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Más trágico aún es el caso de la mujer que, conviviendo bajo un mismo techo,
está espiritual y físicamente separada del marido, con quien un día contrajo
matrimonio. Conozco una señora que sufre este tipo de soledad, quien suele
llamarme por teléfono para volcar el vacío de su alma, la falta de compañerismo
en su vida, en una conversación que puede ayudarla a sobrellevar su tremendo
conflicto. Abandonada por su esposo, la misma noche de su casamiento por un
vicio que ella desconocía —la pasión por el juego—, viene soportando una
unión ficticia desde hace más de diez años. Sean cuales fueren las causas que
motivan semejantes situaciones, la tragedia de la soledad de estas mujeres es
tremenda, quizás porque aparentemente desde el lado humano no tiene solución.
Hay sólo Uno quien con su presencia, su capacidad de Amor, comprensión y
compañerismo puede llenar el hueco de esa alma vacía. Este es Cristo: Amigo,
Hermano, Compañero.
Es que al salir, al retirarse de nuestra casa, cada una toma su propio camino
hacia una casa donde nadie, sino sólo sus recuerdos le aguardan. Estos sólo los
puede compartir en la reunión de los sábados, dónde, además del mensaje
espiritual, encuentra a sus amigos, a los que conoció en su país, los que hablan su
mismo idioma y tienen sus mismos gustos y costumbres... y ¿cómo irse rápido
si esa cuota de compañerismo, de amistad tendrá que alcanzarle para toda la
semana hasta el próximo sábado, en que de nuevo se encuentre con sus amigos?
La soledad ¡qué tremenda es!, pero qué privilegio tenemos quienes disfrutamos de
la amistad de Dios, y que podemos dar aunque sea eso sólo, nuestra amistad,
para que alguien pueda ser feliz.
Reflexiones Para La Meditación Personal
No es bueno que el hombre esté solo (Gén. 2:18).
¿Que silencio hay comparable al que te en vu elve?
¿Qué soledad cual la tuya?
Guíete la luz del espíritu.
Se apaga el fuego de tu corazón.
(C. C. Vigil, “El Erial”)
Mi socorro viene de Dios que hizo los cielos y la tierra.
(Sal. 121: 2)
Dios, ayúdame a mirar a quien está solo, y a descubrir en la que pasa a mi lado
encorvada por los años, encanecida, por las luchas, indecisa, insegura por el
mundo desconocido al que tiene que afrontar y reconocer en ella a mi madre, a
mi hermana, a mi hija...
El que conoció en su propia alma el abandono del padre, la soledad de Dios en el
momento crucial de su muerte, palpando la atmósfera de tragedia de la soledad
del mundo, puede hacer más liviana mi propia soledad; más fácil de soportarla,
porque su fortaleza en mí, me da fuerzas para luchar sintiendo que no estoy sola:
tengo un Amigo. El está conmigo de día en la soledad de los que me rodean, y por
las noches en la soledad de mi cuarto. El que pasó por los más profundos
abismos y luego salió a la luz, puede ayudarme a llegar a Dios aún cuando los
últimos vestigios de mi fe hayan caído. Puede hacer que la luz de su Amor
rompa la oscuridad de mi alma solitaria, puede darme la victoria que El mismo
alcanzó, haciéndome sentir que su mano, la mano de Dios, me sostiene.
La soledad para quien puede beber en el tesoro de los recuerdos no tiene sobre el
alma poder mortal. “No es por haber amado demasiado, sino por no haber
amado bastante, que la vejez se hace dura e imposible de sobrellevar”. Citando
a un gran maestro espiritual podemos hacer nuestras sus palabras, cuando
afirmó: “La vida es un viaje del mediodía al norte, del verano al invierno, y la
decadencia de la edad nos encuentra establecidos en un suelo desnudo e
ingrato, que da apenas de qué vivir a nuestro pobre corazón”.
