvear a Director
Supremo, es una medida de emergencia. Es la activa resistencia litoral la que conduce a la
crisis final del alvearismo. A lo largo de 1814 y 1815 la disidencia se extiende de la Banda
Oriental a Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe; las tentativas de detenerla por la fuerza no son
felices; Alvear desde enero de 1815 decide emplear a una parte de su guarnició n de la capital
en enfrentar la avanzada federal que ha vuelto a apoderarse de Santa Fe, es precisamente la
vanguardia de esa expedició n la que se subleva en Fontezuela.
¿Por qué cayó el alvearismo? En parte es consecuencia de la concentració n del poder, la
facció n podía mantener su hegemonía mientras su política fuese inequívocamente exitosa. En
la ciudad es Miguel Estanislao Soler, quien da el golpe de gracia contra el alvearismo; fue
traició n si se quiere pero éste só lo actú a cuando el cabildo ha comenzado ya su reacció n
ofensiva contra Alvear y la opinió n pú blica urbana ha comenzada a hacer de los capitulares
sus paladines contra lo que ya se denomina la tiranía del Director Supremo.
La caída del alvearismo, se debe sustancialmente a los reveses que enfrenta, los una política
que es previa al triunfo del alvearismo. Para Alvear y sus adictos, el fracaso de esa política, es
sobre todo consecuencia de los avances mundiales de la contrarrevolució n. En consecuencia,
la facció n dominante estaba dispuesta a abjurar progresivamente de su credo revolucionario
que aparecía ahora como una aventura condenada de antemano.
Al lado del problema exterior, el interno había revelado toda su gravedad; la revolució n había
agotado sus posibilidades a lo largo de cinco añ os; utilizando la fuerza como el máximo
argumento en política interior. Había terminado por hacer del ejército su instrumento político
por excelencia. La caída de Alvear bajo los golpes de un ejército destinado a combatir la
disidencia litoral, no hace sino subrayar hasta qué punto era en las á reas sometidas a su
dominio, no en su capital, donde se decidía la suerte del poder revolucionario.
D) FIN DE LA REVOLUCIÓN Y PRINCIPIO AL ORDEN
El derrumbe de 1815 parece imponer en el país, una doble reconciliació n con un mundo cada
vez má s conservador. Pero al mismo tiempo parece exigir cambios sustanciales: en el país,
sobre todo en el interior, las resistencias parecían brotar sobre todo contra las tentativas de
cambiar demasiado radicalmente el orden prerrevolucionario. No só lo los ataques a la fe
heredada, sino también los intentos de romper el equilibrio entre las castas, contaban entre
los errores que habían llevado a la catá strofe en que culminó el avance hacia el Alto Perú .
Cuando el restaurado poder nacional promete dar fin a la revolució n y principio al orden,
espera hacerse grato también a un pú blico menos remoto que el de las chancillerías. Es
necesario poner el poder político de los titulares del poder econó mico. Aun si la parte de estos
en el manejo de la conducció n revolucionario, no aumenta, su gravitació n es
indiscutiblemente mayor que hasta 1815. Esa reorientació n política es tanto má s
impresionante porque no se da acompañ ada de una sustitució n demasiado amplia del
personal político revolucionario. Los herederos inmediatos del poder durará n poco; desde el
comienzo existe tensió n entre el cabildo, fortaleza de los notables de la ciudad y los jefes
militares que colaboraron en derribar al alvearismo.
Por el momento, la secesió n Litoral estaba lejos de agregar problemas: en el nuevo consenso
conservador, Buenos Aires y el Interior comenzaban a encontrar un terreno de entendimiento
que había faltado. El lento proceso electoral del que surgiría un nuevo Congreso General
Constituyente, seguía avanzando. Se reuniría en Tucumá n ofreciendo una prueba de la
apertura del poder revolucionario hacia el Interior. Reunido, elegía Director Supremo a
Pueyrredó n. El Director emprendió viaje hacia su capital a la que halló al borde de una nueva
crisis política y su presencia pudo evitarla. También habría que tomar en cuenta la
emergencia de nuevas bases de poder político: los ejércitos en campañ a gravitaban ahora.
Otro factor de disciplinamiento era la cada vez má s poderosa disidencia litoral. Mientras
hasta 1815 el gobierno se había identificado con el grupo que había impuesto la revolució n,
ahora quiere presentarse como su primera víctima. En un contexto ideoló gico muy distinto, la
prioridad de la guerra se mantiene. Aun así, y dentro del marco estrecho dejado por la guerra,
el régimen directorial, busca ir volviendo a sus quicios los elementos de la pú blica felicidad.
Considera urgente los problemas que derivan de la carestía de los alimentos. Esa actitud debe
muy poco a la noció n revolucionaria de igualdad que es ahora cada vez má s abiertamente
recusada. Es el temor a la indisciplina el que impone esa medida. El nuevo régimen, redefinirá
también su relació n con el ejército. Los de frontera han tenido influencia decisiva en su
surgimiento, y con ellos guardará relaciones estrechas. Pero los ejércitos de frontera han
variado fundamentalmente: luego que bajo la guía de Rondeau el del Norte fue derrotado en
Sipe Sipe, la defensa frente al bloque realista peruano quedará en manos
de las fuerzas locales de Salta. El ejército del Norte, replegado en Tucumá n, es sometido a una
reorganizació n a cargo de Belgrano y no tiene ya la importancia que alcanzó en el pasado.
Ahora el má s importante de los ejércitos de frontera es el de los Andes. En el Litoral la acció n
política era preferible a la militar; y en Buenos Aires y su campañ a, el ejército del que Alvear
quiso hacer un instrumento de su primacía se ve relevado de sus funciones de custodio del
orden interno. Nuevas milicias – batallones cívicos– son organizadas luego y el cabildo se
reserva su jefatura. A la vez que renunciaba a cualquier popularidad muy vasta, el régimen de
Pueyrredó n, aspiraba al apoyo reflexivo de sectores má s limitados. Frente a la elite criolla,
golpeada desde 1810 podría invocar la prudencia financiera que buscaba mantener pese a la
guerra, pero esa nueva política financiera, no iba a ser demasiado exitosa. La reforma del
arancel aduanero llevó a una agudizació n del contrabando. El desequilibrio financiero
subsiste. Antes del retorno a las exacciones arbitrarias, la tentativa de superarlo fue la
emisió n de papeles de Estado que causó má s irritació n que gratitud entre los supuestos
beneficiarios. La miseria fiscal veda al Estado tomar el papel de á rbitro entre las fuerzas
econó micas y sociales del que esperaba obtener adhesió n.
Otra circunstancia hace má s difícil esa tarea: la sociedad se halla en rá pida trasformació n. La
administració n Pueyrredó n no se desinteresa de los problemas de la campañ a, para la cual
nombra un comandante general en la persona de Balcarce. La reconstrucció n econó mica que
él está ansioso por comenzar. La ve sobre todo, como una restauració n de las hegemonías
sociales y econó micas prerrevolucionarias. Al definir así su objetivo, lo torna irrealizable.
La guerra hace imposible el retorno al orden; só lo cuando se le ponga fin, podrá darse por
verdaderamente clausurada la etapa revolucionaria. La relació n entre la direcció n política y la
elite social sigue entonces, como antes de 1816, siendo problemá tica; y el apoyo de los
sectores populares se ha enfriado considerablemente.

[Tulio Halperin Donghi, Revolució n y guerra , Siglo XXI, Buenos Aires, 1972]

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