El pastor Lofton Hudson, en su libro “La religión de una mente sana”, tiene
tres consejos que considero muy sabios y eficaces para afrontar los días de la
ancianidad que se avecina:
1°) Ser espirituales: queriendo significar con esto, poner énfasis en manejarnos
bien interiormente, es decir, en llevar una vida interior, espiritual y armónica. A
veces no podemos hacer cambiar la actitud de nuestros hijos, ni la de nuestros
cuerpos, ni la injusticia de la sociedad, pero podemos manejar nuestras
actitudes. El mismo autor relata de una agraciada ancianita, de más de ochenta
años, perteneciente a su congregación, a quien todos admiraban por la
hermosura de su carácter. Pero ella tuvo también su cuota de sufrimiento,
habiendo perdido a su esposo y a su único hijo y viéndose enfrentada a los
malos días, enteramente sola. Un día su pastor le dijo: “Hermana, usted parece no
tener problemas, ya que pasa el tiempo tratando de resolver los problemas de
los demás”. A lo que ella contestó: “Yo tengo muchísimos problemas, pero los
resuelvo en la noche cuando puedo estar a solas con Dios; a veces, a la mañana
siguiente, mi almohada está mojada con mis lágrimas, pero mis problemas están
resueltos”. Esto es lo que quiere decir ser espirituales.
2°) No desistir de vivir: Es decir, no permitir que nuestra vida esté vacía;
llenarla con trabajo, con acción, con todo lo que nuestras fuerzas nos permitan
hacer. No es saludable para una persona anciana vivir sólo de recuerdos del
pasado. El mismo pastor antes mencionado, dice a este respecto que la filosofía de
Cicerón, no es buena cuando dice: “Los frutos de la vejez son los recuerdos de
las bendiciones obtenidas previamente”. Esta sería una buena manera para pasar
quince minutos, pero no quince años.
La tercera recomendación del pastor Lofton Hudson para una ancianidad feliz,
es: Servir: lo peor que el anciano puede hacer es perder su ideal de servir. No se
puede continuar viviendo una vida normal y equilibrada si no estamos
dispuestos a servir, en lo que sea, cómo sea, no con un sueldo remunerado
porque nuestra sociedad generalmente no provee fuentes de trabajo para el
anciano capacitado para ganarse, al menos un medio sueldo. Pero siempre hay
algo que puede hacer: la abuela suplantando en el cuidado de los niños a la hija
que trabaja fuera de casa; el abuelo llevando a los pequeños a la plaza, para
tomar un poco de aire y de sol, y ¡qué cuadro más conmovedor el del anciano de
rostro arrugado y vacilante andar, llevando de la mano al inquieto pequeñuelo de
mirada traviesa, que confía en él porque es su abuelo, porque lo
ve grande, porque siente su cariño! El arreglar pequeños desperfectos, cuidar
del jardín, de las plantas, ser útil y sentir que se lo es, es la mejor medicina para
la mujer o el hombre anciano. A veces, los más jóvenes son, sin quererlo, la
causa de las frustraciones que afligen la vejez de muchas personas, al ser
desconsiderados con ellas, haciéndoles sentir que no les necesitan. No hay
mejor modo de mandar más pronto a la sepultura a un anciano, que haciéndole
sentir que es un inútil, que su presencia es una molestia en el cuadro familiar.
Una amable señora, de unos sesenta años de edad, fue a su pastor con este
ofrecimiento:
“Si usted sabe de alguien que necesite, a cualquier hora, una enfermera práctica
y que no pueda pagarla, dígamelo. Yo no quiero dinero y mis hijos no quieren
que trabaje, pero yo quiero servir”.
Ese es un espíritu que permanece joven, aunque el cuerpo se desgaste y
envejezca.
En este mes de abril de 1973 cumple 81 años, uno de los espíritus más vigorosos
que he tenido oportunidad de conocer. Ha escapado de Hungría, su país natal,
donde ejercía la profesión de periodista parlamentario, en razón de su ideología
religiosa y de su condición racial. Casado con una bellísima compatriota, se
establecieron en la ciudad de Viena. Criado al lado de su abuelo paterno, el
famoso rabino húngaro Isaac Lichtenstein, su nieto Emmanuel, a quien me estoy
refiriendo, tuvo activa y valiosísima participación para ayudar a la huida de sus
hermanos de raza, los judíos perseguidos por el régimen imperante entonces, en
gran parte de Europa. Venido a nuestros país hace más de treinta años con la
misión de ayudar espiritual y materialmente a quienes lo habían perdido todo, a
establecerse en un país desconocido en todo —costumbres, idioma, condiciones
de vida— pero que encontraban aquí asilo, paz, seguridad. Desde entonces, su
tarea ha sido incansable; habiendo sido sacudido en sus fibras más íntimas, por
la pérdida de su único hijo en Londres, víctima de un mal incurable, que le había
provocado la ceguera, y privado desde hace más de seis años de la compañía
física de quien fue su compañera por más de cincuenta años, no se ha dejado
vencer. Su actividad hoy, a los 81 años, es la misma que cuando era muchos
años más joven: liberado de las funciones de director de la Misión que
representaba y de las de pastor de su denominación, por haberse acogido a los
beneficios de la jubilación, prácticamente este estado —el de jubilado— no
cuenta para él. Desde que se levanta, hasta que se acuesta bien tarde en la noche,
nunca está sin hacer algo: atendiendo llamados, socorriendo enfermos y
necesitados, visitando semanalmente sus “protegidos”, a menudo más jóvenes
que él, del Hogar Evangélico de José C. Paz; predicando en castellano y alemán
cada vez que lo
solicitan en las iglesias de su denominación, y todos los sábados —sin faltar
nunca— en nuestra Misión. A más de esto, ha sido el enlace que posibilitó la
ayuda financiera y el equipo quirúrgico de nuestro Sanatorio Evangélico y para
una gran escuela cristiana evangélica, de parte de la República Federal Alemana,
de la que, a pesar de su condición de judío, ha recibido reconocimientos
honoríficos (la Cruz del Mérito), soliendo ser invitado a importantes actos de su
embajada. Y aún prosigue con esta labor de filantropía, no sólo con el dinero que
solicita, sino con el suyo propio también. Cuando conocí a su esposa, ella me
dijo de él: “Mi marido, nunca sabe cuánto dinero tiene: lo que le entra por un
bolsillo le sale por el otro, y esto me causa problemas, porque nunca sé con
seguridad con cuánto dinero puedo contar para los gastos de la casa. Y esa ha
sido, y continúa siendo su norma: generosidad, a manos llenas; servicio a todos
aquellos a quienes pueda llegar, sin hacer distinción de nacionalidad, raza o
religión. Y esto, no porque no haya tenido problemas físicos: desde su infancia
sufre una afección en un pie, que le dificulta al caminar, obligándole a usar
zapatos ortopédicos; últimamente ha dado varios sustos a quienes formamos su
familia con lazos afectivos, pero el hombre, como el roble, no se deja vencer. Su
lema es: “Viviré mientras pueda permanecer activo”. Y por cierto que su método
produce resultados.
“Las personas se preocupan por cualquier cosa que sea importante para ellas”. La
preocupación produce temor y miedo, y el miedo nos paraliza haciéndonos sentir
incertidumbre y angustia por lo que pueda ocurrirnos en los días por venir. En
nuestra consideración del miedo al futuro, debemos tener presente que el
hombre es la única criatura en la creación de Dios, que no vive solamente para
el presente, para las cosas materiales, sino que ha sido creado con visión de
eternidad. Este pensamiento debe ayudarnos en nuestra perspectiva de futuro,
hemos sido creados para una vida superior, que sólo tiene su principio en este
mundo y se continuará en el mundo de la eternidad, donde nada tiene fin.
Pero mientras nuestro espíritu y alma viven, sienten y sufren con sentido de
eternidad, la envoltura física de nuestro cuerpo que la guarda y protege, tiene
sus “amarras en este nuestro mundo terrenal que está sujeto a la fatiga, a la
preocupación y al temor”. Mientras vivimos en esta casa que es nuestro
cuerpo, nos quejamos y nos sentimos afligidos (2 Cor. 5: 4 V.P.).
¿Son las preocupaciones, el temor a lo que pueda sobrevenirnos: pérdida de la
salud, pérdida del trabajo, inseguridad social y económica, pérdida de la
libertad religiosa y política, algo normal a nuestra vida?
Vivimos en una época de tremendos cambios políticos, sociales, económicos.
El cambio es parte de la vida de cada día, parte de este mundo en el cual
vivimos y actuamos. Pareciera que el mundo y sus cambios de hoy fueran más
rápido que nosotros mismos, y tenemos que apurar el paso para ajustar el ritmo
de nuestra vida a esos cambios que se suceden vertiginosamente. Lo que hasta
ayer era noticia, hoy carece de novedad; lo que en los días de nuestras madres
provocaba una revolución —voto, liberación de la mujer, sexo, aborto, eran
tabú y ni siquiera se mencionaban en los medios de difusión— hoy no causa
sorpresa a nadie y son tema de conversación entre jóvenes y adolescentes,
como algo perfectamente natural. Estos temas, y muchos más, son discutidos
con entera libertad en polémicas públicas, y en el seno de los hogares adonde
llegan a través de las pantallas de televisión, sin que nadie se preocupe
demasiado por ellos. Nuestras propias preocupaciones han cambiado, porque
son otros los problemas que nos afectan. La sociedad también cambia
fundamentalmente sus puntos de mira; aunque aún hay prejuicios, ya no se
juzga tan severamente a la pareja mixta de distinta raza o nacionalidad, o de
distinto credo religioso; la mujer separada, ya que en nuestro país la ley de
divorcio no tiene aún vigencia, ni la madre soltera son ya marginadas por la
sociedad, y aun se las acoge dentro de las iglesias
A los padres, y sobre todo a las madres, les cuesta mucho entender esto, porque
no estaban acostumbrados a la modalidad de que los hijos se liberen totalmente
de su tutela y escojan por sí solos sus propias ideologías, su porvenir, sin
importarles, poco o mucho lo que sus padres piensen, sientan o deseen para
ellos. Esto lógicamente produce ansiedad y angustia en el corazón de las
madres.
Nos preguntamos entonces si todo lo que es nuevo, es realmente malo; y sólo es
bueno lo que es viejo, aquello en que fuimos enseñados. Lo que no conocemos
nos asusta y tenemos miedo de enfrentar lo desconocido; nos es más fácil y
cómodo aceptar lo que ya conocemos, aquello a lo que ya estábamos
acostumbrados.
Se precisa valor, mucho coraje y una gran dosis de fe y confianza para enfrentar
este mundo de cambios, para dejar de ser espectadores y “meternos en el
cambio” nosotras mismas. Se precisa valor para que una madre se siente a
dialogar con su hija o su hijo, y con libertad y sin prejuicios, conversen en un
plano de igualdad acerca de sus problemas, de sus puntos de vista. Y a menudo
este diálogo franco y sincero trae sus sorpresas: descubrimos muchas veces
que detrás de esa coraza de hostilidad hacia la tutela maternal de la que ellos
resienten, detrás de ese esfuerzo por mostrarse iracundos y rebeldes, hay
también en ellos inseguridad y miedo. Es entonces cuando nosotras mismas
buscando ayuda y sabiduría en Dios, pedemos mostrarles que hay valores
eternos, inamovibles, que permanecen firmes, que no cambian, aunque el
mundo cambie y sus ideologías también.
Para ello nosotras debemos aprender a vencer nuestras propias dudas y temores,
nuestra angustia e incertidumbre, nuestro miedo al futuro. Solamente en la
medida que podamos ejercitar nuestra fe, confiando sencillamente en el poder y
Amor de Aquel que nunca cambia, podremos infundir confianza y seguridad a
quienes conviven con nosotros. Sólo cuando confiadamente rendimos nuestra
vida y el futuro que no conocemos en las manos de Aquél que es” “el mismo,
ayer, hoy y para siempre” podremos ahuyentar los miedos y la incertidumbre
por el porvenir. El futuro de nuestra nación y sus instituciones, el de nuestras
iglesias, el de nuestras familias, de nuestro trabajo, de nuestra libertad como
individuos estará asegurado sólo cuando dejemos de afanarnos por resolver los
problemas por nosotras mismas y confiemos la solución de los mismos en
Aquel que nos dice: “En el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he
vencido al mundo”. (Juan. 16:33).
Rec ord ar amo ros ame nte a los que se fue ron :
...siempre hay un lugar donde no pueden morir nuestros muertos. Este lugar es
dentro de nosotros.
Debemos vivir con nuestros muertos, vivir con ellos, sin tristeza y sin temor.
Ellos no piden lágrimas sino un dulce afecto.
Hay quienes llaman a sus muertos, mientras nosotros arrojamos y ahuyentamos
a los nuestros. Y les tenemos miedo, y ellos comprenden, y se van, y nos dejan
para siempre. Necesitan que les amen tanto como a los vivos.
Mueren, no en el instante en que se hunden en el sepulcro, sino lentamente al
hundirse en el olvido.
No hay sepulcro, por más profundo que sea, cuya loza no pueda ser levantada y
cuya ceniza no pueda ser removida por un pensamiento.
No habría diferencia entre los vivos y los muertos, si supiéramos recordar. No
habría muertos. Lo mejor que tenían vive con nosotros después que Dios los
llevó de nuestro lado. Todo su pasado es nuestro, y es más que el presente, más
cierto que el futuro.
La presencia material no es todo en este mundo, y podemos dispensarnos de
ella sin desesperar. Nosotros no lloramos a los que viven en países que nunca
visitaremos, porque sabemos que depende de nosotros el ir a encontrarlos.
Sea lo mismo con nuestros muertos. En lugar de creer que han desaparecido
para no volver nunca, pensemos que están en un país al cual iremos un día,
día que no está lejos.
El recuerdo de los muertos es más fuerte que el de los vivos; es como si
estuvieran tratando por su parte, en un esfuerzo misterioso de unir sus manos
con las nuestras.
Llamad a vuestros muertos antes que sea muy tarde, antes de que esté muy
lejos. Vendrán y se acercarán a vuestro corazón. Os pertenecerán como
antes. Pero ahora serán más bellos, más puros... (Mauricio Maeterlink,
“Grano Cernido”).
Como el Padre se compadece de los hijos,
se compadece Dios de los que le temen.
Porque El conoce nuestra condición; se
acuerda de que somos polvo.
El hombre, como la hierba son sus días;
florece como la flor del campo
que pasó el viento por ella y pereció y
su lugar no la conocerá más.
Mas la misericordia de Dios es desde la eternidad y hasta la eternidad
sobre los que le temen. (Sal. 103:13-17)
Porque nuestra naturaleza que no dura, tiene que vestirse con lo que dura para siempre; y
nuestro cuerpo que muere, tiene que vestirse con lo que nunca muere. Y cuando nuestra
naturaleza que no dura, se haya vestido con lo que dura para siempre, y cuando nuestro
cuerpo que muere, se haya vestido con lo que nunca muere, entonces se cumplirá lo que dice
en la Escritura: «La muerte ha sido devorada por la victoria». Oh muerte, ¿dónde está tu
poder para herirnos? ¿Dónde está, oh muerte, la victoria que ibas a ganar? Lo que da a la
muerte su poder para herirnos es el pecado, y la ley antigua, es la que da ese poder al pecado.
Pero gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo. (1 Cor.
15:43-46. V. P.).
Oh no me diga s que “la vi da es un sueño”
tri ste salm ist a, co n tu cant ar am argo ,
po rque el alma no vive en el leta rgo,
que es de la mu erte pá lido diseño.
La vida es re al y su de sti no es se rio ,
y no es su fi n en el sepu lc ro hu ndir se ;
que “ser po lvo y en po lvo conver ti rse ”
no es del al ma el divino mi ni ste rio .
(Enrique W. Lo ngfe llow)
A la sombra de tus almas me ampararé, hasta que pasen los quebrantos. (Sal. 57: 1).
Aunque ande en el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque Tú estarás
conmigo. (David, Salmo 23).